Este documento resume el contenido de la parte de la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust titulada "El mundo de los Guermantes". Describe cómo el narrador desarrolla una obsesión por la duquesa de Guermantes y hace varios intentos por acercarse a ella que resultan en frustración. También analiza cómo esta experiencia pone en duda la capacidad del protagonista para lograr su realización personal a través del amor idealizado.
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PROUST Y LA AFECTIVIDAD DE LA PERSONA
José Manuel Losada
Ciudadela (Pamplona), 6 (1994), p. 3-7
À la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido) es una novela tan ardua como interesante.
Sus varios miles de páginas y el estilo peculiar de Marcel Proust, con largos párrafos que pueden llegar
a ocupar hasta una página dificultan su lectura completa y una total comprensión. No obstante,
faltaríamos a la verdad si no admitiéramos su enorme influencia en la narrativa del siglo XX; piénsese
en Gracq o en tantos otros escritores, como la premio Nobel de 1991, Nadine Gordimer. En otro
lugar hemos hecho un análisis de la parte más conocida, Un amor de Swann, recientemente llevada a la
gran pantalla. Queríamos aquí hacer un breve esbozo de estudio sobre otra parte que en francés lleva
por título Le côté de Guermantes (El mundo de los Guermantes). De una relativa autonomía en el conjunto
de La recherche, este libro se muestra imprescindible para captar en toda su hondura tanto el mundo
poético como el pensamiento del autor. Si aquel ha sido objeto en innumerables ocasiones de estudios
más o menos acertados, este sigue siendo susceptible, a nuestro modo de entender, de nuevos
acercamientos antropológicos esclarecedores. Al ofrecer uno de ellos, nuestro objetivo es
proporcionar, entre otras muchas, unas pautas básicas que ayuden a leer mejor a Proust.
Consideramos empero indispensable, aunque solo sea en sus rasgos generales, resumir
previamente el contenido de Le côté des Guermantes. El misterio que encierran los nombres, cada
nombre, supone para el narrador el punto de partida. Tanto lo mítico como lo maravilloso van
configurando en nuestro mundo interior, gracias al concurso de la imaginación y de la memoria, ese
hada encantadora alrededor del nombre de una persona; hada por supuesto impalpable que solo se
va desvaneciendo a medida que nos acercamos a la persona real a la que corresponde dicho nombre1.
En nuestro caso el narrador ha conformado, en torno al nombre de la duquesa de Guermantes, toda
una aureola de la que le resulta imposible desembarazarse. Tampoco lo intentará: bien está
convencido del fracaso a que tal intento está abocado. De tal modo que a la postre, según él nos
confiesa y aun a pesar de su corta edad, llega a enamorarse de esa duquesa que apenas conoce. No es
ajeno el protagonista a lo absurdo, cuando no grotesco, de su empresa (p. 86); las diferencias sociales
y económicas que los separan no son irrelevantes, pero incluso esto mismo también va en la línea de
lo que Proust opina acerca del amor, como más adelante veremos. Prosiguen sus intentos de acercarse
a ella: profundiza más en la amistad con Robert de Saint-Loup, sobrino de la duquesa, a fin de ganarse
la confianza de esta última. No tardarán en producirse los momentos de desasosiego, secuelas que
deja todo amor truncado; en ocasiones llega a sufrir incluso de manera física, visceral, debido a la
ausencia de la persona amada; dolores que le recuerdan a los que conociera cuando su corazón se
inclinaba por su amiga Gilberte en À l’ombre des jeunes filles en fleurs (A la sombra de las muchachas en flor)
o cuando su madre no venía a compañarle por la noche junto a su cama en Du côté de chez Swann (Por
el camino de Swann) (p. 120). No sería descabellado preguntarnos entonces si el narrador cree en el
amor. Otro tanto se infería del idilio entre Charles Swann y Odette de Crécy, amigos de sus padres
que vivirían largos años de noviazgo peculiar; también en Un amour de Swann este acabaría pensando
1 Le côté des Guermantes, en À la Recherche du temps perdu, París, Gallimard, Bibliotheque de la Pléiade, p. 11; la traducción
es nuestra.
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que había malgastado gran cantidad de su vida y de su tiempo con una mujer que ni siquiera era de
su género… En Le côté des Guermantes asistimos ahora a idéntica situación entre su amigo Robert de
Saint-Loup y la prostituta Rachel. Si no se casan, es por un instinto práctico de interdependencia que,
evidentemente, se autodestruiría con el matrimonio (p. 156); pero, por otro lado, la atracción que
Rachel ejerce sobre Robert es lo suficientemente fuerte como para continuar sus relaciones. Ahora
bien, el narrador va más allá y nos desvela la auténtica razón: dado que el mundo es un gran teatro,
la necesidad de ensoñación que todo hombre siente conforma una mujer diferente de la que realmente
está ante él (p. 182): “Existe una encantadora ley de la naturaleza y que se manifiesta en el seno de las
sociedades más complejas, consistente en que vivimos en una ignorancia supina de lo que amamos”.
En efecto, Robert de Saint-Loup se obstina en rechazar todo indicio de dudosa conducta por parte
de Rachel; antes al contrario, prefiere no pensar en ello, persistir en engañarse, buscar el misterio, la
vertiente poética, incluso vática, que se encierra en su amante (p. 164). Pues bien, a medida que avanza
la novela, nos percatamos de que precisamente todo esto es lo que le está ocurriendo al protagonista
con Mme de Guermantes; evidentemente, a otro nivel, dada la ilustre familia de la duquesa y la
acomodada situación burguesa del protagonista. Pasamos seguidametne a otro ambiente, el de Mme
de Villeparisis, otra tía de Saint-Loup, gran señora mundana y provincial instalada en París. Una velada
que esta dama ofrece le permite conocer de manera más pormenorizada a muchos personajes: Bloch,
M. de Norpois, el barón de Charlus, Legrandin, Mme Swann y, ¡por fin!, Mme de Guermantes (p.
284). Concluye esta primera parte con el agravamiento de la abuela del protagonista (p. 312).
La segunda parte de Du côté des Guermantes viene dividida en dos capítulos. El primero describe
el fallecimiento de la abuela del protagonista (p. 345) y las causas que propiciaron la ruptura del
noviazgo entre Robert de Saint-Loup y Rachel. El capítulo segundo comienza con Albertina, aquella
chica que conociera en À l’ombre des jeunes filles en fleurs; el narrador cincela detalles que denotan la
madurez y nubilidad de la joven (p. 365). Mas llega por fin el momento tan esperado en que a lo largo
de una recepción en casa de Mme de Villeparisis, Mme de Guermantes le invita a que venga a una
velada que ella organiza (p. 376). Ahora bien, el protagonista constata que ya no ama a la duquesa,
que su interés se encamina ahora más bien hacia Mme de Stermaria (p. 383). Tras una serie de
peripecias con Saint-Loup centradas entorno a las clases sociales, asiste a una cena en casa de la
duquesa; allí puede contemplar plácidamente los cuadros del pintor Elstir, conocer a la princesa de
Parma, y asistir a toda una serie interminable de diálogos según el gusto mundano (p. 547). Las últimas
páginas sirven de preámbulo a los libros posteriores, en que conoceremos al peculiar barón de Charlus
(p. 566) y asistiremos a la muerte, que ahora se nos anuncia, de Charles Swann (p. 597).
Al margen ya del argumento de esta extensa novela, querríamos seguidamente pasar a unas
someras consideraciones de tipo antropológico. Como es bien sabido, dentro de este campo ocupa
un lugar primordial lo que se ha dado en llamar la afectividad de la persona humana2. Cuando todos
sus componentes actúan de manera coordinada y coherente se puede afirmar que la persona se realiza
como tal. Pues bien –y es este un punto esencial para captar debidamente la obra en su globalidad–,
a medida que avanza nuestra lectura observamos un elemento que viene a desestabilizar la afectividad
dinámica del protagonista. Lo denominamos desestabilizador del protagonista por cuanto sus afectos
–tanto las emociones como los sentimientos– y sus pasiones distorsionan de manera sustancial su
capacidad cognoscitiva y, simultáneamente, provocan un desorden profundo en su equilibrio
psíquico. Estos factores subversivos impiden la debida referencia a la totalidad de lo real, esto es, al
2 Para una mayor profundización, vid. Jacinto CHOZA, Manual de Antropología Filosófica. También serán de gran utilidad
los Estudios sobre el amor y Para una cultura del amor de Ortega y Gasset así como la Antropología metafísica de Julián Marías.
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mundo, al hombre y a Dios. De ahí que podamos cuestionar el logro de su elemental dinámica
autorrealizativa.
En efecto, el comienzo de dicha dinámica viene indicado por el deseo y el término viene
indicado por el gozo. En esta parte de la Recherche, el deseo que el protagonista experimenta por
acercarse al mundo aristocrático y, más precisamente, a Mme de Guermantes, es el móvil que impulsa
todos sus actos; sin embargo, el relativo gozo o placer experimentado en la consecución de tal fin se
topa de manera violenta con la frustración generadora de desazón existencial. El resultado final será,
en primer lugar, la progresiva evanescencia de toda ilusión y en segundo lugar, por consiguiente, el
irreductible escepticismo frente al amor.
Expuesto de manera general nuestro pensamiento, querríamos ahora expresarlo de manera
más pormenorizada. Metodológicamente, recurriremos en un primer momento a unos postulados
idealistas y, seguidamente, a otros metafísicos.
Platón concibe al hombre como una dinámica deseante, eros, que se desencadena a partir de un
primer movimiento cognoscitivo (la captación de una belleza ideal) y que le impulsa a realizarla en sí
mismo o en otro. Una vez realizado el ideal, la actividad cognoscitiva y la práctica operativa se ven
modificadas; se da entonces prioridad a la actividad contemplativa en la que la subjetividad reposa
gozosamente. Nuestro protagonista persigue esta belleza ideal, de ello no cabe la menor duda; es más,
su concepción del absoluto hermoso es múltiple y variada, como se echa de ver en el objetivo de su
vida, en el goce que experimenta en la contemplación artística –con la inmediata difuminación de la
coordenada temporal– y en el deseo amoroso hacia las mujeres que se cruzan en su camino. Dejando
para otro momento su obsesión existencial por la perfección –a través de la escritura– y la
contemplación artística –materializada en las artes plásticas (Elstir) o en la escena dramática (la Berma
representando la tragedia de Phèdre)–, habremos de considerar más detenidamente ese impulso
amoroso, concretado aquí en su debilidad por Mme de Guermantes. Independientemente de la
realidad objetiva, esta mujer, debido sin duda al correlato misterioso que la rodea, reúne todos los
atributos de belleza ideal. Para el narrador esta viene simbolizada primordialmente por el encanto del
nombre: su sonoridad, su secreto y su historia le confieren una posición poco menos que inaccesible,
pero no por ello menos atractiva: “Mme de Guermantes se había sentado. Su nombre, acompañado
de su título, añadía a su persona física su ducado que se proyectaba a su alrededor y hacía reinar
alrededor del asiento donde estaba el frescor umbroso y dorado de los bosques de Guermantes en
medio del salón”. Consiguientemente, el deseo del protagonista por conocerla –inherente a dicha
dinámica– le impulsa en todos y cada uno de sus actos, desde las “fortuitas” coincidencias que
provoca cada mañana, hasta su estancia en Doncières para ganarse la amistad de Saint-Loup, nexo
clave, como más tarde se demuestra efectivamente, en la obtención del acercamiento a la duquesa.
Ahora bien, contrariamente a lo que sostienen Platón y Hegel, una vez realizado el ideal, no asistimos
al gozo en que debería reposar el sujeto; al contrario, precisamente entonces se desencadena toda una
serie de desconciertos subjetivos: así ocurre cuando se percata, por ejemplo, del desprecio que la
duquesa siente hacia el escritor Maeterlinck: “Yo experimentaba una especie de satisfacción amarga
al constatar su total incomprensión de Maeterlinck. ¡Y pensar que por una mujer así hago tantos
kilómetros cada mañana!” (p. 229). El ideal se desvanece, el amor no cristaliza y, lo que es más grave
todavía, su autorrealización vital vuelve a sufrir un retraso considerable. En efecto, vemos que, de
manera inmediata, deja de amar a la duquesa como Swann a Odette; más aún: la aristocracia se le
revela en toda su abyecta mundanidad. ¿No cabría, pues, poner en duda la objetividad esencial del
ideal prefijado por el protagonista? ¿No estará dicho ideal adulterado por una serie de factores
desestabilizadores tales como el complejo ante la casta aristocrática o la subyugación ante el poder
mágico y evocador de los nombres?
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Otro tanto ocurre si procuramos comprender la afectividad desarrollada en Le côté a la luz de
los presupuestos aristotélico-tomistas. Según estos últimos, el afecto o la pasión se definen como
actos del apetito elícito; actos que se desencadenan a partir del conocimiento. Pues bien, en virtud de
la conexión que la estimativa o la cogitativa establecen entre realidad percibida y apetito, para cada
tipo de apetito (deseo, impulso, voluntad) hay una gama de afectos. Lo que va a ocurrir aquí, como
veremos, es que tal riqueza se verá sensiblemente disminuida debido al apriorismo escéptico del
narrador respecto al conocimiento. En efecto, en más de una ocasión el narrador pone en tela de
juicio la capacidad real que el hombre tenga para conocer cuanto le rodea, consecuencia evidente de
su inmanentismo filosófico. Consiguientemente el error que de aquí se desprende afecta al terreno
de las diferentes facultades cognoscitivas: tanto los sentidos externos como los internos verán
sesgadas sus potencialidades de realización, lo cual por ende, redunda en la carencia de
autorrealización por parte del sujeto. “Puede ocurrir que el objetivo en cuestión se alcance, y que su
posesión no sature la aspiración radical. En tal caso, el afecto que funciona como índice de que la
dinámica tendencial estaba referida a un valor insuficiente o pobre para la radicalidad humana es la
decepción o el desengaño”3. Este es precisamente el caso del narrador, quien había concentrado sus
capacidades afectivas de manera única e inequívoca: la intelección estética del ser amado,
conocimiento que sufre sucesivamente los embates de la decepción que le muestra la realidad. No es
raro que entonces surja una frustración, consecuencia lógica del acoplamiento imposible entre una
esperanza inconsistente y la cruda realidad; y como esta relación era causa formal del amor, no es
extraño que dicho afecto se desvanezca dejando, como único testimonio, el escepticismo: “El terrible
engaño del amor es que comienza haciéndonos jugar con una mujer que no es del mundo exterior,
sino con una muñeca interior en nuestro cerebro, la única que llegaremos a poseer. (…) Hasta el día
en que diremos sinceramente en lo más íntimo de nuestro corazón: «Ya no amo»” (p. 370-73).
No olvidemos que las pasiones, respondiendo a un modo de juzgar la realidad, modifican
nuestros juicios; diríamos incluso que pueden llegar a provocar, si no están debidamente
compensadas, un desequilibrio funcional. La gravedad del caso es grande si consideramos que, a
diferencia de los sujetos afectivamente equilibrados, precisamente por esta serie de disfunciones, la
psique sufre a su vez una desnivelación afectiva: la consecuencia de tal desequilibrio es la ausencia de
la sinfonía afectiva normal.
La mejor prueba de ello es que, si definimos el amor como acto energético que impulsa nuestro
dinamismo tendencial haciendo posible todo sentimiento, el protagonista asiste a la disolución
sucesiva de todos y cada uno de los amores que ha tenido: le ocurrió con Gilberte –À l’ombre des jeunes
filles en fleurs–, Albertine –primera parte de Le côté des Guermantes– y otro tanto le acontece a lo largo
de la segunda parte de Le côté. Más aún: no solo él es víctima de tales decepciones, sino que otro tanto
le sucedió a Charles Swann en Un amour con Odette de Crécy.
Está a la vista que el problema que aquí subyace es el concepto del amor según Stendhal; esto
es, la idea de la proyección de las cualidades. Así concebido, si el sujeto no llega a abrirse a la auténtica
realidad del objeto amado, todo su proceso amoroso está, a radice, destinado al fracaso. Parangonando
esta situación con la que conocería el mundo moderno tras el advenimiento del romanticismo,
podríamos decir que asistimos a un desorden en el terreno de la afectividad, orientada aquí como
pura dinámica estética –en su vertiente poética– de los diferentes impulsos humanos. Si el
romanticismo y el vitalismo filosóficos desarrollan la afectividad como la más radical de nuestras
funciones vitales, incluso con mayor valor cognoscitivo que la razón, el protagonista no dista mucho
de semejante planteamiento ya que en este la afectividad adquiere un contorno clara y exclusivamente
3 J. Vicente Arregui, Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad.
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estético. Dicho de otra manera, debido a la desconexión entre tendencias y objetivos, la
intencionalidad y la afectividad del protagonista vienen a carecer de la pluralidad necesaria para su
completo desarrollo como persona.