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Universo encantado
Libro uno
Las vueltas que da la vida. Siempre planteado como referente. Un tanto parecido a las
condiciones que son propias. En determinadas circunstancias y, a paso lento. O veloz.
Dependiendo de del momento. Y de quienes actuamos. En el día a día.
Retomando ese contexto, cierto día, inicié el viaje hacia el pasado.. En la intención de dilucidar
expresiones relacionadas con la iconografía que podría asimilarse a lo que, coloquialmente, se
define como la picaresca propia en los caminos de la vida.
Conocí del rol de los íncubos en la edad media europea. De su notoriedad manifiesta.
Vinculada con el cuadro relacional propio de los personajes hirientes. Al acecho. Y de las
condiciones generales y circunstanciales.. Y, por esa misma vìa, alcé el vuelo hacia otros
territorios. Diferentes en lo cultural, territorial, geográfico. Como tratando de establecer el nexo
entre visiones diferenciadas. Pero, al mismo tiempo, entrelazadas. Por lo mismo que fueran
construcciones vinculantes. De la razón. O de la sinrazón. Es decir, en la medida en que
sujetos y sujetas vivos y actuantes; daban en postular imaginarios.
Sàjira en Bolivia. Boto en Brasil, como significante propio, vinculado con el delfín rosado del
Amazonas. Tranco (Chile-Ciloe), como fèminos elocuentes, enhiestos. El Mohán (Colombia). El
sobreròn, en Guatemala. Karupi en Paraguay. Cipito en El Salvador. Zangareton/Seretòn en
Venezuela. Machu en Perú.
En fin que, en ese tránsito volátil, encontré que hemos sido algo asì como locomoción asociada
a las necesidades de establecer referentes, por fuera de lo que somos en sì mismos. Es decir,
en lo que respecta a los cuerpos vivos, actuantes. En toda circunstancia. Exhibiendo nuestra
soledad. La subjetividad que actúa como buscadora de respuestas. O, simplemente, como
condicionantes. En veces efímeros. Pero, casi siempre, soporte para nuestra existencia. Como
reconocimiento que agobia. En el horizonte. Yendo al límite de la reverencia.
En brecha abierta, por mi mismo, encontré un ilusionario. Como pulso necesario para acceder
a nuevas posibilidades. De lo latente a lo cierto y real. Del imaginario propio; hasta la
universalización de voces, proclamas y convocatorias. Por lo mismo, entonces, empezaría a
fluir el recuerdo. En perspectiva elocuente. En pura nostalgia. Con las Beguinas soñadoras.
Pero, a la vez, en necesaria huella física de su potencia. De sus convicciones; soportadas en
su condición de mujeres protagónicas en las historias de vida. Rondando el entorno de
Haarlem; Entonando el himno de la aproximación. De los condicionantes vinculados con el
origen de la diversidad. De Matilde de Magdeburgo y su escrito límpido (“La Luz que fluye de la
Divinidad”). De las expresiones de Lambert le Bègue, en su condición de nervio de las
reformas. En un proceso que conllevaría a entender la dinámica propia de las mujeres
excluidas.
Camino al universo de la luz, me encontré con Margarite Parrette. Llevaba puesta la cinta
escrita por ella. Como lúcida intérprete ajena a cualquier veleidad. En contrario, en divulgación
de sus palabras. “El espejo de las Almas Limpias”; como señuelo recóndito. Que exhibe la
necesariedad de romper ataduras. Tal vez, en un contexto de misticismo. Pero, a la vez, una
propuesta en la que, el horizonte de la vida y de la fe, entusiasma. Por lo mismo que ejerce
como símbolo. En todo el proceso vinculado con la condición humana. En el sentido de las
vicisitudes que ejercen como práctica real. De la convicción, necesariamente herética, en
cuanto que reclama el acercamiento, por parte de la cúpula eclesiástica, al día a día. Como
brega construida y asimilada. En cuerpo físico. Todavía veo el resplandor, a lo lejos, de la
hoguera perversa. Atizada por las jerarquías cristianas de entonces. Estando en Plaza Greve,
Paris, Vi como el humo, iba subiendo hasta muy alto. Y, asimismo, vi cómo se ocultó el Sol. Y
todo, en derredor, ee enmudecía. Y escuché el canto de la irreverencia, reivindicando lo dicho y
escrito.
Para mí, en sana secuencia, Ishtar en su templo, reivindica la condición de mujer propuesta
como insignia válida de libertad. En lo que corresponde a la vida expresada en términos de
Eros trascendente. Shuana, Afrodita, Isis. Todas como excelso vuelo perenne. . Rival del Sol..
Pasando el tiempo, en la misma perspectiva que relaciona símbolos y referentes; Juana de
Ingeleim; se hizo ungir como Benedicto III. En plena observancia de la herejía insidiosa.
Tratàndose de un proceso que iría decantando la clave para acceder al hilo de la trenza. Que,
en sí misma, no era otra cosa que la unción “divina”. Como reivindicación del derecho a ejercer
el engaño como hilo conductor necesario. Todo en contexto de los condicionantes
establecidos, en el proceso de incautación del libre pensamiento.
En el Mediodía de mi estancia al lado de Jerusalén, la mujer reina mía. Le prometería
auscultar lo que traducía el mandato de Tlatelolco y su padre Angeloti. El tiempo había pasado
lento. En el proceso que desarrollaría nuestra unción como líderes de la sublevación tardía. No
por esto dejaríamos de derivar EL cuestionamiento absoluto. Ya sabíamos, ella y yo, que la
doctrina sería nefasta opción, para todos y todas que ejercían como súbditos y súbditas
de esa proclama vergonzante. Con la laceración de los espíritus nutrientes, otrora, del
universalismo sensato, con la herejía teórica como soporte.
Haríamos una reflexión profunda de lo nuestro. Como teoría de la liberación. Cuestionaríamos
el concepto prevaleciente, en términos de la precondicionalidad como arrobamiento falso.
Como figura ecléctica, al momento de proponer el arribo a la noción de condicionalidad
única, posible. Yéndonos por la vía de Moro, Campanela y Erasmo. Una juntura teórica,
temeraria; como quiera que tuviéramos que flexibilizarlas para lograr una opción teórica no
contradictoria. Pero si epopéyica en lo hacía con la confrontación del determinismo ampuloso,
lacerante.
En lo de la condicionalidad, como teoría de los hechos y las acciones, intuíamos
refuerzos un tanto ignotos. Pero de fuerza verificable, al momento de trazar el plan de fuga
teórica; con respecto a los usufructuarios de la teoría fácil de la precondicionalidad
manifiesta. Nos remontaríamos a los orígenes dilucidados por Pablo de Tarso. En una
sucesión de hechos y convocatorias. Entropía trascendental histórica. Juntando
propuestas en las vicisitudes mosaicas y su mención autoritaria, teniendo la Tabla de las
Leyes, en su poder. Volcaríamos todo lo correspondiente a la noción insinuada en la Diáspora
Judía. En una disección no viciada. Esa que provenía desde la aparente opción nebulosa en la
relación entre la herencia de Abraham y sus tribus. Pasando por el entendido de las
gobernanzas romanas. En eso de puntualizar, como lo hiciera Orígenes, al momento de
presentar la interpretación del nuevo reino, con su teoría de aproximación a gobernanza real
del Dios expuesto. En cruce de caminos con la intervención tardía de los postulados
erasmianos. Algo así como obrar sobre la justificación del poder, venido de un Dios
humanizado. Pasando, inclusive, sobre las reflexiones agustinianas. En una potencia de
crecimiento real de la vida, nuestra vida. Y el significado en términos de la vigencia de la
confrontación necesaria. Esa condicionalidad no volvería a repetirse. Entonces, por lo
mismo, la necesidad de actuar aquí y ahora, era indispensable. En tratándose de la
liberación con respecto a la precondicionalidad errática.
Nuestro Demiurgo tendría como referente lo propuesto por Palas Atenea y su nexo con
la condicionalidad liberta de Ariadna. En esa encrucijada se erigiría como potente soporte.
En elongación de nuestra disposición para aceptar el desafío autoritario de Tlatelolco y su
padre Angeloti. Simplemente nos dedicaríamos a organizarnos para la guerra. Como un
Todo ajeno a los engarces que, hoy por hoy, mantienen inhibidos e inhibidas a los hombres y
mujeres que repudiarían el poder extraviado. Como representación malversada de Zeus
trepidante. En ese parecido entre él y la doctrina milenaria de la expiación prolongada. Nos
hicimos, pues, insumiso yo e insumisa ella. Y recorreríamos nuestro universo en la intención de
templar los espíritus. Yéndonos en búsqueda de emisarios varones. Una figura razonada.
Pero no en la Razón ampulosa kantiana. Iríamos en procesión no idólatra. Venceríamos,
en plena lucha a la precondicionalidad manifiesta de Tlatelolco y Angeloti.
Precisamente, en ése martes primero de abril, le diría a mi Jerusalén amada, que tendríamos
como tarea primera, ejercer una impronta teórica. Le contaría lo de mi relación con los
socráticos vigentes en la defensa de la doctrina ética del maestro. Pero le diría, además, que
“La Utopía fresca y desligada de disquisiciones inoportunas,” de Moro mártir. Siendo
victimizado en razón a su libertaria propuesta. De una universal opción, Igualdad, en lo
preciso, que transmutaría, por vía de la dialéctica hegeliana, en poderdante sujeto. Y,
Erasmo construiría, otra vez su “Elogio de la Locura”.
Corría el año de la expresión votiva. Llegaríamos, a Ciudad Protesta, ensimismados. Un cierto
toque de indiferenciación, sutil. Nuestro propósito sería acceder a Plaza Libertad, en medio de
hombres y mujeres llegados desde el este. Habían caminado más de ochocientos kilómetros.
Una universalización encontrada en la víspera. Cuando llegaría la copia doctrinaria. Enviada en
las alas del Águila de Vencedores”. Siendo Diosdado y Melisa, los receptores primeros.
Antes de la difusión del texto. Un tanto parodiando a la organización clandestina del
contrapoder. Nos haríamos a la velocidad de gestión vertida en el entorno de los guerreros y
las guerreras. Una transmutación del universo. Seríamos, en consecuencia los libertarios
adscritos(as) al Dios Sol. Un tanto como esa bifurcación cuyo origen tendría que ver con
el interregno Moro-Campanela. Una fidelización propia. Pero, por esto mismo, plantaríamos
los códigos de identificación. Una transmisión uno a una. Cuya verificación no admitiría la
duermevela de los y las insomnes. Sería, pues, la contestación beligerante; al pretendido
azoramiento promovido por Tlatelolco, cuyo objetivo sería menoscabar las fuerza
ideológica de nuestra doctrina de la condicionalidad dialéctica, no espuria.
Esa tarde, dos de abril, del año siguiente a la imposición de la doctrina de
precondicionalidad manifiesta; llegaríamos a Plaza Libertad, de la mano de los vocingleros
escogidos desde antes. Una romería de hombres y mujeres aderezados con las plumas
multicolores implicando a la nostalgia válida. A los ajetreos libertarios; que habían ido
difuminando a partir de la iridiscencia del Divino Sol no impuesto. Con alegorías al otro
Dios Par de Erasmo.
Cuando llegamos a la Plaza Libertad; ya casi todo estaba dispuesto. Mi Jerusalén amada
arribaría en la Carroza del Sueño no Hibrido. Recordando el proveído de la Diosa Palas;
quién le había traspasado su poder a partir del sueño maravilloso en el cual escucharía
su mandato. En vocería plena y vibrante, su alocución transmitió su contenido.
Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí,
situado en la esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en
juego guerrero de recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como
cuando uno siente que en ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven
agresora, muchacha bien dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos.
Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se involucran con uno y lo traspasan. La
agredida, ahí en el piso. Pero todavía con ojos verdes abiertos. Labios gruesos,
provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa, embriagante.
Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier
versión. Qué fue a propósito. Qué las habían visto discutir el día anterior. Qué la muerta
era amante de la que le dio muerte. Qué no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza
inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Qué la de la piel café no era del
barrio. Que…
Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras
cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo
cogiera primero e hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de
su brazo derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal.
Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo
soñé y comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la
ciudad profana. Y, allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes,
actuando como envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias.
Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme. Guerreras ahí, en pleno coliseo
temerariamente habilitado. Y estaban otras mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar
caballos alados adornados con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos
enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus
cabezas con olivos en fuego.
A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volvería a
ver el duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en
carrozas, haladas por machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores.
Y se instalaron en tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y
localicé las aureolas que circulaban en torno a su cabeza.
Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros
penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al
viento. Y vi el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas
entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y
cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de
incorporarse para hacerse vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la
vencida. Y su corazón al aire Fue.
Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer.
Tornándose en opaco gris desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese
cuerpo entero provocante, languidecer al infinito. Ya frío. La sangré antes viscosa a
torrentes, una resequedad muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras
para azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida. Como
implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello apuntando al infinito. En
esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó desde la nada.
Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío.
Volcado a la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las
dos. Y la del metal en la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, constante. El
cuerpo tirado ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya
no con el brillo de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La desnudez abierta. Paso
a paso fui recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí como si fuera mía. Como
si antes del duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión
dubitativa mía en otros quehaceres.
Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra
noche. Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta
cuerpos. Con sus guantes finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia
acostumbrada. Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de
la que fue muerta en lance absurdo. Tocando la herida del pecho. Agrietándola más. Y
cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no podía ver yo, esa hermosura apretada
en bajo vientre. Y metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció,
pues, el cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más fuertes.
Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la tragedia.
Para ella y para la vencida.
Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también.
Y su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En
la arena seguía, con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no
tipificación de preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y
en la suya propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos
inflamados, pero tristes también. Y vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes.
Espada al cinto. Lo alzaron sin dulzura. Lo colocaron ahí, en el carruaje. Sin ceremonia.
Casi sin respeto. Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para la guerra.
Ya es otra noche. Yo sigo ahí. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya
no hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible,
henchido. Secándole las lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas
vibrantes. De un azul celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi
níveo.
Sin saber cómo, ni por qué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes
grises, presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su
última mirada fue para mí. Diciéndome adiós
Esa misma noche volvería al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La
arena toda teñida de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo
lanzó al aire. Y ella tras él. Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un
adiós que todavía es latente en mí; a pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño
perdido. De desvelos perennes y por la noche guarnecido.
Escuchando su voz transmisora, caería en cuenta de la similitud que la Diosa hecha cuerpo,
tenía con mi amada Jerusalén. Casi que, como en coincidencias universales, liberadoras; todo
como que habría sido previsto y proveído. Una luciérnaga chispeante. Sus palabras (de mi
Jerusalén) se fueron apoderando de la multitud de los posibles y las posibles libertarios(as).
Todo empezaría a ejercer como vértigo de voces y acciones, cifrados en la ortodoxia del
milenio pasado. Pero, ahora, tan vigente. Como fue vigente, pues, las alocuciones bravías.
Siendo, en sí, las mujeres, sujetas poderdantes. De la valentía acuciosa. En enervante
propuesta válida. Sin los estereotipos de la Precondicionalidad Manifiesta. Invitación. La
de Palas. Ahora también, de la Diosa bravera, mi Jerusalén.
Entraríamos a la universalidad concreta del ilusionario dado por la teoría que evocaría la
condicionalidad inherente a las heredades de pulsión no adocenada. Más bien, como
bisturí en manos de los cirujanos Moro, Campanela y Erasmo. Diseccionando el cuerpo
basto. Y segmentando el todo. Haciendo de éste líneas no convergentes y sumisas,
como las de Tlatelolco y Angeloti. En principio las valoraríamos como bellas formas de
simetría prístina. Una evocación de triunfos antiguos. Y que, ahora, representan la
libertad. Eligiendo una impronta no acobardada. Ni como simple segregación de cuerpos
muertos. Toda una elegía al Dios Sol y, a su par, el Dios de Pablo de Tarso, decantado
por la teoría erasmiana. Sin embargo, al conocer su verdadero objetivo imperial,
haríamos corte insumiso.
Nos haríamos a la mar terreno. Por la vía de propinarle derrota a la gendarmería de Tlatelolco y
su padre. Pasiones venidas desde la historia misma de los vencedores. Propinándoles a los
agarrotados emisarios de la doctrina de la precondicionalidad manifiesta; sucesivas
derrotas.
Decantaríamos los mensajes cifrados de los Dioses Sol y el Supremo Erasmiano. Con
pundonor, derivado del posicionamiento nuestro. En las verdades ortodoxas; más no
magnificadas por la obsolescencia de nuestros rivales. Llegaríamos, así, al territorio de la
confrontación última. Dispondríamos los insumos construidos a partir de casi tres milenios de
historia. Gestores y gestoras, de tiempo atrás; más no repeticiones vacías. O de contenido
con directriz anclada en el diseño prepotente y espurio de Tlatelolco. Nos haríamos, pues,
al vuelo no rasante. Iniciaríamos, con velocidad de luz, el viaje promisorio. En el cual las
heredades no supondrían embeleso y yugo asfixiantes.
Llegaríamos a buen puerto, el día catorce de agosto. Fecha iniciática. Sin los abalorios
procaces de los detentadores del poder. Forzaríamos la ruptura con la ambivalencia heredada
por Tlatelolco y Angeloti. Haríamos buen cimiento, en la tierra generosa y libertaria. Saldríamos
en rauda carrera. Tendríamos, a la vez, las ilusiones ciertas. A partir de cada uno y cada una
criatura vinculada con nuestro ejercicio de guerra. Nos adentraríamos, en puro vértigo
societario, en la esperanza que nos depararía el entorno. Podríamos descifrar los
mensajes venidos desde otros universos. Soñados. No subsumidos en la teoría
derrotada ya. Haríamos homenaje a la Madre Tierra Cimera. Iluminada, ahora, por los
faros construidos a partir de toda la avanzada dispuesta para recorrer los caminos
abiertos. Potenciados, Sin ser uniformes; pero tampoco serían opciones dislocadas.
Estando aquí, ahora, daríamos cuenta de toda genuflexión. Amaríamos la vida, por lo mismo
que ya habíamos amado las historias de la historia de la vida. Habíamos bebido en las fuentes
del Dios Boyante. Venido de la bifurcación teórica. Un vuelo de libertad. En el cual, la
condicionalidad, ejercería como dialéctica figura convocante
En el amanecer del Día Primero, visitaríamos el Trono Impostergable del Supremo. Una
muchedumbre acezante. Elogiando a los Dioses Elegidos. Hechos en pura fibra dialéctica.
Todo en derredor, brillaba como luciérnagas abrumadas por su misma gloria. Tendríamos
el placer de conversar con Ellos. En la fuente primera. En aquella que había sido construida a
puro nervio pulsado. Sin aspavientos deleznables. Más bien como policromías
convergentes. Ideario no prófugo ni avergonzado. Mucho menos mero señuelo de traición.
Desde allí veríamos a los impostores derrotados. Como si fuéramos opción absoluta y
plena. Empezaríamos a tejer la versión de la libertad no hiriente; ni condicionada. En
contrario, una Oda al placer. Un tanto asimilado a los epicúreos. Noción de ser en sí. En
lo colectivo y en lo de sujeto individualizado. Como si fuéramos ejército dotado para
triunfar en milenios venideros.
Cierta tarde, mi amada Jerusalén, sentiría indisposición de cuerpo biológico. Empezaba
a crecer como insania furtiva. Como envenenamiento venido del exterior. Secuencias
insensatas, se irían apoderando de ella. Desasosiego impulsivo, doloroso. Empezaría en el
delirio de ausencias motivadoras. Como si fuera sujeta avejentada. Perdiendo el brillo de
cabello que había sido adorado por mí y por nuestros ejércitos. Una pus empozada; parecían
sus divinos ojos cafés. Sus piernas empezarían un deterioro progresivo, acelerado.
Quedaríamos atados a su dolor. Toda la romería libertaria empezaría a girar en torno suyo.
Vendrían los cánticos de alegría incesante, Convocándola a derrotar a la muerte que se
avecinaba. Toda una locura. Una pléyade de doctrinarios libertos, empezarían a forcejear con
las fuerzas disociadoras en sus tejidos. Pústulas enfermizas. Ejercicios proveídos desde
todos los rincones del reino vivo. Vocinglería tierna. Dibujantes de imaginarios traídos desde
otros universos pensados. Cada quien en postura de beligerancia sutil. En disposición de matar
el mal que se la iría llevando. Vendrían las diosas encabezadas por Palas. Estaría, aquí, la
Divina Minerva. La Fiestera Melisa;, liberadora de los entornos mágicos por ella misma
imaginados. Llegaría el Divino Zeus, impávido. Demostraría su enamoramiento con
respecto a mi amada Jerusalén. Como quien quisiera llevársela para ser cuidada y
curada en su Trono Milenario.
En fin que nada pudieron hacer. Se nos iría yendo. En nuestras propias manos. Toda ella
entraría en convulsiones cada vez más enfermizas. Seguiría, su cuerpo, el curso de las
aguas hechizas. Un mal que siendo de la Divina Jerusalén; se convertiría en pandemia
virulenta. Todas nuestras mujeres empezarían a transitar el mismo camino de congoja
potenciada. Nos daríamos a la tarea de expulsar las aviesas representaciones del martirologio.
Cada una empezaría a delirar también, como Jerusalén. A mostrar sus ojos como
empozamiento del pus agobiante y penetrante. En el dolor de sus cuerpos,
empezaríamos a navegar. Como quienes regresarían después de haber sido derrotados.
Sujetos de hecho, como nosotros, Iríamos aceptando que ya no estarían más con
nosotros
Exactamente el primero de abril de ese año siguiente a las imposiciones perversas de
Tlatelolco y su padre, morirían todas nuestras Vestas. Y, con ellas, nuestro imaginario. Ya no
estaría nuestra diosa terrena, para transmitir los ilusionarlos vivos, en puro cuerpo
arrobador. Se fueron sin disfrutar el cruce de caminos que nos habían llevado a la
victoria. Sin ellas, comenzaría un volver a empezar saturado de irrelevancias
conceptuales. Se fueron yendo ante la impotencia nuestra para derrotar el Mal que las
había acosado y dado muerte. Haríamos, en su honor, hologramas perennes. En tejidos
incandescentes, benévolos. Marcharíamos hasta Plaza Libertad. Construiríamos una
perenne romería exclamatoria.
De regreso a Palacio, empezaría a sentir la ventisca enfermiza. La pudrición de las aguas.
Empezaría a exhalar Vahos turbios y mortales. Mi recordación empezaría a visitar lugares
pasados. A la percepción, otra vez, de los cuerpos y la guerra. En mis sueños empezaría a
retrotraer mi espíritu. Sentiría la flagelación que amputaría mis sienes y mi cerebro. Vería la
disección de los cuerpos. Mi teoría de la condicionalidad dialéctica, me parecería una
explosión que desdibujaría nuestro triunfo pasado.
En un catorce de abril de no sé qué año; decidiría que no iría más. Mi última mirada sería
para mi diosa Palas. Me perdería en la profundidad de la penumbra. Quedaría la envolvente
palabra de su testamento.
“Dijo que estuvo Antioquía, buscando a aquellos que vivieron con el Maestro. Siendo ya
confeso partidario, necesitaba conocer más de cerca las condiciones en que se había
desarrollado la doctrina. En todo eso que tenía de enigmático y susceptible de
transformación bicéfala. Tal vez con un recuento de Hechos, conocido de parte de
Lucas. En esa inmensidad de caminos. Tanto en lo conceptual; así como también en lo
plebeyo de la casuística. En un tiempo en el cual el mensaje estaba aún vivo en lo
inmediato.
Hizo alusión a las contradicciones fundamentales. De un lado la opción judía que
reclamaba una versión apologética de la enseñanza mosaica. Por la vía de entender la
posibilidad del salvamento, ligada al ritual de los circuncisos. Algo así como la
generación espontánea de la fe primera.
Y es que Pablo de Tarso, convertía su discurso no en lo efímero y liviano del
conocimiento. Por el contrario, soportado en la verticalidad. Así se lo haría saber a
Santiago, el hermano del crucificado. Como quiera que, en ciernes, existía la
argumentación básica para asumir la perduración doctrinaria. En una conexión
indispensable con el mandato no conocido en escritura. Más bien, una herencia,
centrada en la transmisión verbal. Por lo mismo que la orientación había sido difundir la
hermenéutica de la condicionalidad teórica, referida a entender la relación causa-efecto;
en una perspectiva trascendente.
Un azoramiento visceral, recorrería ese momento crucial histórico. Como una especie de
vena rota que convocaba a surtir las proclamas. Con arrebatos místicos, en principio.
Pero racionales en lo que esto tiene de asumir los íconos indispensables. Ya lo diría,
casi cinco siglos después Sor Juana Inés y Juan de la Cruz; por la vía del catecismo
lírico. En una exaltación continua del viaje hacia el conocimiento de Dios; a partir de una
versión herética, sublime
Si hubo o no transgresiones, en razón a la profundización del conocimiento, no se puede
afirmar en términos absolutos. Lo que sí quedaría plenamente claro, serían las
condiciones que deberían prefigurarse antes de la proclamación evangélica. Con todo lo
que esto conllevaría. Es decir, ese ilusionario universo de ideas y, de otra parte, de
dificultades no superadas. Como en esa noción de trámite, casi notarial que acompaña a
toda heredad teórica, poco sistemática y mucho de confusa.
Es decir, visto en esa dinámica, el movimiento de persuasión en lo que correspondería a
la ética y a la religiosidad; no tendría grandes motivaciones. No habría posibilidad de
encarar los retos propios de la explicación y justificación de la teoría en sí. Inclusive,
porque ser o no cristiano, seguidor de la palabra hablada de Jesús, se había convertido
en una didáctica aplanada. Con la mirada puesta, más en la vivencia que fue real e
inmediata; que el escenario filosófico y teológico.
Pablo, por esto mismo, caminaría hasta deshacer el cuerpo físico y reconstruir el cuerpo
doctrinal. Siempre por una vía, tan profundamente humana, que a cada nada, se
produciría la eclosión del mensaje se tornaría en simple borbotón de frases inacabadas.
Y lo encontrarían, cualquier día, al lado de Santiago, tratando de descifrar por sí mismos
los secretos internalizados de la Escuela Farisaica. En ese ir y venir de expresiones
monosilábicas. Casi como mero susurro. En una envoltura ya lejana, como pensamiento
y como afinidad directa con el Dios perdido. Y, Santiago, no atinaba a ser coherente.
Como cuando alguien no ha tenido claridad acerca de lo vivido. Mucho menos acerca de
lo trascedente de ese haber vivido de cerca el proceso de martirologio.
Otra cosa, bien distinta, hubiera sido la historia de lo sagrado como proceso, si Sor
Juana Inés y Juan de la Cruz, hubiesen vivido mil quíntenos años antes y estuvieran allí,
con los dos reunidos.
Tertuliano estuvo, ese día, trillando su discurso. El mismo. Como referente lo cotidiano
en el actuar de los apologéticos de la diáspora. Tal vez, en lo más íntimo, el conocía de
su equivocación al elegir ese camino. Pero ya no había vuelta atrás. El conflicto se había
profundizado. Tanto que, el judeocristianismo sucumbiría como opción única válida en
el proceso de consolidación del monoteísmo mosaico. Ya, la devertebración, estaba
acunada. Porque no había por donde ni con que desglosar las doctrinas básicas.
En ese tiempo, la división política y administrativa, comprometía una noción primaria del
concepto de estado. Por una vía apenas lógica, dado el contexto. Una configuración
geopolítica con fronteras tan delgadas, que el Imperio Romano, se deslizaba hacia una
figura de poder un tanto extraviada. O, para decirlo mejor, en el cual las directrices
cruzaban territorios acicalados con ese universo de opciones de interpretación en
términos de lo que pudiera constituir el referente básico. Una posición dubitativa. Entre
la permanencia de la ortodoxia fundamental del politeísmo inherente a las convicciones
heredadas. Y el crecimiento de lo tripartito. Fundamentalmente en lo respecta al
fariseísmo político-administrativo, el judaísmo venido directamente desde las escrituras
antiguas, mosaicas y los hechos asociados a la nueva versión mesiánica; habida cuenta
del crecimiento del mensaje de Jesús. Como Nuevo Gran Profeta.
Rondando “El Templo”, como instrumento físico; fortalecido, reconstruido en gobierno
de Herodes el Grande. Y que se hacía escenario de confrontación. En diatribas
portentosas. Casi como acariciando la contienda precursora de un nuevo régimen
político-religioso. Vista, la nueva ideología como herética y como originada en
especulaciones, más que en doctrina sólida. Porque, en lo cotidiano, ya estaba hecho el
ejercicio. Ya había un discurso y unas acciones de proselitismo, permeado por una
nueva noción de Dios Significante; en necesidad de retar a la humanidad que se
deterioraba cada día más, a partir de escindir y extraviar el acumulado histórico y
religioso. Inclusive, con el agravante que era casi imposible dilucidar contenidos.
Y es que Tertuliano pretendía zanjar la confrontación (casi ciento cincuenta años
después) una disputa que empezaría a trascender la simple arenga. Por lo mismo que, a
la par con la confrontación centrada entre el Imperio y la tripartita amalgama contestaría;
se irían desgranando posiciones menores, pero adheridas al mismo piso originario. Ya
los fariseos administradores, tenían un disenso, por la vía de los zelotas. Siendo estos
una representación grupal, enfrentada con el fisco romano. Y allá, en Jerusalén, se
harían excesivamente fuertes. Casi como desplazando todo el contenido mismo de las
expresiones judeocristianas.
Daba cuenta, el rico propietario y esponjoso crítico leguleyo, de pretensiones un tanto
militaristas. Como si evocara, hacia atrás, los condicionamientos propios de la historia
religiosa asociada con el Pueblo Judío. De la dirección política de Moisés y de su
capacidad para establecer con sus dirigidos una relación de prepotencia centrada en los
Diez Mandatos Fundamentales. Y se hizo fuerte, Tertuliano, a partir de su ofensiva en
contra del decantamiento en la doctrina, realizado por Pablo de Tarso. Algo así como, en
una seguidilla de torpezas a nombre de la ortodoxia.
Los Juegos Olímpicos en 165, marcaron el surgimiento de otra arista en la
confrontación. Marciòn, empezó a ejercer como opción preponderante. En un entramado
de confusión. Al menos en lo que respecta al significado de la propuesta de los eirenos.
De la razón de ser de la variante en Peregrino y su inmolación, en nexo con la defensa de
sus postulados fundamentales.
Ya estaba dicho, diría Pablo de Tarso, de lo que se trata es de la preservación del hilo
conductor básico. De no dejar extinguir el fuego del cristianismo; por la vía de ignorar
que la confrontación con la teoría helenizante, no era otra cosa que expresiones de la
dinámica misma de la contradicción. Entre el Jesús histórico, ambivalente. Y el Cristo,
resucitado. Es decir, no surtir teoría escindiendo las dos partes. Por el contrario,
haciendo cohesión. Centrando la divulgación en el ejercicio doctrinal, a partir de ese
equilibrio. Y, tal vez por esto último, la Trilogía Pablo-Santiago-Pedro, se fue
deshaciendo. Porque no cabían ambigüedades; siendo como era el momento de
decisiones.
Lucas, en apariencia, esperaba descifrar los nuevos códigos propuestos por El
Reformador. Pero su estreches intelectual, dio lugar a la escritura de los Hechos, de su
versión evangélica, como palabras agrupadas en una linealidad que no daría cuenta de
la estructura doctrinal del Maestro y de sus acciones. Por ahí, entonces, Lucas se tuvo
que contentar con el distanciamiento. Lo que podría llamarse bajo perfil. Solo pasados
casi doscientos años se vino a exhibir el escrito suyo, en cierta hilatura, por lo menos
cohesionadora.
Ya andaba Popea con su Nerón. Y ya había pasado el momento histórico de Herodes el
Grande. Y sus sucesores, Herodes Antipas, Arquelao y Herodes Filipo, verían diluirse el
poder entre sus manos. Y, el crecimiento de los cristianos y los judeocristianos seguiría
siendo disímil y agrandado en confusión. Un tanto remontando la historia desde antes
de, los esenios, Anàs, de Aarón, de los levíticos. Se encontraría nuestro Tertuliano,
confeso ignorante, de frente con esa historiografía. Que solo logra dilucidar en lo
inmediato primario de las andanadas en contra de Pablo. Y siendo así, se erige en
defensor de la diáspora, casi que por simple ley de la gravedad.
Cuando Popea incita, entonces viene a cuento la tragedia de Juan El Bautista. Ya ahí, en
el mero episodio de la acción iniciática de Jesús. En el agua, como agua pura que remite
a borrar rastros; estaba presente, en latencia casi, la diversidad estatutaria. Si es quien,
Jesús, superior a quien es Juan El Bautista; es un circulo que nunca se cerró. Y lo
mismo va para la designación del espacio temporal para el ejercicio sacramental. Si, en
ese contexto físico y conceptual de Templo Sagrado. O de, en menor dimensión, el
propio Sanedrín. El ir y venir de las acciones y sus consecuencias.
Perdiendo la cabeza El Bautista, como que se pierde en el tiempo la posibilidad de la
dilucidación. Quedarían, entonces, en remojo parte de los orígenes. Y se remonta, otra
vez, predecesores. No solo en lo que hacen alusión los hacedores de profecías en el
pasado. También en cuanto a los nexos con posturas de los clásicos helénicos. Desde
Sócrates hasta Aristóteles; pasando por las opciones propuestas por Séneca. Siendo,
eso sí, la partición de las Doce Tribus. Y las enseñanzas, en torno al Dios Vengador e
Iracundo, de Moisés. Y la noción de sacrificio, en términos de la conminación a Jacob. Y,
a su vez, la herencia máxima doctrinal judía propiamente dicha.
Cuando Constantino entra en baza, el manejo de las contradicciones no se ha atenuado.
Y no tenía por qué. Seguía siendo referente el consolidado de Pablo y sus prístinas
propuestas de vaciar los contenidos de la diáspora; de tal manera que pudiese
decantarse la enseñanza en sí. Ya no de su misterio en relación con la opción trinitaria.
Ni con el símbolo propio pentecostal.
Haciéndose, como en verdad se hizo, converso utilitarista. Propiciador de recursos
físicos. De poder y de obligatoriedad deriva de él; sumerge a la doctrina en un pozo
absolutamente obscuro y contradictorio, de por sí. En este contexto, la aparición de
Orígenes y de sus reflexiones filosóficas, proveen de nuevo instrumento a la teoría del
de Tarso.
Nuestro Tertuliano, pues, se iría extinguiendo. Él mismo se dice y se replica. Y se va
diluyendo en los avatares propios de una dinámica que lo trasciende. Y, cualquier día, lo
encontramos inmerso en su propio discurso. Ahogado en sus propias palabras insípidas
e intrascendentes.
Yo, en Melisa Vivo. Como en Egea doliente Como que estaba yo sumido en tinieblas. Y
relampagueante vino Cronos en búsqueda de Egea la Madre mía. Y que, en el Urano
naciente, decantaron las cosas habidas. En tránsito elocuente. Por la vía de la partición
de lo circundante. Como propio Dios avieso. En elongación propuesta; al término del
vivir manifiesto. Y me embolaté en roles. Lo permitido era casi nada. Por lo mismo que el
Zeus venido, hacía de su séquito de nubes una expresión primera. Una vía encarnada en
lo que supo, después, por su madre valerosa. Que engañó al engañador pétreo. Y que
hizo de él, torrente de vida plena. Esa Rea vigorosa en puño de voz de acción. A partir de
la profecía de Urano. En teniéndolo lo ocultó. Una expresión de viva potencia. Y, allí, con
las Horas hechas en separación del mundo terreno. El de Egea viva. Y lo arroparon en la
Creta posible. Como cuna para albergar al bienvenido y bien protegido. Y, en la avanzada
misma, Hefestos, castigado por el avieso Cronos, empezó la agenda que haría posible el
Trono mismo para el admirado. Ese Zeus vibrante, apoyado en la hermosa cabra
Amaltea. Y, por ahí mismo, se fueron dibujando los pasos y las potenciales acciones.
Con Melisa, abeja admirable y solidaria, empezaron a acuñar al latente Dios en ciernes.
En la posición de albergar a cada día; aquello que solo sería posible, con el arrebato
mismo de la pasión concreta. Con esos inicios desparramando alegorías y trinos.
Un cantar venido y habido. Y, cada quien, como yo mismo, embelesado en lo que sería
euforia en transcurriendo el día. Y la noche postulada. Como manto para evitar la
soledad y la agonía. Provenida desde allá mismo. Desde la creación primera. Y que, yo,
sin asirla sucumbía en los quebrantos de lo que me albergaba. Como territorio y como
proclama perdida. Por ahí, vagando. Con el alma endurecida. Con esos pliegues de
ternura perdidos. Desde que había perecido la gran Metis acompañante. Desde que no
supe más de la Melisa mía. O de Zeus…En fin que me di a la tarea de ser yo único. En
esa intención presenta, cada día, de penetrar la Tierra misma. La Egea sumida en simple
trozo pasivo y ceniciento. Y, por ahí que fue la cosa, me fui poniendo el rótulo de
doliente humano presente. Perdido. Ausente. Venido a menos, como cualquier coloquial
verso cantado por la Luna misma.
Y sí que, deambulando en lo que soy, fui perfilando el futuro seré. Anclado en los
testimonios perdidos. Nunca encontrados. De lo que Prometeo dijo al momento de
nacer. En esa elocuencia viva de tejedor de verdades y de haceres en solidaridad
conmigo y que todos y todas. En ese ir yendo de sabiduría y de solidaridad perenne.
Como cuando veía, yo, coser los hilos a mi madre. Para la cobija. Para las vestiduras
mías. A cada paso y a cada momento de realidad posible. O imposible. Según la lectura
que cada quien quiera hacer. O inventar.
Y sí que, en crecimiento necesario, me fui acercando a mi yo concreto. Palpable. En
construcción de lo que pudría haber sido. En derrota de la decrepitud. Me acerqué al ser
Lacaniano. Invertido. Puesto en el pellejo de lo propuesto por Freud. Como Dios silente.
En cantilena expresada. En el derrotero incipiente. O real. O ya culminado. Cualquiera
cosa dicha, se tornaba en la preclusión de lo propuesto. De lo ejercido. De lo manifiesto.
En ese aquí y allá dicho. Vivo. Escudero, yo, de lo que vendría. Entre el Lacan insidioso y
herético. Y el Freud, cimentando cada yo sujeto puesto. Manifiesto. Ahí postulado y
previsto.
Y sí que se derrumbó mi vida. La vida. Esa que, en mí, se tornó en bicicleta de tres
pedales. Sujeto en posición crítica. Perdularia. O cimera, en lo que esto tiene de haber
estado. O estar. O seguidilla de haceres y de propuestas. En la vaguedad sombría. De mi
Luna. O del lado del Sol hiriente. Como martinete machacante. Perenne. O efímero. O
doliente. Como cuerpo atravesado por la daga mía. O de cualquiera. Que, en fin, no volví.
Y no volveré. Ante la Egea promiscua. Sabedora de lo que pasa y pasará. Aquí. En donde
estoy hoy. Pero que no estaré mañana.
El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como
relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en
verdad, una especie de alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los
bosques que crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza;
siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición de células, en
trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al sembrarlos era.
En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera
más que simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En
sentimientos explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas
veces umbrío. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera.
Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa
incorpórea. Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado
en esa veta grisácea. Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y,
soplado por Hera, vivo aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a
más no poder. Por lo mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo
paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos en hojas convertidos.
En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese
sitio en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo,
niña ahora. Y va pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos
inmortales. Y la Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos después.
Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más no poder. Y juntas. Agua y Diosa,
recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas. Con la mirada puesta en el Océano más
lejano. El de Jonios. O el de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El
mismo que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a
devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permanecería.
Por estar ella presente.
Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de
neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con
sus alas apagadas. Ya no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades
diversas. Y nos dijo, al vuelo, que guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que
mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más llegásemos, plantaría
surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la pesada sal de los mares. Dándonos la
clave para revivir lo que había sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y
conversador en lúdica creciente.
Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando
caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno,
sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó
Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena
corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto.
Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con
los hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante
y tardío. En busca del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al
Adán insaciado: Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos
de Hades. Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del
Dios de los mares salados.
Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva
voz y vivo puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las
trompetas. Desde Delfos. Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises,
desafiando la gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde el
Olimpo. Júpiter henchido de fuego.
Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas
también, para quienes deberían se coronados, siendo triunfantes.
Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me
siento tan solo como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad
asfixiante. Persuasiva en lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se
quiebra mi pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que
ya no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas
abajo. Como cuando conquistamos el Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales
pasajeros del vuelo y de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más.
Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura infinita. Y la
poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos réplicas de
Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro.
Llegando Adán, palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había
dejado su semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo
de flecha.
Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida
por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión
volaba en busca de la desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber
perdido para siempre a la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo,
inauguré. Habiendo frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por Cronos
a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has sembrado en mí. Mañana no me
verás más. Pariré al lado de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún
día nacer.
No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado,
Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito.
A purgar mis penas, al lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del
Olimpo Sagrado; por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.”
Libro dos
Ya, es otra época. Habíamos visto crecer la nervadura de las Vestas amadas con delirio,
antes. Creceríamos en otro nivel de la historia nuestra. Ya pasado mucho tiempo, entraríamos
en la solvencia de la teoría de la condicionalidad. Los vectores biológicos habían mellado el
horizonte al cual tenderíamos. Volveríamos a sentir la hipoconsciencia vivida en los milenios
pasados. Enhebrando, cada hilo al consciente magnificado. Sentiríamos, otra vez, la huella
doliente del demiurgo volátil. En una contravía expresa. Yéndonos a la ligera. Pero, en
secuencias plurales. Como cuando habíamos hecho custodia de la herencia. En el universo
arcano. Voluptuoso. Ceñido al tiempo. Como insumo herético. Siendo, al mismo tiempo, nervio
de lo posible. En esa línea de crecimiento no aciago.
Habiendo muerto mi diosa Jerusalén, en el otrora tiempo calcinado ya. Cuando habíamos izado
la bandera de los soles apretujados, casi muertos en lentitud de frío apareado con la mentira de
Tlatelolco y Angeloti. Veríamos, en este nuevo tiempo, resurgir la estrechez de penumbra
ávida. Una longitudinal viajera. En las carrozas imaginadas. Ya no tan ciertas como en aquel
pretérito cálido. Una hipocondría, diría, en la dejadez del Imperio. Como esa naciente imagen
de la egolatría ilusoria. En la perspectiva aislacionista. Como tiovivo aspaventoso. Un ser lineal,
casi perplejo.
Yo había dormido en una especie de ilusión necrológica, Una punzada de doliente expresión.
El universo otro; el de la levantisca y briosa luciérnaga que había sido predispuesta. En la
locomoción perdida; después de haber realizado el inventario de vida. Con los nutrientes
escarceos de la diosa muerta en el origen mismo de la historia.
Ya, sin la envoltura plausible. Más bien en unción precaria de la ternura antes derrotada.
Cuando mi Jerusalén, ligera expresión de las ansias votivas. No deleznables. Pero si, en
decadencia viva. Como esponja absorbente. Como ligero vuelo diurno. Hacia el Sol nuestro
avejentado. Lisiado. En proceso de enfriamiento progresivo; inclemente. Viendo crecer el sopor
de la Idea Nueva. Una figura casi arbitraria. Nacida y crecida en los años impares: Del tejido
lento. Incesante embriagador. Insolente noción del cuerpo teórico de Jenófanes. Quien se
había ido perfilando como enhiesto cóndor. Planeando sobre el territorio descubierto. En los
presagios y cotejaciones elaborados por la ilustración copernicana. Surtiendo brechas de agua
ilusionarlos. Permeando los ejércitos de los nuevos gregarios. Casi aniquilados, por la pudrición
de teorías y acciones. Ambivalencia ultrajante.
Y, en mi soledad vivicantes, empecé la búsqueda. Iría, primero, donde la diosa madre de mi
diosa amada Jerusalén. Una Yocasta libertaria. Guerrera en las alucinaciones
construidas por su amoroso Edipo. Empezaría el tránsito hacia el embeleso magnífico.
Como sinrazón venida. Como ser de tendencia polivalente. En el universo anchuroso. Nuevos
tiempos. En encelada utopía. Volviendo a Moro prístino. Volvería a beber conocimiento, en
la embriagante teoría erasmiana. Viviéndolo en pura extensión sin ningún azoramiento
ampuloso. Viéndolo (a Erasmo); en su incesante brega. En contra de los templarios. Una
juzgadera de opciones. Tal vez, en introversión impropia. Pero, por esto mismo, una especie de
sopladura de enfermizos momentos. Como decantación. Como visionario comportamiento. Ahí,
en el mismo territorio, en el cual había conocido a Yocasta. Ahora lo siento como si hubiera
sido anterior al momento mismo en que conocí a mi Jerusalén.
Los ensueños, en mí, fueron preclaros. Ese mismo tiempo en el cual conocería, en letra viva, el
viajero anagrama de Elisa. La mensajera libertaria. Actuando como conductora palaciega.
Ofreciéndose como liberta no enjuta. Por los caminos mismos de las otras diosas. Pero, en
ella, sería como suplir los vacíos que habían dejado aquellas que se hicieron Vestas en el
tiempo habido en millones de años atrás. Casi en ciernes, el inicio de la vida en sí. Sin
esos empozamiento perdularios de la doctrina de Tlatelolco. Una universalización de los
atajos para acceder con mayor pasión a las fronteras incólumes de Sócrates y de Zenón.
Una expresión no ensimismada. Ni postrada. En contravía de lo planteado por Thales. En
su geometría potente. Dilucidando los entrabes magnificados de Minerva; cuando esta
estaba en proceso de ebullición.
Y, la recordación de Hesíodo llegó en vuelo rígido. Lo mismo que una opción propuesta. A la
par con la ética nicomaquea O, como esfera celeste que recién empezaría su deambular
por los universos no conocidos. O, como viajera Zenaida hecha presente. Tal vez, por
todo eso, empezaría a sentir el vértigo casi limítrofe con el extravío engarzado a la Vía
Láctea empobrecida de luz y de trajín divino.
La indagación, soportada en un método que involucra a la lógica y a la capacidad de reflexión
teóricas, permite avanzar en la búsqueda de opciones para interpretar aspectos relacionados
con nuestro rol, como humanos, en el contexto de la Historia. Tanto en lo que hace referencia a
los contenidos filosóficos, religiosos y sociales; como también en lo que conc ierne a la
construcción de referentes que nos sitúen en condiciones de ejercer como sujetos con
identidad y valores.
En los escritos de Hesíodo, aparece un hilo conductor en esta perspectiva. Su Teogonía, a
manera de ejemplo, se erige como un instrumento teórico que expresa la intención de
encontrar explicación a la constante necesidad de la humanidad por trascender; por
superar la soledad y su efecto colateral de angustia, que la recorre individual y
colectivamente.
En Justicia, trabajo y días, Hesíodo indaga por el significado que tiene la relación de los
humanos con los dioses, en términos de su quehacer diario. En ese afán y esa exigencia
que le depara su nexo con el mundo inmediato, con la naturaleza, son la subsistencia;
que no es otra cosa que la posibilidad de su prolongación y su permanencia como
especie. Al mismo tiempo, trataría de entender el sentido que adquiere la transferencia
relativa de poder que efectúan los dioses. Algo así como la percepción plena de la
necesidad que tenemos los humanos de contar con herramientas que nos permitan
desarrollar una vida social, sin perder la individualidad: Pero, al mismo tiempo, asumiendo
como indispensable el requerimiento que subyace a la vida social. Esto es: la existencia de
unos valores que puedan y deban ser aceptados como indiscutidos al momento de
ejercer determinadas acciones vinculadas con ese quehacer cotidiano que, en fin de
cuentas, es el que hace inteligible su presencia en la tierra.
En Hesíodo, la intención por explicar y justificar esa transferencia relativa efectuada por los
dioses, adquiere una connotación asociada con la construcción de un entendido de moral. Es
por esto que, sus disquisiciones en torno a esa explicación y justificación, van delineando el
esfuerzo que requiere presentar esa transferencia, como algo que ha sido discutido en los
escenarios de las divinidades. Es tanto como entender que ese tipo de transferencias no es
producto de una decisión exenta de conflictos y de desconfianza. Inclusive, la referencia al
concepto de venganza y castigo en Zeus, es expresado por Hesíodo como inherente a ese
concepto de desconfianza. Veamos esto, en la alusión a la posición de Zeus con respecto a la
humanidad, a partir de la actitud de Prometeo que, aquí, ejerce como sujeto perverso de
intermediación entre los dioses y los humanos.
“…Y es que los dioses mantienen oculto para los hombres el medio de vida, pues de otra
manera fácilmente trabajarías en un día de manera que tuvieras para un año aun estando
inactivo; al punto podrías colocar el gobernalle sobre el humo y cesarían las faenas de
los bueyes y de los infatigables mulos.
Pero Zeus, irritado en su corazón, lo ocultó porque el astuto Prometeo le hizo objeto de
burlas. Por ello maquinó penosos 000000000000000000000males para los hombres y
ocultó el fuego. A su vez, el buen hijo de Jápeto, en hueca férula, lo robó para los
hombres al prudente Zeus, pasándole inadvertido a Zeus, que lanza el rayo.
Estando irritado díjole Zeus, amontonador de nubes: ‘Japetónida, conocedor de los
designios de sobre todas las cosas, te regocijas tras robarme el fuego y engañar mi
mente, gran pena habrá para ti mismo y para los hombres venideros. A éstos, en lugar
del fuego, les daré un mal con el que todos se regocijen en su corazón al acariciar el
mal…”1
Y es que, Hesíodo, no cesa en su empeño por armar una estructura conceptual sólida e
integral. Lo asumió como un reto al cual fue convocado por las musas; tal y como lo expresa en
su Teogonía. La integralidad, en él, está vinculada con la certeza que lo acompaña, en el
sentido de obrar como transferidor de las verdades. Como intermediario. Como sujeto que sabe
interpretar el oficio que le ha sido conferido. Esta integralidad permite inferir un contexto único
fundamental; derivado de otros contextos, si se quiere, primarios. Es como una sumatoria.
Como armar un rompecabezas en donde cada pieza debe encajar de manera perfecta, para
poder acceder al contexto fundamental, como estructura.
Entonces, aparece la noción del bien y del mal; de la justicia y del castigo; de la
subsistencia y de los insumos para obtenerla y asumirla.
Este tipo de alusión, efectuada por Hesíodo, en el sentido de que los humanos
dependemos de la voluntad de los dioses y de que somos sujetos condicionados por
sus designios; está presente en otras opciones vinculadas con la necesidad de
trascendernos y de encontrar referentes de moralidad, justicia y de temor ante las
circunstancias que nos rodean y que pueden incitarnos a realizar acciones en contra de
la prolongación de la vida, relajada en los humanos. Tal es el caso de la opción Cristiana
Católica, la cual comparto. Para precisar mi construcción lógico-conceptual relacionada con
este texto; cito la palabra de Dios en el Génesis.
“…Vuelto a la mujer le dijo: ‘Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con todo dolor
parirás tus hijos y, no obstante, tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará ‘.
Al hombre le dijo: ‘Porque has seguido la voz de tu mujer y porque has comido del árbol
del que te había prohibido comer, maldita se la tierra por tu culpa. Con trabajo sacarás
de ella tu alimento todo el tiempo de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la
hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la
tierra, pues de ella fuiste tomado, ya que polvo eres y en polvo te has de convertir…”2
Las coincidencias en los textos, nos remiten a entender una dinámica interior que convoca a
los humanos a relativizar su presencia y su existencia física en la Tierra. En el caso
particular de lo expuesto por Hesíodo, estas coincidencias conducen a precisar la razón
de ser de su indagación, de su búsqueda. Con las limitaciones y diferencias propias de
la diferenciación en las opciones; es posible establecer nexos, más allá del origen y
expresión de esas opciones.
De lo que se trata, en consecuencia, es de precisar en esas coincidencias la tipificación de un
hilo conductor en el camino hacia esa necesidad de trascenderse y de referirse a una divinidad,
por fuera de la existencia física y, a partir de allí, construir un escenario de integralidad que
domine y oriente nuestro comportamiento individual y social. Conviene, en este contexto,
remitir a una expresión de Hesíodo en esta obra analizada.
“…Antes vivían sobre la tierra las tribus de los hombres sin males, sin arduo trabajo y
sin dolorosas enfermedades que dieron destrucción a los hombres que, al punto en la
maldad los mortales envejecen. Pero la mujer, quitando con las manos la gran tapa de la
jarra, los esparció y ocasionó penosas preocupaciones a los hombres. Sola allí
permaneció la esperanza, en la infrangible prisión bajo los bordes de la jarra, y no voló
hacia la puerta, pues antes se cerró la tapa de la jarra, por decisión del portador de la
Égida, amontonador de nubes. Y otras infinitas penalidades estaban revoloteando sobre
los hombres, pues llena de males estaba la tierra y lleno el mar; las enfermedades, unas
de día, otras de noche, a su capricho van y vienen llevando males para los mortales en
1 Hesíodo, “Trabajos y días”, páginas 76-77
2 La Santa Biblia, Ediciones Paulinas, diciembre 12 de 1984, Génesis 3, 10; página 12.
silencio, pues el providente Zeus les quitó la voz; de esta manera ni siquiera es posible
esquivar la voluntad de Zeus...”3
Queda claro, entonces, en mi opinión, una línea de interpretación que refiere a la angustia
que ha recorrido a la humanidad. Su presencia en la Tierra, ha estado cruzada por
vicisitudes asociadas a su sentimiento de culpa. Culpa originada en la incapacidad de
percibir los alcances de sus acciones en relación con la divinidad. Con un ser supremo que lo
trasciende. Pero que, al mismo tiempo, puede ser su guía en el camino hacia la
superación de esa angustia
Otro de los retos asumidos por Hesíodo, en esta obra, está relacionado con la interpretación de
la diferenciación entre los hombres. Esto, en la perspectiva de entender y construir una opción
para identificar el origen de la diversidad. Aquí, también, se pueden identificar
coincidencias; si se mira desde la visión inherente (en el caso de mi opción religiosa) a
lo sucedido a partir de Babel.
Porque, siendo como es la humanidad heterogénea. Diversa en sus expresiones físicas y, si se
quiere por extensión, en sus motivaciones y opciones cotidianas. Se hace necesario encontrar
una explicación en cuanto al origen de esa diferenciación.
Ya no es la búsqueda, en términos del origen y la explicación que permita trascender y superar
la soledad y la angustia. Ahora se trata de interpretar la dinámica en que transcurre el quehacer
humano; en un escenario que incluye la diversidad. Entender esto supone remitirse al origen de
la misma. Si bien, en la misma perspectiva básica vinculada con el nexo entre los humanos y el
Ser o los seres trascendentes; incluyendo ya la connotación que adquiere la tipificación de
diversidad como diferenciación racial. Y aquí entra a desempeñar un rol especial, aspectos
como si esa diversidad involucra la necesidad de realizar sueños. De postular opciones de
esperanza. Por una vìa diferente a los condicionantes. En la intención de consolidar la
esperanza como perspectiva.
3 Hesíodo, obra citada, páginas 79-80.

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  • 1. Universo encantado Libro uno Las vueltas que da la vida. Siempre planteado como referente. Un tanto parecido a las condiciones que son propias. En determinadas circunstancias y, a paso lento. O veloz. Dependiendo de del momento. Y de quienes actuamos. En el día a día. Retomando ese contexto, cierto día, inicié el viaje hacia el pasado.. En la intención de dilucidar expresiones relacionadas con la iconografía que podría asimilarse a lo que, coloquialmente, se define como la picaresca propia en los caminos de la vida. Conocí del rol de los íncubos en la edad media europea. De su notoriedad manifiesta. Vinculada con el cuadro relacional propio de los personajes hirientes. Al acecho. Y de las condiciones generales y circunstanciales.. Y, por esa misma vìa, alcé el vuelo hacia otros territorios. Diferentes en lo cultural, territorial, geográfico. Como tratando de establecer el nexo entre visiones diferenciadas. Pero, al mismo tiempo, entrelazadas. Por lo mismo que fueran construcciones vinculantes. De la razón. O de la sinrazón. Es decir, en la medida en que sujetos y sujetas vivos y actuantes; daban en postular imaginarios. Sàjira en Bolivia. Boto en Brasil, como significante propio, vinculado con el delfín rosado del Amazonas. Tranco (Chile-Ciloe), como fèminos elocuentes, enhiestos. El Mohán (Colombia). El sobreròn, en Guatemala. Karupi en Paraguay. Cipito en El Salvador. Zangareton/Seretòn en Venezuela. Machu en Perú. En fin que, en ese tránsito volátil, encontré que hemos sido algo asì como locomoción asociada a las necesidades de establecer referentes, por fuera de lo que somos en sì mismos. Es decir, en lo que respecta a los cuerpos vivos, actuantes. En toda circunstancia. Exhibiendo nuestra soledad. La subjetividad que actúa como buscadora de respuestas. O, simplemente, como condicionantes. En veces efímeros. Pero, casi siempre, soporte para nuestra existencia. Como reconocimiento que agobia. En el horizonte. Yendo al límite de la reverencia. En brecha abierta, por mi mismo, encontré un ilusionario. Como pulso necesario para acceder a nuevas posibilidades. De lo latente a lo cierto y real. Del imaginario propio; hasta la universalización de voces, proclamas y convocatorias. Por lo mismo, entonces, empezaría a fluir el recuerdo. En perspectiva elocuente. En pura nostalgia. Con las Beguinas soñadoras. Pero, a la vez, en necesaria huella física de su potencia. De sus convicciones; soportadas en su condición de mujeres protagónicas en las historias de vida. Rondando el entorno de Haarlem; Entonando el himno de la aproximación. De los condicionantes vinculados con el origen de la diversidad. De Matilde de Magdeburgo y su escrito límpido (“La Luz que fluye de la Divinidad”). De las expresiones de Lambert le Bègue, en su condición de nervio de las reformas. En un proceso que conllevaría a entender la dinámica propia de las mujeres excluidas. Camino al universo de la luz, me encontré con Margarite Parrette. Llevaba puesta la cinta escrita por ella. Como lúcida intérprete ajena a cualquier veleidad. En contrario, en divulgación de sus palabras. “El espejo de las Almas Limpias”; como señuelo recóndito. Que exhibe la necesariedad de romper ataduras. Tal vez, en un contexto de misticismo. Pero, a la vez, una propuesta en la que, el horizonte de la vida y de la fe, entusiasma. Por lo mismo que ejerce como símbolo. En todo el proceso vinculado con la condición humana. En el sentido de las vicisitudes que ejercen como práctica real. De la convicción, necesariamente herética, en cuanto que reclama el acercamiento, por parte de la cúpula eclesiástica, al día a día. Como brega construida y asimilada. En cuerpo físico. Todavía veo el resplandor, a lo lejos, de la hoguera perversa. Atizada por las jerarquías cristianas de entonces. Estando en Plaza Greve, Paris, Vi como el humo, iba subiendo hasta muy alto. Y, asimismo, vi cómo se ocultó el Sol. Y todo, en derredor, ee enmudecía. Y escuché el canto de la irreverencia, reivindicando lo dicho y escrito. Para mí, en sana secuencia, Ishtar en su templo, reivindica la condición de mujer propuesta como insignia válida de libertad. En lo que corresponde a la vida expresada en términos de Eros trascendente. Shuana, Afrodita, Isis. Todas como excelso vuelo perenne. . Rival del Sol..
  • 2. Pasando el tiempo, en la misma perspectiva que relaciona símbolos y referentes; Juana de Ingeleim; se hizo ungir como Benedicto III. En plena observancia de la herejía insidiosa. Tratàndose de un proceso que iría decantando la clave para acceder al hilo de la trenza. Que, en sí misma, no era otra cosa que la unción “divina”. Como reivindicación del derecho a ejercer el engaño como hilo conductor necesario. Todo en contexto de los condicionantes establecidos, en el proceso de incautación del libre pensamiento. En el Mediodía de mi estancia al lado de Jerusalén, la mujer reina mía. Le prometería auscultar lo que traducía el mandato de Tlatelolco y su padre Angeloti. El tiempo había pasado lento. En el proceso que desarrollaría nuestra unción como líderes de la sublevación tardía. No por esto dejaríamos de derivar EL cuestionamiento absoluto. Ya sabíamos, ella y yo, que la doctrina sería nefasta opción, para todos y todas que ejercían como súbditos y súbditas de esa proclama vergonzante. Con la laceración de los espíritus nutrientes, otrora, del universalismo sensato, con la herejía teórica como soporte. Haríamos una reflexión profunda de lo nuestro. Como teoría de la liberación. Cuestionaríamos el concepto prevaleciente, en términos de la precondicionalidad como arrobamiento falso. Como figura ecléctica, al momento de proponer el arribo a la noción de condicionalidad única, posible. Yéndonos por la vía de Moro, Campanela y Erasmo. Una juntura teórica, temeraria; como quiera que tuviéramos que flexibilizarlas para lograr una opción teórica no contradictoria. Pero si epopéyica en lo hacía con la confrontación del determinismo ampuloso, lacerante. En lo de la condicionalidad, como teoría de los hechos y las acciones, intuíamos refuerzos un tanto ignotos. Pero de fuerza verificable, al momento de trazar el plan de fuga teórica; con respecto a los usufructuarios de la teoría fácil de la precondicionalidad manifiesta. Nos remontaríamos a los orígenes dilucidados por Pablo de Tarso. En una sucesión de hechos y convocatorias. Entropía trascendental histórica. Juntando propuestas en las vicisitudes mosaicas y su mención autoritaria, teniendo la Tabla de las Leyes, en su poder. Volcaríamos todo lo correspondiente a la noción insinuada en la Diáspora Judía. En una disección no viciada. Esa que provenía desde la aparente opción nebulosa en la relación entre la herencia de Abraham y sus tribus. Pasando por el entendido de las gobernanzas romanas. En eso de puntualizar, como lo hiciera Orígenes, al momento de presentar la interpretación del nuevo reino, con su teoría de aproximación a gobernanza real del Dios expuesto. En cruce de caminos con la intervención tardía de los postulados erasmianos. Algo así como obrar sobre la justificación del poder, venido de un Dios humanizado. Pasando, inclusive, sobre las reflexiones agustinianas. En una potencia de crecimiento real de la vida, nuestra vida. Y el significado en términos de la vigencia de la confrontación necesaria. Esa condicionalidad no volvería a repetirse. Entonces, por lo mismo, la necesidad de actuar aquí y ahora, era indispensable. En tratándose de la liberación con respecto a la precondicionalidad errática. Nuestro Demiurgo tendría como referente lo propuesto por Palas Atenea y su nexo con la condicionalidad liberta de Ariadna. En esa encrucijada se erigiría como potente soporte. En elongación de nuestra disposición para aceptar el desafío autoritario de Tlatelolco y su padre Angeloti. Simplemente nos dedicaríamos a organizarnos para la guerra. Como un Todo ajeno a los engarces que, hoy por hoy, mantienen inhibidos e inhibidas a los hombres y mujeres que repudiarían el poder extraviado. Como representación malversada de Zeus trepidante. En ese parecido entre él y la doctrina milenaria de la expiación prolongada. Nos hicimos, pues, insumiso yo e insumisa ella. Y recorreríamos nuestro universo en la intención de templar los espíritus. Yéndonos en búsqueda de emisarios varones. Una figura razonada. Pero no en la Razón ampulosa kantiana. Iríamos en procesión no idólatra. Venceríamos, en plena lucha a la precondicionalidad manifiesta de Tlatelolco y Angeloti. Precisamente, en ése martes primero de abril, le diría a mi Jerusalén amada, que tendríamos como tarea primera, ejercer una impronta teórica. Le contaría lo de mi relación con los socráticos vigentes en la defensa de la doctrina ética del maestro. Pero le diría, además, que “La Utopía fresca y desligada de disquisiciones inoportunas,” de Moro mártir. Siendo victimizado en razón a su libertaria propuesta. De una universal opción, Igualdad, en lo preciso, que transmutaría, por vía de la dialéctica hegeliana, en poderdante sujeto. Y, Erasmo construiría, otra vez su “Elogio de la Locura”.
  • 3. Corría el año de la expresión votiva. Llegaríamos, a Ciudad Protesta, ensimismados. Un cierto toque de indiferenciación, sutil. Nuestro propósito sería acceder a Plaza Libertad, en medio de hombres y mujeres llegados desde el este. Habían caminado más de ochocientos kilómetros. Una universalización encontrada en la víspera. Cuando llegaría la copia doctrinaria. Enviada en las alas del Águila de Vencedores”. Siendo Diosdado y Melisa, los receptores primeros. Antes de la difusión del texto. Un tanto parodiando a la organización clandestina del contrapoder. Nos haríamos a la velocidad de gestión vertida en el entorno de los guerreros y las guerreras. Una transmutación del universo. Seríamos, en consecuencia los libertarios adscritos(as) al Dios Sol. Un tanto como esa bifurcación cuyo origen tendría que ver con el interregno Moro-Campanela. Una fidelización propia. Pero, por esto mismo, plantaríamos los códigos de identificación. Una transmisión uno a una. Cuya verificación no admitiría la duermevela de los y las insomnes. Sería, pues, la contestación beligerante; al pretendido azoramiento promovido por Tlatelolco, cuyo objetivo sería menoscabar las fuerza ideológica de nuestra doctrina de la condicionalidad dialéctica, no espuria. Esa tarde, dos de abril, del año siguiente a la imposición de la doctrina de precondicionalidad manifiesta; llegaríamos a Plaza Libertad, de la mano de los vocingleros escogidos desde antes. Una romería de hombres y mujeres aderezados con las plumas multicolores implicando a la nostalgia válida. A los ajetreos libertarios; que habían ido difuminando a partir de la iridiscencia del Divino Sol no impuesto. Con alegorías al otro Dios Par de Erasmo. Cuando llegamos a la Plaza Libertad; ya casi todo estaba dispuesto. Mi Jerusalén amada arribaría en la Carroza del Sueño no Hibrido. Recordando el proveído de la Diosa Palas; quién le había traspasado su poder a partir del sueño maravilloso en el cual escucharía su mandato. En vocería plena y vibrante, su alocución transmitió su contenido. Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí, situado en la esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en juego guerrero de recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que en ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven agresora, muchacha bien dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero todavía con ojos verdes abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa, embriagante. Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier versión. Qué fue a propósito. Qué las habían visto discutir el día anterior. Qué la muerta era amante de la que le dio muerte. Qué no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Qué la de la piel café no era del barrio. Que… Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo cogiera primero e hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su brazo derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal. Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo soñé y comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad profana. Y, allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias. Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme. Guerreras ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y estaban otras mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar caballos alados adornados con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus cabezas con olivos en fuego. A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volvería a ver el duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en carrozas, haladas por machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores.
  • 4. Y se instalaron en tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y localicé las aureolas que circulaban en torno a su cabeza. Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al viento. Y vi el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de incorporarse para hacerse vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y su corazón al aire Fue. Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer. Tornándose en opaco gris desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese cuerpo entero provocante, languidecer al infinito. Ya frío. La sangré antes viscosa a torrentes, una resequedad muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida. Como implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello apuntando al infinito. En esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó desde la nada. Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío. Volcado a la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos. Y la del metal en la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, constante. El cuerpo tirado ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya no con el brillo de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La desnudez abierta. Paso a paso fui recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí como si fuera mía. Como si antes del duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión dubitativa mía en otros quehaceres. Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra noche. Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos. Con sus guantes finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada. Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de la que fue muerta en lance absurdo. Tocando la herida del pecho. Agrietándola más. Y cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no podía ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció, pues, el cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más fuertes. Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la tragedia. Para ella y para la vencida. Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también. Y su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En la arena seguía, con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación de preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y en la suya propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos inflamados, pero tristes también. Y vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto. Lo alzaron sin dulzura. Lo colocaron ahí, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin respeto. Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para la guerra. Ya es otra noche. Yo sigo ahí. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya no hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible, henchido. Secándole las lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un azul celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi níveo. Sin saber cómo, ni por qué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes grises, presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última mirada fue para mí. Diciéndome adiós Esa misma noche volvería al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La arena toda teñida de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al aire. Y ella tras él. Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un
  • 5. adiós que todavía es latente en mí; a pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño perdido. De desvelos perennes y por la noche guarnecido. Escuchando su voz transmisora, caería en cuenta de la similitud que la Diosa hecha cuerpo, tenía con mi amada Jerusalén. Casi que, como en coincidencias universales, liberadoras; todo como que habría sido previsto y proveído. Una luciérnaga chispeante. Sus palabras (de mi Jerusalén) se fueron apoderando de la multitud de los posibles y las posibles libertarios(as). Todo empezaría a ejercer como vértigo de voces y acciones, cifrados en la ortodoxia del milenio pasado. Pero, ahora, tan vigente. Como fue vigente, pues, las alocuciones bravías. Siendo, en sí, las mujeres, sujetas poderdantes. De la valentía acuciosa. En enervante propuesta válida. Sin los estereotipos de la Precondicionalidad Manifiesta. Invitación. La de Palas. Ahora también, de la Diosa bravera, mi Jerusalén. Entraríamos a la universalidad concreta del ilusionario dado por la teoría que evocaría la condicionalidad inherente a las heredades de pulsión no adocenada. Más bien, como bisturí en manos de los cirujanos Moro, Campanela y Erasmo. Diseccionando el cuerpo basto. Y segmentando el todo. Haciendo de éste líneas no convergentes y sumisas, como las de Tlatelolco y Angeloti. En principio las valoraríamos como bellas formas de simetría prístina. Una evocación de triunfos antiguos. Y que, ahora, representan la libertad. Eligiendo una impronta no acobardada. Ni como simple segregación de cuerpos muertos. Toda una elegía al Dios Sol y, a su par, el Dios de Pablo de Tarso, decantado por la teoría erasmiana. Sin embargo, al conocer su verdadero objetivo imperial, haríamos corte insumiso. Nos haríamos a la mar terreno. Por la vía de propinarle derrota a la gendarmería de Tlatelolco y su padre. Pasiones venidas desde la historia misma de los vencedores. Propinándoles a los agarrotados emisarios de la doctrina de la precondicionalidad manifiesta; sucesivas derrotas. Decantaríamos los mensajes cifrados de los Dioses Sol y el Supremo Erasmiano. Con pundonor, derivado del posicionamiento nuestro. En las verdades ortodoxas; más no magnificadas por la obsolescencia de nuestros rivales. Llegaríamos, así, al territorio de la confrontación última. Dispondríamos los insumos construidos a partir de casi tres milenios de historia. Gestores y gestoras, de tiempo atrás; más no repeticiones vacías. O de contenido con directriz anclada en el diseño prepotente y espurio de Tlatelolco. Nos haríamos, pues, al vuelo no rasante. Iniciaríamos, con velocidad de luz, el viaje promisorio. En el cual las heredades no supondrían embeleso y yugo asfixiantes. Llegaríamos a buen puerto, el día catorce de agosto. Fecha iniciática. Sin los abalorios procaces de los detentadores del poder. Forzaríamos la ruptura con la ambivalencia heredada por Tlatelolco y Angeloti. Haríamos buen cimiento, en la tierra generosa y libertaria. Saldríamos en rauda carrera. Tendríamos, a la vez, las ilusiones ciertas. A partir de cada uno y cada una criatura vinculada con nuestro ejercicio de guerra. Nos adentraríamos, en puro vértigo societario, en la esperanza que nos depararía el entorno. Podríamos descifrar los mensajes venidos desde otros universos. Soñados. No subsumidos en la teoría derrotada ya. Haríamos homenaje a la Madre Tierra Cimera. Iluminada, ahora, por los faros construidos a partir de toda la avanzada dispuesta para recorrer los caminos abiertos. Potenciados, Sin ser uniformes; pero tampoco serían opciones dislocadas. Estando aquí, ahora, daríamos cuenta de toda genuflexión. Amaríamos la vida, por lo mismo que ya habíamos amado las historias de la historia de la vida. Habíamos bebido en las fuentes del Dios Boyante. Venido de la bifurcación teórica. Un vuelo de libertad. En el cual, la condicionalidad, ejercería como dialéctica figura convocante En el amanecer del Día Primero, visitaríamos el Trono Impostergable del Supremo. Una muchedumbre acezante. Elogiando a los Dioses Elegidos. Hechos en pura fibra dialéctica. Todo en derredor, brillaba como luciérnagas abrumadas por su misma gloria. Tendríamos el placer de conversar con Ellos. En la fuente primera. En aquella que había sido construida a puro nervio pulsado. Sin aspavientos deleznables. Más bien como policromías convergentes. Ideario no prófugo ni avergonzado. Mucho menos mero señuelo de traición. Desde allí veríamos a los impostores derrotados. Como si fuéramos opción absoluta y
  • 6. plena. Empezaríamos a tejer la versión de la libertad no hiriente; ni condicionada. En contrario, una Oda al placer. Un tanto asimilado a los epicúreos. Noción de ser en sí. En lo colectivo y en lo de sujeto individualizado. Como si fuéramos ejército dotado para triunfar en milenios venideros. Cierta tarde, mi amada Jerusalén, sentiría indisposición de cuerpo biológico. Empezaba a crecer como insania furtiva. Como envenenamiento venido del exterior. Secuencias insensatas, se irían apoderando de ella. Desasosiego impulsivo, doloroso. Empezaría en el delirio de ausencias motivadoras. Como si fuera sujeta avejentada. Perdiendo el brillo de cabello que había sido adorado por mí y por nuestros ejércitos. Una pus empozada; parecían sus divinos ojos cafés. Sus piernas empezarían un deterioro progresivo, acelerado. Quedaríamos atados a su dolor. Toda la romería libertaria empezaría a girar en torno suyo. Vendrían los cánticos de alegría incesante, Convocándola a derrotar a la muerte que se avecinaba. Toda una locura. Una pléyade de doctrinarios libertos, empezarían a forcejear con las fuerzas disociadoras en sus tejidos. Pústulas enfermizas. Ejercicios proveídos desde todos los rincones del reino vivo. Vocinglería tierna. Dibujantes de imaginarios traídos desde otros universos pensados. Cada quien en postura de beligerancia sutil. En disposición de matar el mal que se la iría llevando. Vendrían las diosas encabezadas por Palas. Estaría, aquí, la Divina Minerva. La Fiestera Melisa;, liberadora de los entornos mágicos por ella misma imaginados. Llegaría el Divino Zeus, impávido. Demostraría su enamoramiento con respecto a mi amada Jerusalén. Como quien quisiera llevársela para ser cuidada y curada en su Trono Milenario. En fin que nada pudieron hacer. Se nos iría yendo. En nuestras propias manos. Toda ella entraría en convulsiones cada vez más enfermizas. Seguiría, su cuerpo, el curso de las aguas hechizas. Un mal que siendo de la Divina Jerusalén; se convertiría en pandemia virulenta. Todas nuestras mujeres empezarían a transitar el mismo camino de congoja potenciada. Nos daríamos a la tarea de expulsar las aviesas representaciones del martirologio. Cada una empezaría a delirar también, como Jerusalén. A mostrar sus ojos como empozamiento del pus agobiante y penetrante. En el dolor de sus cuerpos, empezaríamos a navegar. Como quienes regresarían después de haber sido derrotados. Sujetos de hecho, como nosotros, Iríamos aceptando que ya no estarían más con nosotros Exactamente el primero de abril de ese año siguiente a las imposiciones perversas de Tlatelolco y su padre, morirían todas nuestras Vestas. Y, con ellas, nuestro imaginario. Ya no estaría nuestra diosa terrena, para transmitir los ilusionarlos vivos, en puro cuerpo arrobador. Se fueron sin disfrutar el cruce de caminos que nos habían llevado a la victoria. Sin ellas, comenzaría un volver a empezar saturado de irrelevancias conceptuales. Se fueron yendo ante la impotencia nuestra para derrotar el Mal que las había acosado y dado muerte. Haríamos, en su honor, hologramas perennes. En tejidos incandescentes, benévolos. Marcharíamos hasta Plaza Libertad. Construiríamos una perenne romería exclamatoria. De regreso a Palacio, empezaría a sentir la ventisca enfermiza. La pudrición de las aguas. Empezaría a exhalar Vahos turbios y mortales. Mi recordación empezaría a visitar lugares pasados. A la percepción, otra vez, de los cuerpos y la guerra. En mis sueños empezaría a retrotraer mi espíritu. Sentiría la flagelación que amputaría mis sienes y mi cerebro. Vería la disección de los cuerpos. Mi teoría de la condicionalidad dialéctica, me parecería una explosión que desdibujaría nuestro triunfo pasado. En un catorce de abril de no sé qué año; decidiría que no iría más. Mi última mirada sería para mi diosa Palas. Me perdería en la profundidad de la penumbra. Quedaría la envolvente palabra de su testamento. “Dijo que estuvo Antioquía, buscando a aquellos que vivieron con el Maestro. Siendo ya confeso partidario, necesitaba conocer más de cerca las condiciones en que se había desarrollado la doctrina. En todo eso que tenía de enigmático y susceptible de transformación bicéfala. Tal vez con un recuento de Hechos, conocido de parte de Lucas. En esa inmensidad de caminos. Tanto en lo conceptual; así como también en lo
  • 7. plebeyo de la casuística. En un tiempo en el cual el mensaje estaba aún vivo en lo inmediato. Hizo alusión a las contradicciones fundamentales. De un lado la opción judía que reclamaba una versión apologética de la enseñanza mosaica. Por la vía de entender la posibilidad del salvamento, ligada al ritual de los circuncisos. Algo así como la generación espontánea de la fe primera. Y es que Pablo de Tarso, convertía su discurso no en lo efímero y liviano del conocimiento. Por el contrario, soportado en la verticalidad. Así se lo haría saber a Santiago, el hermano del crucificado. Como quiera que, en ciernes, existía la argumentación básica para asumir la perduración doctrinaria. En una conexión indispensable con el mandato no conocido en escritura. Más bien, una herencia, centrada en la transmisión verbal. Por lo mismo que la orientación había sido difundir la hermenéutica de la condicionalidad teórica, referida a entender la relación causa-efecto; en una perspectiva trascendente. Un azoramiento visceral, recorrería ese momento crucial histórico. Como una especie de vena rota que convocaba a surtir las proclamas. Con arrebatos místicos, en principio. Pero racionales en lo que esto tiene de asumir los íconos indispensables. Ya lo diría, casi cinco siglos después Sor Juana Inés y Juan de la Cruz; por la vía del catecismo lírico. En una exaltación continua del viaje hacia el conocimiento de Dios; a partir de una versión herética, sublime Si hubo o no transgresiones, en razón a la profundización del conocimiento, no se puede afirmar en términos absolutos. Lo que sí quedaría plenamente claro, serían las condiciones que deberían prefigurarse antes de la proclamación evangélica. Con todo lo que esto conllevaría. Es decir, ese ilusionario universo de ideas y, de otra parte, de dificultades no superadas. Como en esa noción de trámite, casi notarial que acompaña a toda heredad teórica, poco sistemática y mucho de confusa. Es decir, visto en esa dinámica, el movimiento de persuasión en lo que correspondería a la ética y a la religiosidad; no tendría grandes motivaciones. No habría posibilidad de encarar los retos propios de la explicación y justificación de la teoría en sí. Inclusive, porque ser o no cristiano, seguidor de la palabra hablada de Jesús, se había convertido en una didáctica aplanada. Con la mirada puesta, más en la vivencia que fue real e inmediata; que el escenario filosófico y teológico. Pablo, por esto mismo, caminaría hasta deshacer el cuerpo físico y reconstruir el cuerpo doctrinal. Siempre por una vía, tan profundamente humana, que a cada nada, se produciría la eclosión del mensaje se tornaría en simple borbotón de frases inacabadas. Y lo encontrarían, cualquier día, al lado de Santiago, tratando de descifrar por sí mismos los secretos internalizados de la Escuela Farisaica. En ese ir y venir de expresiones monosilábicas. Casi como mero susurro. En una envoltura ya lejana, como pensamiento y como afinidad directa con el Dios perdido. Y, Santiago, no atinaba a ser coherente. Como cuando alguien no ha tenido claridad acerca de lo vivido. Mucho menos acerca de lo trascedente de ese haber vivido de cerca el proceso de martirologio. Otra cosa, bien distinta, hubiera sido la historia de lo sagrado como proceso, si Sor Juana Inés y Juan de la Cruz, hubiesen vivido mil quíntenos años antes y estuvieran allí, con los dos reunidos. Tertuliano estuvo, ese día, trillando su discurso. El mismo. Como referente lo cotidiano en el actuar de los apologéticos de la diáspora. Tal vez, en lo más íntimo, el conocía de su equivocación al elegir ese camino. Pero ya no había vuelta atrás. El conflicto se había profundizado. Tanto que, el judeocristianismo sucumbiría como opción única válida en el proceso de consolidación del monoteísmo mosaico. Ya, la devertebración, estaba acunada. Porque no había por donde ni con que desglosar las doctrinas básicas. En ese tiempo, la división política y administrativa, comprometía una noción primaria del concepto de estado. Por una vía apenas lógica, dado el contexto. Una configuración
  • 8. geopolítica con fronteras tan delgadas, que el Imperio Romano, se deslizaba hacia una figura de poder un tanto extraviada. O, para decirlo mejor, en el cual las directrices cruzaban territorios acicalados con ese universo de opciones de interpretación en términos de lo que pudiera constituir el referente básico. Una posición dubitativa. Entre la permanencia de la ortodoxia fundamental del politeísmo inherente a las convicciones heredadas. Y el crecimiento de lo tripartito. Fundamentalmente en lo respecta al fariseísmo político-administrativo, el judaísmo venido directamente desde las escrituras antiguas, mosaicas y los hechos asociados a la nueva versión mesiánica; habida cuenta del crecimiento del mensaje de Jesús. Como Nuevo Gran Profeta. Rondando “El Templo”, como instrumento físico; fortalecido, reconstruido en gobierno de Herodes el Grande. Y que se hacía escenario de confrontación. En diatribas portentosas. Casi como acariciando la contienda precursora de un nuevo régimen político-religioso. Vista, la nueva ideología como herética y como originada en especulaciones, más que en doctrina sólida. Porque, en lo cotidiano, ya estaba hecho el ejercicio. Ya había un discurso y unas acciones de proselitismo, permeado por una nueva noción de Dios Significante; en necesidad de retar a la humanidad que se deterioraba cada día más, a partir de escindir y extraviar el acumulado histórico y religioso. Inclusive, con el agravante que era casi imposible dilucidar contenidos. Y es que Tertuliano pretendía zanjar la confrontación (casi ciento cincuenta años después) una disputa que empezaría a trascender la simple arenga. Por lo mismo que, a la par con la confrontación centrada entre el Imperio y la tripartita amalgama contestaría; se irían desgranando posiciones menores, pero adheridas al mismo piso originario. Ya los fariseos administradores, tenían un disenso, por la vía de los zelotas. Siendo estos una representación grupal, enfrentada con el fisco romano. Y allá, en Jerusalén, se harían excesivamente fuertes. Casi como desplazando todo el contenido mismo de las expresiones judeocristianas. Daba cuenta, el rico propietario y esponjoso crítico leguleyo, de pretensiones un tanto militaristas. Como si evocara, hacia atrás, los condicionamientos propios de la historia religiosa asociada con el Pueblo Judío. De la dirección política de Moisés y de su capacidad para establecer con sus dirigidos una relación de prepotencia centrada en los Diez Mandatos Fundamentales. Y se hizo fuerte, Tertuliano, a partir de su ofensiva en contra del decantamiento en la doctrina, realizado por Pablo de Tarso. Algo así como, en una seguidilla de torpezas a nombre de la ortodoxia. Los Juegos Olímpicos en 165, marcaron el surgimiento de otra arista en la confrontación. Marciòn, empezó a ejercer como opción preponderante. En un entramado de confusión. Al menos en lo que respecta al significado de la propuesta de los eirenos. De la razón de ser de la variante en Peregrino y su inmolación, en nexo con la defensa de sus postulados fundamentales. Ya estaba dicho, diría Pablo de Tarso, de lo que se trata es de la preservación del hilo conductor básico. De no dejar extinguir el fuego del cristianismo; por la vía de ignorar que la confrontación con la teoría helenizante, no era otra cosa que expresiones de la dinámica misma de la contradicción. Entre el Jesús histórico, ambivalente. Y el Cristo, resucitado. Es decir, no surtir teoría escindiendo las dos partes. Por el contrario, haciendo cohesión. Centrando la divulgación en el ejercicio doctrinal, a partir de ese equilibrio. Y, tal vez por esto último, la Trilogía Pablo-Santiago-Pedro, se fue deshaciendo. Porque no cabían ambigüedades; siendo como era el momento de decisiones. Lucas, en apariencia, esperaba descifrar los nuevos códigos propuestos por El Reformador. Pero su estreches intelectual, dio lugar a la escritura de los Hechos, de su versión evangélica, como palabras agrupadas en una linealidad que no daría cuenta de la estructura doctrinal del Maestro y de sus acciones. Por ahí, entonces, Lucas se tuvo que contentar con el distanciamiento. Lo que podría llamarse bajo perfil. Solo pasados casi doscientos años se vino a exhibir el escrito suyo, en cierta hilatura, por lo menos cohesionadora.
  • 9. Ya andaba Popea con su Nerón. Y ya había pasado el momento histórico de Herodes el Grande. Y sus sucesores, Herodes Antipas, Arquelao y Herodes Filipo, verían diluirse el poder entre sus manos. Y, el crecimiento de los cristianos y los judeocristianos seguiría siendo disímil y agrandado en confusión. Un tanto remontando la historia desde antes de, los esenios, Anàs, de Aarón, de los levíticos. Se encontraría nuestro Tertuliano, confeso ignorante, de frente con esa historiografía. Que solo logra dilucidar en lo inmediato primario de las andanadas en contra de Pablo. Y siendo así, se erige en defensor de la diáspora, casi que por simple ley de la gravedad. Cuando Popea incita, entonces viene a cuento la tragedia de Juan El Bautista. Ya ahí, en el mero episodio de la acción iniciática de Jesús. En el agua, como agua pura que remite a borrar rastros; estaba presente, en latencia casi, la diversidad estatutaria. Si es quien, Jesús, superior a quien es Juan El Bautista; es un circulo que nunca se cerró. Y lo mismo va para la designación del espacio temporal para el ejercicio sacramental. Si, en ese contexto físico y conceptual de Templo Sagrado. O de, en menor dimensión, el propio Sanedrín. El ir y venir de las acciones y sus consecuencias. Perdiendo la cabeza El Bautista, como que se pierde en el tiempo la posibilidad de la dilucidación. Quedarían, entonces, en remojo parte de los orígenes. Y se remonta, otra vez, predecesores. No solo en lo que hacen alusión los hacedores de profecías en el pasado. También en cuanto a los nexos con posturas de los clásicos helénicos. Desde Sócrates hasta Aristóteles; pasando por las opciones propuestas por Séneca. Siendo, eso sí, la partición de las Doce Tribus. Y las enseñanzas, en torno al Dios Vengador e Iracundo, de Moisés. Y la noción de sacrificio, en términos de la conminación a Jacob. Y, a su vez, la herencia máxima doctrinal judía propiamente dicha. Cuando Constantino entra en baza, el manejo de las contradicciones no se ha atenuado. Y no tenía por qué. Seguía siendo referente el consolidado de Pablo y sus prístinas propuestas de vaciar los contenidos de la diáspora; de tal manera que pudiese decantarse la enseñanza en sí. Ya no de su misterio en relación con la opción trinitaria. Ni con el símbolo propio pentecostal. Haciéndose, como en verdad se hizo, converso utilitarista. Propiciador de recursos físicos. De poder y de obligatoriedad deriva de él; sumerge a la doctrina en un pozo absolutamente obscuro y contradictorio, de por sí. En este contexto, la aparición de Orígenes y de sus reflexiones filosóficas, proveen de nuevo instrumento a la teoría del de Tarso. Nuestro Tertuliano, pues, se iría extinguiendo. Él mismo se dice y se replica. Y se va diluyendo en los avatares propios de una dinámica que lo trasciende. Y, cualquier día, lo encontramos inmerso en su propio discurso. Ahogado en sus propias palabras insípidas e intrascendentes. Yo, en Melisa Vivo. Como en Egea doliente Como que estaba yo sumido en tinieblas. Y relampagueante vino Cronos en búsqueda de Egea la Madre mía. Y que, en el Urano naciente, decantaron las cosas habidas. En tránsito elocuente. Por la vía de la partición de lo circundante. Como propio Dios avieso. En elongación propuesta; al término del vivir manifiesto. Y me embolaté en roles. Lo permitido era casi nada. Por lo mismo que el Zeus venido, hacía de su séquito de nubes una expresión primera. Una vía encarnada en lo que supo, después, por su madre valerosa. Que engañó al engañador pétreo. Y que hizo de él, torrente de vida plena. Esa Rea vigorosa en puño de voz de acción. A partir de la profecía de Urano. En teniéndolo lo ocultó. Una expresión de viva potencia. Y, allí, con las Horas hechas en separación del mundo terreno. El de Egea viva. Y lo arroparon en la Creta posible. Como cuna para albergar al bienvenido y bien protegido. Y, en la avanzada misma, Hefestos, castigado por el avieso Cronos, empezó la agenda que haría posible el Trono mismo para el admirado. Ese Zeus vibrante, apoyado en la hermosa cabra Amaltea. Y, por ahí mismo, se fueron dibujando los pasos y las potenciales acciones. Con Melisa, abeja admirable y solidaria, empezaron a acuñar al latente Dios en ciernes. En la posición de albergar a cada día; aquello que solo sería posible, con el arrebato mismo de la pasión concreta. Con esos inicios desparramando alegorías y trinos.
  • 10. Un cantar venido y habido. Y, cada quien, como yo mismo, embelesado en lo que sería euforia en transcurriendo el día. Y la noche postulada. Como manto para evitar la soledad y la agonía. Provenida desde allá mismo. Desde la creación primera. Y que, yo, sin asirla sucumbía en los quebrantos de lo que me albergaba. Como territorio y como proclama perdida. Por ahí, vagando. Con el alma endurecida. Con esos pliegues de ternura perdidos. Desde que había perecido la gran Metis acompañante. Desde que no supe más de la Melisa mía. O de Zeus…En fin que me di a la tarea de ser yo único. En esa intención presenta, cada día, de penetrar la Tierra misma. La Egea sumida en simple trozo pasivo y ceniciento. Y, por ahí que fue la cosa, me fui poniendo el rótulo de doliente humano presente. Perdido. Ausente. Venido a menos, como cualquier coloquial verso cantado por la Luna misma. Y sí que, deambulando en lo que soy, fui perfilando el futuro seré. Anclado en los testimonios perdidos. Nunca encontrados. De lo que Prometeo dijo al momento de nacer. En esa elocuencia viva de tejedor de verdades y de haceres en solidaridad conmigo y que todos y todas. En ese ir yendo de sabiduría y de solidaridad perenne. Como cuando veía, yo, coser los hilos a mi madre. Para la cobija. Para las vestiduras mías. A cada paso y a cada momento de realidad posible. O imposible. Según la lectura que cada quien quiera hacer. O inventar. Y sí que, en crecimiento necesario, me fui acercando a mi yo concreto. Palpable. En construcción de lo que pudría haber sido. En derrota de la decrepitud. Me acerqué al ser Lacaniano. Invertido. Puesto en el pellejo de lo propuesto por Freud. Como Dios silente. En cantilena expresada. En el derrotero incipiente. O real. O ya culminado. Cualquiera cosa dicha, se tornaba en la preclusión de lo propuesto. De lo ejercido. De lo manifiesto. En ese aquí y allá dicho. Vivo. Escudero, yo, de lo que vendría. Entre el Lacan insidioso y herético. Y el Freud, cimentando cada yo sujeto puesto. Manifiesto. Ahí postulado y previsto. Y sí que se derrumbó mi vida. La vida. Esa que, en mí, se tornó en bicicleta de tres pedales. Sujeto en posición crítica. Perdularia. O cimera, en lo que esto tiene de haber estado. O estar. O seguidilla de haceres y de propuestas. En la vaguedad sombría. De mi Luna. O del lado del Sol hiriente. Como martinete machacante. Perenne. O efímero. O doliente. Como cuerpo atravesado por la daga mía. O de cualquiera. Que, en fin, no volví. Y no volveré. Ante la Egea promiscua. Sabedora de lo que pasa y pasará. Aquí. En donde estoy hoy. Pero que no estaré mañana. El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en verdad, una especie de alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques que crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza; siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición de células, en trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al sembrarlos era. En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera más que simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En sentimientos explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces umbrío. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera. Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa incorpórea. Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado en esa veta grisácea. Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera, vivo aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más no poder. Por lo mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos en hojas convertidos. En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese sitio en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña ahora. Y va pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos después. Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más no poder. Y juntas. Agua y Diosa,
  • 11. recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas. Con la mirada puesta en el Océano más lejano. El de Jonios. O el de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El mismo que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permanecería. Por estar ella presente. Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con sus alas apagadas. Ya no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas. Y nos dijo, al vuelo, que guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más llegásemos, plantaría surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la pesada sal de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que había sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y conversador en lúdica creciente. Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno, sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto. Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con los hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y tardío. En busca del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán insaciado: Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos de Hades. Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del Dios de los mares salados. Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva voz y vivo puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas. Desde Delfos. Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde el Olimpo. Júpiter henchido de fuego. Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas también, para quienes deberían se coronados, siendo triunfantes. Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me siento tan solo como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad asfixiante. Persuasiva en lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se quiebra mi pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que ya no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas abajo. Como cuando conquistamos el Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del vuelo y de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más. Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura infinita. Y la poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos réplicas de Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro. Llegando Adán, palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había dejado su semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo de flecha. Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión volaba en busca de la desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para siempre a la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré. Habiendo frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por Cronos a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún día nacer.
  • 12. No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado, Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A purgar mis penas, al lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo Sagrado; por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.” Libro dos Ya, es otra época. Habíamos visto crecer la nervadura de las Vestas amadas con delirio, antes. Creceríamos en otro nivel de la historia nuestra. Ya pasado mucho tiempo, entraríamos en la solvencia de la teoría de la condicionalidad. Los vectores biológicos habían mellado el horizonte al cual tenderíamos. Volveríamos a sentir la hipoconsciencia vivida en los milenios pasados. Enhebrando, cada hilo al consciente magnificado. Sentiríamos, otra vez, la huella doliente del demiurgo volátil. En una contravía expresa. Yéndonos a la ligera. Pero, en secuencias plurales. Como cuando habíamos hecho custodia de la herencia. En el universo arcano. Voluptuoso. Ceñido al tiempo. Como insumo herético. Siendo, al mismo tiempo, nervio de lo posible. En esa línea de crecimiento no aciago. Habiendo muerto mi diosa Jerusalén, en el otrora tiempo calcinado ya. Cuando habíamos izado la bandera de los soles apretujados, casi muertos en lentitud de frío apareado con la mentira de Tlatelolco y Angeloti. Veríamos, en este nuevo tiempo, resurgir la estrechez de penumbra ávida. Una longitudinal viajera. En las carrozas imaginadas. Ya no tan ciertas como en aquel pretérito cálido. Una hipocondría, diría, en la dejadez del Imperio. Como esa naciente imagen de la egolatría ilusoria. En la perspectiva aislacionista. Como tiovivo aspaventoso. Un ser lineal, casi perplejo. Yo había dormido en una especie de ilusión necrológica, Una punzada de doliente expresión. El universo otro; el de la levantisca y briosa luciérnaga que había sido predispuesta. En la locomoción perdida; después de haber realizado el inventario de vida. Con los nutrientes escarceos de la diosa muerta en el origen mismo de la historia. Ya, sin la envoltura plausible. Más bien en unción precaria de la ternura antes derrotada. Cuando mi Jerusalén, ligera expresión de las ansias votivas. No deleznables. Pero si, en decadencia viva. Como esponja absorbente. Como ligero vuelo diurno. Hacia el Sol nuestro avejentado. Lisiado. En proceso de enfriamiento progresivo; inclemente. Viendo crecer el sopor de la Idea Nueva. Una figura casi arbitraria. Nacida y crecida en los años impares: Del tejido lento. Incesante embriagador. Insolente noción del cuerpo teórico de Jenófanes. Quien se había ido perfilando como enhiesto cóndor. Planeando sobre el territorio descubierto. En los presagios y cotejaciones elaborados por la ilustración copernicana. Surtiendo brechas de agua ilusionarlos. Permeando los ejércitos de los nuevos gregarios. Casi aniquilados, por la pudrición de teorías y acciones. Ambivalencia ultrajante. Y, en mi soledad vivicantes, empecé la búsqueda. Iría, primero, donde la diosa madre de mi diosa amada Jerusalén. Una Yocasta libertaria. Guerrera en las alucinaciones construidas por su amoroso Edipo. Empezaría el tránsito hacia el embeleso magnífico. Como sinrazón venida. Como ser de tendencia polivalente. En el universo anchuroso. Nuevos tiempos. En encelada utopía. Volviendo a Moro prístino. Volvería a beber conocimiento, en la embriagante teoría erasmiana. Viviéndolo en pura extensión sin ningún azoramiento ampuloso. Viéndolo (a Erasmo); en su incesante brega. En contra de los templarios. Una juzgadera de opciones. Tal vez, en introversión impropia. Pero, por esto mismo, una especie de sopladura de enfermizos momentos. Como decantación. Como visionario comportamiento. Ahí, en el mismo territorio, en el cual había conocido a Yocasta. Ahora lo siento como si hubiera sido anterior al momento mismo en que conocí a mi Jerusalén. Los ensueños, en mí, fueron preclaros. Ese mismo tiempo en el cual conocería, en letra viva, el viajero anagrama de Elisa. La mensajera libertaria. Actuando como conductora palaciega. Ofreciéndose como liberta no enjuta. Por los caminos mismos de las otras diosas. Pero, en ella, sería como suplir los vacíos que habían dejado aquellas que se hicieron Vestas en el tiempo habido en millones de años atrás. Casi en ciernes, el inicio de la vida en sí. Sin esos empozamiento perdularios de la doctrina de Tlatelolco. Una universalización de los
  • 13. atajos para acceder con mayor pasión a las fronteras incólumes de Sócrates y de Zenón. Una expresión no ensimismada. Ni postrada. En contravía de lo planteado por Thales. En su geometría potente. Dilucidando los entrabes magnificados de Minerva; cuando esta estaba en proceso de ebullición. Y, la recordación de Hesíodo llegó en vuelo rígido. Lo mismo que una opción propuesta. A la par con la ética nicomaquea O, como esfera celeste que recién empezaría su deambular por los universos no conocidos. O, como viajera Zenaida hecha presente. Tal vez, por todo eso, empezaría a sentir el vértigo casi limítrofe con el extravío engarzado a la Vía Láctea empobrecida de luz y de trajín divino. La indagación, soportada en un método que involucra a la lógica y a la capacidad de reflexión teóricas, permite avanzar en la búsqueda de opciones para interpretar aspectos relacionados con nuestro rol, como humanos, en el contexto de la Historia. Tanto en lo que hace referencia a los contenidos filosóficos, religiosos y sociales; como también en lo que conc ierne a la construcción de referentes que nos sitúen en condiciones de ejercer como sujetos con identidad y valores. En los escritos de Hesíodo, aparece un hilo conductor en esta perspectiva. Su Teogonía, a manera de ejemplo, se erige como un instrumento teórico que expresa la intención de encontrar explicación a la constante necesidad de la humanidad por trascender; por superar la soledad y su efecto colateral de angustia, que la recorre individual y colectivamente. En Justicia, trabajo y días, Hesíodo indaga por el significado que tiene la relación de los humanos con los dioses, en términos de su quehacer diario. En ese afán y esa exigencia que le depara su nexo con el mundo inmediato, con la naturaleza, son la subsistencia; que no es otra cosa que la posibilidad de su prolongación y su permanencia como especie. Al mismo tiempo, trataría de entender el sentido que adquiere la transferencia relativa de poder que efectúan los dioses. Algo así como la percepción plena de la necesidad que tenemos los humanos de contar con herramientas que nos permitan desarrollar una vida social, sin perder la individualidad: Pero, al mismo tiempo, asumiendo como indispensable el requerimiento que subyace a la vida social. Esto es: la existencia de unos valores que puedan y deban ser aceptados como indiscutidos al momento de ejercer determinadas acciones vinculadas con ese quehacer cotidiano que, en fin de cuentas, es el que hace inteligible su presencia en la tierra. En Hesíodo, la intención por explicar y justificar esa transferencia relativa efectuada por los dioses, adquiere una connotación asociada con la construcción de un entendido de moral. Es por esto que, sus disquisiciones en torno a esa explicación y justificación, van delineando el esfuerzo que requiere presentar esa transferencia, como algo que ha sido discutido en los escenarios de las divinidades. Es tanto como entender que ese tipo de transferencias no es producto de una decisión exenta de conflictos y de desconfianza. Inclusive, la referencia al concepto de venganza y castigo en Zeus, es expresado por Hesíodo como inherente a ese concepto de desconfianza. Veamos esto, en la alusión a la posición de Zeus con respecto a la humanidad, a partir de la actitud de Prometeo que, aquí, ejerce como sujeto perverso de intermediación entre los dioses y los humanos. “…Y es que los dioses mantienen oculto para los hombres el medio de vida, pues de otra manera fácilmente trabajarías en un día de manera que tuvieras para un año aun estando inactivo; al punto podrías colocar el gobernalle sobre el humo y cesarían las faenas de los bueyes y de los infatigables mulos. Pero Zeus, irritado en su corazón, lo ocultó porque el astuto Prometeo le hizo objeto de burlas. Por ello maquinó penosos 000000000000000000000males para los hombres y ocultó el fuego. A su vez, el buen hijo de Jápeto, en hueca férula, lo robó para los hombres al prudente Zeus, pasándole inadvertido a Zeus, que lanza el rayo. Estando irritado díjole Zeus, amontonador de nubes: ‘Japetónida, conocedor de los designios de sobre todas las cosas, te regocijas tras robarme el fuego y engañar mi mente, gran pena habrá para ti mismo y para los hombres venideros. A éstos, en lugar
  • 14. del fuego, les daré un mal con el que todos se regocijen en su corazón al acariciar el mal…”1 Y es que, Hesíodo, no cesa en su empeño por armar una estructura conceptual sólida e integral. Lo asumió como un reto al cual fue convocado por las musas; tal y como lo expresa en su Teogonía. La integralidad, en él, está vinculada con la certeza que lo acompaña, en el sentido de obrar como transferidor de las verdades. Como intermediario. Como sujeto que sabe interpretar el oficio que le ha sido conferido. Esta integralidad permite inferir un contexto único fundamental; derivado de otros contextos, si se quiere, primarios. Es como una sumatoria. Como armar un rompecabezas en donde cada pieza debe encajar de manera perfecta, para poder acceder al contexto fundamental, como estructura. Entonces, aparece la noción del bien y del mal; de la justicia y del castigo; de la subsistencia y de los insumos para obtenerla y asumirla. Este tipo de alusión, efectuada por Hesíodo, en el sentido de que los humanos dependemos de la voluntad de los dioses y de que somos sujetos condicionados por sus designios; está presente en otras opciones vinculadas con la necesidad de trascendernos y de encontrar referentes de moralidad, justicia y de temor ante las circunstancias que nos rodean y que pueden incitarnos a realizar acciones en contra de la prolongación de la vida, relajada en los humanos. Tal es el caso de la opción Cristiana Católica, la cual comparto. Para precisar mi construcción lógico-conceptual relacionada con este texto; cito la palabra de Dios en el Génesis. “…Vuelto a la mujer le dijo: ‘Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con todo dolor parirás tus hijos y, no obstante, tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará ‘. Al hombre le dijo: ‘Porque has seguido la voz de tu mujer y porque has comido del árbol del que te había prohibido comer, maldita se la tierra por tu culpa. Con trabajo sacarás de ella tu alimento todo el tiempo de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado, ya que polvo eres y en polvo te has de convertir…”2 Las coincidencias en los textos, nos remiten a entender una dinámica interior que convoca a los humanos a relativizar su presencia y su existencia física en la Tierra. En el caso particular de lo expuesto por Hesíodo, estas coincidencias conducen a precisar la razón de ser de su indagación, de su búsqueda. Con las limitaciones y diferencias propias de la diferenciación en las opciones; es posible establecer nexos, más allá del origen y expresión de esas opciones. De lo que se trata, en consecuencia, es de precisar en esas coincidencias la tipificación de un hilo conductor en el camino hacia esa necesidad de trascenderse y de referirse a una divinidad, por fuera de la existencia física y, a partir de allí, construir un escenario de integralidad que domine y oriente nuestro comportamiento individual y social. Conviene, en este contexto, remitir a una expresión de Hesíodo en esta obra analizada. “…Antes vivían sobre la tierra las tribus de los hombres sin males, sin arduo trabajo y sin dolorosas enfermedades que dieron destrucción a los hombres que, al punto en la maldad los mortales envejecen. Pero la mujer, quitando con las manos la gran tapa de la jarra, los esparció y ocasionó penosas preocupaciones a los hombres. Sola allí permaneció la esperanza, en la infrangible prisión bajo los bordes de la jarra, y no voló hacia la puerta, pues antes se cerró la tapa de la jarra, por decisión del portador de la Égida, amontonador de nubes. Y otras infinitas penalidades estaban revoloteando sobre los hombres, pues llena de males estaba la tierra y lleno el mar; las enfermedades, unas de día, otras de noche, a su capricho van y vienen llevando males para los mortales en 1 Hesíodo, “Trabajos y días”, páginas 76-77 2 La Santa Biblia, Ediciones Paulinas, diciembre 12 de 1984, Génesis 3, 10; página 12.
  • 15. silencio, pues el providente Zeus les quitó la voz; de esta manera ni siquiera es posible esquivar la voluntad de Zeus...”3 Queda claro, entonces, en mi opinión, una línea de interpretación que refiere a la angustia que ha recorrido a la humanidad. Su presencia en la Tierra, ha estado cruzada por vicisitudes asociadas a su sentimiento de culpa. Culpa originada en la incapacidad de percibir los alcances de sus acciones en relación con la divinidad. Con un ser supremo que lo trasciende. Pero que, al mismo tiempo, puede ser su guía en el camino hacia la superación de esa angustia Otro de los retos asumidos por Hesíodo, en esta obra, está relacionado con la interpretación de la diferenciación entre los hombres. Esto, en la perspectiva de entender y construir una opción para identificar el origen de la diversidad. Aquí, también, se pueden identificar coincidencias; si se mira desde la visión inherente (en el caso de mi opción religiosa) a lo sucedido a partir de Babel. Porque, siendo como es la humanidad heterogénea. Diversa en sus expresiones físicas y, si se quiere por extensión, en sus motivaciones y opciones cotidianas. Se hace necesario encontrar una explicación en cuanto al origen de esa diferenciación. Ya no es la búsqueda, en términos del origen y la explicación que permita trascender y superar la soledad y la angustia. Ahora se trata de interpretar la dinámica en que transcurre el quehacer humano; en un escenario que incluye la diversidad. Entender esto supone remitirse al origen de la misma. Si bien, en la misma perspectiva básica vinculada con el nexo entre los humanos y el Ser o los seres trascendentes; incluyendo ya la connotación que adquiere la tipificación de diversidad como diferenciación racial. Y aquí entra a desempeñar un rol especial, aspectos como si esa diversidad involucra la necesidad de realizar sueños. De postular opciones de esperanza. Por una vìa diferente a los condicionantes. En la intención de consolidar la esperanza como perspectiva. 3 Hesíodo, obra citada, páginas 79-80.