1. LA PREGUNTA
EL CUENTODIARIO...
Primavera Encinas
El reloj caminabadespacio, frustrante, se escuchabael
minutero. Aún no llegaba.Normalmente lo hacíaa las seis, y
ya eran lasseis y cuarto. Volteandode un ladoa otro,
busqué alguna distracción sin encontrarninguna. Por más
que lo intenté, no pude evitar pensar en lo insoportablede
mi vida, sintiendocomo la soledad quemabamis entrañas.
Últimamente, no teníamosmuchas cosas de que hablar,
pese a que el matrimonioera irreprochable,teníamos tres
hijosy si bien la cuenta de banco no era extensa, al menos
habíapara pagarlas cuentas a fin de mes.
Me paré en seco y volvía mirar haciala ventana.¿Por qué
tardaba tanto? Llamandoa mi amiga más cercana y a dos de
mis vecinas, comprendí que nadieestaba disponible.
Mi hijo mayor de siete años, pidió permiso para salir a jugar
con sus amigos. Estelita miraba el televisory el pequeño
Manuel,dormía después de llorar la noche entera por un
intenso doloren las encías.
Mirandoa mi alrededor, observé todo en su lugar. Por la
mañanallevé a los niños a la escuela, recogí los uniformes
de deporte; pasé las horas en el supermercado batallando
2. con el peque de seis meses, haciendocola en el cajero
automático,para recoger la casa después.
Mas faltabaalgo. Cuandopor error observé el espejo, me
percaté de mi sombrío aspecto. No me gustó lo que vi. La
tez era páliday opaca, los ojos envueltosen unashorribles
ojeras, mis labiosya no sonreían. ¿Dónde quedó aquella
joven que conquistó a su marido? ¿Se la llevaron acaso las
horas de insomnio frente una cuna, tres embarazos y diez
años de una interminablerutina?
Me sentía miserable. Al casarme, pensé tener la vida
resuelta. Era el hombre ideal,que me sacaría de trabajarde
ese aburridocomercio. Pero, ¿por qué no podíasentirme
plena? Algo debíaestar mal, aunque ignoré qué era.
Llegó. Sin saludarcomo siempre. Dando por hecho, la
inquebrantablesolidezde nuestro matrimonio. Cómo si no
fuese necesario enamorar, seducir, o siquiera agradecer el
cuidadode los niños. ¿Para qué lo haría? De todas formas
llevabamuy bien la casa, como un robotito invencibleque
no ocupara aceite o cualquierotra reparación.
Mientraslo veía cenar, como todas las noches, con su calma
eterna, esa inauditapacienciarodeadade abandono,lo
detesté, responsabilizándolode mis desgracias.
3. Él tenía la culpa por hacerme creer que era especial, cuando
tal vez no lo era. Por decirme que era su máximo amor,
llevándomeal placer más extremo, a la calidezmás
absoluta,para después olvidarme.
Lo odié, porque prometió el paraíso, haciéndomesentir
segura, a pesar de ocurrir lo contrario. Prometiendo que no
experimentaría fuertes sensaciones de angustiacuando me
encontrará en la oscuridad, con dos niños peleándosey otro
llorandopor el mencionadodolorde encías. ¿No se supone
que me casé para no sentir ansiedadni dolorde ningún
tipo, salvándomede mis indecisionesy la fragilidadde mi
existencia?
Terminó de cenar, parándose sin decir palabra,sin
agradecer siquiera el deliciosoplatillo,que llevó dos horas.
Mi frustración era tal, que quise asesinarlo.
Entonces llegarona la cocina los niños, hablandode los
disfraces para el evento navideño,pidiendodinero a su
padre para comprar unos dulces. Él sacó unas cuantas
monedasy recordó:
–Ah, por cierto, se me había olvidado,el fin de semana
vamos ir a la cabañacon los compadres, encárgate de los
preparativos.
4. Los niñosgritaron de emoción, contandolas cosas que
deseaban llevar. Al escucharlos, distraje mi ira, empezando
a hacer planes sin entusiasmo.
De tal sentimiento, pasé a estar ocupada, dedicandolos
siguientes tres díasa prepararlo todo, como si se tratase de
algunacampaña militar. Sistematizando la agenda propia y
la de los vecinos, ordenandolos alimentos, las cobijas, los
impermeables, las botas de montaña….ylo que se me pudo
ocurrir en ese momento y en las setenta y dos horas
siguientes.
Al llegarla fecha señalada,partí repleta de preocupaciones
sobre el viaje, que me distrajeron por tiempo indefinido.
Pasaron los meses, luego los años. Los niñosfueron
creciendo, llenandogran parte de mi día a día, aunquelas
frustraciones aparecíande tanto en tanto. A veces
tímidamente, en ocasiones, entrecortadaspor el llanto u
ocultasen una sonrisa muda o un silencio amargo.
Pero cuandome sentía infeliz, aparecíaalguna distracción
que me sacaba de la abuliay el abatimiento,poniéndome
en marcha.
Mirándomeen el espejo, me decía:Bueno Estela, allá
vamos. Conforme me maquillaba,cubríahoras y horas de
ensimismamiento, dejandoque la cabeza pensara en todos
5. los deberes, sin detenerse un segundo en más tonterías o
cualquiersentimiento que me hiciera retroceder.
Un día, cuando los hijosse fueron y la nena se casó por fin,
me senté en la sala, soltandoel aliento.
Volteé a todos lados, la casa estaba impecablecomo
siempre, no habíapolvo en la mesa, las fotografías
familiares ocupabansu lugar, en la cocina olíasabroso, y los
cubiertos formados sobre el comedor esperaban cualquier
movimiento del minutero. Eran más de lasseis, no tardaría.
Cuandopor fin apareció, después de media hora de larga
espera, nos saludamossin palabras,con una sonrisa tenue,
bastante familiar. Comimos pasivamentecomo lo habíamos
hecho por más de veintiochoaños. Entonces él dejó su
cuchara y dijo:
–Hemos tenidouna buenavida, ¿verdad?
Fruncí los labioscon suavidad,lo miré a los ojos, y después
de unos eternos segundos contesté:
–La verdad…nosé qué decirte.