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EL HIJO ROJO Y OTROS CUENTOS
Johnny Barbieri / El Hijo Rojo y otros cuentos
El Hijo Rojo y otros cuentos
Johnny Barbieri
Primera Edición
Lima, agosto 2018
500 ejemplares
© Derechos reservados, Johnny Barbieri, 2018
casabarbieri@hotmail.com
© De esta edición, Casa Barbieri Editores
Autor - Editor
Johnny Barbieri Camposano
AV. Arica 552. Interior N° 127 – Breña – Lima
Imagen de portada: Eusebio Choque
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del
Perú
N° 2018 - 09240
Impreso en Perú
“Una sociedad no puede aprender a convivir
pacíficamente y en justicia si no es capaz de reconocer
sus heridas y su dolor, si no vuelve sobre su pasado en
busca de lecciones. No se puede, por cobardía o cálculo
político, «voltear la página» de nuestra más reciente
historia sin cumplir con el deber doloroso de leerla y
aprender.”
Comisión de la Verdad y Reconciliación
I. MÍRAME A LOS OJOS
Cuando el patrón abrió la puerta de una patada, el
hombrecito se encontraba durmiendo sobre una cama
de pellejos. Supuso lo peor. Bajó inmediatamente del
altillo por aquella escalera de palo que él mismo había
construido y se hincó como un animal ante los pies del
patrón.
- Qué carajo haces.
- Levántate y mírame a los ojos.
El hombrecito apenas logró ponerse en pie, pero
por más que quiso no pudo mirarle a los ojos, aquel
resuello del amo lo intimidaba profundamente, sus
ojos hundidos, su cuerpo engrosado por la bilis, su voz
carrasposa y aquellas palabras endurecidas en la
desmesura solían apocarlo, hacerlo sentir el ser más
insignificante del mundo. La gramputeada fue seguida
en el acto por una patada en las posaderas que lo tiró
por los suelos.
- ¡Carajo! ya te he dicho que estas no son horas de
levantarse. El potrero te espera desde hace dos
días.
- Sí, si, patroncito.
Casi a rastras avanzó hacia el portón donde al fin
pudo pararse y correr, correr como un espantado hacia
el trabajo
que lo esperaba. Desde el umbral, vio al patrón salir y
caminar muy orondo por en medio del patio de la casa
hacienda.
La noche anterior Teodoro Hualparimachi, el joven
pongo, había logrado lo que meses atrás buscaba con
harta pasión, ser amado por la Justina, una indiecita
que hacía labores de cocina. Cuando la noche serrana
se puso por completo, ella, había llegado al portal
donde almacenaban la paja para los caballos, allí lo
esperaba el indio. Una tonada de grillos enmarcaba el
encuentro. No hubo mucho tiempo para las palabras. El
hombrecito, Teodoro Hualparimachi, la jaló hacia el
pajonal arrumado bajo el altillo y allí la tumbó. La
risotada que soltaba la Justina cuando el indio la
tocaba, hacía que el acto previo a la consumación del
amor sea más divertido, casi un juego, y entre juego y
juego la acariciaba, la besaba, le tocaba sus inocentes
senos, le subía las polleras para bajarle las bragas, el
amor se fue haciendo al tacto. Se quitó el pantalón, y al
primer contacto nuevamente se encendió la risotada
de la Justina. Otra vez los toqueteos, las vueltas en
aquel pajonal seco, hasta que el cuerpo de Teodoro
Hualparimachi, en un movimiento inesperado por
ocupar una posición favorable, cayó al suelo. La
risotada de la Justina se hizo aún más desatada. Parecía
verlo en aquella oscuridad venir hacia ella con un
pequeño colgajo dispuesto a embestirla.
- jajajaja
- Súbete, súbete.
Cuando el indiecito subió se calmó la risotada y
empezaron los gemidos, hasta que aquel camastro
hecho de paja quedó manchado con las huellas del
primer amor.
La chirinka le había zumbado toda la tarde, cuando aún
permanecía en la empalizada que cercaba a los cerdos,
la voz del patrón le hizo estremecerse.
- ¡Espera allí!
- Tú, por qué no tienes tu estaca...Jajajaja
- Dime, por qué no estás amarrado a una estaca
como los otros.
- Jajajajaja. Mírame a los ojos, mírame.
- Híncate y gruñe.
- Híncate te digo ¡carajo!
Se hincó sobre el lodazal y se arrastró como un
cerdo ante la mirada y jactancia del señor todo
poderoso. Aquel guiñapo de hombre tan reducido a
casi nada se revolcaba tratando de imitar a los cerdos,
gruñía pero su voz era tan delgada que apenas parecía
un gatito maullando a la intemperie. Cuando sintió el
pie del patrón sobre la nuca, su hocico se llenó de fango
y no pudo gruñir más, entonces empezó a llorar de
dolor, de miedo, de impotencia. Nunca olvidó aquel
incidente, siempre se le avinagraba la boca recordando
haber tragado la porquería de los cerdos. Se entristecía
por aquel hecho cuando pastaba a los animales, cuando
quebraba las nueces sobre el batán grande, muchas
veces, sus ojos se aguaban frente a la Justina pensando
en la ofensa que le había hecho el patrón, “que hombre
puedo ser para la Justa si el patrón me ha hecho andar
en lodo como cerdo”, se decía para sus adentros, “cerdo
soy, cerdo soy”, entonces no pudo verla a los ojos.
La copiosa lluvia lo había hecho detenerse en el alfalfar
hasta muy entrada la tarde, de pronto se sorprendió
cuando
vio pasar al patrón montado en su caballo corriendo a
galope, sabía que no era nada bueno verlo así, decidió
ir a la casa hacienda, caminó despacio hurgando cada
rincón, su paso leve como un fantasma le llevó hasta la
entrada del potrero, el portón entreabierto era señal de
que algo había pasado, sus pasos, poco a poco, se
hicieron más cautelosos, la lluvia se había detenido. Un
llanto casi silencioso lo jaló de inmediato, era la Justina
echadita sobre el pajal semidesnuda llorando casi para
sus adentros. “Nooooo, Diosito...”. Teodoro
Hualparimachi corrió a su lado y la tomó de los
hombros, “Jus-ti-na”- silabeó despacito. Ella al verlo se
cubrió el rostro con sus prendas desgajadas.
- Vete, vete.
- Por favor, vete.
Detrás de aquellos empujones que le daba la
Justina, sintió su vergüenza que le estaba atravesando
el alma. Decidió retroceder, retroceder lentamente.
Cuando salió del potrero la imagen de Justina se le
había grabado en lo más hondo de su ser y sabía que
jamás la iba a olvidar. Entonces corrió, corrió ladera
abajo y siguió corriendo hasta perderse por completo
por una de esas chacras de maíz que se extendía a lo
lejos.
Nunca imaginó que aquellas huestes sediciosas
llegarían al pueblo. Su hosca figura aburguesada buscó
un lugar donde esconderse. Cuando lo encontraron
debajo de la vitrola vieja empezó a tambalear de susto,
tartamudeaba casi como mordisqueando sus propias
palabras, miraba a sus alrededores tratando de
encontrar ayuda, pero los ojos que lo miraban
inmediatamente cambiaban de dirección,
solo unos ojos saltones se quedaron mirándolo
fijamente sin temor a mostrar el desprecio que sentía
por él, eran los ojos de la Justina. Lo llevaron a
empujones hacia la plaza y lo hicieron sentar en el
apeadero que se encontraba a un costado, frente a la
pequeña iglesia, a la espera de que reúnan a todos.
Mucha gente se habían escondido asustados por las
balas, algunos miraban por la ventana de su altillo lo
que pasaba. Uno a uno fueron trayendo a las personas
buscadas: el gobernador, dos o tres hacendados y
varios soplones. En una rápida interlocución, mientras
la gente del pueblo observaba desde lejos, los fueron
ejecutando. Veían cómo los hacían arrodillar, todos
lloraban, pedían clemencia agarrándose de las piernas
de sus ejecutores, allí caían atravesados por una bala
en la cabeza. Cuando levantaron al tripudo, lloró
mucho, imploró como si fuera un niño.
- No, no por favor no me maten.
- Yo he sido bueno, no me maten, no me maten.
Entonces escuchó una voz débil, aindiada, que le
hablaba con rencor.
- Mírame.
- ¡Mírame a los ojos...!
Era uno de los mandos que recién había llegado y le
apuntaba entre los ojos. Antes de disparar, el gordo
hacendado levantó la mirada y pudo verle a la cara.
Frente a él se hallaba un hombrecito pequeño, de
aspecto cansino que, después de tiempo, estaba
nuevamente allí, mirándolo a los ojos. Pero esta vez lo
miraba fijamente.
II. PERRO MUNDO
Sientes una patada que te hace retroceder, entonces
decides regresar. La calle se ha puesto demasiado
peligrosa. No entiendes. En casa está el niño Gabriel
esperándote. Solo él sabe que la calle te da miedo y que
te estremece el alma cuando alguien te trata mal,
inmediatamente te acaricia la cabeza y te abraza
estrechándote contra su pecho. Es lo que te hace sentir
bien, mueves la cola y saltas, zigzagueas dando ladridos
de felicidad en el patio. La señora Valeria ha entrado a
casa, es mejor retirarse - piensas, sus gritos histéricos
te asustan. Buscas el cartón que han colocado en una
esquina del patio de frías baldosas que te sirve de
cama, sobre él das varias vueltas tratando de encontrar
la posición más cómoda para echarte a dormir. Allí te
quedas por horas, apenas te levantas para ladrar
cuando alguien toca a la puerta, pero el rezongón de la
señora te devuelve a tu lugar. Un trapo viejo que han
colocado, hace más de un mes, para que te sirva de
abrigo, lo empujas con tu hocico tratando de sacarlo
del lugar, te incomoda, quieres alejarlo de ti. Hay un
humor a rancio que no soportas, sabes que allí se
engendra un criadero de pulgas. De vez en vez, te paras
y te alejas,
quieres echarte en otro lugar, pero la voz de la señora
te despierta de aquel movimiento mecánico y corres a
buscar tu sitio seguro, tu lugar donde eres menos
vulnerable.
Los pasos flemáticos que logras oír son los del
señor, te levantas y corres a su lado, sabes que te hará
cariños en la cabeza y luego te ordenará que te quedes
en aquel lugar, ya que a la sala no puedes entrar.
Olisqueas en el aire, te paras, caminas por el patio,
levantas tu fina nariz y olfateas con mayor
profundidad, es pollo ahumado, entiendes que es hora
de esperar, pronto vendrá la comida, aunque solo sea
sobras, pero es tu comida y lo esperas con mucha
ansiedad. Por suerte ya no están aquellos días en que la
niña Verónica te dejaba con hambre, cuando se
acordaba de ti ya había entrado la noche. Desde que se
fue de vacaciones donde tía Victoria a Pacasmayo, la
que te trae la comida es la señora Valeria. Primero
rodeas el plato y luego engulles, sabes que no debe
haber demoras, el hambre no espera. Al rato te sientes
mejor, quieres salir a la calle y correr, te gustaría ir al
parque que está a la espalda de la casa, echarte en la
hierba, revolcarte en el montículo de tierra que se
encuentra en una esquina, orinar hasta formar un
charco enorme, y que todos los demás perros chuscos
sepan que esa es tu zona, te gustaría defecar sobre la
tierra removida, quisieras eso, entonces te empieza a
doler el estómago, corres, das vueltas por el patio, vas a
un rincón y no puedes, quieres aguantarte pero ya es
tarde, lo has hecho justo en medio del patio, un mojón
enorme, sabes que estás jodido, que esas cosas solo se
hacen por las noches cuando el niño Gabriel te saca a la
calle y te lleva a dar una vuelta por el barrio, hacia la
canchita de fútbol. ¡Perro de mierda,
asqueroso...no puedes ir a la calle! otra vez la patada de
la señora que te manda a ocultarte en tu rincón, esta
vez te doblas rápido sobre tu cartón y te envuelves
como un ovillo, te quedas quietecito, sin hacer el
menor ruido porque sabes que de un momento a otro
te puede caer un escobazo. Solo después de un largo
rato, cuando sientes el aire mansito y las voces se han
apagado, decides levantarte a estirar un poco los
miembros, caminas por esas baldosas moteadas
delineando curvas, círculos, giros medio raros, estás
cimbreante, rampas un poco, te encantaría quedarte
así todo el día, muy dentro de ti estás alegre, sabes que
ya falta poco para que llegué el niño Gabriel de sus
clases. Cuando toca el timbre, brincas, ladras con
desesperación, mueves la cola doblando tu cuerpo. Es
el niño, su olor te lleva instintivamente a correr tras la
pelota de hule, sabes que te hará saltar tirándola por
los aires. Lo esperas a la puerta de la casa, no demorará
mucho. Tus ojos se abultan tras la espera. Cuando se
abre la puerta lo primero que hueles es su sandalias de
cuero crudo, entonces te alegras, lo escuchas hablar
pero no entiendes, solo corres tras la pelota y lo tomas
con la boca, sabes que el niño vendrá hacia ti y te la
quitará con fuerza, pero tú estás decidido, esta vez, a
no dejártela quitar tan rápido, entonces se echa encima
de ti y ríe, sientes que eso está bien, que él está
contento contigo, le muerdes el brazo delicadamente y
él te jala la oreja, entonces eres feliz, un momento que
desearías estirarlo por el resto de tu vida, pero eso es
imposible, el niño se irá pronto tras la voz imponente
de su madre. Antes de irse bailoteas en medio del patio
invitándole a que se quede, a que no te deje otra vez,
quisieras decirle que ya estás
cansado de estar solo y llorar, aunque no lloras como
ellos, lo haces por dentro, quisieras gritarle que no te
deje solo porque se te destroza el corazón y el alma
empieza a dolerte como si un aguijón lo atravesara por
completo. Después que te toca la cabeza, sientes sus
pasos alejarse y otra vez quedas vulnerable, tus ojos
parecen humedecerse, estás en blanco sin saber qué
hacer ni en qué pensar, solo un enrejado de soledad y
tristeza comienza a envolverte.
A la mañana siguiente, muy temprano, la señora
te deja salir a la calle para que hagas tus necesidades,
esta vez, estás decidido a llegar más lejos, caminas
hacia el parque, solo encuentras a un perro amigo que
te ladra, en cualquier otra circunstancia irías detrás de
él y jugarías un poco, pero esta vez no, hay ciertos
empellones que te obligan a seguir adelante, entonces
te diriges a la canchita de fútbol, nunca hubieses ido si
no estarías con el niño Gabriel, pero, esta vez, vas solo,
caminas con temor, te asusta el más mínimo ruido,
hueles, empiezas a olerlo todo, te acicalas un poco, son
los nervios, buscas un montículo de tierra para poder
orinar, lo haces de la manera más rápida, miras a tu
alrededor, no hay niños bullangueros ni gente mayor
que agarren una piedra y te lo avienten al lomo sin
compasión. El día aún no se ha puesto del todo, decides
seguir caminando, te paras, te lames un poco, avanzas,
buscas con el hocico algo en la tierra, das vueltas y
empiezas a defecar, pujas, una sensación de
tranquilidad se empieza a enroscar en tu semblante, de
lo más hondo de tu ser hay algo que se complace con la
libertad y te empieza a gustar, entonces flaqueas, te
distraes, cuando te das cuenta del error ya es tarde
para escapar. Un costal te engulle por completo como
un reptil, quieres escapar pero no puedes, muerdes a
cualquier lado, sientes que estás atrapado y no sabes
qué hacer, una incertidumbre se apodera de ti, algo por
dentro te dice que no será nada bueno lo que te espera,
tiemblas, como cuando la señora se enfada contigo por
tus orines en el patio, pero esta vez sientes que es algo
peor, tu instinto te hace pensar en algo malo, otra vez
te mueves con mayor fuerza tratando de zafarte de
aquella oscuridad que te estremece. Agudizas el oído,
solo escuchas voces extrañas que no entiendes, pasos
que aceleran sobre el suelo sin asfaltar. De pronto
sientes tu cuerpo chocar contra el duro terreno, muy
rápido intentas voltear el lomo tratándote de poner en
pie pero no puedes, tu corazón se acelera aún más, te
empieza a faltar el aire, tu aliento se hace espeso,
empiezas a resollar. Cuando se abre el hocico que
minutos atrás te ha engullido, quieres huir, llamar al
niño Gabriel para que te salve de estos desconocidos
que acaban de colocarte una soga al cuello. En tu
desesperación logras morder una mano gruesa y
venosa que luego te toma de la nuca y te levanta en
peso, una flaca silueta se coloca delante de ti y apura el
amarre. Logras ver a otros dos pintando en la pared
letras que no entiendes. Sientes que ya no puedes
hacer nada, entonces te dejas llevar por la providencia,
quizás el destino no sea tan malo contigo. El hombre, el
amo sabe lo que hace. Cuando sientes que la soga tensa
tu cuello, ya es tarde para todo. Solo asciendes sobre
un poste viejo a las alturas.
III. AL OTRO LADO DEL CAMINO
Fue invierno cuando me asignaron a la Decana de
América, me entusiasmó la idea porque en sus aulas,
muchos años atrás, había estudiado mi padre. De los
ocho que fuimos a mí me tocó la Escuela de Sociología.
Ingresé a estudiar en abril. El primer año llevaría
algunos cursos de especialidad en el turno de la
mañana, mientras que los cursos comunes los llevaría
por la noche, la idea de tener una mayor perspectiva
para actuar era clara. Los primeros meses los había
destinado a reconocer el terreno, a tantear algunas
situaciones que por ahí se presentaban sospechosas.
Tenía la idea bien aleccionada de ganar la amistad de
todo aquel que pudiera, asistir a todo grupo surgido en
la facultad sean pequeños o grandes, acudir a
reuniones de camaradería, sobre todo, al bar de la
curva donde el grueso de los alumnos de la universidad
solían concurrir.
Mensualmente debía dar un informe. Aquel año
no se presentó ninguna novedad. Conocí a mis
compañeros sin profundizar en ninguna amistad, creí
que bastaba, por ahora, conocerlos solo así, tal cual
ellos se presentaban, mi intuición ayudaba mucho. La
mayoría llevaba una vida
estudiantil muy normal, otros con ciertos excesos en la
bohemia y la vida social, pero algunos, los más
interesantes, tenían una vida intelectual realmente
envidiable. Conocí a muchos, te hablaban desde Comte
a Weber sin respirar, aunque sentí que evitaban hablar
de Marx, entendí que era peligroso explorar las ideas
marxistas en una universidad recién intervenida por
los militares y, sobre todo, aun conociéndonos
recientemente. El miedo que tenían parecía ser
comprensible; para indagar en temas más
comprometedores había pensado esperar hasta el
curso de marxismo que llevaríamos recién en segundo
año. Aun así eran sorprendentes. Aquel primer año fue
de aprehensión en todos los sentidos, empecé a
conocerlos a ellos y empecé a conocerme a mí mismo.
Recuerdo el libro de Timasheff que compré y las
noches en vela que pasaba leyéndolo. Muchas veces me
avergonzaba no conocer mucho y no poder continuar
una conversación o quedarme callado en clase, sobre
todo, en la clase de introducción a la sociología.
Mientras otros se explayaban en teorías y métodos
sociológicos, yo solo conocía la parte operativa de
organizaciones populares, la historia de los partidos
políticos, en especial la del partido comunista que nos
enseñaron en la base, y un curso de contrainsurgencia
que llevé antes de ingresar a la universidad. Las teorías
sociológicas no las conocía, así que apuré en mis
lecturas para estar a la altura de los demás. Recuerdo
las últimas semanas del primer año, cuando nos
reuníamos en la rampa que daba a la facultad y
hablábamos de todo un poco, siempre trataba de llevar
el tema de conversación hacia lo más controversial,
tenía la consigna de crear polémica,
hablaba siempre sobre la realidad nacional, sabía que
con ello conocería mejor las ideas que manejaban mis
compañeros. Solo encontraba atisbos de simpatía a
favor o en contra del gobierno. Por el momento no
habían ideas aberrantes, las mentes aún no
contaminadas de mis compañeros discursaban en el
plano de lo normal.
Fue en segundo año cuando conocí a Lourdes,
una chica de historia con quien compartía solo dos
cursos comunes. Ella cursaba el quinto año y llevaba
arrastrando algunas asignaturas de segundo y tercero.
Me acerqué a ella porque me había enterado que
participaba en una organización popular en el cono
norte. Llevaba siempre una mochila con arreglos de
motivos incaicos, pantalón jean y unas sandalias de
cuero. Con ella asistíamos al comedor de la
universidad, hacíamos largas colas desde las once de la
mañana, hablábamos de todo. Ella tenía la manía de
pasear la vista por los alrededores en busca de algún
militar, era una especie de paranoia que nunca supo
explicar. Supuse que era el temor que toda mente de
izquierda sentía por la fuerza de represión implantada
por el gobierno. Con ella aprendí cómo el partido
comunista había infiltrado su equipo, muy bien
adiestrado, en las organizaciones estudiantiles,
cuadros políticos dispersados por todas las facultades,
su propósito era reclutar a los estudiantes para la
guerrilla maoísta. Quería nombres, pero aún no me los
daba. Solo dejó la puerta abierta para suponer que
había muchos de ellos encaramados hasta en los
lugares menos pensados.
Aquel año logré la confianza de algunos.
Participé,
incluso, en un pequeño grupo musical tocando la
zampoña. Me hice de varios amigos. Marchábamos
danzando por los corredores de diversas facultades,
eso me hacía popular y, en cierto sentido, facilitaba mi
trabajo. Nos reuníamos en medio del parque frente a la
Facultad de Letras a practicar hasta muy tarde. Era
parte del orbe. Me sentí una estrella en el firmamento.
Aunque sabía muy bien que para todos tenía que dar
cierta imagen de sencillez y gentileza para que
confiaran más en mí. Sé que aquellos días lo hicieron.
No solo lo noté en mis amigos de música, sino también
en mis compañeros de aula, sobre todo, en Lourdes.
Fue Lourdes la primera que me soltó algunos nombres,
en otras palabras, me dio la punta de la madeja. Una
bocanada de nombres que aquella misma noche los
anoté en mi cuaderno de apuntes para,
posteriormente, seguirles el paso.
Cuando me solicitaron dar nombres para armar
un banco de datos no tuve reparos en hacerlo, hice un
informe con todos los nombres que había conseguido,
algunos mandos medios, otros simpatizantes, incluso el
nombre de un profesor de sociales que solía reunirse
con los alumnos en el cafetín. Aquel día tampoco
reparé en dar el nombre de Lourdes, mi compañera.
Las semanas fueron pasando, había logrado
asirme de cierta popularidad interpretando, con la
zampoña, canciones latinoamericanas y de protesta,
muchas veces canturreaba con el grupo por los
corredores de la Facultad de Letras, la rampa de
sociales, los salones de economía; entonces me sentía
uno de ellos, era uno de ellos ahora bajo esa luz
mortecina. No advertí cuándo fue que llegué a ser
verdaderamente uno de ellos, leía con avidez los libros
de
sociología, filosofía contemporánea, marxismo,
doctrinas sociales, debatíamos en clases, en los pasillos
de la facultad, sentados en una mesa del bar de la
curva. Estuve sorbido por aquella fuerza que me
llamaba analizar la realidad del país, criticar el sistema
o defenderla. Solía defenderla, soterradamente solía
defenderla, hasta que aquel piso de laja que pisaba por
largos años se me desmoronó una tarde cuando vi los
ojos de Lourdes. Cuando vi aquella luz destellar en sus
ojos vi su corazón, su alma desnuda ante mis ojos, y
creí en ella. Me contaba historias, casos muy
personales de abuso social, pobreza a todo nivel,
mujeres organizándose en vasos de leche y en
comedores populares. Asistí a una de ellas en el cono
norte, era un comedor con esteras llamado Señor de los
Milagros, madres con hijos en brazos pululaban por
una ración de almuerzo, nunca me sentí más triste y
más pobre, llevada por Lourdes hicimos un trabajo
social de organización y empadronado, repartimos
raciones extra de pan a los niños, ella era una líder
natural. Entonces sus ojos pardos claros me miraron,
sus hermosos ojos pardos se fijaron a los míos. Los vi
encenderse de vida, de mundo, y creí en ella, en su
inocente corazón lleno de sensibilidad.
Fue al año siguiente cuando la infiltración
contrainsurgente en las universidades tomó un giro
que nunca había imaginado. La mano
contrarrevolucionaria en el país había asestado su
golpe más duro en la guerrilla maoísta infiltrándose en
sus niveles más altos de organización. Sus efectos se
sintieron de inmediato en las universidades. Los
mandos fueron cayendo uno a uno. Se
hablaba de enfrentamientos, de movilizaciones que
fueron disueltas en el momento preciso, atentados
repelidos de inmediato, lo cierto es que había una lista
de muertos en el cono sur, días después en el cono
norte, capturados otros tantos, gente que en algún
momento había conocido en el patio de sociales o en
alguna reunión, ahora yacían muertos o encarcelados.
Recuerdo que entregué algunas listas de muchos
simpatizantes y sospechosos, a quienes se supone
entrevistarían, interrogarían, confrontarían o, en el
peor de los casos, acusarían su militancia a la
subversión. No imaginaba otra cosa sino eso. Cuando
llegó aquel día había salido temprano de la
universidad, creo que fue después de la clase de
Análisis del Perú contemporáneo, desconocía todo acto
que el aparato contrainsurgente, instalado en las
universidades, realizaría aquel día. El hacer estragos en
las guerrillas populares solo abarcaba una infiltración
efectiva con los agentes de inteligencia operativa, la
identificación de los sediciosos y la captura, sobre todo,
de los altos mandos políticos. Pensé que solo eso podía
suceder. Pero aquella tarde las cosas se desbordaron.
La fuerza contrarrevolucionaria había tomado la
universidad. Más de seis horas duró aquella redada, se
dice que fue para revisar documentos, solo eso. Pero no
fue así. Aquel día secuestraron a seis compañeros,
entre los que se encontraba Lourdes. Nadie entiende
cómo al día siguiente, muy temprano, las noticias que
la prensa difundía eran las del abatimiento de un grupo
de senderistas al mando de la camarada Angélica,
quienes quisieron volar el banco de la nación en el
distrito del Agustino. Vi su foto, estaba tendida con un
balazo en la cabeza. Solo vi esa bala abierta por
encima de sus ojos. Aquellos ojos que un día me vieron
con una luz que iluminaba el mundo. Una luz de fe, una
luz de vida frente a toda aquella podredumbre.
Secuestrados, torturados y asesinados, el
servicio de inteligencia había hecho lo suyo, yo había
hecho lo mío. Pensaba que la guerra de guerrillas del
campo había pasado a la ciudad con aquella crueldad
inhumana que nos dijeron en el curso de
contrainsurgencia. Estábamos adiestrados a verlo de
esa forma, yo lo vi de esa forma aquellos primeros
meses. Mis informes decían eso. Lourdes en el suelo
con una bala en la cabeza, brotándole la sangre más
roja, más humana. Sentí que su sangre había manchado
mis manos, aquel informe maldito que jamás debí
escribir. Sentí que había derribado al pájaro más
hermoso que vi volar por los cielos. Esa idea se me fue
metiendo a cuchilladas. Entonces no pude más y huí,
huí hacia los extramuros de esta vida, hacia aquel
inaccesible estado donde solo se puede estar con uno
mismo entre el límite de la vida y la muerte,
recordando su bello vuelo, su trayectoria por aquellos
cerros populosos, con su viejo jean, su blusa blanca, su
mochila y todos sus sueños de amor, justicia, libertad e
igualdad para todos.
Tiempo después regresé. Estuve otra vez en el
camino pero, esta vez, al otro lado. Después de
abandonarlo todo, estaba frente aquel punto que se
bifurcaba en dos líneas. Sentí que la mano de Lourdes
me conducía por el sendero adecuado, que su recuerdo
era el cencerro que me guiaba casi por instinto.
Entonces me volví uno de ellos, el otro para los que
eran como yo. Nadie conocía mi pasado y
yo lo fui olvidando poco a poco. Empecé a vestir jean y
camisas blancas. Empecé a visitar asentamientos
populares y trabajar en organizaciones de ayuda social.
Empezaron a llamarme Santiago. Todo era ineluctable.
Cuando aquel día vi sus ojos, muy en el fondo de mí,
sabía que todo era ineluctable. Seguiría el latido de su
corazón hasta donde ella me llevase, y me llevó lejos, al
otro lado del camino.
Tengo en mis manos una AKM en ristre. He
andado huyendo por este valle del río Apurímac,
algunos compañeros vienen conmigo. Hace días que no
dormimos ni comemos. Solo nos alumbra por las
noches las estrellas que parecen cargarse de
luminosidad y unas antorchas que prendemos para que
nos ilumine el camino. Del otro lado no hay amigos ni
hermanos solo un contingente de represión dispuestos
a volarnos el alma. A veces cierto escarceo en el cuerpo
me echa por los suelos, pero tengo que seguir. Hoyando
en la tierra con nuestras manos avanzamos dejando
cosas, pertrechos, armas y muchos recuerdos, pero aún
los sueños siguen intactos en nuestros corazones.
Luego de andar casi todo el día nuestros cuerpos no
pueden más, muchos de mis compañeros se han
rezagado, los pocos que quedan se dan fuerzas al
escuchar las ráfagas de balas de la represión. A mí solo
me mueve una luz, una luz que con su mirada encendió
mi corazón y que nunca nadie la podrá apagar.
IV. ALREDEDOR DEL FUEGO
Un olor a leña los fue envolviendo en medio de la
noche. La selva se extendía alrededor como una niebla
densa. Apenas un poco de luz de luna se filtraba por
entre los enormes árboles. Una cadena de montañas se
dejaba ver en el horizonte, allá donde parecía
abruptarse el mundo. Estaban sentados alrededor del
fuego. Todos esperaban las últimas instrucciones. Ella
frotaba su tobillo derecho que había colocado sobre un
tronco viejo. Él miraba aquella maraña de hojas y
ramas que los rodeaban. De vez en vez su mirada se
deslizaba hasta alcanzar aquella fricción de su
compañera, pero al instante volvía a su oscura selva.
Ella, entonces, alzaba la mirada y lo veía incrustado en
aquel limbo impenetrable. Cuchicheaban, rascaban el
metal, movían los pies como por inercia. Ella seguía
frotando su tobillo casi a perpetuidad y Él mirando el
verde. Entonces una voz de mando los hizo ponerse en
atención. Todas las miradas se alinearon ante una
imagen que se movía de un lado para el otro,
vociferaba con firmeza, levantaba las manos, hacía
gestos en el aire, construía planos, dibujaba los lugares
exactos con sus dedos y distribuía posiciones. Doce
hombres
bien armados iniciarían el ataque a la altura del cerro
negro, casi al terminar la curva, el compañero Julián
llevaría las tres granadas de fusil tipo pepa, el objetivo
era destruir la primera patrulla contrasubversiva. Otra
vez, las manos viajaban por los aires haciendo
curvaturas extrañas, cabalgaban sobre el viento
creando ondas, aquellas manos equitadoras se
detuvieron de un tirón. El segundo contingente lo
integrarían diez compañeros a quienes se le había dado
la orden de atacar la segunda patrulla, entre ellos
estaban Él y Ella. Los demás quedarían atrincherados a
la espera de la emboscada. La zona era boscosa. Casi a
media noche, pensaban iniciar la marcha, calculando el
tiempo que les tomaría llegar al lugar de los hechos a la
hora exacta. Al ponerse la luna sobre ellos, se
levantaron, cogieron sus armas y algunos pertrechos
de guerra, e iniciaron el recorrido para alcanzar sus
posiciones a la madrugada. Él iba detrás de Ella. Muy
dentro de sí algo le mandaba cuidarle el paso. Se
internaron monte adentro con la intención de alcanzar
la carretera que serpeaba sobre una pequeña montaña.
Tendrían que caminar la noche entera a penas
alumbrados por pequeños mecheros artesanales. Una
sola columna como las hormigas. El avance era lento
pero incesante. Ella, de vez en vez, aminoraba el paso
tratando de que Él la alcanzara, lo que solo pudo lograr
después de casi dos horas.
- ¿Hace frío o es mi impresión? – dijo Ella
frotándose los brazos como para darse calor.
- Sí, hace mucho frío. Qué raro no es común en
esta época del año – dijo Él con la seguridad de
un lugareño.
- Parece como si alguien estuviera soplando en
contra nuestra como para no avanzar más.
- No digas eso, solo es el clima de la medianoche,
luego pasará.
- He sentido que hay demasiada tensión en el
grupo, ¿qué crees tú?
- Sí, hay algo de eso, pero no debería ser así,
porque no es nuestra primera incursión.
- Para mí es como si lo fuera – dijo ella casi para
sus adentros.
- No te preocupes, todo será sencillo. Tú solo
colócate detrás de nosotros y listo –su rostro
bosquejó una sonrisa.
- Gracias... gracias, ya no me preocuparé más.
Entonces callaron. Ella se adelantó apurando el
paso. Detrás, Él, le fue observando su talle a voluntad.
Andaban por horas. Solo la noche. La noche y el monte.
La noche, el monte y los pájaros que gorjeaban sus
penas. Por allí monos, ranas, grillos, arañas, incluso
serpientes, era un concierto animal. Tras un largo
camino, las huestes senderistas se abrían paso
abriendo trochas hacia un destino que estaba lleno de
incertidumbre. Iban paralelos a un riachuelo
escuchando el sonido que provocaba la corriente del
agua al avanzar chocando con las piedras y las ramas
rotas, bordeando algún desnivel, creando alguna
cascada. Él, la miraba caminar, saltar, agacharse para
amarrar sus botas, miraba su pantalón de campaña
ceñida a su cintura, imaginaba unas bragas de algodón
color rosa. Ella caminaba contoneándose de manera
premeditada, saltaba sin necesidad, se agachaba
sabiendo que los ojos que venían
detrás se posesionarían de sus partes más deseadas.
Entonces se dejó alcanzar por segunda vez.
- Aún nos falta mitad de recorrido y ya estoy
agotada.
- Sí, el camino está demasiado pesado y eso que
nos falta cruzar el río grande – dijo Él.
- Espero que el río no esté muy cargado –
respondió Ella sintiéndose muy preocupada por
lo que vendría.
- No. No lo está, no es temporada de lluvia.
- Si pudiera retroceder el tiempo – su mente
pareció volar hacia algún recuerdo.
- ¿Acaso te arrepientes de algo?
- No, no. Solo que se extraña mucho. La casa, la
familia. A veces me entra una nostalgia. Sabes,
tengo una hermana pequeña de siete años, hace
casi año y medio que no la veo.
- No creo que sea el momento adecuado para
estar sensibles. En esta hora la distracción es
fatal. Sabes que vamos a otra cosa. A un
encuentro donde lo menos que debe haber son
sensibilidades. Así que deja ya eso.
- Sí, tienes razón, seré insensible.
Ella quedó quieta un instante, atollada en algún
pensamiento. Él la miró sin saberle qué decir,
inmediatamente tomó su brazo y la llevó con él. Ella
seguía los pasos aún sin ver el camino. Estaba en otro
sitio por un buen rato, hasta que sintió unos brazos
fuertes sostenerla con una intención protectora. Miró
alrededor, una profusa oscuridad la envolvía por
completo, solo los mecheros en fila india; entonces se
dejó llevar. El agreste camino los
hacía, por momentos, unirse para subir cuesta arriba,
los machetazos se lanzaban para abrir paso a la dama.
Ella encantada que la enramada cayera a sus pies y las
pisara como si fuera una alfombra que crujía a su
andar. Caminaron por horas hasta que el camino llegó
a su final.
- Hasta que por fin – Ella dio un suspiro.
- Descansa mientras puedas, muy pronto
estaremos frente a lo que hemos venido hacer.
- No me asustes más – ella bajando su arma
automática, se sentó sobre un promontorio de
tierra seca.
- ¡Uf! El día va ser muy largo – Él, se secó el sudor
de su frente con la manga de su camisa.
- Ya pronto va amanecer. Ojalá que todo acabe
rápido.
- Así va ser. Tenemos que eliminar esas dos
patrullas que vienen muy temprano desde
Mazamari, y de allí nos vamos a casa.
- ¿Así de sencillo?
- Jajajajaja...sí, así de sencillo.
- Muy bien compañero...de allí a casa.
La voz de mando les ordenó ocupar sus posiciones.
El segundo contingente tuvo que caminar medio
kilómetro más por donde subía la carretera. Se
agazaparon tras los arbustos, los árboles, las
depresiones de terreno, las rocas que parecían no
haberse movido desde el inicio del mundo. Él se había
tirado al suelo delante de Ella. Quería protegerla. En un
supuesto ataque su cuerpo amortiguaría las balas que
estuviesen dirigidas hacia Ella. Aquellos minutos de
espera fueron los más interminables. Cuando
escucharon el ruido de los móviles venir por la
carretera, sintieron que ya la
suerte estaba echada. Él volteó a verla, Ella se quitaba
un insecto del cuerpo.
- Ey!, qué pasa – gritó Él con energía.
- Disculpa, disculpa...- agachó su cabeza y preparó
el arma.
Dejaron pasar la primera patrulla. Casi a cien
metros después se acercaba la segunda. Habían
interrumpido el pase con troncos de árboles viejos a la
altura de la curva, frente al cerro negro. No escaparían.
Cuando escucharon las primeras explosiones adelante,
ellos, empezaron el ataque. Las granadas no dieron en
el blanco porque la camioneta había retrocedido de
inmediato. Una ráfaga de balas reventó las llantas. De
pronto sintieron las primeras balas pasar por sus
cabezas, estaban repeliendo el ataque. Ellos que habían
dejado su lugar de emboscada para ocupar lugares más
favorables, al sentir las balas amenazantes, tuvieron
que retroceder asustados. Desde posiciones más
distantes continuaron con el ataque, parecían ver
algunos cuerpos enemigos abatidos sobre la
camioneta, pero ya no podían avanzar. La camioneta
con las llantas reventadas por las balas se había
convertido en un constructo blindado para la fuerza
del orden que los protegía del ataque. Las granadas
fueron utilizadas todas sin dar en el blanco. Las balas
parecían rebotar en ese cuerpo metálico. El fuego
cruzado se intensificó en pocos minutos. Cuando Él
advirtió al primer compañero muerto a pocos metros,
recién se dio cuenta de la gravedad de las cosas. Había
varias bajas. Buscó rápidamente la posición donde
estaba Ella pero no la encontró. Entonces sus ojos se
abrieron al máximo, una columna de fuerzas
contrainsurgente los estaban rodeando,
parecían salir de los árboles, de las ramas, de las rocas
grandes, de la tierra misma donde ahora Él se
arrastraba tratando de salvar su vida, las balas iban y
venían de todas direcciones. Otra patrulla había
llegado, era el tercer camión contrainsurgente.
Entonces todo cambió, ahora ellos parecían los
emboscados. Quiso huir pero no pudo, sintió un ardor
en el estómago como un aguijón, una bala le había
perforado el vientre. Se tomó con las manos en el lugar
donde nacía el dolor y un chorro de sangre le enrostró
la realidad más terrible: estaba herido de muerte. Miró
el cielo que ahora parecía apagarse ante su mirada,
miró los árboles de lupunas tan altos, miró el amanecer
casi replegado de luz. La fuerza contrasubversiva se
acercaba como una tromba, sentía que ya llegaba el
final, deseó tener una granada y hacerla volar sobre su
cuerpo para no tener que someterse al enemigo, pero
eso ya no hacía falta, su corazón se iba deteniendo poco
a poco. Dio unos pasos y se cobijó detrás de unos
arbustos, pensó que ese sería el mejor lugar para el fin.
De pronto frente a Él apareció Ella.
- ¿Tú, dónde estabas? – preguntó casi a media
voz.
Ella solo le miraba a los ojos como si estuviera
viendo una piedra o un árbol o un pájaro muerto.
- Tienes que irte…huye, huye.
- Ya no es tiempo de huir más – dijo Ella con
una voz de resignación que Él no pudo
entender.
- No seas tonta, no ves que nos están rodeando.
Yo ya no podré llegar a ningún sitio, así que más
vale que tú te salves…huye, huye.
Ella quedó parada allí, casi inerte, mirándolo sin
pestañar. Aún las balas silbaban por los alrededores.
Los
pasos parecían acercarse cada vez más. Él se iba
apagando segundo a segundo, sintiendo muy dentro de
sí, que todo camino ya estaba cerrado. Entonces los
escuchó.
- Aquí están...!
- Aquí hay uno de ellos!
- ¡Ya perdiste maldito terruco!
Antes de escuchar el disparo del fin, miró los ojos
de su compañera que lo miraban inmutables, entonces
vio los ojos de la delación, los ojos que lo
estremecieron hasta lo más hondo del alma, los ojos
insensibles que lo veían sin ver.
V. FINAL DEL CAMINO
A un lado se había levantado una carpa grande de lona
dividida por un biombo donde pensaban colocar los
restos hallados. Después de veintitrés años, volvió a
sentir aquella ventolera de muerte que le escarapeló el
cuerpo. Estaba nuevamente en aquel lugar, frente
aquel cerro antediluviano donde mataron a su familia.
Aquel suelo malva serrano que lo vio crecer, ahora, se
extendía con una paz envolvente. Fue entonces que lo
empezó a recordar. La lasitud de aquella tarde, a medio
caer, le dejó ver cómo unas manos venosas
ahuecaban la tierra hasta sus entrañas para echar los
cuerpos de la ejecución. Los miraba desde cierta
distancia, oculto bajo unos molles crecidos. Se le
aguaron los ojos cuando vio caer, uno a uno, a sus seres
queridos. Se le crispó el corazón. Pensó en un
descampado, en cierta loma baldía donde sobresalían
algunos tallos retorcidos y mucha hierba seca. Al frente
un cerro sin forma, recordó que desde muy pequeño su
padre le había enseñado ver la silueta que escondían
los cerros: la forma de una mujer embarazada, la de un
pájaro herido, un becerro echado junto a su madre, una
pareja de amantes en pleno acto de amor y más, mucho
más, pero este cerro no tenía forma alguna. Y en aquel
momento lo volvió a ver en todo su esplendor, una
masa amorfa configurando una inmensidad cómplice.
Se acercó como temiendo encontrarse con una
realidad que no quería presenciar, pero ello era
inevitable; señaló, entonces, el lugar donde la tierra
apisonada había formado ciertas grietas como si fueran
huellas digitales. Excavaron hasta lo más profundo, las
palas parecían no encontrar final. Y allí, por fin allí,
estaban uno al lado del otro: dos fosas comunes. Bullía
su sangre en su interior cada vez que extraían un
cuerpo. Miraba inútilmente tratando de reconocer si
era uno de los suyos. Cráneos y huesos, vestimentas
viejas. Hasta que los reconoció, estaban como en una
foto velada, un caminito estrecho que se corta a medio
andar. Toda la poquedad del ser resumida en un osario
que lo sacudía por completo. Por ahí una voz pastosa
empezó a gramputear. Algunas mujeres lloraban. Él
estaba callado, enrollado en su pena. Había reconocido
en un viejo pantalón gris un pequeño llavero con un
caballito de bronce, era su padre. A un costado dos
restos de niños que supuso eran los de su hermano
mayor y su prima Luzmila. Sus ojos buscaron de
inmediato alrededor, y allí estaba, como mirando desde
el más allá: su madre. Parecía estarla viendo en vida, su
falda oscura con pliegues y esa blusa de flores.
Nuevamente sus ojos se aguaron, ahora viendo el final
del camino.
Hace veintitrés años había ido al potrero
cuando escuchó los primeros disparos. La bulla a los
alrededores le obligó a esconderse entre la paja seca.
Pudo ver cómo
entraban a su casa y se llevaban a toda su familia, lo
mismo hicieron con los vecinos y con mucha gente del
pueblo. Ya cuando todo parecía calmado fue al interior
de la casa, entró casi de puntillas para no hacer ruido
pensando en que podía haber quedado alguien por ahí,
solo vio la mecedora de mamá haciendo un leve
movimiento, aquietándose poco a poco. Guiado por el
sonido de las balas que se escuchaban a lo lejos corrió
para alcanzarlos, aquellos retumbos que le sonaban
hasta muy dentro del alma parecían venir de aquel
cerro sin forma. Sintiéndose cerca caminó con cuidado
hasta llegar al lugar. Eran hombres uniformados que
golpeaban en el suelo a una persona, luego lo hicieron
correr y al ratito caía atravesado por las balas,
cargaban el cuerpo y lo echaban a la fosa que habían
cavado. El miedo lo hizo acercarse, casi a rastras, hasta
alcanzar una hilera de molles viejos que se extendían a
un costado, y allí se colocó acurrucadito para que nadie
lo descubriera. Desde ese lugar lo vio todo. Todas las
muertes que su pequeño corazón podía soportar. Cada
muerte le arrebujaba el alma, su inocente ser estaba
siendo destrozado por dentro con las garras más
miserables. Entonces vio a su padre. Hubiese querido
correr y abrazarlo para que no le hicieran nada, pero
eso no era posible, sabía que a él también lo matarían
sin ninguna compasión. Lo habían golpeado, desde el
suelo gritaba, nunca antes lo escuchó gritar así, con
tanta desesperación, uno de ellos lo ató a un poste de
palo como a un animal, luego se alejó despacio
contando veinte pasos hacia adelante y se volteó,
mirándolo a los ojos le dijo “quédate quieto, así que no
quieres hablar”, sacó una pistola y le dio un disparo, el
cuerpo del padre cayó de rodillas,
inmediatamente vino un segundo disparo que lo echó
por los suelos, su madre corrió hacia él gritando
desesperada, y ahí mismo, una bala la hizo caer junto a
su compañero. No pudo resistir más y salió de entre los
molles y corrió, corrió como un espantado. Se le había
acabado el mundo frente a sus ojos, era una pesadilla.
Deseó no ver más, cerrar los ojos y escapar de todo. Así
llegó a casa, se escondió en un rincón de su cuarto,
agarró su pequeño ábaco y empezó a contar, pasó
veintitrés años contando. De noche los recuerdos lo
hacían temblar, estremecerse sobre la cama, sabía que
tendría que recorrer un nuevo camino, pero esta vez,
solo. Abandonó su pueblo, aquel centro poblado en la
sierra sur arrasado por la desventura.
Parado allí, frente a los restos de su familia,
sentía que todo vacío se llenaba, que frente a él toda
oscuridad se diluía. Después de tantos años había
llegado al final del camino, y el final, esta vez, era un
nuevo comienzo.
VI. EL GATO
La explosión lo había tirado al suelo, aturdido se
incorporó y entró rápidamente a la estación de policía.
Su calva sudaba. Solo veía humo y polvareda
ocupándolo todo. Las paredes frontales habían caído
por el estremecimiento que produjo el estallido. Lo
demás era un sonido estentóreo que seguía
retumbándole los oídos. Ingresó raudo hacia aquella
estación que, ahora, yacía en escombros. Sorteaba los
cuerpos como si se tratasen de pedazos de ladrillos que
le impedían el paso. Le ordenaron que vaya a los
estantes y recogiera las armas. En el camino vio al
oficial mayor muerto, sus ojos inanimados parecían
que lo miraban fijamente, le quitó el revólver que
llevaba en su funda y se lo colocó en la pretina del
pantalón. Se desabotonó la parte superior de la camisa,
parecía como si el aire le faltara, avanzó, los estantes
habían caído sobre un gran escritorio de cedro. Cogió
algunas armas y salió de inmediato tratando de evitar
que alguien lo reconociera.
Las horas siguientes lo habían llevado a recorrer
algunos kilómetros de distancia hasta la entrada de
Santa Rosa. Allí dejó las cuatro armas automáticas de la
intervención a la estación policial, se lavó el rostro, se
puso una casaca negra y recibió instrucciones del
compañero encargado, luego volvería a casa, estaba
asustado, sabía que de regreso tendría que pasar por el
lugar del atentado, su mente empezó a divagar,
pensaba que quizás alguien pudo haberlo reconocido.
Al pasar por el lugar, ya entrada la noche, un centenar
de personas se habían arremolinado para ver lo
sucedido, camionetas de policía con su circulina
encendida estaban estacionados flanqueando la
comisaría que yacía casi derruida por completo. La
prensa se movía de un lado a otro en su intento de
posesionarse del mejor lugar y obtener las imágenes
más impactantes. Él, miraba con temor, su cuerpo
como empujado por una fuerza interior se había
corrido hacia el lado contrario de la ventanilla tratando
de escapar del suceso, se le hizo un nudo en la
garganta, sus manos sudaban, el espacio lo empezó a
sofocar; por un instante, pensó en abandonar el carro y
correr lejos a cualquier lugar, pero no era una buena
idea, se sentó, su cuerpo se contrajo hasta alcanzar un
bulto pequeño, solo minutos después, cuando ya el
carro había traspasado el lugar, su cuerpo contraído se
fue soltando poco a poco, su respiración volvió a ser la
misma, pero aún no dejaba de sudar.
- Déjeme en el paradero de la esquina, por favor.
Al bajar tomó el lado izquierdo de la calzada, muy
pegado a la pared, sus pasos se hicieron rápidos, de vez
en cuando se detenían para mirar atrás, pero
nuevamente tomaban el ritmo apurado, casi de escape.
La oscuridad de la noche ayudaba a que nadie pudiera
advertir su presencia, por ahí el ladrido de algunos
perros le hacían cruzar la pista
y pegarse hacia la pared de la calzada contraria. Al
doblar la esquina, se sintió mejor, mucho mejor,
entonces sus pasos tomaron el ritmo de siempre. Subió
la pendiente, cruzó a la derecha y se instaló otra vez en
su aposento, una casa semi construida, con paredes de
ladrillos y techo de calamina. Abrió la puerta, fue a su
dormitorio e inmediatamente se echó en aquel
camastro viejo que por años lo había cobijado de las
más duras condiciones, sobre todo, cuando el frío
apremiaba en invierno. Su cuerpo buscó el espacio más
cercano al triplay que dividía la habitación y allí, casi
mecánicamente, tomó una posición fetal, como si su
subconsciente lo llevase al vientre materno donde se
sentía seguro, libre de toda amenaza.
Le llamaban el gato por sus bigotes puntiagudos, de
joven su ondulada cabellera se hacía distinguir por
unos rizos que llevaba a un costado y que
trimestralmente se hacía arreglar en el salón de Koky,
el estilista del barrio. Ya con los años aparecieron las
primeras entradas y, luego, a los cuarenta, una calva
considerable. No se le conocía mayor familia que un
perro chusco llamado Lenin y una gatita angora de
nombre Luchita. En la cuadra era muy popular.
Participaba de las actividades comunales, de los
campeonatos interbarrios, de las fiestas vecinales,
incluso se le veía jugando ajedrez con las personas
mayores. Los muchachos lo buscaban para apadrinar
los campeonatos de fulbito, él, muy deseoso, aceptaba y
corría a la tienda de deportes de la Av. España a
comprar las camisetas para el equipo. Era muy
querido. Por las mañanas trabajaba en el mercado de la
tercera zona en un pequeño stand donde
solía vender y arreglar relojes de todo tipo: personales,
analógicos, digitales, incluso mixtos. Era todo un
experto, su lista era larga: citizen, casio, seiko, zenith,
erken, chanel, guess incluso había tenido en sus manos
un rolex de los más caros. Sus dedos parecían unas
pinzas, sus yemas seda pura, cada forma era acariciada
a tal extremo que su mente volaba al pasado
imaginando clepsidras y cuadrantes que llenaban todo
el lugar. Las carátulas eran de todas las formas:
redondas, cuadradas, hexagonales, con enchapes de
oro y plata, con piedras preciosas, sintéticas, con
adornos exóticos, rarísimos. Las yemas de sus dedos se
arrastraban a cada forma como si fueran sierpes, era
un disfrute casi patológico. Cargaba siempre un
estuche negro con sus instrumentos básicos: pinzas,
destornilladores, lupas, lunetas, un pequeño cepillo con
cerdas muy finas, un disolvente y muchas otras cosas;
especialista al máximo. Cuando llegaba un reloj a sus
manos empezaba un minucioso desmontaje, se
colocaba la lupa en el ojo derecho, tomaba el
destornillador y una pinza pequeña, y empezaba la
operación como en un quirófano. Llegar al corazón de
la máquina era el objetivo, extraía las arterias, limpiaba
la grasa acumulada, la sangre que chorreaba por sus
manos se lo limpiaba con una franela verde que
guardaba en su cajón, y luego de algunos minutos ya
estaba listo el trasplante. Era un cirujano experto. Las
máquinas lo sabían muy bien. Los clientes aún más. Era
muy solicitado, le gente venía a buscarlo de todos los
lugares: señoras bien vestidas, hombres con terno y
corbata, jóvenes universitarios, jovencitas de los
institutos cercanos. Es por ello que nadie sospechaba
de nada cuando lo buscaban en su stand de la
tercera zona o cuando lo buscaban en su casa y se
encerraban por horas. Solo la señora Bertha dudaba,
haciendo preguntas y comentarios que nadie hacía
caso. La gente sabía que era muy insidiosa, es por ello
que los vecinos no se sorprendieron cuando la vieron
llevando a la policía hacia la casa celeste del cerro,
hacia el cubil del gato.
Las primeras horas del día, un cerco de más de
treinta efectivos policiales habían rodeado la zona. La
noticia de que uno de los actores del atentado a la
estación policial era un vecino, había corrido como
pólvora.
- Es el vecino que trabaja en el mercado.
- Sí. Le dicen el gato.
Al escuchar esto la señora Bertha, que había ido al
lugar del atentado, apresuró en concretar el delato.
- Sí, sí yo lo conozco.
- Vive por la tercera, en el jirón Ilo.
- Vengan, vengan, yo los llevo.
Cuando los efectivos del orden rodearon el
vecindario, ya era demasiado tarde para todo. Los
vecinos solo miraban sin involucrarse, los policías
avanzaban por los rincones tratando de no hacer ruido,
la señora Bertha levantaba el dedo acusador señalando
el lugar. Dentro de la casa, el gato, que no había
dormido en toda la noche, se había colocado los
zapatos y dobló las bocapiernas del pantalón hasta
alcanzar las canillas. Su instinto de conservación le
había hecho tomar el revólver del oficial que, horas
antes, le había quitado y se lo puso al cinto. Lenin,
empezó a ladrar en la puerta de la casa, su gata blanca,
Luchita, presintiendo algo malo, había trepado al techo
huyendo del peligro. Afuera
solo la señora Silvia, con su hija Sandrita en brazos, se
atrevió a decir que el gato no estaba en casa, pero los
efectivos no le creyeron. El gato sabía que la única
manera de huir era trepando el cerro hasta llegar a la
olla – una depresión en forma de recipiente que se
había formado en una gran roca – y de allí
desbarrancarse para la parte trasera del cerro. Por un
instante pensó del error cometido, sabía que era un
tremendo error incursionar en la comisaría de la zona
donde vivía, alguien podía haberlo reconocido, y así
fue. La suerte parecía echada. Entonces salió corriendo
hacia el cerro, trepó como un felino como lo hacían los
niños del lugar. Cuando pensaba haberlo logrado,
escuchó un estallido de balas, esta vez no hubo
estruendo que lo ensordeciera, y los silbidos que
parecían quemarle el cuerpo los había escuchado
claritos. Cuando su cuerpo alcanzó, a rastras, la olla en
la cima del cerro, pareció ver, desde arriba, solo
puntitos negros, puntitos que se iban alejando hasta
desaparecer, luego el zumbido, el mismo zumbido que
no lo había dejado dormir se hacía eterno.
VII. LA CASA DE LAS PARIAS
Nuevamente sus pasos se dirigían hacia aquel burdel
del octavo sector, al sur de Lima, esperando
encontrarla esta vez. Estaba escondido entre el arenal
y aquellas casas de esteras que no habían sufrido
mayores cambios desde la vez que las levantaron, allá
por 1970. Casi oculto del mundo por vergüenza. Le
llamaban la Casa de las parias. A los alrededores
proliferaban algunas cantinas de mala muerte. La
noticia que trabajaba en esa casa de citas, lo trajo
desde muy lejos, casi del lado opuesto de la ciudad.
Eran los extramuros de Lima, donde la gente
provinciana había llegado tras una migración forzosa,
sin más esperanza que levantar una chocita y poder
vivir. Ahora, sentado en una mesa de una de las
cantinas al que acababa de entrar, volvió a revisar el
documento que tenía archivado en un folder manila.
Hoja por hoja, empezó lentamente una nueva lectura:
Los sinchis habían ingresado al pueblo un día domingo,
lo recuerdo porque era día de misa y allí en la plaza nos
reunieron a toditos para hablarnos. Nos dijeron que
habían venido para combatir a los senderos, o sea los
terroristas, que no permitirían que ninguno de nosotros
colaboré con ellos, dándoles gallinas, papas, maíz, o lo
que tuviéramos, porque el que lo hiciera también sería
considerado un terruco. El pueblo todo empezó a tener
miedo, incluso la fiesta patronal se suspendió. Cuando
salíamos a pastar el ganado, teníamos que regresar
prontito por temor a que suceda algo. Ellos caminaban
en grupo por todo el pueblo, nos miraban muy mal,
estábamos toditos sometidos. Ya ni siquiera podíamos
hablar en grupo porque pensaban que hablabas de ellos
y entonces te golpeaban. Sabíamos de muchas cosas
malas que hacían pero nos callábamos por el miedo a
que te digan o te hagan algo. Papá Jacinto me había
dicho que no hable nada con nadie. Los muy desalmados
se robaban algunos animales, ya sea una ovejita, ya sea
un chanchito, incluso decían que habían abusado de una
chica, pero nosotros no queríamos creer, cuando
salíamos por las tardes a casa de una vecina, teníamos
que ir acompañados. Margot apura, Margot date prisa,
Margot…..me decía mi mamá. El temor era muy grande.
Todo se hizo peor el día que los senderos llegaron al
pueblo y dejaron dinamita en la plaza e hicieron pintas
de viva la revolución en las paredes del cementerio. Eso
no gustó a los sinchis que prontito nos acusaron a
nosotros de haber sido, pero nosotros éramos un pueblo
pacífico, que no teníamos nada que ver con los
terroristas. Entonces empezaron a meterse a las casas
sin ningún permiso y se llevaban a los jóvenes. Uno por
uno iban desapareciendo. Cuando vinieron por mí, yo
estaba solita en casa, preparando la comida, mis padres
y mi menor hermano habían ido al campo con los
animales. Esto es muy duro para mí. Les dije que yo no
era terruca, que por favor no me hicieran nada, pero
ellos no me escucharon. Les dije que no
me toquen, que por favor no me toquen y no me
escucharon…... Abusaron de mí. Uno por uno, los
malditos, abusaron de mí. Cuando por la tarde llegaron
mis padres, me encontraron escondida debajo de mi
cama, llorando, llorando mucho. Tuve vergüenza por lo
que me hicieron, quería morirme. Mis padres esa misma
noche fueron a reclamarles y ya no regresaron. Más
luego mi hermanito fue a buscarlos y le dijeron que se
vaya, que ellos no estaban acá, que si seguía molestando
lo iban a meter en una celda. Al día siguiente mi
hermanito, sin despedirse siquiera, desapareció y nunca
más lo vi. Me armé de mucho valor y fui a reclamar qué
habían hecho con mi familia, y se rieron de mí, me
dijeron que no sabían nada. Cuando reconocí a dos de los
que fueron a mi casa, me dijeron qué quieres, quieres
que te volvamos a visitar. Más que nada lloré mucho de
impotencia, tres familias había perdido: mi padre, mi
madre y mi hermanito. Están desaparecidos desde
entonces…
Cerró el documento. Otra vez la historia lo
volvía a quebrar. Caminó directo hacia aquella casa de
ladrillos pintada de verde. Tenía la mente hecha nudos.
No entendía por qué Margot terminó trabajando en ese
burdel. Empezó a deducir cosas: seguro huyó del
pueblo por temor, al llegar a Lima no habría tenido de
qué vivir y toda esa vergüenza de la violación la habría
reducido en su moral y autoestima al nivel más bajo
que puede tener el ser humano, y eso lo condujo a ese
lenocinio miserable. Tocó la puerta. Luego de unos
segundos, alguien husmeó desde la ventana. Apenas
logró reconocer a una mujer madura quien la miraba
de pies a cabeza, quiso hablarle pero inmediatamente
cerró las
cortinas. Se quedó parado inmerso en su gran angustia.
Al sentir el chirrido de la puerta abrirse, apuró en
preguntar. Busco a Margot, Margot Sulca, sé que ella
trabaja acá. La mujer que lo escuchaba, sin decir una
palabra, dio media vuelta y desde adentro gritó, Margot
te buscan. Unos segundos después los dos estaban
frente a frente, mirándose a los ojos, tratando de
reconocerse. Hola Margot, soy tu hermano, tu hermano
Julián. Ella se quedó fría, paralizada totalmente.
Segundos después, gruesas lágrimas le empezaron a
caer por sus mejillas, después de diecisiete años, la luz
parecía asomarse al final del túnel.
.
VIII. El HIJO ROJO
Sus dedos tocaban las paredes mientras caminaba
rumbo al CECAPE San Pedro. Saltó el charco que se
extendía en el suelo. Sin querer, empezó a aspirar el
olor fuerte que salía de una de las alcantarillas. Hizo un
gesto de asco. En frente un perro ladrando fue detrás
de una mototaxi que pasaba a toda velocidad. Arriba el
cielo gris de Lima traía la tristeza del mundo. Caminó
despacio como midiendo sus pasos, hasta que quedó
quieto como detenido por unas manos. Frente a él
estaba el legendario Poncho negro. Sus sentidos
saltaron avivándose de inmediato. Buenos días Don
Poncho negro, es un gusto saludarlo. Soy un estudiante
de electricidad. He escuchado mucho de usted, del gran
dirigente social que es, déjeme acompañarlo. Y desde
ese día lo acompañó a lo largo de casi dos años. Aquel
hombre de estatura mediana, con su poncho negro que
parecía haber resistido mil invasiones, y sus gestos
horadados por la pobreza y la soledad, ahora lo
inspiraba. Fue así que cuando lo invitaron a militar al
MRTA, su sensibilidad social ya estaba forjada, y aceptó
de inmediato. Los años, poco a poco, moldearon una
lealtad y entrega a pruebas de balas.
Empezó con algunas incursiones de bajo vuelo:
repartir volantes, pintar paredes, irrumpir en
academias e institutos. Se le veía muy poco en el barrio,
pero cuando sus amigos lo llamaban, acudía de
inmediato portando siempre su boina negra, es de
Poncho negro, decía. Sus manos se apuraban entonces
en tomar la botella de cerveza y brindar por la amistad
y la revolución. Hablaba sin parar sobre la realidad
social del país, las diferencias de clases, los abusos de
poder, etc. Todo lo que había aprendido con sus
compañeros del partido, ahora los socializaba. Escuchó
hablar de Marx pero nunca lo leyó. Sus guías
revolucionarios siempre fueron el Che Guevara y
Poncho negro. En el fragor del alcohol, muchas veces,
los confundía. Cuando alguien se atrevía a corregirlo,
terminaba la conversación mascullando, bueno, igual,
los dos usan boina.
En el barrio conocían de sus andadas. Es un
revolucionario –decían. Se paraba cada vez que
llegaba a la Av. Riva Agüero, acomodaba su boina y se
quedaba mirando las casas sobre el cerro. Era todo un
poseso. Parecía imaginar las primeras invasiones, las
esteras y cartones que se extendían haciendo terrazas
escalonadas a lo largo del cerro. Pensaría en Poncho
negro y sus innumerables historias. Hubiese querido
ser parte de todo eso, quedar en el imaginario popular
como un gran luchador social. Minutos después, su
embeleso era roto al escuchar el claxon de un micro
que iba a la Huayrona, regresó entonces a su realidad.
Miró a los alrededores y se dirigió al paradero a tomar
el bus que lo ausentaría por meses.
Nadie imaginaba que aquella mujer de rasgos
angulosos, que todas las mañanas se levantaba
temprano a
preparar el desayuno de sus dos menores hijos, y que
luego apuraba el paso para ir al mercado a vender ropa
importada, sufriría una parálisis facial al enterarse de
la noticia de su hijo mayor. Lo habían detenido. Le
acusaban de haber hecho volar parte de la fachada de
una universidad privada y como consecuencia, una
estudiante gravemente herida. Lo encontraron
huyendo por los alrededores. Cuando la policía
requisaba su casa, ella no dejó de rastrillar con sus
dedos sus cabellos ondeados. Qué pasa. Por qué hacen
esto. ¿Mi hijo? Él no ha hecho nada. Qué buscan. Aquella
noche se le paralizó parte del rostro. Su hijo iría a la
cárcel acusado de terrorista.
Tapaba parte de su rostro con sus cabellos
negros. No solo era ocultar los rasgos faciales que
vivían emancipados de cualquier voluntad, sino
también la vergüenza por un hijo que había equivocado
el camino. La primera vez que lo escuchó hizo como
que no había oído nada, pero por dentro algo la estrujó.
Apuró el paso, ahora siempre apuraba el paso. Su hijo
es un rojo comunista, murmuraba la gente. Sus amigos,
lo empezaron a negar como Pedro a Cristo. Sí, es un
pata del barrio, solo lo conozco de vista. Sus ojos
dejaban caer lágrimas gruesas, no era posible que su
hijo mayor, en el que había depositado toda su
esperanza y quien sería el ejemplo para sus hermanos
menores, terminase pudriéndose en la cárcel. Ahora se
limpiaba los ojos con sus manos nudosas viendo el
noticiero por la televisión. Lo presentaban como
mando militar del MRTA. No podía creerlo, estaba allí
enmarrocado junto a tres de sus compañeros. Tiempo
después, cuando sus manos se cansaron de limpiar sus
lágrimas, aceptó que su hijo era
un rojo. Allí va la mamá del comunista, del hijo rojo.
Entonces todo se volvió rojo, los cuadros, las
fotografías en blanco y negro, el falso piso, el camarote
donde dormían sus pequeños hijos, el perro chusco
que tenían como mascota, sus sandalias de cuero, la
ropa que vendía en el mercado, su rostro inmovilizado
que reflejaba el espejo, la boina negra de su hijo ahora
era roja, hasta pintó la casa de rojo. Pasó sus manos
por sus ojos y vio que ya no lloraba, fue ahí cuando
comprendió que el tiempo ya había cicatrizado sus
penas.
No pasó mucho tiempo cuando la gente dejó de
señalarla. Sus rasgos faciales paralizados volvieron a
tomar vida. Sus hijos menores crecían. Respiraba cierta
fragancia de tranquilidad. Cada vez que podía inclinaba
su cuerpo por la puerta para ver a sus dos menores
hijos jugar en la calle, ahora solo ellos contaban.
Preparaba la comida, seleccionaba la ropa para la venta
del día siguiente. Solo cuando llegaba la hora del
noticiero por la noche, apagaba el televisor para
desconectarse del mundo y se echaba a descansar.
El penal de Ancón apenas se construía de forma
ligera en su mente. Se quedaba por momentos
suspendida en el aire. Aspiraba una bocanada de
oxígeno y daba un suspiro profundo. A eso se había
reducido, después de doce años, el recuerdo del hijo
mayor. Los surcos de su frente se pronunciaron más en
ese lapso de tiempo, y sus canas empezaron a abundar.
Los hijos menores ahora eran mayores. Cuando uno de
ellos llegó corriendo al stand donde vendía ropa, por
poco se le sale el alma del cuerpo pensando que algo
malo había sucedido. La pena de quince
años había sido reducida a doce, por buena conducta,
por haber acreditado resocialización, por haberse
confirmado no ser cabecilla ni pertenecer al buró
político. Saldría su hijo mayor, su hijo rojo, el rojillo, el
rojete, el comunista, el terrorista como le decía la
gente. Doce años no eran muchos, pero eran lo
suficientes para ver caer una dictadura, para que los
viejos mueran y los jóvenes se hagan grandes, para que
los mitos por la que luchaste desaparezcan, para que
frente al mundo, ahora, solo seas el hijo rojo. Volvió a
llorar, después de mucho tiempo, cuando vio por la
televisión la imagen de su hijo saliendo del penal. Esta
vez no lloraba de pena, sino de inmensa felicidad.
Cuando llegó a casa en un taxi, la gente se había
concentrado alrededor y lo veían con ojos de rechazo.
Se volvió hacia sí tratando de alejarse de cualquier
agresión, así sea solo de las malas miradas. Entró a
casa y cerró fuerte la puerta como si cerrara con ello
los amargos años que había pasado en el penal. La
prensa criticaba la salida del grupo de terroristas, eso
no era conveniente, una realidad nueva se iba
edificando a su alrededor. A la mañana siguiente,
parado frente a la ventana, miraba los cerros del
Agustino. Pensó en Poncho negro, doce años sin saber
de él, sin saber del maestro que lo había inspirado.
Entonces se miró al espejo, peinó sus cabellos, se puso
encima la boina negra que le había obsequiado y
decidió ir a su encuentro. Caminaría por la Av. Riva
Agüero, doblaría hacia la izquierda y se encontraría
con el cerro San Pedro. Todo estaba mentalmente
trazado. Antes decidió pasar por la tienda del barrio y
comprarle algo al viejo maestro, quizás un poco de
fruta o algunos panecillos. Allí va ese comunista,
pareció escuchar a sus espaldas. Volteó, no reconoció a
nadie. Entró a la tienda. Disculpe no lo puedo atender,
no apoyamos a terroristas. Al ver un grupo de gente,
entendió que cualquier discusión estaba perdida,
entonces decidió volver tras sus pasos. Fuera de aquí
maldito terrorista, fueran los rojos, el barrio no es para
asesinos. Abrió la puerta, ingresó rápido no sin antes
recibir una pedrada en la espalda. Se sentó en el sillón,
se tomó la cabeza como para pensar. Tras unos
minutos en silencio, se levantó y caminó despacio a su
habitación. Las rejas nuevamente se cerraban tras de
sí.
.
IX. DE VUELTA AL BARRIO
El Infante Ramiro Corzo, de veintidós años, había
llegado muy temprano a la base naval. Las
instrucciones eran redada antisubversiva en el barrio
de Puerto Nuevo. Después del incendio de dos
vehículos de transporte público en pleno paro armado,
varias patrullas se habían dividido dispuestos a rodear,
desde muy temprano, aquellos lugares donde,
pensaban, se habían guarecido algunos senderistas.
Portaba un fusil ametralladora MAC. Su ligera figura
aún no había tomado la forma corporal de los militares,
sin embargo, el trayecto a Puerto Nuevo, lugar que
conocía muy bien, le había inyectado de patriotismo.
Sería su primera incursión. Los cursos de
adiestramiento con militares norteamericanos lo
habían formado para los enfrentamientos en las zonas
de emergencia, sobre todo, para la zona de Ayacucho.
Él era un infante de marina y eso lo tenían que saber
todos muy bien. Cuando llegaron al lugar, el despliegue
fue inmediato, ocuparon algunas calles, cercaron la
zona roja para que nadie escapara. Allí, en medio de
una bocacalle, parecía verlo todo bajo un orden
simétrico: los infantes iban ocupando cada rincón.
Algunos
fumones fueron los primeros en caer detenidos, uno
que traía el dorso desnudo mostraba sobre sus dos
brazos horrendas cicatrices como si le hubieran
querido trocear sus extremidades. Más allá, una negra
ebria gritaba gramputeando a todo el mundo. Algo le
estaba poniendo nervioso, pero no sabía qué. No había
pasado media hora y ya casi un centenar de personas
de mal vivir estaban siendo requisadas por los
militares. El infante Ramiro Corzo permanecía
eternizado en la observación, parecía un celador
medieval, estaba allí inamovible. En una de las paredes
de ladrillos de una casa abandonada se alzaba, en todo
su esplendor, un graffiti de Héctor Lavoe, él lo vio sin
ver, su mirada se había deslizado hacia una incursión
que realizaban unos oficiales en una casa de segundo
piso, fueron cuatro a quienes sacaron y los llevaron
hacia una camioneta blindada. Un perro chusco
empezó a ladrar. Ciertos fraseos de la gente que pasaba
y que ya comenzaban a agolparse, lo fueron poniendo
aún más nervioso de lo que ya estaba. Agarró su arma
con mayor firmeza. El sol empezaba a amenazar. Por
ahí alguien pifió en señal de rechazo a los militares,
volteó de inmediato. No era nada de qué preocuparse.
Comenzó a sentir bochorno. Se escuchó un par de
disparos en la otra esquina y luego la captura de otros
que a distancia no distinguía bien. Imaginó algunos
delincuentes sin mayor importancia. Frente a él, el que
traía el dorso desnudo, se puso a orinar a vejiga suelta.
Sintió ganas de regresarlo a su sitio a punta de patadas,
pero no lo hizo. Algo lo detuvo. Pensó que los infantes
no estaban para esas cosas. El vientecillo de la mañana
empezó a amainar. Desde aquella distancia no advertía
lo que sucedía en la otra
cuadra, pero sentía el barullo. Una chica que veía desde
su ventana lo miraba con fijación, eso lo turbó aún más.
Se bamboleó tratando de romper aquella estática que
lo empezaba a volver loco, era distinto a la guardia en
la base, allá no te miran, no te pifian, no te insultan, ni
mucho menos se orinan delante de ti sin siquiera
cubrirse el colgajo. Quería salir de allí y mandarlo todo
a la mierda, caminar algunas cuadras más arriba y
meterse a la picantería de los chimbotanos para pedir
un cebichito y un par de cervezas bien heladas. Pero
había que aguantarse. El sol ya le iba quemando el
rostro. Seguía moviéndose ofuscado, se iba enroscando
de a poco en su mismo lugar. Entonces la orden de
avanzar a la cuadra siguiente lo liberó del poseso.
Carraspeó y escupió sobre el suelo en señal de
satisfacción. Al llegar a la otra calle lo esperaba una
turbamulta que los insultaba a más no poder. Sus ojos
saltados empezaron a mirar a todos lados como
tratando de protegerse de cualquier agresión. Pero por
más que quiso no entendía nada. El barullo lo aturdía,
quiso salir de aquel espacio bullente que le recordaba
escenas sinuosas de su vida. De pronto se acercaron los
camiones y la orden de retiro lo alivio de inmediato. De
regreso a la base naval mascullaba palabrotas para sus
adentros, “para qué mierda nos han llevado...solo para
que nos insulten o para servirle de pantalla a otros”.
Después de algunos minutos quedó callado, parecía
inoperativo como esas máquinas viejas acumuladas en
la oficina, se sintió inútil. En el trayecto a la base, su
mirada hurgadora paseaba por las calles chalacas
mirando las fachadas viejas de los edificios grises, las
viviendas de madera, alguna chica hermosa parada a la
puerta de su casa,
un par de chiquillos jugando con la pelota, nada parecía
buscar, solo deseaba que el tiempo transcurriera para
olvidarlo todo, se sintió sumergido en un agua densa y
turbia, se sentía mal, la incursión a aquel barrio
perturbador, del que alguna vez había sido vecino, lo
había puesto mal. Así llegó a la base, así pasó la tarde
entera perdido en un recodo de la más apremiante
angustia, tintineando una cadenita de plata que su
abuelo le había obsequiado en su cumpleaños. Solo el
olor a ruda lo fue calmando, el olor que aspiraba de
aquel pequeño florero parado en el alfeizar de la
ventana y que ahora le limpiaba aquel sabor
avinagrado que le salía de las entrañas. Poco a poco fue
desmadejando el mal día que había tenido después de
mucho tiempo, hasta que por fin este terminó.
Entonces alisó sus cabellos para ir a casa, se miró al
espejo para ir a casa, se ajustó el cinto para ir a la casa
que, en esos instantes, tanto la estaba extrañando. Solo
era cuestión de minutos salir de la base, tomar el bus,
atravesar el obelisco y llegar a casa. Las siluetas
opacadas volverían a tomar su color, las palabrotas de
algunos palomillas que llegaban a sus oídos no lo
sentiría tan ofensivas: eres un güevón, sí tú, eres un
güevón. Caminaba lentamente, solo eran tres cuadras
para llegar a casa, su uniforme blanco de infante de
marina parecía opacar las miradas. Cuando escuchó el
chirrido de un auto frenar violentamente, sus reflejos
no atinaron a nada, los dos hombres que salieron del
auto empezaron a disparar como locos sobre su
cuerpo, sobre el cenceño cuerpo del infante Ramiro
Corzo, el marino de veintidós años que, tirado en el
suelo agonizando, no sabía por qué moría.
X. CLUB PURKAY
Pilar había llegado al club a la hora exacta. Se dirigió al
hall principal y se sentó sobre un sillón de cuero gris
pensando que era mejor esperar la hora sin llamar la
atención. Su piel blanca y sus ojos claros, heredados de
su madre, ayudaban mucho. Aunque sentía los nervios
de una primeriza, sabía muy bien qué hacer porque así
le habían adiestrado en el partido. Recordó a la Chata,
todo un paradigma para ella. Su templanza era de
admirar, su sangre fría para dar el tiro de gracia, así
como su decidida voluntad de hacer lo que sea
necesario, fue lo que hizo que girara el picaporte hacia
una senda de luz que la iluminaba con brillos que
nunca antes había sentido. Anhelaba ser como ella,
convertirse en un mando político, deseaba que algún
día la respetasen como respetaban a la Chata. Esta vez
arrebujaba a dos manos los recuerdos de infancia, las
clases en la universidad que la habían formado en un
sistema que ahora rechazaba. Era otra. Así lo creía.
Cuando entró la empleada de limpieza, se plegó sobre
sí misma como un acto instintivo, cogió una revista de
modas y se puso a leer. Delineaba con los ojos no solo
las letras del texto que veía impresa, sino los
movimientos de la señora aindiada que arrastraba
sobre el suelo un palo de escoba con un trapo rojo lleno
de cera. Sabía que llegarían pronto, solo era cuestión
de tiempo, el tiempo iba a hacer lo suyo. Palmeó con la
revista la mesita de centro sin darse cuenta de lo que
hacía, algunas miradas voltearon hacia ella, era lo que
menos quería, entonces se paró y caminó hacia el
espacio verde cercado por viejos arbustos que se
encontraba en el ambiente posterior, hizo nudos con
sus dedos como queriéndose sacar conejos, era señal
de tensión, de nervios, en el fondo ella estaba asustada,
andaba de un lado para el otro. A un costado unos
vitrales oscuros llamaron su atención, se acercó
lentamente y miró su imagen tenue reflejada en el
vidrio, quiso arreglarse el cabello pero se repuso de
inmediato como si alguien le diera un jalón, no era
momento para eso. Dio vuelta y regresó al hall.
Observaba algunos cuadros, luego una placa de
bronce: “Club Purkay” El griterío de unos niños la
hizo voltear de inmediato hacia atrás. No esperaba ver
niños a esa hora.
Amílcar fue el primero que entró cargando una
mochila sobre el hombro. Se acercó a Pilar, quien se
había recogido el cabello hasta la nuca, agarrándola del
brazo la llevó a un costado de aquel ambiente.
- ¿Todo bien?
- Sí, sí, no hay ningún problema – dijo ella
escondiendo su nerviosismo.
Casi sin darle tiempo a nada, cuatro
compañeros más ingresaron haciendo ¡Vivas! a la
revolución. Cuando Pilar escuchó los primeros
disparos ya era tarde para echarse atrás, estaba
paralizada. Sus piernas empezaron a
perder la firmeza que la mantenía clavada al piso. Solo
reaccionó al ver aquellos petardos rodar por el suelo.
Su instinto de conservación la hizo desclavarse de
aquel piso de laja y correr hacia donde estaban los
niños que retozaban en el jardín
- Cúbranse, cúbranse – logró gritar con
desesperación.
Antes de escuchar la primera explosión, había
empujado a los niños hacia el ambiente donde se
encontraba un pequeño salón de recepciones. El
estallido remeció todo el club, dejando en escombro su
parte frontal. El zumbido le parecía eterno, un aire
denso fue lo único que empezó a respirar mientras
movía sus miembros que, por momentos, parecía no
sentir. Su cuerpo temblaba en medio de aquella
polvareda. El tiempo, poco a poco, fue haciendo lo
suyo. Todavía atontada quiso levantarse y huir, pero no
pudo. Una voz aflautada descubría su posición.
- Ella también.
- Sí, es ella.
Sintió las manos que la apresaban, nunca había
sentido unas manos tan llenas de furia, tan llenas de
odio, y aquellas voces extrañas que la apuñalaban.
- Maldita terruca ya te jodiste.
- Has cagado a civiles... ¡hija de puta!
Las palabras parecían repetirse una tras otra
como si fueran ecos. Cuando sintió el primer golpe
sobre su rostro pareció recién tomar conciencia de lo
que había hecho. Las muertes que solo podían ser de
algunos burgueses adinerados, ahora le eran las
muertes más injustas. No eran policías, ni militares, ni
delatores, ni gamonales abusivos, ni
autoridades corruptas, era gente inocente. Cuando la
trasladaron a la camioneta ya no sentía los golpes, un
remordimiento le fue apoderando por completo, solo
agachó la cabeza y su mirada se perdió en un gran
vacío.
Era un pabellón aislado dentro del cuartel,
caminó a empujones hacia el fondo donde le pareció
sentir un hedor a muerte. Cuando descendió al sótano
sabía que nunca más volvería a ver la luz del día. Su
mirada aún estaba turbada cuando escuchó los
barrotes cerrarse detrás de ella. Las primeras horas
todo era llanto, escuchaba gritos de hombres y mujeres
pero no veía nada. La oscuridad se extendía a todos los
rincones de aquel espacio que sentía se iba cerrando de
a poco. La mañana siguiente comió solo un par de
choclos tiernos, por la tarde los devolvería todo sobre
una vieja escupidera de loza. La habían atado con los
brazos atrás y la habían colgado de una viga firme que
atravesaba aquel ambiente húmedo iluminado
únicamente por una bombilla de luz colgada en el
centro como si fuera el sol. Para ella era un sol
muriendo lentamente y llevándola consigo. Antes de
sentir los primeros golpes había escuchado las
preguntas inquisidoras de sus captores, de uno, de
otro, de todos los lados llegaban las preguntas que
empezaron aturdirla, quería tomarse la cabeza y huir
de todo eso, pero no podía, los golpes entonces se
fueron intensificando a todas partes de su cuerpo,
sentía que no había mayor dolor que estar colgada por
horas de esa viga maldita, dio gracias a Dios de ser tan
liviana, tan ligera, así sus brazos podían soportar un
poco más antes de quebrarse por completo. Aquella
tarde no dijo nada.
A la mañana siguiente se sentía destrozada,
había un pedazo de pan tirado en un rincón, no le
apetecía. Con la yema de los dedos recorrió la cuenca
de sus ojos, los sentía hinchados, sus pómulos estaban
reventados a golpes, la espalda quebrada, sintió que
sus brazos ya no le respondían, quería llorar, pero ya
no quedaban más lágrimas. Los gritos de sus
compañeros de celda los empezó a escuchar desde muy
temprano, era más que un suplicio escuchar aquellas
voces previas al fin, algunas se apagaron pronto. Sabía
que la suya correría la misma suerte. Horas más tarde,
otra vez, la sacaron a empujones.
- Hoy te toca la tina mi amor...jajajaja
- Vas a ver si no aflojas la boca ¡perra!
Sintió que aquellas manos que penetraban su
ser se alivianaban tratando de arrancarle un pedazo de
placer. Entonces volteó y le escupió en el rostro al
oficial insolente. De inmediato sintió una bofetada que
la tumbó al suelo. Botaba sangre de la boca, aun así, fue
llevada ante el gran recipiente de cemento al que
llamaban la tina. Amarrada de manos fue forzada a
arrodillarse, a un costado escuchó un canturreo que le
supo a burla. Cuando las gruesas manos tocaron su
nuca sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
El contacto con el agua la estremeció. A la primera
inmersión trató de no pensar en nada, dejó en blanco
su mente para lograr una mayor resistencia. Fueron
infinitos los segundos que estuvo bajo el agua mirando
solo un punto negro que era una rajadura, al cual se
había fijado como si fuese la luz al final del túnel. Al
salir inhaló desesperadamente una bocanada de aire
como si fuera la última, tratando de inyectarle vida a
cada parte de su
cuerpo, expulsó por la nariz un poco de agua, no podía
respirar, empezó a toser con desesperación. Hablaban
de todos lados, no escuchaba las preguntas, solo oía
gritos alrededor y sentía duros golpes que ya no
soportaba. Entonces vio a su interlocutor bajarse la
bragueta, sacar su miembro viril y orinar en el tanque,
allí frente a ella. El agua fue volviéndose turbia. Otra
vez la mano sobre la nuca y la sumersión que ahora
casi la mata, el agua mezclada en orín había llegado
hasta sus pulmones. No resistía más, sabía que su débil
cuerpo no resistiría otra sumersión igual, entonces
cayó desmayada bajo los pies de sus torturadores.
Al despertar ya la idea del tiempo se le había ido
por completo. No sabía si era de día o de noche, solo
aquella luz infeliz, goteante del foco la iluminaba tras
los barrotes. Mientras las horas pasaban se le fue
yendo toda esperanza de sobrevivir a aquellas torturas.
De pronto escuchó ruidos de pasos y gritos. A su celda
llegó otra joven. Pilar recogió fuerzas y pudo
incorporarse un poco para hablar, pero de inmediato
pereció sentir cierta fricción que le partía el cuerpo y
se desplomó lentamente, la joven la retuvo en el aire
antes que cayera al piso, la tuvo entre sus brazos por
largo rato. Pilar parecía escuchar una lista de palabras
sin conexión alguna: huashao...taytaymi illarun...
imamanta waqanki... Solo oía palabras, voces que se
hacían melodía en sus oídos, recordó a su madre antes
de caer desvanecida.
Los gritos de dolor que la despertaron era la de
su compañera, oía gritos como si la estuvieran
desollando, luego de casi una hora no escuchó más,
entonces aventaron a la chica dentro de la celda como
si la estuvieran tirando a una fosa común. Pilar echó su
cuerpo para atrás, buscó el espacio más lejano de
aquellos hombres.
- Ah, ya despertaste.
- Hoy será tu día mi amor.
- Te va gustar mucho....jajajaja
Entonces la sacaron casi arrastras, la poca
resistencia que puso no podía detener ni a un niño.
Frente a una mesa vieja la desnudaron, pensaba en lo
peor, sin ninguna indulgencia la levantaron en vilo y la
amarraron sobre ese plano de cedro que formaba un
gran cuadrante. Nuevamente las preguntas. El silencio
sumado a aquella mirada perdida, casi vacía,
desestimaba en sus torturadores mayores intentos
para hacerla hablar, aun así le metieron los cables, los
gritos fueron aterradores. Nadie en aquel cuartucho de
muerte podía soportar dichos gritos.
- Esta puta no va hablar.
- Sí, estamos perdiendo el tiempo...ella ya está
muerta.
- ¡Entonces voltéenla! – gritó el jefe.
Le metieron el cable por el ano, su débil cuerpo
saltó, pero sus gritos ya se estaban apagando. Toda la
miseria humana del mundo se estaba acumulando en
ese pedazo de espacio corroído por los gritos de
muerte. La media luz lo iluminaba todo. La primera
risotada que escuchó fue el previo a la bajeza de la
carne. Sentía que le penetraba la muerte hasta
romperla por dentro, empezó a mordisquear sus
propios labios tratando de aguantar este nuevo dolor,
pero no pudo. Cuando la noche cesó, ellos habían
terminado. Solo la carne tendida, desgajada hasta el
alma quedó en el centro iluminando el mundo.
XI. TIRO DE GRACIA
1. Toque de queda
Te quedas quieto. Sabes que ya no puedes avanzar.
Entonces levantas la mano temiendo que algún
energúmeno se le ocurra disparar. Al igual que tú, ellos
también están nerviosos. Escuchas ciertas palabras
maledicentes con un tono de exasperación, sientes que
las cosas empeoran. Te hacen echar al suelo sobre la
grava. Rezas, piensas que fue una irresponsabilidad
tuya quedarte hasta muy tarde en tiempos de toque de
queda. Todo es incierto. Sientes miedo. Las manos
sobre la nuca te empiezan a cansar. Has olvidado tus
documentos en la alacena vacía donde últimamente
guardas tus cosas. Te arrepientes. Una gruesa silueta se
acerca hacia ti, solo ves su sombra y sus botas negras,
luego sientes sus manos pegajosas que te levantan por
los cabellos, le miras a los ojos, son los ojos del terror
que poco a poco se va apoderando de ti.
2. Apagón
Hubieses querido estar en la sala muy cerca de los
otros ambientes, pero estabas en la biblioteca y este
apagón te ha cegado por completo. Reconstruyes la
casa mentalmente, cada distribución se acomoda bien
en tu cabeza: la sala, el comedor, los tres dormitorios,
la cocina, el living, el pasillo que da al jardín. Está todo.
Empiezas a caminar a tientas, aún no has dado cinco
pasos y ya chocaste con una silla. Abres la puerta, estás
en la sala, tienes que atravesarla para llegar a la cocina.
Es necesario encontrar la caja de cerillos para luego
buscar el lamparín que seguro estará en uno de los
cajones grandes del estante. Al pasar por la sala echas
abajo el jarrón de porcelana que se encontraba en la
mesa de centro. Entras a la cocina, buscas, rebuscas y
no encuentras nada. Decides ir al comedor por la
linterna, avanzas, chocas con un sinfín de cosas. Llegas
al mueble viejo hecho de cedro, buscas al tacto cajón
por cajón, no hallas nada. Te sientes perdido, no sabes
qué hacer. Caminas haciéndote paso con el cuerpo,
doblas en el pasillo, avanzas, chocas con un pequeño
macetero. Te pegas a la pared, das algunos pasos,
ubicas la puerta de tu dormitorio, entras y te dejas caer
sobre la cama. Arrellanado en aquel camastro apenas
logras ver el techo, maldices por lo que sucede, la
oscuridad te ha hecho enhebrar cierta incertidumbre,
ciertos recuerdos. Luego de un par de horas te
levantas, regresas sobre tus pasos, pero ya no
entiendes, es un laberinto que te va envolviendo, caes
al suelo, gritas mesándote los cabellos, sientes entrar a
un túnel sin salida.
3. Coche bomba
Estás camino a casa. Bajas el sardinel para cruzar la
pista principal. Caracoleas a unas personas que cruzan
de prisa. Piensas en María, te estará esperando para la
cena del sábado. Subes la acera de enfrente y caminas
directo. Una fila de autos estacionados obstruye tu
visibilidad. Miras tu reloj de pulsera, ya es tarde, en eso
sientes el golpe de alguien que sale de entre los autos.
Maldices, carajeas casi para tus adentros. Te quedas
parado unos segundos mirando al extraño cómo se
pierde entre la multitud, alisas tus cabellos, avanzas
dos pasos y sientes la explosión en la cara, cuando tu
cuerpo cae casi diez metros más allá, aún estás
consciente, pero no sientes el cuerpo, tu mirada que
empieza a nublarse apenas logra ver un charco de
sangre que te va envolviendo. Tú, solo piensas en
María, ese nombre que ya no puedes pronunciar.
4. La Llamada
Lees el periódico del día. Es domingo y no hay que ir a
trabajar. Los niños se levantarán tarde porque no hay
escuela. Un día en familia te caerá bien después de
tanta tensión. La casa huele a violetas. Te preguntas
qué ambientador habrá usado Carla. Es una fragancia
nueva que te relaja. Sientes el aroma meterse en lo más
profundo de tu ser, respiras una gran paz. Entonces
escuchas el timbre del
teléfono. Te acercas a responder con cierta parsimonia.
Una voz gangosa te habla al otro lado del auricular, “
...el partido maoísta leninista pensamiento Gonzalo le
ordena la aprobación de los compañeros estudiantes de
la cátedra de realidad nacional que dirige usted...no sin
antes advertirle de las represalias que podría tener...”
Sientes un escalofrío en todo el cuerpo. No sabes qué
hacer. Los exámenes finales te han dado muchos
desaprobados este semestre. En la Facultad de Sociales
todos saben que eres un profesor difícil, exigente y
muy correcto. Nunca nada te había hecho flaquear,
pero esta vez lo piensas dos veces. Le cuentas a Carla,
ella se pone nerviosa. ¿Y si no son los subversivos? ¿Y
si lo son? No quieres correr riesgos, esa misma tarde
luego de llevar a los niños a la Feria del Hogar en el
Mustang azul, te pones a sacar promedios. Al día
siguiente llegas tarde a clases, te sientas sobre tu silla
como de costumbre y miras un salón lleno de ojos que
te observan, algunos con temor, otros con curiosidad,
sientes, muy en el fondo, unas miradas extrañas que
nunca antes habías visto. Entonces te levantas, sueltas
el registro de notas y los miras resignado, “todos están
aprobados”. Tras la algarabía de los alumnos por la
noticia, te acercas a la ventana y miras a través de los
vidrios. Sientes que un horizonte gris se agiganta
amenazando oscuridad.
5. Tiro de gracia
Aquella tranquilidad de un domingo en la casa de
campo se ve interrumpida por una fuerte explosión. Un
cerco de hombres armados alrededor de la vivienda es
lo único que ves. La línea telefónica está muerta. Una
voz de mando te ordena salir. Hay poco tiempo para
decidir. Las opciones son mínimas: esconder a tu
familia y resistir con el arma que tienes. Quizás con un
poco de suerte alguna patrulla llegue a tu rescate. De
pronto una ráfaga de balas que se incrustan en las
paredes de la sala, hace mella sobre tu ánimo. “Salga
Doctor o matamos a toda su familia”. Apuras a subir al
segundo piso y encierras a tu familia en la habitación
principal. Las manos nerviosas de tu mujer te detienen.
Pero no hay otra opción –ella lo entiende. Te insuflas
de valentía y bajas. Eres un funcionario público, quizás
solo te quieran a ti. Eso es algo. Cuando abres la puerta
principal una descarga de balas te desploma. Lo último
que ves es esa silueta oscura que se acerca lentamente
para darte el tiro de gracia.
XII. SEGUIRÉ SENTADO AQUÍ
"Porque sin buscarte ando encontrándote por todos
lados,
principalmente cuando cierro los ojos."
Julio Cortázar
Aquel domingo primero de noviembre decidí visitar,
otra vez, a Claudia Sánchez Macías, mi amada esposa.
Nunca antes la subida hacia aquel empotrado de cruces
y flores secas se me había hecho tan difícil. Compré un
cigarro y caminé hacia ella con esos pasos
trashumantes que siempre sentía en medio de aquella
polvareda donde se levantaba el cementerio más
extraño. Estaba incrustado en un cerro lejano al norte
de Lima, casi en la infinitud, donde un día la mandaron
a la pobre y la dejaron amurallada entre piedras,
empozada entre montículos de tierra y soledad. He
llegado temprano a ponerle flores, le he comprado
jacintos, margaritas y algunas rosas rojas que a ella
tanto le gustaban. Estuve sorteando las tumbas casi de
memoria, ya no recuerdo cuántas veces la he venido a
ver, solo recuerdo este olor a flores y a olvido. Es fuerte
el olor de la muerte. Sentado sobre este cajón de
mármol, tampoco tengo memoria de cuántas veces le
he dicho lo maravilloso que fue para mí aquellos años
que vivimos juntos. Pienso que mi
Clau me escucha, pienso que mi chola me escucha
como si le estuviese hablando al oído, ella parece
mirarme, ahora miro sus ojos a través del duro mármol
y ella asiente con la mirada, diciéndome está bien,
pareciera estar leyendo mis labios, mis ojos, mis
pensamientos. Cuántos recuerdos Clau, cuántos sueños
que se desvanecieron el día que te mataron, el día que
aquellos miserables te secuestraron después de la
marcha y te ajusticiaron en un canchón de Villa María
con una bala en la cabeza. Fue tu muerte y mi muerte,
aunque tú no lo creas chola yo también morí ese día.
Hubiese querido morir contigo, abrazado a ti, hubiese
querido que nuestros restos se fusionen en una sola
muerte. Ahora te he traído tus cosas, un atadito de
aquellas cosas que tanto amabas, en aquellos tiempos
no entendía mucho cómo todo ello era parte de ti, esa
cultura andina que los costeños casi nunca
comprendemos y terminamos siempre por
menospreciarlo todo, incluso hasta burlarnos; esta vez
te he traído tu coca, sabes que cuando estaba contigo
nunca me gustó chaccharla, ahora lo hago pensando
en ti. Si tú supieras cuántos años han pasado mi chola,
han pasado exactamente veintiún años, ya tengo canas
y cierto cansancio propio de la vejez, pero no pienses
mal, nuestros recuerdos aún siguen intactos, más vivos
que nunca. Mi Clau, ya empiezo a escuchar la música
que viene subiendo a este promontorio de muerte. Es
día de todos los santos y la gente viene de muchos
lados como si se tratase de una gran fiesta, vienen en
familia, llenos de niños. Ya el griterío empieza a
ensordecerme. Te pasaría si pudiera tu espejito de
polvera para que te veas linda, después de muchos
años vean que eres la muerta más hermosa y se paren
frente a ti y se persignen, y quién sabe por ahí te
pongan flores, muchas
flores y quizás alguien te rece un poco. Ese día estaba
en el tren rumbo a la sierra de Huancavelica, miraba a
través de la ventana los enormes árboles de eucalipto
que se habían apoderado de la ribera del río, yo
pensaba en ti, resoplaba mis manos con mi aliento
pensando en ti, aquel trabajo de migración lo teníamos
que haber hecho juntos, pero aquel día me pediste que
lo hiciera solo. Estuve tan lejos, apoyaba mis codos
sobre el barandal de adobe de la casa de hospedaje
mirando el atardecer, un atardecer rojo arremolinado,
era tu sangre extendiéndose y yo mirándolo desde tan
lejos. La gente pasaba canturreando un huayno, nunca
imaginé que era tu cortejo que pasaba en medio de una
plaza vacía en un pueblito del sur donde se alzaban
banderolas rojas. “¡La han matado! ¡La han matado!”
“Han matado a Claudia...ven a casa pronto”. Solo
recuerdo esas palabras de tu hermano Miguel. Eran
puñales que me atravesaron el corazón. No quise
creerlo. Te juro que la vida se me vino abajo. Los ojos
se me nublaron. Mis latidos quedaron suspendidos, era
como si por dentro mi corazón se hiciera nudos. Solo
grité, grité tan fuerte para que todo el mundo supiera
mi dolor. Llegué a imaginarte derribada dentro de un
cajón, ni siquiera me dejaron verte, hubiese querido
tocarte y abrazarte y besarte hasta morir. Pero no me
dejaron. Mi esposa ya no estaba más, mi compañera, mi
Claudia, mi chola linda. Te fuiste con tu revolución, con
tu fe, con tus canciones de Flor Pucarina, con tu coca
verde, con tu mantelito a cuadros, con tu gato barcino
que huyó por el techo cuando sintió tu muerte, tu
ausencia tan eterna. Te trajeron hasta aquí lejos de
todos, seguridad de estado dijeron. Los muy miserables
querían esconderte, querían
que el pueblo nunca se enterase lo que hicieron
contigo. Hasta los gallinazos rodearon tu muerte
cuando te trajeron a la falda de este cerro. Piedra sobre
piedra. Solo pusieron una cruz con tus iniciales y la
fecha de tu muerte, pero puedes estar tranquila mi
Cholita, ya todos lo saben, yo me encargué de eso,
incluso puse un epitafio muy bonito, una frase que te
había escuchado decir alguna vez: “La esperanza más
honda es la que nace de la más profunda desesperación”
de Basadre -creo. Te habías fijado a esa frase tan linda.
Lo recordé y la puse pensando que eso es lo que a ti te
hubiese gustado. Claudia linda, oigo el sonido andino
del saxofón entonando una pieza hermosa, parece
como si se extendiera por todo el cementerio. Seguiré
sentado aquí escuchándolo por ti. Aquí todo es una
gran fiesta, te hubiese gustado verlo, cada año parece
más intenso, hay más gente, más niños, los vendedores
han ocupado casi todos los rincones de este terral, hay
picarones, anticuchos, habas sancochadas, chicharrón,
panecillos de todo tipo y muchas flores. El sol empieza
a salir por encima de los cerros. Recuerdo aquel día
cuando subimos a buscar a unos compañeros en el
Rímac, y luego la foto que nos tomamos al bajar y que
aún conservo en el cuarto. Recuerdo los documentos
que olvidamos sobre el capó del VW blanco. Qué
estupidez la nuestra. Era el amor me decías. Cuánto
miedo tenían esos miserables a que el pueblo se
organice, a que el pueblo pensara en voz alta, a que el
pueblo leyera un poco y se sacara la venda de los ojos.
Lo habíamos hecho nosotros. Recuerdo cuando nos
conocimos en la facultad, te dije que parecías una
modosita y tú te enojaste mucho. Discúlpame por eso,
solo lo hice por fastidiarte. Sabes
cuánto me gustaba molestarte. Y qué linda se te veía
enojada. Claudia, cuando llegué aquí por primera vez y
te vi en este empozado de sombras, me desvanecí, no
pude soportarlo, lloré como no te imaginas, tu
hermano Miguel, Polito y Diana estaban conmigo, los
tres lloramos abrazados. Aquí como que todo es muy
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El hijo rojo y otros cuentos

  • 1. EL HIJO ROJO Y OTROS CUENTOS
  • 2. Johnny Barbieri / El Hijo Rojo y otros cuentos
  • 3. El Hijo Rojo y otros cuentos Johnny Barbieri Primera Edición Lima, agosto 2018 500 ejemplares © Derechos reservados, Johnny Barbieri, 2018 casabarbieri@hotmail.com © De esta edición, Casa Barbieri Editores Autor - Editor Johnny Barbieri Camposano AV. Arica 552. Interior N° 127 – Breña – Lima Imagen de portada: Eusebio Choque Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2018 - 09240 Impreso en Perú
  • 4. “Una sociedad no puede aprender a convivir pacíficamente y en justicia si no es capaz de reconocer sus heridas y su dolor, si no vuelve sobre su pasado en busca de lecciones. No se puede, por cobardía o cálculo político, «voltear la página» de nuestra más reciente historia sin cumplir con el deber doloroso de leerla y aprender.” Comisión de la Verdad y Reconciliación
  • 5. I. MÍRAME A LOS OJOS Cuando el patrón abrió la puerta de una patada, el hombrecito se encontraba durmiendo sobre una cama de pellejos. Supuso lo peor. Bajó inmediatamente del altillo por aquella escalera de palo que él mismo había construido y se hincó como un animal ante los pies del patrón. - Qué carajo haces. - Levántate y mírame a los ojos. El hombrecito apenas logró ponerse en pie, pero por más que quiso no pudo mirarle a los ojos, aquel resuello del amo lo intimidaba profundamente, sus ojos hundidos, su cuerpo engrosado por la bilis, su voz carrasposa y aquellas palabras endurecidas en la desmesura solían apocarlo, hacerlo sentir el ser más insignificante del mundo. La gramputeada fue seguida en el acto por una patada en las posaderas que lo tiró por los suelos. - ¡Carajo! ya te he dicho que estas no son horas de levantarse. El potrero te espera desde hace dos días. - Sí, si, patroncito.
  • 6. Casi a rastras avanzó hacia el portón donde al fin pudo pararse y correr, correr como un espantado hacia el trabajo que lo esperaba. Desde el umbral, vio al patrón salir y caminar muy orondo por en medio del patio de la casa hacienda. La noche anterior Teodoro Hualparimachi, el joven pongo, había logrado lo que meses atrás buscaba con harta pasión, ser amado por la Justina, una indiecita que hacía labores de cocina. Cuando la noche serrana se puso por completo, ella, había llegado al portal donde almacenaban la paja para los caballos, allí lo esperaba el indio. Una tonada de grillos enmarcaba el encuentro. No hubo mucho tiempo para las palabras. El hombrecito, Teodoro Hualparimachi, la jaló hacia el pajonal arrumado bajo el altillo y allí la tumbó. La risotada que soltaba la Justina cuando el indio la tocaba, hacía que el acto previo a la consumación del amor sea más divertido, casi un juego, y entre juego y juego la acariciaba, la besaba, le tocaba sus inocentes senos, le subía las polleras para bajarle las bragas, el amor se fue haciendo al tacto. Se quitó el pantalón, y al primer contacto nuevamente se encendió la risotada de la Justina. Otra vez los toqueteos, las vueltas en aquel pajonal seco, hasta que el cuerpo de Teodoro Hualparimachi, en un movimiento inesperado por ocupar una posición favorable, cayó al suelo. La risotada de la Justina se hizo aún más desatada. Parecía verlo en aquella oscuridad venir hacia ella con un pequeño colgajo dispuesto a embestirla. - jajajaja
  • 7. - Súbete, súbete. Cuando el indiecito subió se calmó la risotada y empezaron los gemidos, hasta que aquel camastro hecho de paja quedó manchado con las huellas del primer amor. La chirinka le había zumbado toda la tarde, cuando aún permanecía en la empalizada que cercaba a los cerdos, la voz del patrón le hizo estremecerse. - ¡Espera allí! - Tú, por qué no tienes tu estaca...Jajajaja - Dime, por qué no estás amarrado a una estaca como los otros. - Jajajajaja. Mírame a los ojos, mírame. - Híncate y gruñe. - Híncate te digo ¡carajo! Se hincó sobre el lodazal y se arrastró como un cerdo ante la mirada y jactancia del señor todo poderoso. Aquel guiñapo de hombre tan reducido a casi nada se revolcaba tratando de imitar a los cerdos, gruñía pero su voz era tan delgada que apenas parecía un gatito maullando a la intemperie. Cuando sintió el pie del patrón sobre la nuca, su hocico se llenó de fango y no pudo gruñir más, entonces empezó a llorar de dolor, de miedo, de impotencia. Nunca olvidó aquel incidente, siempre se le avinagraba la boca recordando haber tragado la porquería de los cerdos. Se entristecía por aquel hecho cuando pastaba a los animales, cuando quebraba las nueces sobre el batán grande, muchas veces, sus ojos se aguaban frente a la Justina pensando en la ofensa que le había hecho el patrón, “que hombre
  • 8. puedo ser para la Justa si el patrón me ha hecho andar en lodo como cerdo”, se decía para sus adentros, “cerdo soy, cerdo soy”, entonces no pudo verla a los ojos. La copiosa lluvia lo había hecho detenerse en el alfalfar hasta muy entrada la tarde, de pronto se sorprendió cuando vio pasar al patrón montado en su caballo corriendo a galope, sabía que no era nada bueno verlo así, decidió ir a la casa hacienda, caminó despacio hurgando cada rincón, su paso leve como un fantasma le llevó hasta la entrada del potrero, el portón entreabierto era señal de que algo había pasado, sus pasos, poco a poco, se hicieron más cautelosos, la lluvia se había detenido. Un llanto casi silencioso lo jaló de inmediato, era la Justina echadita sobre el pajal semidesnuda llorando casi para sus adentros. “Nooooo, Diosito...”. Teodoro Hualparimachi corrió a su lado y la tomó de los hombros, “Jus-ti-na”- silabeó despacito. Ella al verlo se cubrió el rostro con sus prendas desgajadas. - Vete, vete. - Por favor, vete. Detrás de aquellos empujones que le daba la Justina, sintió su vergüenza que le estaba atravesando el alma. Decidió retroceder, retroceder lentamente. Cuando salió del potrero la imagen de Justina se le había grabado en lo más hondo de su ser y sabía que jamás la iba a olvidar. Entonces corrió, corrió ladera abajo y siguió corriendo hasta perderse por completo
  • 9. por una de esas chacras de maíz que se extendía a lo lejos. Nunca imaginó que aquellas huestes sediciosas llegarían al pueblo. Su hosca figura aburguesada buscó un lugar donde esconderse. Cuando lo encontraron debajo de la vitrola vieja empezó a tambalear de susto, tartamudeaba casi como mordisqueando sus propias palabras, miraba a sus alrededores tratando de encontrar ayuda, pero los ojos que lo miraban inmediatamente cambiaban de dirección, solo unos ojos saltones se quedaron mirándolo fijamente sin temor a mostrar el desprecio que sentía por él, eran los ojos de la Justina. Lo llevaron a empujones hacia la plaza y lo hicieron sentar en el apeadero que se encontraba a un costado, frente a la pequeña iglesia, a la espera de que reúnan a todos. Mucha gente se habían escondido asustados por las balas, algunos miraban por la ventana de su altillo lo que pasaba. Uno a uno fueron trayendo a las personas buscadas: el gobernador, dos o tres hacendados y varios soplones. En una rápida interlocución, mientras la gente del pueblo observaba desde lejos, los fueron ejecutando. Veían cómo los hacían arrodillar, todos lloraban, pedían clemencia agarrándose de las piernas de sus ejecutores, allí caían atravesados por una bala en la cabeza. Cuando levantaron al tripudo, lloró mucho, imploró como si fuera un niño. - No, no por favor no me maten.
  • 10. - Yo he sido bueno, no me maten, no me maten. Entonces escuchó una voz débil, aindiada, que le hablaba con rencor. - Mírame. - ¡Mírame a los ojos...! Era uno de los mandos que recién había llegado y le apuntaba entre los ojos. Antes de disparar, el gordo hacendado levantó la mirada y pudo verle a la cara. Frente a él se hallaba un hombrecito pequeño, de aspecto cansino que, después de tiempo, estaba nuevamente allí, mirándolo a los ojos. Pero esta vez lo miraba fijamente.
  • 11. II. PERRO MUNDO Sientes una patada que te hace retroceder, entonces decides regresar. La calle se ha puesto demasiado peligrosa. No entiendes. En casa está el niño Gabriel esperándote. Solo él sabe que la calle te da miedo y que te estremece el alma cuando alguien te trata mal, inmediatamente te acaricia la cabeza y te abraza estrechándote contra su pecho. Es lo que te hace sentir bien, mueves la cola y saltas, zigzagueas dando ladridos de felicidad en el patio. La señora Valeria ha entrado a casa, es mejor retirarse - piensas, sus gritos histéricos te asustan. Buscas el cartón que han colocado en una esquina del patio de frías baldosas que te sirve de cama, sobre él das varias vueltas tratando de encontrar la posición más cómoda para echarte a dormir. Allí te quedas por horas, apenas te levantas para ladrar cuando alguien toca a la puerta, pero el rezongón de la señora te devuelve a tu lugar. Un trapo viejo que han colocado, hace más de un mes, para que te sirva de abrigo, lo empujas con tu hocico tratando de sacarlo del lugar, te incomoda, quieres alejarlo de ti. Hay un humor a rancio que no soportas, sabes que allí se engendra un criadero de pulgas. De vez en vez, te paras y te alejas, quieres echarte en otro lugar, pero la voz de la señora te despierta de aquel movimiento mecánico y corres a
  • 12. buscar tu sitio seguro, tu lugar donde eres menos vulnerable. Los pasos flemáticos que logras oír son los del señor, te levantas y corres a su lado, sabes que te hará cariños en la cabeza y luego te ordenará que te quedes en aquel lugar, ya que a la sala no puedes entrar. Olisqueas en el aire, te paras, caminas por el patio, levantas tu fina nariz y olfateas con mayor profundidad, es pollo ahumado, entiendes que es hora de esperar, pronto vendrá la comida, aunque solo sea sobras, pero es tu comida y lo esperas con mucha ansiedad. Por suerte ya no están aquellos días en que la niña Verónica te dejaba con hambre, cuando se acordaba de ti ya había entrado la noche. Desde que se fue de vacaciones donde tía Victoria a Pacasmayo, la que te trae la comida es la señora Valeria. Primero rodeas el plato y luego engulles, sabes que no debe haber demoras, el hambre no espera. Al rato te sientes mejor, quieres salir a la calle y correr, te gustaría ir al parque que está a la espalda de la casa, echarte en la hierba, revolcarte en el montículo de tierra que se encuentra en una esquina, orinar hasta formar un charco enorme, y que todos los demás perros chuscos sepan que esa es tu zona, te gustaría defecar sobre la tierra removida, quisieras eso, entonces te empieza a doler el estómago, corres, das vueltas por el patio, vas a un rincón y no puedes, quieres aguantarte pero ya es tarde, lo has hecho justo en medio del patio, un mojón enorme, sabes que estás jodido, que esas cosas solo se hacen por las noches cuando el niño Gabriel te saca a la
  • 13. calle y te lleva a dar una vuelta por el barrio, hacia la canchita de fútbol. ¡Perro de mierda, asqueroso...no puedes ir a la calle! otra vez la patada de la señora que te manda a ocultarte en tu rincón, esta vez te doblas rápido sobre tu cartón y te envuelves como un ovillo, te quedas quietecito, sin hacer el menor ruido porque sabes que de un momento a otro te puede caer un escobazo. Solo después de un largo rato, cuando sientes el aire mansito y las voces se han apagado, decides levantarte a estirar un poco los miembros, caminas por esas baldosas moteadas delineando curvas, círculos, giros medio raros, estás cimbreante, rampas un poco, te encantaría quedarte así todo el día, muy dentro de ti estás alegre, sabes que ya falta poco para que llegué el niño Gabriel de sus clases. Cuando toca el timbre, brincas, ladras con desesperación, mueves la cola doblando tu cuerpo. Es el niño, su olor te lleva instintivamente a correr tras la pelota de hule, sabes que te hará saltar tirándola por los aires. Lo esperas a la puerta de la casa, no demorará mucho. Tus ojos se abultan tras la espera. Cuando se abre la puerta lo primero que hueles es su sandalias de cuero crudo, entonces te alegras, lo escuchas hablar pero no entiendes, solo corres tras la pelota y lo tomas con la boca, sabes que el niño vendrá hacia ti y te la quitará con fuerza, pero tú estás decidido, esta vez, a no dejártela quitar tan rápido, entonces se echa encima de ti y ríe, sientes que eso está bien, que él está contento contigo, le muerdes el brazo delicadamente y
  • 14. él te jala la oreja, entonces eres feliz, un momento que desearías estirarlo por el resto de tu vida, pero eso es imposible, el niño se irá pronto tras la voz imponente de su madre. Antes de irse bailoteas en medio del patio invitándole a que se quede, a que no te deje otra vez, quisieras decirle que ya estás cansado de estar solo y llorar, aunque no lloras como ellos, lo haces por dentro, quisieras gritarle que no te deje solo porque se te destroza el corazón y el alma empieza a dolerte como si un aguijón lo atravesara por completo. Después que te toca la cabeza, sientes sus pasos alejarse y otra vez quedas vulnerable, tus ojos parecen humedecerse, estás en blanco sin saber qué hacer ni en qué pensar, solo un enrejado de soledad y tristeza comienza a envolverte. A la mañana siguiente, muy temprano, la señora te deja salir a la calle para que hagas tus necesidades, esta vez, estás decidido a llegar más lejos, caminas hacia el parque, solo encuentras a un perro amigo que te ladra, en cualquier otra circunstancia irías detrás de él y jugarías un poco, pero esta vez no, hay ciertos empellones que te obligan a seguir adelante, entonces te diriges a la canchita de fútbol, nunca hubieses ido si no estarías con el niño Gabriel, pero, esta vez, vas solo, caminas con temor, te asusta el más mínimo ruido, hueles, empiezas a olerlo todo, te acicalas un poco, son los nervios, buscas un montículo de tierra para poder orinar, lo haces de la manera más rápida, miras a tu alrededor, no hay niños bullangueros ni gente mayor
  • 15. que agarren una piedra y te lo avienten al lomo sin compasión. El día aún no se ha puesto del todo, decides seguir caminando, te paras, te lames un poco, avanzas, buscas con el hocico algo en la tierra, das vueltas y empiezas a defecar, pujas, una sensación de tranquilidad se empieza a enroscar en tu semblante, de lo más hondo de tu ser hay algo que se complace con la libertad y te empieza a gustar, entonces flaqueas, te distraes, cuando te das cuenta del error ya es tarde para escapar. Un costal te engulle por completo como un reptil, quieres escapar pero no puedes, muerdes a cualquier lado, sientes que estás atrapado y no sabes qué hacer, una incertidumbre se apodera de ti, algo por dentro te dice que no será nada bueno lo que te espera, tiemblas, como cuando la señora se enfada contigo por tus orines en el patio, pero esta vez sientes que es algo peor, tu instinto te hace pensar en algo malo, otra vez te mueves con mayor fuerza tratando de zafarte de aquella oscuridad que te estremece. Agudizas el oído, solo escuchas voces extrañas que no entiendes, pasos que aceleran sobre el suelo sin asfaltar. De pronto sientes tu cuerpo chocar contra el duro terreno, muy rápido intentas voltear el lomo tratándote de poner en pie pero no puedes, tu corazón se acelera aún más, te empieza a faltar el aire, tu aliento se hace espeso, empiezas a resollar. Cuando se abre el hocico que minutos atrás te ha engullido, quieres huir, llamar al niño Gabriel para que te salve de estos desconocidos que acaban de colocarte una soga al cuello. En tu
  • 16. desesperación logras morder una mano gruesa y venosa que luego te toma de la nuca y te levanta en peso, una flaca silueta se coloca delante de ti y apura el amarre. Logras ver a otros dos pintando en la pared letras que no entiendes. Sientes que ya no puedes hacer nada, entonces te dejas llevar por la providencia, quizás el destino no sea tan malo contigo. El hombre, el amo sabe lo que hace. Cuando sientes que la soga tensa tu cuello, ya es tarde para todo. Solo asciendes sobre un poste viejo a las alturas. III. AL OTRO LADO DEL CAMINO Fue invierno cuando me asignaron a la Decana de América, me entusiasmó la idea porque en sus aulas, muchos años atrás, había estudiado mi padre. De los ocho que fuimos a mí me tocó la Escuela de Sociología. Ingresé a estudiar en abril. El primer año llevaría
  • 17. algunos cursos de especialidad en el turno de la mañana, mientras que los cursos comunes los llevaría por la noche, la idea de tener una mayor perspectiva para actuar era clara. Los primeros meses los había destinado a reconocer el terreno, a tantear algunas situaciones que por ahí se presentaban sospechosas. Tenía la idea bien aleccionada de ganar la amistad de todo aquel que pudiera, asistir a todo grupo surgido en la facultad sean pequeños o grandes, acudir a reuniones de camaradería, sobre todo, al bar de la curva donde el grueso de los alumnos de la universidad solían concurrir. Mensualmente debía dar un informe. Aquel año no se presentó ninguna novedad. Conocí a mis compañeros sin profundizar en ninguna amistad, creí que bastaba, por ahora, conocerlos solo así, tal cual ellos se presentaban, mi intuición ayudaba mucho. La mayoría llevaba una vida estudiantil muy normal, otros con ciertos excesos en la bohemia y la vida social, pero algunos, los más interesantes, tenían una vida intelectual realmente envidiable. Conocí a muchos, te hablaban desde Comte a Weber sin respirar, aunque sentí que evitaban hablar de Marx, entendí que era peligroso explorar las ideas marxistas en una universidad recién intervenida por los militares y, sobre todo, aun conociéndonos recientemente. El miedo que tenían parecía ser comprensible; para indagar en temas más comprometedores había pensado esperar hasta el
  • 18. curso de marxismo que llevaríamos recién en segundo año. Aun así eran sorprendentes. Aquel primer año fue de aprehensión en todos los sentidos, empecé a conocerlos a ellos y empecé a conocerme a mí mismo. Recuerdo el libro de Timasheff que compré y las noches en vela que pasaba leyéndolo. Muchas veces me avergonzaba no conocer mucho y no poder continuar una conversación o quedarme callado en clase, sobre todo, en la clase de introducción a la sociología. Mientras otros se explayaban en teorías y métodos sociológicos, yo solo conocía la parte operativa de organizaciones populares, la historia de los partidos políticos, en especial la del partido comunista que nos enseñaron en la base, y un curso de contrainsurgencia que llevé antes de ingresar a la universidad. Las teorías sociológicas no las conocía, así que apuré en mis lecturas para estar a la altura de los demás. Recuerdo las últimas semanas del primer año, cuando nos reuníamos en la rampa que daba a la facultad y hablábamos de todo un poco, siempre trataba de llevar el tema de conversación hacia lo más controversial, tenía la consigna de crear polémica, hablaba siempre sobre la realidad nacional, sabía que con ello conocería mejor las ideas que manejaban mis compañeros. Solo encontraba atisbos de simpatía a favor o en contra del gobierno. Por el momento no habían ideas aberrantes, las mentes aún no contaminadas de mis compañeros discursaban en el plano de lo normal.
  • 19. Fue en segundo año cuando conocí a Lourdes, una chica de historia con quien compartía solo dos cursos comunes. Ella cursaba el quinto año y llevaba arrastrando algunas asignaturas de segundo y tercero. Me acerqué a ella porque me había enterado que participaba en una organización popular en el cono norte. Llevaba siempre una mochila con arreglos de motivos incaicos, pantalón jean y unas sandalias de cuero. Con ella asistíamos al comedor de la universidad, hacíamos largas colas desde las once de la mañana, hablábamos de todo. Ella tenía la manía de pasear la vista por los alrededores en busca de algún militar, era una especie de paranoia que nunca supo explicar. Supuse que era el temor que toda mente de izquierda sentía por la fuerza de represión implantada por el gobierno. Con ella aprendí cómo el partido comunista había infiltrado su equipo, muy bien adiestrado, en las organizaciones estudiantiles, cuadros políticos dispersados por todas las facultades, su propósito era reclutar a los estudiantes para la guerrilla maoísta. Quería nombres, pero aún no me los daba. Solo dejó la puerta abierta para suponer que había muchos de ellos encaramados hasta en los lugares menos pensados. Aquel año logré la confianza de algunos. Participé, incluso, en un pequeño grupo musical tocando la zampoña. Me hice de varios amigos. Marchábamos
  • 20. danzando por los corredores de diversas facultades, eso me hacía popular y, en cierto sentido, facilitaba mi trabajo. Nos reuníamos en medio del parque frente a la Facultad de Letras a practicar hasta muy tarde. Era parte del orbe. Me sentí una estrella en el firmamento. Aunque sabía muy bien que para todos tenía que dar cierta imagen de sencillez y gentileza para que confiaran más en mí. Sé que aquellos días lo hicieron. No solo lo noté en mis amigos de música, sino también en mis compañeros de aula, sobre todo, en Lourdes. Fue Lourdes la primera que me soltó algunos nombres, en otras palabras, me dio la punta de la madeja. Una bocanada de nombres que aquella misma noche los anoté en mi cuaderno de apuntes para, posteriormente, seguirles el paso. Cuando me solicitaron dar nombres para armar un banco de datos no tuve reparos en hacerlo, hice un informe con todos los nombres que había conseguido, algunos mandos medios, otros simpatizantes, incluso el nombre de un profesor de sociales que solía reunirse con los alumnos en el cafetín. Aquel día tampoco reparé en dar el nombre de Lourdes, mi compañera. Las semanas fueron pasando, había logrado asirme de cierta popularidad interpretando, con la zampoña, canciones latinoamericanas y de protesta, muchas veces canturreaba con el grupo por los corredores de la Facultad de Letras, la rampa de sociales, los salones de economía; entonces me sentía uno de ellos, era uno de ellos ahora bajo esa luz mortecina. No advertí cuándo fue que llegué a ser
  • 21. verdaderamente uno de ellos, leía con avidez los libros de sociología, filosofía contemporánea, marxismo, doctrinas sociales, debatíamos en clases, en los pasillos de la facultad, sentados en una mesa del bar de la curva. Estuve sorbido por aquella fuerza que me llamaba analizar la realidad del país, criticar el sistema o defenderla. Solía defenderla, soterradamente solía defenderla, hasta que aquel piso de laja que pisaba por largos años se me desmoronó una tarde cuando vi los ojos de Lourdes. Cuando vi aquella luz destellar en sus ojos vi su corazón, su alma desnuda ante mis ojos, y creí en ella. Me contaba historias, casos muy personales de abuso social, pobreza a todo nivel, mujeres organizándose en vasos de leche y en comedores populares. Asistí a una de ellas en el cono norte, era un comedor con esteras llamado Señor de los Milagros, madres con hijos en brazos pululaban por una ración de almuerzo, nunca me sentí más triste y más pobre, llevada por Lourdes hicimos un trabajo social de organización y empadronado, repartimos raciones extra de pan a los niños, ella era una líder natural. Entonces sus ojos pardos claros me miraron, sus hermosos ojos pardos se fijaron a los míos. Los vi encenderse de vida, de mundo, y creí en ella, en su inocente corazón lleno de sensibilidad. Fue al año siguiente cuando la infiltración contrainsurgente en las universidades tomó un giro
  • 22. que nunca había imaginado. La mano contrarrevolucionaria en el país había asestado su golpe más duro en la guerrilla maoísta infiltrándose en sus niveles más altos de organización. Sus efectos se sintieron de inmediato en las universidades. Los mandos fueron cayendo uno a uno. Se hablaba de enfrentamientos, de movilizaciones que fueron disueltas en el momento preciso, atentados repelidos de inmediato, lo cierto es que había una lista de muertos en el cono sur, días después en el cono norte, capturados otros tantos, gente que en algún momento había conocido en el patio de sociales o en alguna reunión, ahora yacían muertos o encarcelados. Recuerdo que entregué algunas listas de muchos simpatizantes y sospechosos, a quienes se supone entrevistarían, interrogarían, confrontarían o, en el peor de los casos, acusarían su militancia a la subversión. No imaginaba otra cosa sino eso. Cuando llegó aquel día había salido temprano de la universidad, creo que fue después de la clase de Análisis del Perú contemporáneo, desconocía todo acto que el aparato contrainsurgente, instalado en las universidades, realizaría aquel día. El hacer estragos en las guerrillas populares solo abarcaba una infiltración efectiva con los agentes de inteligencia operativa, la identificación de los sediciosos y la captura, sobre todo, de los altos mandos políticos. Pensé que solo eso podía suceder. Pero aquella tarde las cosas se desbordaron. La fuerza contrarrevolucionaria había tomado la
  • 23. universidad. Más de seis horas duró aquella redada, se dice que fue para revisar documentos, solo eso. Pero no fue así. Aquel día secuestraron a seis compañeros, entre los que se encontraba Lourdes. Nadie entiende cómo al día siguiente, muy temprano, las noticias que la prensa difundía eran las del abatimiento de un grupo de senderistas al mando de la camarada Angélica, quienes quisieron volar el banco de la nación en el distrito del Agustino. Vi su foto, estaba tendida con un balazo en la cabeza. Solo vi esa bala abierta por encima de sus ojos. Aquellos ojos que un día me vieron con una luz que iluminaba el mundo. Una luz de fe, una luz de vida frente a toda aquella podredumbre. Secuestrados, torturados y asesinados, el servicio de inteligencia había hecho lo suyo, yo había hecho lo mío. Pensaba que la guerra de guerrillas del campo había pasado a la ciudad con aquella crueldad inhumana que nos dijeron en el curso de contrainsurgencia. Estábamos adiestrados a verlo de esa forma, yo lo vi de esa forma aquellos primeros meses. Mis informes decían eso. Lourdes en el suelo con una bala en la cabeza, brotándole la sangre más roja, más humana. Sentí que su sangre había manchado mis manos, aquel informe maldito que jamás debí escribir. Sentí que había derribado al pájaro más hermoso que vi volar por los cielos. Esa idea se me fue metiendo a cuchilladas. Entonces no pude más y huí, huí hacia los extramuros de esta vida, hacia aquel inaccesible estado donde solo se puede estar con uno mismo entre el límite de la vida y la muerte,
  • 24. recordando su bello vuelo, su trayectoria por aquellos cerros populosos, con su viejo jean, su blusa blanca, su mochila y todos sus sueños de amor, justicia, libertad e igualdad para todos. Tiempo después regresé. Estuve otra vez en el camino pero, esta vez, al otro lado. Después de abandonarlo todo, estaba frente aquel punto que se bifurcaba en dos líneas. Sentí que la mano de Lourdes me conducía por el sendero adecuado, que su recuerdo era el cencerro que me guiaba casi por instinto. Entonces me volví uno de ellos, el otro para los que eran como yo. Nadie conocía mi pasado y yo lo fui olvidando poco a poco. Empecé a vestir jean y camisas blancas. Empecé a visitar asentamientos populares y trabajar en organizaciones de ayuda social. Empezaron a llamarme Santiago. Todo era ineluctable. Cuando aquel día vi sus ojos, muy en el fondo de mí, sabía que todo era ineluctable. Seguiría el latido de su corazón hasta donde ella me llevase, y me llevó lejos, al otro lado del camino. Tengo en mis manos una AKM en ristre. He andado huyendo por este valle del río Apurímac, algunos compañeros vienen conmigo. Hace días que no dormimos ni comemos. Solo nos alumbra por las noches las estrellas que parecen cargarse de luminosidad y unas antorchas que prendemos para que nos ilumine el camino. Del otro lado no hay amigos ni
  • 25. hermanos solo un contingente de represión dispuestos a volarnos el alma. A veces cierto escarceo en el cuerpo me echa por los suelos, pero tengo que seguir. Hoyando en la tierra con nuestras manos avanzamos dejando cosas, pertrechos, armas y muchos recuerdos, pero aún los sueños siguen intactos en nuestros corazones. Luego de andar casi todo el día nuestros cuerpos no pueden más, muchos de mis compañeros se han rezagado, los pocos que quedan se dan fuerzas al escuchar las ráfagas de balas de la represión. A mí solo me mueve una luz, una luz que con su mirada encendió mi corazón y que nunca nadie la podrá apagar. IV. ALREDEDOR DEL FUEGO Un olor a leña los fue envolviendo en medio de la noche. La selva se extendía alrededor como una niebla
  • 26. densa. Apenas un poco de luz de luna se filtraba por entre los enormes árboles. Una cadena de montañas se dejaba ver en el horizonte, allá donde parecía abruptarse el mundo. Estaban sentados alrededor del fuego. Todos esperaban las últimas instrucciones. Ella frotaba su tobillo derecho que había colocado sobre un tronco viejo. Él miraba aquella maraña de hojas y ramas que los rodeaban. De vez en vez su mirada se deslizaba hasta alcanzar aquella fricción de su compañera, pero al instante volvía a su oscura selva. Ella, entonces, alzaba la mirada y lo veía incrustado en aquel limbo impenetrable. Cuchicheaban, rascaban el metal, movían los pies como por inercia. Ella seguía frotando su tobillo casi a perpetuidad y Él mirando el verde. Entonces una voz de mando los hizo ponerse en atención. Todas las miradas se alinearon ante una imagen que se movía de un lado para el otro, vociferaba con firmeza, levantaba las manos, hacía gestos en el aire, construía planos, dibujaba los lugares exactos con sus dedos y distribuía posiciones. Doce hombres bien armados iniciarían el ataque a la altura del cerro negro, casi al terminar la curva, el compañero Julián llevaría las tres granadas de fusil tipo pepa, el objetivo era destruir la primera patrulla contrasubversiva. Otra vez, las manos viajaban por los aires haciendo curvaturas extrañas, cabalgaban sobre el viento creando ondas, aquellas manos equitadoras se detuvieron de un tirón. El segundo contingente lo
  • 27. integrarían diez compañeros a quienes se le había dado la orden de atacar la segunda patrulla, entre ellos estaban Él y Ella. Los demás quedarían atrincherados a la espera de la emboscada. La zona era boscosa. Casi a media noche, pensaban iniciar la marcha, calculando el tiempo que les tomaría llegar al lugar de los hechos a la hora exacta. Al ponerse la luna sobre ellos, se levantaron, cogieron sus armas y algunos pertrechos de guerra, e iniciaron el recorrido para alcanzar sus posiciones a la madrugada. Él iba detrás de Ella. Muy dentro de sí algo le mandaba cuidarle el paso. Se internaron monte adentro con la intención de alcanzar la carretera que serpeaba sobre una pequeña montaña. Tendrían que caminar la noche entera a penas alumbrados por pequeños mecheros artesanales. Una sola columna como las hormigas. El avance era lento pero incesante. Ella, de vez en vez, aminoraba el paso tratando de que Él la alcanzara, lo que solo pudo lograr después de casi dos horas. - ¿Hace frío o es mi impresión? – dijo Ella frotándose los brazos como para darse calor. - Sí, hace mucho frío. Qué raro no es común en esta época del año – dijo Él con la seguridad de un lugareño. - Parece como si alguien estuviera soplando en contra nuestra como para no avanzar más. - No digas eso, solo es el clima de la medianoche, luego pasará.
  • 28. - He sentido que hay demasiada tensión en el grupo, ¿qué crees tú? - Sí, hay algo de eso, pero no debería ser así, porque no es nuestra primera incursión. - Para mí es como si lo fuera – dijo ella casi para sus adentros. - No te preocupes, todo será sencillo. Tú solo colócate detrás de nosotros y listo –su rostro bosquejó una sonrisa. - Gracias... gracias, ya no me preocuparé más. Entonces callaron. Ella se adelantó apurando el paso. Detrás, Él, le fue observando su talle a voluntad. Andaban por horas. Solo la noche. La noche y el monte. La noche, el monte y los pájaros que gorjeaban sus penas. Por allí monos, ranas, grillos, arañas, incluso serpientes, era un concierto animal. Tras un largo camino, las huestes senderistas se abrían paso abriendo trochas hacia un destino que estaba lleno de incertidumbre. Iban paralelos a un riachuelo escuchando el sonido que provocaba la corriente del agua al avanzar chocando con las piedras y las ramas rotas, bordeando algún desnivel, creando alguna cascada. Él, la miraba caminar, saltar, agacharse para amarrar sus botas, miraba su pantalón de campaña ceñida a su cintura, imaginaba unas bragas de algodón color rosa. Ella caminaba contoneándose de manera premeditada, saltaba sin necesidad, se agachaba sabiendo que los ojos que venían
  • 29. detrás se posesionarían de sus partes más deseadas. Entonces se dejó alcanzar por segunda vez. - Aún nos falta mitad de recorrido y ya estoy agotada. - Sí, el camino está demasiado pesado y eso que nos falta cruzar el río grande – dijo Él. - Espero que el río no esté muy cargado – respondió Ella sintiéndose muy preocupada por lo que vendría. - No. No lo está, no es temporada de lluvia. - Si pudiera retroceder el tiempo – su mente pareció volar hacia algún recuerdo. - ¿Acaso te arrepientes de algo? - No, no. Solo que se extraña mucho. La casa, la familia. A veces me entra una nostalgia. Sabes, tengo una hermana pequeña de siete años, hace casi año y medio que no la veo. - No creo que sea el momento adecuado para estar sensibles. En esta hora la distracción es fatal. Sabes que vamos a otra cosa. A un encuentro donde lo menos que debe haber son sensibilidades. Así que deja ya eso. - Sí, tienes razón, seré insensible. Ella quedó quieta un instante, atollada en algún pensamiento. Él la miró sin saberle qué decir, inmediatamente tomó su brazo y la llevó con él. Ella seguía los pasos aún sin ver el camino. Estaba en otro sitio por un buen rato, hasta que sintió unos brazos fuertes sostenerla con una intención protectora. Miró alrededor, una profusa oscuridad la envolvía por
  • 30. completo, solo los mecheros en fila india; entonces se dejó llevar. El agreste camino los hacía, por momentos, unirse para subir cuesta arriba, los machetazos se lanzaban para abrir paso a la dama. Ella encantada que la enramada cayera a sus pies y las pisara como si fuera una alfombra que crujía a su andar. Caminaron por horas hasta que el camino llegó a su final. - Hasta que por fin – Ella dio un suspiro. - Descansa mientras puedas, muy pronto estaremos frente a lo que hemos venido hacer. - No me asustes más – ella bajando su arma automática, se sentó sobre un promontorio de tierra seca. - ¡Uf! El día va ser muy largo – Él, se secó el sudor de su frente con la manga de su camisa. - Ya pronto va amanecer. Ojalá que todo acabe rápido. - Así va ser. Tenemos que eliminar esas dos patrullas que vienen muy temprano desde Mazamari, y de allí nos vamos a casa. - ¿Así de sencillo? - Jajajajaja...sí, así de sencillo. - Muy bien compañero...de allí a casa. La voz de mando les ordenó ocupar sus posiciones. El segundo contingente tuvo que caminar medio kilómetro más por donde subía la carretera. Se agazaparon tras los arbustos, los árboles, las depresiones de terreno, las rocas que parecían no
  • 31. haberse movido desde el inicio del mundo. Él se había tirado al suelo delante de Ella. Quería protegerla. En un supuesto ataque su cuerpo amortiguaría las balas que estuviesen dirigidas hacia Ella. Aquellos minutos de espera fueron los más interminables. Cuando escucharon el ruido de los móviles venir por la carretera, sintieron que ya la suerte estaba echada. Él volteó a verla, Ella se quitaba un insecto del cuerpo. - Ey!, qué pasa – gritó Él con energía. - Disculpa, disculpa...- agachó su cabeza y preparó el arma. Dejaron pasar la primera patrulla. Casi a cien metros después se acercaba la segunda. Habían interrumpido el pase con troncos de árboles viejos a la altura de la curva, frente al cerro negro. No escaparían. Cuando escucharon las primeras explosiones adelante, ellos, empezaron el ataque. Las granadas no dieron en el blanco porque la camioneta había retrocedido de inmediato. Una ráfaga de balas reventó las llantas. De pronto sintieron las primeras balas pasar por sus cabezas, estaban repeliendo el ataque. Ellos que habían dejado su lugar de emboscada para ocupar lugares más favorables, al sentir las balas amenazantes, tuvieron que retroceder asustados. Desde posiciones más distantes continuaron con el ataque, parecían ver algunos cuerpos enemigos abatidos sobre la camioneta, pero ya no podían avanzar. La camioneta con las llantas reventadas por las balas se había
  • 32. convertido en un constructo blindado para la fuerza del orden que los protegía del ataque. Las granadas fueron utilizadas todas sin dar en el blanco. Las balas parecían rebotar en ese cuerpo metálico. El fuego cruzado se intensificó en pocos minutos. Cuando Él advirtió al primer compañero muerto a pocos metros, recién se dio cuenta de la gravedad de las cosas. Había varias bajas. Buscó rápidamente la posición donde estaba Ella pero no la encontró. Entonces sus ojos se abrieron al máximo, una columna de fuerzas contrainsurgente los estaban rodeando, parecían salir de los árboles, de las ramas, de las rocas grandes, de la tierra misma donde ahora Él se arrastraba tratando de salvar su vida, las balas iban y venían de todas direcciones. Otra patrulla había llegado, era el tercer camión contrainsurgente. Entonces todo cambió, ahora ellos parecían los emboscados. Quiso huir pero no pudo, sintió un ardor en el estómago como un aguijón, una bala le había perforado el vientre. Se tomó con las manos en el lugar donde nacía el dolor y un chorro de sangre le enrostró la realidad más terrible: estaba herido de muerte. Miró el cielo que ahora parecía apagarse ante su mirada, miró los árboles de lupunas tan altos, miró el amanecer casi replegado de luz. La fuerza contrasubversiva se acercaba como una tromba, sentía que ya llegaba el final, deseó tener una granada y hacerla volar sobre su cuerpo para no tener que someterse al enemigo, pero eso ya no hacía falta, su corazón se iba deteniendo poco
  • 33. a poco. Dio unos pasos y se cobijó detrás de unos arbustos, pensó que ese sería el mejor lugar para el fin. De pronto frente a Él apareció Ella. - ¿Tú, dónde estabas? – preguntó casi a media voz. Ella solo le miraba a los ojos como si estuviera viendo una piedra o un árbol o un pájaro muerto. - Tienes que irte…huye, huye. - Ya no es tiempo de huir más – dijo Ella con una voz de resignación que Él no pudo entender. - No seas tonta, no ves que nos están rodeando. Yo ya no podré llegar a ningún sitio, así que más vale que tú te salves…huye, huye. Ella quedó parada allí, casi inerte, mirándolo sin pestañar. Aún las balas silbaban por los alrededores. Los pasos parecían acercarse cada vez más. Él se iba apagando segundo a segundo, sintiendo muy dentro de sí, que todo camino ya estaba cerrado. Entonces los escuchó. - Aquí están...! - Aquí hay uno de ellos! - ¡Ya perdiste maldito terruco! Antes de escuchar el disparo del fin, miró los ojos de su compañera que lo miraban inmutables, entonces vio los ojos de la delación, los ojos que lo estremecieron hasta lo más hondo del alma, los ojos insensibles que lo veían sin ver.
  • 34. V. FINAL DEL CAMINO
  • 35. A un lado se había levantado una carpa grande de lona dividida por un biombo donde pensaban colocar los restos hallados. Después de veintitrés años, volvió a sentir aquella ventolera de muerte que le escarapeló el cuerpo. Estaba nuevamente en aquel lugar, frente aquel cerro antediluviano donde mataron a su familia. Aquel suelo malva serrano que lo vio crecer, ahora, se extendía con una paz envolvente. Fue entonces que lo empezó a recordar. La lasitud de aquella tarde, a medio caer, le dejó ver cómo unas manos venosas ahuecaban la tierra hasta sus entrañas para echar los cuerpos de la ejecución. Los miraba desde cierta distancia, oculto bajo unos molles crecidos. Se le aguaron los ojos cuando vio caer, uno a uno, a sus seres queridos. Se le crispó el corazón. Pensó en un descampado, en cierta loma baldía donde sobresalían algunos tallos retorcidos y mucha hierba seca. Al frente un cerro sin forma, recordó que desde muy pequeño su padre le había enseñado ver la silueta que escondían los cerros: la forma de una mujer embarazada, la de un pájaro herido, un becerro echado junto a su madre, una pareja de amantes en pleno acto de amor y más, mucho más, pero este cerro no tenía forma alguna. Y en aquel momento lo volvió a ver en todo su esplendor, una masa amorfa configurando una inmensidad cómplice. Se acercó como temiendo encontrarse con una realidad que no quería presenciar, pero ello era inevitable; señaló, entonces, el lugar donde la tierra apisonada había formado ciertas grietas como si fueran
  • 36. huellas digitales. Excavaron hasta lo más profundo, las palas parecían no encontrar final. Y allí, por fin allí, estaban uno al lado del otro: dos fosas comunes. Bullía su sangre en su interior cada vez que extraían un cuerpo. Miraba inútilmente tratando de reconocer si era uno de los suyos. Cráneos y huesos, vestimentas viejas. Hasta que los reconoció, estaban como en una foto velada, un caminito estrecho que se corta a medio andar. Toda la poquedad del ser resumida en un osario que lo sacudía por completo. Por ahí una voz pastosa empezó a gramputear. Algunas mujeres lloraban. Él estaba callado, enrollado en su pena. Había reconocido en un viejo pantalón gris un pequeño llavero con un caballito de bronce, era su padre. A un costado dos restos de niños que supuso eran los de su hermano mayor y su prima Luzmila. Sus ojos buscaron de inmediato alrededor, y allí estaba, como mirando desde el más allá: su madre. Parecía estarla viendo en vida, su falda oscura con pliegues y esa blusa de flores. Nuevamente sus ojos se aguaron, ahora viendo el final del camino. Hace veintitrés años había ido al potrero cuando escuchó los primeros disparos. La bulla a los alrededores le obligó a esconderse entre la paja seca. Pudo ver cómo entraban a su casa y se llevaban a toda su familia, lo mismo hicieron con los vecinos y con mucha gente del pueblo. Ya cuando todo parecía calmado fue al interior
  • 37. de la casa, entró casi de puntillas para no hacer ruido pensando en que podía haber quedado alguien por ahí, solo vio la mecedora de mamá haciendo un leve movimiento, aquietándose poco a poco. Guiado por el sonido de las balas que se escuchaban a lo lejos corrió para alcanzarlos, aquellos retumbos que le sonaban hasta muy dentro del alma parecían venir de aquel cerro sin forma. Sintiéndose cerca caminó con cuidado hasta llegar al lugar. Eran hombres uniformados que golpeaban en el suelo a una persona, luego lo hicieron correr y al ratito caía atravesado por las balas, cargaban el cuerpo y lo echaban a la fosa que habían cavado. El miedo lo hizo acercarse, casi a rastras, hasta alcanzar una hilera de molles viejos que se extendían a un costado, y allí se colocó acurrucadito para que nadie lo descubriera. Desde ese lugar lo vio todo. Todas las muertes que su pequeño corazón podía soportar. Cada muerte le arrebujaba el alma, su inocente ser estaba siendo destrozado por dentro con las garras más miserables. Entonces vio a su padre. Hubiese querido correr y abrazarlo para que no le hicieran nada, pero eso no era posible, sabía que a él también lo matarían sin ninguna compasión. Lo habían golpeado, desde el suelo gritaba, nunca antes lo escuchó gritar así, con tanta desesperación, uno de ellos lo ató a un poste de palo como a un animal, luego se alejó despacio contando veinte pasos hacia adelante y se volteó, mirándolo a los ojos le dijo “quédate quieto, así que no quieres hablar”, sacó una pistola y le dio un disparo, el cuerpo del padre cayó de rodillas,
  • 38. inmediatamente vino un segundo disparo que lo echó por los suelos, su madre corrió hacia él gritando desesperada, y ahí mismo, una bala la hizo caer junto a su compañero. No pudo resistir más y salió de entre los molles y corrió, corrió como un espantado. Se le había acabado el mundo frente a sus ojos, era una pesadilla. Deseó no ver más, cerrar los ojos y escapar de todo. Así llegó a casa, se escondió en un rincón de su cuarto, agarró su pequeño ábaco y empezó a contar, pasó veintitrés años contando. De noche los recuerdos lo hacían temblar, estremecerse sobre la cama, sabía que tendría que recorrer un nuevo camino, pero esta vez, solo. Abandonó su pueblo, aquel centro poblado en la sierra sur arrasado por la desventura. Parado allí, frente a los restos de su familia, sentía que todo vacío se llenaba, que frente a él toda oscuridad se diluía. Después de tantos años había llegado al final del camino, y el final, esta vez, era un nuevo comienzo.
  • 39. VI. EL GATO La explosión lo había tirado al suelo, aturdido se incorporó y entró rápidamente a la estación de policía. Su calva sudaba. Solo veía humo y polvareda ocupándolo todo. Las paredes frontales habían caído por el estremecimiento que produjo el estallido. Lo demás era un sonido estentóreo que seguía retumbándole los oídos. Ingresó raudo hacia aquella estación que, ahora, yacía en escombros. Sorteaba los cuerpos como si se tratasen de pedazos de ladrillos que le impedían el paso. Le ordenaron que vaya a los estantes y recogiera las armas. En el camino vio al oficial mayor muerto, sus ojos inanimados parecían que lo miraban fijamente, le quitó el revólver que llevaba en su funda y se lo colocó en la pretina del pantalón. Se desabotonó la parte superior de la camisa, parecía como si el aire le faltara, avanzó, los estantes habían caído sobre un gran escritorio de cedro. Cogió
  • 40. algunas armas y salió de inmediato tratando de evitar que alguien lo reconociera. Las horas siguientes lo habían llevado a recorrer algunos kilómetros de distancia hasta la entrada de Santa Rosa. Allí dejó las cuatro armas automáticas de la intervención a la estación policial, se lavó el rostro, se puso una casaca negra y recibió instrucciones del compañero encargado, luego volvería a casa, estaba asustado, sabía que de regreso tendría que pasar por el lugar del atentado, su mente empezó a divagar, pensaba que quizás alguien pudo haberlo reconocido. Al pasar por el lugar, ya entrada la noche, un centenar de personas se habían arremolinado para ver lo sucedido, camionetas de policía con su circulina encendida estaban estacionados flanqueando la comisaría que yacía casi derruida por completo. La prensa se movía de un lado a otro en su intento de posesionarse del mejor lugar y obtener las imágenes más impactantes. Él, miraba con temor, su cuerpo como empujado por una fuerza interior se había corrido hacia el lado contrario de la ventanilla tratando de escapar del suceso, se le hizo un nudo en la garganta, sus manos sudaban, el espacio lo empezó a sofocar; por un instante, pensó en abandonar el carro y correr lejos a cualquier lugar, pero no era una buena idea, se sentó, su cuerpo se contrajo hasta alcanzar un bulto pequeño, solo minutos después, cuando ya el carro había traspasado el lugar, su cuerpo contraído se
  • 41. fue soltando poco a poco, su respiración volvió a ser la misma, pero aún no dejaba de sudar. - Déjeme en el paradero de la esquina, por favor. Al bajar tomó el lado izquierdo de la calzada, muy pegado a la pared, sus pasos se hicieron rápidos, de vez en cuando se detenían para mirar atrás, pero nuevamente tomaban el ritmo apurado, casi de escape. La oscuridad de la noche ayudaba a que nadie pudiera advertir su presencia, por ahí el ladrido de algunos perros le hacían cruzar la pista y pegarse hacia la pared de la calzada contraria. Al doblar la esquina, se sintió mejor, mucho mejor, entonces sus pasos tomaron el ritmo de siempre. Subió la pendiente, cruzó a la derecha y se instaló otra vez en su aposento, una casa semi construida, con paredes de ladrillos y techo de calamina. Abrió la puerta, fue a su dormitorio e inmediatamente se echó en aquel camastro viejo que por años lo había cobijado de las más duras condiciones, sobre todo, cuando el frío apremiaba en invierno. Su cuerpo buscó el espacio más cercano al triplay que dividía la habitación y allí, casi mecánicamente, tomó una posición fetal, como si su subconsciente lo llevase al vientre materno donde se sentía seguro, libre de toda amenaza. Le llamaban el gato por sus bigotes puntiagudos, de joven su ondulada cabellera se hacía distinguir por unos rizos que llevaba a un costado y que trimestralmente se hacía arreglar en el salón de Koky,
  • 42. el estilista del barrio. Ya con los años aparecieron las primeras entradas y, luego, a los cuarenta, una calva considerable. No se le conocía mayor familia que un perro chusco llamado Lenin y una gatita angora de nombre Luchita. En la cuadra era muy popular. Participaba de las actividades comunales, de los campeonatos interbarrios, de las fiestas vecinales, incluso se le veía jugando ajedrez con las personas mayores. Los muchachos lo buscaban para apadrinar los campeonatos de fulbito, él, muy deseoso, aceptaba y corría a la tienda de deportes de la Av. España a comprar las camisetas para el equipo. Era muy querido. Por las mañanas trabajaba en el mercado de la tercera zona en un pequeño stand donde solía vender y arreglar relojes de todo tipo: personales, analógicos, digitales, incluso mixtos. Era todo un experto, su lista era larga: citizen, casio, seiko, zenith, erken, chanel, guess incluso había tenido en sus manos un rolex de los más caros. Sus dedos parecían unas pinzas, sus yemas seda pura, cada forma era acariciada a tal extremo que su mente volaba al pasado imaginando clepsidras y cuadrantes que llenaban todo el lugar. Las carátulas eran de todas las formas: redondas, cuadradas, hexagonales, con enchapes de oro y plata, con piedras preciosas, sintéticas, con adornos exóticos, rarísimos. Las yemas de sus dedos se arrastraban a cada forma como si fueran sierpes, era un disfrute casi patológico. Cargaba siempre un estuche negro con sus instrumentos básicos: pinzas,
  • 43. destornilladores, lupas, lunetas, un pequeño cepillo con cerdas muy finas, un disolvente y muchas otras cosas; especialista al máximo. Cuando llegaba un reloj a sus manos empezaba un minucioso desmontaje, se colocaba la lupa en el ojo derecho, tomaba el destornillador y una pinza pequeña, y empezaba la operación como en un quirófano. Llegar al corazón de la máquina era el objetivo, extraía las arterias, limpiaba la grasa acumulada, la sangre que chorreaba por sus manos se lo limpiaba con una franela verde que guardaba en su cajón, y luego de algunos minutos ya estaba listo el trasplante. Era un cirujano experto. Las máquinas lo sabían muy bien. Los clientes aún más. Era muy solicitado, le gente venía a buscarlo de todos los lugares: señoras bien vestidas, hombres con terno y corbata, jóvenes universitarios, jovencitas de los institutos cercanos. Es por ello que nadie sospechaba de nada cuando lo buscaban en su stand de la tercera zona o cuando lo buscaban en su casa y se encerraban por horas. Solo la señora Bertha dudaba, haciendo preguntas y comentarios que nadie hacía caso. La gente sabía que era muy insidiosa, es por ello que los vecinos no se sorprendieron cuando la vieron llevando a la policía hacia la casa celeste del cerro, hacia el cubil del gato. Las primeras horas del día, un cerco de más de treinta efectivos policiales habían rodeado la zona. La noticia de que uno de los actores del atentado a la
  • 44. estación policial era un vecino, había corrido como pólvora. - Es el vecino que trabaja en el mercado. - Sí. Le dicen el gato. Al escuchar esto la señora Bertha, que había ido al lugar del atentado, apresuró en concretar el delato. - Sí, sí yo lo conozco. - Vive por la tercera, en el jirón Ilo. - Vengan, vengan, yo los llevo. Cuando los efectivos del orden rodearon el vecindario, ya era demasiado tarde para todo. Los vecinos solo miraban sin involucrarse, los policías avanzaban por los rincones tratando de no hacer ruido, la señora Bertha levantaba el dedo acusador señalando el lugar. Dentro de la casa, el gato, que no había dormido en toda la noche, se había colocado los zapatos y dobló las bocapiernas del pantalón hasta alcanzar las canillas. Su instinto de conservación le había hecho tomar el revólver del oficial que, horas antes, le había quitado y se lo puso al cinto. Lenin, empezó a ladrar en la puerta de la casa, su gata blanca, Luchita, presintiendo algo malo, había trepado al techo huyendo del peligro. Afuera solo la señora Silvia, con su hija Sandrita en brazos, se atrevió a decir que el gato no estaba en casa, pero los efectivos no le creyeron. El gato sabía que la única manera de huir era trepando el cerro hasta llegar a la olla – una depresión en forma de recipiente que se había formado en una gran roca – y de allí
  • 45. desbarrancarse para la parte trasera del cerro. Por un instante pensó del error cometido, sabía que era un tremendo error incursionar en la comisaría de la zona donde vivía, alguien podía haberlo reconocido, y así fue. La suerte parecía echada. Entonces salió corriendo hacia el cerro, trepó como un felino como lo hacían los niños del lugar. Cuando pensaba haberlo logrado, escuchó un estallido de balas, esta vez no hubo estruendo que lo ensordeciera, y los silbidos que parecían quemarle el cuerpo los había escuchado claritos. Cuando su cuerpo alcanzó, a rastras, la olla en la cima del cerro, pareció ver, desde arriba, solo puntitos negros, puntitos que se iban alejando hasta desaparecer, luego el zumbido, el mismo zumbido que no lo había dejado dormir se hacía eterno.
  • 46. VII. LA CASA DE LAS PARIAS Nuevamente sus pasos se dirigían hacia aquel burdel del octavo sector, al sur de Lima, esperando encontrarla esta vez. Estaba escondido entre el arenal y aquellas casas de esteras que no habían sufrido mayores cambios desde la vez que las levantaron, allá por 1970. Casi oculto del mundo por vergüenza. Le llamaban la Casa de las parias. A los alrededores proliferaban algunas cantinas de mala muerte. La noticia que trabajaba en esa casa de citas, lo trajo desde muy lejos, casi del lado opuesto de la ciudad. Eran los extramuros de Lima, donde la gente provinciana había llegado tras una migración forzosa, sin más esperanza que levantar una chocita y poder vivir. Ahora, sentado en una mesa de una de las cantinas al que acababa de entrar, volvió a revisar el documento que tenía archivado en un folder manila. Hoja por hoja, empezó lentamente una nueva lectura: Los sinchis habían ingresado al pueblo un día domingo, lo recuerdo porque era día de misa y allí en la plaza nos reunieron a toditos para hablarnos. Nos dijeron que habían venido para combatir a los senderos, o sea los terroristas, que no permitirían que ninguno de nosotros
  • 47. colaboré con ellos, dándoles gallinas, papas, maíz, o lo que tuviéramos, porque el que lo hiciera también sería considerado un terruco. El pueblo todo empezó a tener miedo, incluso la fiesta patronal se suspendió. Cuando salíamos a pastar el ganado, teníamos que regresar prontito por temor a que suceda algo. Ellos caminaban en grupo por todo el pueblo, nos miraban muy mal, estábamos toditos sometidos. Ya ni siquiera podíamos hablar en grupo porque pensaban que hablabas de ellos y entonces te golpeaban. Sabíamos de muchas cosas malas que hacían pero nos callábamos por el miedo a que te digan o te hagan algo. Papá Jacinto me había dicho que no hable nada con nadie. Los muy desalmados se robaban algunos animales, ya sea una ovejita, ya sea un chanchito, incluso decían que habían abusado de una chica, pero nosotros no queríamos creer, cuando salíamos por las tardes a casa de una vecina, teníamos que ir acompañados. Margot apura, Margot date prisa, Margot…..me decía mi mamá. El temor era muy grande. Todo se hizo peor el día que los senderos llegaron al pueblo y dejaron dinamita en la plaza e hicieron pintas de viva la revolución en las paredes del cementerio. Eso no gustó a los sinchis que prontito nos acusaron a nosotros de haber sido, pero nosotros éramos un pueblo pacífico, que no teníamos nada que ver con los terroristas. Entonces empezaron a meterse a las casas sin ningún permiso y se llevaban a los jóvenes. Uno por uno iban desapareciendo. Cuando vinieron por mí, yo estaba solita en casa, preparando la comida, mis padres y mi menor hermano habían ido al campo con los
  • 48. animales. Esto es muy duro para mí. Les dije que yo no era terruca, que por favor no me hicieran nada, pero ellos no me escucharon. Les dije que no me toquen, que por favor no me toquen y no me escucharon…... Abusaron de mí. Uno por uno, los malditos, abusaron de mí. Cuando por la tarde llegaron mis padres, me encontraron escondida debajo de mi cama, llorando, llorando mucho. Tuve vergüenza por lo que me hicieron, quería morirme. Mis padres esa misma noche fueron a reclamarles y ya no regresaron. Más luego mi hermanito fue a buscarlos y le dijeron que se vaya, que ellos no estaban acá, que si seguía molestando lo iban a meter en una celda. Al día siguiente mi hermanito, sin despedirse siquiera, desapareció y nunca más lo vi. Me armé de mucho valor y fui a reclamar qué habían hecho con mi familia, y se rieron de mí, me dijeron que no sabían nada. Cuando reconocí a dos de los que fueron a mi casa, me dijeron qué quieres, quieres que te volvamos a visitar. Más que nada lloré mucho de impotencia, tres familias había perdido: mi padre, mi madre y mi hermanito. Están desaparecidos desde entonces… Cerró el documento. Otra vez la historia lo volvía a quebrar. Caminó directo hacia aquella casa de ladrillos pintada de verde. Tenía la mente hecha nudos. No entendía por qué Margot terminó trabajando en ese burdel. Empezó a deducir cosas: seguro huyó del pueblo por temor, al llegar a Lima no habría tenido de
  • 49. qué vivir y toda esa vergüenza de la violación la habría reducido en su moral y autoestima al nivel más bajo que puede tener el ser humano, y eso lo condujo a ese lenocinio miserable. Tocó la puerta. Luego de unos segundos, alguien husmeó desde la ventana. Apenas logró reconocer a una mujer madura quien la miraba de pies a cabeza, quiso hablarle pero inmediatamente cerró las cortinas. Se quedó parado inmerso en su gran angustia. Al sentir el chirrido de la puerta abrirse, apuró en preguntar. Busco a Margot, Margot Sulca, sé que ella trabaja acá. La mujer que lo escuchaba, sin decir una palabra, dio media vuelta y desde adentro gritó, Margot te buscan. Unos segundos después los dos estaban frente a frente, mirándose a los ojos, tratando de reconocerse. Hola Margot, soy tu hermano, tu hermano Julián. Ella se quedó fría, paralizada totalmente. Segundos después, gruesas lágrimas le empezaron a caer por sus mejillas, después de diecisiete años, la luz parecía asomarse al final del túnel. .
  • 50. VIII. El HIJO ROJO Sus dedos tocaban las paredes mientras caminaba rumbo al CECAPE San Pedro. Saltó el charco que se extendía en el suelo. Sin querer, empezó a aspirar el olor fuerte que salía de una de las alcantarillas. Hizo un gesto de asco. En frente un perro ladrando fue detrás de una mototaxi que pasaba a toda velocidad. Arriba el cielo gris de Lima traía la tristeza del mundo. Caminó despacio como midiendo sus pasos, hasta que quedó
  • 51. quieto como detenido por unas manos. Frente a él estaba el legendario Poncho negro. Sus sentidos saltaron avivándose de inmediato. Buenos días Don Poncho negro, es un gusto saludarlo. Soy un estudiante de electricidad. He escuchado mucho de usted, del gran dirigente social que es, déjeme acompañarlo. Y desde ese día lo acompañó a lo largo de casi dos años. Aquel hombre de estatura mediana, con su poncho negro que parecía haber resistido mil invasiones, y sus gestos horadados por la pobreza y la soledad, ahora lo inspiraba. Fue así que cuando lo invitaron a militar al MRTA, su sensibilidad social ya estaba forjada, y aceptó de inmediato. Los años, poco a poco, moldearon una lealtad y entrega a pruebas de balas. Empezó con algunas incursiones de bajo vuelo: repartir volantes, pintar paredes, irrumpir en academias e institutos. Se le veía muy poco en el barrio, pero cuando sus amigos lo llamaban, acudía de inmediato portando siempre su boina negra, es de Poncho negro, decía. Sus manos se apuraban entonces en tomar la botella de cerveza y brindar por la amistad y la revolución. Hablaba sin parar sobre la realidad social del país, las diferencias de clases, los abusos de poder, etc. Todo lo que había aprendido con sus compañeros del partido, ahora los socializaba. Escuchó hablar de Marx pero nunca lo leyó. Sus guías revolucionarios siempre fueron el Che Guevara y Poncho negro. En el fragor del alcohol, muchas veces, los confundía. Cuando alguien se atrevía a corregirlo,
  • 52. terminaba la conversación mascullando, bueno, igual, los dos usan boina. En el barrio conocían de sus andadas. Es un revolucionario –decían. Se paraba cada vez que llegaba a la Av. Riva Agüero, acomodaba su boina y se quedaba mirando las casas sobre el cerro. Era todo un poseso. Parecía imaginar las primeras invasiones, las esteras y cartones que se extendían haciendo terrazas escalonadas a lo largo del cerro. Pensaría en Poncho negro y sus innumerables historias. Hubiese querido ser parte de todo eso, quedar en el imaginario popular como un gran luchador social. Minutos después, su embeleso era roto al escuchar el claxon de un micro que iba a la Huayrona, regresó entonces a su realidad. Miró a los alrededores y se dirigió al paradero a tomar el bus que lo ausentaría por meses. Nadie imaginaba que aquella mujer de rasgos angulosos, que todas las mañanas se levantaba temprano a preparar el desayuno de sus dos menores hijos, y que luego apuraba el paso para ir al mercado a vender ropa importada, sufriría una parálisis facial al enterarse de la noticia de su hijo mayor. Lo habían detenido. Le acusaban de haber hecho volar parte de la fachada de una universidad privada y como consecuencia, una estudiante gravemente herida. Lo encontraron huyendo por los alrededores. Cuando la policía requisaba su casa, ella no dejó de rastrillar con sus dedos sus cabellos ondeados. Qué pasa. Por qué hacen
  • 53. esto. ¿Mi hijo? Él no ha hecho nada. Qué buscan. Aquella noche se le paralizó parte del rostro. Su hijo iría a la cárcel acusado de terrorista. Tapaba parte de su rostro con sus cabellos negros. No solo era ocultar los rasgos faciales que vivían emancipados de cualquier voluntad, sino también la vergüenza por un hijo que había equivocado el camino. La primera vez que lo escuchó hizo como que no había oído nada, pero por dentro algo la estrujó. Apuró el paso, ahora siempre apuraba el paso. Su hijo es un rojo comunista, murmuraba la gente. Sus amigos, lo empezaron a negar como Pedro a Cristo. Sí, es un pata del barrio, solo lo conozco de vista. Sus ojos dejaban caer lágrimas gruesas, no era posible que su hijo mayor, en el que había depositado toda su esperanza y quien sería el ejemplo para sus hermanos menores, terminase pudriéndose en la cárcel. Ahora se limpiaba los ojos con sus manos nudosas viendo el noticiero por la televisión. Lo presentaban como mando militar del MRTA. No podía creerlo, estaba allí enmarrocado junto a tres de sus compañeros. Tiempo después, cuando sus manos se cansaron de limpiar sus lágrimas, aceptó que su hijo era un rojo. Allí va la mamá del comunista, del hijo rojo. Entonces todo se volvió rojo, los cuadros, las fotografías en blanco y negro, el falso piso, el camarote donde dormían sus pequeños hijos, el perro chusco que tenían como mascota, sus sandalias de cuero, la ropa que vendía en el mercado, su rostro inmovilizado
  • 54. que reflejaba el espejo, la boina negra de su hijo ahora era roja, hasta pintó la casa de rojo. Pasó sus manos por sus ojos y vio que ya no lloraba, fue ahí cuando comprendió que el tiempo ya había cicatrizado sus penas. No pasó mucho tiempo cuando la gente dejó de señalarla. Sus rasgos faciales paralizados volvieron a tomar vida. Sus hijos menores crecían. Respiraba cierta fragancia de tranquilidad. Cada vez que podía inclinaba su cuerpo por la puerta para ver a sus dos menores hijos jugar en la calle, ahora solo ellos contaban. Preparaba la comida, seleccionaba la ropa para la venta del día siguiente. Solo cuando llegaba la hora del noticiero por la noche, apagaba el televisor para desconectarse del mundo y se echaba a descansar. El penal de Ancón apenas se construía de forma ligera en su mente. Se quedaba por momentos suspendida en el aire. Aspiraba una bocanada de oxígeno y daba un suspiro profundo. A eso se había reducido, después de doce años, el recuerdo del hijo mayor. Los surcos de su frente se pronunciaron más en ese lapso de tiempo, y sus canas empezaron a abundar. Los hijos menores ahora eran mayores. Cuando uno de ellos llegó corriendo al stand donde vendía ropa, por poco se le sale el alma del cuerpo pensando que algo malo había sucedido. La pena de quince años había sido reducida a doce, por buena conducta, por haber acreditado resocialización, por haberse confirmado no ser cabecilla ni pertenecer al buró
  • 55. político. Saldría su hijo mayor, su hijo rojo, el rojillo, el rojete, el comunista, el terrorista como le decía la gente. Doce años no eran muchos, pero eran lo suficientes para ver caer una dictadura, para que los viejos mueran y los jóvenes se hagan grandes, para que los mitos por la que luchaste desaparezcan, para que frente al mundo, ahora, solo seas el hijo rojo. Volvió a llorar, después de mucho tiempo, cuando vio por la televisión la imagen de su hijo saliendo del penal. Esta vez no lloraba de pena, sino de inmensa felicidad. Cuando llegó a casa en un taxi, la gente se había concentrado alrededor y lo veían con ojos de rechazo. Se volvió hacia sí tratando de alejarse de cualquier agresión, así sea solo de las malas miradas. Entró a casa y cerró fuerte la puerta como si cerrara con ello los amargos años que había pasado en el penal. La prensa criticaba la salida del grupo de terroristas, eso no era conveniente, una realidad nueva se iba edificando a su alrededor. A la mañana siguiente, parado frente a la ventana, miraba los cerros del Agustino. Pensó en Poncho negro, doce años sin saber de él, sin saber del maestro que lo había inspirado. Entonces se miró al espejo, peinó sus cabellos, se puso encima la boina negra que le había obsequiado y decidió ir a su encuentro. Caminaría por la Av. Riva Agüero, doblaría hacia la izquierda y se encontraría con el cerro San Pedro. Todo estaba mentalmente trazado. Antes decidió pasar por la tienda del barrio y comprarle algo al viejo maestro, quizás un poco de fruta o algunos panecillos. Allí va ese comunista,
  • 56. pareció escuchar a sus espaldas. Volteó, no reconoció a nadie. Entró a la tienda. Disculpe no lo puedo atender, no apoyamos a terroristas. Al ver un grupo de gente, entendió que cualquier discusión estaba perdida, entonces decidió volver tras sus pasos. Fuera de aquí maldito terrorista, fueran los rojos, el barrio no es para asesinos. Abrió la puerta, ingresó rápido no sin antes recibir una pedrada en la espalda. Se sentó en el sillón, se tomó la cabeza como para pensar. Tras unos minutos en silencio, se levantó y caminó despacio a su habitación. Las rejas nuevamente se cerraban tras de sí. .
  • 57. IX. DE VUELTA AL BARRIO El Infante Ramiro Corzo, de veintidós años, había llegado muy temprano a la base naval. Las instrucciones eran redada antisubversiva en el barrio de Puerto Nuevo. Después del incendio de dos vehículos de transporte público en pleno paro armado, varias patrullas se habían dividido dispuestos a rodear, desde muy temprano, aquellos lugares donde, pensaban, se habían guarecido algunos senderistas. Portaba un fusil ametralladora MAC. Su ligera figura aún no había tomado la forma corporal de los militares, sin embargo, el trayecto a Puerto Nuevo, lugar que conocía muy bien, le había inyectado de patriotismo. Sería su primera incursión. Los cursos de adiestramiento con militares norteamericanos lo habían formado para los enfrentamientos en las zonas de emergencia, sobre todo, para la zona de Ayacucho. Él era un infante de marina y eso lo tenían que saber
  • 58. todos muy bien. Cuando llegaron al lugar, el despliegue fue inmediato, ocuparon algunas calles, cercaron la zona roja para que nadie escapara. Allí, en medio de una bocacalle, parecía verlo todo bajo un orden simétrico: los infantes iban ocupando cada rincón. Algunos fumones fueron los primeros en caer detenidos, uno que traía el dorso desnudo mostraba sobre sus dos brazos horrendas cicatrices como si le hubieran querido trocear sus extremidades. Más allá, una negra ebria gritaba gramputeando a todo el mundo. Algo le estaba poniendo nervioso, pero no sabía qué. No había pasado media hora y ya casi un centenar de personas de mal vivir estaban siendo requisadas por los militares. El infante Ramiro Corzo permanecía eternizado en la observación, parecía un celador medieval, estaba allí inamovible. En una de las paredes de ladrillos de una casa abandonada se alzaba, en todo su esplendor, un graffiti de Héctor Lavoe, él lo vio sin ver, su mirada se había deslizado hacia una incursión que realizaban unos oficiales en una casa de segundo piso, fueron cuatro a quienes sacaron y los llevaron hacia una camioneta blindada. Un perro chusco empezó a ladrar. Ciertos fraseos de la gente que pasaba y que ya comenzaban a agolparse, lo fueron poniendo aún más nervioso de lo que ya estaba. Agarró su arma con mayor firmeza. El sol empezaba a amenazar. Por ahí alguien pifió en señal de rechazo a los militares, volteó de inmediato. No era nada de qué preocuparse.
  • 59. Comenzó a sentir bochorno. Se escuchó un par de disparos en la otra esquina y luego la captura de otros que a distancia no distinguía bien. Imaginó algunos delincuentes sin mayor importancia. Frente a él, el que traía el dorso desnudo, se puso a orinar a vejiga suelta. Sintió ganas de regresarlo a su sitio a punta de patadas, pero no lo hizo. Algo lo detuvo. Pensó que los infantes no estaban para esas cosas. El vientecillo de la mañana empezó a amainar. Desde aquella distancia no advertía lo que sucedía en la otra cuadra, pero sentía el barullo. Una chica que veía desde su ventana lo miraba con fijación, eso lo turbó aún más. Se bamboleó tratando de romper aquella estática que lo empezaba a volver loco, era distinto a la guardia en la base, allá no te miran, no te pifian, no te insultan, ni mucho menos se orinan delante de ti sin siquiera cubrirse el colgajo. Quería salir de allí y mandarlo todo a la mierda, caminar algunas cuadras más arriba y meterse a la picantería de los chimbotanos para pedir un cebichito y un par de cervezas bien heladas. Pero había que aguantarse. El sol ya le iba quemando el rostro. Seguía moviéndose ofuscado, se iba enroscando de a poco en su mismo lugar. Entonces la orden de avanzar a la cuadra siguiente lo liberó del poseso. Carraspeó y escupió sobre el suelo en señal de satisfacción. Al llegar a la otra calle lo esperaba una turbamulta que los insultaba a más no poder. Sus ojos saltados empezaron a mirar a todos lados como tratando de protegerse de cualquier agresión. Pero por
  • 60. más que quiso no entendía nada. El barullo lo aturdía, quiso salir de aquel espacio bullente que le recordaba escenas sinuosas de su vida. De pronto se acercaron los camiones y la orden de retiro lo alivio de inmediato. De regreso a la base naval mascullaba palabrotas para sus adentros, “para qué mierda nos han llevado...solo para que nos insulten o para servirle de pantalla a otros”. Después de algunos minutos quedó callado, parecía inoperativo como esas máquinas viejas acumuladas en la oficina, se sintió inútil. En el trayecto a la base, su mirada hurgadora paseaba por las calles chalacas mirando las fachadas viejas de los edificios grises, las viviendas de madera, alguna chica hermosa parada a la puerta de su casa, un par de chiquillos jugando con la pelota, nada parecía buscar, solo deseaba que el tiempo transcurriera para olvidarlo todo, se sintió sumergido en un agua densa y turbia, se sentía mal, la incursión a aquel barrio perturbador, del que alguna vez había sido vecino, lo había puesto mal. Así llegó a la base, así pasó la tarde entera perdido en un recodo de la más apremiante angustia, tintineando una cadenita de plata que su abuelo le había obsequiado en su cumpleaños. Solo el olor a ruda lo fue calmando, el olor que aspiraba de aquel pequeño florero parado en el alfeizar de la ventana y que ahora le limpiaba aquel sabor avinagrado que le salía de las entrañas. Poco a poco fue desmadejando el mal día que había tenido después de mucho tiempo, hasta que por fin este terminó.
  • 61. Entonces alisó sus cabellos para ir a casa, se miró al espejo para ir a casa, se ajustó el cinto para ir a la casa que, en esos instantes, tanto la estaba extrañando. Solo era cuestión de minutos salir de la base, tomar el bus, atravesar el obelisco y llegar a casa. Las siluetas opacadas volverían a tomar su color, las palabrotas de algunos palomillas que llegaban a sus oídos no lo sentiría tan ofensivas: eres un güevón, sí tú, eres un güevón. Caminaba lentamente, solo eran tres cuadras para llegar a casa, su uniforme blanco de infante de marina parecía opacar las miradas. Cuando escuchó el chirrido de un auto frenar violentamente, sus reflejos no atinaron a nada, los dos hombres que salieron del auto empezaron a disparar como locos sobre su cuerpo, sobre el cenceño cuerpo del infante Ramiro Corzo, el marino de veintidós años que, tirado en el suelo agonizando, no sabía por qué moría. X. CLUB PURKAY
  • 62. Pilar había llegado al club a la hora exacta. Se dirigió al hall principal y se sentó sobre un sillón de cuero gris pensando que era mejor esperar la hora sin llamar la atención. Su piel blanca y sus ojos claros, heredados de su madre, ayudaban mucho. Aunque sentía los nervios de una primeriza, sabía muy bien qué hacer porque así le habían adiestrado en el partido. Recordó a la Chata, todo un paradigma para ella. Su templanza era de admirar, su sangre fría para dar el tiro de gracia, así como su decidida voluntad de hacer lo que sea necesario, fue lo que hizo que girara el picaporte hacia una senda de luz que la iluminaba con brillos que nunca antes había sentido. Anhelaba ser como ella, convertirse en un mando político, deseaba que algún día la respetasen como respetaban a la Chata. Esta vez arrebujaba a dos manos los recuerdos de infancia, las clases en la universidad que la habían formado en un sistema que ahora rechazaba. Era otra. Así lo creía. Cuando entró la empleada de limpieza, se plegó sobre sí misma como un acto instintivo, cogió una revista de modas y se puso a leer. Delineaba con los ojos no solo las letras del texto que veía impresa, sino los movimientos de la señora aindiada que arrastraba sobre el suelo un palo de escoba con un trapo rojo lleno de cera. Sabía que llegarían pronto, solo era cuestión de tiempo, el tiempo iba a hacer lo suyo. Palmeó con la revista la mesita de centro sin darse cuenta de lo que hacía, algunas miradas voltearon hacia ella, era lo que menos quería, entonces se paró y caminó hacia el
  • 63. espacio verde cercado por viejos arbustos que se encontraba en el ambiente posterior, hizo nudos con sus dedos como queriéndose sacar conejos, era señal de tensión, de nervios, en el fondo ella estaba asustada, andaba de un lado para el otro. A un costado unos vitrales oscuros llamaron su atención, se acercó lentamente y miró su imagen tenue reflejada en el vidrio, quiso arreglarse el cabello pero se repuso de inmediato como si alguien le diera un jalón, no era momento para eso. Dio vuelta y regresó al hall. Observaba algunos cuadros, luego una placa de bronce: “Club Purkay” El griterío de unos niños la hizo voltear de inmediato hacia atrás. No esperaba ver niños a esa hora. Amílcar fue el primero que entró cargando una mochila sobre el hombro. Se acercó a Pilar, quien se había recogido el cabello hasta la nuca, agarrándola del brazo la llevó a un costado de aquel ambiente. - ¿Todo bien? - Sí, sí, no hay ningún problema – dijo ella escondiendo su nerviosismo. Casi sin darle tiempo a nada, cuatro compañeros más ingresaron haciendo ¡Vivas! a la revolución. Cuando Pilar escuchó los primeros disparos ya era tarde para echarse atrás, estaba paralizada. Sus piernas empezaron a perder la firmeza que la mantenía clavada al piso. Solo reaccionó al ver aquellos petardos rodar por el suelo. Su instinto de conservación la hizo desclavarse de
  • 64. aquel piso de laja y correr hacia donde estaban los niños que retozaban en el jardín - Cúbranse, cúbranse – logró gritar con desesperación. Antes de escuchar la primera explosión, había empujado a los niños hacia el ambiente donde se encontraba un pequeño salón de recepciones. El estallido remeció todo el club, dejando en escombro su parte frontal. El zumbido le parecía eterno, un aire denso fue lo único que empezó a respirar mientras movía sus miembros que, por momentos, parecía no sentir. Su cuerpo temblaba en medio de aquella polvareda. El tiempo, poco a poco, fue haciendo lo suyo. Todavía atontada quiso levantarse y huir, pero no pudo. Una voz aflautada descubría su posición. - Ella también. - Sí, es ella. Sintió las manos que la apresaban, nunca había sentido unas manos tan llenas de furia, tan llenas de odio, y aquellas voces extrañas que la apuñalaban. - Maldita terruca ya te jodiste. - Has cagado a civiles... ¡hija de puta! Las palabras parecían repetirse una tras otra como si fueran ecos. Cuando sintió el primer golpe sobre su rostro pareció recién tomar conciencia de lo que había hecho. Las muertes que solo podían ser de algunos burgueses adinerados, ahora le eran las muertes más injustas. No eran policías, ni militares, ni delatores, ni gamonales abusivos, ni
  • 65. autoridades corruptas, era gente inocente. Cuando la trasladaron a la camioneta ya no sentía los golpes, un remordimiento le fue apoderando por completo, solo agachó la cabeza y su mirada se perdió en un gran vacío. Era un pabellón aislado dentro del cuartel, caminó a empujones hacia el fondo donde le pareció sentir un hedor a muerte. Cuando descendió al sótano sabía que nunca más volvería a ver la luz del día. Su mirada aún estaba turbada cuando escuchó los barrotes cerrarse detrás de ella. Las primeras horas todo era llanto, escuchaba gritos de hombres y mujeres pero no veía nada. La oscuridad se extendía a todos los rincones de aquel espacio que sentía se iba cerrando de a poco. La mañana siguiente comió solo un par de choclos tiernos, por la tarde los devolvería todo sobre una vieja escupidera de loza. La habían atado con los brazos atrás y la habían colgado de una viga firme que atravesaba aquel ambiente húmedo iluminado únicamente por una bombilla de luz colgada en el centro como si fuera el sol. Para ella era un sol muriendo lentamente y llevándola consigo. Antes de sentir los primeros golpes había escuchado las preguntas inquisidoras de sus captores, de uno, de otro, de todos los lados llegaban las preguntas que empezaron aturdirla, quería tomarse la cabeza y huir de todo eso, pero no podía, los golpes entonces se fueron intensificando a todas partes de su cuerpo, sentía que no había mayor dolor que estar colgada por horas de esa viga maldita, dio gracias a Dios de ser tan
  • 66. liviana, tan ligera, así sus brazos podían soportar un poco más antes de quebrarse por completo. Aquella tarde no dijo nada. A la mañana siguiente se sentía destrozada, había un pedazo de pan tirado en un rincón, no le apetecía. Con la yema de los dedos recorrió la cuenca de sus ojos, los sentía hinchados, sus pómulos estaban reventados a golpes, la espalda quebrada, sintió que sus brazos ya no le respondían, quería llorar, pero ya no quedaban más lágrimas. Los gritos de sus compañeros de celda los empezó a escuchar desde muy temprano, era más que un suplicio escuchar aquellas voces previas al fin, algunas se apagaron pronto. Sabía que la suya correría la misma suerte. Horas más tarde, otra vez, la sacaron a empujones. - Hoy te toca la tina mi amor...jajajaja - Vas a ver si no aflojas la boca ¡perra! Sintió que aquellas manos que penetraban su ser se alivianaban tratando de arrancarle un pedazo de placer. Entonces volteó y le escupió en el rostro al oficial insolente. De inmediato sintió una bofetada que la tumbó al suelo. Botaba sangre de la boca, aun así, fue llevada ante el gran recipiente de cemento al que llamaban la tina. Amarrada de manos fue forzada a arrodillarse, a un costado escuchó un canturreo que le supo a burla. Cuando las gruesas manos tocaron su nuca sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. El contacto con el agua la estremeció. A la primera inmersión trató de no pensar en nada, dejó en blanco
  • 67. su mente para lograr una mayor resistencia. Fueron infinitos los segundos que estuvo bajo el agua mirando solo un punto negro que era una rajadura, al cual se había fijado como si fuese la luz al final del túnel. Al salir inhaló desesperadamente una bocanada de aire como si fuera la última, tratando de inyectarle vida a cada parte de su cuerpo, expulsó por la nariz un poco de agua, no podía respirar, empezó a toser con desesperación. Hablaban de todos lados, no escuchaba las preguntas, solo oía gritos alrededor y sentía duros golpes que ya no soportaba. Entonces vio a su interlocutor bajarse la bragueta, sacar su miembro viril y orinar en el tanque, allí frente a ella. El agua fue volviéndose turbia. Otra vez la mano sobre la nuca y la sumersión que ahora casi la mata, el agua mezclada en orín había llegado hasta sus pulmones. No resistía más, sabía que su débil cuerpo no resistiría otra sumersión igual, entonces cayó desmayada bajo los pies de sus torturadores. Al despertar ya la idea del tiempo se le había ido por completo. No sabía si era de día o de noche, solo aquella luz infeliz, goteante del foco la iluminaba tras los barrotes. Mientras las horas pasaban se le fue yendo toda esperanza de sobrevivir a aquellas torturas. De pronto escuchó ruidos de pasos y gritos. A su celda llegó otra joven. Pilar recogió fuerzas y pudo incorporarse un poco para hablar, pero de inmediato pereció sentir cierta fricción que le partía el cuerpo y se desplomó lentamente, la joven la retuvo en el aire
  • 68. antes que cayera al piso, la tuvo entre sus brazos por largo rato. Pilar parecía escuchar una lista de palabras sin conexión alguna: huashao...taytaymi illarun... imamanta waqanki... Solo oía palabras, voces que se hacían melodía en sus oídos, recordó a su madre antes de caer desvanecida. Los gritos de dolor que la despertaron era la de su compañera, oía gritos como si la estuvieran desollando, luego de casi una hora no escuchó más, entonces aventaron a la chica dentro de la celda como si la estuvieran tirando a una fosa común. Pilar echó su cuerpo para atrás, buscó el espacio más lejano de aquellos hombres. - Ah, ya despertaste. - Hoy será tu día mi amor. - Te va gustar mucho....jajajaja Entonces la sacaron casi arrastras, la poca resistencia que puso no podía detener ni a un niño. Frente a una mesa vieja la desnudaron, pensaba en lo peor, sin ninguna indulgencia la levantaron en vilo y la amarraron sobre ese plano de cedro que formaba un gran cuadrante. Nuevamente las preguntas. El silencio sumado a aquella mirada perdida, casi vacía, desestimaba en sus torturadores mayores intentos para hacerla hablar, aun así le metieron los cables, los gritos fueron aterradores. Nadie en aquel cuartucho de muerte podía soportar dichos gritos. - Esta puta no va hablar.
  • 69. - Sí, estamos perdiendo el tiempo...ella ya está muerta. - ¡Entonces voltéenla! – gritó el jefe. Le metieron el cable por el ano, su débil cuerpo saltó, pero sus gritos ya se estaban apagando. Toda la miseria humana del mundo se estaba acumulando en ese pedazo de espacio corroído por los gritos de muerte. La media luz lo iluminaba todo. La primera risotada que escuchó fue el previo a la bajeza de la carne. Sentía que le penetraba la muerte hasta romperla por dentro, empezó a mordisquear sus propios labios tratando de aguantar este nuevo dolor, pero no pudo. Cuando la noche cesó, ellos habían terminado. Solo la carne tendida, desgajada hasta el alma quedó en el centro iluminando el mundo. XI. TIRO DE GRACIA 1. Toque de queda
  • 70. Te quedas quieto. Sabes que ya no puedes avanzar. Entonces levantas la mano temiendo que algún energúmeno se le ocurra disparar. Al igual que tú, ellos también están nerviosos. Escuchas ciertas palabras maledicentes con un tono de exasperación, sientes que las cosas empeoran. Te hacen echar al suelo sobre la grava. Rezas, piensas que fue una irresponsabilidad tuya quedarte hasta muy tarde en tiempos de toque de queda. Todo es incierto. Sientes miedo. Las manos sobre la nuca te empiezan a cansar. Has olvidado tus documentos en la alacena vacía donde últimamente guardas tus cosas. Te arrepientes. Una gruesa silueta se acerca hacia ti, solo ves su sombra y sus botas negras, luego sientes sus manos pegajosas que te levantan por los cabellos, le miras a los ojos, son los ojos del terror que poco a poco se va apoderando de ti. 2. Apagón Hubieses querido estar en la sala muy cerca de los otros ambientes, pero estabas en la biblioteca y este apagón te ha cegado por completo. Reconstruyes la casa mentalmente, cada distribución se acomoda bien en tu cabeza: la sala, el comedor, los tres dormitorios, la cocina, el living, el pasillo que da al jardín. Está todo.
  • 71. Empiezas a caminar a tientas, aún no has dado cinco pasos y ya chocaste con una silla. Abres la puerta, estás en la sala, tienes que atravesarla para llegar a la cocina. Es necesario encontrar la caja de cerillos para luego buscar el lamparín que seguro estará en uno de los cajones grandes del estante. Al pasar por la sala echas abajo el jarrón de porcelana que se encontraba en la mesa de centro. Entras a la cocina, buscas, rebuscas y no encuentras nada. Decides ir al comedor por la linterna, avanzas, chocas con un sinfín de cosas. Llegas al mueble viejo hecho de cedro, buscas al tacto cajón por cajón, no hallas nada. Te sientes perdido, no sabes qué hacer. Caminas haciéndote paso con el cuerpo, doblas en el pasillo, avanzas, chocas con un pequeño macetero. Te pegas a la pared, das algunos pasos, ubicas la puerta de tu dormitorio, entras y te dejas caer sobre la cama. Arrellanado en aquel camastro apenas logras ver el techo, maldices por lo que sucede, la oscuridad te ha hecho enhebrar cierta incertidumbre, ciertos recuerdos. Luego de un par de horas te levantas, regresas sobre tus pasos, pero ya no entiendes, es un laberinto que te va envolviendo, caes al suelo, gritas mesándote los cabellos, sientes entrar a un túnel sin salida. 3. Coche bomba
  • 72. Estás camino a casa. Bajas el sardinel para cruzar la pista principal. Caracoleas a unas personas que cruzan de prisa. Piensas en María, te estará esperando para la cena del sábado. Subes la acera de enfrente y caminas directo. Una fila de autos estacionados obstruye tu visibilidad. Miras tu reloj de pulsera, ya es tarde, en eso sientes el golpe de alguien que sale de entre los autos. Maldices, carajeas casi para tus adentros. Te quedas parado unos segundos mirando al extraño cómo se pierde entre la multitud, alisas tus cabellos, avanzas dos pasos y sientes la explosión en la cara, cuando tu cuerpo cae casi diez metros más allá, aún estás consciente, pero no sientes el cuerpo, tu mirada que empieza a nublarse apenas logra ver un charco de sangre que te va envolviendo. Tú, solo piensas en María, ese nombre que ya no puedes pronunciar. 4. La Llamada Lees el periódico del día. Es domingo y no hay que ir a trabajar. Los niños se levantarán tarde porque no hay escuela. Un día en familia te caerá bien después de tanta tensión. La casa huele a violetas. Te preguntas qué ambientador habrá usado Carla. Es una fragancia nueva que te relaja. Sientes el aroma meterse en lo más profundo de tu ser, respiras una gran paz. Entonces escuchas el timbre del
  • 73. teléfono. Te acercas a responder con cierta parsimonia. Una voz gangosa te habla al otro lado del auricular, “ ...el partido maoísta leninista pensamiento Gonzalo le ordena la aprobación de los compañeros estudiantes de la cátedra de realidad nacional que dirige usted...no sin antes advertirle de las represalias que podría tener...” Sientes un escalofrío en todo el cuerpo. No sabes qué hacer. Los exámenes finales te han dado muchos desaprobados este semestre. En la Facultad de Sociales todos saben que eres un profesor difícil, exigente y muy correcto. Nunca nada te había hecho flaquear, pero esta vez lo piensas dos veces. Le cuentas a Carla, ella se pone nerviosa. ¿Y si no son los subversivos? ¿Y si lo son? No quieres correr riesgos, esa misma tarde luego de llevar a los niños a la Feria del Hogar en el Mustang azul, te pones a sacar promedios. Al día siguiente llegas tarde a clases, te sientas sobre tu silla como de costumbre y miras un salón lleno de ojos que te observan, algunos con temor, otros con curiosidad, sientes, muy en el fondo, unas miradas extrañas que nunca antes habías visto. Entonces te levantas, sueltas el registro de notas y los miras resignado, “todos están aprobados”. Tras la algarabía de los alumnos por la noticia, te acercas a la ventana y miras a través de los vidrios. Sientes que un horizonte gris se agiganta amenazando oscuridad.
  • 74. 5. Tiro de gracia Aquella tranquilidad de un domingo en la casa de campo se ve interrumpida por una fuerte explosión. Un cerco de hombres armados alrededor de la vivienda es lo único que ves. La línea telefónica está muerta. Una voz de mando te ordena salir. Hay poco tiempo para decidir. Las opciones son mínimas: esconder a tu familia y resistir con el arma que tienes. Quizás con un poco de suerte alguna patrulla llegue a tu rescate. De pronto una ráfaga de balas que se incrustan en las paredes de la sala, hace mella sobre tu ánimo. “Salga Doctor o matamos a toda su familia”. Apuras a subir al segundo piso y encierras a tu familia en la habitación principal. Las manos nerviosas de tu mujer te detienen. Pero no hay otra opción –ella lo entiende. Te insuflas de valentía y bajas. Eres un funcionario público, quizás solo te quieran a ti. Eso es algo. Cuando abres la puerta principal una descarga de balas te desploma. Lo último que ves es esa silueta oscura que se acerca lentamente para darte el tiro de gracia.
  • 75. XII. SEGUIRÉ SENTADO AQUÍ "Porque sin buscarte ando encontrándote por todos lados, principalmente cuando cierro los ojos." Julio Cortázar Aquel domingo primero de noviembre decidí visitar, otra vez, a Claudia Sánchez Macías, mi amada esposa. Nunca antes la subida hacia aquel empotrado de cruces y flores secas se me había hecho tan difícil. Compré un cigarro y caminé hacia ella con esos pasos trashumantes que siempre sentía en medio de aquella polvareda donde se levantaba el cementerio más extraño. Estaba incrustado en un cerro lejano al norte de Lima, casi en la infinitud, donde un día la mandaron
  • 76. a la pobre y la dejaron amurallada entre piedras, empozada entre montículos de tierra y soledad. He llegado temprano a ponerle flores, le he comprado jacintos, margaritas y algunas rosas rojas que a ella tanto le gustaban. Estuve sorteando las tumbas casi de memoria, ya no recuerdo cuántas veces la he venido a ver, solo recuerdo este olor a flores y a olvido. Es fuerte el olor de la muerte. Sentado sobre este cajón de mármol, tampoco tengo memoria de cuántas veces le he dicho lo maravilloso que fue para mí aquellos años que vivimos juntos. Pienso que mi Clau me escucha, pienso que mi chola me escucha como si le estuviese hablando al oído, ella parece mirarme, ahora miro sus ojos a través del duro mármol y ella asiente con la mirada, diciéndome está bien, pareciera estar leyendo mis labios, mis ojos, mis pensamientos. Cuántos recuerdos Clau, cuántos sueños que se desvanecieron el día que te mataron, el día que aquellos miserables te secuestraron después de la marcha y te ajusticiaron en un canchón de Villa María con una bala en la cabeza. Fue tu muerte y mi muerte, aunque tú no lo creas chola yo también morí ese día. Hubiese querido morir contigo, abrazado a ti, hubiese querido que nuestros restos se fusionen en una sola muerte. Ahora te he traído tus cosas, un atadito de aquellas cosas que tanto amabas, en aquellos tiempos no entendía mucho cómo todo ello era parte de ti, esa cultura andina que los costeños casi nunca comprendemos y terminamos siempre por menospreciarlo todo, incluso hasta burlarnos; esta vez
  • 77. te he traído tu coca, sabes que cuando estaba contigo nunca me gustó chaccharla, ahora lo hago pensando en ti. Si tú supieras cuántos años han pasado mi chola, han pasado exactamente veintiún años, ya tengo canas y cierto cansancio propio de la vejez, pero no pienses mal, nuestros recuerdos aún siguen intactos, más vivos que nunca. Mi Clau, ya empiezo a escuchar la música que viene subiendo a este promontorio de muerte. Es día de todos los santos y la gente viene de muchos lados como si se tratase de una gran fiesta, vienen en familia, llenos de niños. Ya el griterío empieza a ensordecerme. Te pasaría si pudiera tu espejito de polvera para que te veas linda, después de muchos años vean que eres la muerta más hermosa y se paren frente a ti y se persignen, y quién sabe por ahí te pongan flores, muchas flores y quizás alguien te rece un poco. Ese día estaba en el tren rumbo a la sierra de Huancavelica, miraba a través de la ventana los enormes árboles de eucalipto que se habían apoderado de la ribera del río, yo pensaba en ti, resoplaba mis manos con mi aliento pensando en ti, aquel trabajo de migración lo teníamos que haber hecho juntos, pero aquel día me pediste que lo hiciera solo. Estuve tan lejos, apoyaba mis codos sobre el barandal de adobe de la casa de hospedaje mirando el atardecer, un atardecer rojo arremolinado, era tu sangre extendiéndose y yo mirándolo desde tan lejos. La gente pasaba canturreando un huayno, nunca imaginé que era tu cortejo que pasaba en medio de una plaza vacía en un pueblito del sur donde se alzaban
  • 78. banderolas rojas. “¡La han matado! ¡La han matado!” “Han matado a Claudia...ven a casa pronto”. Solo recuerdo esas palabras de tu hermano Miguel. Eran puñales que me atravesaron el corazón. No quise creerlo. Te juro que la vida se me vino abajo. Los ojos se me nublaron. Mis latidos quedaron suspendidos, era como si por dentro mi corazón se hiciera nudos. Solo grité, grité tan fuerte para que todo el mundo supiera mi dolor. Llegué a imaginarte derribada dentro de un cajón, ni siquiera me dejaron verte, hubiese querido tocarte y abrazarte y besarte hasta morir. Pero no me dejaron. Mi esposa ya no estaba más, mi compañera, mi Claudia, mi chola linda. Te fuiste con tu revolución, con tu fe, con tus canciones de Flor Pucarina, con tu coca verde, con tu mantelito a cuadros, con tu gato barcino que huyó por el techo cuando sintió tu muerte, tu ausencia tan eterna. Te trajeron hasta aquí lejos de todos, seguridad de estado dijeron. Los muy miserables querían esconderte, querían que el pueblo nunca se enterase lo que hicieron contigo. Hasta los gallinazos rodearon tu muerte cuando te trajeron a la falda de este cerro. Piedra sobre piedra. Solo pusieron una cruz con tus iniciales y la fecha de tu muerte, pero puedes estar tranquila mi Cholita, ya todos lo saben, yo me encargué de eso, incluso puse un epitafio muy bonito, una frase que te había escuchado decir alguna vez: “La esperanza más honda es la que nace de la más profunda desesperación” de Basadre -creo. Te habías fijado a esa frase tan linda.
  • 79. Lo recordé y la puse pensando que eso es lo que a ti te hubiese gustado. Claudia linda, oigo el sonido andino del saxofón entonando una pieza hermosa, parece como si se extendiera por todo el cementerio. Seguiré sentado aquí escuchándolo por ti. Aquí todo es una gran fiesta, te hubiese gustado verlo, cada año parece más intenso, hay más gente, más niños, los vendedores han ocupado casi todos los rincones de este terral, hay picarones, anticuchos, habas sancochadas, chicharrón, panecillos de todo tipo y muchas flores. El sol empieza a salir por encima de los cerros. Recuerdo aquel día cuando subimos a buscar a unos compañeros en el Rímac, y luego la foto que nos tomamos al bajar y que aún conservo en el cuarto. Recuerdo los documentos que olvidamos sobre el capó del VW blanco. Qué estupidez la nuestra. Era el amor me decías. Cuánto miedo tenían esos miserables a que el pueblo se organice, a que el pueblo pensara en voz alta, a que el pueblo leyera un poco y se sacara la venda de los ojos. Lo habíamos hecho nosotros. Recuerdo cuando nos conocimos en la facultad, te dije que parecías una modosita y tú te enojaste mucho. Discúlpame por eso, solo lo hice por fastidiarte. Sabes cuánto me gustaba molestarte. Y qué linda se te veía enojada. Claudia, cuando llegué aquí por primera vez y te vi en este empozado de sombras, me desvanecí, no pude soportarlo, lloré como no te imaginas, tu hermano Miguel, Polito y Diana estaban conmigo, los tres lloramos abrazados. Aquí como que todo es muy