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Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Tras la sequía de la Dictadura de Primo de
Rivera, la Segunda República constituiría un
punto de inflexión en la historia de los
partidos políticos, marcado por un
pluralismo hasta entonces desconocido y
que hacía tabula rasa de experiencias
anteriores. Gran parte de los partidos
protagonistas de esta nueva etapa surgirían
poco antes del 14 de abril de 1931, o bien lo
harían justo en los meses sucesivos a la
proclamación de la República, al amparo del
pluralismo
recién
instaurado.
Este nuevo régimen ponía fin a las dos
situaciones vividas con anterioridad: el
sistema de partido único de la Dictadura, y
el redu cido bipartidismo turnante, artificial
y basado en la doctrina canovista de los
partidos legales que se había implantado
durante la Restauración.

2
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

El gran cambio residía en dejar que los partidos surgiesen de forma espontánea, como resultado del
ejercicio del derecho de asociación, a través del cual se agrupaban los ciudadanos con una afinidad
ideológica 1. Los partidos dejaban de servir al Estado, ya fuera como órgano suyo (Unión Patriótica), ya
como mecanismos de estabilidad de la Constitución interna (Partidos Liberal y Conservador, durante la
Restauración), y se convertían en instrumentos de la sociedad, en correas de transmisión de los intereses
de
la
comunidad
hacia
el
poder
público.
Esta mutación tan acusada para el sistema de partidos tenía como soporte vital el reconocimiento de una
nueva democracia parlamentaria. O, más en concreto, de la proclamación de la primera verdadera
democracia española 2, y de una revisión profunda del parlamentarismo. Veamos cómo se diseñaron uno
y
otro.
En primer lugar, la Segunda República trajo consigo una democracia, la primera auténtica que conoció
nuestro país, y con ella el pluralismo político se convirtió en una realidad. La democracia conllevó, por
tanto, el reconocimiento de los partidos políticos en el ámbito social, como reflejo de la complejidad
ideológica existente en España y que hasta entonces se había negado sistemáticamente. La admisión de la
diversidad política (nacionalismos, partidos confesionales, republicanismo, socialismo, etc.) se canalizó a
través de un derecho de asociación que hasta entonces había tenido serias dificultades para asentarse.
Prácticamente todos los partidos triunfantes el 14 de abril de 1931, o los que surgieron en los meses
sucesivos a su amparo, incluyeron en sus programas el derecho a asociarse para cualquier fin, ya fuese
económico, cultural o político
3
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Apenas el socialismo siguió reservando el derecho
de asociación como instrumento de mejora
socioeconómica de los obreros, admitiendo, que
no defendiendo, las asociaciones políticas como
un mero mecanismo burgués del que los
socialistas se valdrían transitoriamente para
implantar la dictadura del proletariado 3.
El reconocimiento de las asociaciones políticas, y
con ellas del pluralismo, no fue, sin embargo,
ilimitada. Por una parte, en la discusión del
proyecto de ley regulador de las asociaciones,
algunos diputados criticaron que se supeditara
éstas a la aprobación de sus estatutos, limitando
el ejercicio del derecho fundamental, que
quedaba entonces sujeto al control gubernativo 4.
Pero, además, es importante señalar que el
pluralismo resultaba restringido por la exclusión
de las asociaciones que vindicaran la Monarquía 5,
en lo que constituyó uno de los grandes males que
impregnaron la Segunda República: su escasa
capacidad
de
conciliación.
4
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

La democracia suponía, por tanto, admitir que la sociedad española no era uniforme, que cabían
discrepancias ideológicas profundas. Algo que, aunque pueda parecer hoy obvio, no lo era tanto en el xix.
Buena prueba de ello es el cambio de perspectiva en la idea de opinión pública. Frente a la tendencia tan
habitual en el xix de referirse a una sola opinión pública nacional, caracterizada por su racionalidad, Azaña,
por el contrario, prefería hablar más bien de «opiniones», en plural. Cada partido representaba una
opinión concreta; ninguno podía erigirse en representante de la opinión nacional.
La idea de que los partidos emanaban del pluralismo ideológico existente en la sociedad española sirvió
para liquidar dos ele mentos propios de la Restauración y la Dictadura. El primero de ellos era la
artificiosidad. La Unión Patriótica había nacido a partir del poder público, como instrumento de apoyo a
Primo de Rivera, y mecanismo preparatorio para el restablecimiento de un parlamentarismo remozado;
por su parte, durante la Restauración, los partidos turnantes habían sido construidos sin un respaldo
social, respondiendo a un plan minuciosamente trazado. En la Segunda República, los partidos emergían
del pueblo, los creaban los ciudadanos como asociaciones a través de las cuales canalizar sus discrepancias
ideológicas.
El segundo elemento al que se ponía fin, íntimamente ligado con la artificiosidad, era la idea de «partido
de notables». Durante la Restauración, carentes de apoyo social, los partidos habían quedado sujetos al
dominio de sus líderes, y otro tanto había sucedido con la Unión Patriótica que, a fin de cuentas, pretendía
ser una escuela de nuevos políticos instruidos para dirigir a las masas. Todo ello cambia a partir de 1931

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Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Es cierto que el factor personalista todavía siguió pesando durante algún tiempo, y que fue frecuente la
referencia al «partido de Azaña» o al «partido de Alcalá Zamora», pero poco a poco esta
patrimonialización dejó paso a una idea de «partido de masas». En realidad, este nombre no fue utilizado,
pero el espíritu se encuentra ya presente en la época: son partidos que responden a unas ideologías
socialmente arraigadas, y que pretenden sustentarse en el mayor número de afiliados posible. De ahí que
la organización de los partidos cobrase especial relevancia; una organización que no buscaba estar al
servicio de los notables para dominar a los caciques locales, como había sucedido en la Restauración, sino
que pretendía garantizar a las bases una participación más o menos efectiva en la adopción de las
decisiones
del
partido.

Determinados partidos tenían ya cierta tradición a este respecto. Muy en especial, el Partido Socialista
había recorrido un trecho importante, puesto que siempre había sostenido la necesidad de un apoyo
amplio de afiliados, al tratar de agrupar a toda la clase obrera para el primer asalto al poder. Otros
seguirían su misma senda. En todo caso, es en esta época de «partidos de masas», donde hallamos las
primeras intervenciones favorables a un reconocimiento normativo de los partidos que permitiría,
además, juridificar su estructura interna, imponiéndoles una configuración democrática

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Los partidos políticos en el pensamiento español
•
Pero si los partidos aspiraban a ser, «de masas»,
debían luchar contra el mal endémico español
tantas veces referido: las masas neutras, la
población indiferente en términos políticos, que
parecía haberse despertado por vez primera al
menos el 14 de abril, por acción de los partidos.
En buena medida, los partidos de la Segunda
República confiaban en que la depuración de
los procesos electorales sirviese para otorgar a
la ciudadanía una renovada fe en el sistema que
les hiciera salir de su letargo. Pero no faltó
quien considerase que los institutos de
democracia directa - sustancialmente el
referéndum y el plebiscito - servirían también a
este objetivo, ya que, al conceder participación
inmediata al pueblo, éste se sentiría
protagonista de la vida política, e iría
madurando y educándose en términos políticos
Pero si la Segunda República supuso la
inauguración de la democracia en España,
también significó una depuración de un
parlamentarismo seriamente herido

7
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Bajo este concepto se percibían en realidad dos realidades jurídicas: el término se empleaba en
primer lugar en un sentido amplio, como equivalente a régimen representativo. En un sentido más
estricto, empezaba a utilizarse como sinónimo de sistema parlamentario de gobierno (es decir, un
sistema de colaboración y confianza política entre Gobierno y Parlamento), aunque en esta
segunda acepción solía emplearse más a menudo el término «régimen parlamentario».
En realidad, ambas vertientes del parlamentarismo habían entrado en franca decadencia desde
finales del xix, según hemos visto en su momento. En el xx las críticas más severas procedían tanto
de la izquierda socialista como del fascismo. En ambos casos, el parlamentarismo se identificaba
con una forma de gobierno burguesa, aunque el motivo del desprecio no era idéntico: para el
socialismo, el sistema en cuestión estaba moldeado para perpetuar la dominación mesocrática;
para el fascismo, por su parte, se trataba de un sistema ineficaz, basado en la lucha, discusión y
contienda que minaban la eficacia del Estado. En Alemania, la discusión alcanzaría las cotas más
elevadas, cristalizando en la contienda doctrinal entre Schmitt y Kelsen. El primero rechazaba la
base liberal del parlamentarismo, la fe en el debate y discusión, que no era más que la traslación
al plano político de la idea burguesa de una economía basada en el libre intercambio 7. Las fuertes
críticas de Schmitt, que sirvieron de base teórica a algunos de los planteamientos del
nacionalsocialismo, fueron contestadas por un autor que tendría un enorme predicamento en la
España
de
la
Segunda
República:
Hans
Kelsen.

8
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

•

Reacio a admitir una auténtica «crisis del parlamentarismo», el jurista austriaco prefería hablar de un
mero «agotamiento» que era, en realidad, consecuencia del rechazo de la derecha y la izquierda hacia la
democracia misma. Kelsen identificaba el parlamentarismo con la democracia representativa, es decir,
como un sistema de autogobierno por el pueblo en el que, en vez de decidir directamente la comunidad,
lo hacía a través de sus representantes, conjugando así la libertad con una necesaria distribución de tarea
. Para Kelsen, en los grandes Estados el parlamentarismo - identificado, pues, con régimen representativo era la única solución posible para la democracia y, por tanto, oponerse al primero significaba negar la
segunda 8. En este parlamentarismo, los partidos políticos ocupaban un lugar preeminente, según Kelsen,
a pesar de la ceguera de las Constituciones, reacias a regularlos. Los partidos eran asociaciones que
servían para formar la voluntad del Estado, y resultaban imprescindibles cuando la sociedad había
adquirido un alto nivel de complejidad. Negar la necesidad de los partidos, como hacían las teorías
individualistas y organicistas era, según él, dar la espalda a la realidad política Por una parte, el individuo
no podía en las sociedades modernas lograr una influencia en el Estado, de modo que tenía que agruparse
necesariamente. Por otra, el presupuesto del organicismo, que era rechazar los partidos como meras
«parcialidades egoístas», obviaba que las parcialidades eran un componente mismo de la democracia, que
suponía una transacción entre ellas. No existía ninguna voluntad general metafísica, por encima de las
parcialidades, sino que la voluntad general era el resultado de la negociación entre intereses sectarios.

9
Los partidos políticos en el pensamiento español
Las críticas al parlamentarismo como régimen representativo estaban menos justificadas, sin embargo, que los
ataques dirigidos a su segundo significado: como sistema parlamentario de gobierno. En los debates
constituyentes de la Segunda República este segundo sentido del concepto estuvo muy extendido, oponiendo
el sistema parlamentario al sistema presidencialista 9. No existía, sin embargo, unanimidad a la hora de
determinar qué caracteres revestía esta forma de gobierno: para unos diputados suponía el dominio del
Parlamento (lo que hoy llamaríamos más bien sistema asambleario), para otros, la mayoría, significaba, por el
contrario, un sistema de colaboración entre Parlamento y Gobierno, con exclusión del jefe del Estado, y basado
en mecanismos de equilibrio, cuales eran la responsabilidad política y la disolución parlamentaria.
Resulta evidente que aquellos diputados que participaron en las Cortes de 1931 escribiendo una de las páginas
más célebres de la historia constitucional española, conocían bien las doctrinas extranjeras sobre las
características del sistema parlamentario y, muy en especial, se hallaban versados en la lectura de los autores
franceses, como Maurice Hauriou, André Esmein y Leen Duguit

10
Los partidos políticos en el pensamiento español
Todos ellos coincidían en su descripción del sistema parlamentario en los términos que acabo de mencionar. En
algunos casos, como en el tratado de Duguit, los partidos se analizaban precisamente en el apartado dedicado
a describir el sistema parlamentario de gobierno, lo que muestra que se considerasen elementos claves del
mismo.
Y bien, ¿cuál era el defecto de este sistema? Fundamentalmente, a lo largo del xix, el sistema parlamentario se
había ejercido de forma obstaculizadora. Las minorías habían impuesto su criterio, utilizando con demasiada
frecuencia las mociones de censura para ocasionar crisis gubernamentales, sin ofrecer a cambio alternativas
eficientes de Gobierno. Por esa razón, el denominado «constitucionalismo de entreguerras» reaccionaría
contra este modelo, proponiendo lo que Mirkine-Guetzevich - bien conocido en la España de la Segunda
República-11 descri biría como «parlamentarismo racionalizado» 12. Éste se caracterizaba, en primer lugar, por
postivizar en las Constituciones todo el modus operandi del sistema parlamentario, que hasta entonces se regía
por meras convenciones y costumbres constitucionales; y, en segundo lugar, por revestir a las relaciones
Ejecutivo-Legislativo de una serie de limitaciones y garantías destinadas a fortalecer al Gobierno y evitar lo que
se denominaba un «parlamentarismo excesivo». Así, por ejemplo, se reformaron las fórmulas electorales,
favoreciendo la formación de mayorías estables y evitando la excesiva atomización política del Parlamento, y,
sobre todo, se impusieron unas exigencias más severas a la hora de poder plantear las mociones de censura,
bien mediante el requisito de mayorías cualificadas, bien convirtiéndolas en mociones «constructivas», esto es,
que debían proponer un candidato alternativo a la presidencia del Gobierno que sustituyese al removido.
La Segunda República trataría de poner en práctica este nuevo parlamentarismo racionalizado.

11
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Buena prueba de ello fue el Manifiesto de la Derecha Liberal Republicana, de Alcalá Zamora y Maura,
cuando señalaba la necesidad de superar un parlamentarismo vicioso «que discute y no legisla, derriba y
no combate» 13, claro rechazo, en la primera parte de la proposición, del parlamentarismo liberal, y en la
segunda
del
parlamentarismo
negativo.
Si la democracia suponía reconocer el surgimiento espontáneo de las asociaciones en la sociedad, para
llevar sus demandas hasta el Estado, el parlamentarismo se centraba más en la incardinación de estos
partidos dentro del Parlamento. Para ello era necesario, en primer lugar, encauzar el régimen electoral, de
modo que las Cortes fuesen un fiel reflejo de las distintas corrientes ideológicas presentes en España. No
había que temer, pues, que distintas tendencias políticas se diesen cita en el Parlamento; era menester
acabar con el falseamiento político que había impuesto la Restauración el bipartidis mo turnista y su fiel
aliado, el caciquismo: no podía haber direccionismo por parte del Estado, era la sociedad la que transmitía
a este último sus preferencias políticas, con las que el poder público debía conformarse.
No obstante, es preciso señalar que, a pesar del nuevo protagonismo que la Segunda República otorgó a
los partidos, no los constitucionalizó como asociaciones, aunque sí (tímidamente) como Grupos
Parlamentarios. Dicho en otros términos, se obvió constitucionalmente la vertiente social de los partidos,
pero al menos se reconoció su presencia en un órgano estatal. La Constitución de 1931 hacía por vez
primera en la historia española una concesión normativa a los partidos dentro del Parlamento

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Los partidos políticos en el pensamiento español
•

,.. A hora de regular la Diputación Permanente, que se reuniría en los recesos de las sesiones
parlamentarias, el artículo 62 establecía que ésta estaría compuesta, como mínimo, de veintiún
representantes «de las distintas fracciones políticas, en proporción a su fuerza numérica», lo que suponía,
según entendió el propio diputado Royo Villanova, que la existencia de los partidos adquiría «verdadera
sanción constitucional» 14. Se empleaba el término fracción como sinónimo de Grupo Parlamentario 15.
Los Reglamentos de las Cortes contenían esta misma idea; de hecho, el Reglamento Provisional de las
Cortes Constituyentes, aprobado el 18 de julio de 1931, es decir, más de seis meses antes que la propia
Constitución, ya regulaba en su Título III «las fracciones o grupos parlamentarios». En los artículos de este
Reglamento la terminología resultaba aún muy confusa, y se empleaban indistintamente los términos
«partido», «fracción» y «grupo parlamentario» para referirse a la misma realidad jurídica. La confusión se
reduciría en el Reglamento del Congreso de los Diputados de 29 de noviembre de 1934, cuyo Título III se
refería todavía a «fracciones» y «grupos», pero no mencionaba el término «partidos». Éste quedaba, pues,
reservado para las asociaciones extraparlamentarias. Por otra parte, la agrupación en Grupos
Parlamentarios constituía una obligación para los representantes si querían integrarse en Comisio nes, que
se formaban en proporción a la importancia numérica de cada Grupo 16; además, aquellos diputados que
no quisiesen integrarse en grupo alguno podían quedar automáticamente integrados en un grupo
autónomo por decisión de la Mesa de la Cámara

13
Los partidos políticos en el pensamiento español

•

Los tiempos del representante individual y desligado de una formación política habían concluido.
Es preciso mencionar, sin embargo, que, a pesar de la aparente confusión normativa entre grupos y
partidos, los diputados diferenciaron con bastante claridad entre ambos, como veremos enseguida,
cuando trate de la idea de «partido mayoritario». Lo cual no impedía ver un nexo entre ellos: el Grupo
Parlamentario podía ser la «expresión parlamentaria» de un partido político 18, siempre, claro está, que
no
fuese
un
grupo
mixto,
integrado
por
diputados
de
distintas
tendencias.
En todo caso, se trata del primer reconocimiento constitucional en España de los partidos políticos, que
podría haber sido incluso más acusado si hubiese prosperado el artículo 53 del proyecto constitucional,
que establecía que «será admitida sin discusión la renuncia al cargo que fuere presentada al Parlamento
con la firma del diputado a quien afecte». Al negociar este artículo, el Partido Socialista había intentado
que recogiese una redacción distinta, en virtud de la cual todo diputado que dejase de pertenecer al
partido con el que había accedido a su escaño perdería automáticamente su condición de representante.
Se trataba, por tanto, de dar un protagonismo absoluto a los partidos sancionando el transfuguismo, algo
que cuadraba perfectamente con un partido con una disciplina tan consolidada como el socialista. Aunque
esta propuesta no halló el beneplácito del resto de socios de Gobierno, la redacción ya indicada del
artículo 53 del proyecto seguía garantizando una presencia impor tante a los partidos, ya que éstos podían
obligar a sus candidatos a firmar ex ante una renuncia sin fecha, que el partido podría hacer efectiva en
cualquier momento 19. Aunque este artículo finalmente tampoco pasó al texto definitivo, muestra una
tendencia ya irrefrenable a someter a los diputados a la disciplina de partido y de la que eran conscientes
los propios representantes, aunque no faltara la siempre mordaz voz de Unamuno para oponerse a ella 20
14
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Los
partidos
como
instituciones
de
Derecho
público
«La democracia moderna descansa directamente sobre los partidos políticos, cuya importancia es tanto
mayor cuanto más intensamente se realiza el principio democrático. Así las cosas, son comprensibles las
tendencias - hasta ahora débiles - a conferir relevancia constitucional a los partidos políticos y a
configurarlos jurídicamente como lo que ya son desde hace tiempo en la realidad: órganos de la formación
de
la
voluntad
del
Estado»
Hans
Kelsen,
De
la
esencia
y
valor
de
la
democracia,
1920.
Aunque los partidos políticos llevaban operando desde el primer tercio del siglo xlx, los estudios
doctrinales de Derecho Político y Constitucional apenas si se ocupaban de ellos. Y, por supuesto, obras
monográficas como la de Andrés Borrego publicada en 1855 eran todavía más excepcionales. Puede
decirse que el Derecho público, en general, había dado la espalda a estas asociaciones. El tratamiento de
los partidos se reservaba ante todo a opúsculos de sesgo histórico, político o sociológico.
En los últimos años de la Restauración y durante la Segunda República, aunque tímidamente, esta
situación empieza a cambiar, y los partidos ocupan un lugar en los tratados jurídicos 21. Curiosamente,
este interés despegaba justo cuando más fuerza cobraban las voces que clamaban por la crisis del
parlamentarismo, y con él de los propios partidos. La incoherencia es, sin embargo, aparente, ya que,
como diría con acierto Francisco Ayala, la crisis de los partidos presuponía la madurez de éstos, y, por
tanto,
la
necesidad
de
estudiarlos.

15
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

En 1916, Elorrieta y Artaza incluía en su Tratado elemental de Derecho Político comparado un capítulo
dedicado a los partidos políticos, señalando que, aunque éstos carecían de un reconocimiento
constitucional expreso, eran indispensables para el funcionamiento del Gobierno y, por tanto, no podían
quedar huérfanos de tratamiento doctrinal 22. Los partidos aparecían como una necesidad política en los
pueblos modernos, respondiendo a una especialización que los distanciaba de otras formas asociativas:
los clanes (por su voluntariedad), o las religiones y escuelas científicas y artísticas (por su intención de
alcanzar el poder público). Elorrieta, sin embargo, no desarrollaría suficientemente la teoría de los
partidos, en parte debido a su excesivo apego a la doctrina extranjera - Bryce, Maine, Lowell, Tarde, Loria
o
Macaulay
a
la
que
parafraseaba
con
demasiada
frecuencia.
. Por otra parte, tampoco se despegaba del régimen de partidos entonces vigente en España, lo que se
refleja en su idea de que estas asociaciones podían reducirse a dos grandes tendencias, la de innovación y
la de conservación, que correspondían, huelga decirlo, a las posiciones políticas de los partidos dinásticos.
El creciente interés del Derecho público por los partidos respondía, por otra parte, a la emergente
conciencia de que éstos eran auténticas instituciones jurídicas. La falta de reconocimiento expreso y
textual en las Constituciones 23 no era un problema insoslayable para esta afirmación, debido
principalmente a la propia concepción amplia de Constitución y Derecho constitucional

16
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

A lo largo del siglo xlx el Derecho público español se había ido formando a partir de influencias muy
diversas, en las que la ciencia política y la sociología ocupaban un lugar destacado, sobre todo a partir de
la recepción del krausismo a finales de la centuria. El resultado fue que, frente al positivismo normativista
construido en Austria por Hans Kelsen y su teoría pura del Derecho, en España el Derecho público, y con él
el Derecho constitucional, no se ocupó sólo de las normas positivas, sino también de instituciones y
elementos sociales de relieve político, como podían ser la opinión pública o los partidos políticos.
Tal era la perspectiva de Adolfo Posada, quien consideraba que el estudio de los partidos era
imprescindible para comprender «el gobierno constitucional fuera de las Constituciones escritas» 24. En
este sentido, los concebía como órganos intermedios entre la sociedad y el Estado, destinados a transferir
a éste las diversas corrientes de opinión pública, convirtiendo las ideas en normas 25. Este carácter
intermedio de los partidos les confería una naturaleza pública, hasta el punto de que ejercían funciones
constitucionales que, por otra parte, variaban según la forma de gobierno en la que se incardinasen. Así,
en un sistema presidencialista como el norteamericano, los partidos estaban llamados a cumplir una
función electoral, al ofrecer a los ciudadanos una doble preferencia política, republicana o demócrata,
para la designación del jefe del Estado. Por el contrario, en un sistema parlamentario, su función era
sustancialmente
representativa.
El tratamiento jurídico de los partidos que realizaba Posada seguía siendo tributario de concepciones
sociológicas, debido a su filiación krausista, heredada de Giner de los Ríos y, en menor grado, de Azcárate.

17
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Sin embargo, en 1931, precisamente uno de sus alumnos predilectos, Francisco Ayala 16, trató de aplicar a
los partidos una metodología más estrictamente jurídica en lo que sería su tesis doctoral, cuyo sugerente
título era Los partidos políticos como órganos de gobierno en el Estado moderno 27. A pesar de la
orientación sociológica de su maestro, y del hecho de cursar en Berlín estudios con Hermann Heller, autor
de una de las más influyentes teorías del Estado del siglo xx, su tesis trataba de desprenderse de
concepciones sociológicas, que apenas instrumentalizaba en el primer capítulo, y que sí estarán presentes
en otras obras. Precisamente su intento de asepsia metodológica le llevaba a rechazar clasificaciones
históricas de los partidos - como la de Stahl, que diferenciaba entre partidos de la revolución y de la
legitimidad - y, sobre todo, las sociológico-biológicas de Róhmer y Bluntschili; un aspecto éste en el que se
aprecia una notable influencia de Azcárate. Ahora bien, el hecho de que la tesis se desprendiese de
contenidos sociológicos no suponía tampoco una concepción formal del Derecho, a pesar de las
referencias que contiene a Hans Kelsen. Y ello porque Ayala confería a las convenciones constitucionales el
carácter de verdaderas normas jurídicas que completaban, o incluso alteraban, el contenido de la
Constitución formal. El valor de las convenciones constitucionales tenía especial significación en Gran
Bretaña donde ya en 1832 John James Park había señalado que junto a las leyes constitucionales escritas
(o «Constitución teórica» del país) existía una «Constitución real», formada por las prácticas
constitucionales 28. En una línea parecida, el norteamericano Woodrow Wilson - a quien Ayala había
consultado para analizar el sistema presidencialista - señalaba que también en los Estados Unidos
operaban las convenciones constitucionales que, según él, incluso habrían modificado el sistema
presidencialista, mutándolo en un sistema asambleario 29. Finalmente, también el italiano Vittorio
Emmanuele Orlando - igualmente consultado por Ayala - admitía el valor de las convenciones al tratar del
sistema
parlamentario
de
gobierno
.
.

18
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

•

La admisión de las convenciones como verdaderas normas jurídicas tenía gran relevancia, ya que permitía
colegir que los partidos, aunque ausentes del texto constitucional, podían tener un reconocimiento
jurídico a su través. Y éste era, precisamente, el núcleo de la tesis de Ayala
Yendo más allá que Adolfo Posada, concebía a los partidos no sólo como asociaciones intermedias entre la
sociedad y el Estado (entre el «ser» y el «deber ser», según terminología kelseniana, o entre lo fáctico y lo
jurídico), sino incluso como órganos de Derecho público material que venían a sumarse a los órganos
formales que, como Gobierno, Parlamento o jefe del Estado, establecían las Constituciones escritas.
Ahora bien, existía una conexión jurídica inevitable entre los aspectos constitucionales formales y los
meramente convencionales, ya que, dependiendo de la forma de Estado que articulase el texto
constitucional, los partidos asumían una estructura y funcionamiento diverso. En realidad, aunque Ayala
hablase de forma de Estado, lo determinante para los partidos era la forma de gobierno, es decir, el modo
de concebir la división de poderes y de distribuir la dirección política del Estado.
Partiendo de esta premisa, diferenciaba el papel de los partidos en una dictadura, en un sistema
presidencialista y en un sistema parlamentario. En la primera de estas formas de gobierno se producía una
simplificación extrema del sistema de partidos, reduciéndolos a uno solo que se identificaba con el
régimen político o principios sustanciales del régimen autárquico .

19
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Así sucedía en la Unión Soviética, donde el Partido Comunista pretendía monopolizar la representación de
la clase obrera, o en el Fascismo italiano, donde se excluía a todo partido que no simbolizase los valores
fascistas. La diferencia entre ambos modelos residía apenas en el mayor intento de juridificación realizado
por el fascismo italiano, fruto de la tradición jurídica latina. Algo en lo que llevaba razón Ayala: no en balde
el fascismo se edificaría jurídicamente, al menos en parte, sobre las concepciones de Costituzione in senso
materiale de Mortati y Panunzio, dos de los más grandes iuspublicistas de aquel país.
Por su parte, el análisis que hacia Ayala del funcionamiento de los partidos en un sistema presidencialista
tomaba como modelo a Estados Unidos. Esta forma de gobierno conduciría, según su apreciación, al
bipartidismo, cuyo significado y funciones quedaban ligados a las elecciones presidenciales. Éstas
obligaban a que existiese una bipolarización, esto es, dos alternativas, aunque las diferencias ideológicas
entre republicanos y demócratas se habían reducido casi hasta la inexistencia. Una vez que uno de los
partidos obtenía la victoria, el sistema condenaba al otro a la exclusión total del gobierno, por lo que el
presidencialismo constituía un sistema de binomios. En realidad, al análisis - ciertamente tributario de las
teorías de su maestro Adolfo Posada - le faltaba considerar que el sistema presidencial funciona con dos
focos de poder, presidente y Parlamento, y que el partido perdedor en las elecciones presidenciales podía
tener una presencia capital en el gobierno del Estado si obtenía la victoria en los comicios parlamentarios.
Finalmente, el sistema parlamentario de gobierno ofrecía a los partidos dos posibilidades: bien la
formación de un modelo bipartidista, bien pluripartidista. La opción era, en realidad, teórica, ya que Ayala
consideraba que el bipartidismo (dualismo, según su terminología) no se habría realizado nunca de forma
plena. No obstante, este modelo teórico se asentaba sobre la idea de que el progreso se obtenía a través
de la fuerza dinámica procurada por sendas acciones de impulso y conservación; una idea, como hemos
visto, sobre la que había teorizado previamente Azcárate .
20
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

La peor imagen del bipartidismo parlamentarista la brindaba el artificial turno de partidos establecido en
España, basado en un caciquismo que se había instaurado merced a la ausencia de una verdadera opinión
pública. Y es que, según su perspectiva, el caciquismo había sido en primera instancia una entelequia
creada para mantener la ficción representativa ante la inactividad de las masas neutras; aunque con el
transcurso del tiempo se había convertido en la pieza clave del sistema y el medio que permitía al
Gobierno
contar
siempre
con
un
Parlamento
dócil.
Si el bipartidismo era sólo una posibilidad teórica en un sistema parlamentario, no quedaba más remedio
que admitir que esta forma de gobierno era todavía más proclive al pluripartidismo, como sucedía, por
ejemplo, en Francia, Alemania o Checoslovaquia. Este pluripartidismo era posible también gracias a que,
como bien decía Mirkine-Guetzevich, en la mayoría de los países europeos se habían implantado fórmulas
electorales proporcionales. Ante el silencio constitucional, al menos la legislación electoral había dado una
cobertura formal y positiva a los partidos políticos, ya que las fórmulas proporcionales consistían
precisamente en eliminar el individualismo propio de la relación representativa, y conferir la
representación
nacional
a
partidos
y
no
a
diputados.
Es aquí donde la postura que pretendía defender Ayala cobraba vida .

21
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Había que replantearse el sistema representativo liberal, basado en la relación diputado-nación, puesto
que las convenciones constitucionales, respaldadas por la legislación electoral, habían creado un nuevo
órgano de Derecho público, los partidos, nuevos sujetos de la relación representativa. De ahí que, como
Ayala describía con clarividencia, había que reformular dos tipos de relaciones: por una parte, la del
partido con el cuerpo electoral y, por otra, la del diputado con el partido al que pertenecía. La primera
suponía que ahora el ligamen diputado-cuerpo electoral se mediatizaba a través de la presencia de los
partidos. De ahí las consecuencias de la segunda relación: el antiguo vínculo moral y político del diputado
con su partido se había juridificado. La responsabilidad por los actos de un procurador alcanzaban
entonces a todo el partido, que había intervenido en su elección, y, por tanto, el transfuguismo podía
conllevar
la
pérdida
del
escaño.
La tesis de Ayala avanzaba alguna de las cuestiones todavía candentes hoy en día. A pesar de que los
textos constitucionales seguían anclados en el siglo xlx, y se negaban a articular los partidos, la doctrina sí
les daba una cobertura. Nunca antes se había otorgado un papel tan preeminente a estas asociaciones en
términos
jurídicos.
La
idea
de
«partido
mayoritario»
«El poder no me interesa sino como instrumento de creación. Dedicarnos a soportar andamiajes caducos o
a remendar fachadas deslucidas por las intemperies no nos sirve para nada»
Manuel Azaña, Discurso a los republicanos catalanes, 30 de agosto de 1934

22
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Que la Segunda República trastocó totalmente los esquemas del
xlx en relación con la idea de partido político resulta evidente
cuando nos acercamos al ideario político de Manuel Azaña.
Nadie expuso como él las notas características de una idea
moderna de partido, superando gran parte de los anatemas que
estas asociaciones arrastraban desde el siglo anterior.
A falta de una exposición sistemática sobre los partidos, Azaña
desarrolló sus ideas al respecto en diversas alocuciones
públicas, debates parlamentarios y discursos populares. En
todos estos foros trató tanto de la naturaleza y estructura de los
partidos en cuanto asociaciones políticas, como de las funciones
que les correspondían una vez lograban acceder al Parlamento.
En lo que se refiere al primer aspecto, Azaña se mostró siempre
reticente a los institutos de democracia directa - tan utilizados
por las dictaduras-, viendo en los partidos el cauce normal a
través del cual podía actuar políticamente la nación en su
diversidad ideológica 31

23
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Es más, la reactivación de la sociedad española - sumida en la conocida ataraxia política - tenía que
lograrse a través de su organización en partidos políticos. Pero si la democracia directa era una entelequia,
también lo era el que un solo partido quisiera erigirse en único representante de la opinión nacional. Tal y
como he señalado previamente, el concepto de opinión pública se descompuso y, muy a diferencia del
significado atribuido por el liberalismo decimonónico, dejó de tener un contenido global y
cualitativamente superior. Azaña insistía en que cada partido interpretaba a su modo lo que era «opinión
pública», por lo que ninguno podía, en puridad, acaparar tal concepto. Antes bien, lo que existían eran
diversas opinio nes públicas, cada una de las cuales se canalizaba, entre otros medios, a través de los
partidos políticos. De esta manera, Azaña defendía el pluralismo respecto de posturas que trataban de
mermarlo, bien fuera a través de institutos de democracia directa, que suponían operar con binomios (una
respuesta electoral basada en el sí/no), bien a través de intentos partidistas de monopolizar la opinión
nacional.
Sin embargo, y aunque decidido partidario del pluralismo, Azaña introdujo un matiz de no poca
importancia. Siguiendo una estela ya trazada desde Andrés Borrego, sostuvo que para que un partido
mereciese este calificativo, debía tener un carácter nacional (como lo era su Acción Republicana, claro
está), ocupándose de los intereses generales del país por encima de la tutela de intereses locales o
profesionales.

24
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Algo que dejaba en una posición delicada a los partidos nacionalistas o, por ejemplo al Partido Agrario
(que aglutinaba a pequeños y medianos agricultores interesados, ante todo de oponerse a la reforma
agraria)
a
los
que,
sin
embargo,
Azaña
no
se
refería
expresamente.
En plena coherencia con su idea de «partido nacional», Azaña defendió un concepto claro de «partido de
masas», aunque sin emplear dicho término. El carácter verdaderamente nacional de un partido no
radicaba exclusivamente en su programa ideológico completo y general, sino también en un aspecto
organizativo: debían captar todos los afiliados posibles, echando raíces y extendiéndose a lo largo de todo
el territorio nacional. Así pues, un partido era nacional desde una perspectiva ideológica, pero también,
podría
decirse
así,
física.
Por lo que se refiere a la organización y estructura de los partidos, también en estos extremos Azaña
sostuvo unas ideas modernas. En primer lugar, al considerar que la democracia interna constituía un grado
de excelencia de un partido, tal y como sucedía con Acción Republicana. Esta exigencia, que, como he
indicado anteriormente, se hallaba también presente en la obra del austriaco Kelsen, suponía un giro
respecto de los partidos de notables, sustentados en la dominación casi oligárquica de sus dirigentes

25
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

El otro punto defendido por Azaña no suponía una
novedad, al menos en apariencia. Me refiero a la disciplina
de partido, que contaba con una larga trayectoria desde su
defensa por Antonio Alcalá Galiano. La diferencia con las
ideas anteriores sobre este asunto radicaba en no ver la
disciplina como un seguidismo ciego a las pautas marcadas
por el líder del partido, sino como un vínculo ideológico al
programa partidista. El cambio de perspectiva no era
baladí: durante la Restauración, el carácter de partidos
personalistas y de notables que caracterizaban a los
grupos turnantes se reforzaba con una sólida disciplina,
concebida como sumisión al jefe del partido, que
determinaba todos los pormenores de las votaciones
parlamentarias. El sistema de la Restauración se basaba,
por tanto, en un estricto control de los dirigentes sobre sus
partidos; control que operaba tanto fuera del Parlamento
(dominio de los comicios a través de los caciques locales),
como dentro del mismo (merced a la disciplina de partido).
Hasta aquí los aspectos que Azaña exponía relativos a la
organización y estructura de los partidos como
asociaciones políticas
26
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Pero también se ocupó, más si cabe, de la segunda vertiente: la actividad y funcionamiento de los partidos
dentro del Parlamento. En este punto, es preciso adelantar que, como fue habitual durante la Segunda
República, también Azaña distinguió entre los partidos políticos y los grupos parlamentarios, aunque no
desconoció el lógico ligamen que existía entre ambos. La diferencia entre dichas organizaciones extraparlamentaria, la una; parlamentaria, la otra - la expuso con claridad cuando trató de las alianzas entre
formaciones políticas. Para Azaña, el hecho de que se configurasen coaliciones electorales no obligaba a
que, una vez accedían al Parlamento, los partidos individuales que las componían tuviesen que sostener una
idéntica opinión sobre los asuntos de Estado. De esta forma, las mayorías parlamentarias sustentadas sobre
coaliciones electorales debían someterse a un régimen específico de funcionamiento, ya que constituían un
vínculo circunstancial para acceder a los escaños, pero, una vez en el hemiciclo, cada partido debía ser libre
para defender su postura. Es más, siendo los partidos quienes componían las coaliciones, éstas no tenían
por qué reproducirse en el seno del Parlamento, entre los correspondientes grupos parlamentarios
derivados
de
cada
formación,
que
podían
buscar
unas
alianzas
muy
distintas.
Pero, a pesar de las diferencias entre partido político y Grupo Parlamentario, Azaña no desconocía que el
nexo entre ambos resultaba inevitable. Tan era así, que en realidad muchas de las decisiones adoptadas en
el hemiciclo habían sido previamente pactadas por los partidos. De este modo, empezaba a plantearse una
cuestión que hoy en día forma parte del centro del debate sobre el sistema de partidos, a saber, la idea de
que éstos acaban siendo los verdaderos órganos decisiorios del Estado, actuando los Parlamentos como
meras Cámaras de registro.

•
27
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Ello suponía, claro está, otorgar a los partidos un protagonismo indiscutible al que acompañaba un cambio
radical de actitud hacia lo que desde el siglo xviii había venido denominándose «política de partido». En
efecto, desde la Ilustración hasta los críticos del parlamentarismo, la imagen negativa de los partidos
derivaba del hecho de considerar que no perseguían un interés nacional, sino el espurio beneficio partidista.
El partido político constituía un símbolo de egoísmo, opuesto a conceptos acuñados desde el siglo xviii como
la prosperidad pública, el bien público, la voluntad general o incluso la opinión pública, según hemos visto.
La idea moderna de partido que se vislumbra en Azaña acabó por erradicar esta imagen distorsionada. No
había nada de malo en hacer «política de partido», ya que, en realidad, con ello sólo quería decirse que el
partido con más poder parlamentario trataría de convertir en realidad su programa, que, recuérdese, para
Azaña tendría que ser completo y preocupado por las principales cuestiones del país. Tampoco había
inconveniente en ver al Parlamento como un foro de discusión de partidos 32, algo tan criticado por la
derecha,
desde
el
carlismo
hasta
las
posturas
más
filofascistas.
Azaña contribuyó, pues, a que comenzara a abandonarse la idea de que hacer política de partido constituía
una tacha: «Dentro de la Constitución y dentro del Parlamento - decía en el hemiciclo - los partidos luchan
por imprimir a la organización del Estado el carácter que a ellos les apetece más» 33. Del mismo modo,
tampoco resultaba vergonzante autocalificarse como un hombre de partido. Esta premisa es básica para
entender la idea de «partido mayoritario» con el que soñaba Azaña.

28
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Si la política de partido no era mala en sí misma, debía
verse como consecuente que cada una de estas
asociaciones buscase obtener el mayor número
posible de escaños, para tratar de imponer su política.
Esa debía ser la aspiración natural y legítima de un
partido. De ahí que, frente a aquellos que trataban de
ver la Constitución que se iba a elaborar como un
texto de inte gración, Azaña no tuviese empacho en
afirmar que si existiese un partido con amplia mayoría
en el Parlamento (cosa que ciertamente no ocurría),
estaría absolutamente legitimado para imponer su
modelo constitucional, porque así se derivaba del
apoyo electoral recibido. No pueden dejar de
transcribirse estas clarificadoras palabras al respecto:
«Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta
Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad
más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni
desde que se discute la Constitución, habría vacilado
en echar sobre la votación el peso de mi partido para
sacar una Constitución hecha a su imagen y
semejanza, porque a eso me autorizaría el sufragio y el
rigor del sistema de mayorías» .
29
Los partidos políticos en el pensamiento español

•

Y más allá de la Constitución, que formaba el marco político general del Estado, también la Ley, como
norma que servía para realizar políticas concretas, fue revisada por Azaña, quien dejó de considerarla
como la obra de la voluntad general para convertirla en una pieza de artillería del partido mayoritario:
«la ley es el objeto inmediato de la contienda de todos los partidos. Los partidos luchan por conquistar
la ley, por hacerla ellos, por poner en la ley el sello de sus pensamientos, de sus ideas y de sus
aspiraciones. La ley es el prez inmediato que los partidos ganan cuando obtienen la victoria política»
35. De los conceptos abstractos y generalistas del xviii se había transitado a la lógica de los grupos.
Pero lograr un partido mayoritario, con autoridad dentro del Parlamento, era harto difícil, y Azaña era
consciente de ello. El primer paso para obtenerlo se hallaba, claro está, en la fórmula electoral. Azaña
se mostraba favorable a una fórmula mayoritaria, con el leve correctivo del voto limitado (votar a un
número de candidatos inferior al de escaños que debían cubrirse), muy a diferencia, por ejemplo, de
los grupos católicos - de la CEDA de Gil Robles a Angel Herrera Oria-, que defendían con insistencia una
fórmula proporcional. En realidad, la idea de un partido mayoritario, capaz de dominar el Parlamento e
imponer su programa, derivaba de la propia idea de democracia que sustentaba el brillante estadista,
identificada con un régimen de mayoría, sin necesarias concesiones a las minorías

30
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Una evidencia de cierto jacobinismo, muy alejado
de
las
posturas
liberales
del
xlx.
Ello no obstante, y a pesar de la preferencia por las
fórmulas electorales mayoritarias - que fomentaban
la creación de un partido dominante-, también
defendió en el proyecto de ley electoral que los
comicios presidenciales se sujetasen a una segunda
vuelta, a efectos de favorecer que las fuerzas
políticas se coaligasen, superando sus diferencias
para constituir una fuerza única capaz de resistir al
partido opositor. Sin embargo, Azaña era consciente
de que la lógica de las coaliciones respondía a
premisas muy distintas a las de un partido
mayoritario. Si las coaliciones construían un
Gobierno, obligaban a que cada partido cediese lo
imprescindible para garantizar la gobernabilidad del
Estado: así lo expresaba Azaña al afirmar que, aun
siendo un hombre de partido, no podía actuar
completamente como tal si no disponía de una
mayoría homogénea suficiente y tenía que
integrarse en un Gabinete de coalición .
31
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Pero, más allá de esta premisa, lo cierto es que Azaña tampoco veía en las coaliciones de partidos, y en los
Gobiernos de coalición resultantes, un mal en sí mismas. No eran su desideratum político, desde luego, pero
había que convivir con esta realidad posible, ahora que se había liquidado el turnismo artificial
El sistema parlamentario de gobierno no se modificaba por esta circunstancia; mantenía su esencia, que era
la necesidad de que el Gobierno se apoyarse, en todo caso, en una mayoría, ya fuese ésta políticamente
uniforme, o derivada de fuerzas heterogéneas. El cambio de mentalidad respon día a una asimilación de la
esencia democrática; como decía Azaña, se habían terminado los tiempos en los que era el Gobierno el que
decidía la composición de las Cortes, amañando las elecciones; en la República recién instaurada, por el
contrario, había que acostumbrarse a que el Ejecutivo tendría que gobernar con el Parlamento que hubiese
resultado
de
las
urnas.
Es evidente que esta depuración electoral entrañaba riesgos para que el partido mayoritario al que aspiraba
Azaña pudiese desplegar su fuerza. Para reducir la influencia de las minorías parlamentarias, Azaña se
sumaba a la idea ya analizada del nuevo parlamentarismo racionalizador, reformulando el papel que el
parlamentarismo clásico había concedido a las minorías. Debía superarse el obstruccionismo de los grupos
minoritarios que acababa por imponer su criterio al partido dominante en la Cámara.
El funcionamiento normal del sistema parlamentario exigía que el partido en el Gobierno abandonase el
cargo cuando perdiese la confianza parlamentaria, pero era preciso también que no se juntasen minorías
dispares y heterogéneas con el único objetivo de derribar al Ejecutivo, sin tener capacidad para ofrecer una
alternativa positiva y obligando, pues, a una disolución parlamentaria anticipada.
El
partido
equilibrador
«Aspirarnos a centrar la política con un sentido nacional inspirado en la tradición, en los principios del
Derecho público cristiano, que frena los excesos de la dictadura y de la democracia»
32
José María Gil Robles, Cortes Generales, 18 de noviembre de 1933
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Frente a la idea de partido mayoritario y, por ende, dominante, que defendía Azaña, se alzaron otras
propuestas orientadas a constituir un partido político que actuase como elemento de equilibrio entre las
distintas fuerzas políticas parlamentarias. La idea no era ni mucho menos novedosa: ya hemos visto cómo
durante el Trienio Liberal el periódico afrancesado El Censor había sostenido una postura semejante, a fin de
intermediar entre liberales moderados y exaltados. Durante la Segunda República, la composición plural del
Parlamento, nunca hasta entonces tan fraccionado, sirvió de acicate para rescatar esta idea de un partido
destinado a evitar los vaivenes políticos, sirviendo como bisectriz de los partidos extremos. Huelga decir que
tal visión del partido se centraba básicamente en las funciones parlamentarias que iba a desempeñar, es
decir, no se ocupaba del partido en su vertiente de asociación social. En este sentido, incluso minimizaba el
valor de su programa, que podría quedar condicionado por la necesidad de apoyar a una u otra fuerza
política
según
las
circunstancias.
Dos son los estadistas que defendieron con mayor tesón esta imagen que podemos llamar «partido
equilibrador»: Alcalá Zamora y Gil Robles. Muy diferentes en sus opciones políticas, tampoco debe
desconocerse que en tanto el primero tenía una mayor convicción teórica en la defensa de esta idea de
partido, Gil Robles, por el contrario, se movía por intereses más pragmáticos. Sin embargo, ya fuera por
sincero convencimiento político o por estrategia política, ambos coincidieron no sólo en la defensa de ese
partido que basculase entre los extremos, sino también al descartar una mera democracia de partidos,
defendiendo otras formas de participación política, como las democracias directa y orgánica.
Apenas proclamada la Segunda República, Alcalá Zamora, entonces jefe del Gobierno provisional, ya dejó
claro su rechazo a los partidos extremistas a través de un manifiesto publicado en El Sol (12 de mayo de
1931)
33
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Unos meses más tarde, emplearía este mismo
diario para exponer su idea de constituir un
partido de equilibrio político. Refiriéndose al
partido que lideraba, la Derecha Liberal
Republicana, no dudó en describirlo como una
fuerza política gubernamental y moderadora que
debía cumplir con el objetivo de templar los
extremos. La necesidad de contar con un partido
de esta factura se agudizó por la experiencia de la
Segunda República: tras los dos primeros años en
los que se implantó una política de izquierdas
merced a la conjunción republicano-socialista
(Bienio Reformista, 1931-1933), el bienio marcado
por la alianza entre la CEDA y el Partido Radical de
Lerroux (Bienio Radical Cedista, 19331936) trazó
una senda conservadora que hizo bascular ala
República.
Ante las elecciones de 1936, Alcalá Zamora trató
de plasmar su ideal de partido de equilibrio:
«Alcalá Zamora quería un partido centrista: no
quería el triunfo de las derechas, tampoco el de
las izquierdas. Quería desde el centro apoyarse en
el ala que más le conviniera», señalaba Antonio

34
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Ante las elecciones de 1936, Alcalá Zamora trató
de plasmar su ideal de partido de equilibrio:
«Alcalá Zamora quería un partido centrista: no
quería el triunfo de las derechas, tampoco el de
las izquierdas. Quería desde el centro apoyarse en
el ala que más le conviniera», señalaba Antonio
Vaquer 37. Desde su atalaya de la Jefatura del
Estado, el político cordobés promocionó la
candidatura de Manuel Portela Valladares, al que
había nombrado presidente del Gobierno (14 de
diciembre de 1935), y que lideró el denominado
Partido Centrista .

35
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Convocados los comicios de 1936, Portela redactó un manifiesto electoral del Gobierno, en el que
vindicaba su postura centro-republicana, que le permitía «actuar de elemento de compensación y
ponderación de nuestra política, y estabilizar la vida nacional», reclamando un ideal nacional «por
encima de la antítesis partidista» 38. En la confección de las candidaturas fijada el 25 de enero de
1936 se admitía cualquier tendencia, siempre que no fuese extrema, es decir, monárquica o
revolucionaria. La opción Zamora-Portela contó con unas expectativas electorales muy positivas, que
no se vieron reflejadas en los resultados reales, ya que el partido apenas consiguió una veintena de
escaños; un fracaso estrepitoso que obligó a Portela a dimitir, máxime cuando se había apoyado
electoralmente en la derecha, también perdedora de unas elecciones que, como es bien conocido,
ganó el Frente Popular. El proyecto de un partido de equilibrio había quedado, pues, reducido al
campo
de
las
ideas
estériles.
En todo caso, la idea de un partido equilibrador, centrista e intermedio, no es más que el traslado a
las asociaciones políticas del afán por un gobierno de equilibrio que siempre vindicó Alcalá Zamora. El
presidente de la República sostenía una idea de balanza política que evocaba las teorías de la
Monarquía Constitucional, e incluso del doctrinarismo, que se había ido forjando desde el primer
tercio del xlx. Frente a aquellos diputados - no pocos - que veían en el parlamentarismo un sistema
de dominio de las Cortes, Alcalá Zamora siempre quiso darle una lectura distinta: la de un sistema
dotado de diversos contrapesos, de manera que los órganos del Estado se mantuvieran en una
balanza continua.

36
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Dos eran los instrumentos constitucionales que debían servir a este diseño: un Senado (que la
Constitución del 31 no llegaría a recoger) y una jefatura del Estado concebida como un poder
moderador. Ambos aparecían así designados en el manifiesto de la Derecha Liberal Republicana
(junio
de
1930).
De este modo, para Alcalá Zamora, el presidente de la República debía estar dotado de unas
competencias que se deslindasen claramente de las atribuciones del Gobierno 39; unas ideas que
seguían la estela que en su día trazase Benjamín Constant al diferenciar entre el poder neutro del rey
y el poder ejecutivo de los ministros. La lógica del poder moderador suponía que el presidente de la
República ejercía unas competencias dirigidas a intermediar entre el poder legislativo y el ejecutivo.
De esta manera, a él le correspondía disolver el Parlamento - por ejemplo por hostilidad con el
Gobierno - o vetar las leyes, del mismo modo que era, a su vez, el encargado de nombrar al
presidente del Gobierno, o incluso de dirigirle observaciones y consejos. No obstante, esta forma de
entender el poder presidencial fue rechazada por la mayoría republicano-socialista dominante en la
constituyente, siendo Azaña el principal opositor a la idea de poder moderador.
Por lo que se refiere al Senado, puede decirse con propiedad que nadie en las Cortes Constituyentes
de 1931 defendió su existencia con mayor empeño que Alcalá Zamora.

37
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Según él, la presencia de una segunda Cámara quedaba sobradamente justificada por varios
aspectos: era idónea por la forma de Estado, la forma de gobierno y la organización territorial
proclamados en la Constitución de 1931. En sus argumentaciones, comenzaba Alcalá Zamora por
señalar que el Senado resultaba inevitable al haberse proclamado una República en la que faltaba un
factor conservador - que en las Monarquías representaba al rey - que otorgase al sistema estabilidad
frente a los cambios constantes derivados de los vaivenes electorales. El Senado sería la Cámara que
procurase esa estabilidad. También imponía la existencia de una Cámara Alta la declaración que hacía
el proyecto constitucional de que España era un Estado social y descentralizado. Ambos elementos
materializaban unos intereses (socioeconómicos y territoriales) que debían contar con una
representación autónoma. En particular, por lo que se refiere a la organización territorial, Alcalá
Zamora subrayaba que, aunque España no fuese un Estado federal, sí lo era «federalizante», debido a
las importantes competencias concedidas a las regiones. En consecuencia, proponía la formación de
un Senado con una representatividad especial mixta, que agrupase intereses profesionales y
territoriales. Por cierto que la defensa de intereses territoriales también fue postulada fuera de las
Cortes por algunos partidos regionalistas. Así, por ejemplo, el valenciano Partido de Unión
Republicana Autonomista pretendería la implantación de un Senado que representase a las regiones.
En definitiva, una composición propia de una representatividad especial, que complementase a la
democracia inorgánica de la Cámara Baja.

38
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

Pero lo que debe destacarse sobre todo es que Alcalá Zamora, anclado en una teoría que arrastraba
más de dos siglos de existencia, seguía viendo al Senado como una Cámara conservadora y de
moderación, coincidiendo en este punto con otros diputados como Royo Villanova 40. No resulta
difícil, pues, ver el nexo entre el partido de equilibrio y el Senado, puesto que ambos estaban
llamados a cumplir un papel constitucional parejo: «Con una Cámara única - criticaba el estadista
cordobés - es punto menos que imposible formar mayoría flexible, elástica, cambiable que, ante
nuevas necesidades, se adapte para atenderlas. Nada de tener el eje de maniobra apoyado en el
centro de las Cortes. Se produce, por el contrario, un fenómeno de polarización que lleva,
inevitablemente, al predominio del extremismo» 41 Una polarización que resultaba, además, del
régimen electoral, favorable a que se formasen tendencias opuestas en las Cortes.
A igual que Alcalá Zamora, también José María Gil Robles descartaba una democracia basada
exclusivamente en los partidos, siendo ésta una de las enseñas políticas del catolicismo político que
él lideraba a través de la CEDA. Esta misma postura la había ejemplificado con toda claridad
precisamente su padre, Enrique Gil Robles, quien consideraba a los partidos políticos como males
necesarios, derivados de la imperfección social y de la incapacidad por lograr una unidad en el
espíritu
nacional42.
La inevitable presencia de los partidos debía complementarse, según José María Gil Robles, a través
de institutos de democracia directa y de democracia orgánica. En sustancia, ello significaba negar el
parlamentarismo democrático que se había instaurado con la Segunda República y que, en efecto,
conducía al pluripartidismo y a la absorción por parte de los partidos de la participación política. La
defensa de la democracia directa suponía cuestionar el presupuesto de que la voluntad ciudadana
sólo podía expresarse a través de la representación política .
39
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

. Muy al contrario, Gil Robles sostenía que era posible que se produjese una disociación entre la
voluntad parlamentaria y la opinión pública, en cuyo caso la última palabra la tendría la propia
nación, a través de cauces de expresión directos 43. Es evidente que la postura de Gil Robles chocaba
de plano con las premisas de Azaña, su principal opositor en este extremo, ya que este último ni
admitía el valor de la democracia directa, ni tampoco el que pudiera hablarse de una opinión pública
nacional distinta de las opiniones particulares que expresaba cada fuerza política.
Si la defensa que hacía Gil Robles de la participación directa suponía cuestionar el papel de
intermediarios de los partidos, su preferencia por la democracia orgánica entrañaba un rechazo de
los presupuestos de la democracia liberal e individualista en la que aquéllos se sustentaban. Ya
hemos visto que la democracia orgánica era una aspiración del pensamiento católico conservador
(incluido el carlismo con el que se había vinculado en sus orígenes), apoyada en las encíclicas
papales. Pero conviene no perder de vista que también otras fuerzas políticas muy alejadas de la
CEDA tenían entre sus objetivos implantar un Senado orgánico. Aparte de la postura ya reseñada de
Alcalá Zamora - con el que Gil Robles compartía también la idea del Senado como Cámara de
equilibrio-, cabe señalar que el propio anteproyecto constitucional presentado por la Comisión
Jurídica Asesora preveía la existencia de dos Cámaras, una de representación política y la otra con
representación de «los intereses sociales organizados» (art. 33).

40
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

El krausismo también defendía esta misma postura, siendo Adolfo Posada su más claro ejemplo 44; e
incluso Fernando de los Ríos consideraba que, aun siendo los partidos instrumentos necesarios para
el gobierno de la nación, debían combinarse con una representación profesional, de manera que el
hombre estuviera representado en abstracto en la Cámara Baja, y en cuanto a sus intereses
particulares, en la alta 45. Con tan heterogéneos compañeros de viaje no debe extrañar que Gil
Robles utilizase en apoyo de su postura a alguien tan alejado de sus postulados políticos como el
heredero de Augusto Comte, Leen Duguit, por entonces el más preclaro representante de la escuela
sociológica francesa y uno de los autores más influyentes durante la Segunda República.
La democracia directa y orgánica debía dejar, sin embargo, un espacio a ese mal menor que eran los
partidos políticos. Pero, al igual que Alcalá Zamora, también Gil Robles sostuvo la idea de un partido
equilibrador, intermedio o de centro. Y ello aunque en la práctica política la CEDA, aliada con el
Partido Radical de Lerroux durante el Bienio 1934-1936, logró dominar las Cortes e imponer su propia
política, sin tener que actuar como un presunto partido balancín, algo que nunca tuvo la ocasión de
intentar
Alcalá
Zamora.
Aun así para Gil Robles, la existencia de un partido intermedio constituía una necesidad, ya que era el
mejor remedio para frenar las acometidas de los partidos extremos, e incluso de las coaliciones
heterogéneas. De hecho, Acción Nacional, el primer partido de Gil Robles, había nacido dentro del
panorama político como un intento de intermediación entre las fuerzas católicas admitiendo para
ello, entre otras, la idea de la accidentalidad de las formas de gobierno. Así visto, Acción Nacional ya
era, de por sí, un ensayo de partido conciliador, al menos dentro del catolicismo político.

41
Los partidos políticos en el pensamiento español
•

El krausismo también defendía esta misma postura, siendo Adolfo Posada su más claro ejemplo 44; e
incluso Fernando de los Ríos consideraba que, aun siendo los partidos instrumentos necesarios para
el gobierno de la nación, debían combinarse con una representación profesional, de manera que el
hombre estuviera representado en abstracto en la Cámara Baja, y en cuanto a sus intereses
particulares, en la alta 45. Con tan heterogéneos compañeros de viaje no debe extrañar que Gil
Robles utilizase en apoyo de su postura a alguien tan alejado de sus postulados políticos como el
heredero de Augusto Comte, Leen Duguit, por entonces el más preclaro representante de la escuela
sociológica francesa y uno de los autores más influyentes durante la Segunda República.
La democracia directa y orgánica debía dejar, sin embargo, un espacio a ese mal menor que eran los
partidos políticos. Pero, al igual que Alcalá Zamora, también Gil Robles sostuvo la idea de un partido
equilibrador, intermedio o de centro. Y ello aunque en la práctica política la CEDA, aliada con el
Partido Radical de Lerroux durante el Bienio 1934-1936, logró dominar las Cortes e imponer su propia
política, sin tener que actuar como un presunto partido balancín, algo que nunca tuvo la ocasión de
intentar
Alcalá
Zamora.
Aun así para Gil Robles, la existencia de un partido intermedio constituía una necesidad, ya que era el
mejor remedio para frenar las acometidas de los partidos extremos, e incluso de las coaliciones
heterogéneas. De hecho, Acción Nacional, el primer partido de Gil Robles, había nacido dentro del
panorama político como un intento de intermediación entre las fuerzas católicas admitiendo para
ello, entre otras, la idea de la accidentalidad de las formas de gobierno. Así visto, Acción Nacional ya
era, de por sí, un ensayo de partido conciliador, al menos dentro del catolicismo político.

42
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

Y ello porque de hacerlo estaría ocasionando un cambio brusco a la nave del Estado. Era
menester, pues, permanecer temporalmente en la oposición, imponiendo su política a través
del control parlamentario: «Los elementos de derecha - señalaba - deben, ante todo, favorecer
la constitución de un Gobierno de tipo centro, que procure evitar un viraje demasiado brusco
de la izquierda a la derecha»47, añadiendo que «no queremos oscilaciones demasiado
violentas,
en
movimientos
pendulares».
La falta de sinceridad política de Gil Robles no puede descartarse. A fin de cuentas, durante el
Bienio Radical-Cedista gozaba de una gran mayoría que le permitía gobernar en coalición con
Lerroux. Pero aun así, Gil Robles decidía gobernar desde la oposición. Un Gobierno a la sombra,
sin
desgaste,
como
denunció
Azaña.
El
colapso
del
sistema
de
partidos
«La obra por hacer es ingente y tiene que serlo también el instrumento; se trata de tomar la
República en la mano, para que sirva de cincel, con el cual labrar la estatua de esta nueva
España»
José Ortega y Gasset, Rectificación de la República, 6 de diciembre de 1931.
En ocasiones se ha considerado que el pluripartidismo de la Segunda República resultaba
excesivo, y que constituyó uno de los detonantes de su fracaso. Lo cierto es que ningún partido
contó durante esos seis años de una mayoría suficiente, lo que obligó a integrar coaliciones
gobernantes, primero la republicano-socialista (1931-1932) y a continuación la radical-cedista
(1933-1935). .

43
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

La política de las coaliciones sirvió, al menos,
para rectificar el pluralismo y garantizar
cierta
gobernabilidad
al
país.
La situación se agudizó en las elecciones de
1936, cuando el pluripartidismo adoptó
electoralmente
un
cierto
aire
de
bipartidismo. Tanto la izquierda como la
derecha trataron de agruparse en dos
grandes coaliciones para enfrentarse en los
comicios convocados para el 16 de febrero
de 1936. La complejidad del pluripartidismo
quedaba así reducida, ya que se trataba de
bipolarizar al electorado en torno a dos
grandes bloques, uno de izquierdas (el
Frente Popular) y otro de derechas
(integrado por varias coaliciones de centroderecha)

44
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

El primero logró una mayor unidad, merced a un proceso
ordenado de presentación de las candidaturas, dirigido a
través de un Comité Nacional 48; el segundo no tuvo igual
fortuna, ya que los esfuerzos de Gil Robles por aglutinar a
la derecha española chocaron con enormes obstáculos,
especialmente acusados a la hora de atraer a los
tradicionalistas
y
a
la
díscola
falange.
No puede decirse en puridad que la idea de «bloques» o
«frentes» fuese novedosa, ya que se trataba de resucitar
la experiencia de las coaliciones, no sólo empleada en los
dos bienios anteriores, sino también en los últimos años
de la Restauración, cuando los partidos dinásticos se
descompusieron en diversas tendencias. Pero, a falta de
poder hablar de una nueva idea de partido-bloque, es
cierto que sobre todo el Frente Popular - por esa unidad
que le faltó al centro-derecha - aportó nuevos conceptos.
Debe tenerse presente, ante todo, que los partidos que
ahora se coaligaban no eran resultado de tendencias
disgregadas de una misma formación - como había
sucedido durante la Restauración-, sino auténticos
partidos dotados de sus masas de afiliados, de una
ideología identificativa y de una organización interna
autónoma

45
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

Ello dificultaba enormemente la constitución de un nexo ideológico, amén de la complejidad de
decidir
el
reparto
de
candidaturas
de
cada
formación.
Estas dificultades se exteriorizaban en la creación de los programas electorales de los bloques. La
coalición de centro-derecha, debido a las divergencias y a la falta de orden de sus integrantes, fue
incapaz de formar un programa electoral conjunto, muy a diferencia de lo que había sucedido en
1933, cuando había logrado redactar un escueto programa, si bien más caracterizado por aquello a lo
que
se
oponía,
que
por
lo
que
proponía
como
alternativa.
No sucedió así con el Frente Popular, que publicó el 16 de enero su manifiesto, que constituye al
tiempo un verdadero programa electoral y un pacto entre los partidos coaligados. Ésta es, pues, una
de las novedades: el manifiesto ostentaba una doble naturaleza de instrumento interno, entre
partidos, y externo, de publicidad ante el electorado. Precisamente debido a esta dualidad, el
manifiesto presentaba una estructura original. Comenzaba con lo que podríamos llamar una
«cláusula de residualidad», al afirmar que cada partido coaligado dejaba a salvo los postulados de
sus doctrinas, lo que equivalía a decir que se trataba de un pacto de mínimos que no comprometía ni
el sustrato ideológico ni la autonomía orgánico-funcional de cada partido. A continuación, el
manifiesto establecía ese programa mínimo, esto es, los puntos que decidían defender en común.
Finalmente, se complementaba con lo que, haciendo un símil con los tratados internacionales,
podríamos denominar como «reservas»: aspectos ideológicos que los republicanos rechazaban
abiertamente del ideario socialista y que venían especificados por la expresión «los republicanos no
aceptan».

46
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

El carácter mínimo, electoral y hasta coyuntural del programa quedó bien descrito en la Historia del
Partido Comunista, donde se señalaba que el apoyo brindado al Frente Popular «no podía ser
incondicional. Al concluir el Pacto del Frente Popular, el Partido no había hipotecado en modo alguno
su independencia política. Es una cuestión de principio: un partido de la clase obrera, un partido
marxista-leninista, al establecer compromisos con otras fuerzas, no puede, en ningún caso, sin caer
en el oportunismo, abandonar su independencia, renunciar a elaborar y a defender ante las masas
su
propia
política»
49.
No
se
puede
decir
con
mayor
claridad.
Pero la política de bloques, que en sí misma evidenciaba una crisis de la idea pluralista de partido 50,
no fue la única solución pro puesta. Ortega y Gasset ofreció una alternativa, antes incluso de llegar a
los prolegómenos de la Segunda República. Ya hemos visto una primera idea de partido en Ortega, la
del «partido educador», que tuvo ocasión de llevarse a afecto cuando en febrero de 1931 fundó,
junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República.
Inicialmente, ésta no se concibió como un partido político, sino como una asociación que pretendía
fomentar los valores republicanos y la conciencia cívica, fundamentalmente aglutinando a los
intelectuales como propagandistas de la República. De su apoliticismo queda constancia por el hecho
de que admitía en su seno a todos los que estuviesen dispuestos a realizar la mencionada labor,
cualquiera que fuera el partido político al que perteneciesen 51. Sin embargo, ante las elecciones a la
Asamblea Constituyente, la Agrupación cambió su naturaleza, tornándose en un verdadero partido
que concurrió a los comicios, obteniendo unos pobres resultados, a la altura de sus tenues
expectativas.
47
La oleada de innovaciones políticas que se avecina
–

Como partido estableció una organización interna (bastante esquemática), incorporó sólo a quienes
no perteneciesen a otras agrupaciones políticas, e instauró unas cuotas de afiliación. En todo caso, la
Agrupación al Servicio de la República no difería sustancialmente de la idea con la que Ortega había
concebido en su día la Liga para la Educación Política. Se trataba de una asociación de intelectuales
destinada a realizar una nueva política, consistente no sólo en la contienda parlamentaria, sino en la
educación política de la ciudadanía. La única diferencia entre ambas formaciones estribaba en que la
Agrupación mutó su naturaleza, pasando a intervenir también en la política parlamentaria como un
partido
político
más.
Pero Ortega tenía reservada una nueva idea de partido más amplia, que iría emergiendo a partir de
su progresiva decepción con el modelo de República impuesto por la conjunción
republicanosocialista, y su hijo predilecto, la Constitución de 1931. Para Ortega, la República que su
Agrupación había tratado de difundir no consistía sólo en un modo de proveer la jefatura del Estado;
era mucho más. Implicaba construir un Estado nuevo, un «Estado nacional», reformando tanto la
sociedad como el poder público. Nacionalizar el Estado significaba corregir algunos de los problemas
más genuinamente españoles: la falta de decencia en el comportamiento del poder público, y la
confrontación nacional. Respecto del primer aspecto, Ortega, sin emplear estos términos, oponía
legalidad y legitimidad, conceptos bien aclarados en Alemania por Carl Schmitt: para enmendar la
indecencia del poder era preciso que inspirase respeto entre la ciudadanía, y no sólo que sus normas
se cumpliesen

48
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

Respecto del segundo aspecto, era necesario eliminar la política partidista, y trascender a los
grandes
problemas
nacionales.
¿Había hecho hasta entonces el Gobierno algo al respecto? A finales de 1931 y en 1932, Ortega tenía
claro que la respuesta era negativa. La conjunción republicano-socialista no había realizado ese ideal
de República, se había limitado a desarrollar una política negativa (de lo «anti»), basada en
problemas particulares y partidistas, sin tener miras más elevadas. El resultado era que se había
establecido un nuevo «caciquismo republicano», del que eran responsables los partidos vigentes,
todavía
herederos
de
las
estructuras
e
intereses
de
la
Restauración.
La alternativa que proponía Ortega no podía aplicarse a los bloques, políticos que se estaban
edificando, sobre todo en los estertores de la República. Para instaurar una convivencia nacional, lo
primero que debía descartarse era el binomio derechas/izquierdas que Ortega denostaba. Proponía,
en su lugar, un nuevo modelo de partido al que se refería con el ampuloso nombre de el partido
nacional. Un gran partido conciliador, por encima de las contiendas y disputas partidistas: «La
República necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de
imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista»; de ahí su carácter de «nacional», porque
«la idea de la Nación expresa el deber de quebrar todo interés parcial en beneficio del destino
común de los españoles»

49
Los partidos políticos en el pensamiento español
–

Un partido, pues, de unas dimensiones tales que, como
él mismo decía, «casi no pudiese llamársele partido» 54
y que afrontase la tarea de nacionalizar el Estado
español. No es de extrañar que se haya visto en esta
propuesta un vínculo con el gran partido tradicionalista
- alternativa del socialismo - del que había hablado
Araquistain.
El partido nacional era lo más opuesto posible al partido
mayoritario de Azaña: si éste último veía en el partido
político un elemento de dominación (merced a las
mayorías parlamentarias), Ortega consideraba al
partido nacional como un partido de integración. Frente
a la «Constitución epicena» (como Ortega denominaba
al texto de 1931) y a la interpretación radical de la
República, el partido nacional opondría una
interpretación de la República en la que ésta fuese «un
instrumento de todos y de nadie para forjar la nueva
nación»55
Construido este partido, la Agrupación al Servicio de la
República se integraría en él y desaparecería como tal. Y
es que el partido nacional asumiría sus mismos
cometidos, puesto que fomentaría la República como
valor ético, y no reduciría sus quehaceres al ámbito
parlamentario.

50
Los partidos políticos en el pensamiento español
De hecho, Ortega criticaba también de la Constitución de
1931 el haber establecido un parlamentarismo exclusivista,
en el que toda la política se reducía a la acción de los
partidos en las Cortes. Esta crítica no significaba, sin
embargo, que Ortega defendiese ni una democracia directa
ni tampoco un Senado corporativo - como hacía por
ejemplo Gil Robles-, sino, simplemente, expresaba la
continuidad de su concepto de «nueva política»: ésta no se
reducía a la acción parlamentaria, sino también a la
educación
del
pueblo.
La propuesta de Ortega de crear un partido nacional no
tuvo acogida. En Acción Española, el tradicionalista Joaquín
Arrarás llegaría a denunciarla como vacua, como una forma
cubierta, como todo lo de Ortega, por ornato de
diccionario: un partido por el bien de la patria, ¿no era eso
lo que decían de sí mismos todos los partidos?, ¿cuál era la
diferencia? «ahí está el profesor frente al gran vacío que no
puede, que no podrá nunca llenar con palabras, por bellas
que sean» . Por su parte, desde el nacionalsindicalismo,
Ramiro Ledesma tenía que desmentir a quien fuera su
maestro, por que no cabía un partido de intelectuales; sólo
era posible un partido de acción. Fraccionada España en dos
bloques, desoída la llamada a la unidad política, la suerte de
la
República
estaba
echada.

51
Los partidos políticos en el pensamiento español

Este texto es la transcripción del capítulo, del libro “Los partidos
politicos en el pensamiento español ”, de Marcial Pons Historia
Pontevedra, 8 de Febrero de 2014

52
INCUPLIMIENTO
¿HAY QUE FIARSE DE LOS POLITICOS?

53

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  • 1. 1
  • 2. Los partidos políticos en el pensamiento español • Tras la sequía de la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República constituiría un punto de inflexión en la historia de los partidos políticos, marcado por un pluralismo hasta entonces desconocido y que hacía tabula rasa de experiencias anteriores. Gran parte de los partidos protagonistas de esta nueva etapa surgirían poco antes del 14 de abril de 1931, o bien lo harían justo en los meses sucesivos a la proclamación de la República, al amparo del pluralismo recién instaurado. Este nuevo régimen ponía fin a las dos situaciones vividas con anterioridad: el sistema de partido único de la Dictadura, y el redu cido bipartidismo turnante, artificial y basado en la doctrina canovista de los partidos legales que se había implantado durante la Restauración. 2
  • 3. Los partidos políticos en el pensamiento español • El gran cambio residía en dejar que los partidos surgiesen de forma espontánea, como resultado del ejercicio del derecho de asociación, a través del cual se agrupaban los ciudadanos con una afinidad ideológica 1. Los partidos dejaban de servir al Estado, ya fuera como órgano suyo (Unión Patriótica), ya como mecanismos de estabilidad de la Constitución interna (Partidos Liberal y Conservador, durante la Restauración), y se convertían en instrumentos de la sociedad, en correas de transmisión de los intereses de la comunidad hacia el poder público. Esta mutación tan acusada para el sistema de partidos tenía como soporte vital el reconocimiento de una nueva democracia parlamentaria. O, más en concreto, de la proclamación de la primera verdadera democracia española 2, y de una revisión profunda del parlamentarismo. Veamos cómo se diseñaron uno y otro. En primer lugar, la Segunda República trajo consigo una democracia, la primera auténtica que conoció nuestro país, y con ella el pluralismo político se convirtió en una realidad. La democracia conllevó, por tanto, el reconocimiento de los partidos políticos en el ámbito social, como reflejo de la complejidad ideológica existente en España y que hasta entonces se había negado sistemáticamente. La admisión de la diversidad política (nacionalismos, partidos confesionales, republicanismo, socialismo, etc.) se canalizó a través de un derecho de asociación que hasta entonces había tenido serias dificultades para asentarse. Prácticamente todos los partidos triunfantes el 14 de abril de 1931, o los que surgieron en los meses sucesivos a su amparo, incluyeron en sus programas el derecho a asociarse para cualquier fin, ya fuese económico, cultural o político 3
  • 4. Los partidos políticos en el pensamiento español • Apenas el socialismo siguió reservando el derecho de asociación como instrumento de mejora socioeconómica de los obreros, admitiendo, que no defendiendo, las asociaciones políticas como un mero mecanismo burgués del que los socialistas se valdrían transitoriamente para implantar la dictadura del proletariado 3. El reconocimiento de las asociaciones políticas, y con ellas del pluralismo, no fue, sin embargo, ilimitada. Por una parte, en la discusión del proyecto de ley regulador de las asociaciones, algunos diputados criticaron que se supeditara éstas a la aprobación de sus estatutos, limitando el ejercicio del derecho fundamental, que quedaba entonces sujeto al control gubernativo 4. Pero, además, es importante señalar que el pluralismo resultaba restringido por la exclusión de las asociaciones que vindicaran la Monarquía 5, en lo que constituyó uno de los grandes males que impregnaron la Segunda República: su escasa capacidad de conciliación. 4
  • 5. Los partidos políticos en el pensamiento español • La democracia suponía, por tanto, admitir que la sociedad española no era uniforme, que cabían discrepancias ideológicas profundas. Algo que, aunque pueda parecer hoy obvio, no lo era tanto en el xix. Buena prueba de ello es el cambio de perspectiva en la idea de opinión pública. Frente a la tendencia tan habitual en el xix de referirse a una sola opinión pública nacional, caracterizada por su racionalidad, Azaña, por el contrario, prefería hablar más bien de «opiniones», en plural. Cada partido representaba una opinión concreta; ninguno podía erigirse en representante de la opinión nacional. La idea de que los partidos emanaban del pluralismo ideológico existente en la sociedad española sirvió para liquidar dos ele mentos propios de la Restauración y la Dictadura. El primero de ellos era la artificiosidad. La Unión Patriótica había nacido a partir del poder público, como instrumento de apoyo a Primo de Rivera, y mecanismo preparatorio para el restablecimiento de un parlamentarismo remozado; por su parte, durante la Restauración, los partidos turnantes habían sido construidos sin un respaldo social, respondiendo a un plan minuciosamente trazado. En la Segunda República, los partidos emergían del pueblo, los creaban los ciudadanos como asociaciones a través de las cuales canalizar sus discrepancias ideológicas. El segundo elemento al que se ponía fin, íntimamente ligado con la artificiosidad, era la idea de «partido de notables». Durante la Restauración, carentes de apoyo social, los partidos habían quedado sujetos al dominio de sus líderes, y otro tanto había sucedido con la Unión Patriótica que, a fin de cuentas, pretendía ser una escuela de nuevos políticos instruidos para dirigir a las masas. Todo ello cambia a partir de 1931 5
  • 6. Los partidos políticos en el pensamiento español • Es cierto que el factor personalista todavía siguió pesando durante algún tiempo, y que fue frecuente la referencia al «partido de Azaña» o al «partido de Alcalá Zamora», pero poco a poco esta patrimonialización dejó paso a una idea de «partido de masas». En realidad, este nombre no fue utilizado, pero el espíritu se encuentra ya presente en la época: son partidos que responden a unas ideologías socialmente arraigadas, y que pretenden sustentarse en el mayor número de afiliados posible. De ahí que la organización de los partidos cobrase especial relevancia; una organización que no buscaba estar al servicio de los notables para dominar a los caciques locales, como había sucedido en la Restauración, sino que pretendía garantizar a las bases una participación más o menos efectiva en la adopción de las decisiones del partido. Determinados partidos tenían ya cierta tradición a este respecto. Muy en especial, el Partido Socialista había recorrido un trecho importante, puesto que siempre había sostenido la necesidad de un apoyo amplio de afiliados, al tratar de agrupar a toda la clase obrera para el primer asalto al poder. Otros seguirían su misma senda. En todo caso, es en esta época de «partidos de masas», donde hallamos las primeras intervenciones favorables a un reconocimiento normativo de los partidos que permitiría, además, juridificar su estructura interna, imponiéndoles una configuración democrática 6
  • 7. Los partidos políticos en el pensamiento español • Pero si los partidos aspiraban a ser, «de masas», debían luchar contra el mal endémico español tantas veces referido: las masas neutras, la población indiferente en términos políticos, que parecía haberse despertado por vez primera al menos el 14 de abril, por acción de los partidos. En buena medida, los partidos de la Segunda República confiaban en que la depuración de los procesos electorales sirviese para otorgar a la ciudadanía una renovada fe en el sistema que les hiciera salir de su letargo. Pero no faltó quien considerase que los institutos de democracia directa - sustancialmente el referéndum y el plebiscito - servirían también a este objetivo, ya que, al conceder participación inmediata al pueblo, éste se sentiría protagonista de la vida política, e iría madurando y educándose en términos políticos Pero si la Segunda República supuso la inauguración de la democracia en España, también significó una depuración de un parlamentarismo seriamente herido 7
  • 8. Los partidos políticos en el pensamiento español • Bajo este concepto se percibían en realidad dos realidades jurídicas: el término se empleaba en primer lugar en un sentido amplio, como equivalente a régimen representativo. En un sentido más estricto, empezaba a utilizarse como sinónimo de sistema parlamentario de gobierno (es decir, un sistema de colaboración y confianza política entre Gobierno y Parlamento), aunque en esta segunda acepción solía emplearse más a menudo el término «régimen parlamentario». En realidad, ambas vertientes del parlamentarismo habían entrado en franca decadencia desde finales del xix, según hemos visto en su momento. En el xx las críticas más severas procedían tanto de la izquierda socialista como del fascismo. En ambos casos, el parlamentarismo se identificaba con una forma de gobierno burguesa, aunque el motivo del desprecio no era idéntico: para el socialismo, el sistema en cuestión estaba moldeado para perpetuar la dominación mesocrática; para el fascismo, por su parte, se trataba de un sistema ineficaz, basado en la lucha, discusión y contienda que minaban la eficacia del Estado. En Alemania, la discusión alcanzaría las cotas más elevadas, cristalizando en la contienda doctrinal entre Schmitt y Kelsen. El primero rechazaba la base liberal del parlamentarismo, la fe en el debate y discusión, que no era más que la traslación al plano político de la idea burguesa de una economía basada en el libre intercambio 7. Las fuertes críticas de Schmitt, que sirvieron de base teórica a algunos de los planteamientos del nacionalsocialismo, fueron contestadas por un autor que tendría un enorme predicamento en la España de la Segunda República: Hans Kelsen. 8
  • 9. Los partidos políticos en el pensamiento español • • Reacio a admitir una auténtica «crisis del parlamentarismo», el jurista austriaco prefería hablar de un mero «agotamiento» que era, en realidad, consecuencia del rechazo de la derecha y la izquierda hacia la democracia misma. Kelsen identificaba el parlamentarismo con la democracia representativa, es decir, como un sistema de autogobierno por el pueblo en el que, en vez de decidir directamente la comunidad, lo hacía a través de sus representantes, conjugando así la libertad con una necesaria distribución de tarea . Para Kelsen, en los grandes Estados el parlamentarismo - identificado, pues, con régimen representativo era la única solución posible para la democracia y, por tanto, oponerse al primero significaba negar la segunda 8. En este parlamentarismo, los partidos políticos ocupaban un lugar preeminente, según Kelsen, a pesar de la ceguera de las Constituciones, reacias a regularlos. Los partidos eran asociaciones que servían para formar la voluntad del Estado, y resultaban imprescindibles cuando la sociedad había adquirido un alto nivel de complejidad. Negar la necesidad de los partidos, como hacían las teorías individualistas y organicistas era, según él, dar la espalda a la realidad política Por una parte, el individuo no podía en las sociedades modernas lograr una influencia en el Estado, de modo que tenía que agruparse necesariamente. Por otra, el presupuesto del organicismo, que era rechazar los partidos como meras «parcialidades egoístas», obviaba que las parcialidades eran un componente mismo de la democracia, que suponía una transacción entre ellas. No existía ninguna voluntad general metafísica, por encima de las parcialidades, sino que la voluntad general era el resultado de la negociación entre intereses sectarios. 9
  • 10. Los partidos políticos en el pensamiento español Las críticas al parlamentarismo como régimen representativo estaban menos justificadas, sin embargo, que los ataques dirigidos a su segundo significado: como sistema parlamentario de gobierno. En los debates constituyentes de la Segunda República este segundo sentido del concepto estuvo muy extendido, oponiendo el sistema parlamentario al sistema presidencialista 9. No existía, sin embargo, unanimidad a la hora de determinar qué caracteres revestía esta forma de gobierno: para unos diputados suponía el dominio del Parlamento (lo que hoy llamaríamos más bien sistema asambleario), para otros, la mayoría, significaba, por el contrario, un sistema de colaboración entre Parlamento y Gobierno, con exclusión del jefe del Estado, y basado en mecanismos de equilibrio, cuales eran la responsabilidad política y la disolución parlamentaria. Resulta evidente que aquellos diputados que participaron en las Cortes de 1931 escribiendo una de las páginas más célebres de la historia constitucional española, conocían bien las doctrinas extranjeras sobre las características del sistema parlamentario y, muy en especial, se hallaban versados en la lectura de los autores franceses, como Maurice Hauriou, André Esmein y Leen Duguit 10
  • 11. Los partidos políticos en el pensamiento español Todos ellos coincidían en su descripción del sistema parlamentario en los términos que acabo de mencionar. En algunos casos, como en el tratado de Duguit, los partidos se analizaban precisamente en el apartado dedicado a describir el sistema parlamentario de gobierno, lo que muestra que se considerasen elementos claves del mismo. Y bien, ¿cuál era el defecto de este sistema? Fundamentalmente, a lo largo del xix, el sistema parlamentario se había ejercido de forma obstaculizadora. Las minorías habían impuesto su criterio, utilizando con demasiada frecuencia las mociones de censura para ocasionar crisis gubernamentales, sin ofrecer a cambio alternativas eficientes de Gobierno. Por esa razón, el denominado «constitucionalismo de entreguerras» reaccionaría contra este modelo, proponiendo lo que Mirkine-Guetzevich - bien conocido en la España de la Segunda República-11 descri biría como «parlamentarismo racionalizado» 12. Éste se caracterizaba, en primer lugar, por postivizar en las Constituciones todo el modus operandi del sistema parlamentario, que hasta entonces se regía por meras convenciones y costumbres constitucionales; y, en segundo lugar, por revestir a las relaciones Ejecutivo-Legislativo de una serie de limitaciones y garantías destinadas a fortalecer al Gobierno y evitar lo que se denominaba un «parlamentarismo excesivo». Así, por ejemplo, se reformaron las fórmulas electorales, favoreciendo la formación de mayorías estables y evitando la excesiva atomización política del Parlamento, y, sobre todo, se impusieron unas exigencias más severas a la hora de poder plantear las mociones de censura, bien mediante el requisito de mayorías cualificadas, bien convirtiéndolas en mociones «constructivas», esto es, que debían proponer un candidato alternativo a la presidencia del Gobierno que sustituyese al removido. La Segunda República trataría de poner en práctica este nuevo parlamentarismo racionalizado. 11
  • 12. Los partidos políticos en el pensamiento español • Buena prueba de ello fue el Manifiesto de la Derecha Liberal Republicana, de Alcalá Zamora y Maura, cuando señalaba la necesidad de superar un parlamentarismo vicioso «que discute y no legisla, derriba y no combate» 13, claro rechazo, en la primera parte de la proposición, del parlamentarismo liberal, y en la segunda del parlamentarismo negativo. Si la democracia suponía reconocer el surgimiento espontáneo de las asociaciones en la sociedad, para llevar sus demandas hasta el Estado, el parlamentarismo se centraba más en la incardinación de estos partidos dentro del Parlamento. Para ello era necesario, en primer lugar, encauzar el régimen electoral, de modo que las Cortes fuesen un fiel reflejo de las distintas corrientes ideológicas presentes en España. No había que temer, pues, que distintas tendencias políticas se diesen cita en el Parlamento; era menester acabar con el falseamiento político que había impuesto la Restauración el bipartidis mo turnista y su fiel aliado, el caciquismo: no podía haber direccionismo por parte del Estado, era la sociedad la que transmitía a este último sus preferencias políticas, con las que el poder público debía conformarse. No obstante, es preciso señalar que, a pesar del nuevo protagonismo que la Segunda República otorgó a los partidos, no los constitucionalizó como asociaciones, aunque sí (tímidamente) como Grupos Parlamentarios. Dicho en otros términos, se obvió constitucionalmente la vertiente social de los partidos, pero al menos se reconoció su presencia en un órgano estatal. La Constitución de 1931 hacía por vez primera en la historia española una concesión normativa a los partidos dentro del Parlamento 12
  • 13. Los partidos políticos en el pensamiento español • ,.. A hora de regular la Diputación Permanente, que se reuniría en los recesos de las sesiones parlamentarias, el artículo 62 establecía que ésta estaría compuesta, como mínimo, de veintiún representantes «de las distintas fracciones políticas, en proporción a su fuerza numérica», lo que suponía, según entendió el propio diputado Royo Villanova, que la existencia de los partidos adquiría «verdadera sanción constitucional» 14. Se empleaba el término fracción como sinónimo de Grupo Parlamentario 15. Los Reglamentos de las Cortes contenían esta misma idea; de hecho, el Reglamento Provisional de las Cortes Constituyentes, aprobado el 18 de julio de 1931, es decir, más de seis meses antes que la propia Constitución, ya regulaba en su Título III «las fracciones o grupos parlamentarios». En los artículos de este Reglamento la terminología resultaba aún muy confusa, y se empleaban indistintamente los términos «partido», «fracción» y «grupo parlamentario» para referirse a la misma realidad jurídica. La confusión se reduciría en el Reglamento del Congreso de los Diputados de 29 de noviembre de 1934, cuyo Título III se refería todavía a «fracciones» y «grupos», pero no mencionaba el término «partidos». Éste quedaba, pues, reservado para las asociaciones extraparlamentarias. Por otra parte, la agrupación en Grupos Parlamentarios constituía una obligación para los representantes si querían integrarse en Comisio nes, que se formaban en proporción a la importancia numérica de cada Grupo 16; además, aquellos diputados que no quisiesen integrarse en grupo alguno podían quedar automáticamente integrados en un grupo autónomo por decisión de la Mesa de la Cámara 13
  • 14. Los partidos políticos en el pensamiento español • Los tiempos del representante individual y desligado de una formación política habían concluido. Es preciso mencionar, sin embargo, que, a pesar de la aparente confusión normativa entre grupos y partidos, los diputados diferenciaron con bastante claridad entre ambos, como veremos enseguida, cuando trate de la idea de «partido mayoritario». Lo cual no impedía ver un nexo entre ellos: el Grupo Parlamentario podía ser la «expresión parlamentaria» de un partido político 18, siempre, claro está, que no fuese un grupo mixto, integrado por diputados de distintas tendencias. En todo caso, se trata del primer reconocimiento constitucional en España de los partidos políticos, que podría haber sido incluso más acusado si hubiese prosperado el artículo 53 del proyecto constitucional, que establecía que «será admitida sin discusión la renuncia al cargo que fuere presentada al Parlamento con la firma del diputado a quien afecte». Al negociar este artículo, el Partido Socialista había intentado que recogiese una redacción distinta, en virtud de la cual todo diputado que dejase de pertenecer al partido con el que había accedido a su escaño perdería automáticamente su condición de representante. Se trataba, por tanto, de dar un protagonismo absoluto a los partidos sancionando el transfuguismo, algo que cuadraba perfectamente con un partido con una disciplina tan consolidada como el socialista. Aunque esta propuesta no halló el beneplácito del resto de socios de Gobierno, la redacción ya indicada del artículo 53 del proyecto seguía garantizando una presencia impor tante a los partidos, ya que éstos podían obligar a sus candidatos a firmar ex ante una renuncia sin fecha, que el partido podría hacer efectiva en cualquier momento 19. Aunque este artículo finalmente tampoco pasó al texto definitivo, muestra una tendencia ya irrefrenable a someter a los diputados a la disciplina de partido y de la que eran conscientes los propios representantes, aunque no faltara la siempre mordaz voz de Unamuno para oponerse a ella 20 14
  • 15. Los partidos políticos en el pensamiento español • Los partidos como instituciones de Derecho público «La democracia moderna descansa directamente sobre los partidos políticos, cuya importancia es tanto mayor cuanto más intensamente se realiza el principio democrático. Así las cosas, son comprensibles las tendencias - hasta ahora débiles - a conferir relevancia constitucional a los partidos políticos y a configurarlos jurídicamente como lo que ya son desde hace tiempo en la realidad: órganos de la formación de la voluntad del Estado» Hans Kelsen, De la esencia y valor de la democracia, 1920. Aunque los partidos políticos llevaban operando desde el primer tercio del siglo xlx, los estudios doctrinales de Derecho Político y Constitucional apenas si se ocupaban de ellos. Y, por supuesto, obras monográficas como la de Andrés Borrego publicada en 1855 eran todavía más excepcionales. Puede decirse que el Derecho público, en general, había dado la espalda a estas asociaciones. El tratamiento de los partidos se reservaba ante todo a opúsculos de sesgo histórico, político o sociológico. En los últimos años de la Restauración y durante la Segunda República, aunque tímidamente, esta situación empieza a cambiar, y los partidos ocupan un lugar en los tratados jurídicos 21. Curiosamente, este interés despegaba justo cuando más fuerza cobraban las voces que clamaban por la crisis del parlamentarismo, y con él de los propios partidos. La incoherencia es, sin embargo, aparente, ya que, como diría con acierto Francisco Ayala, la crisis de los partidos presuponía la madurez de éstos, y, por tanto, la necesidad de estudiarlos. 15
  • 16. Los partidos políticos en el pensamiento español • En 1916, Elorrieta y Artaza incluía en su Tratado elemental de Derecho Político comparado un capítulo dedicado a los partidos políticos, señalando que, aunque éstos carecían de un reconocimiento constitucional expreso, eran indispensables para el funcionamiento del Gobierno y, por tanto, no podían quedar huérfanos de tratamiento doctrinal 22. Los partidos aparecían como una necesidad política en los pueblos modernos, respondiendo a una especialización que los distanciaba de otras formas asociativas: los clanes (por su voluntariedad), o las religiones y escuelas científicas y artísticas (por su intención de alcanzar el poder público). Elorrieta, sin embargo, no desarrollaría suficientemente la teoría de los partidos, en parte debido a su excesivo apego a la doctrina extranjera - Bryce, Maine, Lowell, Tarde, Loria o Macaulay a la que parafraseaba con demasiada frecuencia. . Por otra parte, tampoco se despegaba del régimen de partidos entonces vigente en España, lo que se refleja en su idea de que estas asociaciones podían reducirse a dos grandes tendencias, la de innovación y la de conservación, que correspondían, huelga decirlo, a las posiciones políticas de los partidos dinásticos. El creciente interés del Derecho público por los partidos respondía, por otra parte, a la emergente conciencia de que éstos eran auténticas instituciones jurídicas. La falta de reconocimiento expreso y textual en las Constituciones 23 no era un problema insoslayable para esta afirmación, debido principalmente a la propia concepción amplia de Constitución y Derecho constitucional 16
  • 17. Los partidos políticos en el pensamiento español • A lo largo del siglo xlx el Derecho público español se había ido formando a partir de influencias muy diversas, en las que la ciencia política y la sociología ocupaban un lugar destacado, sobre todo a partir de la recepción del krausismo a finales de la centuria. El resultado fue que, frente al positivismo normativista construido en Austria por Hans Kelsen y su teoría pura del Derecho, en España el Derecho público, y con él el Derecho constitucional, no se ocupó sólo de las normas positivas, sino también de instituciones y elementos sociales de relieve político, como podían ser la opinión pública o los partidos políticos. Tal era la perspectiva de Adolfo Posada, quien consideraba que el estudio de los partidos era imprescindible para comprender «el gobierno constitucional fuera de las Constituciones escritas» 24. En este sentido, los concebía como órganos intermedios entre la sociedad y el Estado, destinados a transferir a éste las diversas corrientes de opinión pública, convirtiendo las ideas en normas 25. Este carácter intermedio de los partidos les confería una naturaleza pública, hasta el punto de que ejercían funciones constitucionales que, por otra parte, variaban según la forma de gobierno en la que se incardinasen. Así, en un sistema presidencialista como el norteamericano, los partidos estaban llamados a cumplir una función electoral, al ofrecer a los ciudadanos una doble preferencia política, republicana o demócrata, para la designación del jefe del Estado. Por el contrario, en un sistema parlamentario, su función era sustancialmente representativa. El tratamiento jurídico de los partidos que realizaba Posada seguía siendo tributario de concepciones sociológicas, debido a su filiación krausista, heredada de Giner de los Ríos y, en menor grado, de Azcárate. 17
  • 18. Los partidos políticos en el pensamiento español • Sin embargo, en 1931, precisamente uno de sus alumnos predilectos, Francisco Ayala 16, trató de aplicar a los partidos una metodología más estrictamente jurídica en lo que sería su tesis doctoral, cuyo sugerente título era Los partidos políticos como órganos de gobierno en el Estado moderno 27. A pesar de la orientación sociológica de su maestro, y del hecho de cursar en Berlín estudios con Hermann Heller, autor de una de las más influyentes teorías del Estado del siglo xx, su tesis trataba de desprenderse de concepciones sociológicas, que apenas instrumentalizaba en el primer capítulo, y que sí estarán presentes en otras obras. Precisamente su intento de asepsia metodológica le llevaba a rechazar clasificaciones históricas de los partidos - como la de Stahl, que diferenciaba entre partidos de la revolución y de la legitimidad - y, sobre todo, las sociológico-biológicas de Róhmer y Bluntschili; un aspecto éste en el que se aprecia una notable influencia de Azcárate. Ahora bien, el hecho de que la tesis se desprendiese de contenidos sociológicos no suponía tampoco una concepción formal del Derecho, a pesar de las referencias que contiene a Hans Kelsen. Y ello porque Ayala confería a las convenciones constitucionales el carácter de verdaderas normas jurídicas que completaban, o incluso alteraban, el contenido de la Constitución formal. El valor de las convenciones constitucionales tenía especial significación en Gran Bretaña donde ya en 1832 John James Park había señalado que junto a las leyes constitucionales escritas (o «Constitución teórica» del país) existía una «Constitución real», formada por las prácticas constitucionales 28. En una línea parecida, el norteamericano Woodrow Wilson - a quien Ayala había consultado para analizar el sistema presidencialista - señalaba que también en los Estados Unidos operaban las convenciones constitucionales que, según él, incluso habrían modificado el sistema presidencialista, mutándolo en un sistema asambleario 29. Finalmente, también el italiano Vittorio Emmanuele Orlando - igualmente consultado por Ayala - admitía el valor de las convenciones al tratar del sistema parlamentario de gobierno . . 18
  • 19. Los partidos políticos en el pensamiento español • • La admisión de las convenciones como verdaderas normas jurídicas tenía gran relevancia, ya que permitía colegir que los partidos, aunque ausentes del texto constitucional, podían tener un reconocimiento jurídico a su través. Y éste era, precisamente, el núcleo de la tesis de Ayala Yendo más allá que Adolfo Posada, concebía a los partidos no sólo como asociaciones intermedias entre la sociedad y el Estado (entre el «ser» y el «deber ser», según terminología kelseniana, o entre lo fáctico y lo jurídico), sino incluso como órganos de Derecho público material que venían a sumarse a los órganos formales que, como Gobierno, Parlamento o jefe del Estado, establecían las Constituciones escritas. Ahora bien, existía una conexión jurídica inevitable entre los aspectos constitucionales formales y los meramente convencionales, ya que, dependiendo de la forma de Estado que articulase el texto constitucional, los partidos asumían una estructura y funcionamiento diverso. En realidad, aunque Ayala hablase de forma de Estado, lo determinante para los partidos era la forma de gobierno, es decir, el modo de concebir la división de poderes y de distribuir la dirección política del Estado. Partiendo de esta premisa, diferenciaba el papel de los partidos en una dictadura, en un sistema presidencialista y en un sistema parlamentario. En la primera de estas formas de gobierno se producía una simplificación extrema del sistema de partidos, reduciéndolos a uno solo que se identificaba con el régimen político o principios sustanciales del régimen autárquico . 19
  • 20. Los partidos políticos en el pensamiento español • Así sucedía en la Unión Soviética, donde el Partido Comunista pretendía monopolizar la representación de la clase obrera, o en el Fascismo italiano, donde se excluía a todo partido que no simbolizase los valores fascistas. La diferencia entre ambos modelos residía apenas en el mayor intento de juridificación realizado por el fascismo italiano, fruto de la tradición jurídica latina. Algo en lo que llevaba razón Ayala: no en balde el fascismo se edificaría jurídicamente, al menos en parte, sobre las concepciones de Costituzione in senso materiale de Mortati y Panunzio, dos de los más grandes iuspublicistas de aquel país. Por su parte, el análisis que hacia Ayala del funcionamiento de los partidos en un sistema presidencialista tomaba como modelo a Estados Unidos. Esta forma de gobierno conduciría, según su apreciación, al bipartidismo, cuyo significado y funciones quedaban ligados a las elecciones presidenciales. Éstas obligaban a que existiese una bipolarización, esto es, dos alternativas, aunque las diferencias ideológicas entre republicanos y demócratas se habían reducido casi hasta la inexistencia. Una vez que uno de los partidos obtenía la victoria, el sistema condenaba al otro a la exclusión total del gobierno, por lo que el presidencialismo constituía un sistema de binomios. En realidad, al análisis - ciertamente tributario de las teorías de su maestro Adolfo Posada - le faltaba considerar que el sistema presidencial funciona con dos focos de poder, presidente y Parlamento, y que el partido perdedor en las elecciones presidenciales podía tener una presencia capital en el gobierno del Estado si obtenía la victoria en los comicios parlamentarios. Finalmente, el sistema parlamentario de gobierno ofrecía a los partidos dos posibilidades: bien la formación de un modelo bipartidista, bien pluripartidista. La opción era, en realidad, teórica, ya que Ayala consideraba que el bipartidismo (dualismo, según su terminología) no se habría realizado nunca de forma plena. No obstante, este modelo teórico se asentaba sobre la idea de que el progreso se obtenía a través de la fuerza dinámica procurada por sendas acciones de impulso y conservación; una idea, como hemos visto, sobre la que había teorizado previamente Azcárate . 20
  • 21. Los partidos políticos en el pensamiento español • La peor imagen del bipartidismo parlamentarista la brindaba el artificial turno de partidos establecido en España, basado en un caciquismo que se había instaurado merced a la ausencia de una verdadera opinión pública. Y es que, según su perspectiva, el caciquismo había sido en primera instancia una entelequia creada para mantener la ficción representativa ante la inactividad de las masas neutras; aunque con el transcurso del tiempo se había convertido en la pieza clave del sistema y el medio que permitía al Gobierno contar siempre con un Parlamento dócil. Si el bipartidismo era sólo una posibilidad teórica en un sistema parlamentario, no quedaba más remedio que admitir que esta forma de gobierno era todavía más proclive al pluripartidismo, como sucedía, por ejemplo, en Francia, Alemania o Checoslovaquia. Este pluripartidismo era posible también gracias a que, como bien decía Mirkine-Guetzevich, en la mayoría de los países europeos se habían implantado fórmulas electorales proporcionales. Ante el silencio constitucional, al menos la legislación electoral había dado una cobertura formal y positiva a los partidos políticos, ya que las fórmulas proporcionales consistían precisamente en eliminar el individualismo propio de la relación representativa, y conferir la representación nacional a partidos y no a diputados. Es aquí donde la postura que pretendía defender Ayala cobraba vida . 21
  • 22. Los partidos políticos en el pensamiento español • Había que replantearse el sistema representativo liberal, basado en la relación diputado-nación, puesto que las convenciones constitucionales, respaldadas por la legislación electoral, habían creado un nuevo órgano de Derecho público, los partidos, nuevos sujetos de la relación representativa. De ahí que, como Ayala describía con clarividencia, había que reformular dos tipos de relaciones: por una parte, la del partido con el cuerpo electoral y, por otra, la del diputado con el partido al que pertenecía. La primera suponía que ahora el ligamen diputado-cuerpo electoral se mediatizaba a través de la presencia de los partidos. De ahí las consecuencias de la segunda relación: el antiguo vínculo moral y político del diputado con su partido se había juridificado. La responsabilidad por los actos de un procurador alcanzaban entonces a todo el partido, que había intervenido en su elección, y, por tanto, el transfuguismo podía conllevar la pérdida del escaño. La tesis de Ayala avanzaba alguna de las cuestiones todavía candentes hoy en día. A pesar de que los textos constitucionales seguían anclados en el siglo xlx, y se negaban a articular los partidos, la doctrina sí les daba una cobertura. Nunca antes se había otorgado un papel tan preeminente a estas asociaciones en términos jurídicos. La idea de «partido mayoritario» «El poder no me interesa sino como instrumento de creación. Dedicarnos a soportar andamiajes caducos o a remendar fachadas deslucidas por las intemperies no nos sirve para nada» Manuel Azaña, Discurso a los republicanos catalanes, 30 de agosto de 1934 22
  • 23. Los partidos políticos en el pensamiento español • Que la Segunda República trastocó totalmente los esquemas del xlx en relación con la idea de partido político resulta evidente cuando nos acercamos al ideario político de Manuel Azaña. Nadie expuso como él las notas características de una idea moderna de partido, superando gran parte de los anatemas que estas asociaciones arrastraban desde el siglo anterior. A falta de una exposición sistemática sobre los partidos, Azaña desarrolló sus ideas al respecto en diversas alocuciones públicas, debates parlamentarios y discursos populares. En todos estos foros trató tanto de la naturaleza y estructura de los partidos en cuanto asociaciones políticas, como de las funciones que les correspondían una vez lograban acceder al Parlamento. En lo que se refiere al primer aspecto, Azaña se mostró siempre reticente a los institutos de democracia directa - tan utilizados por las dictaduras-, viendo en los partidos el cauce normal a través del cual podía actuar políticamente la nación en su diversidad ideológica 31 23
  • 24. Los partidos políticos en el pensamiento español • Es más, la reactivación de la sociedad española - sumida en la conocida ataraxia política - tenía que lograrse a través de su organización en partidos políticos. Pero si la democracia directa era una entelequia, también lo era el que un solo partido quisiera erigirse en único representante de la opinión nacional. Tal y como he señalado previamente, el concepto de opinión pública se descompuso y, muy a diferencia del significado atribuido por el liberalismo decimonónico, dejó de tener un contenido global y cualitativamente superior. Azaña insistía en que cada partido interpretaba a su modo lo que era «opinión pública», por lo que ninguno podía, en puridad, acaparar tal concepto. Antes bien, lo que existían eran diversas opinio nes públicas, cada una de las cuales se canalizaba, entre otros medios, a través de los partidos políticos. De esta manera, Azaña defendía el pluralismo respecto de posturas que trataban de mermarlo, bien fuera a través de institutos de democracia directa, que suponían operar con binomios (una respuesta electoral basada en el sí/no), bien a través de intentos partidistas de monopolizar la opinión nacional. Sin embargo, y aunque decidido partidario del pluralismo, Azaña introdujo un matiz de no poca importancia. Siguiendo una estela ya trazada desde Andrés Borrego, sostuvo que para que un partido mereciese este calificativo, debía tener un carácter nacional (como lo era su Acción Republicana, claro está), ocupándose de los intereses generales del país por encima de la tutela de intereses locales o profesionales. 24
  • 25. Los partidos políticos en el pensamiento español • Algo que dejaba en una posición delicada a los partidos nacionalistas o, por ejemplo al Partido Agrario (que aglutinaba a pequeños y medianos agricultores interesados, ante todo de oponerse a la reforma agraria) a los que, sin embargo, Azaña no se refería expresamente. En plena coherencia con su idea de «partido nacional», Azaña defendió un concepto claro de «partido de masas», aunque sin emplear dicho término. El carácter verdaderamente nacional de un partido no radicaba exclusivamente en su programa ideológico completo y general, sino también en un aspecto organizativo: debían captar todos los afiliados posibles, echando raíces y extendiéndose a lo largo de todo el territorio nacional. Así pues, un partido era nacional desde una perspectiva ideológica, pero también, podría decirse así, física. Por lo que se refiere a la organización y estructura de los partidos, también en estos extremos Azaña sostuvo unas ideas modernas. En primer lugar, al considerar que la democracia interna constituía un grado de excelencia de un partido, tal y como sucedía con Acción Republicana. Esta exigencia, que, como he indicado anteriormente, se hallaba también presente en la obra del austriaco Kelsen, suponía un giro respecto de los partidos de notables, sustentados en la dominación casi oligárquica de sus dirigentes 25
  • 26. Los partidos políticos en el pensamiento español • El otro punto defendido por Azaña no suponía una novedad, al menos en apariencia. Me refiero a la disciplina de partido, que contaba con una larga trayectoria desde su defensa por Antonio Alcalá Galiano. La diferencia con las ideas anteriores sobre este asunto radicaba en no ver la disciplina como un seguidismo ciego a las pautas marcadas por el líder del partido, sino como un vínculo ideológico al programa partidista. El cambio de perspectiva no era baladí: durante la Restauración, el carácter de partidos personalistas y de notables que caracterizaban a los grupos turnantes se reforzaba con una sólida disciplina, concebida como sumisión al jefe del partido, que determinaba todos los pormenores de las votaciones parlamentarias. El sistema de la Restauración se basaba, por tanto, en un estricto control de los dirigentes sobre sus partidos; control que operaba tanto fuera del Parlamento (dominio de los comicios a través de los caciques locales), como dentro del mismo (merced a la disciplina de partido). Hasta aquí los aspectos que Azaña exponía relativos a la organización y estructura de los partidos como asociaciones políticas 26
  • 27. Los partidos políticos en el pensamiento español • Pero también se ocupó, más si cabe, de la segunda vertiente: la actividad y funcionamiento de los partidos dentro del Parlamento. En este punto, es preciso adelantar que, como fue habitual durante la Segunda República, también Azaña distinguió entre los partidos políticos y los grupos parlamentarios, aunque no desconoció el lógico ligamen que existía entre ambos. La diferencia entre dichas organizaciones extraparlamentaria, la una; parlamentaria, la otra - la expuso con claridad cuando trató de las alianzas entre formaciones políticas. Para Azaña, el hecho de que se configurasen coaliciones electorales no obligaba a que, una vez accedían al Parlamento, los partidos individuales que las componían tuviesen que sostener una idéntica opinión sobre los asuntos de Estado. De esta forma, las mayorías parlamentarias sustentadas sobre coaliciones electorales debían someterse a un régimen específico de funcionamiento, ya que constituían un vínculo circunstancial para acceder a los escaños, pero, una vez en el hemiciclo, cada partido debía ser libre para defender su postura. Es más, siendo los partidos quienes componían las coaliciones, éstas no tenían por qué reproducirse en el seno del Parlamento, entre los correspondientes grupos parlamentarios derivados de cada formación, que podían buscar unas alianzas muy distintas. Pero, a pesar de las diferencias entre partido político y Grupo Parlamentario, Azaña no desconocía que el nexo entre ambos resultaba inevitable. Tan era así, que en realidad muchas de las decisiones adoptadas en el hemiciclo habían sido previamente pactadas por los partidos. De este modo, empezaba a plantearse una cuestión que hoy en día forma parte del centro del debate sobre el sistema de partidos, a saber, la idea de que éstos acaban siendo los verdaderos órganos decisiorios del Estado, actuando los Parlamentos como meras Cámaras de registro. • 27
  • 28. Los partidos políticos en el pensamiento español • Ello suponía, claro está, otorgar a los partidos un protagonismo indiscutible al que acompañaba un cambio radical de actitud hacia lo que desde el siglo xviii había venido denominándose «política de partido». En efecto, desde la Ilustración hasta los críticos del parlamentarismo, la imagen negativa de los partidos derivaba del hecho de considerar que no perseguían un interés nacional, sino el espurio beneficio partidista. El partido político constituía un símbolo de egoísmo, opuesto a conceptos acuñados desde el siglo xviii como la prosperidad pública, el bien público, la voluntad general o incluso la opinión pública, según hemos visto. La idea moderna de partido que se vislumbra en Azaña acabó por erradicar esta imagen distorsionada. No había nada de malo en hacer «política de partido», ya que, en realidad, con ello sólo quería decirse que el partido con más poder parlamentario trataría de convertir en realidad su programa, que, recuérdese, para Azaña tendría que ser completo y preocupado por las principales cuestiones del país. Tampoco había inconveniente en ver al Parlamento como un foro de discusión de partidos 32, algo tan criticado por la derecha, desde el carlismo hasta las posturas más filofascistas. Azaña contribuyó, pues, a que comenzara a abandonarse la idea de que hacer política de partido constituía una tacha: «Dentro de la Constitución y dentro del Parlamento - decía en el hemiciclo - los partidos luchan por imprimir a la organización del Estado el carácter que a ellos les apetece más» 33. Del mismo modo, tampoco resultaba vergonzante autocalificarse como un hombre de partido. Esta premisa es básica para entender la idea de «partido mayoritario» con el que soñaba Azaña. 28
  • 29. Los partidos políticos en el pensamiento español • Si la política de partido no era mala en sí misma, debía verse como consecuente que cada una de estas asociaciones buscase obtener el mayor número posible de escaños, para tratar de imponer su política. Esa debía ser la aspiración natural y legítima de un partido. De ahí que, frente a aquellos que trataban de ver la Constitución que se iba a elaborar como un texto de inte gración, Azaña no tuviese empacho en afirmar que si existiese un partido con amplia mayoría en el Parlamento (cosa que ciertamente no ocurría), estaría absolutamente legitimado para imponer su modelo constitucional, porque así se derivaba del apoyo electoral recibido. No pueden dejar de transcribirse estas clarificadoras palabras al respecto: «Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a eso me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías» . 29
  • 30. Los partidos políticos en el pensamiento español • Y más allá de la Constitución, que formaba el marco político general del Estado, también la Ley, como norma que servía para realizar políticas concretas, fue revisada por Azaña, quien dejó de considerarla como la obra de la voluntad general para convertirla en una pieza de artillería del partido mayoritario: «la ley es el objeto inmediato de la contienda de todos los partidos. Los partidos luchan por conquistar la ley, por hacerla ellos, por poner en la ley el sello de sus pensamientos, de sus ideas y de sus aspiraciones. La ley es el prez inmediato que los partidos ganan cuando obtienen la victoria política» 35. De los conceptos abstractos y generalistas del xviii se había transitado a la lógica de los grupos. Pero lograr un partido mayoritario, con autoridad dentro del Parlamento, era harto difícil, y Azaña era consciente de ello. El primer paso para obtenerlo se hallaba, claro está, en la fórmula electoral. Azaña se mostraba favorable a una fórmula mayoritaria, con el leve correctivo del voto limitado (votar a un número de candidatos inferior al de escaños que debían cubrirse), muy a diferencia, por ejemplo, de los grupos católicos - de la CEDA de Gil Robles a Angel Herrera Oria-, que defendían con insistencia una fórmula proporcional. En realidad, la idea de un partido mayoritario, capaz de dominar el Parlamento e imponer su programa, derivaba de la propia idea de democracia que sustentaba el brillante estadista, identificada con un régimen de mayoría, sin necesarias concesiones a las minorías 30
  • 31. Los partidos políticos en el pensamiento español • Una evidencia de cierto jacobinismo, muy alejado de las posturas liberales del xlx. Ello no obstante, y a pesar de la preferencia por las fórmulas electorales mayoritarias - que fomentaban la creación de un partido dominante-, también defendió en el proyecto de ley electoral que los comicios presidenciales se sujetasen a una segunda vuelta, a efectos de favorecer que las fuerzas políticas se coaligasen, superando sus diferencias para constituir una fuerza única capaz de resistir al partido opositor. Sin embargo, Azaña era consciente de que la lógica de las coaliciones respondía a premisas muy distintas a las de un partido mayoritario. Si las coaliciones construían un Gobierno, obligaban a que cada partido cediese lo imprescindible para garantizar la gobernabilidad del Estado: así lo expresaba Azaña al afirmar que, aun siendo un hombre de partido, no podía actuar completamente como tal si no disponía de una mayoría homogénea suficiente y tenía que integrarse en un Gabinete de coalición . 31
  • 32. Los partidos políticos en el pensamiento español • Pero, más allá de esta premisa, lo cierto es que Azaña tampoco veía en las coaliciones de partidos, y en los Gobiernos de coalición resultantes, un mal en sí mismas. No eran su desideratum político, desde luego, pero había que convivir con esta realidad posible, ahora que se había liquidado el turnismo artificial El sistema parlamentario de gobierno no se modificaba por esta circunstancia; mantenía su esencia, que era la necesidad de que el Gobierno se apoyarse, en todo caso, en una mayoría, ya fuese ésta políticamente uniforme, o derivada de fuerzas heterogéneas. El cambio de mentalidad respon día a una asimilación de la esencia democrática; como decía Azaña, se habían terminado los tiempos en los que era el Gobierno el que decidía la composición de las Cortes, amañando las elecciones; en la República recién instaurada, por el contrario, había que acostumbrarse a que el Ejecutivo tendría que gobernar con el Parlamento que hubiese resultado de las urnas. Es evidente que esta depuración electoral entrañaba riesgos para que el partido mayoritario al que aspiraba Azaña pudiese desplegar su fuerza. Para reducir la influencia de las minorías parlamentarias, Azaña se sumaba a la idea ya analizada del nuevo parlamentarismo racionalizador, reformulando el papel que el parlamentarismo clásico había concedido a las minorías. Debía superarse el obstruccionismo de los grupos minoritarios que acababa por imponer su criterio al partido dominante en la Cámara. El funcionamiento normal del sistema parlamentario exigía que el partido en el Gobierno abandonase el cargo cuando perdiese la confianza parlamentaria, pero era preciso también que no se juntasen minorías dispares y heterogéneas con el único objetivo de derribar al Ejecutivo, sin tener capacidad para ofrecer una alternativa positiva y obligando, pues, a una disolución parlamentaria anticipada. El partido equilibrador «Aspirarnos a centrar la política con un sentido nacional inspirado en la tradición, en los principios del Derecho público cristiano, que frena los excesos de la dictadura y de la democracia» 32 José María Gil Robles, Cortes Generales, 18 de noviembre de 1933
  • 33. Los partidos políticos en el pensamiento español • Frente a la idea de partido mayoritario y, por ende, dominante, que defendía Azaña, se alzaron otras propuestas orientadas a constituir un partido político que actuase como elemento de equilibrio entre las distintas fuerzas políticas parlamentarias. La idea no era ni mucho menos novedosa: ya hemos visto cómo durante el Trienio Liberal el periódico afrancesado El Censor había sostenido una postura semejante, a fin de intermediar entre liberales moderados y exaltados. Durante la Segunda República, la composición plural del Parlamento, nunca hasta entonces tan fraccionado, sirvió de acicate para rescatar esta idea de un partido destinado a evitar los vaivenes políticos, sirviendo como bisectriz de los partidos extremos. Huelga decir que tal visión del partido se centraba básicamente en las funciones parlamentarias que iba a desempeñar, es decir, no se ocupaba del partido en su vertiente de asociación social. En este sentido, incluso minimizaba el valor de su programa, que podría quedar condicionado por la necesidad de apoyar a una u otra fuerza política según las circunstancias. Dos son los estadistas que defendieron con mayor tesón esta imagen que podemos llamar «partido equilibrador»: Alcalá Zamora y Gil Robles. Muy diferentes en sus opciones políticas, tampoco debe desconocerse que en tanto el primero tenía una mayor convicción teórica en la defensa de esta idea de partido, Gil Robles, por el contrario, se movía por intereses más pragmáticos. Sin embargo, ya fuera por sincero convencimiento político o por estrategia política, ambos coincidieron no sólo en la defensa de ese partido que basculase entre los extremos, sino también al descartar una mera democracia de partidos, defendiendo otras formas de participación política, como las democracias directa y orgánica. Apenas proclamada la Segunda República, Alcalá Zamora, entonces jefe del Gobierno provisional, ya dejó claro su rechazo a los partidos extremistas a través de un manifiesto publicado en El Sol (12 de mayo de 1931) 33
  • 34. Los partidos políticos en el pensamiento español • Unos meses más tarde, emplearía este mismo diario para exponer su idea de constituir un partido de equilibrio político. Refiriéndose al partido que lideraba, la Derecha Liberal Republicana, no dudó en describirlo como una fuerza política gubernamental y moderadora que debía cumplir con el objetivo de templar los extremos. La necesidad de contar con un partido de esta factura se agudizó por la experiencia de la Segunda República: tras los dos primeros años en los que se implantó una política de izquierdas merced a la conjunción republicano-socialista (Bienio Reformista, 1931-1933), el bienio marcado por la alianza entre la CEDA y el Partido Radical de Lerroux (Bienio Radical Cedista, 19331936) trazó una senda conservadora que hizo bascular ala República. Ante las elecciones de 1936, Alcalá Zamora trató de plasmar su ideal de partido de equilibrio: «Alcalá Zamora quería un partido centrista: no quería el triunfo de las derechas, tampoco el de las izquierdas. Quería desde el centro apoyarse en el ala que más le conviniera», señalaba Antonio 34
  • 35. Los partidos políticos en el pensamiento español • Ante las elecciones de 1936, Alcalá Zamora trató de plasmar su ideal de partido de equilibrio: «Alcalá Zamora quería un partido centrista: no quería el triunfo de las derechas, tampoco el de las izquierdas. Quería desde el centro apoyarse en el ala que más le conviniera», señalaba Antonio Vaquer 37. Desde su atalaya de la Jefatura del Estado, el político cordobés promocionó la candidatura de Manuel Portela Valladares, al que había nombrado presidente del Gobierno (14 de diciembre de 1935), y que lideró el denominado Partido Centrista . 35
  • 36. Los partidos políticos en el pensamiento español • Convocados los comicios de 1936, Portela redactó un manifiesto electoral del Gobierno, en el que vindicaba su postura centro-republicana, que le permitía «actuar de elemento de compensación y ponderación de nuestra política, y estabilizar la vida nacional», reclamando un ideal nacional «por encima de la antítesis partidista» 38. En la confección de las candidaturas fijada el 25 de enero de 1936 se admitía cualquier tendencia, siempre que no fuese extrema, es decir, monárquica o revolucionaria. La opción Zamora-Portela contó con unas expectativas electorales muy positivas, que no se vieron reflejadas en los resultados reales, ya que el partido apenas consiguió una veintena de escaños; un fracaso estrepitoso que obligó a Portela a dimitir, máxime cuando se había apoyado electoralmente en la derecha, también perdedora de unas elecciones que, como es bien conocido, ganó el Frente Popular. El proyecto de un partido de equilibrio había quedado, pues, reducido al campo de las ideas estériles. En todo caso, la idea de un partido equilibrador, centrista e intermedio, no es más que el traslado a las asociaciones políticas del afán por un gobierno de equilibrio que siempre vindicó Alcalá Zamora. El presidente de la República sostenía una idea de balanza política que evocaba las teorías de la Monarquía Constitucional, e incluso del doctrinarismo, que se había ido forjando desde el primer tercio del xlx. Frente a aquellos diputados - no pocos - que veían en el parlamentarismo un sistema de dominio de las Cortes, Alcalá Zamora siempre quiso darle una lectura distinta: la de un sistema dotado de diversos contrapesos, de manera que los órganos del Estado se mantuvieran en una balanza continua. 36
  • 37. Los partidos políticos en el pensamiento español • Dos eran los instrumentos constitucionales que debían servir a este diseño: un Senado (que la Constitución del 31 no llegaría a recoger) y una jefatura del Estado concebida como un poder moderador. Ambos aparecían así designados en el manifiesto de la Derecha Liberal Republicana (junio de 1930). De este modo, para Alcalá Zamora, el presidente de la República debía estar dotado de unas competencias que se deslindasen claramente de las atribuciones del Gobierno 39; unas ideas que seguían la estela que en su día trazase Benjamín Constant al diferenciar entre el poder neutro del rey y el poder ejecutivo de los ministros. La lógica del poder moderador suponía que el presidente de la República ejercía unas competencias dirigidas a intermediar entre el poder legislativo y el ejecutivo. De esta manera, a él le correspondía disolver el Parlamento - por ejemplo por hostilidad con el Gobierno - o vetar las leyes, del mismo modo que era, a su vez, el encargado de nombrar al presidente del Gobierno, o incluso de dirigirle observaciones y consejos. No obstante, esta forma de entender el poder presidencial fue rechazada por la mayoría republicano-socialista dominante en la constituyente, siendo Azaña el principal opositor a la idea de poder moderador. Por lo que se refiere al Senado, puede decirse con propiedad que nadie en las Cortes Constituyentes de 1931 defendió su existencia con mayor empeño que Alcalá Zamora. 37
  • 38. Los partidos políticos en el pensamiento español • Según él, la presencia de una segunda Cámara quedaba sobradamente justificada por varios aspectos: era idónea por la forma de Estado, la forma de gobierno y la organización territorial proclamados en la Constitución de 1931. En sus argumentaciones, comenzaba Alcalá Zamora por señalar que el Senado resultaba inevitable al haberse proclamado una República en la que faltaba un factor conservador - que en las Monarquías representaba al rey - que otorgase al sistema estabilidad frente a los cambios constantes derivados de los vaivenes electorales. El Senado sería la Cámara que procurase esa estabilidad. También imponía la existencia de una Cámara Alta la declaración que hacía el proyecto constitucional de que España era un Estado social y descentralizado. Ambos elementos materializaban unos intereses (socioeconómicos y territoriales) que debían contar con una representación autónoma. En particular, por lo que se refiere a la organización territorial, Alcalá Zamora subrayaba que, aunque España no fuese un Estado federal, sí lo era «federalizante», debido a las importantes competencias concedidas a las regiones. En consecuencia, proponía la formación de un Senado con una representatividad especial mixta, que agrupase intereses profesionales y territoriales. Por cierto que la defensa de intereses territoriales también fue postulada fuera de las Cortes por algunos partidos regionalistas. Así, por ejemplo, el valenciano Partido de Unión Republicana Autonomista pretendería la implantación de un Senado que representase a las regiones. En definitiva, una composición propia de una representatividad especial, que complementase a la democracia inorgánica de la Cámara Baja. 38
  • 39. Los partidos políticos en el pensamiento español • Pero lo que debe destacarse sobre todo es que Alcalá Zamora, anclado en una teoría que arrastraba más de dos siglos de existencia, seguía viendo al Senado como una Cámara conservadora y de moderación, coincidiendo en este punto con otros diputados como Royo Villanova 40. No resulta difícil, pues, ver el nexo entre el partido de equilibrio y el Senado, puesto que ambos estaban llamados a cumplir un papel constitucional parejo: «Con una Cámara única - criticaba el estadista cordobés - es punto menos que imposible formar mayoría flexible, elástica, cambiable que, ante nuevas necesidades, se adapte para atenderlas. Nada de tener el eje de maniobra apoyado en el centro de las Cortes. Se produce, por el contrario, un fenómeno de polarización que lleva, inevitablemente, al predominio del extremismo» 41 Una polarización que resultaba, además, del régimen electoral, favorable a que se formasen tendencias opuestas en las Cortes. A igual que Alcalá Zamora, también José María Gil Robles descartaba una democracia basada exclusivamente en los partidos, siendo ésta una de las enseñas políticas del catolicismo político que él lideraba a través de la CEDA. Esta misma postura la había ejemplificado con toda claridad precisamente su padre, Enrique Gil Robles, quien consideraba a los partidos políticos como males necesarios, derivados de la imperfección social y de la incapacidad por lograr una unidad en el espíritu nacional42. La inevitable presencia de los partidos debía complementarse, según José María Gil Robles, a través de institutos de democracia directa y de democracia orgánica. En sustancia, ello significaba negar el parlamentarismo democrático que se había instaurado con la Segunda República y que, en efecto, conducía al pluripartidismo y a la absorción por parte de los partidos de la participación política. La defensa de la democracia directa suponía cuestionar el presupuesto de que la voluntad ciudadana sólo podía expresarse a través de la representación política . 39
  • 40. Los partidos políticos en el pensamiento español • . Muy al contrario, Gil Robles sostenía que era posible que se produjese una disociación entre la voluntad parlamentaria y la opinión pública, en cuyo caso la última palabra la tendría la propia nación, a través de cauces de expresión directos 43. Es evidente que la postura de Gil Robles chocaba de plano con las premisas de Azaña, su principal opositor en este extremo, ya que este último ni admitía el valor de la democracia directa, ni tampoco el que pudiera hablarse de una opinión pública nacional distinta de las opiniones particulares que expresaba cada fuerza política. Si la defensa que hacía Gil Robles de la participación directa suponía cuestionar el papel de intermediarios de los partidos, su preferencia por la democracia orgánica entrañaba un rechazo de los presupuestos de la democracia liberal e individualista en la que aquéllos se sustentaban. Ya hemos visto que la democracia orgánica era una aspiración del pensamiento católico conservador (incluido el carlismo con el que se había vinculado en sus orígenes), apoyada en las encíclicas papales. Pero conviene no perder de vista que también otras fuerzas políticas muy alejadas de la CEDA tenían entre sus objetivos implantar un Senado orgánico. Aparte de la postura ya reseñada de Alcalá Zamora - con el que Gil Robles compartía también la idea del Senado como Cámara de equilibrio-, cabe señalar que el propio anteproyecto constitucional presentado por la Comisión Jurídica Asesora preveía la existencia de dos Cámaras, una de representación política y la otra con representación de «los intereses sociales organizados» (art. 33). 40
  • 41. Los partidos políticos en el pensamiento español • El krausismo también defendía esta misma postura, siendo Adolfo Posada su más claro ejemplo 44; e incluso Fernando de los Ríos consideraba que, aun siendo los partidos instrumentos necesarios para el gobierno de la nación, debían combinarse con una representación profesional, de manera que el hombre estuviera representado en abstracto en la Cámara Baja, y en cuanto a sus intereses particulares, en la alta 45. Con tan heterogéneos compañeros de viaje no debe extrañar que Gil Robles utilizase en apoyo de su postura a alguien tan alejado de sus postulados políticos como el heredero de Augusto Comte, Leen Duguit, por entonces el más preclaro representante de la escuela sociológica francesa y uno de los autores más influyentes durante la Segunda República. La democracia directa y orgánica debía dejar, sin embargo, un espacio a ese mal menor que eran los partidos políticos. Pero, al igual que Alcalá Zamora, también Gil Robles sostuvo la idea de un partido equilibrador, intermedio o de centro. Y ello aunque en la práctica política la CEDA, aliada con el Partido Radical de Lerroux durante el Bienio 1934-1936, logró dominar las Cortes e imponer su propia política, sin tener que actuar como un presunto partido balancín, algo que nunca tuvo la ocasión de intentar Alcalá Zamora. Aun así para Gil Robles, la existencia de un partido intermedio constituía una necesidad, ya que era el mejor remedio para frenar las acometidas de los partidos extremos, e incluso de las coaliciones heterogéneas. De hecho, Acción Nacional, el primer partido de Gil Robles, había nacido dentro del panorama político como un intento de intermediación entre las fuerzas católicas admitiendo para ello, entre otras, la idea de la accidentalidad de las formas de gobierno. Así visto, Acción Nacional ya era, de por sí, un ensayo de partido conciliador, al menos dentro del catolicismo político. 41
  • 42. Los partidos políticos en el pensamiento español • El krausismo también defendía esta misma postura, siendo Adolfo Posada su más claro ejemplo 44; e incluso Fernando de los Ríos consideraba que, aun siendo los partidos instrumentos necesarios para el gobierno de la nación, debían combinarse con una representación profesional, de manera que el hombre estuviera representado en abstracto en la Cámara Baja, y en cuanto a sus intereses particulares, en la alta 45. Con tan heterogéneos compañeros de viaje no debe extrañar que Gil Robles utilizase en apoyo de su postura a alguien tan alejado de sus postulados políticos como el heredero de Augusto Comte, Leen Duguit, por entonces el más preclaro representante de la escuela sociológica francesa y uno de los autores más influyentes durante la Segunda República. La democracia directa y orgánica debía dejar, sin embargo, un espacio a ese mal menor que eran los partidos políticos. Pero, al igual que Alcalá Zamora, también Gil Robles sostuvo la idea de un partido equilibrador, intermedio o de centro. Y ello aunque en la práctica política la CEDA, aliada con el Partido Radical de Lerroux durante el Bienio 1934-1936, logró dominar las Cortes e imponer su propia política, sin tener que actuar como un presunto partido balancín, algo que nunca tuvo la ocasión de intentar Alcalá Zamora. Aun así para Gil Robles, la existencia de un partido intermedio constituía una necesidad, ya que era el mejor remedio para frenar las acometidas de los partidos extremos, e incluso de las coaliciones heterogéneas. De hecho, Acción Nacional, el primer partido de Gil Robles, había nacido dentro del panorama político como un intento de intermediación entre las fuerzas católicas admitiendo para ello, entre otras, la idea de la accidentalidad de las formas de gobierno. Así visto, Acción Nacional ya era, de por sí, un ensayo de partido conciliador, al menos dentro del catolicismo político. 42
  • 43. Los partidos políticos en el pensamiento español – Y ello porque de hacerlo estaría ocasionando un cambio brusco a la nave del Estado. Era menester, pues, permanecer temporalmente en la oposición, imponiendo su política a través del control parlamentario: «Los elementos de derecha - señalaba - deben, ante todo, favorecer la constitución de un Gobierno de tipo centro, que procure evitar un viraje demasiado brusco de la izquierda a la derecha»47, añadiendo que «no queremos oscilaciones demasiado violentas, en movimientos pendulares». La falta de sinceridad política de Gil Robles no puede descartarse. A fin de cuentas, durante el Bienio Radical-Cedista gozaba de una gran mayoría que le permitía gobernar en coalición con Lerroux. Pero aun así, Gil Robles decidía gobernar desde la oposición. Un Gobierno a la sombra, sin desgaste, como denunció Azaña. El colapso del sistema de partidos «La obra por hacer es ingente y tiene que serlo también el instrumento; se trata de tomar la República en la mano, para que sirva de cincel, con el cual labrar la estatua de esta nueva España» José Ortega y Gasset, Rectificación de la República, 6 de diciembre de 1931. En ocasiones se ha considerado que el pluripartidismo de la Segunda República resultaba excesivo, y que constituyó uno de los detonantes de su fracaso. Lo cierto es que ningún partido contó durante esos seis años de una mayoría suficiente, lo que obligó a integrar coaliciones gobernantes, primero la republicano-socialista (1931-1932) y a continuación la radical-cedista (1933-1935). . 43
  • 44. Los partidos políticos en el pensamiento español – La política de las coaliciones sirvió, al menos, para rectificar el pluralismo y garantizar cierta gobernabilidad al país. La situación se agudizó en las elecciones de 1936, cuando el pluripartidismo adoptó electoralmente un cierto aire de bipartidismo. Tanto la izquierda como la derecha trataron de agruparse en dos grandes coaliciones para enfrentarse en los comicios convocados para el 16 de febrero de 1936. La complejidad del pluripartidismo quedaba así reducida, ya que se trataba de bipolarizar al electorado en torno a dos grandes bloques, uno de izquierdas (el Frente Popular) y otro de derechas (integrado por varias coaliciones de centroderecha) 44
  • 45. Los partidos políticos en el pensamiento español – El primero logró una mayor unidad, merced a un proceso ordenado de presentación de las candidaturas, dirigido a través de un Comité Nacional 48; el segundo no tuvo igual fortuna, ya que los esfuerzos de Gil Robles por aglutinar a la derecha española chocaron con enormes obstáculos, especialmente acusados a la hora de atraer a los tradicionalistas y a la díscola falange. No puede decirse en puridad que la idea de «bloques» o «frentes» fuese novedosa, ya que se trataba de resucitar la experiencia de las coaliciones, no sólo empleada en los dos bienios anteriores, sino también en los últimos años de la Restauración, cuando los partidos dinásticos se descompusieron en diversas tendencias. Pero, a falta de poder hablar de una nueva idea de partido-bloque, es cierto que sobre todo el Frente Popular - por esa unidad que le faltó al centro-derecha - aportó nuevos conceptos. Debe tenerse presente, ante todo, que los partidos que ahora se coaligaban no eran resultado de tendencias disgregadas de una misma formación - como había sucedido durante la Restauración-, sino auténticos partidos dotados de sus masas de afiliados, de una ideología identificativa y de una organización interna autónoma 45
  • 46. Los partidos políticos en el pensamiento español – Ello dificultaba enormemente la constitución de un nexo ideológico, amén de la complejidad de decidir el reparto de candidaturas de cada formación. Estas dificultades se exteriorizaban en la creación de los programas electorales de los bloques. La coalición de centro-derecha, debido a las divergencias y a la falta de orden de sus integrantes, fue incapaz de formar un programa electoral conjunto, muy a diferencia de lo que había sucedido en 1933, cuando había logrado redactar un escueto programa, si bien más caracterizado por aquello a lo que se oponía, que por lo que proponía como alternativa. No sucedió así con el Frente Popular, que publicó el 16 de enero su manifiesto, que constituye al tiempo un verdadero programa electoral y un pacto entre los partidos coaligados. Ésta es, pues, una de las novedades: el manifiesto ostentaba una doble naturaleza de instrumento interno, entre partidos, y externo, de publicidad ante el electorado. Precisamente debido a esta dualidad, el manifiesto presentaba una estructura original. Comenzaba con lo que podríamos llamar una «cláusula de residualidad», al afirmar que cada partido coaligado dejaba a salvo los postulados de sus doctrinas, lo que equivalía a decir que se trataba de un pacto de mínimos que no comprometía ni el sustrato ideológico ni la autonomía orgánico-funcional de cada partido. A continuación, el manifiesto establecía ese programa mínimo, esto es, los puntos que decidían defender en común. Finalmente, se complementaba con lo que, haciendo un símil con los tratados internacionales, podríamos denominar como «reservas»: aspectos ideológicos que los republicanos rechazaban abiertamente del ideario socialista y que venían especificados por la expresión «los republicanos no aceptan». 46
  • 47. Los partidos políticos en el pensamiento español – El carácter mínimo, electoral y hasta coyuntural del programa quedó bien descrito en la Historia del Partido Comunista, donde se señalaba que el apoyo brindado al Frente Popular «no podía ser incondicional. Al concluir el Pacto del Frente Popular, el Partido no había hipotecado en modo alguno su independencia política. Es una cuestión de principio: un partido de la clase obrera, un partido marxista-leninista, al establecer compromisos con otras fuerzas, no puede, en ningún caso, sin caer en el oportunismo, abandonar su independencia, renunciar a elaborar y a defender ante las masas su propia política» 49. No se puede decir con mayor claridad. Pero la política de bloques, que en sí misma evidenciaba una crisis de la idea pluralista de partido 50, no fue la única solución pro puesta. Ortega y Gasset ofreció una alternativa, antes incluso de llegar a los prolegómenos de la Segunda República. Ya hemos visto una primera idea de partido en Ortega, la del «partido educador», que tuvo ocasión de llevarse a afecto cuando en febrero de 1931 fundó, junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República. Inicialmente, ésta no se concibió como un partido político, sino como una asociación que pretendía fomentar los valores republicanos y la conciencia cívica, fundamentalmente aglutinando a los intelectuales como propagandistas de la República. De su apoliticismo queda constancia por el hecho de que admitía en su seno a todos los que estuviesen dispuestos a realizar la mencionada labor, cualquiera que fuera el partido político al que perteneciesen 51. Sin embargo, ante las elecciones a la Asamblea Constituyente, la Agrupación cambió su naturaleza, tornándose en un verdadero partido que concurrió a los comicios, obteniendo unos pobres resultados, a la altura de sus tenues expectativas. 47
  • 48. La oleada de innovaciones políticas que se avecina – Como partido estableció una organización interna (bastante esquemática), incorporó sólo a quienes no perteneciesen a otras agrupaciones políticas, e instauró unas cuotas de afiliación. En todo caso, la Agrupación al Servicio de la República no difería sustancialmente de la idea con la que Ortega había concebido en su día la Liga para la Educación Política. Se trataba de una asociación de intelectuales destinada a realizar una nueva política, consistente no sólo en la contienda parlamentaria, sino en la educación política de la ciudadanía. La única diferencia entre ambas formaciones estribaba en que la Agrupación mutó su naturaleza, pasando a intervenir también en la política parlamentaria como un partido político más. Pero Ortega tenía reservada una nueva idea de partido más amplia, que iría emergiendo a partir de su progresiva decepción con el modelo de República impuesto por la conjunción republicanosocialista, y su hijo predilecto, la Constitución de 1931. Para Ortega, la República que su Agrupación había tratado de difundir no consistía sólo en un modo de proveer la jefatura del Estado; era mucho más. Implicaba construir un Estado nuevo, un «Estado nacional», reformando tanto la sociedad como el poder público. Nacionalizar el Estado significaba corregir algunos de los problemas más genuinamente españoles: la falta de decencia en el comportamiento del poder público, y la confrontación nacional. Respecto del primer aspecto, Ortega, sin emplear estos términos, oponía legalidad y legitimidad, conceptos bien aclarados en Alemania por Carl Schmitt: para enmendar la indecencia del poder era preciso que inspirase respeto entre la ciudadanía, y no sólo que sus normas se cumpliesen 48
  • 49. Los partidos políticos en el pensamiento español – Respecto del segundo aspecto, era necesario eliminar la política partidista, y trascender a los grandes problemas nacionales. ¿Había hecho hasta entonces el Gobierno algo al respecto? A finales de 1931 y en 1932, Ortega tenía claro que la respuesta era negativa. La conjunción republicano-socialista no había realizado ese ideal de República, se había limitado a desarrollar una política negativa (de lo «anti»), basada en problemas particulares y partidistas, sin tener miras más elevadas. El resultado era que se había establecido un nuevo «caciquismo republicano», del que eran responsables los partidos vigentes, todavía herederos de las estructuras e intereses de la Restauración. La alternativa que proponía Ortega no podía aplicarse a los bloques, políticos que se estaban edificando, sobre todo en los estertores de la República. Para instaurar una convivencia nacional, lo primero que debía descartarse era el binomio derechas/izquierdas que Ortega denostaba. Proponía, en su lugar, un nuevo modelo de partido al que se refería con el ampuloso nombre de el partido nacional. Un gran partido conciliador, por encima de las contiendas y disputas partidistas: «La República necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista»; de ahí su carácter de «nacional», porque «la idea de la Nación expresa el deber de quebrar todo interés parcial en beneficio del destino común de los españoles» 49
  • 50. Los partidos políticos en el pensamiento español – Un partido, pues, de unas dimensiones tales que, como él mismo decía, «casi no pudiese llamársele partido» 54 y que afrontase la tarea de nacionalizar el Estado español. No es de extrañar que se haya visto en esta propuesta un vínculo con el gran partido tradicionalista - alternativa del socialismo - del que había hablado Araquistain. El partido nacional era lo más opuesto posible al partido mayoritario de Azaña: si éste último veía en el partido político un elemento de dominación (merced a las mayorías parlamentarias), Ortega consideraba al partido nacional como un partido de integración. Frente a la «Constitución epicena» (como Ortega denominaba al texto de 1931) y a la interpretación radical de la República, el partido nacional opondría una interpretación de la República en la que ésta fuese «un instrumento de todos y de nadie para forjar la nueva nación»55 Construido este partido, la Agrupación al Servicio de la República se integraría en él y desaparecería como tal. Y es que el partido nacional asumiría sus mismos cometidos, puesto que fomentaría la República como valor ético, y no reduciría sus quehaceres al ámbito parlamentario. 50
  • 51. Los partidos políticos en el pensamiento español De hecho, Ortega criticaba también de la Constitución de 1931 el haber establecido un parlamentarismo exclusivista, en el que toda la política se reducía a la acción de los partidos en las Cortes. Esta crítica no significaba, sin embargo, que Ortega defendiese ni una democracia directa ni tampoco un Senado corporativo - como hacía por ejemplo Gil Robles-, sino, simplemente, expresaba la continuidad de su concepto de «nueva política»: ésta no se reducía a la acción parlamentaria, sino también a la educación del pueblo. La propuesta de Ortega de crear un partido nacional no tuvo acogida. En Acción Española, el tradicionalista Joaquín Arrarás llegaría a denunciarla como vacua, como una forma cubierta, como todo lo de Ortega, por ornato de diccionario: un partido por el bien de la patria, ¿no era eso lo que decían de sí mismos todos los partidos?, ¿cuál era la diferencia? «ahí está el profesor frente al gran vacío que no puede, que no podrá nunca llenar con palabras, por bellas que sean» . Por su parte, desde el nacionalsindicalismo, Ramiro Ledesma tenía que desmentir a quien fuera su maestro, por que no cabía un partido de intelectuales; sólo era posible un partido de acción. Fraccionada España en dos bloques, desoída la llamada a la unidad política, la suerte de la República estaba echada. 51
  • 52. Los partidos políticos en el pensamiento español Este texto es la transcripción del capítulo, del libro “Los partidos politicos en el pensamiento español ”, de Marcial Pons Historia Pontevedra, 8 de Febrero de 2014 52
  • 53. INCUPLIMIENTO ¿HAY QUE FIARSE DE LOS POLITICOS? 53