“La mujer en el mito de Don Juan”, Unum et Diversum. Estudios en honor de Ángel-Raimundo Fernández González, Kurt Spang (ed.), Pamplona, EUNSA, 1997, pp. 345-354. ISBN: 84-313-1538-5.
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LA MUJER EN EL MITO DE DON JUAN
Unum et Diversum. Estudios en honor de Ángel-Raimundo Fernández González
Kurt Spang (ed.), Pamplona: EUNSA, 1997, p. 345-354
Función y estructura de los grupos femeninos
Muy raras son las piezas en que Don Juan solo se centra en una mujer; es más, cabría poner
en duda la consistencia mítica de esas obras: en efecto, entre las múltiples características que definen
al héroe, está la de su inconstancia amorosa, aspecto que adquiere tanta mayor solidez en función de
la pluralidad del grupo femenino que se desenvuelve en torno al héroe.
Ahora bien, pluralidad no es sinónimo de multiplicidad homogénea: de hecho las obras que
mayor éxito han tenido son aquellas que brindan al lector una gran disparidad de caracteres
femeninos: es evidente ya que en el contraste entre unos y otros se muestra de manera más palmaria
la inmensa virtualidad del héroe en su ars amatoria.
Uno de los ejemplos más gráficos es el del Burlador de Sevilla, donde la pluralidad alcanza un
número nada desdeñable de mujeres de las más variadas procedencias sociales: una duquesa, una
pescadora, la hija de un comendador y una campesina. Simetría prácticamente perfecta tanto en el
orden de aparición como en el de estratagemas utilizadas por el seductor: las mujeres nobles son
víctimas de un engaño nocturno bajo la identidad del prometido o amante, al tiempo que las de baja
extracción social se ven seducidas como consecuencia de su propia vanidad y las promesas de
matrimonio. Este esquema, en mayor o menor medida, es el que prevalece durante el siglo XVII y
gran parte del XVIII; muy distinto es el del siglo XIX y, ya diametralmente opuesto, el del siglo XX.
En efecto, el cuarteto femenino del Burlador se presta a un sinfín de combinaciones virtuales.
Así, Cicognini nombra hasta diecisiete, y algo semejante ocurre con The Libertine de Shadwell, quien
retomara el ejemplo francés ofrecido por De Villiers, Dorimon y Rosimond. El caso de Molière es
bien distinto. El autor francés ofrece cierto remanso en el frenético deambular del seductor; pero no
hemos de olvidar que ello se debe a dos motivos: el deseo del autor en centrar toda la atención del
espectador en la figura de Done Elvire, y la presuposición de que esta no es sino una más entre otras
mujeres que el libertino ya ha seducido o intentado seducir, como por ejemplo la hija del
Comendador. Por si fuera poco también asistimos al intento de seducción de Charlotte y Mathurine.
El hecho de que Don Juan desee aumentar desconsideradamente “el número de sus conquistas”, es
harto evocador de su ansia de la infinita pluralidad y, por ende, de la inconstancia ya que “todo el
placer del amor está en cambiar”. Aun con todo, hay que reconocer junto con George Sand que
“siempre faltará en la obra de Molière la escena de Doña Ana y el homicidio del Comendador”. La
reflexión de la escritora provoca a su vez un acertado comentario de Rousset quien se sorprende de
las alteraciones del dramaturgo francés: es evidente que la supresión de Ana y de la muerte del
Comendador alteran notablemente el sistema. Si falta este punto de apoyo femenino toda la relación
entre el muerto y el seductor no puede sino verse relegada a un segundo plano (p. 52-53). La
consecuencia es evidente: en Dom Juan asistimos al debilitamiento de la presencia de la mujer y de la
transcendencia en favor del protagonista; sin duda Molière perseguía con todo ello reforzar el peso
dramático de este último. Sin embargo cabe preguntarse si esta modificación del mito donjuanesco
acaso no afecta al carácter compacto que este venía adquiriendo progresivamente desde las primeras
décadas del siglo XVII. Pero lo que más llama la atención es que esta desacralización del mito (o más
bien esta incoación de desmitificación: no olvidemos que Molière respeta el desenlace tradicional de
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las obras españolas, italianas y francesas que le han precedido), concurre de modo paralelo a la
difuminación de un personaje femenino hasta ahora indispensable, el de Doña Ana. Esto no hace
sino reafirmarnos una vez más en la idea de la íntima trabazón que sustenta todo el conjunto:
suprimido un lazo de unión, el mito pierde gran parte de su consistencia para discurrir por vertientes
que, si no se oponen a las ordinarias, tampoco desembocan en el mismo mar hacia el que se dirigen
los cauces habituales. En este sentido, el papel de Doña Ana, indispensable por cuanto es la hija del
representante de la divinidad, necesita un substituto; sin él Le Festin de Pierre perdería la afinidad que
le permite incorporarse al acervo mítico: Done Elvire –mujer transcendente donde las haya– se
encarga de ocupar el puesto que Doña Ana había dejado vacante. Sería impropio ver en esta mujer
un simple objeto de la seducción donjuanesca: Done Elvire representa, ante todo, la mujer consagrada
a Dios. Sumando imprescindible en el catálogo de Don Juan, este personaje irrumpe con la fuerza de
la mujer que reactualiza la constante relación del protagonista con la transcendencia; ésa es una de las
razones por las que la obra de Molière, aun prescindiendo de Doña Ana, pertenece de manera
incuestionable al mito de Don Juan. Por eso no parece muy lógica la consideración que Rousset hace
sobre ella cuando nos la muestra en su íntima metamorfosis: “desde el acto primero al cuarto, Elvire
se ha transformado, se ha convertido; la retórica amorosa se ve substituida por la retórica devota al
tiempo que los gritos se ven reemplazados por las lágrimas; después de haber reclamado a su amante
para sí, lo reclama para Dios” (p. 53). Con este reparo no ponemos en duda la transformación de
Done Elvire, pero se ha de hacer hincapié en lo que esta noble mujer era antes del primer acto –una
mujer que había entregado a Dios cuerpo y alma– y lo que su seducción significaba para Don Juan:
el desafío a la divinidad –esposo celoso, según la tradición y la mística cristianas. Seduciéndola, Don
Juan arrebata a Dios algo que a Dios pertenecía: con ello esta transgresión de Don Juan, al igual que
ocurriera con el personaje de Doña Ana, lo pone en contacto directo con el más allá: mujer y
transcendencia vuelven a ser indisociables de la estructura mítica.
Muchas otras mujeres vienen a alargar la lista del seductor: las obligatorias mujeres de Zamora,
anuncio de las de Zorrilla (con una media nada desdeñable en este caso: una cada cinco días), la
pastora Elisa de Goldoni, Julia en Byron, Doña Teresa et Doña Fausta en Mérimée… pero si hubiera
que hacer mención de algún grupo femenino por la elevada cifra que alcanza, ése es sin duda el de
Mozart / Da Ponte. Según dice Leporello en su aria, a las célebres “mille e tre” españolas es preciso
añadir cuantas Don Juan ha amado en Italia, Alemania, Francia y Turquía: un total de dos mil sesenta
y cinco mujeres. Las “tres” últimas mujeres españolas que forman parte del catálogo de Leporello
vienen a solaparse en curiosa simetría a las de la tríada femenina del Don Giovanni de Mozart: Donna
Anna, Donna Elvira y Zerlina. Con ello observamos una subversión de la simetría primigenia que
tomaba sus raíces en el grupo cuaternario del Burlador y que, con ciertos retoques, se veía reflejado en
Il convitato di pietra de Cicognini. Dicha subversión ya había manifestado diversos conatos, como los
de Villiers, Dorimon y Shadwell; sin embargo Molière había pronunciado una llamada general al orden
en favor de la unidad. Su idea no quedaría en el aire. Era lógico: dado el carácter personal e
intransferible de la ofensa, la soteriología de la época romántica reclamará que el arrepentimiento del
pecador sea consecuencia del trato especial con una sola de sus víctimas sin que el diablo tentador
tenga ocasión de distraer a su castigador entre la multitud que favorece su acostumbrado anonimato.
El recurso de Mozart tiene éxito debido a la universalidad de sus conquistas, a la diversa extracción
social de la que proceden sus víctimas y a la disponibilidad de Don Juan para amar
independientemente de la época del año (I, 5). Cuando Don Juan solo seduce por alcanzar la
multiplicidad, su placer aumenta cuantitativamente pero disminuye cualitativamente: dejando al lado
la personalidad de cada una, Don Juan solo persigue acumular de manera insaciable a base de vencer
en batallas singulares contra personajes que lleven faldas. Sería lícito preguntarse entonces qué ocurre
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cuando sus víctimas, debido a la moda, prefieran llevar pantalones o pertenezcan biológicamente al
sexo masculino, cuestiones harto interesantes para un estudio sobre el deconstruccionismo moderno
del mito donjuanesco. Sea como fuere, lo incuestionable es que con el Don Giovanni que se
representara por primera vez en 1787, la subversión numérica ya ha penetrado definitivamente en el
subconsciente mítico que ahora nos interesa: continuarán dándose simetrías y tríadas, pero ya no será
el número un elemento indispensable de las obras posteriores.
La soteriología romántica
Hay un capítulo especialmente interesante en lo que respecta a la mujer y el seductor: se trata
de la salvación de Don Juan. No faltarán tiempos en los que Don Juan sea considerado como una
víctima sexual y cada mujer sea su propio verdugo; sin embargo, tras la original versión de Zamora y
la época de la ópera, tras la desmesurada multiplicación de las víctimas femeninas, el advenimiento
del romanticismo supone una vaharada de aire nuevo donde comienzan relaciones personales de
mayor consistencia. No significa esto que, desechando la anónima multitud, volvamos a las
distribuciones simétricas o a las tríadas perfectas; lo que sí significa es que el eje se centra ahora en
una relación de dos personas: Don Juan y una mujer que reclama para sí toda la atención.
En efecto, Don Juan sin perder aquella inconstancia que le caracterizaba, prefiere decelerar su
marcha: la consagración de la mujer –por utilizar un tema caro a Víctor Hugo– propugnada por el
romanticismo supone dedicarle a cada una todo el tiempo que haga falta, ya sea para seducirla o,
incluso, para detenerse a reconsiderar un tema tan importante como sea el más allá. Si hasta ahora
Don Juan no lo había hecho, sin duda se debía a la carrera vertiginosa que el protagonista incoara al
engañar a la duquesa Isabela antes de zarpar para España; pero los aires del nuevo movimiento exigen
una transformación en la que cada personaje merece toda la atención por parte del autor: barroco y
neoclasicismo han quedado obsoletos y el imaginario de los poetas exige que estos modelen con suma
delicadeza el carácter de sus personajes. Si estos son femeninos, el mito donjuanesco requiere
reconsiderar la riquísima aportación que la mujer supone. Todo esto se comprende al considerar que
para los románticos las penas que la divinidad impone a los culpables no son eternas, sino que siempre
existe la posibilidad de redención. En el mito de Don Juan esta vertiente romántica adquiere un realce
especial dado que no son pocos los autores que, independientemente del desenlace, ven en la mujer
un elemento dramatúrgico de primer orden para desarrollar una crisis en la conciencia del
protagonista: el dilema entre adentrarse o no por el camino del arrepentimiento, modelación que
precedentemente había fracasado cuando el elemento sobrenatural exhortaba a Don Juan recurriendo
a la premonición de las penas eternas. Cabe pues estudiar si lo que no consiguiera el Cielo debido a
la soberbia de Don Juan es capaz de obtenerlo la mujer mediante el recurso al amor, a la belleza, a su
vertiente maternal y a su innata vertiente espiritualista que toma nuevas fuerzas en la época romántica.
Esta modulación del mito da comienzo con Hoffmann cuando este autor, considerando la
antítesis típica del movimiento romántico, no puede considerar amor y odio sino como dos caras de
una misma moneda. En su reflexión, Hoffmann imagina a una “amante involuntaria y desesperada
que el Cielo ha destinado para salvar a Don Juan haciendo que él la ame”. Independientemente del
desenlace, Hoffmann da un paso adelante en el sentido soteriológico propio del romanticismo, algo
que merece el aplauso de Rousset: “aparece aquí una nueva coherencia con la que no habría soñado
ningún espectador de los siglos XVII o XVIII. (…) La ópera de Mozart desde la óptica de Hoffmann
va a dar al mito una vitalidad y un sentido completamente nuevos. De este encuentro nace
precisamente el Don Juan romántico, el Don Juan que se presenta a Anna, a una Anna única,
predestinada y venida al mundo para regenerarlo por el milagro del amor”. Las virtualidades de tal
remodelación romántica del mito son muy variadas. Sin embargo existe entre todas ellas una serie de
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nexos que les confiere unidad en la diversidad. Una de estas ligazones es que la mujer salvífica se
expone a sí misma, habitualmente a ciencia cierta, al peligro de seguir la misma condena. En efecto,
la mujer, aun cuando muchas veces se presente bajo una envoltura angelical, no es un ser impasible:
no pocas veces corre el riesgo de que se le aplique también a ella la sentencia que la transcendencia
dicta para el transgresor de la ley divina. Buena muestra de ello es la Anna de Hoffmann, la que abre
este repertorio de mujeres con deseos salutíferos. Es más, el mismo hecho de que la actriz que sube
al palco del narrador fallezca la misma noche de la representación es un caso harto elocuente:
simboliza el peligro que ronda a cuantas mujeres que se identifican con una misión soteriológica hasta
ahora desconocida.
Algo semejante ocurre en el Don Juan und Faust de Grabbe. En esta ocasión la heroína se ve
perseguida por los dos héroes que en el siglo XIX se complementan debido a su relación con la
transcendencia. El resultado de un amor que ella siente pero al que no está dispuesta a sucumbir se
resuelve en su propia muerte; algo que Rousset comenta con acierto: “Esta muerte de una amante
deja a Don Juan como es, voluble y víctima de Satanás”. Seguidamente el crítico apunta al tema que
ahora nos concierne: “¿Veremos al diablo salvado por la mujer redentora que dejaba entrever el
comentario del narrador de Hoffmann?” (p. 61-62). Conviene resaltar algo especialmente importante:
la salvación de Don Juan depende en última instancia de la decisión que tome una mujer. El tema es
habitual en la literatura romántica; pero aquí asistimos a una variante nada desdeñable: en Klopstock,
Byron, Moore, Lamartine, Vigny y, posteriormente, en Hugo, lo que estaba en juego era la redención
del ángel caído; ahora se trata del perdón de un hombre caído? Pero no es este un hombre cualquiera,
sino un hombre que nada tiene que envidiarle al mismo diablo por cuanto él también es el gran
tentador. Por otro lado, merece mencionar que se repite igualmente otro elemento habitual de la
época: la recurrencia de la lágrima como elemento simbólico del origen puro del agente salvador;
emblema también de la fecundidad frente al paisaje estéril del paraíso perdido miltoniano. Como era
de esperar, el resultado es altamente positivo puesto que Anna, la hija del espectro que dictaba la
sentencia condenatoria, substituye a su padre con la posibilidad de salvar en lugar de condenar, tal y
como decía Blaze de Bury: “rompiendo la relación íntima con su padre, Anna forma con Don Juan
convertido una pareja feliz y estable por toda la eternidad” (Revue des Deux Mondes, 1834, cit. por
Rousset, p. 62).
Con Grabbe, entrábamos en el Tiempo sin tiempo: poco importaban los mil años que la
heroína debía pasar en el purgatorio como pena por haber amado a Don Juan: lo importante es que
el arrepentimiento produce simultáneamente la salvación de ambos. Zorrilla va más lejos aún. Rousset
lo acepta, aunque se equivoca al decir que es debido al desenlace: el mismo Zorrilla decía en qué
estribaba la diferencia de su Don Juan con las demás obras insertadas en el mito: “Mi obra tiene una
excelencia que la hará durar algún tiempo en la escena, un genio tutelar en cuyas alas se elevará sobre
todos los demás Tenorios; la creación de mi Doña Inés cristiana: los demás Don Juanes son obras
paganas; sus mujeres son hijas de Venus y de Baco, y hermanas de Príamo; mi Doña Inés es la hija
de Eva antes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas de flores y ebrias de lujuria, y
mi Doña Inés, flor y emblema del amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden
de caballería”. En efecto, su Don Juan, este diablo encarnado en una criatura humana, se caracteriza
por su elocuencia, su facilidad de seducción –una carta le basta para echar por tierra todas las trabas
que ponían un padre y un convento– y su capacidad especial para el arrepentimiento al conversar con
una criatura tan pura como Doña Inés. Lejos estamos del Don Juan del siglo XVII, incluso del
hipócrita de Molière, arrepentido solo en apariencia. La tan manoseada compunción de este Don
Juan romántico es sincera, fruto de la espiritualidad que respira manando como de los poros de la
piel de la novicia. Sin embargo, no está de más advertir que solo uno de los arrepentimientos es
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definitivo: el segundo. El primero, algo precipitado, es fallido y se salda con dos muertos: el
Comendador y Don Luis Mejía. No es fácil olvidar la escena: Don Juan a los pies del padre de Doña
Inés impetrando se la conceda por mujer y, pocos instantes después, huyendo despechado contra la
tierra que le sostiene y contra el cielo que le niega su perdón. Pero todo se soluciona en el segundo y
gran arrepentimiento, cuando en el reloj apenas quedan unos granos de arena para dictar su
condenación por toda la eternidad. Ello es debido a que Zorrilla no es un romántico heterodoxo: no
puede redimir a un Don Juan ya condenado, porque no es tal la doctrina católica. De ahí el acierto
de reforzar el momento dramático de la última escena hasta que, incluso cuando el espectador piensa
que ya no hay remedio, Don Juan se salva al pie de la sepultura de su amada. A pesar de esta ortodoxia
zorrillesca, es posible vislumbrar una secuela indeleble del movimiento romántico en su obra. Se trata
de un retoque en su paleta, de uno de esos trazos que aumentan considerablemente el colorido, de
una pincelada que sí es heterodoxa. Doña Inés, alma pura, no resiste a la tentación de intentar salvar
a Don Juan. Ahora bien, la concepción romántica de las relaciones amorosas presupone que los dos
amantes han de correr idéntica suerte: bienaventuranza o condenación eternas. El amor, más fuerte
que la muerte, es el motor que impele a Doña Inés a adentrarse por este sendero de modo que decide
libremente poner en el mismo plato de la balanza la suerte que han de correr ambos: de sus súplicas
amorosas y de la respuesta del seductor depende también su propio destino. Aun con todo, Zorrilla
no estaba dispuesto a renunciar a la salvación de Doña Inés, de ahí que esta arrastre consigo la de
Don Juan: curioso meandro para retomar el cauce de la ortodoxia.
Este tipo de desenlace, salvarse con la amada o perderse con ella, es propio de toda esta época.
Los románticos no entienden las relaciones amorosas sino como una íntima simbiosis donde dos
almas se unen con mayor fuerza aún que dos cuerpos, de tal manera que lo que a una de ellas le ocurre
revierte igualmente y de manera inmediata sobre la otra; dicho de otra manera: ambas almas,
íntimamente fundidas, corren suertes parejas. Tal es el dinamismo de la concepción femenina en los
sucesivos desarrollos románticos del mito; algo que nuevamente vemos en la obra de Dumas. Pero
aquí ya desaparece la figura de la mujer angelical: sencilla y llanamente porque estamos ante un ángel.
Ya lo dice el mismo título de la obra: Don Juan de Marana ou la Chute d’un ange. En algún momento de
este “misterio”, cabe pensar que el ángel caído sea el ingenuo y cándido José, hermanastro
desheredado que renuncia a todas sus buenas obras para tomar venganza del seductor; pero en
realidad el ángel de Dumas no es sino Sor Marta: un ángel femenino que obtuvo de la Virgen María
el permiso para ser transformado en una mujer con objeto de salvar al transgresor mediante el amor.
Si la incoherencia es patente desde un punto de vista meramente doctrinal, el desenlace es
extremadamente coherente desde un punto de vista literario: puesto que Don Juan se condena, Sor
Marta sigue su misma suerte, al menos en la primera versión de la obra (habrá que esperar a la edición
Lévy para la convergencia Zorrilla-Tolstoï-Dumas). Bastaría con parangonar a Éloa (Vigny) y a Cédar
(Lamartine) con Sœur Marthe para percatarnos de la consistencia literaria de esta obra. George Sand,
quien comprendió la obra en toda su hondura, recapacitó en la degradación que sufría el personaje
femenino y, con él, todas las mujeres. Es algo que se desprende de la explicación que Sténio da a un
grupo de señoras que le escuchan en Lélia, obra que publicó la novelista tres años después de la
primera representación de la pieza de Dumas. Pero lo curioso es que George Sand también reincide
en la vertiente transcendente de la leyenda; lo cual viene a remachar, una vez más, el carácter sagrado
que envuelve al mito donjuanesco no solo en función de su relación con la estatua del Comendador,
sino también debido a su relación con el imaginario femenino de los escritores románticos.
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Deconstrucción moderna del personaje femenino
Nadie ha expresando tan nítidamente como Montherlant el objetivo que persigue la literatura
donjuanesca posromántica. Releyendo su obra en noviembre de 1956, el autor se percata de que La
Mort qui fait le trottoir es una reacción contra toda la literatura que veía en Don Juan un personaje
complejo: un ser demoníaco, un nuevo Fausto, un Hamlet…, es decir, un mito. Su obra es también
el resultado de una rebelión contra críticos como Rank quien en su Die Don Juan-Gestalt (la primera
edición es de 1922) presentaba la búsqueda de lo absoluto como paradigma del auténtico Don Juan.
En fin, desembarazándose de cuanto precedía, Montherlant ha buscado un Don Juan sencillo (o más
bien simple) que apenas tiene envergadura alguna. Su héroe, dice el autor, no es malo: es un vividor;
tiene miedo de la muerte porque esta supone el fin de sus estados de felicidad. Ciertamente Rousset
no anda muy descaminado cuando observa que la diferencia donjuanesca del siglo XX respecto al XIX
no estriba en la concepción de la mujer –para este crítico todo se reduce a una acentuación de las
características precedentes–, sino en su ideal de héroe y su bajada a los infiernos. Sin embargo, de
acuerdo con lo que venimos viendo, la trabazón es tal que no puede haber modificación de un
elemento sin que los demás no se resientan: es evidente que, a pesar de la teoría de este crítico, la
mujer sufre una metamorfosis de primer orden. Más en concreto, cabe observar que la mujer, al
tiempo que pierde la envergadura transcendente que la caracterizaba, disminuye considerablemente
su potencia absorbente y su capacidad de producir el arrepentimiento del héroe. Antes al contrario,
la carencia general de transcendencia supone que Don Juan deja de depender de ella de igual manera
que la ausencia de una mujer con entidad y peso específicos propios suprime gran parte de la relación
del transgresor con la transcendencia: recuérdese lo que había ocurrido con la desaparición de Ana.
Pronto hubo de ser reincorporada en sus dos vertientes principales: la búsqueda del ideal femenino
(Mozart, Hoffmann, Puskin, Kierkegaard, A. Tolstoï en su primera versión) y la redención gracias a
la enviada del cielo (Blaze de Bury, Mérimée, Zorrilla, y la segunda versión de las obras de Tolstoï y
Dumas). Todo ello nos muestra una vez más que la mujer venía siendo como el cordón umbilical que
unía a Don Juan con el más allá.
No supone todo ello que la mujer desaparezca en el siglo XX. Pero no cabe la menor duda de
que las mujeres contemporáneas (v.g.: Grau) carecen de consistencia; son, por así decirlo, banales: ni
tan compactas como las barrocas y neoclásicas, ni tan profundas como las románticas. Todas se ven
reducidas al estado de meros maniquíes que deambulan por las páginas o el estrado sin rumbo fijo.
Más aún, de objeto de seducción, pasan a ser sujeto seductor. De modo paralelo el transgresor, de
verdugo que era, pasa a ser víctima: Shaw, Delteil, Frisch, Montherlant, Torrente Ballester… Se ha
dicho que la heroína de Frisch sufre un proceso de descomposición: es una muestra suplementaria
de su falta de consistencia. En Don Juan oder die Liebe der Geometrie (Frisch) la verdadera Anna se suicida
y su doble, la prostituta que toma posesión de Don Juan, hace de Don Juan un pobre marido y padre
de familia. No es otro el caso de Man and Superman (Shaw), donde Ana acaba obligando a John a
tomarla por esposo; de donde se deduce que la perseguida se ha transformado en perseguidora. Del
Don Juan de Torrente Ballester baste recordar que el seductor se ve continuamente obligado a buscar
hombres de reemplazo que, enamorándose de las mujeres conquistadas (Marianne, Sonja), le libren
del acoso al que se ve sometido.
Es obvio que la mujer del mito donjuanesco ha perdido su propia identidad; pero lo interesante
es dilucidar la razón de este cambio. Cabe discrepar con quienes sostienen que la razón es la
desaparición del sistema de relaciones en el cual venía siendo injertada: el cambio es mucho más
profundo. Retomando las célebres palabras de Paul Hazard y trayéndolas a nuestro contexto,
podemos decir que la crisis de la conciencia europea supone que la mujer ha dejado de ser en el siglo
XX el motor que propulsaba la maquinaria: des-idealizada y des-transcendentalizada, la mujer ha
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dejado de ser ella misma: ya no es ella la seducida de Don Juan, sino su seductora; no es un compuesto
de alma y cuerpo sino mera pasión de dominio corporal sin reparar en gastos para conquistar,
hostigándole sin cesar, al hombre que la había perseguido durante tres siglos. Salir de esta situación
atípica del mito no es nada fácil, pero precisamente por ello el resultado será más fructífero. Es más,
en cuanto la mujer del mito de Don Juan se encarne de nuevo en la substancia de su naturaleza
femenina, entonces, de manera inmediata, el espíritu del Comendador y el desafío al muerto renacerán
con inusitadas fuerzas de sus propias cenizas.
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