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Al leer Los recuerdos del porvenir, y especialmente al terminarlo, quise mantener por un
tiempo más en mi memoria las imágenes que me habían quedado. Más aún cuando todo lo
que pensaba me hablaba del día de hoy, de la protesta, del tiempo en el que estamos y de las
formas de muerte y aniquilación a las que estamos sujetos cada día. Esta novela me hizo
intuir la violencia como un problema fundamentalmente temporal. La muerte, la violencia en su
forma más presente, es en imágenes de Elena Garro el acto despótico que radicalmente
impide ‘la corriente amorosa’ de las palabras y los hechos. El asesinato es, literalmente,
impedir que alguien sea más (más tiempo). Y aún en la violencia que aún no es muerte, el
tiempo, de todas maneras, se aniquila al tomar la forma del único día de la desgracia y el odio,
el infierno circular en el que ‘la desdicha iguala los minutos’. En ese transcurrir del tiempo de la
violencia, que no es sino un no transcurrir, ‘el porvenir es la repetición del pasado’ y la única
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camina) es el espejismo de la violencia. Sin embargo, en medio de esta suspensión del tiempo
(que construye un mundo donde los árboles no cambian de hojas y las estrellas permanecen
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‘corriente amorosa que hace y deshace las palabras y los hechos’, permite que acontezca el
discurrir ya no sólo acelerando el presente que la muerte pausó, sino también aunando el
pasado y el futuro en los gestos del amor, la protesta, el silencio y la transformación. Este
tiempo infinito y multiplicado se vuelve entonces equivalente al espacio desde el cual se puede
narrar la historia. Es decir, el tiempo en su infinitud (que hacia el final de la novela es una
piedra) es el lugar (literalmente) desde donde se cuenta la historia y desde donde se
construye memoria. La resistencia a la aniquilación tiránica del día sangriento puede darse en
esos gestos y rituales (como la escritura, la sepultura, el amor) que permiten abolir al tiempo,
ya no aniquilándolo, sino haciéndolo atravesar simultáneamente el futuro (y con ello nuestra
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