Este documento describe la vida diaria en el pequeño pueblo colombiano de Chaguaní. Abraham es un hombre que vive solo en una cabaña junto al río y pasa sus días reflexionando. Cada mañana se despierta, se baña en el río y visita a su tío Crisóstomo antes de dirigirse al pueblo, donde ofrece mensajes de esperanza a los campesinos. El documento también proporciona detalles sobre la geografía, la historia violenta y la gente del pueblo.
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ABRAHAM
Siempre bajaba por el camino del silencio
silbando. Llevaba la camisa desabrochada de la
cintura para arriba. Mostraba un tórax moreno y
lampiño. Era un hombre de complexión fuerte,
bien musculado, de pelo castaño y riso, formado a
las labores del campo. Podría decirse de él que
era un hombre rudo. Pero, bien mirada su cara,
era de facciones finas y ojos soñadores. Se diría
por su manera lenta de andar, segura, a pie
descalzo, que quisiera hollar la tierra para dejar
su impronta en ella, para marcarla, señalizando
su territorio. Abraham se dirigía a su rancho,
como todas las tardes, con el sol a las espaldas y
un trino de ruiseñor en el ambiente...
El silencio se encontraba sito entre los ríos Las
Sardinas y La Guacimalera. El primero cruzado
por el puente nuevo, de amplios arcos de
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hormigón, y, el segundo, por el puente de hierro,
el puente viejo, el de los enamorados en las tardes
azules de abril. Los ríos corren apretados y
tumultuosos entre las gargantas que le sirven de
lecho. Bajan henchidos, amenazantes, espumosos,
en una danza loca de remolinos furiosos por entre
las rocas. Más adelante se serenan en los
meandros, ora, se ponen nerviosos en los rápidos
y luego avanzan aterciopelados, bañan las riveras
y acarician, tibios, las verdes hierbas de su
entorno para ir a morir como dos afluentes mas
del gran río de la Magdalena. Cuando se inicie el
verano, cuando cesen las lluvias, aparecerán aquí
y allá, en el lecho del río, isletas de cieno y juncos,
las ranas cantaran al atardecer hasta bien
entrada la noche y los niños, con improvisadas
nasas, se dedicaran a pescar las pocas sardinas
que aún quedan y que le dieron nombre al río.
Los pastores bajarán los ganados a abrevar y
llenarán los odres de agua para su sustento.
En esta época, las acacias espinosas son mas
verdes y robustas, los almendros de hoja ancha se
esponjas con su florescencia, los guácimos
proporcionan sombra a los paseantes
domingueros y los playones del río se llenan de
gente que se refresca en sus aguas. Una iguana
salta por entre las piedras y es la alegría de los
niños, y, abajo, en la pequeña cascada, se escucha
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armonioso el ruido seco del ariete que sube el
agua por la ladera de la montaña para ser
utilizada en los lavaderos de café o en los
entables, donde se cuece a fuego lento el zumo de
la caña de azúcar, para convertirla en panelas o
melaza que servirá de sustento al hombre y a sus
rebaños.
Por la carretera, de tierra pisada, mas camino de
herradura que carreteable, se va por un túnel
verde formado por la masa arbolada que sirve de
sombrío a los cafetales arábigos, cuando no, la
tupida masa de los caña dulzales a lado y lado de
la calzada sirve de guía hasta desembocar en
Chaguaní por entre una hilera doble de
guayacanes rosados y amarillos y cámbulos y
gualandayes que le dan carácter y entidad al
poblado. Las casas en él son de estilo colonial,
altas y amplias, con bellos jardines internos
donde reinan las orquídeas, las azaleas y los
azahares que perfuman el ambiente haciéndolo
suave y amable.
El pueblo es pequeño de no más de mil quinientos
habitantes. Las casas, en el centro, se amontonan
en hormiguero y mantienen puertas y ventanas
abiertas para aprovechar las corrientes de aire
que ventilen el ambiente y lo hagan más fresco y
llevadero. Hacia las afueras las construcciones
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son un poco más anárquicas, amplios terrenas
han sido urbanizados y sus propietarios han
construido modernas viviendas con vistosos
jardines, piscinas y lagos para veraneantes. En el
pueblo todos se conocen y conviven en armonía
independientemente de si se es liberal o
conservador y mientras se respeten las
formalidades de los creyentes, las buenas
costumbres y las leyes, que según afirma el
alcalde, nos hacen bien a todos, reinara la
concordia. Cualquier desaguisado romperá
necesariamente el débil equilibrio.
No había sido siempre así. Había habido guerras
y revueltas que todo lo habían convulsionado. Las
degollinas entre liberales y conservadores hacían
parte de la historia reciente del poblado y de la
nación entera. Odio y paz, paz y odio habían sido
el menú diario durante largos periodos. La paz,
cuando se conseguía, se respetaba, se hacían
alianzas entre familias y las asperezas de otros
tiempos desaparecían como por ensalmo. La
herencia Panche, de hombres guerreros, que
llevaban en su sangre aparecía de tarde en tarde.
No basto, no fue suficiente la guerra a muerte
desatada por los conquistadores españoles para
someterlos y enseñarles las "buenas costumbres"
de los aventureros; la lanza y la espada dejaron
para siempre y seguirán dejando su impronta
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imborrable en las oficinas del consistorio
municipal.
Las gentes de Chaguaní no eran ni buenas ni
malas, eran y siguen siendo gentes tranquilas,
trabajadoras, creyentes y sobre modo orgullosas,
respetuosas y un tanto, cuando a ello se les obliga,
belicosas. No gustan mucho de alcaldes, de curas,
de abigeos ni ladrones. Cuando cualquiera de
estos gremios se excede las olas se encrespan y el
Panche que llevan dentro disiente, primero con la
razón, ágil y cortante, y, luego, con su recio y
altivo carácter.
Los domingos son una fiesta. Los campesinos
llevan los frutos de la tierra al mercado para
venderlos a los lugareños. En la amplia plaza, en
la explanada, frente a la iglesia del Señor de la
Salud, por el levante, formando una ele, haciendo
esquina con el camino del matadero, se arman los
tenderetes de todos los colores y entre gritos,
canciones procedentes del bar de Aniceto, las
campanas de la Iglesia llamando a misa de diez y
las reconvenciones del alcalde para que se paguen
las contribuciones municipales, se oyen los cantos
de los gallos, los gruñidos de los cerdos, el mugido
de las vacas, el valar de las ovejas, los gritos de
los quincalleros, los zapateros, los ropavejeros,
los vendedores de paraísos y nirvanas, los
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mendigos, la Lola, la gitana, pregones de rezos ,
ofreciendo ungüentos y artificios contra todos los
males o rehacer los virgos deshechos sobre los
playones de la Guacimalera. También se escucha
la voz zalamera de Armando, que reparte
sonrisas a diestra y siniestra, en busca del boto
que habrá de llevarlo a las altas esferas del
partido liberal.
En la parte baja del silencio, en la falda de la
montaña, frente a un frondoso yucal y a una
esbelta mata de guaduas, en la pequeña
explanada de los remansos, donde se oye cantar el
río y crecen con fuerza los arrayanes, en un
pequeño bohío, rodeado de flores del campo,
pomares y naranjeros, un perro bravo y un gato,
gallinas y patos, un loro revolucionario, un
pequeño hato, y, a la sombra de un mango
frondoso, rodeado por un bancal de piedras
pulidas donde hacer la siesta, vive Abraham, solo
y en silencio, cavilando el día a día, cuando no ,
profundo, el mañana y el ayer. Afirma que el
presente pasa raudo, que el pasado y el futuro
están cada vez más lejanos como si jamás
hubieran sucedido y, por ello, todo lo que no es
hoy nos parece sumido entre las brumas...
Como todos los vecinos, los domingos, con los
primeros cantos del gallo, se levanta, toma el
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camino del río y se purifica en él. Después de
unas cuantas abluciones y algunos ejercicios de
respiración agradece el lirio del alba, el trino de
los pájaros y su personal alegría de vivir un día
más. Abraham no era un campesino corriente.
Hacia vida de ermitaño por convicción. Estudio
en el seminario desde que su tío Crisóstomo,
hermano de su padre, lo llevo, a la edad de siete
años, cuando fallecieron sus padres. Allí, en el
frío del altiplano, aprendió las primeras y las
ultimas letras, los sin sabores de la vida, la
autoridad y la mezquindad del prior, los valores
cristianos, entre comillas como él afirmaba, el
antiguo y el nuevo testamento, a José María
Vargas Vila en sus noches de insomnio, a los
autores clásicos y, como niño díscolo que fue, el
onanismo, por el cual sufrió muchas
reprimendas, actos de contrición y propósitos de
enmienda.
Abraham salía por el camino del silencio, por
entre los cafetales umbríos silbando, acompañado
por un coro de chicharras que callaban a su paso
y luego, pisando sus talones, arrancaban con
mayor estrépito. En la casa de la hacienda, su tío
Crisóstomo, por la algarabía acompasada de las
chicharras, sabía que se acercaba, y sin más,
ordenaba una jícara de chocolate y una arepa de
maíz pelado que serviría de prologo a la
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conversación de siempre. Abraham entraba al
amplio patio por los lavaderos de café, pasaba
luego por los patios de secado que lo conducían a
la cocina, donde Diva, se esforzaba en preparar el
desayuno del patrón y la peonada. En la mesa
pedía, costumbres del seminario, la bendición del
tío y se sentaban a manteles.
El dialogo siempre giraba alrededor del hombre o
de Dios, del partido liberal o el conservador, de
las autoridades civiles o militares, del cura o de
Armando, de los comunistas o de las guerrillas,
de la policía y sus bandas de sicarios, de
bandoleros o abigeos, de la dictadura y sus
secuelas y de los hombres, mujeres y niños
víctimas inocentes de la violencia oficial. Se
hablaba con generosidad, sin resentimientos,
pródigos de buena fe. Crisóstomo lo hacía desde
su profunda fe cristiana y Abraham desde su
acendrado pero humano antropocentrismo.
Abraham en estas sesiones siempre se prometió
no enojar a su tío, hablaba poco y asentía más
que oponer sus propios criterios. Escuchaba
atento las reconvenciones de Crisóstomo.
Ve con Dios, - le decía a Abraham- , era el deseo
de tus padres. Se formal y obedece, cumple las
leyes de Dios y cumplirás las leyes del hombre.
Reza cuando dudes o estés en peligro. Era un
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largo etcétera que preparaba a Abraham al
camino del pueblo.
Don Crisóstomo obraba así por cuanto quince
años atrás, tristes imágenes de su memoria, había
visto como los godos destripaban a las
parturientas y ensartaban los fetos a bayoneta
calada como tributo de limpieza y honra para su
partido y la iglesia; vio desde la sombra de los
cafetales, como la policía y unos cuantos civiles,
apodados los chulavitas, hacían fila, mientras
vociferaban las más sucias bajezas, violando
indiscriminadamente a niñas y adolescentes,
mujeres y ancianas, que de tanto "medirles" las
entrañas mostraban sus partes púdicas hinchadas
y ensangrentadas y, a falta de mayor horror, a las
más viejas las empalaban porque su sexo, inerte,
ya no servía a los instintos animales de la
pandilla. Las más jóvenes seguían siendo
asaltadas hasta que quedaran en cinta, para
humillación de sus padres y hermanos y del
partido liberal. ¡Para que parieran godos al
servicio de Dios y el partido conservador! Fue
testigo presencial de la matanza en la iglesia del
Señor de la Salud, donde a quema ropa, en pleno
sermón, fueron limpiando de liberales la iglesia
sin que desde el púlpito se oyera la voz de Dios ni
la protesta de los fieles conservadores presentes.
Crisóstomo recordaba, con lagrimas en los ojos,
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como salvo su vida escondido en el confesionario
y como, desde aquel día, juro dedicar el resto de
su vida a trabajar por la paz y la concordia entre
hermanos.
Terminado el desayuno Abraham se despedía,
tomaba el camino del pueblo por entra la masa
arbolada que cubría la carretera y a paso lento,
silbando, a pie descalzo, hollaba el camino hasta
llegar a la casa de misia Circuncia, cita al otro
lado del puente de las sardinas.
Primera parada Circuncia, anunciaba a su
llegada. Los campesinos allí presentes le
saludaban, le ofrecían un guarapo dulce y se
aprestaban a escucharle. Abraham tomaba la
palabra, siempre traía un mensaje de esperanza,
una voz de aliento y la voluntad inquebrantable
de animarles a seguir adelante así no tuvieran le
suerte de recoger los frutos de su esfuerzo.
-En la iglesia, les decía, y en la plaza aprendan a
escuchar. No olviden que los poderosos, de
cualquier pelambre, les pedirán que sean
bondadosos para poder vivir a costa de su
bondad; les pedirán que sean virtuosos para que
cultiven " sus virtudes" y no las vuestras; les
pedirán que sean modestos para que no les hagan
sombra y no sean causa de molestias; les pedirán
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que tengan fe en el mas allá para alimentar mas
su codicia; les pedirán y exigirán respeto a sus
normas para mantenerlos sometidos y
humillados, y, por último, intentaran dividirlos y
debilitaros para que no puedan avanzar. No
olviden jamás que el ángel que llevamos dentro
tiene que convivir con el demonio con quien
comparte, en precario equilibrio, nuestra
condición humana.
Le escuchaban pero no le entendían. Asentían sin
saber jamás por qué. En el fondo le daban la
razón como ofrenda a su propia sin razón. Solo le
comprendían cuando hablaba del partido liberal
o de los godos, cuando les reconvenía para que
vivieran en paz, cuando les hablaba de amor y del
sexo, de la importancia del control natal,
contrariando las enseñanzas de Don Ecce Homo,
el cura, que los conminaba a parir muchos hijos
para el servicio de Dios y de la Patria,
amenazándolos con anatematizar a quien
incumpliera los preceptos de la iglesia. Abraham
se levantaba de la mesa, se despedía de todos con
un - ¡Hasta pronto Circuncia!- y seguía su
camino rumbo al pueblo y al mercado.
El alcalde era un hombre gordo, de ojos
abotagados y pequeños, como los ojos de los
pequeños dragones de las filipinas, extraviados
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como su carácter, lento y pesado al andar como
los elefantes y de un resoplar ruidoso al hablar
como si las palabras se le atragantaran en la
garganta y salieran luego a presión, bufando, en
busca de su interlocutor ocasional, que era
generalmente un campesino humilde y
analfabeta, quien tenía que escuchar una
reprimenda sin sentido y aguantar su aliento
hediondo como sus malas intenciones.
Reafirmaba su poder de burgomaestre,
paternalmente, golpeando suavemente las
mejillas del conejillo de indias de turno, con sus
manos regordetas y sudorosas, como si de un
bautismo se tratara, y, cansino, hacia el recorrido
de los tenderetes recogiendo el tributo municipal
y el mercado de la semana, que le salía gratis,
gracias al miedo de los mercaderes y a su mala fe
en virtud del poder que detentaba. Buscaba, a la
vez, ávido y codicioso a Angelines, giranta de
bajo vuelo, con quien los domingos por la tarde
yacía hasta el anochecer sobre una cama de
hierros enmohecidos que mal soportaban el
retorcer se de los vientres en una violenta lucha
de raíces, espasmos y ruidos feroces. Odiaba
encontrarse con Abraham. Lo odiaba por
renegado, por haber abandonado el seminario,
por haber olvidado a Dios. Lo odiaba, porque
según él, era un comunista que envenenaba a los
campesinos con sus predicas extrañas o un
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liberal, como los renegados de Loma Larga y
Campo Alegre, que habían recibido el domingo
anterior el anatema de Don Ecce Homo, por
paganos y libertinos y por levantarse en armas
contra las autoridades, según afirmo, en la
homilía de las diez.
Abraham entraba al poblad en silencio, sin hacer
ruido, como quien quiere pasar inadvertido. En
la plaza, buscaba la sombra de la ceiba, sentado
sobre el bancal de piedra que la protegía. Allí
dialogaba con quien quisiera escucharle e
invariablemente se sentaba por donde
obligatoriamente debía pasar el alcalde, Don
Casildo Materón, por el placer de verle enrojecer
de ira.
-Casildo, le decía, va usted como los liberales,
rojo, es un buen síntoma...
-Calle, Abraham, o lo mando a la cárcel que
harta falta le hace. Quince días a la sombra
quizás le hagan recapacitar, comunista hijo de
puta, ya tendré la oportunidad...
-Si Quiere aprender a hablar Don Casildo, calle
durante un año, dejara, también, de ser un
charlatán...
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Las palabras se cruzaban rápidas. El alcalde no
se detenía. Se ponía rojo y los ojos se le
inyectaban en sangre, las manos le temblaban y
sudaba copiosamente. El policía que le
acompañaba le llevaba a la casa consistorial para
que le pasara la congestión con una aspirina y un
buen vaso de agua fría.
Después de la misa de diez, Don Ecce Homo,
buscaba a Abraham por cuanto se había
prometido devolverlo al redil. Se dirigía a la
ceiba, se sentaba a su lado y le pedía con fingida
humildad que regresara a la iglesia, a Dios, al
prójimo. Le recordaba las enseñanzas del
seminario, la fe de sus padres, la bondad de Don
Crisóstomo, la necesidad de vivir limpio y sin
pecado, puro al servicio de Dios.
Abraham le escuchaba negando con la cabeza,
para recordarle luego, que él, Don Ecce Homo, no
era un hombre puro. Que los votos de castidad
los había perdido con Teodolinda, una
adolescente de diez y seis años, que violo en la
sacristía y que luego entrego a las fieras del
cuartelillo para que dieran buena cuenta de ella.
Don Ecce Homo se puso mustio, sus ojos se
perdieron en el vacío y negros nubarrones
recorrieron su memoria. ¡Teodolinda! Una tarde,
hace algunos años, no sabía cuántos por que
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deseaba olvidarlos, se la llevo a la casa cural
Belarmino, jefe del partido conservador, para
que dispusiera de ella como a bien tuviera. Era,
razones más, razones menos, una renegada de
Bituima y niña aún podía ser reeducada.
Hablaron, comieron y bebieron. Bebieron más
que comieron. Las horas pasaban y con ellas la
borrachera. Se hartaron recordando jolgorios,
zarabandas y añagazas, insidias y tropelías que
había dirigido Belarmino por toda la región. A
medida que las horas pasaban, en medio de la
cogorza, las bajas pasiones se desataron en
Belarmino, tomo la niña por un brazo y la
arrastro hacia la sacristía, seguido por Hcce
Homo, allí le arranco las ropas a la menor, las
bragas, el corpiño y lascivo le mordió los senos en
flor hasta hacérselos sangrar, la acariciaba el
vientre, las piernas y su sexo púber. Ella lo
rechazaba, lloraba y temblaba de horror. Ecce
Homo, miraba y dejaba hacer, hasta que, sin
poderse contener, deshaciéndose de la sotana, la
tomo en sus brazos e hincándole violentamente
los dientes en un hombro, la violo repetidamente
el amanecer. LO saco de su paroxismo
Belarmino, con su voz de buitre carroñero,
regresándole al mundo de los vivos y
advirtiéndole:-"Ecce Homo, al fin tu y yo hemos
sellado un pacto de sangre. En adelante seremos
hermanos". Ecce Homo estaba perplejo. Con
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sangre fría Belarmino agrego: -"No se preocupe,
ahora envió a la policía por estos despojos"-. Se
llevaron a la niña al cuartelillo, abusaron de ella
los doce policías de la guarnición y, aclarando el
día, la trasladaron a las porquerizas, la
desollaron de la cabeza a los pies y hecha una
masa sanguinolenta se la tiraron a los cerdos
para destruir, según decían, el cuerpo del delito.
Abraham lo miraba en silencio, sabía que algo
muy oscuro cabalgaba por su memoria y cuando
observaba que recuperaba el aliento, que su cara
volvía a la color de siempre, le aseguraba con
altivez: "-Ecce Homo,usted sabe que creo en
Dios, en mi Dios, pero no en las religiones, porque
ellas como los partidos políticos, como los
nacionalismos y todos los fanatismos son fuego en
el cuerpo, soflama fría e irracional en la cabeza y
la boca llena de negros y venenosos vapores como
los volcanes. Mi paso por el seminario y por la
historia de las religiones me han enseñado que
hay Dioses que quieren la desgracia; otros que
preservan de la desgracia y otros que consuelan a
los desgraciados. Al hombre Ecce Homo, no le
queda sino la buena voluntad del hombre, su afán
por el amor al prójimo. El cura se levantaba,
miraba derrotado a Abraham y avanzaba
cabizbajo hacia la casa cural. La tarde caía, otro
domingo llegaba a su fin, se levantaban los
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tenderetes, el clamor de la mañana cesaba y era
el momento que aprovechaban los campesinos
para departir con Abraham. Lo rodeaban,
discretamente se le acercaban y con vergüenza en
sus caras, lo interpelaban.
Las mujeres le preguntaban sobre el divorcio y su
moralidad, el sexo y los hijos. El matrimonio,
respondía, rompe con mucha más frecuencia de
lo que se cree con el orden moral. El instinto
sexual no tiene ninguna relación necesaria con la
concepción. La concepción solo debe ser el
resultado de la libre y responsable voluntad de
los amantes, lo contrario es casual, ocasional; los
hijos, deben ser hijos del amor, no de la
necesidad. Recordad que la impudicia, les decía,
no es la desnudez de los cuerpos sino el vestido y
que solo se está en paz con Dios cuando se está en
paz con sigo mismo y con el prójimo. A los
hombres los invitaba a ser ellos mismos, a ser
orgullosos, a hacer solo las concesiones a las que
voluntariamente se obligaran y no a las que otros,
los que presumían por la fuerza de dirigir la
comunidad, quisieran imponerles. Ante todo
estaba la libertad y por consiguiente el respeto a
la libertad de los demás.
Siempre se preocupo por el hombre del campo,
por sus limitaciones y angustias. Repetía, con
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frecuencia, que el campesino no era el propietario
de la tierra, simplemente era el peón. Alquila su
brazo para sobrevivir. No tiene derecho a nada,
salvo a la libertad de morirse de hambre. En el
mundo laboral es un ave de paso. Trabaja de sol
a sol y de domingo a domingo. Muere antes de
tiempo roído por las enfermedades y los
parásitos, el cansancio y el hambre o por un corte
de franela practicado por la furia de las pasiones
políticas. Su abecedario es la azada. Su escuela la
cárcel. Su descanso y olvido el aguardiente. Su
jubilación el cementerio. Nadie se preocupa de él.
Los gobiernos pasan. La alternancia de los
partidos en el poder solo ha servido para
corromper mas a quienes lo ejercen y ni
dictaduras ni democracias han cambiado nada.
Su esclavitud, controlada desde el estado, los lleva
a la tumba con el corazón hecho un nudo.
Abraham sufría ante las abismales desigualdades
y por ello los impulsaba a la rebelión, a luchar
por la dignidad de hombres, por la educación de
los hijos y por la dignidad de las mujeres.
El último auto-invitado era Armando. Se
acercaba sonriente y con dos golpes secos sobre la
espalda de Abraham se sentaba a su lado. Los dos
simpatizaban en algunos aspectos de la lucha
política pero era más lo que los separaba que lo
que los unía. A pesar de ello, había un mutuo
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respeto entre los dos hombres, un acuerdo no
pactado pero nunca acordado. Armando quería
estar cerca de Abraham por lo que este suponía
de potencial electoral entre los campesinos.
Abraham se mantenía cerca de Armando porque
gracias a él tenía conocimiento anticipado de
hechos que le permitían salvar vidas y obstáculos.
Entre los dos existía un pacto tácito que los
hermanaba y por el cual todos los domingos
platicaban de lo Divino y lo humano hasta los
primeros cantos del gallo, momento en que se
levantaban del bancal y abandonaban la ceiba
rumbo a casa.
El camino de regreso al silencio se hacía lento,
pesado y lúgubre. Las cantinas estaban llenas
hasta muy entrada la noche. Las reyertas
producidas por la embriagues eran frecuentes, y,
el burdel de Angelines, se prestaba a toda clase de
perversiones. Eran éstas las únicas diversiones
que se le ofrecían al campesino para distraer sus
angustias y para menguar su ya raquítica bolsa.
Las mujeres del lupanar los esperaban por las
esquinas y la retaguardia se situaba en el puente
de hierro, el de los enamorados, sobre la
Guacimalera, donde los más reticentes, los que
habían salvado las primeras alcabalas, caían en la
última aduana y se entregaban a discreción a los
placeres carnestolendicos en los playones del rió.
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Abraham no era ni un santo, ni un asceta.
Conoció los placeres de la vida y los apuro en
abundancia. Sus años mozos fueron un constante
ir y venir de una mujer a otra hasta que
comprendió que la vida se le iba de las manos
inútilmente. Comprendió que las restricciones del
seminario no debían ser el acicate de su
libertinaje, sino, salvando lo que se pudiera del
naufragio, ser el guía de una vida ordenada al
servicio de quien quisiera escucharle. Muchas
veces cuestiono su postura ante el mundo.
Siempre se pregunto si lo que hacía era correcto.
Veía, con tristeza, que los resultados de sus
pláticas no compensaban su esfuerzo. Tenía la
esperanza de que algún día se hiciera la luz...
Con las primeras luces de la aurora llegaba al
bohío. Gruesas gotas de roció pendían de las
hojas y las flores lanzando al espacio destellos de
luz iridiscente El perro saltaba de alegría, le
lamia las manos, daba dos o tres saltos y se
echaba. Abraham descansaba hasta el próximo
domingo...