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Reseña
EL OLVIDO QUE SEREMOS.
Héctor ABAD FACIOLINCE
Editorial Planeta, Bogotá, 2006; 274 páginas
Por: Fernando Cubides Cipagauta
Sociólogo, Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia
El hombre tiene oficio, "pasta" de escritor, y el libro está escrito de
manera magnífica, con una idea clara de la composición general del
texto, que dosifica la secuencia y varias veces cambia de ritmo; y en fin
de cuenta sopesando y puliendo cada frase. Una escritura transparente,
despojada de artificio. Escribe llano Abad, clarísimo, sin pretensión
innovadora en éste libro, sin misterios; su valor es ante todo
testimonial. Una suerte de exorcismo contra el olvido. Hay alquimia
literaria, búsqueda constante de una expresión acabada, cuidado en la
forma; pero lo decisivo en este caso es el verismo. No cabe duda que es
buen hijo de un papá aún mejor, y que el libro es un homenaje
merecido a un padre que además era una excelente persona y lo
mataron infames personas, y en forma inicua. Pero ninguno de los
anteriores, ni todos sumados, son ingredientes literarios de por sí. El
que todo sea verosímil porque es verdadero, lo convierte en el mejor de
los casos en un documento de época: la nuestra, la Colombia de la era
narco y retratada desde uno de sus epicentros. Nada menos, pero
tampoco nada más. Pero ser documento de época, para un país como el
nuestro, y de una etapa tan intrincada, no es, como veremos, cosa de
poca monta.
Proust y no Joyce, como influencia declarada: era de temer. La cultura
literaria de Abad es profunda y como él mismo sostiene preferir a uno
de ellos equivale a una toma de partido, a una postura estética. Sus
respectivos modos de entender la literatura, lo que llamaríamos sus
credos estéticos, son tan contrapuestos (habiendo sido casi coetáneos)
que es difícil encontrar con posterioridad a ellos, un hombre de letras
que habiéndolos conocido no opte por una de las tendencias que cada
uno representa. Modelos y no cánones estéticos; ninguno de los dos, ni
Joyce ni Proust, postula un canon o se da una preceptiva, aunque ésta
última pudiera estar implícita en sus respectivas obras, son eso sí el
origen de corrientes literarias. Al respecto solo los críticos literarios, o
los profesores de literatura pretenden ecuanimidad o equidistancia.
Como en la Edad media, ser partidario de San Agustín o de Santo
Tomás era un imperativo, y equivalía a toda una declaración de
principios, así con Proust o Joyce desde mediados del siglo XX, casi
cada literato se siente impelido a tomar partido. Y, digo que me lo
temía porque a mi juicio, Joyce le hubiera ido de perlas a Abad, por
aquello de la ironía como antídoto para el sentimentalismo desbordado:
recordemos la joyceana definición de la ironía como “el
sentimentalismo vuelto al revés”. El material íntimo que en más de un
pasaje parece agobiarlo, la sensiblería que resulta ineludible cuando se
quiere trazar el cuadro de la vida familiar de Abad, en una familia a
todas luces feliz (y recordemos con Tolstoi, como lo evoca ahora Carlos
Fuentes, que “todas las familias felices se parecen entre sí”) habrían
recibido un tratamiento más adecuado si la postura inicial no es
manierista, todo ese caudal de emociones primarias, pasadas por el
tamiz de la ironía, se habrían decantado mejor, a mi ver. Aquí en
cambio las instancias del amor filial, sus fluctuaciones, el lirismo con el
que quieren ser revestidas, el olor de las sábanas, de la colonia paterna,
por momentos nos abruman.
Y eso está en relación con otra postura acerca de la prosa poética; en
algún momento, confiesa Abad, lo suyo era ser poeta, no prosista; pero
nos añade que endechas, versos alejandrinos, sigue escribiendo a
escondidas, y que se siguen hallando, algo mimetizados, en su prosa, y
en donde se delatan más son en aquellas páginas en que habla
directamente de su padre; son de un lirismo que llega a ser
empalagoso, de veras se echa de menos el toque de ironía. Intimista
pudo serlo Joyce, al máximo, no tiene parangón en eso de tomar como
ingrediente para su literatura las felicidades y mezquindades de la vida
familiar; todo sin embargo tamizado por la ironía, la actitud irónica
resulta ser en ése caso el catalizador universalista. Y es posible que no
haya habido mejor homenaje literario que convertir al padre en Mr.
Simon Dedalus, y luego lo que de él afirma Joyce, lapidario en su
correspondencia tan pronto se entera de su muerte: “Recibí de él sus
retratos, un chaleco, una buena voz de tenor y una extravagante
inclinación licenciosa de la que sin embargo procede la mayor parte del
talento que pueda yo tener”. (17 de Enero de 1932).
En cambio, como hierro candente que suelta en cuanto lo ha cogido, o
como la más fuerte de las bebidas para librarnos del empalago (¡manes
de Freud¡ )como anticlímax en fin, nos trae Abad la escena –
cinematográfica, en el mejor sentido- del intento suicida y parricida;
fugaz, y, claro, fallido. Pero es en aquellos pasajes en los que parece
dispuesto a cometer el parricidio simbólico, en donde Abad logra sus
acentos más profundos.
Familiarizado desde niño, como nos cuenta, con idiomas extranjeros, y
trabajando en el exilio, sumergido en otro idioma, Abad es un casticista
(sin que se lo haya propuesto, tal vez) maneja una lengua impecable,
que denota el trajín a fondo con la textura del idioma, con un léxico a
cual más rico, tan rico que pareciera empeñado en rescatar palabras de
poco uso hoy, pero que hacía poco hicieron parte del habla común. Al
retratar uno de sus amigos de la adolescencia se refiere a él como de los
pocos compañeros de generación que empleaba al hablar y de un modo
correcto, el modo subjuntivo de los verbos, el efecto es cómico en
verdad, pero lo que resulta pedante en el lenguaje hablado, es del todo
indispensable en la lengua escrita; eludiendo el acartonamiento y la
pedantería, Abad emplea de modo ingenioso y flexible modos y
tiempos verbales, y gracias a eso logra dar al lector una impresión viva
de los años que transcurren en el relato.
Un pasaje notable es algo críptico, y solo para buenos entendedores,
lectores de Thomas Mann y cineastas que hayan sido espectadores de
Visconti, es aquel en el que aparece el gusto del padre por Muerte en
Venecia la obra literaria y la película, junto con la insinuación de que
allí hay algunas claves. Por lo demás retrata muy bien nuestro autor la
presencia determinante de las mujeres en el entorno familiar. En el
caso de su familia, por el hecho demográfico de ser único varón. Pero
también en el contexto de la cultura regional, en el que la matriarca
tiene tal peso. La figura de la matriarca antioqueña, destacada desde las
semblanzas que dejara el oidor Moreno y Escandón, y trazada aquí de
cuerpo entero, su férreo ascendiente en la vida doméstica, la exclusión
del varón en las decisiones que la llegaren a afectar, todo ello por cierto
sin detrimento de la armonía, de la complementariedad tan bien
lograda entre padre y madre.
Y el papel preponderante de la religión (religión no religiosidad)
práctica externa, pues se palpa la disociación entre la creencia
profesada y ostentada, y el comportamiento cotidiano. Al relatarnos sus
impresiones infantiles, su inhibición hacia los objetos de culto con los
que se llega a familiarizar (Pues muchos de esos ropajes e
indumentaria, se tejían y zurcían en casa) lo que significa ser sobrino-
nieto del arzobispo en una ciudad que si fue el epicentro de la
industrialización ha sido hasta hace poco una ciudad levítica,
sacerdotal. Y una ciudad en la que la Iglesia católica ejercía un poder
real. Pueblan sus recuerdos muchas figuras religiosas. Y, de seguro,
ése conocimiento tan directo, ese conocimiento de causa, desde dentro,
es lo que le ha valido que algunos de sus juicios como columnista
produzcan escozor –y de tal manera- en la más alta jerarquía
eclesiástica, en el Vaticano mismo. Algunos de cuyos integrantes de
hoy aparecen aquí retratados al natural, desmitificados; sin saña pero
sin motivos para un atisbo, siquiera, de veneración.
Pasando a otra institución, la Universidad, también respecto de lo que
ha significado y significa, el esbozo se hace con trazos fuertes y
definidos. La extrema ideologización y el clima de intolerancia
resultante, las pequeñeces burocráticas que se van interponiendo como
escollos a quien pretende crear o innovar, la mezquindad como pauta
institucionalizada en suma. La suya es una visión desencantada a la vez
que cosmopolita de la Universidad como institución. Propia de quien
ha tenido que transitar por muchas otras, de quien de seguro conoce
sobre el terreno las viejas universidades de Europa, así como el modelo
funcional norteamericano, y de quien en fin de cuentas al hacer el
consabido balance retrospectivo, encuentra que lo más importante que
ha aprendido, lo aprendió por fuera de ella. Pero vuelve a la
Universidad, pues, reflexionando (¡Ay¡: y cómo nos toca) encuentra que
una de las injusticias que llamaríamos estructural es que en el modo
como está organizada fuerza a salir a quienes haciendo cuentas podrían
estar en su etapa más creativa. Todo un microcosmos la Universidad,
cuyas fuerzas gravitacionales y cuyas tendencias centrífugas ha
conocido Abad desde dentro.
Un rasgo que se presenta como una manía, la obsesión por la asepsia
del epidemiólogo, las diversas campañas que adelantara su padre en
pro del suministro de agua potable, de condiciones mínimas de
higiene, la acción quijotesca que al cabo, en la medida en que va
surtiendo efecto, deja una rentabilidad institucional, una ganancia
neta: la consistente preocupación por la calidad de los servicios
públicos en la Medellín de hoy, y por su adecuada cobertura.
“Para mi la ciudad es un dato”, decía Abad en una entrevista, haciendo
gala de su cosmopolitismo actual, de su desarraigo paulatino de las
costumbres y modos locales. Un dato apenas. Un dato pero un dato
existencial, fundamental, es Medellín; el conjunto de experiencias
vividas en su espacio urbano característico hasta que tuvo que exilarse,
nutren su obra, aunque su estilo se haya despojado de localismos, de
regionalismos, o tal vez nunca los haya tenido. Al lector más
desprevenido ese ritmo de esa ciudad en particular, su ambiente
propio, sus tics colectivos, sus olores, su tono característico, impregnan
la obra de pasta a pasta. Despojado por completo del regionalismo, que
tal vez nunca tuvo, no es desde luego nuestro autor uno de esos
antioqueños que estando en una ciudad europea se preocupa de buscar
el rincón donde se pueda conseguir el aguardiente de la licorera
departamental; y no por eso está liberado de una cierta nostalgia por los
rasgos de la ciudad, por lo que solía ser Medellín como ámbito urbano
antes de que las espirales de violencias y el auge económico debido en
forma determinante al narcotráfico, la transformaran.
En el texto de presentación Abad llama a su padre “hombre íntegro” y
sin duda lo fue. Y aquí no es el amor filial lo determinante, sino lo
exótica que va resultando para nuestro medio ese tipo de integridad.
Consonancia de la personalidad, correspondencia entre lo que se piensa
y lo que se dice; entre lo que se dice y se hace. Y mantenerse
independiente de los poderes constituidos. “Ser consecuente” como se
decía antes, o mantener a toda costa la independencia de juicio, por
encima de las intimidaciones o de las tentaciones de ser funcionario del
régimen, de quien se deja seducir por el anzuelo de los nombramientos
o de las consultorías, y prescinde con desenfado de la distancia crítica.
Por ejemplo, uno creería en principio que es en una institución pública
universitaria, donde existen las mejores condiciones para pensar lo
político, y la guerra (y una guerra con las singularidades y la duración
de la nuestra) ateniéndose al interés público exclusivamente, pero no,
no ha sido así, como estamos viendo. Ante todo por el “virus de la
cooptación”, por la proclividad de muchos de nuestros intelectuales a
hacer el tránsito de analistas independientes a “policy makers” en un
rápido desdoblamiento, y de estos, con solo un paso, a “decision
makers”, a ejecutores de una política, con todo lo que implica.
El padre fue un hombre íntegro pues, que al final de su vida hizo de la
Carta de los Derechos Humanos una suerte de evangelio personal, y,
voz que clamó en el desierto, lo predicó, con el ejemplo y con una
palabra y una pluma vehementes, sin desmayo, casi consciente de que
eso requería un sacrificio personal, una autoinmolación, en la ciudad
que justo el año en que lo mataron, se estaba convirtiendo en la ciudad
más violenta del mundo.
La cualidad que Abad exalta en su padre, es por lo visto, una cualidad
heredada, pues si lo juzgamos como columnista, también se ha sabido
mantener a distancia de los poderes constituidos; si de forzar el abanico
ideológico se tratara, bien podríamos ubicar al Abad FacioLince en la
izquierda, pero incluso estando tan próximo en lo personal a una figura
como Carlos Gaviria (a quien, entre otras, viene dedicado el libro)
también se mantiene a distancia de esa izquierda, y con más veras a
distancia, a una verdadera distancia crítica, de esa institución singular,
de ese otro poder que en Colombia ha llegado a ser la guerrilla, con
quienes tantos artistas e intelectuales se sienten obligados a
contemporizar, y muchas veces solo porque eso en el ámbito
internacional resulta de buen tono.
Ecuanimidad, equidistancia, tratamiento naturalista, que son más
valiosos todavía, y más difíciles como postura para el narrador, pues
desfilan por estos recuerdos, además de jerarcas religiosos, personajes
todopoderosos de hoy, los hombres del poder, el presidente-caballista,
sus influyentes consejeros de siempre y los prohombres de la burguesía
antioqueña, de los gremios, de las finanzas. Sin que de ninguna de sus
apreciaciones salga una fácil consigna. Una variopinta gama de
personajes, que demandan una sutileza extrema en la evocación, en la
anécdota elegida para narrar, en el ángulo propio del narrador. Sutileza
que se consigue en efecto, las pinceladas son las justas, hay economía
en el trazo, toda la gama de grises, y el claroscuro es la tonalidad
predominante en el trasfondo, y el que mejor podría darnos la
perspectiva adecuada para esa mirada que llega hasta lo más reciente.
El hecho de que hubiera esperado diez años, diez largos años, para
escribir su testimonio constituye uno de los aciertos, le posibilita que
de ese caudal de sensaciones y de sentimientos, se haya decantado lo
esencial, convirtiendo así a su libro en eso que llaman los historiadores
“un documento de época”. La receptividad que encontró en los lectores
colombianos, las múltiples ediciones que se han hecho, es otra prueba
de ello. Si uno mira las fotografías que muestran al joven Abad al pie
del cadáver de su padre asesinado, mirando al vacío, lelo, casi autista,
sin poder encajar el tremendo golpe, entiende que necesitó todo ese
tiempo, nada menos que diez años, para asimilar mínimamente, y
sentarse a escribir sobre lo acontecido.
Testigo, testimonio, son palabras que hallamos repetidas al final, como
para corroborar la intención de fijar para la historia, de luchar en lo
posible contra la peste del olvido, de ir a contrapelo de una tendencia a
silenciar o a olvidar, de allí los múltiples guiños a Borges, de todos los
hombres de letras tal vez quien más haya reflexionado y creado sobre el
tiempo y el olvido.
20.XII.2006.

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El olvido que seremos

  • 1. Reseña EL OLVIDO QUE SEREMOS. Héctor ABAD FACIOLINCE Editorial Planeta, Bogotá, 2006; 274 páginas Por: Fernando Cubides Cipagauta Sociólogo, Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia El hombre tiene oficio, "pasta" de escritor, y el libro está escrito de manera magnífica, con una idea clara de la composición general del texto, que dosifica la secuencia y varias veces cambia de ritmo; y en fin de cuenta sopesando y puliendo cada frase. Una escritura transparente, despojada de artificio. Escribe llano Abad, clarísimo, sin pretensión innovadora en éste libro, sin misterios; su valor es ante todo testimonial. Una suerte de exorcismo contra el olvido. Hay alquimia literaria, búsqueda constante de una expresión acabada, cuidado en la forma; pero lo decisivo en este caso es el verismo. No cabe duda que es buen hijo de un papá aún mejor, y que el libro es un homenaje merecido a un padre que además era una excelente persona y lo mataron infames personas, y en forma inicua. Pero ninguno de los anteriores, ni todos sumados, son ingredientes literarios de por sí. El que todo sea verosímil porque es verdadero, lo convierte en el mejor de los casos en un documento de época: la nuestra, la Colombia de la era narco y retratada desde uno de sus epicentros. Nada menos, pero tampoco nada más. Pero ser documento de época, para un país como el nuestro, y de una etapa tan intrincada, no es, como veremos, cosa de poca monta. Proust y no Joyce, como influencia declarada: era de temer. La cultura literaria de Abad es profunda y como él mismo sostiene preferir a uno de ellos equivale a una toma de partido, a una postura estética. Sus respectivos modos de entender la literatura, lo que llamaríamos sus credos estéticos, son tan contrapuestos (habiendo sido casi coetáneos) que es difícil encontrar con posterioridad a ellos, un hombre de letras que habiéndolos conocido no opte por una de las tendencias que cada uno representa. Modelos y no cánones estéticos; ninguno de los dos, ni Joyce ni Proust, postula un canon o se da una preceptiva, aunque ésta última pudiera estar implícita en sus respectivas obras, son eso sí el origen de corrientes literarias. Al respecto solo los críticos literarios, o los profesores de literatura pretenden ecuanimidad o equidistancia. Como en la Edad media, ser partidario de San Agustín o de Santo
  • 2. Tomás era un imperativo, y equivalía a toda una declaración de principios, así con Proust o Joyce desde mediados del siglo XX, casi cada literato se siente impelido a tomar partido. Y, digo que me lo temía porque a mi juicio, Joyce le hubiera ido de perlas a Abad, por aquello de la ironía como antídoto para el sentimentalismo desbordado: recordemos la joyceana definición de la ironía como “el sentimentalismo vuelto al revés”. El material íntimo que en más de un pasaje parece agobiarlo, la sensiblería que resulta ineludible cuando se quiere trazar el cuadro de la vida familiar de Abad, en una familia a todas luces feliz (y recordemos con Tolstoi, como lo evoca ahora Carlos Fuentes, que “todas las familias felices se parecen entre sí”) habrían recibido un tratamiento más adecuado si la postura inicial no es manierista, todo ese caudal de emociones primarias, pasadas por el tamiz de la ironía, se habrían decantado mejor, a mi ver. Aquí en cambio las instancias del amor filial, sus fluctuaciones, el lirismo con el que quieren ser revestidas, el olor de las sábanas, de la colonia paterna, por momentos nos abruman. Y eso está en relación con otra postura acerca de la prosa poética; en algún momento, confiesa Abad, lo suyo era ser poeta, no prosista; pero nos añade que endechas, versos alejandrinos, sigue escribiendo a escondidas, y que se siguen hallando, algo mimetizados, en su prosa, y en donde se delatan más son en aquellas páginas en que habla directamente de su padre; son de un lirismo que llega a ser empalagoso, de veras se echa de menos el toque de ironía. Intimista pudo serlo Joyce, al máximo, no tiene parangón en eso de tomar como ingrediente para su literatura las felicidades y mezquindades de la vida familiar; todo sin embargo tamizado por la ironía, la actitud irónica resulta ser en ése caso el catalizador universalista. Y es posible que no haya habido mejor homenaje literario que convertir al padre en Mr. Simon Dedalus, y luego lo que de él afirma Joyce, lapidario en su correspondencia tan pronto se entera de su muerte: “Recibí de él sus retratos, un chaleco, una buena voz de tenor y una extravagante inclinación licenciosa de la que sin embargo procede la mayor parte del talento que pueda yo tener”. (17 de Enero de 1932). En cambio, como hierro candente que suelta en cuanto lo ha cogido, o como la más fuerte de las bebidas para librarnos del empalago (¡manes de Freud¡ )como anticlímax en fin, nos trae Abad la escena – cinematográfica, en el mejor sentido- del intento suicida y parricida; fugaz, y, claro, fallido. Pero es en aquellos pasajes en los que parece dispuesto a cometer el parricidio simbólico, en donde Abad logra sus acentos más profundos.
  • 3. Familiarizado desde niño, como nos cuenta, con idiomas extranjeros, y trabajando en el exilio, sumergido en otro idioma, Abad es un casticista (sin que se lo haya propuesto, tal vez) maneja una lengua impecable, que denota el trajín a fondo con la textura del idioma, con un léxico a cual más rico, tan rico que pareciera empeñado en rescatar palabras de poco uso hoy, pero que hacía poco hicieron parte del habla común. Al retratar uno de sus amigos de la adolescencia se refiere a él como de los pocos compañeros de generación que empleaba al hablar y de un modo correcto, el modo subjuntivo de los verbos, el efecto es cómico en verdad, pero lo que resulta pedante en el lenguaje hablado, es del todo indispensable en la lengua escrita; eludiendo el acartonamiento y la pedantería, Abad emplea de modo ingenioso y flexible modos y tiempos verbales, y gracias a eso logra dar al lector una impresión viva de los años que transcurren en el relato. Un pasaje notable es algo críptico, y solo para buenos entendedores, lectores de Thomas Mann y cineastas que hayan sido espectadores de Visconti, es aquel en el que aparece el gusto del padre por Muerte en Venecia la obra literaria y la película, junto con la insinuación de que allí hay algunas claves. Por lo demás retrata muy bien nuestro autor la presencia determinante de las mujeres en el entorno familiar. En el caso de su familia, por el hecho demográfico de ser único varón. Pero también en el contexto de la cultura regional, en el que la matriarca tiene tal peso. La figura de la matriarca antioqueña, destacada desde las semblanzas que dejara el oidor Moreno y Escandón, y trazada aquí de cuerpo entero, su férreo ascendiente en la vida doméstica, la exclusión del varón en las decisiones que la llegaren a afectar, todo ello por cierto sin detrimento de la armonía, de la complementariedad tan bien lograda entre padre y madre. Y el papel preponderante de la religión (religión no religiosidad) práctica externa, pues se palpa la disociación entre la creencia profesada y ostentada, y el comportamiento cotidiano. Al relatarnos sus impresiones infantiles, su inhibición hacia los objetos de culto con los que se llega a familiarizar (Pues muchos de esos ropajes e indumentaria, se tejían y zurcían en casa) lo que significa ser sobrino- nieto del arzobispo en una ciudad que si fue el epicentro de la industrialización ha sido hasta hace poco una ciudad levítica, sacerdotal. Y una ciudad en la que la Iglesia católica ejercía un poder real. Pueblan sus recuerdos muchas figuras religiosas. Y, de seguro, ése conocimiento tan directo, ese conocimiento de causa, desde dentro, es lo que le ha valido que algunos de sus juicios como columnista produzcan escozor –y de tal manera- en la más alta jerarquía eclesiástica, en el Vaticano mismo. Algunos de cuyos integrantes de
  • 4. hoy aparecen aquí retratados al natural, desmitificados; sin saña pero sin motivos para un atisbo, siquiera, de veneración. Pasando a otra institución, la Universidad, también respecto de lo que ha significado y significa, el esbozo se hace con trazos fuertes y definidos. La extrema ideologización y el clima de intolerancia resultante, las pequeñeces burocráticas que se van interponiendo como escollos a quien pretende crear o innovar, la mezquindad como pauta institucionalizada en suma. La suya es una visión desencantada a la vez que cosmopolita de la Universidad como institución. Propia de quien ha tenido que transitar por muchas otras, de quien de seguro conoce sobre el terreno las viejas universidades de Europa, así como el modelo funcional norteamericano, y de quien en fin de cuentas al hacer el consabido balance retrospectivo, encuentra que lo más importante que ha aprendido, lo aprendió por fuera de ella. Pero vuelve a la Universidad, pues, reflexionando (¡Ay¡: y cómo nos toca) encuentra que una de las injusticias que llamaríamos estructural es que en el modo como está organizada fuerza a salir a quienes haciendo cuentas podrían estar en su etapa más creativa. Todo un microcosmos la Universidad, cuyas fuerzas gravitacionales y cuyas tendencias centrífugas ha conocido Abad desde dentro. Un rasgo que se presenta como una manía, la obsesión por la asepsia del epidemiólogo, las diversas campañas que adelantara su padre en pro del suministro de agua potable, de condiciones mínimas de higiene, la acción quijotesca que al cabo, en la medida en que va surtiendo efecto, deja una rentabilidad institucional, una ganancia neta: la consistente preocupación por la calidad de los servicios públicos en la Medellín de hoy, y por su adecuada cobertura. “Para mi la ciudad es un dato”, decía Abad en una entrevista, haciendo gala de su cosmopolitismo actual, de su desarraigo paulatino de las costumbres y modos locales. Un dato apenas. Un dato pero un dato existencial, fundamental, es Medellín; el conjunto de experiencias vividas en su espacio urbano característico hasta que tuvo que exilarse, nutren su obra, aunque su estilo se haya despojado de localismos, de regionalismos, o tal vez nunca los haya tenido. Al lector más desprevenido ese ritmo de esa ciudad en particular, su ambiente propio, sus tics colectivos, sus olores, su tono característico, impregnan la obra de pasta a pasta. Despojado por completo del regionalismo, que tal vez nunca tuvo, no es desde luego nuestro autor uno de esos antioqueños que estando en una ciudad europea se preocupa de buscar el rincón donde se pueda conseguir el aguardiente de la licorera departamental; y no por eso está liberado de una cierta nostalgia por los
  • 5. rasgos de la ciudad, por lo que solía ser Medellín como ámbito urbano antes de que las espirales de violencias y el auge económico debido en forma determinante al narcotráfico, la transformaran. En el texto de presentación Abad llama a su padre “hombre íntegro” y sin duda lo fue. Y aquí no es el amor filial lo determinante, sino lo exótica que va resultando para nuestro medio ese tipo de integridad. Consonancia de la personalidad, correspondencia entre lo que se piensa y lo que se dice; entre lo que se dice y se hace. Y mantenerse independiente de los poderes constituidos. “Ser consecuente” como se decía antes, o mantener a toda costa la independencia de juicio, por encima de las intimidaciones o de las tentaciones de ser funcionario del régimen, de quien se deja seducir por el anzuelo de los nombramientos o de las consultorías, y prescinde con desenfado de la distancia crítica. Por ejemplo, uno creería en principio que es en una institución pública universitaria, donde existen las mejores condiciones para pensar lo político, y la guerra (y una guerra con las singularidades y la duración de la nuestra) ateniéndose al interés público exclusivamente, pero no, no ha sido así, como estamos viendo. Ante todo por el “virus de la cooptación”, por la proclividad de muchos de nuestros intelectuales a hacer el tránsito de analistas independientes a “policy makers” en un rápido desdoblamiento, y de estos, con solo un paso, a “decision makers”, a ejecutores de una política, con todo lo que implica. El padre fue un hombre íntegro pues, que al final de su vida hizo de la Carta de los Derechos Humanos una suerte de evangelio personal, y, voz que clamó en el desierto, lo predicó, con el ejemplo y con una palabra y una pluma vehementes, sin desmayo, casi consciente de que eso requería un sacrificio personal, una autoinmolación, en la ciudad que justo el año en que lo mataron, se estaba convirtiendo en la ciudad más violenta del mundo. La cualidad que Abad exalta en su padre, es por lo visto, una cualidad heredada, pues si lo juzgamos como columnista, también se ha sabido mantener a distancia de los poderes constituidos; si de forzar el abanico ideológico se tratara, bien podríamos ubicar al Abad FacioLince en la izquierda, pero incluso estando tan próximo en lo personal a una figura como Carlos Gaviria (a quien, entre otras, viene dedicado el libro) también se mantiene a distancia de esa izquierda, y con más veras a distancia, a una verdadera distancia crítica, de esa institución singular, de ese otro poder que en Colombia ha llegado a ser la guerrilla, con quienes tantos artistas e intelectuales se sienten obligados a contemporizar, y muchas veces solo porque eso en el ámbito internacional resulta de buen tono.
  • 6. Ecuanimidad, equidistancia, tratamiento naturalista, que son más valiosos todavía, y más difíciles como postura para el narrador, pues desfilan por estos recuerdos, además de jerarcas religiosos, personajes todopoderosos de hoy, los hombres del poder, el presidente-caballista, sus influyentes consejeros de siempre y los prohombres de la burguesía antioqueña, de los gremios, de las finanzas. Sin que de ninguna de sus apreciaciones salga una fácil consigna. Una variopinta gama de personajes, que demandan una sutileza extrema en la evocación, en la anécdota elegida para narrar, en el ángulo propio del narrador. Sutileza que se consigue en efecto, las pinceladas son las justas, hay economía en el trazo, toda la gama de grises, y el claroscuro es la tonalidad predominante en el trasfondo, y el que mejor podría darnos la perspectiva adecuada para esa mirada que llega hasta lo más reciente. El hecho de que hubiera esperado diez años, diez largos años, para escribir su testimonio constituye uno de los aciertos, le posibilita que de ese caudal de sensaciones y de sentimientos, se haya decantado lo esencial, convirtiendo así a su libro en eso que llaman los historiadores “un documento de época”. La receptividad que encontró en los lectores colombianos, las múltiples ediciones que se han hecho, es otra prueba de ello. Si uno mira las fotografías que muestran al joven Abad al pie del cadáver de su padre asesinado, mirando al vacío, lelo, casi autista, sin poder encajar el tremendo golpe, entiende que necesitó todo ese tiempo, nada menos que diez años, para asimilar mínimamente, y sentarse a escribir sobre lo acontecido. Testigo, testimonio, son palabras que hallamos repetidas al final, como para corroborar la intención de fijar para la historia, de luchar en lo posible contra la peste del olvido, de ir a contrapelo de una tendencia a silenciar o a olvidar, de allí los múltiples guiños a Borges, de todos los hombres de letras tal vez quien más haya reflexionado y creado sobre el tiempo y el olvido. 20.XII.2006.