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REPORTAJE

MUERTOS
PERO NO TANTO
Ayer y hoy
de vampiros,
zombis y otros
monstruos
En épocas de mayor religiosidad
se temía al diablo, responsable
de la condenación de nuestra
alma. Desde Hume, no obstante,
y especialmente al son de los
tiempos materialistas que corren,
nuestras pesadillas han pasado
a comérsenos a mordiscos. En
“Vampiros y zombis posmodernos”
(Gedisa), Jorge Martínez Lucena
nos explica la evolución de
los no-muertos en la
cultura popular hasta la
posmodernidad.
texto MILO J. KRMPOTIC’

Vampiros y zombis
posmodernos
Jorge Martínez Lucena
Gedisa. 190 págs. 14,90 ¤.
L

lámese tendencia cultural
o filón comercial, lo cierto
es que, de un tiempo a esta
parte, zombis y vampiros
gozan de una salud inversamente
proporcional a los resultados que
obtendríamos de someter a una
revisión médica a cualquiera de
sus miembros. Stephenie Meyer ha
reinado en las librerías con su saga
Crepúsculo, asimismo en proceso
de adaptación al cine, mientras
que en la pequeña pantalla no dejan de triunfar producciones como
Sangre fresca o The Walking Dead,
cuyos colmillos y dentelladas se
alimentan respectivamente de los
libros de Charlaine Harris y de un
cómic de Robert Kirkman y Tony
Moore. Situación que Jorge Martínez Lucena ha bautizado como “La
revolución de los hijos de la muerte” y ha procedido a explicar a
partir de claves filosóficas e incluso
sociológicas en el ensayo Vampiros
y zombis posmodernos. A través
de sus páginas tiramos del hilo y
descubrimos que, como en cualquier gran historia de terror que se
precie, todo comenzó durante una
tormenta nocturna...
Ideas de escocés
Era de noche y sin embargo llovía
sobre Villa Diodati, a orillas del
lago Ginebra, cuando Mary Wollstonecraft Shelley célebremente
atrapó la inspiración que habría de
convertirse en Frankenstein, escenario literario en el que Martínez
Lucena sitúa el nacimiento “del
no-muerto moderno”. La historia
la conocemos todos: el doctor del
título juega a ser Dios (o, más concretamente, un nuevo Prometeo)
y confiere la vida a un amasijo
recosido de órganos y miembros
difuntos, atrevimiento que pagará
con la muerte de sus seres queridos y la suya propia. Cuentan que
los experimentos con cadáveres
y electricidad de Andrew Crosse
representaron una de las principales influencias de la historia. Pero
es en las ideas de otro escocés, el
filósofo David Hume, donde cabe
encontrar el marco teórico de este parto contranatura: en cuanto
creado por un hombre, el mons-

truo de Frankenstein se aleja de
la concepción de alma inmaterial
y abraza la existencia sensorial
que predicaba el empírico pensador. Si añadimos a Rousseau a la
ecuación, hallaremos la clave de
su corrupción en el contacto con
seres humanos. Y, algo más allá,
en su petición de que el barón
cree a una mujer a su (fea) imagen
y semejanza a cambio de que él
cese en su venganza, la criatura no
hace más que manifestar una de
las principales cualidades de esta
nueva estirpe: el narcicismo.
Dos eran los dos
Y, para narcicistas, el amigo Dorian Gray, dandy hedonista del
Londres decimonónico que un día,
plantado ante el retrato pictórico
que le han realizado, manifiesta
el deseo de mantenerse así de
bello y lozano por los tiempos de
los tiempos; en adelante podrá
incurrir en cuanto vicio quiera
sin criar una sola arruga o bolsa
bajo los ojos, pero la imagen del
cuadro sí sufrirá los efectos de tan
libertina existencia. Dualidad ésta,
cortesía de Oscar Wilde, que
encuentra un paralelismo en
el tándem que conforman los
doctor Jekyll y Mr. Hyde de
Robert Louis Stevenson: el
primero es un respetado
hombre de ciencia y el
segundo, un sujeto poco
agraciado que comienza
a hacerse un nombre en
Londres a raíz de sus
actividades amorales y
progresivamente criminales. Como en el
caso de Gray, claro está, ambos representan
sendas facetas de la
misma persona, aquí
escindida tras consumir una pócima. Y
las dos caras peores
de los protagonistas coinciden por
la descripción que
de ellas se hace en
términos orgánicos, de una galopante corrupción
física propia de la

muerte... en vida. De momento, en
cualquier caso, no cabe preocuparse: Gray se suicida tras constatar el
total de la aberración a la que se ha

Drácula es el primer
no-muerto liberado de
la moral y capaz de
contagiar su condición.
prestado (y el modo en que ésta lo
ha consumido) y Jekyll se despide
augurando que Hyde correrá idéntica suerte o será ajusticiado. Remanente moral que futuros monstruos no tardarán en superar.
Enroque maligno
Momento en que surge de entre las sombras un afectado conde transilvano llamado Drácula,
hijo literario de Bram Stoker que,
al borde del cambio de siglo, en
1897 concretamente, representa el
clímax de este escalafón infernal
por: 1) haberse liberado ya de una
figura “sana” que lo tutele; 2) no
ver sus fechorías “manchadas” por el menor asomo de
culpa o remordimiento; y
3) disfrutar de la posibilidad de transmitir la
condición de no-muerto a cada una de sus
víctimas. Lo cual se
traduce a su vez en
un carácter pueril,
que intenta seducir
al prójimo a través
de la voluptuosidad
pero que no dudará
en recurrir al sadismo y la violencia a
fin de satisfacer su
apetito. Enroque
maligno, éste, que
necesita de una
oposición igualmente visceral,
quizá sólo asumible por el catolicismo. Drácula,
que en una suerte
de anti-comunión
convierte a Mina
Harker haciendo
QUÉ LEER

39
REPORTAJE MUERTOS PERO NO TANTO

que beba de su sangre, necesita
dormir en suelo sagrado y, como
sabemos, es susceptible al agua
bendita y las cruces. Con el paso
del tiempo y la progresiva desacralización de la sociedad, no obstante, sus hijos dejarán de topar con la
Iglesia tan manifiestamente.
Hambre de cerebros
Dejemos correr el siglo XX: estalla
una primera Guerra Mundial, aparecen los totalitarismos, el globo
vuelve a tropezar con la piedra
bélica y la sociedad pasa a ser interpretada en clave de masas: oprimidas, aniquiladas; en el mejor de los
casos, consumistas... Así, a partir de
1950, con el cine ya erigido en principal medio cultural, el no-muerto
se vuelve legión; su amenaza depende ahora de su número de integrantes antes que de las habilidades
intelectuales o físicas de cada uno
de éstos. La primera pica la pone La
invasión de los ladrones de cuerpos,
film de Don Siegel según la novela
por entregas de Jack Finney: los habitantes de un pueblecito californiano son clonados y asesinados por
unas vainas vegetales gigantes para
pavor del doctor de la localidad, que
ve a su propia novia de juventud
convertida en uno de esos seres inanimados (esto es, carentes de alma,
de vida tal y como la entendemos).
Y la confirmación llega en 1968 con

La noche de los muertos vivientes,
clásico seminal de George A. Romero que muchos interpretaron como
una alegoría a vueltas con la guerra
de Vietnam, donde los cadáveres
que regresan serían los soldados
americanos fallecidos en el conflicto asiático y su hambre de cerebros
escondería un ansia de venganza
contra la opulenta sociedad que los

Los zombis de Romero
han sido interpretados
como una alegoría de
los muertos en Vietnam.
mandó al desastre (véase, si no, el
poco amable destino que se reserva
a la familia tipo, padre-madre-hija,
que busca refugio en la granja).
El nosotros y los otros
Lo decíamos desde un principio:
esta posmodernidad nuestra siente
predilección por zombis y vampiros. Los segundos, por ejemplo, en
su calidad de metáfora de enfermedades como el sida (la “gran plaga”
del último cuarto del siglo XX),
han visto cómo se profundizaba
en los aspectos fisiológicos de su
condición: ahora es un virus y no
una maldición la que los convierte,
y la serie Sangre fresca de Alan Ball
incluso propone la comercialización
de un tipo de sangre sintética que

les permita subsistir sin ir agujereando yugulares por ahí (medida
profiláctica que también podría ser
paralela a los cócteles farmacológicos con los que hoy día son tratados los seropositivos). Aunque siga
habiendo chupasangres libertinos,
la ausencia de un Más Allá en el horizonte conduce a una condenación
a través del aburrimiento en el Más
Acá (a la sazón, uno de los grandes
pecados en la sociedad del ocio)
y a que se les combata con armas
tecnológicas en vez de metafísicas.
Asimismo, según estos parámetros,
no se acaba con el vampiro para salvar su alma, sino para liberarle de la
enfermedad; en vez de devolverle al
camino recto, se le eutanasia.
Ejemplos de convivencia entre
humanos y monstruos, entre el nosotros y los otros, como el que se
muestra al final de Déjame entrar
(novela de John Ajvide Lindqvist
llevada ya dos veces al cine, por
Thomas Alfredson en Suecia y Matt
Reeves en Estados Unidos) no deben conducirnos a engaño. De paso,
ahí están los muertos vivientes, cuya aparición suele conllevar algún
tipo de apocalipsis que satisfaga
plenamente nuestro pesimismo. Y
no estará de más recordar que, en
2005, con La tierra de los muertos
vivientes, el mismo George A. Romero presentó a un zombi capaz
de evolucionar y liderar a los suyos
en un enfrentamiento que cobra ya
visos darwinistas. n

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Muertos pero no tanto

  • 1. REPORTAJE MUERTOS PERO NO TANTO Ayer y hoy de vampiros, zombis y otros monstruos En épocas de mayor religiosidad se temía al diablo, responsable de la condenación de nuestra alma. Desde Hume, no obstante, y especialmente al son de los tiempos materialistas que corren, nuestras pesadillas han pasado a comérsenos a mordiscos. En “Vampiros y zombis posmodernos” (Gedisa), Jorge Martínez Lucena nos explica la evolución de los no-muertos en la cultura popular hasta la posmodernidad. texto MILO J. KRMPOTIC’ Vampiros y zombis posmodernos Jorge Martínez Lucena Gedisa. 190 págs. 14,90 ¤.
  • 2. L lámese tendencia cultural o filón comercial, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, zombis y vampiros gozan de una salud inversamente proporcional a los resultados que obtendríamos de someter a una revisión médica a cualquiera de sus miembros. Stephenie Meyer ha reinado en las librerías con su saga Crepúsculo, asimismo en proceso de adaptación al cine, mientras que en la pequeña pantalla no dejan de triunfar producciones como Sangre fresca o The Walking Dead, cuyos colmillos y dentelladas se alimentan respectivamente de los libros de Charlaine Harris y de un cómic de Robert Kirkman y Tony Moore. Situación que Jorge Martínez Lucena ha bautizado como “La revolución de los hijos de la muerte” y ha procedido a explicar a partir de claves filosóficas e incluso sociológicas en el ensayo Vampiros y zombis posmodernos. A través de sus páginas tiramos del hilo y descubrimos que, como en cualquier gran historia de terror que se precie, todo comenzó durante una tormenta nocturna... Ideas de escocés Era de noche y sin embargo llovía sobre Villa Diodati, a orillas del lago Ginebra, cuando Mary Wollstonecraft Shelley célebremente atrapó la inspiración que habría de convertirse en Frankenstein, escenario literario en el que Martínez Lucena sitúa el nacimiento “del no-muerto moderno”. La historia la conocemos todos: el doctor del título juega a ser Dios (o, más concretamente, un nuevo Prometeo) y confiere la vida a un amasijo recosido de órganos y miembros difuntos, atrevimiento que pagará con la muerte de sus seres queridos y la suya propia. Cuentan que los experimentos con cadáveres y electricidad de Andrew Crosse representaron una de las principales influencias de la historia. Pero es en las ideas de otro escocés, el filósofo David Hume, donde cabe encontrar el marco teórico de este parto contranatura: en cuanto creado por un hombre, el mons- truo de Frankenstein se aleja de la concepción de alma inmaterial y abraza la existencia sensorial que predicaba el empírico pensador. Si añadimos a Rousseau a la ecuación, hallaremos la clave de su corrupción en el contacto con seres humanos. Y, algo más allá, en su petición de que el barón cree a una mujer a su (fea) imagen y semejanza a cambio de que él cese en su venganza, la criatura no hace más que manifestar una de las principales cualidades de esta nueva estirpe: el narcicismo. Dos eran los dos Y, para narcicistas, el amigo Dorian Gray, dandy hedonista del Londres decimonónico que un día, plantado ante el retrato pictórico que le han realizado, manifiesta el deseo de mantenerse así de bello y lozano por los tiempos de los tiempos; en adelante podrá incurrir en cuanto vicio quiera sin criar una sola arruga o bolsa bajo los ojos, pero la imagen del cuadro sí sufrirá los efectos de tan libertina existencia. Dualidad ésta, cortesía de Oscar Wilde, que encuentra un paralelismo en el tándem que conforman los doctor Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson: el primero es un respetado hombre de ciencia y el segundo, un sujeto poco agraciado que comienza a hacerse un nombre en Londres a raíz de sus actividades amorales y progresivamente criminales. Como en el caso de Gray, claro está, ambos representan sendas facetas de la misma persona, aquí escindida tras consumir una pócima. Y las dos caras peores de los protagonistas coinciden por la descripción que de ellas se hace en términos orgánicos, de una galopante corrupción física propia de la muerte... en vida. De momento, en cualquier caso, no cabe preocuparse: Gray se suicida tras constatar el total de la aberración a la que se ha Drácula es el primer no-muerto liberado de la moral y capaz de contagiar su condición. prestado (y el modo en que ésta lo ha consumido) y Jekyll se despide augurando que Hyde correrá idéntica suerte o será ajusticiado. Remanente moral que futuros monstruos no tardarán en superar. Enroque maligno Momento en que surge de entre las sombras un afectado conde transilvano llamado Drácula, hijo literario de Bram Stoker que, al borde del cambio de siglo, en 1897 concretamente, representa el clímax de este escalafón infernal por: 1) haberse liberado ya de una figura “sana” que lo tutele; 2) no ver sus fechorías “manchadas” por el menor asomo de culpa o remordimiento; y 3) disfrutar de la posibilidad de transmitir la condición de no-muerto a cada una de sus víctimas. Lo cual se traduce a su vez en un carácter pueril, que intenta seducir al prójimo a través de la voluptuosidad pero que no dudará en recurrir al sadismo y la violencia a fin de satisfacer su apetito. Enroque maligno, éste, que necesita de una oposición igualmente visceral, quizá sólo asumible por el catolicismo. Drácula, que en una suerte de anti-comunión convierte a Mina Harker haciendo QUÉ LEER 39
  • 3. REPORTAJE MUERTOS PERO NO TANTO que beba de su sangre, necesita dormir en suelo sagrado y, como sabemos, es susceptible al agua bendita y las cruces. Con el paso del tiempo y la progresiva desacralización de la sociedad, no obstante, sus hijos dejarán de topar con la Iglesia tan manifiestamente. Hambre de cerebros Dejemos correr el siglo XX: estalla una primera Guerra Mundial, aparecen los totalitarismos, el globo vuelve a tropezar con la piedra bélica y la sociedad pasa a ser interpretada en clave de masas: oprimidas, aniquiladas; en el mejor de los casos, consumistas... Así, a partir de 1950, con el cine ya erigido en principal medio cultural, el no-muerto se vuelve legión; su amenaza depende ahora de su número de integrantes antes que de las habilidades intelectuales o físicas de cada uno de éstos. La primera pica la pone La invasión de los ladrones de cuerpos, film de Don Siegel según la novela por entregas de Jack Finney: los habitantes de un pueblecito californiano son clonados y asesinados por unas vainas vegetales gigantes para pavor del doctor de la localidad, que ve a su propia novia de juventud convertida en uno de esos seres inanimados (esto es, carentes de alma, de vida tal y como la entendemos). Y la confirmación llega en 1968 con La noche de los muertos vivientes, clásico seminal de George A. Romero que muchos interpretaron como una alegoría a vueltas con la guerra de Vietnam, donde los cadáveres que regresan serían los soldados americanos fallecidos en el conflicto asiático y su hambre de cerebros escondería un ansia de venganza contra la opulenta sociedad que los Los zombis de Romero han sido interpretados como una alegoría de los muertos en Vietnam. mandó al desastre (véase, si no, el poco amable destino que se reserva a la familia tipo, padre-madre-hija, que busca refugio en la granja). El nosotros y los otros Lo decíamos desde un principio: esta posmodernidad nuestra siente predilección por zombis y vampiros. Los segundos, por ejemplo, en su calidad de metáfora de enfermedades como el sida (la “gran plaga” del último cuarto del siglo XX), han visto cómo se profundizaba en los aspectos fisiológicos de su condición: ahora es un virus y no una maldición la que los convierte, y la serie Sangre fresca de Alan Ball incluso propone la comercialización de un tipo de sangre sintética que les permita subsistir sin ir agujereando yugulares por ahí (medida profiláctica que también podría ser paralela a los cócteles farmacológicos con los que hoy día son tratados los seropositivos). Aunque siga habiendo chupasangres libertinos, la ausencia de un Más Allá en el horizonte conduce a una condenación a través del aburrimiento en el Más Acá (a la sazón, uno de los grandes pecados en la sociedad del ocio) y a que se les combata con armas tecnológicas en vez de metafísicas. Asimismo, según estos parámetros, no se acaba con el vampiro para salvar su alma, sino para liberarle de la enfermedad; en vez de devolverle al camino recto, se le eutanasia. Ejemplos de convivencia entre humanos y monstruos, entre el nosotros y los otros, como el que se muestra al final de Déjame entrar (novela de John Ajvide Lindqvist llevada ya dos veces al cine, por Thomas Alfredson en Suecia y Matt Reeves en Estados Unidos) no deben conducirnos a engaño. De paso, ahí están los muertos vivientes, cuya aparición suele conllevar algún tipo de apocalipsis que satisfaga plenamente nuestro pesimismo. Y no estará de más recordar que, en 2005, con La tierra de los muertos vivientes, el mismo George A. Romero presentó a un zombi capaz de evolucionar y liderar a los suyos en un enfrentamiento que cobra ya visos darwinistas. n