1. Uno
Mujeres braveras, mujeres mártires
¡Lo dicho, está dicho¡ Eso me dijo Herminio Pérez; alcalde de la localidad San Bonifacio. Y es que
venía desde mucho tiempo atrás. Una confrontación de nunca acabar. Por lo mismo que estaba de
por medio las ilusiones que motivaban a José Buelvas. Sujeto, este, de violencias acabadas en él
mismo. Como quiera que todo se centraba en las posibilidades. En términos de las consideraciones.
Como vigía de sí mismo. Mucho después de la muerte de mamá Protocolaria Martínez. La quiso
tanto que no dudó en convocar a toda la localidad para realizar jornadas de desagravio. Un poco en
el mismo hilo conductor, con el cual se miden las obligaciones perennes. En esa postura de las
mujeres madres. Que perciben lo que ha de venir. Y recuerdan la historia de los hechos y sus
orígenes. Ante todo, cuando cada quien ha observado, en su camino, los rigores del tempo.
Hablado y vivido. Así no más.
A Este vergajo de Herminio, se le metió en la cabeza, alzarse en armas contra las matronas
potentes. Ese ramillete de mujeres, veloces de pensamiento y realizaciones. Por esa vía promovió la
primera batalla, en contra de Protocolaria. Ya llevaba mucho tiempo en la planeación de
ejecuciones. Como ensayo general, había elegido a Estanislao Birbiezcas. Este, envalentonado con
la misión, reunió a cuatro hombres jóvenes, para empezar.
Fueron, primero, a la casa de María Epimenia Busquets. Mujer de fuerte convicción y mejores
decisiones al momento de cualquier batalla. Estaba sola en casa. Saturnino Mascachochas
Bocanumen, su compañero estaba en su rutina cotidiana como cargador en el puerto. Primero
tumbaron las puertas con hachas y machetes. La levantaron, a la fuerza, de su cama. La
enmudecieron. Y los cinco vulneraron su cuerpo. Un ultraje espantoso. Cuando terminaron, la
mataron. Cuatro balazos en su cabecita, casi yerta.
Luego fueron donde Belisaria Xiomara Arredondo Martínez. Hija de Bárbarita Libertad Fuego. Mujer
de ostentación solidaria, a la enésima potencia. Rodearon la casita. Entraron por la ventana. La
colgaron, de las muñecas. Atadas al travesaño primero. Sus ojazos negros absolutos, fueron
quemados. Ya, después de ahí, todos los ojos de todas las mujeres aprendieron a mirar con las
tristezas siempre hechas, puestas.
En velocidad tendida, por su ejército de mujeres negras, de cuerpos hechos para la danzar.
Siguiendo la tambora y la chirimía. Pero, también, para acceder a la correría. Y habilitaron
trincheras en todas las ciudades. Trazaron ofensivas a las casas de extermino y de torturas. Las
arrasaron con todos los matones adentro. Y fueron, pronto, seis en ciudad Chiquita. Y doce en
ciudad Ternera. Todo se volvió una avalancha de aguerridas mujeres. Cenicientas en batalla,
Feroces, vengativas. Para las cuales, no habrá paz, si no ejecutan a los perdularios.
Y las derrotaron, ese tres de noviembre. Cuando llegaron “Los Caballeros de la Legión de María
Virgen.” Cruzados. Pervertidos. Arropados por la sabana que cubrió el cuerpo del Nazareno.
Además, por Trinitario Ordóñez. Con su aureola pendenciera, por lo bajo. Se reforzaron los
ejércitos inmundos, apestosos.
A Esas mujeres que sobrevivieron; El alcalde Herminio, enterró vivas. Eso fue lo que dijo, siempre
“lo dicho, dicho está” Cuando estaba dispuesto a seguir su perorata, lo maté. Le enhebré mi puñal,
en esa garganta ampulosa. Tal vez, tratando de mutilar sus palabras, para siempre.
2. Dos
Xiomara Arredondo, otra vida
Lo de Xiomara Arredondo todavía estaba ahí. El cuento ese que le inventaron hace días. Que
estaba en tinieblas, cuando apareció el Gran Señor. Ese que, según dicen, la tuvo primero. Antes
de ser ella hoy lo que antes era. Y me di a la tarea de buscarla para escuchar de palabra suya, si
era verdad o mentira. Fui hasta donde vivía antes. Y me dijeron que no; que desde el siete de
febrero se mudó. Que no saben para donde. Y qué razón alguna dejó. Ni para mí ni para nadie.
Solo que se iba y que no la buscaran más. Ni aquí ni allá. Ni en ninguna parte tampoco.
En verdad tenía afán de encontrarla. Fui por ahí caminando. Preguntando si la han visto siquiera.
Por lo mismo, vuelvo y digo, qué pasará con ella. Abandonó su lugar sin decir adiós ni nada. Sin
siquiera expresar por qué camino cogió. Recuerdo si, que una noche cualquiera, me dijo no voy
más; porque en este mundo voraz no quiero ni vivir ni estar. Que mi dolor es profundo me dijo.
Que no me podía contar lo que en otro lugar pasó con ella.
Y del mismo recuerdo aquel, entresaqué una verdad que deduje cuando de tanto hablar, até cabos
sin par. Y leí lo que logré entrelazar. Siendo una historia absurda y triste a la vez. Que se hizo
mujer en brevedad de tiempo. No tuvo hogar seguro. Ni siquiera como simple apoyo para ayudarla
a caminar en la vida. Que no tuvo edad para amar. Que, por lo mismo, entró en eso de dar su
cuerpo al postor primero y mejor.
Y se siguió yendo. Andando pasos perdidos; sin lograr nunca sentirse amada. Sin encontrar refugio,
que al menos su pulsión descansara. Que, al menos, descanso fuera. Para ella y para quien llegó a
ser fruto sin quererlo. Y de camino en camino, estuvo en la otra orilla. Brincó el océano rauda.
Como rápido es soñar que va a enderezar lo habido. Buscó el atajo siempre; tratando de no perder
la punta del hilo para volver. Aun así, de dolor en dolor, llegó al punto de no retorno. Como
queriendo decir con eso, que tocando fondo estaban su pasión y su albedrío. Y, con ella, y por
supuesto Germancito que crecía; sin hallar lo que quisiera. Que no era otra cosa que ser sí mismo.
Su estructura mental iba más allá que el perfil todo de Xiomara. Era algo así como un dotado
extremo. De esos que no se encuentran ahí no más. Diría yo, ahora, ni cada doscientos años.
Luego que perdí su rastro no tuve sosiego. Lo mío hacia ella, siempre ha sido y será verla mía. No
más, ahora, vuelven a mí esos dos días en Cali. Ella y yo, en la sola piel. Revoloteando a lo
torbellino. Una danza herética de no acabar nunca. De torsiones ajenas. De esas que ella y yo
vimos cualquier da; en sueños dos. El de ella y el mío. Ella avasallada, como diosa que se otorga.
Yo, como sátiro en bosque, buscando cualquier sexo perdido.
Fui hasta su océano; el mismo que atravesó otrora. Y pregunté por ella al viento. No supo que
decir. Lo increpé por su no recuerdo. Y me devolvió el silencio, como única respuesta. Bajé en
profundo. De agua y sal fue mi bebida. Todo para no encontrarla. Todo para ella seguir perdida.
En cualquier lugar, un día cualquiera, encontré a Germán. Ya no Germancito. Y me dijo no la he
visto. Ya casi ni la recuerdo. Por lo mismo que mi madre me dejó en el camino. Sin notar siquiera
que yo la amaba y que en disposición estaba de buscar a su lado mi destino. O el de ella. O el de
los dos. Y vagué por el mundo, me dijo. Desde el Pacifico violento. De mar a mar. De
Buenaventura a Malasia. Desde Antofagasta hasta la India. No vi huella de ella. Pero escuchaba su
voz a todo momento. La veía en sueño recurrente. Recordaba sus espasmos; sus gritos; sus
susurros. Como cuando mi padre la amaba. Por lo menos eso dijo una noche. Entre sueños y
desvelos.
3. Dejé al Germán sin rumbo. Yo cogí el mío. No otro que el mismo, enrutado por mi brújula doliente.
De amor y de vértigo. De ternura y de deseo. Fui a recabar en Angola. Conocí sus pesares y sus
soledades. De Colonia abandonada a su suerte. Una vez saqueada; arrasada, violentada. Nadie, allí,
supo que fue de ella. Ni la conocieron siquiera.
La mañana en que me contaron lo que, según dicen pasó, estuve yendo y viniendo en lo que hacía.
No me interesé al comienzo. Pero, en el mediodía entré en el tósigo de los celos. Revolqué mi
silencio. Una copa tras otra para ahogar, como en la canción, la pena de no tenerla. Odié a quienes
vinieron. A los que, según dicen, la vieron al Gran Señor atada. Como a remolque. Como
suplicante mujer que juntando mil palabras hacía de lo dicho un sonajero de expresiones, como
doliente insaciada. Como náufraga asida a cualquier trozo de viento benévolo.
Noche aciaga esa. Perdido en las calles. Con pasos de caminante perverso. Que busca lo que ha
perdido y que, a conjuro, envalentonado quiere hacer venganza; así sea lo que fuere; no
importándole si en ella moría Xiomara o su amante. En esas estaba, cuando en la penumbra de una
esquina, encontré a quien fuera su amigo del alma. Santiago era su nombre. Porque hice que así
fuera; como quiera que en su cuerpo clavara tres veces el puñal que llevaba en cinto desde la
víspera. Desde ese día anterior; o desde el mismo día, no sé.
Y seguí con los mismos pasos andando. Ni siquiera corrí; porque para que hacerlo si me di cuenta
que no era Santiago el Señor que a Xiomara poseyera. No recuerdo si por vez primera. O si primero
fui yo en el inventario de sueños que en mi memoria estaban. Azuzándome siempre para que yo
mismo tejiera la urdimbre malparida. Para que buscara siempre en ella su hendidura hermosa que
daba vueltas en mi cabeza. Solo eso; no otra cosa.
La mañana nueva, me encontró en cama tendido. Desnudo, casi rígido. Con mi asta enhiesta. Con
mi mirada puesta en el pubis de Xiomara, la recordada y deseada. Como obnubilado sujeto de la
Inquisición venido. Con la heredad de los machos que van buscando tesoros como ese de mi mujer
deseada.
Otro mediodía, ahora en Sucumbíos. No pierdo el referente del Pacífico trepidante. Estuve en esa
selva hiriente. En esa soledad de caminos. Ni mujeres, ni hombres había. Solo ese viento ligero que
estremece. Por lo mismo que es viento de ausencia. Ninguna indagación posible, entonces.
Simplemente oteando. Aguzando mi olfato de pervertido. Que hace de cada día un una visión, un
relato de ese tesoro acezante; de Xiomara o de cualquiera otra hembra invitando a ser poseída. Por
mí o por cualquiera.