“Sartre: Les Mots”, Del saber a la vida. Ensayos en homenaje al profesor Francisco Ramón Trives, J.L. Arráez Llobregat, C. Ramón Díaz y A. Sirvent Ramos (eds.), Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2009, pp. 341-349. ISBN: 978-84-7908-474-5.
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SARTRE: LES MOTS
Del saber a la vida. Ensayos en homenaje al profesor Francisco Ramón Trives.
J. L. Arráez Llobregat, C. Ramón Díaz y A. Sirvent Ramos (eds.),
Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2009, p. 341-349
Les Mots est une espèce de roman (Sartre, 1976: 146).
Les Mots, c’est un pastiche d’autobiographie (Burnier: 90).
Les Mots ofrece un segmento temporal de la vida de un joven: tras una breve descripción de
sus antepasados, sitúa en París, en 1914, al niño Jean-Paul, huérfano de padre, rodeado de su madre
y sus abuelos maternos; la narración concluye, sin razón aparente, dos años después. Pero ¡qué
segmento! Todo un mundo hierve en la cabeza de ese niño. La narración, al margen de los
acontecimientos de la guerra, describe la vocación del protagonista. En este aspecto sí puede hablarse
de una auténtica autobiografía. Los grandes relatos autobiográficos se han forjado en torno a una
modificación, una transformación radical: san Agustín expone en las Confesiones su conversión, la
irrupción de la gracia en su vida, un acontecimiento interior que transformó por completo su
existencia, y no una historia ajena que podría haber narrado en tercera persona:
Si le changement n’avait pas affecté l’existence du narrateur, il lui aurait suffi de se peindre lui-même
une fois pour toutes, et la seule matière changeante apte à faire l’objet d’un récit se serait réduite à la
série des événements extérieurs: nous serions alors en présence des conditions de ce que Benveniste
nomme histoire, et la persistance même d’un narrateur à la première personne n’eût guère été requise. En
revanche, la transformation intérieure de l’individu –et le caractère exemplaire de cette transformation–
offre matière à un discours narratif ayant le je pour sujet et pour “objet” (Starobinski, 1970: 91-2).
Otro tanto cabría decir de la obra inaugural de la autobiografía moderna en Francia: las
Confessions de Rousseau. Convencido de que sus enemigos han tramado un complot contra él, Jean-
Jacques rompe con la sociedad y se retira a la soledad de Montmorency donde procede a una
introspección que le justifique a los ojos de la posteridad. Veamos si en el texto sartriano asistimos a
algún tipo semejante de modificación.
En Les Mots la sociedad se reduce a los muros de una casa, a tres personas volcadas en un niño,
un abuelo sobre todo, Charles Schweitzer –apoyado por la complicidad de la madre–, que le orienta
en el gusto de la lectura y le inspira, sin pensarlo, la voluntad de la escritura: “On me laissa vagabonder
dans la bibliothèque et je donnai l’assaut à la sagesse humaine. C’est ce qui m’a fait” (1964: 42). Lectura
y escritura. Porque la obra está dividida en dos partes bien diferenciadas (Lire y Écrire), dispuestas de
modo que resulte impensable otra interpretación diversa de la relación causa-efecto: el niño se ha
hecho escritor porque el niño ha leído. Las lecturas del pequeño Jean-Paul recorren fases diversas:
después de los cuentos, después de la enciclopedia Larousse, después, sobre todo, de una incursión
guiada por el abuelo a través de la literatura adulta (Hugo, Flaubert, Voltaire, Corneille), error que la
madre y la abuela, escandalizadas, se apresuran a corregir, el niño se adentra en el proceloso mundo
de las novelas de quiosco: Les Trois Boys-Scouts de Jean de la Hire, Le Tour du monde en aéroplane de
Arnould Galopin y muchas otras (Les Enfants du capitaine Grant, Le Dernier des Mohicans, Les Cinq Sous
de Lavarède).
El paso por la literatura adulta bajo el impulso del abuelo (los clásicos de las literaturas francesa
y alemana), aunque breve, no fue intrascendente. Ahí conoció, sin comprenderlos, los grandes
crímenes de la humanidad: la profanación de sepulcros, el infanticidio, el fratricidio, el incesto.
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También sin comprenderlos (¿por qué Horace, asesino de Camille, era indultado?, ¿por qué Charles
Bovary disimulaba su rencor al amante de su mujer?), descubrió en los clásicos la belleza de las obras
humanas. De modo paralelo, en repetidas excursiones con su tío Georges por el campo, visitó la
arquitectura religiosa de Auvergne (vidrieras, arbotantes, fachadas esculpidas…): era el hallazgo de la
belleza de las obras divinas. La combinación de las tres bellezas (humana, natural y divina) supuso
para él la revelación del Espíritu (51) y, con ella, la fusión de tres trascendentales (verdad, belleza y
bondad): fue su nacimiento a la metafísica. Y, simultáneamente, a la religión (145). Aquel niño
confundió la biblioteca con el templo y a su abuelo con el sacerdote.
Tampoco fue irrelevante el paso por la literatura juvenil. En su afán de iniciarle en la literatura
maravillosa y extravagante, la madre había querido devolverle a su niñez (“Ma mère se mit en quête
d’ouvrages qui me rendissent à mon enfance”, 62); el resultado, sin embargo, fue muy distinto del
esperado: donde otros solo veían mohicanos y hotentotes, raptores de una joven, torturadores de un
viejo, Jean-Paul descubría el Mal puro en lucha contra el Bien (63); poco importaba el desenlace
novelesco, el niño leía todo en clave metafísica.
En medio de una vida aparentemente normal (escuela de Arcachon, Institution Poupon, visitas
de amigos de la familia), la gran revolución ya había estallado: aquel niño se había convertido a la
religión de la lectura. Una religión sin Dios, a quien el niño primero abandonó por la indiferencia de
sus abuelos y luego expulsó como a un intruso (84-6), y sin trascendencia; singular religión, pero
religión, afirma.
Al igual que toda religión, esta tiene su proyecto soteriológico, si bien aquí importa menos la
propia salvación que la del resto de la humanidad, como muestra el relato de su conversación con el
revisor del tren de Dijon: “j’élevai la prétention d’être indispensable à l’Univers” (92). Cosa curiosa:
al margen de la revelación de la propia fealdad (87), en ningún momento aparece la explicación última
de la vocación de Jean-Paul; tan solo esta justificación tautológica, afirmación de la nada absoluta: “Je
naquis pour combler le grand besoin que j’avais de moi-même” (92). Quizá toda vocación sea en
cierto modo injustificable. Víctima de su fealdad, este ídolo caído pone en práctica su vocación y se
lanza a una serie de aventuras imaginarias: primero imita las historias del Gato con botas, luego inventa
proezas y purga el mundo de monstruos, reproduce en su mente los delirios del cine incipiente; en
fin, descubre en Miguel Strogoff su doble: ambos están marcados por una misión recibida de lo alto
y la ejecutan hasta el final, incluidos martirio, milagro e inmortalidad (108-9).
Las lecturas aconsejadas por el abuelo le habían bautizado en una religión de salvación
universal; las aconsejadas por la madre le permiten poner por obra su vocación. Jean-Paul ejecuta su
cometido imaginario en sus ratos de soledad, al margen de la vida en familia (de haberse dado de
modo inconsciente en el niño, esta disociación de la personalidad habría sido esquizofrénica).
Tras la primera revolución, la segunda. Una vez más, el detonante es el abuelo, sus cartas
durante el periodo estival, con un pequeño poema para el nieto que, con ayuda de su madre y de su
abuela, responde también en verso. Después de un fallido experimento poético (la reescritura de las
Fábulas de La Fontaine excedía sus capacidades), y la constatación de la imposibilidad de realizar sus
sueños (sus imaginaciones no se proyectaban fuera de sí, como una película cinematográfica), el paso
a la prosa supuso un descubrimiento. De su tinta irrumpían en el comedor leones, capitanes del
Segundo Imperio, beduinos, partidas de exploradores que el imperturbable autor salvaba de los
tiburones o dejaba provisionalmente ciegos. Pero todas estas historias fantásticas estaban recluidas
en el ámbito del gineceo: solo eran conocidas por su madre y su abuela. Llegó el momento de salir
de la clandestinidad.
El abuelo no mostró entusiasmo alguno: grande era su desprecio por los escritores, meros
ilusionistas que prometían la luna, no daban nada y se envilecían. Pasado un tiempo, debió constatar
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la inutilidad de sus palabras desalentadoras y aceptar la vocación de su retoño. Comenzó así para el
escritor en ciernes un calvario de decepciones (en realidad, nadie esperaba que llegase a serlo), que le
llevaron a la casi total resignación. Sin embargo, una serie de acontecimientos (el desembarco de
Dickens en Nueva York, el desfile del 14 de julio en París) le confirma en su vocación: puede no
tener talento, pero le sobra coraje, es feo, pero generoso (“je refilai à l’écrivain les pouvoirs sacrés du
héros”, 138); será, en definitiva, un caballero errante que salvará al mundo (“ enfant imaginaire, je
devenais un vrai paladin dont les exploits seraient de vrais livres”, 139). Combinación de diversas
voluntades y místicas, Miguel Strogoff y Pardaillan salen de nuevo a la aventura (141); pero esta
partida es breve: el ridículo de Don Quijote le hace rechazar todo heroísmo y el autor se convierte en
un militar decimonónico, el escritor caballero se convierte en escritor mártir (145) cuyo sacrificio se
torna necesario para la salvación de la humanidad (148); ¿qué mejor prueba de su fe en la religión de
la literatura?
Su holocausto, en su imaginación, se resolvía en una alternativa: el fracaso más absoluto o la
gloria literaria (156); la segunda opción termina por imponerse. La gloria imaginada le llega in extremis,
moribundo y, sobre todo, tras la muerte, también imaginada; es grande la importancia de la muerte
en Les Mots. La escritura se concibe como una medicina, un remedio contra la muerte: cada página,
cada libro le acerca a la muerte, a la gloria definitiva que le libera de la crueldad de la muerte: cuando
ella llegue, él ya lo habrá dado todo, y ella no podrá llevarse sino un cadáver (159; Sartre siempre ha
sentido una atracción por la gloria literaria, vid. 1976: 159 y 206).
¿Delirio, locura? El mismo autor acepta cierto desequilibrio; la vida misma, el paso del tiempo,
los deberes como estudiante, se ocuparon de refrenar todo su afán por escribir: como el día que
enterró su cuaderno de novelas bajo la arena de la playa (175). Además, las actividades escolares no
le permitían entregarse a la escritura; trabajaba y tenía, por fin, compañeros. Dos especialmente:
Bercot, con quien se entretenía hablando de literatura (186), y Bénard, un niño muy aplicado que
todas las madres ponían por modelo (183). Pero la muerte los barrió y arrastró con ella la sabiduría
del primero y la vocación misionera del segundo. Quedaba él, niño de once años, víctima de la
neurosis literaria que, de modo subrepticio, se había amparado de su ser (186), le había dado una
personalidad e iba a modelar su destino durante treinta años (203).
El cambio producido en estos dos años de la vida de Sartre ha sido grande, comparable al de
Agustín de Hipona que se abre a la gracia divina o al de Rousseau que se cierra a la sociedad humana.
Como Rimbaud, el pequeño Jean-Paul puede exclamar: “Je est un autre”. Cuando por primera vez
recopió, modificándolas ligeramente, aventuras de sus cuentos leídos, experimentó de algún modo
que un autor inspirado es otro distinto del yo profundo (“autre que soi au plus profond de soi-même”,
118). Cuando más tarde complicó las intrigas, se distanció del héroe de sus nuevas aventuras hasta el
punto de dirigirse a él solo en tercera persona (121): se alienó sin saberlo.
Esta modificación (de niño a escritor), eje central de la autobiografía, comporta una dimensión
filosófica inevitable. En rigor, la escritura no solo fue la religión del joven Jean-Paul, sino también su
misma razón de ser. Les Mots es un recorrido ontológico. Nada más escribir su primer relato
coherente, entra en cuerpo y alma en la vida imaginada: “Je suis né de l’écriture: avant elle, il n’y avait
qu’un jeu de miroirs; dès mon premier roman, je sus qu’un enfant s’était introduit dans le palais des
glaces” (126). Este descubrimiento (el nacimiento de la escritura), tiene un cariz marcadamente
racionalista, para cuya exposición el niño Jean-Paul necesita de la cultura de Sartre adulto. Formado
en la escuela de Descartes, Kant, Hegel, Husserl, Bergson y Heidegger, Sartre filósofo se coloca en la
perspectiva radical de la necesidad y certeza como premisa de pensamiento verdadero, al margen de
los sentidos internos y externos, y desarrolla una doctrina (de la náusea, del ser y la nada, de la razón
dialéctica) según la cual la contingencia absurda del mundo en sí se enfrenta a la necesidad de una
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conciencia para sí abocada a la libertad y la responsabilidad. No existe en su óptica razón alguna para
la existencia: toda persona es superflua y solo encuentra sentido en las continuas elecciones vitales y
el reto de la aniquilación ajena.
En su familia, el niño es consciente de su existencia redundante: “…ma raison d’être, à moi,
se dérobait, je découvrais tout à coup que je comptais pour du beurre” (73); “…enfant gâté, don
providentiel, ma profonde inutilité m’était d’autant plus manifeste que le rituel familial me paraît
constamment d’une nécessité forgée. Je me sentais de trop, donc il fallait disparaître. J’étais un
épanouissement fade en instance perpétuelle d’abolition” (81). La angustia (elemento esencial de la
filosofía sartriana, heredado de Freud) actúa entonces como catalizador de su ansiedad por dar con
la necesidad de su existencia. Solo en este sentido es posible justificar la vocación literaria: infundado
en el mundo en sí, busca y encuentra su necesidad en su conciencia para sí: “Je naquis pour combler
le grand besoin que j’avais de moi-même” (92; vid. 181: “J’étais indispensable”; 189: “Les hasards
n’existaient pas”; 199: “La postulation abstraite de ma nécessité et l’intuition brute de mon existence
subsistent côté à côte sans se combattre ni se confondre”).
En lugar del recorrido cronológico habitual (los seres primero son y después son pensados),
en Les Mots la propia conciencia reclama de algún modo el niño a la existencia: su esencia de escritor
explica su existencia (evidentemente, se trata de una existencia mental, no material: Sartre juega con
las palabras para provocar la ambigüedad en el lector). Tras esta epifanía, donde la gnoseología
justifica la ontología, el niño encuentra el camino expedito para sucesivas afirmaciones de la esencia
encontrada, en sí y en los otros. En sí: después de la crisis provocada por las actividades escolares y
los compañeros, cae en la cuenta de que su vocación literaria, lejos de perecer, se ha materializado:
“…pendant ce temps, abandonnée à elle-même, ma fausse mission prit du corps et, finalement,
bascula dans ma nuit: je ne la revis plus, elle me fit” (186). En los otros: cuando se lanza a imaginar
la gloria alcanzada tras la muerte, expone el proceso de aniquilación (néantisation, dice en L’Être et le
néant) de su ser material por su ser pensado en cada lector: “…pour celui qui sait m’aimer, je suis son
inquiétude la plus intime mais, s’il veut me toucher, je m’efface et disparais: je n’existe plus nulle part,
je suis, enfin!” (159).
Atención: cualquier estudio que se limitara al carácter autobiográfico del texto (un sexagenario
cuenta su juventud), a las modificaciones operadas en el niño (su nacimiento a la lectura y a la
escritura) o al soporte racionalista que les presta el filósofo (su conciencia de la necesidad de tal
nacimiento), se quedaría en el caparazón superficial de Les Mots: lo más importante es su función
significativa. Sartre escribe su autobiografía para destruir la literatura. Varios síntomas previenen al
lector atento: la detención abrupta del relato en 1917, las anomalías narrativas (aberraciones
cronológicas, contradicciones, analepsis injustificadas), el misterio del final (donde la supresión del
tono heroico arrastra la desaparición del tono autobiográfico); a estos indicadores es preciso añadir
el martilleo explícito del tema obsesivo: la literatura es una quimera, un espejismo, un juego de niños
(Lévy: 593-94), un proyecto, una alienación, donde el “otro” impone sus deseos, como el niño se
sometió a los de su abuelo (ibid., 595).
Desde el comienzo de la segunda parte, Sartre adulto denuncia la mentira con que se engaña
Sartre niño:
À peine eus-je commencé d’écrire, je posai ma plume pour jubiler. L’imposture était la même mais j’ai
dit que je tenais les mots pour la quintessence des choses. Rien ne me troublait plus que de voir mes
pattes de mouche échanger peu à peu leur luisance de feux follets contre la terne consistance de la
matière: c’était la réalisation de l’imaginaire (117).
El texto abunda en protestas de este tipo. El niño no se ha percatado de la flagrante
afabulación: sus primeras lecturas eran nominalistas, le habían iniciado en el mundo de los universales;
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sus primeros escritos van más allá: basta con nombrar las cosas para que se realicen: “Pris au piège
de la nomination, un lion, un capitaine du Second Empire, un Bédouin s’introduisaient dans la salle
à manger” (117). Al igual que Husserl, Sartre niño sostiene que las palabras comunes, si no hay
contradicción que lo impida y con independencia de su abstracción, son seres. De aquí a la confusión
entre el mundo imaginario y el real, entre la memoria y la imaginación (118), no hay más que un paso.
A esta confusión (auténtica comedia de un mentiroso, 127) se añade la religión de la literatura:
bajo el modelo de su abuelo (exponente de la sustitución de la divinidad por la cultura), el niño había
adoptado el papel de escritor-mártir, sin percatarse, una vez más, de la mentira subyacente en la
literatura: “Sales fadaises: je les gobai sans trop les comprendre, j’y croyais encore à vingt ans. À cause
d’elles j’ai tenu longtemps l’œuvre d’art pour un événement métaphysique dont la naissance intéressait
l’univers” (146). Víctima de un engaño colosal, el niño se dejó inocular el veneno de la literatura, de
Flaubert, de los hermanos Goncourt, de Gautier, la pretensión de que su pluma, ofrenda mística,
salvaría a la humanidad y la sacaría de la nada. Les Mots se inserta en la línea de autores (Hobbes,
Locke) que han denunciado el fraude, la falsedad de la literatura.
Al comienzo de estas líneas hablaba de un segmento temporal: Les Mots relatan la modificación
de la mente de un niño durante dos años de su vida. De pronto, como si el autor contrastase la
dilatación del relato frente a la exigüidad del periodo de tiempo, rectifica y añade en unas páginas de
singular densidad, el resumen de su vida hasta el momento presente. Tras los maravillosos
descubrimientos descritos, a los diecisiete años perdió la fe en Dios, hasta los treinta su fe en la
literatura garantizó a su existencia el sentimiento de necesidad y la gloria de inmortalidad, con La
Nausée (1938) se convenció de la contingencia y el absurdo de su vida humana, pero le quedaba su
pretendida misión salvadora, que desapareció entre la inmediata posguerra y 1953:
J’ai changé. […] L’illusion rétrospective est en miettes; martyre, salut, immortalité, tout se délabre,
l’édifice tombe en ruine. […] Je vois clair, je suis désabusé; […] depuis à peu près dix ans je suis un
homme qui s’éveille, guéri d’une longue, amère et douce folie et qui n’en revient pas et qui ne peut se
rappeler sans rire ses anciens errements et qui ne sait plus que faire de sa vie (204-5).
Con la llegada al momento presente, 1964, se cierra el bucle, pero no todo queda
necesariamente explicado. Se entiende la inesperada condensación narrativa (compensada por la
belleza descriptiva del periodo elegido), incluso el silencio sobre otros aspectos biográficos (que la
libertad del autobiógrafo justifica más que nuestra curiosidad), pero entonces: ¿por qué escribir tan
bien una obra literaria contra la literatura?
Porque le ha dado la gana, y porque, a ejemplo de Cervantes con los libros de caballería, la
literatura solo se destruye con la literatura (Burnier: 90); Sartre escribe Las palabras contra las palabras
(Lévy: 603): en este caso, mediante el estilo. Biografía sin género, con las únicas condiciones de
identidad entre narrador y héroe, duración y movimiento, la autobiografía no exige un estilo
determinado, unas condiciones relacionales (la distancia de las memorias o a la precisión del diario)
o éticas (con la única salvedad de la veracidad de una vida): el tono, el ritmo, la extensión quedan al
arbitrio del autor. La inexistencia de un estilo propiamente autobiográfico no implica su
intrascendencia, al contrario: tautológico por definición, el estilo es lo más importante de la
autobiografía:
Dans ce récit où le narrateur prend pour thème son propre passé, la marque individuelle du style revêt
une importance particulière, puisque à l’autoréférence explicite de la narration elle-même, le style ajoute
la valeur autoréférentielle implicite d’un mode singulier d’élocution (Starobinski, 1970: 84).
Así concebido, el estilo carece de apoyatura textual, es inútil fundamentarlo en el significante:
el estilo es inconsciencia, subjetividad, pulsión, espontaneidad, necesidad, trabajo; no hay nada más
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secreto ni más íntimo que el estilo: “…le style n’est jamais que métaphore, c’est-à-dire équation entre
l’intention littéraire et la structure charnelle de l’auteur” (Barthes, 1972: 17).
En este sentido, nada más alejado del lenguaje que el estilo. Sartre, además, ha dado muestras,
en dos célebres ensayos (L’Imagination, 1938, L’Imaginaire, 1940), de su incapacidad para captar el
soporte imaginario de la obra de arte (Durand, 1969: 19-20). Por eso Les Mots es su arma ideal para
atacar a la literatura por su línea de flotación, la metáfora: de ahí la representación de los libros como
piedras de un santuario, de su abuelo como un gran sacerdote, de sí mismo como el elegido. Solo al
cabo de los años, Sartre adulto despierta de su sueño literario, recuerda aquel niño viajero sin billete,
que entonces alegaba razones importantes (la salvación del mundo mediante la literatura) y que ahora
reconoce, cabizbajo y desengañado, no tener ninguna excusa, porque la literatura no es menos
fraudulenta que viajar sin billete.
Bibliografía
BARTHES, Roland, Le Degré Zéro de l’écriture et autres essais, Paris, Seuil, 1972.
DURAND, Gilbert, Les Structures anthropologiques de l’imaginaire. Introduction à l’archétypologie générale, Paris, Bordas,
1969.
EAKIN, Paul John, Fictions in Autobiography. Studies in the Art of Self-Invention, Princeton, Princeton University
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LÉVY, Bernard-Henri, Le Siècle de Sartre. Enquête philosophique, Paris, Grasset & Fasquelle, 2000.
UCM.FRA.840.06.SAR-LEV.
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SARTRE, Les Mots, Paris, Gallimard, “Folio”, 1964.
– 1976: “Autoportrait à soixante-dix ans”, interview de Michel Contat, in Situations, X. Politique et autobiographie,
Paris, Gallimard, p. 133-226.
STAROBINSKI, Jean, La Relation critique, Paris, Gallimard, 1970.