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 misiones y predicación
 celebraciones y oración
 diálogo y comunidad
 e s t u d i o s y r e f l e x i ó n
Un morir que es la misión
por Chrys McVey, O.P.
Fr. Chrys McVey 1933-2009, hijo de la Pro-
vincia de San José en Estados Unidos, predicó
en Evangelio en Pakistán durante cuatro déca-
das, fue también Socio para la vida apostólica
del Maestro de la Orden, fr.Timothy Radcliffe.
La conferencia que publicamos fue pronunciada
en el Capítulo General de Cracovia, 2004.
Santa Sabina, el convento internacional de la
Orden en Roma, está en la cima del Aventino,
cerca del cual, en tiempos romanos, había un
templo de Minerva, diosa de la sabiduría, las
artes y las ciencias. “El Aventino era también
un barrio de artistas, como la rive gauche en
París o Soho en Londres, donde vivían muchos
autores de teatro, actores y poetas. Una corpo-
ración de ayuda mutua de artistas que vivían y
trabajaban en el Aventino ofrecía alguna asis-
tencia a quienes ejercían lo que entonces y hoy
son profesiones precarias. Era también una
parte de la ciudad que atraía a inadaptados so-
ciales y víctimas de la exclusión: extranjeros,
viudas y prostitutas”. (1)
No se me ocurre una mejor descripción de un
dominico que esta: alguien que ejerce una profe-
sión precaria, que es un inadaptado social y que se ha
hecho víctima de la exclusión. Pues todo ello forma
parte de Un morir que es la misión.
Una profesión precaria
La palabra latina precarius, raíz de la palabra plega-
ria, se refiere a algo que “se obtiene suplicando o
mendigando”. Nuestra palabra precario, que su-
giere dependencia de la voluntad de otra perso-
na, connota inseguridad y riesgo. Lo que noso-
tros, religiosos, hacemos en nuestra “profesión”
es declarar abiertamente que esta es la clase de
vida que queremos llevar: una vida dependiente,
insegura, en riesgo.
El teólogo dominico Claude Geffré ha defi-
nido el cristianismo como “una religión de la
alteridad” y ve el desafío actual del pluralismo
religioso como una invitación a “retornar al co-
razón de la paradoja cristiana como religión de la
encarnación y de la kénosis de Dios”. (2) Es un
desafío que nos invita a retornar a nosotros
mismos, a nuestra identidad verdadera como
personas para los demás. Es un desafío estimu-
lante, provocativo y exigente. Lo más significati-
vo es que, aun antes de afectar nuestra teología y
nuestro modo de pensar acerca de la misión, este
énfasis en la “alteridad” del cristianismo puede –
y en verdad, debe– influir en el modo como nos
relacionamos con los demás.
Tomar en serio el pluralismo cultural y reli-
gioso es quizá la cuestión más importante al co-
mienzo de este siglo. Me ha fascinado en los
últimos años el pensamiento del filósofo judío
Emmanuel Levinas, que puso de cabeza a la
filosofía al insistir en que es la ética, no la metafí-
sica, la “filosofía primera”, de modo que ser en
relación es mucho más importante que ser sim-
plemente. Levinas gusta citar al novicio Aliosha
Karamazov de la novela de Dostoievsky: “So-
2
2
mos responsables de todos los demás, pero yo
soy más responsable que todos los demás”. (3)
Este es un pensamiento revolucionario como
criterio de vida, porque estamos comprometidos
incondicionalmente con el otro, somos responsa-
bles permanentemente del otro. Y el bien, en
forma de fraternidad y de diálogo, precede a la
verdad. Ser uno mismo es ser para los demás.
Este “ser para los demás” es lo que los dominicos
se supone sabemos poner en práctica. Domingo
tuvo la inspiración de responder a necesidades
reales. Fue un gran “suplicante”, sus lágrimas y
gemidos por lo que sucedería a los pecadores eran
tan intensos que mantenían a los hermanos des-
piertos en la noche. Se decía de él que era un
hombre de gran compasión: ¡Domingo lloró y la
Orden nació! Al recordar nuestros orígenes, el
papa Honorio III declaró que la Orden fue fun-
dada “para ser útiles” a los demás. Hay, pues, para
nosotros un criterio exigente: todo es por el bien
de los demás, todo es por la misión.
Nuestros votos nos liberan precisamente para
esta misión. Somos libres para entrar dentro del
mundo del otro, libres para cruzar fronteras, libres
para ir más allá de nuestra fe heredada y penetrar
en el misterio que constituye el corazón de la fe.
Como dijo un hermano durante una reciente visita,
“este es un tiempo maravilloso para ser dominico”.
Sí el trabajo del teólogo consiste –como afirmó
una vez el teólogo suizo Charles Journet– en su-
primir todo lo que empequeñece el misterio, en-
tonces en este tiempo de respuestas fáciles a las
cuestiones difíciles, nosotros, buscadores de la
verdad y depositarios del misterio, estamos justa-
mente en el lugar donde debemos estar.
Antes de ser ejecutado por los nazis en vísperas
de la liberación, el pastor y teólogo luterano Die-
trich Bonhoeffer escribió acerca de “ser recondu-
cidos a los principios de nuestra comprensión.
Reconciliación y redención, regeneración y Espíritu
Santo, amor a nuestros enemigos, cruz y resurrec-
ción, vida en Cristo y seguimiento cristiano: todo
esto son cosas tan arduas de comprender y tan
remotas que difícilmente nos atrevemos a hablar
de ellas. En los hechos y las palabras tradicionales
sospechamos que podría haber algo muy nuevo y
revolucionario, aunque no podamos todavía cap-
tarlo o expresarlo... Nuestras viejas palabras son
por ello susceptibles de perder fuerza y vigencia, y
nuestro ser cristianos hoy se concentrará en dos
cosas: orar y obrar rectamente... Todo pensamien-
to, discurso y organización cristianos deberán na-
cer de nuevo de esta plegaria y de esta acción”. (4)
Hablar como Bonhoeffer de “algo muy nue-
vo y revolucionario” aunque todavía no sea cap-
tado o expresado claramente, y de un “nacer de
nuevo de esta plegaria y de esta acción”, es usar
un lenguaje que los dominicos conocemos muy
bien. Hablamos de “atención” y “conversión”,
de “oración y acción” como del corazón de lo
que significa ser religiosos. Lo que ha cambiado
es nuestra conciencia de lo provisional que es to-
do. Y la “provisionalidad” es para la mayoría un
principio difícil de asimilar. Es precario abando-
nar verdades que han estado vigentes en el pasa-
do por verdades que están naciendo ahora de la
oración y de la acción recta, pero que aún no han
sido probadas e implican riesgo.
El Capítulo General de Oakland (1989) sacó
varias consecuencias de lo que significa vivir en
esta tensión: “Como santo Domingo, no tene-
mos miedo a escuchar la Palabra de Dios tal
como se nos revela en el mundo de hoy que está
en transición. Estamos llamados a ayudar a cons-
truir con nuestra predicación una cultura de la
verdad y de las relaciones humanas para reem-
plazar la cultura de la mentira... a discernir lo que
está muriendo y lo que está naciendo, lo que es
salvación y lo que no lo es, lo que es verdad y lo
que es ilusión o mentira”. El capítulo “acepta las
consecuencias de vivir en diálogo en un mundo
pluriforme…” y reconoce como necesidad pri-
mordial el estudio de este mundo, “un mundo
que nos convoca…”. (5)
El precio que se paga
Para un estadounidense, estas palabras acerca de la
verdad, la ilusión y la mentira son particularmente
adecuadas hoy en que tres consignas, como en la
gran obra profética de George Orwell,1984, do-
minan a la sociedad: “la guerra es paz, la libertad
es esclavitud y la ignorancia es verdad. (6)
Los dominicos tenemos numerosos ejemplos
del precio que se paga por decir la verdad. El
ejemplo de nuestras tres hermanas estadouniden-
ses, Carol Gilbert, Ardeth Platte y Jackie Hudson,
que estuvieron unos años en prisión por su ataque
simbólico a los silos de misiles nucleares en el país,
3
cuya acción fue descrita por el Maestro de la Or-
den, fr. Timothy Radcliffe, en una carta que les
dirigió como una “predicación potente”. Tenemos
el testimonio de nuestro hermano Pierre Claverie,
asesinado en Argelia por su compromiso con el
diálogo entre cristianos y mu-
sulmanes, cuyo ministerio veía
él que se realizaba en las “líneas
de fractura” de nuestro mun-
do, un mundo dividido entre
Norte y Sur, ricos y pobres,
musulmanes y cristianos. Te-
nemos el ejemplo de hermanos
y hermanas que viven con gran
riesgo en el territorio rebelde
de Colombia, y de hermanas en
los cerros de Timor Oriental,
un lugar adonde nadie quiere ir.
El ejemplo de las Hermanas de
Betania que dieron asilo a una
familia kurda en Waldniel,
Alemania, lo cual les valió el
alejamiento de sus vecinos y
del clero e hizo peligrar la ayu-
da estatal para los hogares in-
fantiles a su cargo. Hace unos
años, nuestros hermanos en Burdeos dieron asilo a
unos extranjeros ilegales en su iglesia, lo cual causó
disturbios en las celebraciones. Esto llevó a uno de
los obispos a quejarse: “¡La gente va a la iglesia a
rezar, no a poner su vida en peligro!”. Un comen-
tario extraño por venir de un obispo que debería
saber que los cristianos vamos a la iglesia precisa-
mente a poner nuestras vidas en peligro; de lo con-
trario, la Eucaristía no tendría ningún sentido.
Esta es nuestra vida también, una vida, como
Yves Congar escribió, que “necesariamente nos
desgarra. Este es su dolor y la fuente de su fecun-
didad. Pues la Palabra de Dios, de cuya vida parti-
cipan los apóstoles, se extiende hasta lo más ale-
jado de Dios y lo abraza... La vida de Dios se
despliega para que todos hallemos un lugar en
ella. Él se ha hecho semejante a nosotros en todo,
menos en el pecado. Toma sobre sí nuestras du-
das y temores, entra en nuestra experiencia del
absurdo, en ese desierto en el que todo pierde
sentido. Así, vivir la vida apostólica en plenitud es
para nosotros descubrir que
también somos seres desga-
rrados, desencajados. Ser
predicador... es asumir en
nuestra vida la distancia entre
la vida de Dios y lo que está
más alejado, por estar aliena-
do y herido... No tendremos
una palabra que ofrezca sen-
tido a la vida de la gente, si no
hemos sido tocados por sus
dudas y vislumbrado el abis-
mo”. En su carta sobre la
comunidad fr. Timothy
Radcliffe cita estas palabras
de Congar, y añade: “La vida
apostólica no nos ofrece un
'estilo de vida' equilibrado y
saludable, con buenas pers-
pectivas laborales. Nos des-
equilibra, nos vuelca a lo que
es completamente otro. Si compartimos la vida de
la Palabra de Dios de esta manera, quedamos
vacíos y abiertos, se crea en nosotros el espacio y
el silencio para que nazca una nueva palabra, co-
mo si fuera por primera vez”. (7)
Más adelante en esa carta, cita al maestro
Eckhart: “Mantente firme, no vaciles en tu vacío”.
Esta es la clase de tensión que la vida apostólica
nos invita a vivir. “Hemos prometido” –escribe
Timothy– “construir nuestras vidas con nuestros
hermanos y hermanas. Por lo tanto, para nosotros,
ser humanos, ser nosotros mismos, es ser uno de
los hermanos predicadores; no tenemos otra his-
toria de vida. Este es nuestro hogar y no podemos
tener otro. Pero el impulso de la vida apostólica
nos mueve a mundos diferentes”. (8)
Inadaptados sociales
Pierre Claverie nos recuerda que está en noso-
tros escoger el mundo en que vivimos. Podría
ser más justo decir que tenemos tantas posibili-
dades de opción como Jesús las tuvo. Jesús es
guiado por el Espíritu a Nazaret, donde fue cria-
do, entra en la sinagoga..., se pone de pie para
leer y le entregan el libro del profeta Isaías. Jesús
extiende el rollo y encuentra el pasaje donde
estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre
mí... para llevar la Buena Noticia a los pobres,
para anunciar la libertad a los cautivos y dar la
vista a los ciegos, para liberar a los oprimidos y
4
proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,16-
30). Jesús comienza su ministerio con una decla-
ración clara en acerca de su misión: “Hoy en su
presencia se ha cumplido este pasaje de la Escri-
tura”. (Este es un pasaje usado a menudo en
profesiones y ordenaciones, pero, por una cruel
ironía, a menudo escogemos las palabras sin los
hechos).
Jesús es guiado por el Espíritu; a lo que ha sido
enviado es definido por otros y su misión se lleva a
cabo en la impotencia.
Guiado por el Espíritu, Jesús hace suya la misión
que comenzó el Espíritu: el Espíritu que se cernía
sobre las aguas del caos, el Espíritu que es el mo-
do que Dios escogió para estar presente en todo
hombre y mujer desde el principio, cuya misión
Jesús ha venido a consumar. El Espíritu que es
sorprendente, impredecible, subversivo. Los po-
bres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos son
quienes definen la misión de Jesús en la agenda
que el Espíritu dispuso para él. Sus necesidades
determinan la respuesta de Jesús y se adueñan de
su vida: “Él y sus discípulos no podían ni comer”,
de modo que “cuando se enteraron sus parientes,
trataron de hacerse cargo de él, pues decían: ‘Está
fuera de sí’” (Mc 3,20-21). Jesús fue un inadapta-
do, actuó de manera anormal y fue causa de des-
concierto y embarazo para su familia, porque su
comprensión de la familia era mucho más amplia
que la de sus parientes: “Quien hace la voluntad
de mi Padre celestial, ese es mi hermano y mi
hermana y mi madre” (Mt 12,50).
Jesús se convierte en Salvador por su compa-
sión, por encarnar las heridas de los demás: “Él
tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras
enfermedades” (Mt 8,17). Esto es tan central en el
ministerio de Jesús que la tarea a nosotros confia-
da tiene la misma característica de paraklesis –
exhortación reconfortante–. He pensado a menudo
que la mejor descripción de la misión no se en-
cuentra en los pasajes sobre el envío al final de los
Evangelios de Mateo y Marcos, donde se dice:
“Vayan por todo el mundo a predicar y bautizar a
todas las naciones...”, sino en un pasaje de 2 Cor
1,5-7: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de
toda consolación, que nos consuela en toda tribu-
lación para poder nosotros consolar a los que
están en toda tribulación, mediante el consuelo
con que somos consolados por Dios. Pues así
como abundan en nosotros los sufrimientos por
Cristo, igualmente abunda por Cristo nuestra
consolación. Si somos atribulados, lo somos para
consuelo y salvación de ustedes”. Debemos, pues,
encarnar las heridas de los demás.
Creo que Charles Péguy relata una historia
acerca de un hombre que fue al cielo y le pre-
guntó el ángel examinador: “¿Dónde están tus
heridas?”. “¿Heridas?” –dijo el hombre– “No
tengo ninguna herida”. Y el ángel respondió
preocupado: “¿No había nada por lo que valiera
la pena luchar?”. Nuestras heridas, lo que sufri-
mos por los otros, nos hacen ser lo que somos.
Nos identifican, de la misma manera que los
apóstoles pudieron identificar a Jesús después de
la Resurrección, cuando les mostró sus heridas
(Jn 20, 20). Pablo describe su misión a los corin-
tios justamente de esa manera: “Cuando llegué a
ustedes, hermanos, para anunciarles el misterio
de Dios, no me presenté con gran elocuencia y
sabiduría; al contario decidí no saber otra cosa
que Jesús, el Mesías, y un Mesías crucificado.
Débil y temblando de miedo me presenté ante
ustedes” (I Cor 2, l-3).
Misión en la impotencia
El camino de Jesús, el camino de Pablo, es llevar
a cabo la misión en la impotencia. San Juan Cri-
sóstomo, en su comentario a 1 Corintios, escri-
be: “Quizá sería posible para alguien amar sin
correr peligros, pero este no es nuestro caso”. El
amor es peligroso y nunca estamos del todo se-
guros de en qué nos estamos metiendo. El santo
y amado obispo dominico Pablo Andreotti de
Pakistán, en un retiro a los frailes antes de su
muerte, dijo: “Creo que lo que Jesús nos ofrece
aquí es una forma de morir”.
Con todo, estamos rodeados por muchos
intentos de negar la realidad de la muerte. Eso es
lo que hace tan inauténticos los anuncios de la
televisión: dientes perfectamente blancos, her-
mosos cabellos, cuerpos estilizados, gente joven
atractiva, en un yate en un mar azul turquesa, en
un mundo perfecto. Pero la realidad es el vínculo
5
entre el amor real y el morir. Herbert McCabe lo
formuló con justeza: “Si no amas, estás muerto.
Si amas, te matan”. Si andamos buscando cual-
quier otra cosa que no sea una manera de morir,
estamos en el camino equivocado. Si no abraza-
mos la impotencia, como Jesús, no estamos si-
guiendo la agenda del Espíritu sino la nuestra.
¿Por qué es esto tan importante? Lo es porque
la experiencia de impotencia lo abarca todo, las
“líneas de fractura” son vastas, los poderosos
muy pocos y los impotentes muchísimos. Lo es
porque en este mundo de los impotentes es don-
de hemos elegido vivir. Lo es porque tenemos
que estar atentos a este mundo, de suerte que
nuestras opciones sean conscientes y deliberadas.
George Steiner se pregunta sobre la “relación
temporal” entre los hechos: “Mientras los judíos
eran asesinados en Treblinka, la inmensa mayoría
de la gente, a 3 km de distancia en las granjas po-
lacas o a 8 mil km en Nueva York, estaba dur-
miendo o comiendo, yendo al cine o haciendo el
amor, o preocupándose de su cita con el dentista.
“Aquí –escribe– es donde mi imaginación tropie-
za. Los dos órdenes de experiencias simultáneas
implican una paradoja tremenda... ¿Hay diferentes
especies de tiempo en un mismo mundo: 'tiempos
buenos' y repliegues de tiempo inhumano en que
la gente cae en las manos implacables de una
condenación en vida”? (9)
Imagino que en medio de la guerra –en los
sangrientos enfrentamientos entre musulmanes y
cristianos en Nigeria e Indonesia, en la “limpieza
étnica” y la hambruna en Sudán, en medio del
caos en Irak– la mayor parte de la gente experi-
menta algo así como “diferentes especies de
tiempo”: la vida al fin y al cabo continúa. Pero,
de hecho, no hay dos especies de tiempo. Es el
mismo mundo. Recuerdo haber leído hace años
las palabras de Albert Camus a los dominicos
franceses después de la Segunda Guerra Mun-
dial. En ese momento para mí tuvieron sentido y
me parecen hoy en día terriblemente aplicables:
“En este mundo hay belleza y también los humi-
llados. Debemos esforzamos, por duro que sea,
en no ser infieles ni a la una ni a los otros”. De-
bemos esforzarnos, por más duro que sea, en
vivir en esta tensión de impotencia.
Johann Baptist Metz, en un hermoso librito
sobre la pobreza, describe la impotencia como el
lenguaje de la solidaridad. Es el modo en que
decimos Sí al pobre, pero también debemos decir
No a la tentación de recobrar poder por medio de
la palabra, el sacramento, el dinero o la posición.
Escribe: “Satanás nos quiere fuertes. Él entiende
el poder. La impotencia es lo que él teme”.
Esta diferencia entre poder e impotencia es lo
que distingue a los discípulos de un rabino de los
discípulos de Jesús. El rabino se sentaba en la sina-
goga, sus discípulos venían a él, tomaban apuntes y
trataban de repetir todo lo que el rabí enseñaba.
Jesús era diferente. Él no se sentaba en una sina-
goga sino que iba por los caminos; sus discípulos
no venían a él, él los buscaba; y no les pedía que
repitieran lo que él decía sino que hicieran lo que él
hacía. Los rabinos daban a sus discípulos cuader-
nos de apuntes; Jesús da a sus discípulos una jofai-
na, una toalla y un mandato: “Si yo, el Señor y el
Maestro, les he lavado los pies, ustedes también
deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado
ejemplo, para que también ustedes hagan como yo
he hecho con ustedes” (Jn 13,14-15).
Esto de lavar los pies alguien que es el señor
de la fiesta y a la vez el sirviente, decía Herbert
McCabe, es “un símbolo de un nuevo tipo de
relación entre hombres y mujeres, una relación
que no es ni de dominación ni de servilismo,
sino de igualdad en el amor, una relación en la
cual somos iguales en el amor unos para otros”.
(10) Este nuevo tipo de relación tiene eco en el
Evangelio de Lucas, donde aquellos que están
preparados y esperando el regreso del maestro
encuentran, para su asombro, que “él mismo se
pondrá el delantal, los hará sentar a la mesa y les
irá sirviendo uno por uno” (Lc 12.37).
En una historia que cuenta una joven madre,
se capta en mi opinión la esencia de este ministe-
rio de impotencia. Ella tenía un hijo discapacita-
do y confesaba haber sido sobreprotectora para
con él. Un día le permitió ir a una tienda solo.
Como tardaba en regresar a casa, la madre co-
menzó a preocuparse y fue a esperarlo a la calle.
A fin lo vio venir rengueando. Corrió a él y le
dijo: ¿Dónde has estado? Él replicó: Regresaba a
casa y me encontré con Carol. Se le había caído
su muñeca y se había roto. Y su madre le dijo
impulsivamente: “¡Y tenías tú que detenerte y
ayudarla a levantar su muñeca! ¡No, mamá –dijo
él– tenía que pararme y ayudarla a llorar!
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Confrontados con el dolor y el sufrimiento de
los otros, no tenemos con frecuencia las palabras
apropiadas. No sabemos qué es lo que correspon-
de hacer. No tenemos herramientas para reparar el
daño, no somos técnicos que puedan arreglar las
cosas. Pero siempre podemos hablar de lo que no
tenemos: podemos hablar a los impotentes desde
nuestra propia impotencia. Si no vacilamos ante
nuestro vacío, siempre podremos ayudar a la gente
a llorar. Como la mujer pecadora, siempre podre-
mos lavar los pies de los otros con nuestras lágri-
mas (Lc 7, 38). Y descubrir, con sorpresa, que
también nosotros estamos siendo servidos.
Numerosas historias del siglo IV atestiguan
que esta imagen es central en la comprensión del
cristianismo primitivo. Cuando los anacoretas
del desierto criticaban las nuevas comunidades
cenobíticas, la respuesta a los ermitaños era ésta:
“Si ustedes viven solos en el desierto, ¿a quiénes
van a lavarles los pies?”.
Víctimas de la exclusión
Esto de ir a los otros que son víctimas de la
exclusión, los pobres, los cautivos, los ciegos,
los oprimidos define la misión. Fue lo que
definió la misión de Jesús y define la misión
que él confía a sus discípulos. Es un
“enviar”, un ponerse en camino sin
dinero, bolsa o sandalias. “No se de-
tengan a visitar a conocidos”, dice Je-
sús a sus discípulos (Lc 10, 4). Hay
varias cosas interesantes acerca de esto:
Jesús los invita a una vida de itineran-
cia, una vida de urgencia (sigan avan-
zando), una vida en dependencia de la
bondad de otros, extranjeros, a quienes
ellos no conocen.
Ser enviados en misión –como todo
dominico– es hacerse vulnerable y de-
pendiente. Esta es la única respuesta apropiada
para un dominico o una dominica en un mundo
que produce los sin techo, los sufrientes y los
extranjeros. Tomar el camino de nuevo –como
capítulo tras capítulo se nos han recordado– es
vivir en las “líneas de fractura” de que hablaba
Pierre Claverie y compartir el destino de aquellos
que han sido convertidos en sin techo. Significa
compartir su destino de ser convertidos en sin
techo por nuestra toma de posición contra la
opinión dominante.
El especialista en escritura Walter Bruegge-
mann habla del “monopolio de la imaginación”,
una expresión que sugiere que “algún grupo o
poder en la sociedad tiene la única voz que de-
termina cómo se experimentan las cosas y a la
vez el derecho y la legitimación para proveer la
lente a través de la cual la vida debe verse y ex-
perimentarse correctamente. No se permite a
nadie tener una imagen fuera de este conjunto
aprobado de imaginaciones o imágenes”. (11)
Enfrentarse a estos monopolios poderosos es
alinearnos con el Evangelio, la visión que Do-
mingo hizo suya. (Un autor creía que Domingo
había enviado a sus hermanos a las ciudades, no
sólo para estudiar, sino porque allí era donde
podían encontrarse con las nuevas víctimas des-
poseídas de una economía mercantil emergente:
los dominicos debían ser “hermanos”, frailes,
para con ellos). Tomar tal posición es hacernos
vulnerables y marginales, pero es ahí donde
nuestra predicación también se hace creíble.
El modo de tratar a los extranjeros, las viudas
y los huérfanos fue siempre, según los libros de
la Ley y los Profetas, el criterio del buen obrar.
Así, se dice en el Levítico: “Cuando un extranje-
ro resida junto a ti, en tu tierra, no lo molestes…
lo mirarás como a uno de tu pueblo y lo amarás
como a ti mismo” (19,33-34). Y el Éxodo da co-
mo razón para no oprimir al extranjero la si-
guiente: “No oprimas al extranjero: ya sabes lo
que es ser extranjero, porque extranjero fuiste en
la tierra de Egipto”. (12). Así como el Éxodo
apela a una experiencia compartida para fundar
una conciencia común, igualmente san Pablo
funda su visión de los extranjeros que se inte-
7
gran a una comunidad en la experiencia que nace
de lo que Dios estaba haciendo en Jesús: “En
Cristo estaba Dios reconciliando el mundo con-
sigo, no tomando en cuenta los pecados de los
hombres, sino poniendo en nosotros la palabra
de la reconciliación” (2 Cor 5,19).
Para ser hospitalario, para recibir a los ex-
tranjeros como huéspedes, se les debe mirar
“como a nosotros” en sus necesidades, expe-
riencias y expectativas. “No era suficiente”,
escribe Christine Pohl, “que los extranjeros
fueran vulnerables; los anfitriones debían iden-
tificarse con sus experiencias de vulnerabilidad
y sufrimiento antes de recibirlos”. (13) La pala-
bra griega usada en el Nuevo Testamento para
designar la hospitalidad o bienvenida, proslam-
banomai –tomar, recibir, poseer– indica que debe-
mos también tomarlos con nosotros” e “intro-
ducirlos cálidamente en nuestra compañía”. (14)
Lo que implica este “tomar consigo” puede
verse en la palabra que Pablo usa en Romanos
12,13, donde hospitalidad se dice, philoxenia –amor
al extranjero–. Este es el nombre original del
famoso icono de los tres ángeles de Rubliov,
que nosotros conocemos como “La Trinidad”.
Las tres figuras están sentadas alrededor de una
mesa donde hay un lugar vacío para el huésped
o el extranjero. Es bueno relacionar las dos
palabras, “hospitalidad” y “Trinidad”, porque
es en la Trinidad en la que encontraremos el
modelo y el motivo para amar al extranjero.
“El cristianismo –enseña san Gregorio de Ni-
sa– es la imitación de la naturaleza de Dios”, y
esta idea es común a la de Tomás de Aquino, que
enseña que “hemos sido creados, no a la imagen
de la Segunda Persona de la Trinidad, como mu-
chos piensan, sino a la imagen de toda la Trini-
dad. (15) La Trinidad es un misterio de interrela-
ción. No hemos sido creados para estar aislados
sino para la interdependencia y la interrelación:
¡esto nos constituye, es parte de nuestro código
genético! Y la cima de esta relación se da cuando
nos esforzamos por llegar al otro y entrar en con-
tacto unos con otros, en una sanación mutua.
“Jesús sintió compasión por el leproso, exten-
dió su mano, lo tocó y le dijo: 'Quiero; queda lim-
pio'. Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt
8,3). La compasión, un sentimiento para con el
otro, el extender la mano, alcanzarlo, tocarlo y
sanarlo: estos parecen ser componentes necesarios
del paradigma de relación del Evangelio. En los
Evangelios, Jesús extiende siempre su mano hacia
quienes viven marginalmente, hacia los paganos y
los ritualmente impuros, los toca, al hacerlo él
mismo queda impuro. Al escribir sobre esta aper-
tura hacia alguien que es distinto de uno y sobre lo
que otras tradiciones religiosas nos enseñan, el
teólogo Erik Borgman ve que esta apertura es una
invitación a “la aventura de la no-identidad”. Invita
a hombres y mujeres a volverse, como Jesús,
“icono del Dios invisible” (Col 1,15), al aceptar su
predicación y proclamación, no como la última y
completa verdad, sino por reflejarlo en nuestra
propia historia y hacer que esta converja con la de
quienes hacen lo mismo en otras partes. “Así –
escribe– en Jesús el Cristo comienza a existir una
nueva comunidad que extrae una y otra vez viejos
y nuevos tesoros de la plenitud que Dios revela en
ellos y mediante ellos. Antes de que pueda ser una
teología de la presencia de Dios, la teología cristia-
na es una teología de la carencia de Dios. En el
dolor de esta carencia es precisamente donde se
revela la presencia y cercanía de Dios”. (16) Me
encantó descubrir algo que escribió la poeta Emily
Dickinson: “Creemos y descreemos cien veces por
hora: eso es lo que mantiene vivaz el creer”.
Este pasaje de Borgman expresa bien el desa-
fío del pluralismo religioso, tal como lo ven Bon-
hoeffer y Geffré, por el que somos “reconducidos
al principio de nuestra comprensión”, y a algunas
de las implicaciones de nuestra descripción de
cristianismo como “religión de la alteridad” y
como el “corazón de la paradoja cristiana” que es
la “Encarnación” y la “kenosis de Dios”.
Fuera del campamento
Abrazar al otro, especialmente a las víctimas de la
exclusión, “hacer amistad con todo el mundo”,
no es tarea fácil. ¿Dónde está este mundo del que
tenemos que hacernos amigos? Es significativo
para los dominicos, a quienes se nos confía una
misión universal de predicación, recordar que
Jesús comenzó su ministerio en la “Galilea de las
naciones”, Galilea de los extranjeros, mitad gentil
en su población, mitad pagana en el culto, pobla-
da por gente considerada sospechosa por la insti-
tución en Jerusalén: “¿De Nazaret puede salir algo
bueno?” (Jn 1,46). Sin embargo, después de la
8
Resurrección, Jesús dice a sus discípulos: “Iré
delante de ustedes a Galilea” (Mt 26,32). Aún más
sugestivo es el mensaje de Jesús a las mujeres:
“Vayan, digan a mis hermanos que se dirijan a
Galilea. ¡Allí me verán!” (Mt 28,10).
¿Dónde experimentamos la presencia y la cer-
canía de Dios? En el Éxodo está escrito que “todo
el que quería consultar a Yahvé salía hacia la Tien-
da del Encuentro fuera del campamento” (33,7).
“Fuera del campamento”, entre todos aquellos
“otros” relegados a un lugar fuera del campamen-
to, allí es donde encontramos a un Dios que no
puede ser controlado. Fuera del campamento en-
contramos al que es el Otro completamente dife-
rente, y descubrimos así a todos los otros.
Fuera del campamento, en todas las Galileas
que nos rodean, es donde descubrimos lo que es
la misión. Estar en misión es vivir fuera del
campamento y descubrir con otros quién es
realmente Dios. Pero este conocimiento tiene su
precio. La imagen de “ir fuera de la tienda” para
encontrarse con Dios aparece otra vez al final de
la Biblia. En la Carta a los Hebreos se lee: “Jesús,
para santificar al pueblo con su sangre, padeció
fuera de la puerta. Salgamos, pues, donde él fue-
ra del campamento, cargando con su oprobio”
(13,12-13). La misión tiene que ver con el morir,
con un morir para santificar a los otros.
¿Dónde estamos nosotros, como Orden? ¿En
Jerusalén o en Roma? ¿O “fuera del campamen-
to”? Para decirlo más claramente: ¿dónde que-
remos estar? Alguien observó que hacemos
nuestros votos al Maestro de la Orden para la
misión universal de la Orden, ¡pero pasa-
mos el resto de nuestra vida cumpliendo
nuestra misión en el territorio de la pro-
vincia! Hay algo de verdad en esto, como
se ve por la dificultad que a veces debe
enfrentar el Maestro de la Orden al pedir a
los provinciales hermanos para las tareas
que los capítulos generales le han confia-
do. Esto es aún más cierto si no hemos
identificado aún las “Galileas” dentro de
los propios confines de una provincia.
Así como tener una misión extraterri-
torial es esencial para la vitalidad de una
provincia, también lo es identificar el “territorio
de misión” dentro de la misma provincia y libe-
rar hermanos para este trabajo. El Maestro Vi-
cente de Couesnongle describía el deseo de
Domingo de “ir a los cumanos” como un ex-
tender la mano hacia aquellos que habrán de
hacer o deshacer el mundo de mañana. Lo cual
significa para nosotros llevar adelante la obra de
santo Domingo, “o en otras palabras, permitirle
estar todavía presente en el mundo, tal como
existe. Pero ¿cómo podemos actuar en confor-
midad con este ideal si en el centro de nuestro
corazón nuestros cumanos no están vivos, si
han muerto dentro de nosotros, antes de na-
cer?”. Luego él escribe: “¡Iré a los cumanos! Si
ese grito del hermano Domingo estuviera vivo
en nosotros, si nos atormentara todo el tiempo,
nuestras comunidades, y nuestra vida con Dios
para los demás, ¿no serían totalmente diferentes
de lo que son ahora?”. (17)
Quiero terminar con algo que leí como novicio
hace mucho y que acabo de redescubrir. Un do-
minico francés, Humbert Clérissac, en exilio en
Inglaterra en la primera parte del siglo XX, lo es-
cribió poco antes de morir. Él deploraba la temi-
ble posibilidad de “morir sin haber hecho nada
por la Orden. Sin haber llevado a otros a com-
prender y amar su espíritu luminoso, la eterna
juventud de su tradición doctrinal, su exquisita
amplitud de mente, su idealismo sublime… ¡quién
no moriría con gusto para que esto fuera conocido
y amado!” (18) ¿Estarías tú dispuesto a morir para
que esto fuera conocido y amado? [tr. F. Q]
Notas
1. Anthony Everitt, Cicero, The Life and Times of Rome’s
Greatest Politician, NY: Random House, 2003, 48.
2. “The Theological Foundations of Interreligious Dia-
logue”, en Focus, Vol 22, No 1, 2002, 15-16.
9
3. The Levinas Reader (Introduction), ed. Sean Hand, Ox-
ford UK & Cambridge USA: Blackwell, 1996, passim.
4. Letters and Papers from Prison, ed. Eberhard Bethge, NY:
Touchstone, 1997, 299-300.
5. Acta, 43, II.
6. The Colder War, Zmag.org, March 22, 2002.
7. Timothy Radcliffe, “Promesa de vida”, en Alabar, Bende-
cir, Predicar (Cartas de los Maestros de la Orden). Salaman-
ca: Editorial San Esteban, 2004, 416.
8. Ibid., 421
9. Cf. George Steiner, Language and Silence, NY: Atheneum,
1967.
10. Washing and Eucharist, en God, Christ and Us, ed. Brian
Davies, NY: Continuum, 2004.
11. Welcoming the Stranger, Interpretation and Obedience, Minne-
apolis MN: Fortress Press, 1991, 290-310, passim.
12. Para un desarrollo más amplio, cf. Chrys McVey,
“Encountering the Other. First Commitrnent of Reli-
gious Life Today”, en The Priority of Interreligious Dialogue:
A New Cmmittment for the Consecrated Life, November 26-
29, 2003, Unione Superiori Generali, Roma: Vatican
Press, 2004, 25-35.
13. Making Room, Recovering Hospitality as a Christian Tradi-
tion, Grand Rapids MI & Cambridge UK: Williain B.
Eerdmans Publishing Company, 1999, 97.
14. Cf. Ceslas Spicq, Theological Lexicon of the New Testament,
trans. and ed. by Jaines D. Ernest, Vol. 3, Peabody MA:
Hendrikson Publishers, 1996, 195-200.
15. Summa theologiae I, q. 93, a. 5.
16. “The Self-Emptying Nearness of the Liberating God:
Contours of a Christian Theology of Other Forms of
Faith”, Concilium 2003/4, 129.
17. “¿Quiénes son mis cumanos?”, en El coraje del futuro.
Bogotá, 1979.
18. The Spirit of Saint Dominic, ed. by Bernard Delany OP,
London: Burbns Oates & Washbourne Ltd, 1939, xii.
ARTÍCULOS
Un morir que es la misión
- Chrys McVey, O.P.
Fray Domingo: Imágenes de la compasión
- Francisco Quijano, O.P.
Pintura y predicación en la Orden Dominicana
- Félix Hernández, O.P.
Los estudios en la Orden de Predicadores
- Carlos Josaphat, O.P.
Dominicos: Comunidades en evolución
- Julián Riquelme, O.P.
Una espiritualidad que se gesta al compás de la misión
- Francisco Quijano, O.P.
EXPERIENCIAS
La semilla del Verbo en los pueblos originarios
- Gonzalo Ituarte, O.P.
Mi experiencia como fraile predicador en Cuba
- Antonio Bendito, O.P.
La vida y misión de una contemplativa dominica
- Sandra Muñoz, O.P.
Religiosas de vida activa en la Orden Dominicana
- Mercedes Martín, O.P.
TESTIMONIO REVISTA DE LA CONFERENCIA DE RELIGIOSAS Y RELIGIOSOS DE CHILE
PUBLICARÁ EL NÚMERO 274 DE MARZO ABRIL 2016 CON MOTIVO DEL AÑO JUBILAR 800
La revista puede conseguirse en CONFERRE – Erasmo Escala 2180, Santiago
Teléfonos: 226 72 83 37 - 226 72 31 79 – Contacto: comunicaciones@conferre.cl

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  • 1. 1  misiones y predicación  celebraciones y oración  diálogo y comunidad  e s t u d i o s y r e f l e x i ó n Un morir que es la misión por Chrys McVey, O.P. Fr. Chrys McVey 1933-2009, hijo de la Pro- vincia de San José en Estados Unidos, predicó en Evangelio en Pakistán durante cuatro déca- das, fue también Socio para la vida apostólica del Maestro de la Orden, fr.Timothy Radcliffe. La conferencia que publicamos fue pronunciada en el Capítulo General de Cracovia, 2004. Santa Sabina, el convento internacional de la Orden en Roma, está en la cima del Aventino, cerca del cual, en tiempos romanos, había un templo de Minerva, diosa de la sabiduría, las artes y las ciencias. “El Aventino era también un barrio de artistas, como la rive gauche en París o Soho en Londres, donde vivían muchos autores de teatro, actores y poetas. Una corpo- ración de ayuda mutua de artistas que vivían y trabajaban en el Aventino ofrecía alguna asis- tencia a quienes ejercían lo que entonces y hoy son profesiones precarias. Era también una parte de la ciudad que atraía a inadaptados so- ciales y víctimas de la exclusión: extranjeros, viudas y prostitutas”. (1) No se me ocurre una mejor descripción de un dominico que esta: alguien que ejerce una profe- sión precaria, que es un inadaptado social y que se ha hecho víctima de la exclusión. Pues todo ello forma parte de Un morir que es la misión. Una profesión precaria La palabra latina precarius, raíz de la palabra plega- ria, se refiere a algo que “se obtiene suplicando o mendigando”. Nuestra palabra precario, que su- giere dependencia de la voluntad de otra perso- na, connota inseguridad y riesgo. Lo que noso- tros, religiosos, hacemos en nuestra “profesión” es declarar abiertamente que esta es la clase de vida que queremos llevar: una vida dependiente, insegura, en riesgo. El teólogo dominico Claude Geffré ha defi- nido el cristianismo como “una religión de la alteridad” y ve el desafío actual del pluralismo religioso como una invitación a “retornar al co- razón de la paradoja cristiana como religión de la encarnación y de la kénosis de Dios”. (2) Es un desafío que nos invita a retornar a nosotros mismos, a nuestra identidad verdadera como personas para los demás. Es un desafío estimu- lante, provocativo y exigente. Lo más significati- vo es que, aun antes de afectar nuestra teología y nuestro modo de pensar acerca de la misión, este énfasis en la “alteridad” del cristianismo puede – y en verdad, debe– influir en el modo como nos relacionamos con los demás. Tomar en serio el pluralismo cultural y reli- gioso es quizá la cuestión más importante al co- mienzo de este siglo. Me ha fascinado en los últimos años el pensamiento del filósofo judío Emmanuel Levinas, que puso de cabeza a la filosofía al insistir en que es la ética, no la metafí- sica, la “filosofía primera”, de modo que ser en relación es mucho más importante que ser sim- plemente. Levinas gusta citar al novicio Aliosha Karamazov de la novela de Dostoievsky: “So- 2
  • 2. 2 mos responsables de todos los demás, pero yo soy más responsable que todos los demás”. (3) Este es un pensamiento revolucionario como criterio de vida, porque estamos comprometidos incondicionalmente con el otro, somos responsa- bles permanentemente del otro. Y el bien, en forma de fraternidad y de diálogo, precede a la verdad. Ser uno mismo es ser para los demás. Este “ser para los demás” es lo que los dominicos se supone sabemos poner en práctica. Domingo tuvo la inspiración de responder a necesidades reales. Fue un gran “suplicante”, sus lágrimas y gemidos por lo que sucedería a los pecadores eran tan intensos que mantenían a los hermanos des- piertos en la noche. Se decía de él que era un hombre de gran compasión: ¡Domingo lloró y la Orden nació! Al recordar nuestros orígenes, el papa Honorio III declaró que la Orden fue fun- dada “para ser útiles” a los demás. Hay, pues, para nosotros un criterio exigente: todo es por el bien de los demás, todo es por la misión. Nuestros votos nos liberan precisamente para esta misión. Somos libres para entrar dentro del mundo del otro, libres para cruzar fronteras, libres para ir más allá de nuestra fe heredada y penetrar en el misterio que constituye el corazón de la fe. Como dijo un hermano durante una reciente visita, “este es un tiempo maravilloso para ser dominico”. Sí el trabajo del teólogo consiste –como afirmó una vez el teólogo suizo Charles Journet– en su- primir todo lo que empequeñece el misterio, en- tonces en este tiempo de respuestas fáciles a las cuestiones difíciles, nosotros, buscadores de la verdad y depositarios del misterio, estamos justa- mente en el lugar donde debemos estar. Antes de ser ejecutado por los nazis en vísperas de la liberación, el pastor y teólogo luterano Die- trich Bonhoeffer escribió acerca de “ser recondu- cidos a los principios de nuestra comprensión. Reconciliación y redención, regeneración y Espíritu Santo, amor a nuestros enemigos, cruz y resurrec- ción, vida en Cristo y seguimiento cristiano: todo esto son cosas tan arduas de comprender y tan remotas que difícilmente nos atrevemos a hablar de ellas. En los hechos y las palabras tradicionales sospechamos que podría haber algo muy nuevo y revolucionario, aunque no podamos todavía cap- tarlo o expresarlo... Nuestras viejas palabras son por ello susceptibles de perder fuerza y vigencia, y nuestro ser cristianos hoy se concentrará en dos cosas: orar y obrar rectamente... Todo pensamien- to, discurso y organización cristianos deberán na- cer de nuevo de esta plegaria y de esta acción”. (4) Hablar como Bonhoeffer de “algo muy nue- vo y revolucionario” aunque todavía no sea cap- tado o expresado claramente, y de un “nacer de nuevo de esta plegaria y de esta acción”, es usar un lenguaje que los dominicos conocemos muy bien. Hablamos de “atención” y “conversión”, de “oración y acción” como del corazón de lo que significa ser religiosos. Lo que ha cambiado es nuestra conciencia de lo provisional que es to- do. Y la “provisionalidad” es para la mayoría un principio difícil de asimilar. Es precario abando- nar verdades que han estado vigentes en el pasa- do por verdades que están naciendo ahora de la oración y de la acción recta, pero que aún no han sido probadas e implican riesgo. El Capítulo General de Oakland (1989) sacó varias consecuencias de lo que significa vivir en esta tensión: “Como santo Domingo, no tene- mos miedo a escuchar la Palabra de Dios tal como se nos revela en el mundo de hoy que está en transición. Estamos llamados a ayudar a cons- truir con nuestra predicación una cultura de la verdad y de las relaciones humanas para reem- plazar la cultura de la mentira... a discernir lo que está muriendo y lo que está naciendo, lo que es salvación y lo que no lo es, lo que es verdad y lo que es ilusión o mentira”. El capítulo “acepta las consecuencias de vivir en diálogo en un mundo pluriforme…” y reconoce como necesidad pri- mordial el estudio de este mundo, “un mundo que nos convoca…”. (5) El precio que se paga Para un estadounidense, estas palabras acerca de la verdad, la ilusión y la mentira son particularmente adecuadas hoy en que tres consignas, como en la gran obra profética de George Orwell,1984, do- minan a la sociedad: “la guerra es paz, la libertad es esclavitud y la ignorancia es verdad. (6) Los dominicos tenemos numerosos ejemplos del precio que se paga por decir la verdad. El ejemplo de nuestras tres hermanas estadouniden- ses, Carol Gilbert, Ardeth Platte y Jackie Hudson, que estuvieron unos años en prisión por su ataque simbólico a los silos de misiles nucleares en el país,
  • 3. 3 cuya acción fue descrita por el Maestro de la Or- den, fr. Timothy Radcliffe, en una carta que les dirigió como una “predicación potente”. Tenemos el testimonio de nuestro hermano Pierre Claverie, asesinado en Argelia por su compromiso con el diálogo entre cristianos y mu- sulmanes, cuyo ministerio veía él que se realizaba en las “líneas de fractura” de nuestro mun- do, un mundo dividido entre Norte y Sur, ricos y pobres, musulmanes y cristianos. Te- nemos el ejemplo de hermanos y hermanas que viven con gran riesgo en el territorio rebelde de Colombia, y de hermanas en los cerros de Timor Oriental, un lugar adonde nadie quiere ir. El ejemplo de las Hermanas de Betania que dieron asilo a una familia kurda en Waldniel, Alemania, lo cual les valió el alejamiento de sus vecinos y del clero e hizo peligrar la ayu- da estatal para los hogares in- fantiles a su cargo. Hace unos años, nuestros hermanos en Burdeos dieron asilo a unos extranjeros ilegales en su iglesia, lo cual causó disturbios en las celebraciones. Esto llevó a uno de los obispos a quejarse: “¡La gente va a la iglesia a rezar, no a poner su vida en peligro!”. Un comen- tario extraño por venir de un obispo que debería saber que los cristianos vamos a la iglesia precisa- mente a poner nuestras vidas en peligro; de lo con- trario, la Eucaristía no tendría ningún sentido. Esta es nuestra vida también, una vida, como Yves Congar escribió, que “necesariamente nos desgarra. Este es su dolor y la fuente de su fecun- didad. Pues la Palabra de Dios, de cuya vida parti- cipan los apóstoles, se extiende hasta lo más ale- jado de Dios y lo abraza... La vida de Dios se despliega para que todos hallemos un lugar en ella. Él se ha hecho semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Toma sobre sí nuestras du- das y temores, entra en nuestra experiencia del absurdo, en ese desierto en el que todo pierde sentido. Así, vivir la vida apostólica en plenitud es para nosotros descubrir que también somos seres desga- rrados, desencajados. Ser predicador... es asumir en nuestra vida la distancia entre la vida de Dios y lo que está más alejado, por estar aliena- do y herido... No tendremos una palabra que ofrezca sen- tido a la vida de la gente, si no hemos sido tocados por sus dudas y vislumbrado el abis- mo”. En su carta sobre la comunidad fr. Timothy Radcliffe cita estas palabras de Congar, y añade: “La vida apostólica no nos ofrece un 'estilo de vida' equilibrado y saludable, con buenas pers- pectivas laborales. Nos des- equilibra, nos vuelca a lo que es completamente otro. Si compartimos la vida de la Palabra de Dios de esta manera, quedamos vacíos y abiertos, se crea en nosotros el espacio y el silencio para que nazca una nueva palabra, co- mo si fuera por primera vez”. (7) Más adelante en esa carta, cita al maestro Eckhart: “Mantente firme, no vaciles en tu vacío”. Esta es la clase de tensión que la vida apostólica nos invita a vivir. “Hemos prometido” –escribe Timothy– “construir nuestras vidas con nuestros hermanos y hermanas. Por lo tanto, para nosotros, ser humanos, ser nosotros mismos, es ser uno de los hermanos predicadores; no tenemos otra his- toria de vida. Este es nuestro hogar y no podemos tener otro. Pero el impulso de la vida apostólica nos mueve a mundos diferentes”. (8) Inadaptados sociales Pierre Claverie nos recuerda que está en noso- tros escoger el mundo en que vivimos. Podría ser más justo decir que tenemos tantas posibili- dades de opción como Jesús las tuvo. Jesús es guiado por el Espíritu a Nazaret, donde fue cria- do, entra en la sinagoga..., se pone de pie para leer y le entregan el libro del profeta Isaías. Jesús extiende el rollo y encuentra el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí... para llevar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y dar la vista a los ciegos, para liberar a los oprimidos y
  • 4. 4 proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,16- 30). Jesús comienza su ministerio con una decla- ración clara en acerca de su misión: “Hoy en su presencia se ha cumplido este pasaje de la Escri- tura”. (Este es un pasaje usado a menudo en profesiones y ordenaciones, pero, por una cruel ironía, a menudo escogemos las palabras sin los hechos). Jesús es guiado por el Espíritu; a lo que ha sido enviado es definido por otros y su misión se lleva a cabo en la impotencia. Guiado por el Espíritu, Jesús hace suya la misión que comenzó el Espíritu: el Espíritu que se cernía sobre las aguas del caos, el Espíritu que es el mo- do que Dios escogió para estar presente en todo hombre y mujer desde el principio, cuya misión Jesús ha venido a consumar. El Espíritu que es sorprendente, impredecible, subversivo. Los po- bres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos son quienes definen la misión de Jesús en la agenda que el Espíritu dispuso para él. Sus necesidades determinan la respuesta de Jesús y se adueñan de su vida: “Él y sus discípulos no podían ni comer”, de modo que “cuando se enteraron sus parientes, trataron de hacerse cargo de él, pues decían: ‘Está fuera de sí’” (Mc 3,20-21). Jesús fue un inadapta- do, actuó de manera anormal y fue causa de des- concierto y embarazo para su familia, porque su comprensión de la familia era mucho más amplia que la de sus parientes: “Quien hace la voluntad de mi Padre celestial, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50). Jesús se convierte en Salvador por su compa- sión, por encarnar las heridas de los demás: “Él tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17). Esto es tan central en el ministerio de Jesús que la tarea a nosotros confia- da tiene la misma característica de paraklesis – exhortación reconfortante–. He pensado a menudo que la mejor descripción de la misión no se en- cuentra en los pasajes sobre el envío al final de los Evangelios de Mateo y Marcos, donde se dice: “Vayan por todo el mundo a predicar y bautizar a todas las naciones...”, sino en un pasaje de 2 Cor 1,5-7: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribu- lación para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que somos consolados por Dios. Pues así como abundan en nosotros los sufrimientos por Cristo, igualmente abunda por Cristo nuestra consolación. Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación de ustedes”. Debemos, pues, encarnar las heridas de los demás. Creo que Charles Péguy relata una historia acerca de un hombre que fue al cielo y le pre- guntó el ángel examinador: “¿Dónde están tus heridas?”. “¿Heridas?” –dijo el hombre– “No tengo ninguna herida”. Y el ángel respondió preocupado: “¿No había nada por lo que valiera la pena luchar?”. Nuestras heridas, lo que sufri- mos por los otros, nos hacen ser lo que somos. Nos identifican, de la misma manera que los apóstoles pudieron identificar a Jesús después de la Resurrección, cuando les mostró sus heridas (Jn 20, 20). Pablo describe su misión a los corin- tios justamente de esa manera: “Cuando llegué a ustedes, hermanos, para anunciarles el misterio de Dios, no me presenté con gran elocuencia y sabiduría; al contario decidí no saber otra cosa que Jesús, el Mesías, y un Mesías crucificado. Débil y temblando de miedo me presenté ante ustedes” (I Cor 2, l-3). Misión en la impotencia El camino de Jesús, el camino de Pablo, es llevar a cabo la misión en la impotencia. San Juan Cri- sóstomo, en su comentario a 1 Corintios, escri- be: “Quizá sería posible para alguien amar sin correr peligros, pero este no es nuestro caso”. El amor es peligroso y nunca estamos del todo se- guros de en qué nos estamos metiendo. El santo y amado obispo dominico Pablo Andreotti de Pakistán, en un retiro a los frailes antes de su muerte, dijo: “Creo que lo que Jesús nos ofrece aquí es una forma de morir”. Con todo, estamos rodeados por muchos intentos de negar la realidad de la muerte. Eso es lo que hace tan inauténticos los anuncios de la televisión: dientes perfectamente blancos, her- mosos cabellos, cuerpos estilizados, gente joven atractiva, en un yate en un mar azul turquesa, en un mundo perfecto. Pero la realidad es el vínculo
  • 5. 5 entre el amor real y el morir. Herbert McCabe lo formuló con justeza: “Si no amas, estás muerto. Si amas, te matan”. Si andamos buscando cual- quier otra cosa que no sea una manera de morir, estamos en el camino equivocado. Si no abraza- mos la impotencia, como Jesús, no estamos si- guiendo la agenda del Espíritu sino la nuestra. ¿Por qué es esto tan importante? Lo es porque la experiencia de impotencia lo abarca todo, las “líneas de fractura” son vastas, los poderosos muy pocos y los impotentes muchísimos. Lo es porque en este mundo de los impotentes es don- de hemos elegido vivir. Lo es porque tenemos que estar atentos a este mundo, de suerte que nuestras opciones sean conscientes y deliberadas. George Steiner se pregunta sobre la “relación temporal” entre los hechos: “Mientras los judíos eran asesinados en Treblinka, la inmensa mayoría de la gente, a 3 km de distancia en las granjas po- lacas o a 8 mil km en Nueva York, estaba dur- miendo o comiendo, yendo al cine o haciendo el amor, o preocupándose de su cita con el dentista. “Aquí –escribe– es donde mi imaginación tropie- za. Los dos órdenes de experiencias simultáneas implican una paradoja tremenda... ¿Hay diferentes especies de tiempo en un mismo mundo: 'tiempos buenos' y repliegues de tiempo inhumano en que la gente cae en las manos implacables de una condenación en vida”? (9) Imagino que en medio de la guerra –en los sangrientos enfrentamientos entre musulmanes y cristianos en Nigeria e Indonesia, en la “limpieza étnica” y la hambruna en Sudán, en medio del caos en Irak– la mayor parte de la gente experi- menta algo así como “diferentes especies de tiempo”: la vida al fin y al cabo continúa. Pero, de hecho, no hay dos especies de tiempo. Es el mismo mundo. Recuerdo haber leído hace años las palabras de Albert Camus a los dominicos franceses después de la Segunda Guerra Mun- dial. En ese momento para mí tuvieron sentido y me parecen hoy en día terriblemente aplicables: “En este mundo hay belleza y también los humi- llados. Debemos esforzamos, por duro que sea, en no ser infieles ni a la una ni a los otros”. De- bemos esforzarnos, por más duro que sea, en vivir en esta tensión de impotencia. Johann Baptist Metz, en un hermoso librito sobre la pobreza, describe la impotencia como el lenguaje de la solidaridad. Es el modo en que decimos Sí al pobre, pero también debemos decir No a la tentación de recobrar poder por medio de la palabra, el sacramento, el dinero o la posición. Escribe: “Satanás nos quiere fuertes. Él entiende el poder. La impotencia es lo que él teme”. Esta diferencia entre poder e impotencia es lo que distingue a los discípulos de un rabino de los discípulos de Jesús. El rabino se sentaba en la sina- goga, sus discípulos venían a él, tomaban apuntes y trataban de repetir todo lo que el rabí enseñaba. Jesús era diferente. Él no se sentaba en una sina- goga sino que iba por los caminos; sus discípulos no venían a él, él los buscaba; y no les pedía que repitieran lo que él decía sino que hicieran lo que él hacía. Los rabinos daban a sus discípulos cuader- nos de apuntes; Jesús da a sus discípulos una jofai- na, una toalla y un mandato: “Si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes” (Jn 13,14-15). Esto de lavar los pies alguien que es el señor de la fiesta y a la vez el sirviente, decía Herbert McCabe, es “un símbolo de un nuevo tipo de relación entre hombres y mujeres, una relación que no es ni de dominación ni de servilismo, sino de igualdad en el amor, una relación en la cual somos iguales en el amor unos para otros”. (10) Este nuevo tipo de relación tiene eco en el Evangelio de Lucas, donde aquellos que están preparados y esperando el regreso del maestro encuentran, para su asombro, que “él mismo se pondrá el delantal, los hará sentar a la mesa y les irá sirviendo uno por uno” (Lc 12.37). En una historia que cuenta una joven madre, se capta en mi opinión la esencia de este ministe- rio de impotencia. Ella tenía un hijo discapacita- do y confesaba haber sido sobreprotectora para con él. Un día le permitió ir a una tienda solo. Como tardaba en regresar a casa, la madre co- menzó a preocuparse y fue a esperarlo a la calle. A fin lo vio venir rengueando. Corrió a él y le dijo: ¿Dónde has estado? Él replicó: Regresaba a casa y me encontré con Carol. Se le había caído su muñeca y se había roto. Y su madre le dijo impulsivamente: “¡Y tenías tú que detenerte y ayudarla a levantar su muñeca! ¡No, mamá –dijo él– tenía que pararme y ayudarla a llorar!
  • 6. 6 Confrontados con el dolor y el sufrimiento de los otros, no tenemos con frecuencia las palabras apropiadas. No sabemos qué es lo que correspon- de hacer. No tenemos herramientas para reparar el daño, no somos técnicos que puedan arreglar las cosas. Pero siempre podemos hablar de lo que no tenemos: podemos hablar a los impotentes desde nuestra propia impotencia. Si no vacilamos ante nuestro vacío, siempre podremos ayudar a la gente a llorar. Como la mujer pecadora, siempre podre- mos lavar los pies de los otros con nuestras lágri- mas (Lc 7, 38). Y descubrir, con sorpresa, que también nosotros estamos siendo servidos. Numerosas historias del siglo IV atestiguan que esta imagen es central en la comprensión del cristianismo primitivo. Cuando los anacoretas del desierto criticaban las nuevas comunidades cenobíticas, la respuesta a los ermitaños era ésta: “Si ustedes viven solos en el desierto, ¿a quiénes van a lavarles los pies?”. Víctimas de la exclusión Esto de ir a los otros que son víctimas de la exclusión, los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos define la misión. Fue lo que definió la misión de Jesús y define la misión que él confía a sus discípulos. Es un “enviar”, un ponerse en camino sin dinero, bolsa o sandalias. “No se de- tengan a visitar a conocidos”, dice Je- sús a sus discípulos (Lc 10, 4). Hay varias cosas interesantes acerca de esto: Jesús los invita a una vida de itineran- cia, una vida de urgencia (sigan avan- zando), una vida en dependencia de la bondad de otros, extranjeros, a quienes ellos no conocen. Ser enviados en misión –como todo dominico– es hacerse vulnerable y de- pendiente. Esta es la única respuesta apropiada para un dominico o una dominica en un mundo que produce los sin techo, los sufrientes y los extranjeros. Tomar el camino de nuevo –como capítulo tras capítulo se nos han recordado– es vivir en las “líneas de fractura” de que hablaba Pierre Claverie y compartir el destino de aquellos que han sido convertidos en sin techo. Significa compartir su destino de ser convertidos en sin techo por nuestra toma de posición contra la opinión dominante. El especialista en escritura Walter Bruegge- mann habla del “monopolio de la imaginación”, una expresión que sugiere que “algún grupo o poder en la sociedad tiene la única voz que de- termina cómo se experimentan las cosas y a la vez el derecho y la legitimación para proveer la lente a través de la cual la vida debe verse y ex- perimentarse correctamente. No se permite a nadie tener una imagen fuera de este conjunto aprobado de imaginaciones o imágenes”. (11) Enfrentarse a estos monopolios poderosos es alinearnos con el Evangelio, la visión que Do- mingo hizo suya. (Un autor creía que Domingo había enviado a sus hermanos a las ciudades, no sólo para estudiar, sino porque allí era donde podían encontrarse con las nuevas víctimas des- poseídas de una economía mercantil emergente: los dominicos debían ser “hermanos”, frailes, para con ellos). Tomar tal posición es hacernos vulnerables y marginales, pero es ahí donde nuestra predicación también se hace creíble. El modo de tratar a los extranjeros, las viudas y los huérfanos fue siempre, según los libros de la Ley y los Profetas, el criterio del buen obrar. Así, se dice en el Levítico: “Cuando un extranje- ro resida junto a ti, en tu tierra, no lo molestes… lo mirarás como a uno de tu pueblo y lo amarás como a ti mismo” (19,33-34). Y el Éxodo da co- mo razón para no oprimir al extranjero la si- guiente: “No oprimas al extranjero: ya sabes lo que es ser extranjero, porque extranjero fuiste en la tierra de Egipto”. (12). Así como el Éxodo apela a una experiencia compartida para fundar una conciencia común, igualmente san Pablo funda su visión de los extranjeros que se inte-
  • 7. 7 gran a una comunidad en la experiencia que nace de lo que Dios estaba haciendo en Jesús: “En Cristo estaba Dios reconciliando el mundo con- sigo, no tomando en cuenta los pecados de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5,19). Para ser hospitalario, para recibir a los ex- tranjeros como huéspedes, se les debe mirar “como a nosotros” en sus necesidades, expe- riencias y expectativas. “No era suficiente”, escribe Christine Pohl, “que los extranjeros fueran vulnerables; los anfitriones debían iden- tificarse con sus experiencias de vulnerabilidad y sufrimiento antes de recibirlos”. (13) La pala- bra griega usada en el Nuevo Testamento para designar la hospitalidad o bienvenida, proslam- banomai –tomar, recibir, poseer– indica que debe- mos también tomarlos con nosotros” e “intro- ducirlos cálidamente en nuestra compañía”. (14) Lo que implica este “tomar consigo” puede verse en la palabra que Pablo usa en Romanos 12,13, donde hospitalidad se dice, philoxenia –amor al extranjero–. Este es el nombre original del famoso icono de los tres ángeles de Rubliov, que nosotros conocemos como “La Trinidad”. Las tres figuras están sentadas alrededor de una mesa donde hay un lugar vacío para el huésped o el extranjero. Es bueno relacionar las dos palabras, “hospitalidad” y “Trinidad”, porque es en la Trinidad en la que encontraremos el modelo y el motivo para amar al extranjero. “El cristianismo –enseña san Gregorio de Ni- sa– es la imitación de la naturaleza de Dios”, y esta idea es común a la de Tomás de Aquino, que enseña que “hemos sido creados, no a la imagen de la Segunda Persona de la Trinidad, como mu- chos piensan, sino a la imagen de toda la Trini- dad. (15) La Trinidad es un misterio de interrela- ción. No hemos sido creados para estar aislados sino para la interdependencia y la interrelación: ¡esto nos constituye, es parte de nuestro código genético! Y la cima de esta relación se da cuando nos esforzamos por llegar al otro y entrar en con- tacto unos con otros, en una sanación mutua. “Jesús sintió compasión por el leproso, exten- dió su mano, lo tocó y le dijo: 'Quiero; queda lim- pio'. Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt 8,3). La compasión, un sentimiento para con el otro, el extender la mano, alcanzarlo, tocarlo y sanarlo: estos parecen ser componentes necesarios del paradigma de relación del Evangelio. En los Evangelios, Jesús extiende siempre su mano hacia quienes viven marginalmente, hacia los paganos y los ritualmente impuros, los toca, al hacerlo él mismo queda impuro. Al escribir sobre esta aper- tura hacia alguien que es distinto de uno y sobre lo que otras tradiciones religiosas nos enseñan, el teólogo Erik Borgman ve que esta apertura es una invitación a “la aventura de la no-identidad”. Invita a hombres y mujeres a volverse, como Jesús, “icono del Dios invisible” (Col 1,15), al aceptar su predicación y proclamación, no como la última y completa verdad, sino por reflejarlo en nuestra propia historia y hacer que esta converja con la de quienes hacen lo mismo en otras partes. “Así – escribe– en Jesús el Cristo comienza a existir una nueva comunidad que extrae una y otra vez viejos y nuevos tesoros de la plenitud que Dios revela en ellos y mediante ellos. Antes de que pueda ser una teología de la presencia de Dios, la teología cristia- na es una teología de la carencia de Dios. En el dolor de esta carencia es precisamente donde se revela la presencia y cercanía de Dios”. (16) Me encantó descubrir algo que escribió la poeta Emily Dickinson: “Creemos y descreemos cien veces por hora: eso es lo que mantiene vivaz el creer”. Este pasaje de Borgman expresa bien el desa- fío del pluralismo religioso, tal como lo ven Bon- hoeffer y Geffré, por el que somos “reconducidos al principio de nuestra comprensión”, y a algunas de las implicaciones de nuestra descripción de cristianismo como “religión de la alteridad” y como el “corazón de la paradoja cristiana” que es la “Encarnación” y la “kenosis de Dios”. Fuera del campamento Abrazar al otro, especialmente a las víctimas de la exclusión, “hacer amistad con todo el mundo”, no es tarea fácil. ¿Dónde está este mundo del que tenemos que hacernos amigos? Es significativo para los dominicos, a quienes se nos confía una misión universal de predicación, recordar que Jesús comenzó su ministerio en la “Galilea de las naciones”, Galilea de los extranjeros, mitad gentil en su población, mitad pagana en el culto, pobla- da por gente considerada sospechosa por la insti- tución en Jerusalén: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Sin embargo, después de la
  • 8. 8 Resurrección, Jesús dice a sus discípulos: “Iré delante de ustedes a Galilea” (Mt 26,32). Aún más sugestivo es el mensaje de Jesús a las mujeres: “Vayan, digan a mis hermanos que se dirijan a Galilea. ¡Allí me verán!” (Mt 28,10). ¿Dónde experimentamos la presencia y la cer- canía de Dios? En el Éxodo está escrito que “todo el que quería consultar a Yahvé salía hacia la Tien- da del Encuentro fuera del campamento” (33,7). “Fuera del campamento”, entre todos aquellos “otros” relegados a un lugar fuera del campamen- to, allí es donde encontramos a un Dios que no puede ser controlado. Fuera del campamento en- contramos al que es el Otro completamente dife- rente, y descubrimos así a todos los otros. Fuera del campamento, en todas las Galileas que nos rodean, es donde descubrimos lo que es la misión. Estar en misión es vivir fuera del campamento y descubrir con otros quién es realmente Dios. Pero este conocimiento tiene su precio. La imagen de “ir fuera de la tienda” para encontrarse con Dios aparece otra vez al final de la Biblia. En la Carta a los Hebreos se lee: “Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, donde él fue- ra del campamento, cargando con su oprobio” (13,12-13). La misión tiene que ver con el morir, con un morir para santificar a los otros. ¿Dónde estamos nosotros, como Orden? ¿En Jerusalén o en Roma? ¿O “fuera del campamen- to”? Para decirlo más claramente: ¿dónde que- remos estar? Alguien observó que hacemos nuestros votos al Maestro de la Orden para la misión universal de la Orden, ¡pero pasa- mos el resto de nuestra vida cumpliendo nuestra misión en el territorio de la pro- vincia! Hay algo de verdad en esto, como se ve por la dificultad que a veces debe enfrentar el Maestro de la Orden al pedir a los provinciales hermanos para las tareas que los capítulos generales le han confia- do. Esto es aún más cierto si no hemos identificado aún las “Galileas” dentro de los propios confines de una provincia. Así como tener una misión extraterri- torial es esencial para la vitalidad de una provincia, también lo es identificar el “territorio de misión” dentro de la misma provincia y libe- rar hermanos para este trabajo. El Maestro Vi- cente de Couesnongle describía el deseo de Domingo de “ir a los cumanos” como un ex- tender la mano hacia aquellos que habrán de hacer o deshacer el mundo de mañana. Lo cual significa para nosotros llevar adelante la obra de santo Domingo, “o en otras palabras, permitirle estar todavía presente en el mundo, tal como existe. Pero ¿cómo podemos actuar en confor- midad con este ideal si en el centro de nuestro corazón nuestros cumanos no están vivos, si han muerto dentro de nosotros, antes de na- cer?”. Luego él escribe: “¡Iré a los cumanos! Si ese grito del hermano Domingo estuviera vivo en nosotros, si nos atormentara todo el tiempo, nuestras comunidades, y nuestra vida con Dios para los demás, ¿no serían totalmente diferentes de lo que son ahora?”. (17) Quiero terminar con algo que leí como novicio hace mucho y que acabo de redescubrir. Un do- minico francés, Humbert Clérissac, en exilio en Inglaterra en la primera parte del siglo XX, lo es- cribió poco antes de morir. Él deploraba la temi- ble posibilidad de “morir sin haber hecho nada por la Orden. Sin haber llevado a otros a com- prender y amar su espíritu luminoso, la eterna juventud de su tradición doctrinal, su exquisita amplitud de mente, su idealismo sublime… ¡quién no moriría con gusto para que esto fuera conocido y amado!” (18) ¿Estarías tú dispuesto a morir para que esto fuera conocido y amado? [tr. F. Q] Notas 1. Anthony Everitt, Cicero, The Life and Times of Rome’s Greatest Politician, NY: Random House, 2003, 48. 2. “The Theological Foundations of Interreligious Dia- logue”, en Focus, Vol 22, No 1, 2002, 15-16.
  • 9. 9 3. The Levinas Reader (Introduction), ed. Sean Hand, Ox- ford UK & Cambridge USA: Blackwell, 1996, passim. 4. Letters and Papers from Prison, ed. Eberhard Bethge, NY: Touchstone, 1997, 299-300. 5. Acta, 43, II. 6. The Colder War, Zmag.org, March 22, 2002. 7. Timothy Radcliffe, “Promesa de vida”, en Alabar, Bende- cir, Predicar (Cartas de los Maestros de la Orden). Salaman- ca: Editorial San Esteban, 2004, 416. 8. Ibid., 421 9. Cf. George Steiner, Language and Silence, NY: Atheneum, 1967. 10. Washing and Eucharist, en God, Christ and Us, ed. Brian Davies, NY: Continuum, 2004. 11. Welcoming the Stranger, Interpretation and Obedience, Minne- apolis MN: Fortress Press, 1991, 290-310, passim. 12. Para un desarrollo más amplio, cf. Chrys McVey, “Encountering the Other. First Commitrnent of Reli- gious Life Today”, en The Priority of Interreligious Dialogue: A New Cmmittment for the Consecrated Life, November 26- 29, 2003, Unione Superiori Generali, Roma: Vatican Press, 2004, 25-35. 13. Making Room, Recovering Hospitality as a Christian Tradi- tion, Grand Rapids MI & Cambridge UK: Williain B. Eerdmans Publishing Company, 1999, 97. 14. Cf. Ceslas Spicq, Theological Lexicon of the New Testament, trans. and ed. by Jaines D. Ernest, Vol. 3, Peabody MA: Hendrikson Publishers, 1996, 195-200. 15. Summa theologiae I, q. 93, a. 5. 16. “The Self-Emptying Nearness of the Liberating God: Contours of a Christian Theology of Other Forms of Faith”, Concilium 2003/4, 129. 17. “¿Quiénes son mis cumanos?”, en El coraje del futuro. Bogotá, 1979. 18. The Spirit of Saint Dominic, ed. by Bernard Delany OP, London: Burbns Oates & Washbourne Ltd, 1939, xii. ARTÍCULOS Un morir que es la misión - Chrys McVey, O.P. Fray Domingo: Imágenes de la compasión - Francisco Quijano, O.P. Pintura y predicación en la Orden Dominicana - Félix Hernández, O.P. Los estudios en la Orden de Predicadores - Carlos Josaphat, O.P. Dominicos: Comunidades en evolución - Julián Riquelme, O.P. Una espiritualidad que se gesta al compás de la misión - Francisco Quijano, O.P. EXPERIENCIAS La semilla del Verbo en los pueblos originarios - Gonzalo Ituarte, O.P. Mi experiencia como fraile predicador en Cuba - Antonio Bendito, O.P. La vida y misión de una contemplativa dominica - Sandra Muñoz, O.P. Religiosas de vida activa en la Orden Dominicana - Mercedes Martín, O.P. TESTIMONIO REVISTA DE LA CONFERENCIA DE RELIGIOSAS Y RELIGIOSOS DE CHILE PUBLICARÁ EL NÚMERO 274 DE MARZO ABRIL 2016 CON MOTIVO DEL AÑO JUBILAR 800 La revista puede conseguirse en CONFERRE – Erasmo Escala 2180, Santiago Teléfonos: 226 72 83 37 - 226 72 31 79 – Contacto: comunicaciones@conferre.cl