Santa Rosa de Lima vivió entre finales del siglo XVI e inicios del XVII en Perú. A pesar de no ser religiosa, se consagró a Dios a través de una vida de oración, penitencia y servicio a los pobres. El Arzobispo invita a los lectores a reflexionar sobre cómo viven su fe y desafía a aquellos que se han alejado de Dios a volver a Él para experimentar verdadera felicidad.
1. Arzobispado de Arequipa
Domingo
31 Agosto
2014
LA COLUMNA
De Mons. Javier Del Río Alba
SANTA ROSA DE LIMA Y TÚ
El 30 de agosto de cada año se celebra en el
Perú la solemnidad de Santa Rosa de Lima,
hija de una familia de la clase media que vivió
entre finales del siglo XVI e inicios del XVII.
Isabel Flores de Oliva, ese era su nombre
original, desde pequeña sintió la atracción
hacia una vida de intimidad con Dios. Junto
con otros santos que vivieron por la misma
época en el Perú, Rosa de Lima es uno de los
primeros frutos de la fe católica en nuestras
tierras. El apelativo de Rosa se lo puso de
modo definitivo el segundo arzobispo de Lima,
santo Toribio de Mogrovejo, que con la
sabiduría que lo caracterizó vio en ella la
belleza que transparentaba su alma. Sin
embargo, algunos historiadores dicen que ya
antes su madre la llamaba así.
Santa Rosa de Lima no fue religiosa ni vivió en
un convento, sino que fue una joven laica que
se consagró como terciaria de la Orden
Dominica y siguió viviendo en casa de sus
padres, en cuyo huerto ocupó una pequeña
habitación en la que pasaba largo tiempo en
oración y penitencia. Si bien tuvo no pocas
experiencias místicas, ello no la alejó de este
mundo sino que, por el contrario, se dedicó
también a ayudar a los pobres y enfermos.
Conocedora del amor de Dios, tuvo un gran
celo por la salvación de las almas y por el
anuncio del Evangelio. En síntesis, a través de
la negación de sí misma y de una vida de
oración y servicio a los más pobres y
necesitados, en santa Rosa de Lima se
cumplieron las palabras de Jesús: «Quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la
encontrará». Ella encontró esa vida eterna
para la que todos hemos sido creados pero tan
pocos la comienzan a experimentar en esta
tierra.
Recordando la vida de santa Rosa, cada uno
se puede preguntar cómo está llevando su
propia vida. ¿Hemos descubierto el gozo de
vivir en comunión con Dios o hemos reducido
el cristianismo al mero esfuerzo humano de
cumplir con unas normas morales que, al final,
no nos satisfacen? ¿Dedicamos al menos un
poquito de tiempo cada día a la oración o a leer
algo de la Biblia, o vivimos nuestras jornadas
apoyados únicamente en nuestras fuerzas,
como si Dios no existiera para nosotros?
¿Somos sensibles al sufrimiento de las
personas que nos rodean y a las necesidades
de los pobres, o tal vez sin darnos cuenta
hemos terminado encarcelados en nuestro
egoísmo y nuestros propios intereses?
Si nos atrevemos a hacernos preguntas como
esas, tal vez algunos se den cuenta que,
distraídos por los compromisos de la vida
cotidiana o adormecidos por el bienestar, se
han alejado de Dios. Tal vez otros se den
cuenta que, engañados, están buscando la
felicidad en los ídolos de este mundo pero que,
al final, no se sienten satisfechos del todo. Si
usted, querido lector, está en una de esas
situaciones o en cualquier otra en la que no se
encuentre realmente feliz, permítame invitarlo
a volver a Dios que tiene siempre los brazos
abiertos para acogernos, para perdonarnos y
para introducirnos en ese Reino de los Cielos
que Jesús trajo a la tierra y cuyas primicias se
encuentran en la Iglesia. En síntesis, lo invito a
dejarse amar gratuitamente por Dios y a
experimentar ese amor a través de los
sacramentos de la Reconciliación y la
Eucaristía, a través de los cuales podrá recibir
la vida divina y experimentar la alegría de vivir
en comunión con Dios y con los hermanos.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa