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Familly Killer 2021
Edición especial
ASESINATOS.
1€ o intercambio.
Miguel Guillermo
Ventayol Sarrión
INTRODUCCIÓN
En ocasiones el Familly Killer se
escribe solo, te lo dan, te lo
regalan esos titulares de prensa
desesperados por captar la
atención de gente como tú y como
yo. Las peores noticias escriben
los mejores fancines.
En ocasiones el F.K. lo escriben
las vecinas que bajan la basura y
dejan gotazos olvidados en el
ascensor, o esos vecinos recién
casados cuyos gritos provocan la
lujuria, la envidia, la ira e
incluso la gula. Aquel tipo que se
fue a Francia y se ligó a la chica
que tú jamás pudiste y, encima, te
contó los detalles. El camarero
que te cobra demasiado por un café
con leche porque la crisis…
A veces los crímenes pasan
inadvertidos; si no los vigilan y
juzgan esos que cuidan de nosotros
como corresponde, como ni siquiera
tú y yo sabemos.
Porque tú y yo no sabemos
cuidarnos, necesitamos a los
vigilantes del bien. Con sus
juicios y miradas limpias.
El bien.
El bien contra el mal es uno de los
elementos que se barajan en este
fancine de cuentos sin terminar;
aunque, bien mirado, la muerte es
el fin en cualquiera de sus
facetas.
O el inicio.
Esta es la historia de muchas
historias; aventuras para quien
las vivió y sufrió. Este fancine
habla del cuidado que debemos
tener todos porque el asesino nos
vigila, al mismo tiempo que nos
vigilan quienes intentan
protegernos. En un círculo vicioso
en el que, hasta el asesino es
fruto de esa vigilancia.
En cualquier esquina, en
cualquier lugar, sin importar los
motivos; solo una cosa es
necesaria: ser profesional.
Como Leon.
Son solo negocios, no es personal;
aunque te cueste la vida.
En este fancine te vas a encontrar
a los Asesinos Rusos, a los buenos
Asesinos, a la asesina caribeña, al
Asesino de Amelie Blanchet, al
Asesino de Ángela Casamayor,
asesinos anónimos y, sobre todo
muertos.
Nada más.
Asesinatos sin sentido, en el peor
sentido de la palabra, ¿por qué?
La muerte es solo el principio.
ASESINOS RUSOS
Nastia y Dima se
encontraban sentados frente a
la pantalla de 80 pulgadas que
habían comprado en el Sony
Center del Gum, el centro
comercial con más glamour de
Moscú y, como consecuencia
directa de ello, el más caro de
la capital rusa. Su ubicación
frente a la Red Square, como
solían denominarla los casi
veinte millones de turistas que
cada año pasaban por sus
adoquines; un lugar de
peregrinaje para visitantes
extranjeros y tantos otros de la
propia antes llamada Unión
Soviética.
Veinte millones eran muchas
personas. Nastia y Dima no eran
conscientes de la multitud:
habían crecido con los
extranjeros caminando y
fotografiando su ciudad. Uno,
mil, un millón. Visto uno, vistos
veinte millones, todos se
parecían entre sí.
El centro comercial
disponía de una entrada
luminosa y bien comunicada,
aunque ellos prefirieron el
acceso al Gum a través del
aparcamiento del Paseo Velosnhy
que unía las calles Nikolskaya e
Ilinka. Subieron a la tercera
planta con cierta prisa; sabían
dónde se dirigían, el dinero les
quemaba en el bolsillo. Aunque
decir dinero es una manera
anticuada de hablar, por no
mencionar que el término dinero
plástico te clasifica entre los
memos que añoran los años 80 y
películas del tipo Wall Street.
Nastia y Dima conocían la
diferencia entre tener dinero y
no tenerlo. Entre tener mucho
dinero y ser un trabajador
vulgar. Habían crecido en el
Moscú del futuro, la Rusia de
las oportunidades.
Su nueva tarjeta apenas
tenía unas cuantas horas de
vida, estaba repleta de números,
brillaba en el bolsito de Nastia,
un viejo souvenir con el Slimer
de Ghostbusters grabado. De
hecho, su tarjeta era tan nueva
que ni se habían molestado en
retirar la pegatina para la
firma del dorso. Dinero plástico.
Cuarenta y ocho horas antes
no hubieran soñado con subir
las escaleras del centro
comercial. Hoy sí. La Rusia de
las oportunidades, dijeran lo
que dijeran sus abuelos. El
Moscú del futuro.
Pensaron incluso en comprar
una Tablet para cada uno. Las
Tablets eran un artículo de
ostentación, a ellos no les
servía para nada, no como a sus
amigos del instituto que habían
conseguido acceder a la
universidad y soñaban con un
iPad más que con un trabajo bien
remunerado. La televisión de 80
pulgadas era mucho mejor que
aquella birria diminuta. Para
ver sus películas favoritas en
unas dimensiones acorde a sus
gustos, lo más parecido al cine
que podían imaginarse. Porque
ir al cine era un lujo y una
antigualla pasada de moda.
El dependiente los miró con
recelo durante cuatro minutos
intensos, ¿existe en el mundo
mirada más gélida y escrutadora
que la de un dependiente
moscovita? Comprobó su tarjeta
de crédito, recién emitida, así
como la identificación del
carnet de conducir de Dimitry.
Algo en su vestimenta resultaba
inapropiado; así como su manera
de comportarse con una tarjeta
de crédito cargada. Eran
demasiado jóvenes y distraídos
para adquirir aquella
televisión, la más grande del
mercado, la más cara del Sony
Center, la más llamativa de toda
la tienda.
Dos chicos rubios de cerca
de veinte años. Dos chicos rubios
con ojos azules cristalinos y el
pelo corto, despeinado adrede. El
dependiente no encontró nada
ilegal a pesar de buscarlo con
tesón. Un sexto sentido le
previno para que guardase en su
retina la cara de aquellos
jóvenes, seguro de que el dinero
no procedía de un trabajo
honrado como sin duda era el
suyo.
El Moscú de las
oportunidades.
Las cámaras de seguridad y
la policía harían el resto si se
demostraba que los dos jóvenes
desaliñados tenían algo que
ocultar. El dependiente se ciñó
al protocolo de intercambio y
les dijo que sí, podrían
llevarles la televisión a su casa
sin coste adicional. Porque la
televisión ya incluía un
sobrecoste más que suficiente,
aunque esta parte se la guardó
para sí mismo el dependiente,
agradecido de la estupenda
comisión que acababa de recibir
sin apenas esfuerzo.
—Esta misma mañana, sin
falta, la tendrán en su
domicilio, si son tan amables de
indicarme la dirección —les
dijo.
Todo rápido, a la velocidad
del corredor de cien metros. El
Moscú del futuro, del presente.
Apenas unas horas más
tarde, Nastia y Dima estaban
viendo una vieja película de los
90 que les volvía locos: Scream.
Sin siquiera hacer un
esfuerzo prolongado eran
capaces de recordar la primera
vez que habían visto a Drew
Barrymore gritar histérica
mientras se preparaba unas
palomitas de maíz en la cocina
de su casa. Aún podían revivir la
cara de placer y felicidad que
surgió de sus rostros en aquella
sesión de cine de miedo en casa
de su amiga Irina.
¿Cuántos años habían
pasado? No demasiados, para
ellos el día de antes era pasado,
el futuro era una palabra con la
que los viejos asustaban a los
niños y adolescentes. Tiempo y
destino eran invocaciones, como
el juego de la güija.
Durante aquella sesión de
cine adolescente se miraron el
uno al otro, enamorados ya antes
del tercer asesinato en la
pantalla. Tuvieron la certeza de
que eran los únicos que no
sentían el más mínimo temor. Por
el contrario, su sangre se había
excitado de manera extraña, un
leve rubor había maquillado sus
mejillas de porcelana. Además,
ellos sabían que el rostro de la
actriz protagonista de ET y Los
Ángeles de Charlie no era nada
comparado con la cara que se le
quedaba a una persona de verdad,
el gesto de una persona real,
normal y corriente, al clavarle
un cuchillo en el cuerpo.
Frente a su nueva
televisión, revisando aquel
clásico del cine adolescentes,
los dos jóvenes moscovitas
rememoraron lo sucedido apenas
dos días antes. Cuarenta y ocho
horas que habían cambiado para
siempre su manera de entender
Rusia, su manera de ver y vivir
la vida. Había condicionado su
futuro en todos y cada uno de
los aspectos vitales de su
existencia. Aquella era la
realidad de la nueva Rusia, les
había dicho el tipo que les hizo
el encargo.
¡Bienvenidos a la nueva
Moscú! La Rusia de las
oportunidades.
—La realidad de la nueva
Rusia son chicos jóvenes
tomando las riendas, haciéndose
cargo de sus propios proyectos
con determinación. La realidad
de la nueva Rusia sois vosotros;
el presente, chicos.
Silabear esta sencilla
palabra había sido suficiente,
con ella se había ganado su
entera confianza. Ellos no
pensaban demasiado en el
futuro, mucho menos en el
pasado. El presente era lo que
importaba; además, aquel simple
trabajo les había reportado
unos beneficios comparables al
salario de un ejecutivo un buen
año. Algo a lo que ni ellos, ni
sus familias, tenían acceso.
Para certificarlo, allí
estaba su nueva adquisición: la
televisión más grande que
existía en el centro comercial.
Para certificarlo, guardaban
dos móviles de última
generación en los bolsillos de
sus respectivos pantalones
vaqueros.
Se habían trasladado a un
ático de doscientos metros
cuadrados totalmente equipado
con algunos electrodomésticos y
accesorios que Dima y Nastia no
habían visto con anterioridad.
Lo alquilaron a través de una
moderna inmobiliaria de Moscú
cuyo gerente puso la misma cara
de incredulidad que el
dependiente de la tienda de
electrodomésticos, por más que
se denominase Sony Center.
Pero en la Rusia moderna,
como en la vieja Europa, las
caras de incredulidad ceden un
paso a las tarjetas de crédito,
la desconfianza pierde la
batalla en estas ocasiones. Los
jóvenes lo sabían de sobra.
Una cosa que tanto el
dependiente de la tienda del
centro comercial, como el
gerente de la inmobiliaria
sabían y habían aprendido en la
nueva Rusia era que las cosas ya
no eran como antes; no todas, al
menos. Los comerciantes lo
habían memorizado conscientes
de que los últimos cuarenta años
habían cambiado a la gente,
habían cambiado la manera de
ver las cosas y su entorno era
mucho más abierto, al menos en
lo comercial.
No importaba la procedencia
del dinero, importaba cuánto
tenías.
¿Dos ladrones?
Podría ser. Poco importaba.
¿Dos asesinos?
Nadie lo hubiera pensado.
Las transferencias estaban
hechas, confirmadas y
comprobadas. Si algo sucedía, si
alguien tenía que preocuparse,
lo haría después. Ellos,
dependiente y gerente de la
inmobiliaria, habían hecho la
venta y obtenido su comisión a
cambio. Nada más importaba.
Mientras, los dos
veinteañeros comían porciones
de una Super Supreme del Pizza
Hut, viendo películas antiguas y
disfrutando de gritos, sangre, y
salsa especial de su pizza
favorita. El motivo por el cual
miraban encantados la película,
obnubilados frente a cuchillos
brillantes y sustos de serie B,
era porque ellos conocían ese
mismo placer: lo habían
experimentado. Placeres
compartidos que no podrían
explicar sin la presencia de un
psicoanalista o un guionista de
cine. Apenas cuarenta y ocho
horas antes habían utilizado el
ejemplo de Scream: un cuchillo
afilado como un buen
profesional, con un plan trazado
de antemano, sin complicaciones
porque cualquiera sabe que un
plan complicado falla. Los
planes directos eran los
crímenes perfectos. No hacía
falta ser estadounidense, ni
encontrarse en la lista de más
buscados del FBI o la Europol.
Sólo había que estar atento a
las películas y a las series, a
los programas de televisión. A
las redes sociales. El siglo XXI
era una mina de información;
desordenada quizás,
información, a fin de cuentas.
A ellos les preocupaba la
sencillez por la sencillez, la
rapidez y, sobre todo, sobre todo,
la pasión y la excitación del
asesinato de dos adolescentes y
su madre. Tampoco era matar por
matar. No. Era matar por dinero,
matar por encargo. Ellos lo
transformaron en matar por
dinero y por placer.
Tan sencillo como llamar a
la puerta, poner cara de buena
persona, preguntar si vivía
Andrej en el edificio y clavar
el cuchillo lo más profundo que
la fuerza de muñeca, antebrazo,
brazo y hombro pudieran.
—¿Cuántos centímetros crees
que ha entrado el cuchillo? —
Preguntó Nastia.
—No sé —contestó Dima
emocionado, con sonrisa de
porcelana—. Quince centímetros,
seguro. Una buena herida.
Aunque no lo suficiente para
matarla —volvió a decir
mientras miraba a aquella mujer
tirada en el suelo. Gritaba y se
retorcía de dolor.
Estas sensaciones no
aparecían en Scream.
Natacha se arrodilló al lado
izquierdo de la mujer y le clavó
el cuchillo diez veces más,
tantas como fueron necesarias
para que la mujer dejase de
patalear.
Entonces aparecieron sus
hijos, atraídos por el ruido y
los gritos de su madre. Ellos no
chillaron, se quedaron
petrificados ante la imagen de
su madre muerta, ante la imagen
del tremendo charco de sangre
que llenaba la entrada de su
casa y parte del pasillo.
Incapaces de moverse o
defenderse. Dimitry se acercó y
acabó con ellos en apenas unos
minutos. Eso no lo decían en las
películas, eso no lo mencionaban
en las series.
En Scream a veces aparece
insinuado, aunque la realidad
marca la diferencia: la mayoría
de las personas se queda
congelada ante el terror,
paralizada por el miedo,
observando cómo el cuchillo se
acerca, cómo se clava y cómo se
retuerce desde la tripa hasta la
columna vertebral. Puedes
contemplar la sangre correr y
quizás, sólo quizás, algún
detonador interno te permita
defenderte cuando ya es tarde.
No es lo habitual.
La mayoría de las personas
ha crecido con el miedo
insertado en sus genes. La mayor
parte de las personas nace y
crece sabiendo que el miedo es la
mejor defensa en un mundo
cruel. Incluso hay quien piensa
que el instinto animal te
permitirá salir corriendo.
Falso.
Casi todas las madres y
padres de este mundo enseñan
que hay que tener miedo a los
progenitores, a los maestros, a
los jefes, a la soledad, al
despido, al hambre. Miedo. El
miedo paraliza, no permite que
corras; aunque veas un cuchillo.
El miedo que te enseñan de
niño es el mismo miedo que
facilita su labor al asesino.
Nastia y Dima no lo sabían,
pudieron comprobar que lo
normal es que sigas mirando con
incredulidad cómo la vida sale
de ti, preguntándote cosas tan
triviales como quiénes son esas
personas o si el ruido de fondo
es lluvia o nieve.
Tres inocentes muertos.
Un trabajo tan bien hecho
que a Dima y Nastia les reportó
un ingreso de 800.000 rublos.
Sin duda era un trabajo
bien hecho, sencillo, rápido, sin
complicaciones, sin testigos, sin
flecos. Si hubieran sabido
quiénes eran Bonnie y Clide, o
hubieran conocido su historia,
quizás habrían pensado en la
posibilidad de ser los nuevos B.
y C, de Rusia, pero a ellos no les
interesaban ese tipo de
películas. Podrías preguntarle
por Fredy Krueger, por Scream o
por Jason, podrías preguntarles
cualquier detalle sobre la
Matanza de Texas, no por
asesinos en serie con aspecto de
modelos de marca de yogur.
El trabajo había concluido.
Miraban la televisión y comían
pizza. Esperaban a que el tipo
que les habían hecho el encargo
contactara con ellos de nuevo.
Habían superado la primera
prueba, habían pasado las
primeras y críticas 48 horas, en
las que la policía tiene un
mayor porcentaje de capturar a
los criminales. Esperaban y
disfrutaban del plan perfecto
frente a una de sus escenas
favoritas: Matthew Lilard
apuñala a su amigo para simular
que a ellos también los había
atacado el asesino en serie del
teléfono. Lo apuñala después de
haber recibido él mismo una
puñalada. En esta escena Stu (el
personaje de M. Lilard) se ríe
pensando que su plan es
perfecto, mientras su amigo lo
apuñala para despistar a la
policía. Las puñaladas le duelen,
como es normal. Se lo dice a
Skeet Ulrick.
Dos jóvenes adolescentes de
los Estados Unidos de América
haciendo realidad el sueño del
crimen perfecto. Bajo la atenta
mirada de la pobre chica a quien
se lo han hecho pasar fatal
durante toda la película, y su
padre, tirado en el suelo de la
cocina, soportando a dos tipos
zumbados liándose a puñaladas y
divagando sobre si las películas
crean a los psicópatas o los
psicópatas lo son por ellos
mismos.
—¡Las pelis americanas nos
han hecho así! —Gritaron Nastia
y Dima, embobados frente a su
enorme televisión de ochenta
pulgadas.
—Pero la mafia es la que nos
ha pagado por hacer lo que más
nos gusta —se carcajeó Dimitri.
(Vale, me has pillado)
SINTIÉNDOME BIEN
Sonó Feelin' blue de la
Creedence Clearwater Revival.
Martin no dejaba de preguntarse
cómo era posible que los grupos
del siglo XXI no sonaran como la
Creedence. ¡Era obligatorio! Era
un requisito mínimo. Al menos
eso le parecía a él, que se sentía
como el Nota de los Hermanos
Cohen, salvo que, si alguien era
tan inconsciente como para
robarle su material de la
Creedence Clearwater Revival,
encontraría al capullo que lo
hubiera hecho. Luego, con la
mayor tranquilidad del mundo,
le sacaría los ojos con su
cuchillo de campo mientras
contemplaba cómo se desangraba.
¡El Nota! ¡Qué gran
personaje!
La vida de ningún capullo
idiota merecía la pena tanto
como la discografía de la
Creedence. No se sentía triste,
la verdad; pensar en el
asesinato que le habían
encargado le ponía de muy buen
humor. Era la cosa más sencilla
que le habían encargado desde el
secuestro de los hijos de aquella
actriz de series de televisión
enganchada a la heroína. Joder,
aún recordaba como tuvo que
acostarla en la cama porque
podría haberse ahogado con su
propio vómito. Llevarse a los
niños no fue un secuestro, fue
un acto de caridad. Todavía se
reía al recordarlo. “No era tan
sexy con la vomitona
corriéndole por el pelo”.
La nueva propuesta era tan
sencilla que le provocaba
vergüenza. Estaba en el top ten,
siendo modesto, porque apenas
había cinco asesinos capaces de
acometer con profesionalidad
ciertos encargos.
Sus tarifas no mentían. El
hecho de que nadie conociera ni
supiera de su existencia, salvo
la Familia y algunos miembros
de los servicios de seguridad de
Oriente Medio, le conferían una
tranquilidad y letalidad
suficiente.
Se vistió de arriba a abajo,
como le había enseñado su padre.
Primero la camisa de quince
dólares, nueva y recién
planchada, de color crema. Unos
vaqueros Levis’ de cincuenta
pavos, lavados a la piedra, sin
marcas, sin roturas, sin
campanas, clásicos. calcetines
oscuros, mocasines. Pensó si
utilizar el cinturón. Sí, el
cinturón siempre confería un
aspecto más serio, dentro de lo
informal que vestía. Suficiente
como para pasar desapercibido.
Gafas metálicas con cristales
sin graduación, unas gotas de
gomina en el pelo peinado con
raya, a la izquierda, los labios
algo abiertos. El gesto
bobalicón era una de las
simplezas que más confianza
ofrecía a la mayoría de las
personas. Un elevado porcentaje
de personas se sentía superiores
frente a alguien de aspecto
bobo. Era su mejor máscara. Todo
el mundo se fía de alguien con
cara de tonto.
Él no lo era en absoluto.
Repasó la habitación del
motel: sin huellas, sin rastro.
Ni los idiotas de la serie CSI
adivinarían rasgos de su
comportamiento ni atenuantes o
pistas que seguir.
Salió de la habitación con
un trolley mediano.
El primero en caer fue el
encargado de aquella cadena de
moteles de carretera. No tuvo
que decir ni una palabra. Sólo
un disparo como respuesta al
“buenos días, ¿ha pasado usted
buena noche?”.
Le seguía sorprendiendo la
obstinación de millones de
personas por tener la dentadura
perfecta para sonreír a
desconocidos. Quizás no usaran
desodorante, no escuchasen a la
Creedence, o no vistieran bien.
Ni siquiera se esforzaban por
hablar de manera correcta. Eso
sí, obligatorio lucir dientes
alineados y brillantes.
Luego se acercó a la
cafetería, allí encontró a una
camarera que recordaba del día
anterior. Una lástima asesinar a
chicas guapas. Por otro lado, que
se hubiera quedado en su país.
¿Quién le había dicho que en
Estados Unidos se vivía mejor
que en el rincón de Sudamérica
del que se hubiera escapado
aquella monada? “Aquí no se vive
mejor, reina. Aquí se muere
mejor”, pensó.
Un disparo en la frente.
Otro disparo al gordo que
desayunaba en la esquina cuyo
futuro, a juzgar por el azúcar y
calorías del plato que tenía
delante, así como el tamaño de su
cuello, no podía ser muy
diferente a la muerte que
acababa de recibir. Mejor un
disparo que un ataque al
corazón mientras conducía su
furgoneta Ford llevándose por
delante a varias familias en la
carretera. ¿Tendría la
dentadura brillante?
No pararía a comprobarlo.
Era un buen asesino. Su
trabajo, se le daba bien, no
cuestionaba los motivos. Era un
buen asesino. Se sentía
orgulloso.
¿Cómo se llamaba el asesino
que compartió el monte Calvario
con nuestro señor Jesucristo? ¿O
era un buen ladrón? Daba igual,
él era el buen asesino.
¿Cómo iba el contador?
Un tipo de aspecto osco y
falsa sonrisa en la que se había
gastado miles de dólares que
pasaba/perdía quince horas al
día detrás del mostrador de una
cadena de moteles.
Una sudamericana a quienes
todos querían follarse por ser
camarera y extranjera.
Y el gordo.
Matar a un gordo era un
acto de caridad. El asesino
odiaba a los gordos, aunque no
menos que a los calvos. Podría
matar gratis a un gordo calvo.
Echó un nuevo vistazo al
local. Eran las siete de la
mañana, no tardarían en llegar
los clientes. Cuando apareciera
el primer tipo soñoliento con
ganas de un café aguado, él ya
estaría en otro lugar: cincuenta
mil dólares más lejos.
Resultaba increíble la
facilidad y sencillez de aquel
trabajo. Tenía sus dudas al
respecto desde el inicio; algo en
su interior le hacía desconfiar.
Demasiado sencillo, indigno de
su categoría, pero un encargo de
la Familia era un encargo que
no se podía cuestionar. Sus
sospechas le hicieron cubrirse
las espaldas: había liquidado a
aquellas personas en orden
inverso a cómo decía el encargo.
Le dijeron que tenía que
matar a tres personajes
anónimos en un orden concreto.
Olía a trampa a cincuenta mil
dólares de distancia. Si alguien
lo esperaba, estaría preparado.
Sopesó sus opciones. Alteró
el orden y aparcó su Lexus gris
en la parte de atrás. Si alguien
quería tenderle una trampa,
tendría que ser muy bueno.
Solo había tres capaces de
hacerlo.
Quizás dos. ¿Cuánto le
pagarían por ello?
Condujo sin sobrepasar el
límite de velocidad por la
estatal, buscó una cabina donde
realizar la llamada de
confirmación. Quedaban pocos
teléfonos públicos, no estaban
pinchados. En aquellos momentos,
la atención de los cuerpos de
seguridad de todos los estados,
se centraba en los correos
electrónicos, redes sociales y
móviles. No en cabinas viejas.
—Hecho —dijo cuando escuchó
que en el otro lado descolgaban
el teléfono.
Colgaron al escucharlo.
Aquello era todo.
Tres tipos anónimos
asesinados en mitad de ninguna
parte. En un estado que no
importaba a nadie, salvo a las
personas que vivían en él.
Volvió al coche, dejó pasar
un minuto mientras observaba la
carretera y el entorno más
cercano. Se quitó las gafas de
montura metálica, aceleró su
Nexus y se acodó en la
ventanilla. Se miró en el
retrovisor y vio reflejada su
imagen de bobalicón.
Sonrió.
Se despeinó la gomina y
endureció el gesto apretando las
mandíbulas.
No podía parar de pensar en
que algo extraño estaba
sucediendo. Sus músculos estaban
rígidos por la concentración y
la tensión. Encendió la radio y,
como por arte de magia comenzó a
sonar Ramble Tamble.
Algo estaba pasando, no lo
iban a pillar despistado, aunque
lo primero era lo primero: subir
el volumen de la radio para
escuchar a la Creedence como
corresponde.
“A toda ostia, oh yeah”.
UN MAL DÍA SIEMPRE PUEDE
IR A PEOR
Capítulo 1
—¿Qué tenemos? —El
inspector preguntaba antes de
mirar, un defecto profesional
que le funcionaba. Algunos de
sus discípulos más descarados le
podrían haber dicho que mirara
y lo viera con sus propios ojos;
nadie se atrevía. Además,
tampoco merecía la pena cuando
conocías el carácter del
inspector.
—Cuatro puñaladas. Una
mujer de cuarenta y tres años
apuñalada poco antes de salir de
fiesta o a cenar, lo estamos
comprobando. —Por el tono de voz,
bien podrían haber estado
hablando de fútbol, del tiempo o
cómo hacer un estofado al horno.
La rutina policial requiere
distancia.
—¿La han violado, le han
robado, ex novios, ex marido? —
preguntó impaciente el
inspector, sin dejar terminar a
su subordinado que miraba la
libreta. Aquel era un gesto
aprendido y que escondía cierta
timidez, a pesar de conocer los
datos de memoria. A pesar de su
profesionalidad, el inspector le
imponía.
—Ni robo, ni violencia —dijo
el policía—; sólo lo que ve. Tal
cual lo encontró el vecino del
tercero cuando bajó a pasear al
perro y tirar la basura. Perro y
amo se cagaron encima. De ahí el
olor.
Inspector y policía se
miraron sin sonreír, aunque no
por falta de ganas. Estaban
concentrados en la sangre, al
cuerpo de la mujer, su vestido de
fiesta, las piernas abiertas en
una posición cómica, la mirada
sonriente. Desconocían que la
mujer de 43 años no había
sufrido antes de fallecer, esa
información la recibirían
después del médico forense.
Aunque tampoco les preocupaba
mucho debido a la mencionada
distancia policial. El inspector
solía decir a su subordinado la
poca importancia que tenía para
un muerto si había sufrido o no.
El subordinado no estaba de
acuerdo con él, se guardaba de
manifestarle su opinión.
—Va muy arreglada, ¿sabemos
con quién había quedado? —
insistió el inspector.
—Lo estamos comprobando, al
parecer tenía una cena de
empresa.
—¿Antiguos novios? —repitió
el inspector.
—No lo sabemos aún, creemos
que no. —El sargento conocía la
insistencia y su tendencia a las
preguntas reiterativas del
inspector. Le hacía gracia, pero
era su manera de ir comprobando
poco a poco que cada cosa
estuviera en su lugar.
—¿Habéis comprobado las
llamadas del móvil?
—No. —No habían tenido
tiempo, pero en el siglo XXI las
nuevas tecnologías facilitaban
el acceso a mucha información.
Toda esta información era
asequible a los cuerpos de
seguridad del Estado. A su total
disposición, la seguridad frente
a la privacidad.
—Hacedlo lo antes posible. Y
hablad con los compañeros de
trabajo, quiero saber cómo era,
con quién tomaba café, cualquier
cosa que nos dé una pista. Esto
huele raro –dijo. Y casi en un
susurro-. Muy raro.
—¿A qué se refiere con raro,
inspector? –Estaba claro que no
se refería al olor procedente de
los excrementos del vecino y su
perro.
—Mira las puñaladas. Son
cuatro. Certeras. De hecho, mucho
me equivoco si te digo que la
primera ya acabó con su vida y
el resto han sido para disimular
—dijo mientras se agachaba
haciendo crujir sus rodillas de
viejo jugador de fútbol, e
indicaba los puntos concretos a
los cuales se refería—. O yo
estoy tan oxidado como mis
rodillas, o estas puñaladas las
ha efectuado un profesional que
luego ha querido que pareciera
un acto pasional. Si hacemos
caso a los manuales, y yo sé que
a ti te gusta mucho. Las
puñaladas indican algo
pasional, aunque…esto de aquí…
—dijo señalando a la fallecida
del ascensor—, esto de aquí es
otra cosa.
—Esperaremos a ver qué nos
dice el forense en la autopsia —
trató de cortar el subordinado.
Por un momento quiso reconocer
una debilidad en el inspector,
como si de verdad le importasen
los últimos momentos de vida de
aquella mujer.
—Puf. Eso es mucho esperar.
Los dos policías se miraron
el uno al otro y luego miraron
la cara de la muerta, con su
tremenda sonrisa de placer
dibujada en el rostro.
Capítulo 2
Ángela Casamayor salió de
casa a las 6.35 horas, como todos
los días desde hacía dos meses y
medio. Tomaba el urbano número
4 a las 6.45 horas después de
caminar apenas ocho minutos
desde la puerta de su casa, el
tiempo era importante cuando
uno lo pierde en el transporte
público, o cuando el transporte
público puede hacerte perder un
día entero. Allí esperaba de pie,
en la parada del autobús, junto
a un chico discapacitado con su
mono azul de empresa, impoluto y
siempre recién planchado. A su
lado una mujer ecuatoriana con
aspecto soñoliento y olor a
colonia infantil de una edad
incierta entre veinticinco y
cuarenta años. Algo más allá
bostezaba un marroquí de amplia
sonrisa, junto a una señora de
más de cincuenta años.
Llegaba a la parada de
autobús que estaba a escasos
metros de su trabajo a las 7.25
horas para fichar a las 7.30,
poner en funcionamiento los
ordenadores, encender las luces
de las distintas oficinas de la
quinta planta de su edificio,
limpiar, preparar y encender la
máquina de café, gastar
cuarenta céntimos en el primer
cortado de la mañana y revisar
las plantas del despacho del
general manager.
Llevaba a cabo sus tareas
sin entusiasmo, aunque de
manera minuciosa. Se centraba
en los detalles. Cada día se
preguntaba lo mismo, siempre la
misma cuestión: ¿Cómo era
posible que todo funcionase con
esa normalidad? El autobús
llegaba a tiempo, los
ordenadores se encendían, la
máquina de café daba café…las
papeleras estaban llevas de
porquería.
Se lo preguntaba todos los
días mientras arrastraba sus
pies de un despacho a otro del
edificio a una hora tan
temprana que se sorprendía de
que su propia cabeza funcionara.
Gracias a la empresa de
trabajo temporal, se aproximaba
al tercer mes de trabajo en su
nueva empresa y lo estaba
haciendo bien, muy bien. De
hecho, tras el despido de
Lourdes una semana antes, ella
era la encargada de abrir las
instalaciones y realizar
algunas tareas administrativas.
Su contrato expiraba al sexto
mes. Por otra parte, el
responsable de recursos humanos
le había explicado días antes
que el general manager había
puesto su confianza en ella, “de
manera personal”, fueron sus
palabras exactas.
Asimismo, le comunicó que se
le modificarían los horarios, al
igual que las condiciones
laborales, no las salariales, por
supuesto- “Debido al actual
contexto de crisis, era necesario
un esfuerzo por parte de todos
los miembros productivos de la
empresa para relanzarla.
Entonces veremos si podemos
alcanzar la subida estipulada
correspondiente”. Ella apenas
sabía de crisis y de contextos,
sólo sabía que tenía trabajo. A
fin de cuentas, lo que importaba:
trabajar, trabajar y ganar
dinero. El hecho de que no la
despidieran al sexto mes, tal y
como habría sucedido de no
despedir a Lourdes, ya era una
buena noticia, ¿qué le importaba
a ella el sueldo o madrugar?
Trabajar, trabajar y
trabajar.
Ángela pensaba que su mala
racha había concluido de una
vez por todas, la suerte le
sonreía. Una oferta de trabajo
el mismo mes en que expiraba el
subsidio por desempleo era una
casualidad que ella había
transformado en señal y
designio.
Cuando vio el anuncio del
portal de ofertas de empleo de
Internet, donde se anunciaba
administrativo con dotes de
ventas, conocimientos de inglés
y francés y disponibilidad
horaria experimentó un leve
temblor en el estómago. Su
perfil.
No lo estropearía.
No volvería a entrar en el
despacho de ningún jefe,
director, responsable o general
manager a exigir derechos,
mejoras laborales, ascensos o
nada similar.
No lo estropearía, no.
No volvería a ponerse en
manos de ningún sindicato; de
hecho, se había dado de baja de
Comisiones Obreras por si los
jefes la investigaban y
sospechaban de ella. Que otros se
ocuparan de reivindicar y de
luchar. Ella había tenido su
oportunidad y lo había
estropeado, se había quedado en
paro, había agotado sus ahorros
de diez años de esfuerzos y para
qué, ¿para mantener el orgullo
elevado? Orgullo y dignidad son
dos palabras volátiles. Aquellas
tonterías habían quedado atrás,
trece meses de paro colocaron su
orgullo laboral y personal por
los suelos.
Administrativo con dotes de
ventas, conocimientos de inglés
y francés. Ella era eso y un poco
más. Licenciada en Económicas,
sería capaz de desarrollar
aquellas tareas sin pegas.
Ahora era la encargada de
abrir las instalaciones y
limpiar las papeleras antes de
que llegara el resto de
compañeros. Ya llegaría el
momento de demostrar todas y
cada una de las líneas de su
currículum, ganadas con sudor,
becas y lágrimas.
A primera hora de la
mañana, sus compañeros llegaban
a sus puestos de trabajo.
Algunos la saludaban, el resto
simplemente se arrastraba a sus
ordenadores, sus rincones y, por
este orden, a la máquina de café.
Las rutinas estrictas
facilitaban que el sistema
funcionase. Era una de las
pequeñas explicaciones que
Ángela se daba a sí misma para
comprender el funcionamiento
del engranaje.
Tras las tareas iniciales, se
encaminó a su ordenador en una
zona alejada del resto de
compañeros.
—Ángela —le dijo el general
manager por la línea interna de
teléfono, alejándola por unos
instantes de sus pensamientos—.
¿Puedes venir un momento a mi
despacho? Tráete la grabadora.
—Entendido —dijo ella. “Un
paso adelante, un paso adelante,
no lo estropees, no lo estropees”,
iba pensando por el pasillo de
camino al despacho del general
manager. Era consciente de que
las grabaciones y las cartas
eran competencia de Rosa, pero
no era culpa suya si el jefe la
llamaba a ella, no a Rosa.
Aquella era otra de las
enseñanzas que había aprendido:
cada cual debe mirar por sí
mismo. Los amigos se hacen en la
calle, no en el trabajo.
—Buenos días, Ángela, pasa y
cierra la puerta, por favor —
dijo el general manager con
amabilidad, sin apenas dirigirle
una mirada. Estaba concentrado,
o eso parecía, en unos
documentos sobre su escritorio—.
¿Has traído la grabadora?
—Buenos días, señor, sí, sí —
contestó Ángela. Era la cuarta o
quinta vez que penetraba en
aquel despacho y no podía evitar
relacionar el olor, el aroma de
la mesa, del cuero de los
sillones y de las plantas junto
al ordenador, con el poder, con
el dinero. En la pared había
colgadas varias láminas de
pintores famosos, de esas que se
adquieren en las tiendas de
hogar, desentonaban con el resto
de la decoración de objetos
caros. Aquellos cuadros sólo se
encontraban en las salas de
estar de los centros médicos.
—Bien, bien, como imagino
que te dijo José Roberto, la
empresa tiene muchas esperanzas
puestas en ti. Confiamos en que
las nuevas responsabilidades
que se te han encomendado no
supongan ningún inconveniente
—empezó a decir obviando que
estaba sobre cualificada para
aquel puesto. Su tono de voz era
cautivador, estaba acostumbrado
a no alterarlo porque todo el
mundo a su alrededor debía
escucharlo.
—Sí —contestó con
rotundidad, sin saber si era una
pregunta lo que hacía el
general manager. José Roberto
era el responsable de Recursos
Humanos de la empresa, el mismo
tipo con quien había hablado
poco tiempo antes.
—Esta noche la empresa
tiene que asistir a la
celebración del aniversario de
la Confederación de
Empresarios. —Ángela empezó a
tomar notas en la libretilla de
tapas negras con el logotipo de
la empresa—. Por ese motivo he
pensado que es el momento
adecuado para que conozcas más
en profundidad los entresijos de
nuestra compañía y que nos
acompañes en esta velada. Confío
en que no suponga ningún
inconveniente para ti, ¿verdad?
Ángela paró de escribir
porque ni comprendía ni sabía
qué debía anotar. Pensó a la
máxima velocidad que pudo,
incapaz de articular palabra.
Años atrás hubiera puesto en su
sitio a aquel tipo que se le
insinuaba de manera velada,
pero era el año 2021, su año de
la suerte. No comprometería su
trabajo por una
insignificancia, no
comprometería un ascenso o la
posibilidad de renovación por
algo tan tonto como dejarse
follar por el jefe. Al fin su
mente consiguió reunir las
piezas del puzle. Si no hubiera
sido por el amargor que sentía
en la garganta, habría sonreído.
No dijo nada.
—Paco, mi chófer, pasará a
recogerte a las ocho y media.
Procura ser puntual —dijo de
manera cortante. Había
comprendido que Ángela tenía
asumida su condición de mujer
objeto. No había puesto el menor
impedimento. Tomó la inservible
grabadora, tomó la libreta de
apuntes y se alisó la falda
antes de levantarse. No se
molestó en mirar a los ojos de
aquel tipo de cincuenta y tres
años, gafas metálicas, aspecto de
homosexual fingido y
pervertido, traje de Emidio
Tucci, camisa a medida y corbata
de cien euros. Su tono de voz no
había experimentado la más leve
alteración.
—Podría ser peor —se dijo
Ángela en un susurro, de vuelta
a su ordenador—, me podría haber
tocado el de recursos humanos.
Al menos este hombre es el
tercer grado en el escalafón de
la empresa. Si me lo follo bien,
quizás me hagan un contrato
indefinido.
En el fondo iba pensando
que aquel jefe suyo, por más
título que tuviera, a pesar de su
traje y del tono de voz, no
dejaba de ser otro arribista
más, de los que había conocido
tantos. Carente de estilo,
parecía más sacado de un
anuncio de revista de moda. Los
cuadros en la pared lo
delataban; todo lo demás no era
sino impostura obtenida a base
de dinero, el camino más
sencillo para simular estilo. El
rostro de Ángela, a quien nadie
miraba, dejó escapar una
lágrima. No permitió que llegase
siquiera a las mejillas, no lo
permitiría, estaría a la altura
de las circunstancias. 2021 era
su año de la suerte, ¡sin duda!
Unas cuantas horas más
tarde, Ángela se concentraba en
sí misma. Se maquilló en apenas
diez minutos, se arregló con el
vestido que utilizaba para las
fiestas de Navidad, el corto por
arriba y corto por abajo. Se
colocó el sostén con relleno que
alzaba un poco el busto y se
miró al espejo. No sintió
vergüenza en absoluto, debía
mantener el trabajo a toda
costa, le había costado
demasiado tiempo y demasiadas
entrevistas acceder a aquella
empresa, una compañía con uno
de los mejores convenios que
conocía, con buenas condiciones
laborales y posibilidades reales
de ascenso.
Sobre el papel.
No se engañaba, los jefes
seguían aprovechándose de sus
subordinadas y subordinados y
pocos, por no decir, poquísimos
denunciaban.
Mientras terminaba de
retocarse el pelo y perfumarse
las muñecas, se imaginó cómo
sería el sexo con un tipo como
aquel.
No sintió nada en absoluto.
Ni ira, ni asco, ni aburrimiento
vital.
De fondo sonaba una emisora
en la radio con éxitos de los
años 80, ¿era Fleetwood Mac?
Sí.
Desconocía aquella canción.
Fue gracias a la versión de
habían hecho mucho más tarde
los Cranberries, que la
identificó, así como su
estribillo: “puedes ir por tu
propio camino”.
Abrió el cajón de su mesita
de noche, recordaba que en su
interior encontraría aún una
caja de preservativos. Una cosa
era la dignidad, otra bien
diferente la estupidez. Cogió los
dos condones que quedaban, los
escondió en uno de los bolsillos
interiores del bolso y salió de
casa. Cerró la puerta con llave,
sin preocuparse de mirar en el
rellano. Se dirigió al ascensor,
entró y pulsó el botón B, bajo.
Seguía sorprendiéndole que
nadie se molestara en cambiar
aquel botón que algún
adolescente había deformado
quemándolo con un encendedor.
Con ella subió un pizzero
con la caja roja plastificada
vacía, se notaba por la falta de
peso y el doblez de la bolsa. El
repartidor llevaba la gorra
calada hasta los ojos y la
riñonera de propaganda
colgando en la cintura.
El ascensor tenía capacidad
para cuatro personas, pero aquel
tipo era grande, muy grande,
“debe dedicar mucho tiempo al
gimnasio”, pensó Ángela, “estos
chavales de ahora”. Aunque no
era el típico adolescente, ni
siquiera se molestó en mirar lo
guapa y resplandeciente que
estaba Ángela. ¿Cómo era posible
que un hombre no le mirara el
escote? Sospechó durante una
milésima de segundo. Entonces
Ángela se concentró en aquel
tipo. Algo no cuadraba en su
aspecto. Le sonrió y se sonrió a
sí misma recordando las veces
que había bromeado con sus
amigas al respecto del porno-
pizzero. Sospechó una milésima
de segundo más, un tipo grande
junto a ella. Hubiera sido una
buena ocasión para tener sexo
ocasional sin más. Un tipo
adecuado en el momento adecuado.
Además, llevaba dos condones en
el bolsillo interior del bolso.
Siguió sonriendo sin saber
cómo o cuándo parar.
EL ASESINO DE AMELIE
Apenas había luz en la rue
de Caumartin. El paseo sufría un
cambio tremendo al caer la
tarde: lo que era una calle
comercial repleta de
trabajadores y turistas de día;
por la noche apenas si un par de
personas la recorrían,
currantes que volvían del
trabajo. Ella era una de esas
trabajadoras que volvía del
hotel donde desarrollaba su
jornada laboral. Había sido un
gran día, a fin de cuentas, un
día más. Adélaïde Toutou era de
esas personas que sabe apreciar
la vida y cualquier bobada la
hacía feliz, cualquier bobada la
hacía sonreír. La llamaban la
Amelie del hotel por su sonrisa
bobalicona, además claro, de lo
parecido de su nombre. Aunque,
sobre todo, la llamaban así
porque era verdaderamente
guapa, ayudaba a todo el mundo
cuando podía, y no se le conocía
novio. Igual que en la famosa
película de Jean-Pierre Jeunet.
Algunos de sus compañeros
sospechaban de ella, insinuaban
que era lesbiana por el sencillo
hecho de llevar el pelo a lo
garçon y no hacerles el menor
caso, aunque era normal no
hacer caso a François ni a Josep.
La mitad de las veces olían a
sudor, la otra mitad olían a
carburante, el resto del tiempo
a vino y salchichón. Sus temas
de conversación tampoco eran de
lo más elevado. Ella procuraba
ser amistosa y buena compañera,
pero de ahí a invertir unas
horas de su vida con ellos en
una cena o siquiera frente a un
café vespertino, iba un mundo.
Las compañeras de Adélaïde
sabían que le gustaban los
hombres, era indudable por sus
comentarios. También era cierto
que desconocían si había pasado
siquiera una noche con un
hombre. Tenía 35 años y sus
únicas preocupaciones eran su
gato Lionel y su canario Richie.
Nadie se permitía gastar bromas
al respecto porque para ella,
Lionel y Richie eran sus únicos
amores, de los cuales hablaba
más que de su propia familia.
Una familia que, por otro lado,
tampoco era de las más
envidiables. Su madre maestra,
su padre cartero. Le habían
ofrecido una buena educación
burguesa de clase media con
aspiraciones a clase media alta,
o lo que en el lenguaje común se
llama quiero y no puedo. Ella
había preferido ir a vivir a
París, trabajar de asistenta y
camarera de habitaciones en un
hotel para vivir en un pequeño
apartamento donde dibujaba a
carboncillo y miraba las
estrellas la mayoría de las
noches.
Una mujer sencilla que
pasaba con sencillez sus días y
con sencillez caminaba de vuelta
a casa, como cada noche,
saludando a los pocos vecinos
con quienes se cruzaba. No
necesitaba más, ni esperaba más.
Lionel y Ritchie completaban su
círculo especial: vivía en un
ático con buhardilla y una
pequeña terraza decorada como
un rincón de playa. Adélaïde
nunca había visitado el mar,
tampoco quería hacerlo.
Imaginaba que, si sus pies
entraban en contacto con la
arena, la playa perdería la
magia que su imaginación había
diseñado durante años.
Ella veía el mar desde la
parte exterior de su ático.
Al salir de la estación de
metro de vuelta del trabajo,
llevaba la bolsa cargada de
comida para gatos, galletas
saladas de aperitivo para ella,
medio litro de leche para su te,
y comida especial para canarios.
Cargaba su compra apretada
contra el pecho.
—Buenas noches, ¿me podría
decir qué hora es, por favor? —le
dijo el desconocido en un acento
estadounidense muy marcado.
Ella, convencida de que
hablaba con un turista, dejó la
bolsa de la compra entre sus
pies, sacó el teléfono móvil del
bolso y comprobó que apenas
eran las 21.35 de la noche.
No era mala hora, a fin de
cuentas. Tendría tiempo de
dibujar un rato, quizás incluso
leer unos cuantos capítulos de
su última adquisición: Juego de
Tronos.
—Un poco más de las nueve y
media— contestó con amabilidad.
—Gracias —respondió el
turista-, muy amable.
De un disparo la dejó tirada
en mitad del paseo, a escasa
distancia de una tienda de ropa,
justo al lado de dos cafeterías
que a primera hora de la mañana
se llenarían de personas,
turistas en su mayor parte, pero
también trabajadores del barrio.
Personas que, por otro lado,
hablarían del asesinato que se
había producido a escasos metros
de donde tomaban café.
Nadie oyó nada, nadie
escuchó el disparo. ¿El motivo?
Un silenciador profesional.
El falso turista recogió el
móvil de Adélaïde, le hizo una
fotografía al cadáver mientras
se desangraba y remitió la
imagen a todos los contactos del
teléfono y a un teléfono privado
en Estados Unidos. El
destinatario se encargaría de
realizar la transacción en
menos de una hora. El encargo
incluía asesinato y difusión.
Lionel empezó a maullar
pasadas las doce de la noche.
Sabía que algo raro sucedía
porque Adélaïde no había
llegado tarde a casa jamás.
Maullaba porque tenía hambre.
Maullaba más por hambre que por
cualquier otra razón.
Las personas a quienes
había llegado el trágico
mensaje, no supieron cómo
reaccionar. En primer lugar,
llamaron al número de Adélaïde,
que yacía postrada a pocos
metros de su casa. La compra se
encontraba esparcida por el
suelo: comida para gatos,
galletas saladas, medio litro de
leche y comida para canarios.
Los amigos de Adélaïde
comenzaron a llamar a la
gendarmerie con la urgencia del
temeroso, sin saber muy bien
cómo ni qué explicar. Luego
comenzaron a llamarse entre sí.
Eran conscientes de que
alguien había asesinado a su
amiga a sangre fría.
Desconocían los motivos.
¡Cómo alguien haría eso a una
persona como Adélaïde! Si se lo
hacían a ella…
LA MUERTE ES INJUSTA
Estaban jugando tranquilos,
felices e indiferentes en la
puerta de su casa, como todas las
tardes. No se molestaban en
mirar a los lados del camino,
salvo que alguien pasara y
corriera el peligro de
tropezarse con sus juguetes: una
caja, un palo, una pelota
desinflada y unas cuantas
piedras a modo de muralla.
Era un buen juego. Jugar
era bueno.
No lo pensaban a menudo,
pero sabían que era el mejor
juego del mundo. Un juego que,
además, y aunque ellos no lo
supieran, alejaba el hambre.
Jugar era la única opción.
A cada momento decidían si
seguir, cambiar la forma de las
piedras y convertirlas en un
río, en una montaña o quizás una
portería. Era un buen juego, sin
duda. Aunque ellos tampoco eran
conscientes de que no tenían
posibilidad de disfrutar con
ninguna otra cosa. No sabían que
en otros lugares del mundo los
niños se habrían aburrido con
un palo, una caja y una pelota
desinflada. Ni se habrían
molestado en cogerlas del suelo
o sus padres les habrían
regañado por acercarse a
aquella basura repleta de
gérmenes.
No se molestaron en mirar a
los lados. No vieron los coches
que se aproximaban a la casa de
sus padres, no vieron si eran
negros, blancos o si tenían
antenas verdes saliendo de sus
frentes. Tampoco se molestaron
en mirar si los zapatos del
chófer eran italianos, toledanos
o procedentes de Alicante.
Escucharon el ruido.
Un sonido que no concordaba
con su propio mundo.
-Y, ¿estos qué? —preguntó el
tipo de los zapatos brillantes al
otro tipo que se deslizaba a su
lado.
-Supongo que no pasa nada
si nos los llevamos por delante.
A fin de cuentas, el trabajo ya
está hecho. Tú decides, yo
respondo por ti. Estamos en el
puto culo del mundo, nadie los
va a echar de menos. De hecho, si
me apuras, les estamos haciendo
un favor. ¡Míralos, joder!
Los dos críos miraron
alrededor, a los coches, los
hombres y la conversación en un
idioma extranjero. Demasiado
extraño para ellos, demasiado
extraño para su reducido mundo.
Trataban de comprobar por qué
nadie salía de sus casas ni se
asomaba a las ventanas a pesar
del alboroto. Y era raro porque
en su pueblo todo el mundo
estaba pendiente de lo que
sucedía a los vecinos.
Eran las cuatro y media de
la tarde, su única preocupación
era que la muralla de piedras no
se destruyera, ni chocara contra
los zapatos brillantes de
aquellos tipos con voz y acento
extranjero. Dos extranjeros
grandes como nunca habían visto
a ningún hombre tan alto y
fuerte. En otras tribus quizás
sí fueran así de gigantes, en su
tribu, no.
No se molestaron en mirar si
portaban armas automáticas o
semiautomáticas. Lo más cerca
que habían estado de ellas era a
veinte centímetros del televisor
del centro hospitalario de la
ONG.
—La verdad es que esta gente
no se merece el futuro que les
espera, estarían mejor muertos —
dijo el tipo de la cara alargada
y la cicatriz en el lado derecho
de su cara.
—Te he dicho que hagas lo
que quieras, que te cubro, ¿qué
más da una muerte que tres?
Coño, no necesitas justificarte
conmigo, cárgate a los
mierdecillas esos o no, ¡Pero ya!
Tenemos que largarnos a la
velocidad del rayo.
Zanjaron la cuestión.
El trabajo es el trabajo, la
ética es la ética y dejar cabos
sueltos en un trabajo, ni es
ético ni profesional. Además,
resulta peligroso. Dos niños son
dos testigos capaces de recordar
más datos que un ordenador
personal de última generación.
Hicieron lo que tenían que
hacer.
“A fin de cuentas, creo que
les estamos haciendo un favor;
creo no, estoy seguro. Putos
críos”.
En el suelo la pelota
desinflada no rodó, las piedras
soportaron el empuje del viento
y el palo empezó a mancharse con
la sangre de los dos niños a
quienes su madre no echaría de
menos.
Ni su padre.
Ni los vecinos de las casas
de al lado.
Nadie echaría de menos a
nadie en aquel poblado.
UNA MENOS EN LA LISTA
De la calle Rosa Luxemburgo
desembocó en la plaza Rosa
Luxemburgo. Había quedado en el
Bar 3, en la calle Linien. Era un
barrio de lo más tranquilo, le
encantaba su ciudad, le
encantaba Berlín, le encantaba
cualquier cosa que tuviera que
ver con su barrio. Sobre todo, le
encantaba que la miraran como
un ser exótico. La razón no
podía ser más simple: su nombre,
el color de su pelo y un acento
que ni años de colegio, instituto
de formación profesional y
trabajo en cafeterías,
restaurantes y supermercados
había limado.
Carmen, la española, solían
llamarla.
Ella era tan de Berlín como
cualquier otro. Su padre era
español, bien podría haber sido
turco, chino o el primer
borracho que pasara por la
puerta de la casa de su madre.
Cosas de los años 70.
Que su padre fuera un
inmigrante español que trabajó
unos cuantos años en Alemania
fue simple conjunción de los
astros. Como herencia un pelo
negro azabache y un acento
inexplicable, casualidad.
Como casualidad fue que
aquel hombre aguantara más de
cinco años con ellas, lo justo
para ahorrar, echar de menos su
España natal y comprender que
los 80 en España no eran igual
que los 60, cuando se había
escapado de su pueblo. A partir
de ahí la historia familiar
paterna se diluía en alguna
postal, alguna carta y luego, el
olvido definitivo.
Ni Carmen ni su madre
echaron de menos a un padre que
nunca, jamás, se había
comportado como tal. Tampoco lo
habían necesitado ni lo
necesitaban ahora, lo que hacía
mucho más sencillo olvidarlo.
Carmen la española era más
berlinesa que muchos de
aquellos rubitos creídos.
Llegó a la cafetería, Johan
no estaba.
Esperó en la puerta un rato,
cinco, diez minutos y empezó a
mirar su móvil, nunca antes la
había hecho esperar. Algo
sucedía. Se sintió un poco
ridícula, aguantó unos minutos
más.
Hasta que sonó su móvil.
—Oh, tía, lo siento, no he
podido llamarte antes. Te sonará
a excusa barata, pero han venido
mis padres de Hamburgo y cuando
nos hemos querido dar cuenta,
era demasiado tarde, te lo
compensaré —empezó a decir de
manera torpe al otro lado de la
línea telefónica. No vio a
Carmen levantar un dedo de su
mano izquierda, la derecha
sujetaba el teléfono. Su parte
mediterránea pensaba: “¿Te lo
compensaré? ¿Qué es esto, una
serie, una película de Woody
Allen?” Dijo:
—No te preocupes, no te
preocupes. Da recuerdos a tus
padres, nos veremos cualquier
otro día, dame un toque cuando
quieras.
Colgó, ¿para qué molestarse
en explicaciones?
Era demasiado adulta,
aunque no quisiera creerlo, para
aquellas tonterías adolescentes.
Miró la hora en su teléfono de
nuevo, comprobó que sólo habían
pasado veinte minutos y echó un
vistazo al barrio Rosa
Luxumburgo. ¿Quién coño era
aquella tía para que le hubieran
puesto una calle y una plaza? Le
sonaba de clases de historia, lo
mismo podía ser Mata Hari o la
Reina Madre. Ella dormiría sola
esta noche. Eso sí era relevante.
“Puta mierda”. Al pensar en su
cama se sintió de nuevo más sola
que en otras ocasiones, y un poco
más ridícula aún. Ropa interior
coqueta, perfume, preservativos
junto al cepillo de dientes.
—Hijo de la gran puta —dijo
en español con un marcado
acento berlinés. Sabía que los
tacos sólo sonaban bien en ese
idioma, el idioma de su padre. El
que su madre utilizaba cuando se
enfadaban entre ellos los años
que habían convivido juntos—.
Hijo de la gran puta.
Se encaminó a casa sin hacer
caso a las insinuaciones de la
boca del metro. Hacía buena
noche y era un lugar ideal para
caminar, pasear, dejar que los
tacones llenaran el silencio de
la noche. En su cabeza no paraba
de resonar la misma cantinela:
esta noche dormirás sola. Lo que
no escuchó fueron los pasos de
alguien que caminaba tras ella;
la suela de goma de los zapatos
impedía que ni ella ni nadie se
diera cuenta.
Los disparos apenas
resonaron en los oídos del
barrio. Como en muchas ocasiones
a lo largo y ancho del mundo en
aquellas fechas, los disparos
apenas resonaron en los oídos de
nadie. Determinadas cosas sólo
suceden si le suceden a uno
mismo. Si le pasan a los demás,
sólo son eso: problemas de otro.
Cada cual que se ocupe de lo
suyo.
Siendo Berlín una ciudad
cosmopolita, Carmen creyó
escuchar una canción de fondo,
un viejo soniquete que le sonaba
familiar, aunque tampoco estaba
segura: “Y créanme gente que,
aunque hubo ruido, nadie salió.
No hubo curiosos, no hubo
preguntas nadie lloró”.
ASESINOS AMIGOS
Colgó el teléfono con una
leve sensación de desasosiego,
que pasó al ver a Anke con dos
copas de vino tinto salir de la
cocina. Carmen era…, ¿cómo
decirlo sin resultar ofensivo?
Exótica. Anke era de las suyas.
Trataba de hacerse estas
composiciones mentales para
olvidar que había sido tan torpe
como para quedar con las dos
mujeres la misma noche, a la
misma hora. Un fallo adolescente
que no supo arreglar. Al final
decidió cometer una torpeza aún
mayor: mentir, excusarse con
Carmen. A juzgar por el tono de
voz, ella no le había creído. ¡Ni
él se hubiera creído a sí mismo!
A veces las cosas pasan porque
sí; a veces hay suerte en la vida,
sin que uno se dé cuenta o lo
pretenda.
Daba igual, Anke se acercaba
con las dos copas de vino tinto.
Qué importaba si era blanco o
tinto, rosado o achampanado. Qué
importaba si aquella chica no
era ni la mitad de mujer que
Carmen, o su atractivo se
limitase a los contactos
empresariales de su padre. Lo
que de verdad importaba es que
no modificaba su status quo.
Anke era de los suyos.
Eso significaba mucho para
él. Prefería no pensarlo.
Tampoco era complicado, apenas
le reportaría una noche de
pasión. Su padre se lo había
dicho en la adolescencia: “A
algunas mujeres que vienen de
fuera hay que utilizarlas con
cuidado y tratarlas con más
cuidado todavía. Son buenas para
el sexo, pero no cometas la
torpeza de ir más allá, porque
no son de los nuestros”.
Además, si las cosas salían
como él creía que podrían salir,
como él estaba seguro de que
saldrían, ya tendría tiempo de
hacerse perdonar por Carmen, la
fogosa chica de origen español
que trabajaba en el
departamento de contabilidad de
su amigo Raik.
—¿Quién era, cariño? —
Preguntó Anke con un tono de
voz neutro. Le pasó una de las
copas y se sentó en el sofá
frente a la televisión, cruzó las
piernas y dejó entrever sus
muslos, pálidos y musculosos.
—Ese pesado de Ingmar, que
insiste una vez y otra en que
quedemos a jugar al paddle. Y yo
le digo que prefiero la
natación, ¡puf! No atiende a
razones. Al final tendré que ir
a jugar con él una partida de
ese estúpido juego de moda. —Se
justificó con una mentira lo
suficientemente recargada y
estúpida como para ser creíble.
—Deberías jugar al paddle,
en la empresa de papá lo hacen
todos. De hecho, yo juego al
paddle los fines de semana —dijo
ella, tratando de parecer cortés
y ofreciéndole muchas más
pistas de cómo se desarrollaría
el futuro laboral y personal de
Johan- ¿Cómo, si no, crees que
tengo estas piernas tan bonitas?
—Pues mira, estoy pensando
que sí, que quizás quede con él
para luego poder ir a jugar
contigo, no es mala idea del
todo. Aunque insisto, lo mío es la
natación —sonrió al ver lo fácil
que es mentir a alguien que
quiere dejarse engañar.
—Um, creo que me has lanzado
un reto que no podré dejar pasar
—sonrió ella sin disimulo. Dejó
la copa en la mesita del centro,
se quitó los zapatos de un simple
gesto y se puso de pie. A menos
de metro y medio de Johan dejó
deslizarse la minifalda al
suelo, no llevaba ropa interior.
Su piel era mucho más blanca de
cerca.
Johan odiaba que una chica
no llevase ropa interior, algo
en su mente le advertía sobre
virus y bacterias. Sus hormonas
eran más poderosas que él mismo:
sexo es sexo, a fin de cuentas.
Sonó el timbre de la puerta.
Sushi.
Los repartidores de comida
japonesa no podían ser más
inoportunos, pero al menos le
dejarían margen para escapar de
las garras de aquella mujer
durante, quién sabe, doce
minutos. ¿Quince?
El timbre sonó varias veces.
Los repartidores de comida
japonesa no solían ser tan
insistentes en el timbre de la
puerta. Johan solo pensaba
sacarse de encima a Anke.
—La cena, cariño; dame un
segundo –dijo mientras se
escabullía.
—No te vas a escapar con
tanta facilidad. Además, hasta
las Erasmus españolas saben que
la comida japonesa no se
enfría…
Johan se acercó a la puerta
y estuvo tentado de posar la
mirada en la mirilla de la
puerta blindada porque Berlín
seguía siendo una ciudad
cosmopolita y él no se fiaba lo
más mínimo de nadie. Por otra
parte, aquel barrio, aquel
edificio…comida japonesa.
Abrió.
BUM
En ese preciso instante,
desplomándose en el suelo sin
darse cuenta de cómo ni por qué,
Anke había subido el volumen de
la música al máximo. Presa de la
excitación, sintió la necesidad
de bailar un viejo éxito de
Rubén Blades, un cantante
panameño que encandilaba a su
madre.
“La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la vida…”.
Apenas movió las caderas
cuando la caja del disco se le
cayó de las manos mientras la
música sonaba a todo volumen. La
puerta de la casa, una puerta
blindada de mil euros se cerró a
las espaldas del repartidor de
comida japonesa, el mismo que
había concluido su encargo de la
manera más rápida y profesional
posible.
Bajó las escaleras sin prisa,
pensando en la frase que había
escuchado a aquella mujer que
yacía en el suelo del salón de su
casa con un disparo entre los
ojos: Cualquiera sabe que la
comida japonesa no se enfría.
Hasta las españolas que van a
estudiar con el programa
Erasmus a Alemania.
DOS BUENOS ASESINOS
—A algunos los mataba
gratis, como a ese de ahí —dijo
el tipo mientras apuraba un
café negro, sin azúcar y con el
único acompañamiento de un vaso
de agua mineral con gas. Una
curiosa cicatriz surcaba su
rostro.
—Déjate de historias, déjate
de fanfarronadas. Céntrate en
la cuestión —le contestó el otro
que no parecía un jefe, aunque
hablaba como alguien
acostumbrado a ser el líder.
Se hizo un leve silencio, los
dos hombres se maltrataron con
la mirada, un juego que
aprendieron en los años 90 en
una guerra que los estados
occidentales llamaron conflicto
bélico y terminó con la juventud
e inocencia de dos soldados. Dos
asesinos profesionales que se
relajaban frente a unos cafés,
antes de viajar a África.
“Top Secret”, rezaba la
carpeta. El siguiente encargo en
uno de esos países pobres cuyo
nombre nadie recuerda.
Ni siquiera ellos.
—Repito, a ese lo mataba
gratis. En fin; si no queda más
remedio…repasemos los detalles
una vez más —dijo en tono
desinteresado—, si así te quedas
más tranquilo.
Empezaron a reírse a
carcajadas, unas risas que
sorprendieron al resto de
personas que había en la
cafetería de la plaza de San
Pedro de Venecia. El sol
comenzaba a llevarse los restos
del invierno, los turistas no
desaparecían nunca. Y ellos eran
turistas, hubieran parecido
turistas en cualquier lugar del
mundo, menos en mitad de un
conflicto bélico. En cualquiera
de los múltiples conflictos
abiertos a lo largo y ancho del
mundo hubieran parecido lo que
eran: el enemigo.
—¿De qué conoces a este tipo?
—Preguntó después de silenciar
un poco las risas. Hablaban del
perfil que habían memorizado
antes de destruir la carpeta con
el “Top Secret”.
—La verdad es que no de
mucho, ¿recuerdas cuando me
contrató el Gobierno italiano en
la etapa feliz de Berlusconni?
—¿Qué entiendes tú por la
etapa feliz del Cavaliere?
—Al principio, en su primer
mandato.
—Entendido, recuerdo. Lo que
no recuerdo bien fue para qué te
contrataron. ¿África?
—Sí, África. Túnez en
concreto.
A pesar de lo abierto de su
conversación, ninguno de ellos
era capaz de expresar con
palabras lo que sucedía en sus
mentes. Recordaban los casos del
otro, por eso sus palabras
parecían más un código.
El tipo con aspecto de
funcionario aburrido hizo un
movimiento con la cabeza,
indicando al camarero que se
acercase. En un correcto
italiano solicitó dos ristrettos
y dos botellas de agua, una con
gas, la otra sin.
Mientras se alejaba, sopesó
las palabras que quería y podía
decir a su amigo, sopesó los años
de trabajo juntos, sus
respectivas misiones. Aunque lo
que más le preocupaba era el
extraño motivo que los había
reunido en la bella ciudad de
los canales. Dos encargos, cada
cual más extraño que el otro.
Tan sencillos que herían su
orgullo.
—Verás —comenzó—, el tipo
del que hablamos se hizo famoso
en toda Italia de manera bestial
alrededor de 2002 o 2003. Solo
por esto, por aparecer en la
televisión y vivir de ello, es
suficiente para pegarle un tiro
entre las cejas, pero no es éste
el motivo principal.
El camarero apareció con los
dos cafés, dos vasos de cristal y
dos botellines. Los colocó de
manera pausada, con un exceso de
amaneramiento, sobre la mesa de
tres patas. Con un gesto
inapreciable, colocó el ticket
bajo uno de los platillos de
café. Odiaba a los turistas, no
lo disimulaba.
—¿Y si nos cargamos al
camarero antes de ir a África? —
dijo el tipo con voz de jefe
mientras comprobaba el precio
de unos ristrettos y dos aguas
minerales —. Sé que estamos en el
mismo centro del turismo
veneciano, pero son dos cafés,
dos malditos cafés —dijo de
nuevo arrastrando las palabras.
—Y ni siquiera los mejores
de Venecia —contestó el otro
mientras sorbía su segunda taza
de la mañana.
—Supongo que es el precio
del anonimato —concluyó el
primero.
—Supones bien. Dejemos
tranquilo al camarero…de
momento…-dijo sonriendo.
Pasaron unos segundos y el
tipo con aspecto de funcionario
cansado siguió explicando que el
hombre que se hizo famoso por
salir en la televisión italiana,
comenzó a aparecer en otras
televisiones europeas. Aquel
italiano, vestido de italiano,
con acento y abdominales
italianos, se dedicó durante el
siguiente año a seducir grupis y
starlettes en todas y cada una
de las fiestas desde Huelva a
Copenhague.
En una de aquellas fiestas
estaba ella; la amiga, que no
novia, del tipo con aspecto de
funcionario agotado. Ella era
una sencilla modelo de un metro
ochenta y cinco, sostenidos por
unos simples tacones de doce
centímetros y unas curvas
admirables. Era una velada
comercial organizada por la
marca de ginebra Tanqueray,
sonaba música ambient. En un
momento dado de la noche
aparecieron George Clooney y
Jhonny Deep. Salieron del mismo
auto, entraron al mismo tiempo
en la fiesta, sin egos ni
representantes llamando la
atención sobre la entrada en la
sala de dos estrellas de
Hollywood.
La ventaja del italiano,
además de ser italiano, del traje
a medida, del acento meloso, eran
las apariciones estelares como
aquella: estrellas de Hollywood
convertían a los demás en nada,
menos que nada.
Una vez superado el brillo
de las estrellas, era el tiempo
de millonarios, aspirantes y
modelos venidas a menos después
de un día interminable sin
calorías en su cuerpo y en
equilibrio sobre tacones
imposibles.
Francesca cedió al encanto
repentino del italiano, apenas
un beso en la mejilla, un gin-
tonic con lima en vaso corto
aderezado con rencor no
reprimido. Su novio, el mismo
tipo que ahora tomaba café en
Venecia, había volado a Túnez
sin previo aviso. “Trabajo”.
Aquella noche en la velada
de la fiesta parisina de la
ginebra de origen londinense
fabricada en Escocia, no había
nadie que la cobijara, nadie que
la protegiera de sus pesadillas
anoréxicas. El italiano le
ofreció el bálsamo de palabras
melosas, aroma corporal fusión
violetas y piña salvaje.
—Lo dicho, a este tipo lo
mataría gratis —insistió.
—De esto hace mucho tiempo.
Pensaba que lo de Francesca
estaba olvidado —interrogó su
amigo.
—Francesca sí. Al italiano,
no. Se la tengo jurada, pero me
pareció demasiado sencillo
cargármelo. Además, sabes que al
volver de Túnez tenía cosas
mejores en las que pensar.
Su amigo lo recordaba. De
hecho, tuvo que desplazarse con
él a una cabaña de un pueblo
perdido de Noruega hasta que se
olvidase la metedura de pata del
comando en el que había
participado. Un error que estuvo
a punto de costar la vida al
primer ministro tunecino, a su
equipo y, lo que sin duda era
peor, a la secretaria de Estado
de los Estados Unidos de
América, en visita no oficial al
norte de África.
La cuestión es que el tipo
aquel del aroma corporal a
violetas y piña salvaje se
convirtió, sin pretenderlo, en la
cara visible de un partido
político de nueva creación.
Muchos votos de izquierdas
volaron al proyecto diseñado en
una agencia de publicidad
romana. Como tantos otros.
El italiano se convirtió en
diputado. Aspirante a Primer
Ministro. Había llegado su hora.
—¿Cómo lo haremos?
—No tengo ni idea. ¿Lento,
dramático, rápido, ostentoso,
sangriento, pulcro?
—Eres, sin duda alguna, el
tipo más curioso que conozco.
Volvieron a reír en voz baja.
La imagen mental del candidato
muerto, ocupando las primeras
páginas de los periódicos más
importantes de Italia, le puso de
relativo buen humor, sacó su
cartera de piel del bolsillo
derecho de su chaqueta, revisó el
dinero. Sin pretenderlo, sin
saberlo o solo porque sí,
consideró que era el día de
suerte del camarero.
Dejó un billete de cincuenta
euros bajo el mismo platillo
donde estaba la cuenta de los
dos ristrettos y dos aguas
minerales.
—Debes estar bromeando. En
serio, debes estar bromeando —
dijo su amigo con cara de
sorpresa.
—No, acabo de darme cuenta
de que hace un día radiante, de
que somos turistas en Venecia y
de que este infeliz merece una
buena propina; porque no es
consciente de los pocos días de
vida que le quedan. Como al
italiano, como a los africanos.
Se levantaron sonriendo sin
molestarse en mirar a los lados,
ni a las palomas, ni a los
turistas, ni a los carabinieri,
ni a los camareros, ni la
imponente imagen de Venecia
bajo sus pies de zapatos pulcros
y brillantes.
DESPIDO PROCEDENTE
La sensación de frío en las
manos es como las huellas
dactilares, personal. Hay quien
necesita guantes apenas
concluye el verano por la simple
sensación del viento entre los
dedos; hay quien apenas nota si
sus falanges comienzan a
congelarse. Michele Angelo
Garetto, el carnicero, entró en
la cámara frigorífica tratando
de recordar qué motivos le
habían conducido a aceptar
aquel trabajo, ¿sus espaldas de
agricultor, su metro noventa, su
mentón cuadrado, o ser primo de
uno de los operarios? Le habían
llamado cuando más lo
necesitaba.
Aceptó el trabajo porque
llevaba dos años en paro y
hubiera aceptado cualquier cosa:
“La comida en la mesa es la
comida en la mesa”, decía su
abuela en Sicilia. Mil euros al
mes por transportar cuerpos de
vaca muerta desde el punto A
hasta el punto B.
-Más los extras –le dijo el
jefe en la primera y única
entrevista. Michele desconocía
el significado de aquello porque
el trabajo no tenía misterios.
El primer impacto fue duro
al observar las carnes de
aquellos enormes restos
mamíferos. El segundo impacto,
el del peso sobre sus hombros,
fue suficiente para olvidar todo
lo demás. Su mente se remontó a
los años en que ayudaba a
descargar cajas y camiones a sus
tíos en el campo familiar.
Cargar, descargar, cargar,
descargar. Tan sencillo, tan
placentero.
Mil euros al mes. Más extras.
“¿Qué extras, por dios?”
Llevaba cerca de diez
ejemplares descargados y
colgados cuando al fondo de la
cámara apreció un bulto que no
debería estar allí. Más pequeño
de lo habitual, estaba tirado en
el suelo. Se acercó al rincón
para comprobar qué eran
aquellos restos. Vomitó antes
siquiera de agacharse a
comprobarlo.
Su jefe se preguntaría cómo
una persona que descarga
cientos de cuerpos muertos al
día puede descomponerse
contemplando el cuerpo
descuartizado de un hombre. Un
cuerpo que, por otro lado, no
debería pesar ni ochenta kilos y
estaba cortado de manera
certera. Un buen trabajo,
profesional.
Se sentía capaz de
arrastrar cientos de kilos de
masa inerte, se sentía capaz de
machacar la cabeza de cualquier
idiota que le faltase el respeto
en el bar; aunque nunca se
hubiera metido en una pelea. Se
sentía capaz de levantar a sus
tres sobrinos y alzarlos por
encima de sus cabezas. De lo que
no se sentía capaz era de mirar
a los ojos a la muerte humana.
No podía asistir a entierros, ni
desplazarse al cementerio el día
de los Santos, ni mucho menos
ver la sangre de una persona
muerta.
De manera que no era de
extrañar su desmayo ante el
cuerpo descuartizado que
descansaba sin motivo alguno en
un rincón de la cámara
frigorífica.
TIBURÓN O MARTILLO
Nastia y Dima estaban
sentados, casi inmóviles, frente
a la pantalla de 80 pulgadas que
habían comprado en el Sony
Center del Gum. No les dolía la
tripa a pesar de las pizzas y la
comida basura. No les dolía la
cabeza a pesar de los refrescos
de cola y el azúcar. No les
dolían las manos a pesar de
haber asesinado a tres personas
de la manera más sangrienta. No
les dolía la espalda, ni la
cintura, ni las piernas, ni los
brazos o los abdominales. A
pesar de estar encerrados tres
días seguidos haciendo el amor.
Estaban sentados delante de la
televisión perdiendo el tiempo
porque la vida les sonreía. ¡Y
tenían una de las pantallas más
grandes del mercado!
El teléfono sonó.
La sintonía de Tiburón.
Steven Spielberg.
El teléfono de Natasha.
Un escalofrío les recorrió
el espinazo de placer, habían
instalado el politono adrede,
asociado al número de Oleg,
alias el capo, alias martillo,
alias tiburón.
—Parece que las cosas se
animan de nuevo —susurró
Dimitry a Natasha en el oído
antes de que ésta cogiera el
teléfono y preguntase quién era.
Una estupidez que se mantenía
en el siglo XXI. Preguntar quién
es, aunque lo veas reflejado en
la pantalla. Aunque le hayas
asociado un politono.
—Os quiero abajo en treinta
minutos. Os espera un
monovolumen negro sin
matrícula aparcado en la
esquina de vuestra calle —dijo
en un tono de voz monótono, como
era habitual en él.
—Entendido, media hora —
contestó Nastia con miedo y un
leve temblor en la voz. A pesar
de todo lo que estaba viviendo
durante las últimas semanas, a
pesar de la intensidad de sus
propias acciones, del poder que
la inundaba, seguía sintiendo un
miedo irracional.
—Y apagad de una puta vez
esas pelis de miedo. Se os va a
quedar el cerebro como una pasa,
joder —dijo elevando el tono
antes de colgar.
Miraron el teléfono, se
miraron el uno al otro, el temor
flotó en el hilo invisible que
unía sus miradas azules.
—¿De qué coño va? ¿Cómo sabe
qué hacemos o dejamos de hacer?
¿Cómo sabe lo de las pelis? —
Empezó a preguntarse la chica
que no paraba de mirar de un
lado a otro, en busca de cámaras
ocultas que, por supuesto, no
hubiera encontrado ni poniendo
patas arriba el apartamento
entero.
—¡Deja de preocuparte! —dijo
Dima.
Se miraron, se concentraron
el uno en el otro. El salón del
apartamento estaba sucio como
un piso de estudiantes. La
televisión con el volumen al
máximo emitía el sonido de una
sierra eléctrica que un tipo
enmascarado llevaba de un lado
a otro, corriendo como si ambas
cosas fueran lo más natural del
mundo.
¡Una sierra mecánica!
“¡Grandes inventos de la
civilización moderna!” Pensaron
al mismo tiempo los dos jóvenes.
Inventos que raras veces
funcionaban en la vida real,
solo en las películas
estadounidenses. Su vida real
más cercana era la del tiburón,
alias El martillo, un apodo que
Oleg se había ganado en la zona
sur del país, en la frontera con
Bielorrusia, debido a una serie
no contabilizada de problemas
solucionados sin necesidad de
correr detrás de adolescentes.
Además, con el martillo no
corrías el riesgo de arrancarte
la cabeza de cuajo o una pierna
mientras ibas corriendo de
madrugada sin luz.
El martillo. ¡Grandes
inventos de la humanidad!
La luz entraba nítida y
brillante, la luz habitual de
Moscú en esa época del año. El
apartamento habría hecho las
delicias de cualquier amante.
Después de limpiarlo de bolsas
de Doritos, botes de Pepsi Cola y
cajas de pizza; sin mencionar la
suciedad de las sábanas
provocado por las horas de sexo
de los amantes: Nastia y Dima.
Apagaron la televisión con
el mando, lo lanzaron al sofá.
Comprobaron la batería de sus
teléfonos, se cambiaron las
camisetas, se enfundaron la
camisa de cuadros, el jersey, y
el abrigo, no se molestaron en
utilizar desodorante. Una vez
vestidos, apenas habían pasado
diez minutos desde la llamada
del Tiburón, empezaron a reírse
a carcajadas, una risa
contagiosa fruto del exceso de
azúcar, el exceso de hormonas y
cierta locura que ninguno de
ellos hubiera reconocido ni con
Freud dándoles con una barra
metálica en la cabeza,
prestándoles su atención
veinticuatro horas al día, siete
días por semana.
La risa no paraba, el tiempo
apremiaba.
—¡Estamos dentro! ¿Te das
cuenta, Nastia? ¡Estamos dentro!
Los gritos de Dima habrían
despertado a los vecinos,
tampoco había vecinos cerca a
quien molestar. Los gritos de
Dima hicieron reír un poco más
a su chica, aquella rubia
glacial que volvería loco a
cualquier incauto.
Se cogieron de la mano,
bajaron las escaleras del
apartamento, desconfiaban del
ascensor, les sobraba energía. Y
tiempo. Diez pisos más abajo la
luz les sonrió, el aire frío de
la calle golpeó sus caras
juveniles y sonrosadas. Habían
pasado veinticinco minutos.
Miraron a ambos lados de la
calle. Muchos coches aparcados,
pero ningún monovolumen.
Comprobaron la hora de la
llamada de Oleg en el móvil de
Natasha y luego la hora en sus
respectivos teléfonos.
—Faltan cinco minutos —dijo
ella poniendo voz a sus
pensamientos.
Aunque el frío no era un
inconveniente para ellos,
sopesaron la posibilidad de
esperar en la entrada del
edificio de apartamentos, quizás
los cinco minutos se
convirtieran en quince, quién
sabe si más. Decidieron esperar
en la calle, estaban ansiosos por
subir a aquel automóvil, fuera
cual fuera el encargo, fuera
cual fuera el destino que les
deparara. A fin de cuentas, el
frío no es mayor inconveniente
para un ruso auténtico. Además,
para ellos no existía el mañana,
mucho menos el ayer. Para ellos
sólo importaba hoy, ahora.
Ahora.
Ahora.
Cinco minutos, cuatro, tres,
dos. Ahora.
Un coche azul oscuro
metalizado se aproximó a ellos
desde la esquina y Nastia
sospechó unos instantes, aquel
vehículo no era negro, aunque
tampoco iba a dudar de Oleg por
un detalle tan sutil como el
color del automóvil. El
monovolumen lo conducía un tipo
con gafas de sol y el cuello de
la cazadora subido casi hasta
las orejas. No llevaba gorra ni
sombrero. A su lado, en el
asiento del copiloto, estaba
sentada una mujer de raza negra
de aspecto muy atractivo,
vestida de blanco, sombrero
blanco, abrigo de esquí blanco.
Antes siquiera de que
tuvieran tiempo a preguntarse
por qué el Tiburón no iba en el
automóvil la chica les dijo que
subieran. No era rusa, estaba
claro, aunque tampoco podrían
haber adivinado su procedencia
porque ni de lejos eran expertos
en acentos. Si hubieran prestado
atención quizás habrían
adivinado que se trataba de una
chica francesa por su manera de
arrastrar las erres. Si hubieran
conocido un poco más de mundo,
habrían supuesto que se trataba
de una chica caribeña.
Ellos no sabían nada de eso.
Se limitaron a subir al
Chrysler azul metalizado sin
decir buenos días.
—¿Habéis estado alguna vez
en Sudáfrica? ¿No? Lo
imaginaba. Yo tampoco. —Aquella
chica hablaba tan rápido que
apenas les dio tiempo a pensar
en sus palabras, si estaba
tomándoles el pelo o no. La
miraron, se concentraron en su
manera de dirigirse a ellos a
través del espejo retrovisor de
la furgoneta.
Luego se miraron entre
ellos incapaces de entender la
situación.
—Oleg ha dicho que sois
buenos chicos, tenéis una buena
oportunidad de demostrarlo.
Espero que hayáis descansado
porque tenéis un largo viaje por
delante. En el aeropuerto os
dará más detalles. Por si os lo
estabais preguntando, él os
espera allí.
Como no podían hacer otra
cosa, se acomodaron en el
asiento trasero de la Chrysler y
se dejaron llevar por el tráfico.
Sus corazones latían a 140
pulsaciones por minuto.
Sería la Pepsi Cola.
Sería la adrenalina.
La chica negra no abrió más
la boca.
El conductor llevaba un
tatuaje detrás de la oreja, un
puñal diminuto que Dima pudo
ver en una de las contadas
ocasiones que el tipo giró la
cabeza al moverse con el propio
traqueteo del coche. No les miró
en ningún momento, no les prestó
la menor atención, ni siquiera
se molestó en abrir la boca.
Parecía perdido en sus
pensamientos.
Nastia y Dima pensaban en
que era la primera vez que
subirían a un avión.
Tampoco habían asesinado a
nadie antes.
Todo resulta muy sencillo a
partir de la primera vez.
La mujer negra los
observaba por el espejo
retrovisor sin disimulo, sin
reír. Tal y como le habían
explicado un par de horas antes
de recogerlos, aquellos chavales
tenían una responsabilidad
tremenda: encargarse de Julius
y George, dos de los asesinos más
duros de la Familia que ahora se
encontraban en Venecia y poco
después irían a África.
No se preguntó qué habría
visto Oleg en ellos, pero el
instinto del Tiburón era
infalible. Sus decisiones,
inapelables.
Aunque aquel encargo era
muy arriesgado para dos
novatos.
TIBURÓN
El teléfono comenzó a sonar.
Tiburón.
El conductor del coche tensó
los músculos, el tatuaje de su
cuello pareció transformarse en
una daga asesina. La chica
negra seguía concentrada en las
calles de Moscú, camino del
aeropuerto, y en los dos jóvenes.
Nastia le mostró con disimulo el
contacto del Martillo a Dima. Se
miraron fijamente a los ojos,
Tiburón seguía sonando,
llenando el ambiente del coche.
-¿No vas a cogerlo? –dijo la
mujer caribeña.
-Número oculto, querrán
venderme algo –mintió la chica.
Aquella situación era sospechosa
incluso para dos jóvenes.
-Quizás tengan alguna
oferta interesante, que no
podamos rechazar –bromeó Dima.
Su chica descolgó.
Antes de que pudiera decir
“hola”, el Martillo susurró al
otro lado para que solo ella
pudiera escucharla:
-No digas una puta palabra.
Te voy a dar un mensaje claro.
Luego diles a la negra y a ese
puto gilipollas que ha llamado
algún desconocido. Que se han
equivocado.
Nastia comenzó a mover el
pie derecho con nerviosismo.
Aquella llamada estaba fuera de
lugar, el Martillo la ponía
tensa. Siguió escuchando.
Dima, al darse cuenta del
movimiento repetitivo del pie de
su chica, le puso una mano en el
muslo. Algo no iba bien.
-A veces estas llamadas
comerciales son tan pesadas que
no te dejan oportunidad de
mandarlos a la mierda –dijo
Dima para calmar el ambiente.
-Sois dos jóvenes con mucha
suerte –siguió diciendo el
Martillo-. Dos chicos con mucha
suerte, pero solo una
oportunidad. Tenéis que
cargaros a los dos asesinos que
tenéis delante: a la negra y al
tipo duro. Nadie los echará de
menos. La recompensa merece la
pena.
Colgó.
Nastia siguió con el
teléfono pegado a su oreja
derecha durante unos segundos
más. Luego dijo, tratando de que
no le temblara demasiado la voz:
-No, no me interesa. Gracias
por la información. Me lo
pensaré.
-Son muy pesados –dijo Dima.
El conductor y la mujer
negra del vestido blanco no
abrieron la boca. En el coche el
ambiente estaba más frío
incluso que en la calle.
-¿Una mala oferta? –
preguntó de repente el
conductor que no había
despegado los labios en todo el
camino. Había empezado a
manejar el volante solo con su
mano derecha, la que más se veía
a los ojos de Nastia y Dima, que
dejaron de ver su mano
izquierda.
Dima tensó tanto los
músculos que comenzó a sudar. Si
hubiera sido un guepardo,
estaría listo para comenzar la
persecución de su presa.
-Una mala oferta, sí; de las
que no hay que hacer caso porque
siempre tienen letra pequeña –
dijo la chica.
-¿Estás segura? –dijo la
copiloto-. Quizás te estés
confundiendo, quizás podríamos
hablarlo.
-Si ella dice que es una
mala oferta, es una mala oferta
–repuso en tono neutro Dima.
Había visto a la mujer acercar
su mano a la pistola que
escondía en su cintura.
-Una oferta malísima –
sonrió Nastia. Sacó un cuchillo
de gran tamaño de su mochila, lo
clavó con agresividad en el
asiento del copiloto. La chica
negra no esperaba ni la
virulencia ni lo repentino de
aquel gesto. La herida no fue
mortal, solo la hirió de
gravedad.
Dima, a su vez, había sacado
su navaja y la había colocado en
el cuello del conductor. Visto de
cerca, el tatuaje no daba tanto
miedo.
Un cuchillo.
Un simple cuchillo.
-No muevas ni un músculo,
colega.
-Estás muerto, tío. Tú y esa
puta que va contigo –dijo el
conductor.
No había terminado la frase
cuando Dima le rebanó el cuello.
Nastia se había lanzado hacia el
asiento del copiloto, remataba a
la mujer negra y se hacía cargo
del volante.
-Nadie llama puta a mi
chica.
A pesar de que el Chrisler
dio varios bandazos, Nastia lo
controló con habilidad. Fue
frenando y buscaron una calle
donde abandonarlo.
El monovolumen estaba
desastrosamente sucio de sangre.
Ellos reían.
-Y, ahora, ¿qué? –dijo ella.
-Creo que estamos dentro,
cariño. Estamos dentro y hemos
sido capaces de cargarnos a dos
profesionales. ¿Has visto las
pistolas que tienen estos dos? –
dijo mientras robaba las armas
de los muertos.
-No eran demasiado buenos,
creo.
-O quizás nosotros sí lo
somos.
-Esperemos que llame el
Martillo.
-Esperemos que llame Oleg.
-Esperemos que llame el
Tiburón.
Comenzaron a reírse con
tanta fuerza que les dolió la
barriga. El politono del
teléfono móvil de la chica
comenzó a sonar: la famosa
sintonía de la película de
Steven Spielberg. Sin parar de
reír se miraron el uno al otro,
“¿dónde está el teléfono?”,
pensaron. El sonido llegaba
desde la parte de atrás del
Chrysler, oculto bajo la mochila
en el suelo. Nastia lo había
dejado caer cuando se lanzó a
rematar a la chica negra, de
acento caribeño que vestía con
elegancia.
El tiburón se aproximaba,
nadie podía hacer nada para
escapar de sus fauces.
Escrito en Albacete, con
tipografía Bohemian Typewriter,
porque me pareció divertido,
durante el mes de noviembre de
2021.
Cuentos originales sin
pretensiones de Miguel
Guillermo Ventayol Sarrión.
Natural Born Killers.
Familly Killer.
"Y en fin, lector amigo, si te
cuesta dinero leer mi obra, échala
las blasfemias que quisieres, que
tendrás razón; por si te la regalo
yo, o viene a tus manos en balde,
disimula lo malo que en ella
hallares, calla y déjala correr,
pues no te cuesta nada, y vivamos
todos; que otras cosas peores
tragarás al fin del día; y ya que te
agasajo yo en mis Prólogos, no me
injuries, que si logro el fin para
que escribo (que esto sólo te
callará mi amistad), puede ser que
no te contemple tanto; y aunque no
lo logre, también me reiré de ti, si
eres mordaz, como te tengo dicho en
mis Pronósticos. Y ahora, adiós,
amigo."
(Extraído del prólogo del Viaje
fantástico del Gran Piscátor de
Salamanca de Diego de Torres
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Familly Killer 2021

  • 1.
  • 2. Familly Killer 2021 Edición especial ASESINATOS. 1€ o intercambio. Miguel Guillermo Ventayol Sarrión
  • 3. INTRODUCCIÓN En ocasiones el Familly Killer se escribe solo, te lo dan, te lo regalan esos titulares de prensa desesperados por captar la atención de gente como tú y como yo. Las peores noticias escriben los mejores fancines. En ocasiones el F.K. lo escriben las vecinas que bajan la basura y dejan gotazos olvidados en el ascensor, o esos vecinos recién casados cuyos gritos provocan la lujuria, la envidia, la ira e incluso la gula. Aquel tipo que se fue a Francia y se ligó a la chica que tú jamás pudiste y, encima, te contó los detalles. El camarero que te cobra demasiado por un café con leche porque la crisis… A veces los crímenes pasan inadvertidos; si no los vigilan y juzgan esos que cuidan de nosotros como corresponde, como ni siquiera tú y yo sabemos. Porque tú y yo no sabemos cuidarnos, necesitamos a los vigilantes del bien. Con sus juicios y miradas limpias. El bien. El bien contra el mal es uno de los elementos que se barajan en este fancine de cuentos sin terminar; aunque, bien mirado, la muerte es el fin en cualquiera de sus facetas. O el inicio. Esta es la historia de muchas historias; aventuras para quien las vivió y sufrió. Este fancine habla del cuidado que debemos tener todos porque el asesino nos vigila, al mismo tiempo que nos vigilan quienes intentan protegernos. En un círculo vicioso en el que, hasta el asesino es fruto de esa vigilancia. En cualquier esquina, en cualquier lugar, sin importar los motivos; solo una cosa es necesaria: ser profesional. Como Leon. Son solo negocios, no es personal; aunque te cueste la vida. En este fancine te vas a encontrar a los Asesinos Rusos, a los buenos Asesinos, a la asesina caribeña, al Asesino de Amelie Blanchet, al Asesino de Ángela Casamayor, asesinos anónimos y, sobre todo muertos. Nada más. Asesinatos sin sentido, en el peor sentido de la palabra, ¿por qué? La muerte es solo el principio.
  • 4. ASESINOS RUSOS Nastia y Dima se encontraban sentados frente a la pantalla de 80 pulgadas que habían comprado en el Sony Center del Gum, el centro comercial con más glamour de Moscú y, como consecuencia directa de ello, el más caro de la capital rusa. Su ubicación frente a la Red Square, como solían denominarla los casi veinte millones de turistas que cada año pasaban por sus adoquines; un lugar de peregrinaje para visitantes extranjeros y tantos otros de la propia antes llamada Unión Soviética. Veinte millones eran muchas personas. Nastia y Dima no eran conscientes de la multitud: habían crecido con los extranjeros caminando y fotografiando su ciudad. Uno, mil, un millón. Visto uno, vistos veinte millones, todos se parecían entre sí. El centro comercial disponía de una entrada luminosa y bien comunicada, aunque ellos prefirieron el acceso al Gum a través del aparcamiento del Paseo Velosnhy que unía las calles Nikolskaya e Ilinka. Subieron a la tercera planta con cierta prisa; sabían dónde se dirigían, el dinero les quemaba en el bolsillo. Aunque decir dinero es una manera anticuada de hablar, por no mencionar que el término dinero plástico te clasifica entre los memos que añoran los años 80 y películas del tipo Wall Street. Nastia y Dima conocían la diferencia entre tener dinero y no tenerlo. Entre tener mucho dinero y ser un trabajador vulgar. Habían crecido en el Moscú del futuro, la Rusia de las oportunidades. Su nueva tarjeta apenas tenía unas cuantas horas de vida, estaba repleta de números, brillaba en el bolsito de Nastia, un viejo souvenir con el Slimer de Ghostbusters grabado. De hecho, su tarjeta era tan nueva que ni se habían molestado en retirar la pegatina para la firma del dorso. Dinero plástico. Cuarenta y ocho horas antes no hubieran soñado con subir las escaleras del centro comercial. Hoy sí. La Rusia de las oportunidades, dijeran lo que dijeran sus abuelos. El Moscú del futuro. Pensaron incluso en comprar una Tablet para cada uno. Las Tablets eran un artículo de ostentación, a ellos no les servía para nada, no como a sus amigos del instituto que habían conseguido acceder a la universidad y soñaban con un iPad más que con un trabajo bien remunerado. La televisión de 80 pulgadas era mucho mejor que aquella birria diminuta. Para ver sus películas favoritas en unas dimensiones acorde a sus gustos, lo más parecido al cine que podían imaginarse. Porque ir al cine era un lujo y una antigualla pasada de moda. El dependiente los miró con recelo durante cuatro minutos intensos, ¿existe en el mundo mirada más gélida y escrutadora que la de un dependiente moscovita? Comprobó su tarjeta de crédito, recién emitida, así como la identificación del carnet de conducir de Dimitry. Algo en su vestimenta resultaba inapropiado; así como su manera de comportarse con una tarjeta
  • 5. de crédito cargada. Eran demasiado jóvenes y distraídos para adquirir aquella televisión, la más grande del mercado, la más cara del Sony Center, la más llamativa de toda la tienda. Dos chicos rubios de cerca de veinte años. Dos chicos rubios con ojos azules cristalinos y el pelo corto, despeinado adrede. El dependiente no encontró nada ilegal a pesar de buscarlo con tesón. Un sexto sentido le previno para que guardase en su retina la cara de aquellos jóvenes, seguro de que el dinero no procedía de un trabajo honrado como sin duda era el suyo. El Moscú de las oportunidades. Las cámaras de seguridad y la policía harían el resto si se demostraba que los dos jóvenes desaliñados tenían algo que ocultar. El dependiente se ciñó al protocolo de intercambio y les dijo que sí, podrían llevarles la televisión a su casa sin coste adicional. Porque la televisión ya incluía un sobrecoste más que suficiente, aunque esta parte se la guardó para sí mismo el dependiente, agradecido de la estupenda comisión que acababa de recibir sin apenas esfuerzo. —Esta misma mañana, sin falta, la tendrán en su domicilio, si son tan amables de indicarme la dirección —les dijo. Todo rápido, a la velocidad del corredor de cien metros. El Moscú del futuro, del presente. Apenas unas horas más tarde, Nastia y Dima estaban viendo una vieja película de los 90 que les volvía locos: Scream. Sin siquiera hacer un esfuerzo prolongado eran capaces de recordar la primera vez que habían visto a Drew Barrymore gritar histérica mientras se preparaba unas palomitas de maíz en la cocina de su casa. Aún podían revivir la cara de placer y felicidad que surgió de sus rostros en aquella sesión de cine de miedo en casa de su amiga Irina. ¿Cuántos años habían pasado? No demasiados, para ellos el día de antes era pasado, el futuro era una palabra con la que los viejos asustaban a los niños y adolescentes. Tiempo y destino eran invocaciones, como el juego de la güija. Durante aquella sesión de cine adolescente se miraron el uno al otro, enamorados ya antes del tercer asesinato en la pantalla. Tuvieron la certeza de que eran los únicos que no sentían el más mínimo temor. Por el contrario, su sangre se había excitado de manera extraña, un leve rubor había maquillado sus mejillas de porcelana. Además, ellos sabían que el rostro de la actriz protagonista de ET y Los Ángeles de Charlie no era nada comparado con la cara que se le quedaba a una persona de verdad, el gesto de una persona real, normal y corriente, al clavarle un cuchillo en el cuerpo. Frente a su nueva televisión, revisando aquel clásico del cine adolescentes, los dos jóvenes moscovitas rememoraron lo sucedido apenas dos días antes. Cuarenta y ocho horas que habían cambiado para siempre su manera de entender Rusia, su manera de ver y vivir la vida. Había condicionado su futuro en todos y cada uno de
  • 6. los aspectos vitales de su existencia. Aquella era la realidad de la nueva Rusia, les había dicho el tipo que les hizo el encargo. ¡Bienvenidos a la nueva Moscú! La Rusia de las oportunidades. —La realidad de la nueva Rusia son chicos jóvenes tomando las riendas, haciéndose cargo de sus propios proyectos con determinación. La realidad de la nueva Rusia sois vosotros; el presente, chicos. Silabear esta sencilla palabra había sido suficiente, con ella se había ganado su entera confianza. Ellos no pensaban demasiado en el futuro, mucho menos en el pasado. El presente era lo que importaba; además, aquel simple trabajo les había reportado unos beneficios comparables al salario de un ejecutivo un buen año. Algo a lo que ni ellos, ni sus familias, tenían acceso. Para certificarlo, allí estaba su nueva adquisición: la televisión más grande que existía en el centro comercial. Para certificarlo, guardaban dos móviles de última generación en los bolsillos de sus respectivos pantalones vaqueros. Se habían trasladado a un ático de doscientos metros cuadrados totalmente equipado con algunos electrodomésticos y accesorios que Dima y Nastia no habían visto con anterioridad. Lo alquilaron a través de una moderna inmobiliaria de Moscú cuyo gerente puso la misma cara de incredulidad que el dependiente de la tienda de electrodomésticos, por más que se denominase Sony Center. Pero en la Rusia moderna, como en la vieja Europa, las caras de incredulidad ceden un paso a las tarjetas de crédito, la desconfianza pierde la batalla en estas ocasiones. Los jóvenes lo sabían de sobra. Una cosa que tanto el dependiente de la tienda del centro comercial, como el gerente de la inmobiliaria sabían y habían aprendido en la nueva Rusia era que las cosas ya no eran como antes; no todas, al menos. Los comerciantes lo habían memorizado conscientes de que los últimos cuarenta años habían cambiado a la gente, habían cambiado la manera de ver las cosas y su entorno era mucho más abierto, al menos en lo comercial. No importaba la procedencia del dinero, importaba cuánto tenías. ¿Dos ladrones? Podría ser. Poco importaba. ¿Dos asesinos? Nadie lo hubiera pensado. Las transferencias estaban hechas, confirmadas y comprobadas. Si algo sucedía, si alguien tenía que preocuparse, lo haría después. Ellos, dependiente y gerente de la inmobiliaria, habían hecho la venta y obtenido su comisión a cambio. Nada más importaba. Mientras, los dos veinteañeros comían porciones de una Super Supreme del Pizza Hut, viendo películas antiguas y disfrutando de gritos, sangre, y salsa especial de su pizza favorita. El motivo por el cual miraban encantados la película, obnubilados frente a cuchillos brillantes y sustos de serie B, era porque ellos conocían ese mismo placer: lo habían
  • 7. experimentado. Placeres compartidos que no podrían explicar sin la presencia de un psicoanalista o un guionista de cine. Apenas cuarenta y ocho horas antes habían utilizado el ejemplo de Scream: un cuchillo afilado como un buen profesional, con un plan trazado de antemano, sin complicaciones porque cualquiera sabe que un plan complicado falla. Los planes directos eran los crímenes perfectos. No hacía falta ser estadounidense, ni encontrarse en la lista de más buscados del FBI o la Europol. Sólo había que estar atento a las películas y a las series, a los programas de televisión. A las redes sociales. El siglo XXI era una mina de información; desordenada quizás, información, a fin de cuentas. A ellos les preocupaba la sencillez por la sencillez, la rapidez y, sobre todo, sobre todo, la pasión y la excitación del asesinato de dos adolescentes y su madre. Tampoco era matar por matar. No. Era matar por dinero, matar por encargo. Ellos lo transformaron en matar por dinero y por placer. Tan sencillo como llamar a la puerta, poner cara de buena persona, preguntar si vivía Andrej en el edificio y clavar el cuchillo lo más profundo que la fuerza de muñeca, antebrazo, brazo y hombro pudieran. —¿Cuántos centímetros crees que ha entrado el cuchillo? — Preguntó Nastia. —No sé —contestó Dima emocionado, con sonrisa de porcelana—. Quince centímetros, seguro. Una buena herida. Aunque no lo suficiente para matarla —volvió a decir mientras miraba a aquella mujer tirada en el suelo. Gritaba y se retorcía de dolor. Estas sensaciones no aparecían en Scream. Natacha se arrodilló al lado izquierdo de la mujer y le clavó el cuchillo diez veces más, tantas como fueron necesarias para que la mujer dejase de patalear. Entonces aparecieron sus hijos, atraídos por el ruido y los gritos de su madre. Ellos no chillaron, se quedaron petrificados ante la imagen de su madre muerta, ante la imagen del tremendo charco de sangre que llenaba la entrada de su casa y parte del pasillo. Incapaces de moverse o defenderse. Dimitry se acercó y acabó con ellos en apenas unos minutos. Eso no lo decían en las películas, eso no lo mencionaban en las series. En Scream a veces aparece insinuado, aunque la realidad marca la diferencia: la mayoría de las personas se queda congelada ante el terror, paralizada por el miedo, observando cómo el cuchillo se acerca, cómo se clava y cómo se retuerce desde la tripa hasta la columna vertebral. Puedes contemplar la sangre correr y quizás, sólo quizás, algún detonador interno te permita defenderte cuando ya es tarde. No es lo habitual. La mayoría de las personas ha crecido con el miedo insertado en sus genes. La mayor parte de las personas nace y crece sabiendo que el miedo es la mejor defensa en un mundo cruel. Incluso hay quien piensa que el instinto animal te permitirá salir corriendo.
  • 8. Falso. Casi todas las madres y padres de este mundo enseñan que hay que tener miedo a los progenitores, a los maestros, a los jefes, a la soledad, al despido, al hambre. Miedo. El miedo paraliza, no permite que corras; aunque veas un cuchillo. El miedo que te enseñan de niño es el mismo miedo que facilita su labor al asesino. Nastia y Dima no lo sabían, pudieron comprobar que lo normal es que sigas mirando con incredulidad cómo la vida sale de ti, preguntándote cosas tan triviales como quiénes son esas personas o si el ruido de fondo es lluvia o nieve. Tres inocentes muertos. Un trabajo tan bien hecho que a Dima y Nastia les reportó un ingreso de 800.000 rublos. Sin duda era un trabajo bien hecho, sencillo, rápido, sin complicaciones, sin testigos, sin flecos. Si hubieran sabido quiénes eran Bonnie y Clide, o hubieran conocido su historia, quizás habrían pensado en la posibilidad de ser los nuevos B. y C, de Rusia, pero a ellos no les interesaban ese tipo de películas. Podrías preguntarle por Fredy Krueger, por Scream o por Jason, podrías preguntarles cualquier detalle sobre la Matanza de Texas, no por asesinos en serie con aspecto de modelos de marca de yogur. El trabajo había concluido. Miraban la televisión y comían pizza. Esperaban a que el tipo que les habían hecho el encargo contactara con ellos de nuevo. Habían superado la primera prueba, habían pasado las primeras y críticas 48 horas, en las que la policía tiene un mayor porcentaje de capturar a los criminales. Esperaban y disfrutaban del plan perfecto frente a una de sus escenas favoritas: Matthew Lilard apuñala a su amigo para simular que a ellos también los había atacado el asesino en serie del teléfono. Lo apuñala después de haber recibido él mismo una puñalada. En esta escena Stu (el personaje de M. Lilard) se ríe pensando que su plan es perfecto, mientras su amigo lo apuñala para despistar a la policía. Las puñaladas le duelen, como es normal. Se lo dice a Skeet Ulrick. Dos jóvenes adolescentes de los Estados Unidos de América haciendo realidad el sueño del crimen perfecto. Bajo la atenta mirada de la pobre chica a quien se lo han hecho pasar fatal durante toda la película, y su padre, tirado en el suelo de la cocina, soportando a dos tipos zumbados liándose a puñaladas y divagando sobre si las películas crean a los psicópatas o los psicópatas lo son por ellos mismos. —¡Las pelis americanas nos han hecho así! —Gritaron Nastia y Dima, embobados frente a su enorme televisión de ochenta pulgadas. —Pero la mafia es la que nos ha pagado por hacer lo que más nos gusta —se carcajeó Dimitri. (Vale, me has pillado)
  • 9. SINTIÉNDOME BIEN Sonó Feelin' blue de la Creedence Clearwater Revival. Martin no dejaba de preguntarse cómo era posible que los grupos del siglo XXI no sonaran como la Creedence. ¡Era obligatorio! Era un requisito mínimo. Al menos eso le parecía a él, que se sentía como el Nota de los Hermanos Cohen, salvo que, si alguien era tan inconsciente como para robarle su material de la Creedence Clearwater Revival, encontraría al capullo que lo hubiera hecho. Luego, con la mayor tranquilidad del mundo, le sacaría los ojos con su cuchillo de campo mientras contemplaba cómo se desangraba. ¡El Nota! ¡Qué gran personaje! La vida de ningún capullo idiota merecía la pena tanto como la discografía de la Creedence. No se sentía triste, la verdad; pensar en el asesinato que le habían encargado le ponía de muy buen humor. Era la cosa más sencilla que le habían encargado desde el secuestro de los hijos de aquella actriz de series de televisión enganchada a la heroína. Joder, aún recordaba como tuvo que acostarla en la cama porque podría haberse ahogado con su propio vómito. Llevarse a los niños no fue un secuestro, fue un acto de caridad. Todavía se reía al recordarlo. “No era tan sexy con la vomitona corriéndole por el pelo”. La nueva propuesta era tan sencilla que le provocaba vergüenza. Estaba en el top ten, siendo modesto, porque apenas había cinco asesinos capaces de acometer con profesionalidad ciertos encargos. Sus tarifas no mentían. El hecho de que nadie conociera ni supiera de su existencia, salvo la Familia y algunos miembros de los servicios de seguridad de Oriente Medio, le conferían una tranquilidad y letalidad suficiente. Se vistió de arriba a abajo, como le había enseñado su padre. Primero la camisa de quince dólares, nueva y recién planchada, de color crema. Unos vaqueros Levis’ de cincuenta pavos, lavados a la piedra, sin marcas, sin roturas, sin campanas, clásicos. calcetines oscuros, mocasines. Pensó si utilizar el cinturón. Sí, el cinturón siempre confería un aspecto más serio, dentro de lo informal que vestía. Suficiente como para pasar desapercibido. Gafas metálicas con cristales sin graduación, unas gotas de gomina en el pelo peinado con raya, a la izquierda, los labios algo abiertos. El gesto bobalicón era una de las simplezas que más confianza ofrecía a la mayoría de las personas. Un elevado porcentaje de personas se sentía superiores frente a alguien de aspecto bobo. Era su mejor máscara. Todo el mundo se fía de alguien con cara de tonto. Él no lo era en absoluto. Repasó la habitación del motel: sin huellas, sin rastro. Ni los idiotas de la serie CSI adivinarían rasgos de su comportamiento ni atenuantes o pistas que seguir. Salió de la habitación con un trolley mediano. El primero en caer fue el encargado de aquella cadena de moteles de carretera. No tuvo
  • 10. que decir ni una palabra. Sólo un disparo como respuesta al “buenos días, ¿ha pasado usted buena noche?”. Le seguía sorprendiendo la obstinación de millones de personas por tener la dentadura perfecta para sonreír a desconocidos. Quizás no usaran desodorante, no escuchasen a la Creedence, o no vistieran bien. Ni siquiera se esforzaban por hablar de manera correcta. Eso sí, obligatorio lucir dientes alineados y brillantes. Luego se acercó a la cafetería, allí encontró a una camarera que recordaba del día anterior. Una lástima asesinar a chicas guapas. Por otro lado, que se hubiera quedado en su país. ¿Quién le había dicho que en Estados Unidos se vivía mejor que en el rincón de Sudamérica del que se hubiera escapado aquella monada? “Aquí no se vive mejor, reina. Aquí se muere mejor”, pensó. Un disparo en la frente. Otro disparo al gordo que desayunaba en la esquina cuyo futuro, a juzgar por el azúcar y calorías del plato que tenía delante, así como el tamaño de su cuello, no podía ser muy diferente a la muerte que acababa de recibir. Mejor un disparo que un ataque al corazón mientras conducía su furgoneta Ford llevándose por delante a varias familias en la carretera. ¿Tendría la dentadura brillante? No pararía a comprobarlo. Era un buen asesino. Su trabajo, se le daba bien, no cuestionaba los motivos. Era un buen asesino. Se sentía orgulloso. ¿Cómo se llamaba el asesino que compartió el monte Calvario con nuestro señor Jesucristo? ¿O era un buen ladrón? Daba igual, él era el buen asesino. ¿Cómo iba el contador? Un tipo de aspecto osco y falsa sonrisa en la que se había gastado miles de dólares que pasaba/perdía quince horas al día detrás del mostrador de una cadena de moteles. Una sudamericana a quienes todos querían follarse por ser camarera y extranjera. Y el gordo. Matar a un gordo era un acto de caridad. El asesino odiaba a los gordos, aunque no menos que a los calvos. Podría matar gratis a un gordo calvo. Echó un nuevo vistazo al local. Eran las siete de la mañana, no tardarían en llegar los clientes. Cuando apareciera el primer tipo soñoliento con ganas de un café aguado, él ya estaría en otro lugar: cincuenta mil dólares más lejos. Resultaba increíble la facilidad y sencillez de aquel trabajo. Tenía sus dudas al respecto desde el inicio; algo en su interior le hacía desconfiar. Demasiado sencillo, indigno de su categoría, pero un encargo de la Familia era un encargo que no se podía cuestionar. Sus sospechas le hicieron cubrirse las espaldas: había liquidado a aquellas personas en orden inverso a cómo decía el encargo. Le dijeron que tenía que matar a tres personajes anónimos en un orden concreto. Olía a trampa a cincuenta mil dólares de distancia. Si alguien lo esperaba, estaría preparado. Sopesó sus opciones. Alteró el orden y aparcó su Lexus gris en la parte de atrás. Si alguien
  • 11. quería tenderle una trampa, tendría que ser muy bueno. Solo había tres capaces de hacerlo. Quizás dos. ¿Cuánto le pagarían por ello? Condujo sin sobrepasar el límite de velocidad por la estatal, buscó una cabina donde realizar la llamada de confirmación. Quedaban pocos teléfonos públicos, no estaban pinchados. En aquellos momentos, la atención de los cuerpos de seguridad de todos los estados, se centraba en los correos electrónicos, redes sociales y móviles. No en cabinas viejas. —Hecho —dijo cuando escuchó que en el otro lado descolgaban el teléfono. Colgaron al escucharlo. Aquello era todo. Tres tipos anónimos asesinados en mitad de ninguna parte. En un estado que no importaba a nadie, salvo a las personas que vivían en él. Volvió al coche, dejó pasar un minuto mientras observaba la carretera y el entorno más cercano. Se quitó las gafas de montura metálica, aceleró su Nexus y se acodó en la ventanilla. Se miró en el retrovisor y vio reflejada su imagen de bobalicón. Sonrió. Se despeinó la gomina y endureció el gesto apretando las mandíbulas. No podía parar de pensar en que algo extraño estaba sucediendo. Sus músculos estaban rígidos por la concentración y la tensión. Encendió la radio y, como por arte de magia comenzó a sonar Ramble Tamble. Algo estaba pasando, no lo iban a pillar despistado, aunque lo primero era lo primero: subir el volumen de la radio para escuchar a la Creedence como corresponde. “A toda ostia, oh yeah”.
  • 12. UN MAL DÍA SIEMPRE PUEDE IR A PEOR Capítulo 1 —¿Qué tenemos? —El inspector preguntaba antes de mirar, un defecto profesional que le funcionaba. Algunos de sus discípulos más descarados le podrían haber dicho que mirara y lo viera con sus propios ojos; nadie se atrevía. Además, tampoco merecía la pena cuando conocías el carácter del inspector. —Cuatro puñaladas. Una mujer de cuarenta y tres años apuñalada poco antes de salir de fiesta o a cenar, lo estamos comprobando. —Por el tono de voz, bien podrían haber estado hablando de fútbol, del tiempo o cómo hacer un estofado al horno. La rutina policial requiere distancia. —¿La han violado, le han robado, ex novios, ex marido? — preguntó impaciente el inspector, sin dejar terminar a su subordinado que miraba la libreta. Aquel era un gesto aprendido y que escondía cierta timidez, a pesar de conocer los datos de memoria. A pesar de su profesionalidad, el inspector le imponía. —Ni robo, ni violencia —dijo el policía—; sólo lo que ve. Tal cual lo encontró el vecino del tercero cuando bajó a pasear al perro y tirar la basura. Perro y amo se cagaron encima. De ahí el olor. Inspector y policía se miraron sin sonreír, aunque no por falta de ganas. Estaban concentrados en la sangre, al cuerpo de la mujer, su vestido de fiesta, las piernas abiertas en una posición cómica, la mirada sonriente. Desconocían que la mujer de 43 años no había sufrido antes de fallecer, esa información la recibirían después del médico forense. Aunque tampoco les preocupaba mucho debido a la mencionada distancia policial. El inspector solía decir a su subordinado la poca importancia que tenía para un muerto si había sufrido o no. El subordinado no estaba de acuerdo con él, se guardaba de manifestarle su opinión. —Va muy arreglada, ¿sabemos con quién había quedado? — insistió el inspector. —Lo estamos comprobando, al parecer tenía una cena de empresa. —¿Antiguos novios? —repitió el inspector. —No lo sabemos aún, creemos que no. —El sargento conocía la insistencia y su tendencia a las preguntas reiterativas del inspector. Le hacía gracia, pero era su manera de ir comprobando poco a poco que cada cosa estuviera en su lugar. —¿Habéis comprobado las llamadas del móvil? —No. —No habían tenido tiempo, pero en el siglo XXI las nuevas tecnologías facilitaban el acceso a mucha información. Toda esta información era asequible a los cuerpos de seguridad del Estado. A su total disposición, la seguridad frente a la privacidad. —Hacedlo lo antes posible. Y hablad con los compañeros de trabajo, quiero saber cómo era, con quién tomaba café, cualquier cosa que nos dé una pista. Esto huele raro –dijo. Y casi en un susurro-. Muy raro.
  • 13. —¿A qué se refiere con raro, inspector? –Estaba claro que no se refería al olor procedente de los excrementos del vecino y su perro. —Mira las puñaladas. Son cuatro. Certeras. De hecho, mucho me equivoco si te digo que la primera ya acabó con su vida y el resto han sido para disimular —dijo mientras se agachaba haciendo crujir sus rodillas de viejo jugador de fútbol, e indicaba los puntos concretos a los cuales se refería—. O yo estoy tan oxidado como mis rodillas, o estas puñaladas las ha efectuado un profesional que luego ha querido que pareciera un acto pasional. Si hacemos caso a los manuales, y yo sé que a ti te gusta mucho. Las puñaladas indican algo pasional, aunque…esto de aquí… —dijo señalando a la fallecida del ascensor—, esto de aquí es otra cosa. —Esperaremos a ver qué nos dice el forense en la autopsia — trató de cortar el subordinado. Por un momento quiso reconocer una debilidad en el inspector, como si de verdad le importasen los últimos momentos de vida de aquella mujer. —Puf. Eso es mucho esperar. Los dos policías se miraron el uno al otro y luego miraron la cara de la muerta, con su tremenda sonrisa de placer dibujada en el rostro. Capítulo 2 Ángela Casamayor salió de casa a las 6.35 horas, como todos los días desde hacía dos meses y medio. Tomaba el urbano número 4 a las 6.45 horas después de caminar apenas ocho minutos desde la puerta de su casa, el tiempo era importante cuando uno lo pierde en el transporte público, o cuando el transporte público puede hacerte perder un día entero. Allí esperaba de pie, en la parada del autobús, junto a un chico discapacitado con su mono azul de empresa, impoluto y siempre recién planchado. A su lado una mujer ecuatoriana con aspecto soñoliento y olor a colonia infantil de una edad incierta entre veinticinco y cuarenta años. Algo más allá bostezaba un marroquí de amplia sonrisa, junto a una señora de más de cincuenta años. Llegaba a la parada de autobús que estaba a escasos metros de su trabajo a las 7.25 horas para fichar a las 7.30, poner en funcionamiento los ordenadores, encender las luces de las distintas oficinas de la quinta planta de su edificio, limpiar, preparar y encender la máquina de café, gastar cuarenta céntimos en el primer cortado de la mañana y revisar las plantas del despacho del general manager. Llevaba a cabo sus tareas sin entusiasmo, aunque de manera minuciosa. Se centraba en los detalles. Cada día se preguntaba lo mismo, siempre la misma cuestión: ¿Cómo era posible que todo funcionase con esa normalidad? El autobús llegaba a tiempo, los ordenadores se encendían, la
  • 14. máquina de café daba café…las papeleras estaban llevas de porquería. Se lo preguntaba todos los días mientras arrastraba sus pies de un despacho a otro del edificio a una hora tan temprana que se sorprendía de que su propia cabeza funcionara. Gracias a la empresa de trabajo temporal, se aproximaba al tercer mes de trabajo en su nueva empresa y lo estaba haciendo bien, muy bien. De hecho, tras el despido de Lourdes una semana antes, ella era la encargada de abrir las instalaciones y realizar algunas tareas administrativas. Su contrato expiraba al sexto mes. Por otra parte, el responsable de recursos humanos le había explicado días antes que el general manager había puesto su confianza en ella, “de manera personal”, fueron sus palabras exactas. Asimismo, le comunicó que se le modificarían los horarios, al igual que las condiciones laborales, no las salariales, por supuesto- “Debido al actual contexto de crisis, era necesario un esfuerzo por parte de todos los miembros productivos de la empresa para relanzarla. Entonces veremos si podemos alcanzar la subida estipulada correspondiente”. Ella apenas sabía de crisis y de contextos, sólo sabía que tenía trabajo. A fin de cuentas, lo que importaba: trabajar, trabajar y ganar dinero. El hecho de que no la despidieran al sexto mes, tal y como habría sucedido de no despedir a Lourdes, ya era una buena noticia, ¿qué le importaba a ella el sueldo o madrugar? Trabajar, trabajar y trabajar. Ángela pensaba que su mala racha había concluido de una vez por todas, la suerte le sonreía. Una oferta de trabajo el mismo mes en que expiraba el subsidio por desempleo era una casualidad que ella había transformado en señal y designio. Cuando vio el anuncio del portal de ofertas de empleo de Internet, donde se anunciaba administrativo con dotes de ventas, conocimientos de inglés y francés y disponibilidad horaria experimentó un leve temblor en el estómago. Su perfil. No lo estropearía. No volvería a entrar en el despacho de ningún jefe, director, responsable o general manager a exigir derechos, mejoras laborales, ascensos o nada similar. No lo estropearía, no. No volvería a ponerse en manos de ningún sindicato; de hecho, se había dado de baja de Comisiones Obreras por si los jefes la investigaban y sospechaban de ella. Que otros se ocuparan de reivindicar y de luchar. Ella había tenido su oportunidad y lo había estropeado, se había quedado en paro, había agotado sus ahorros de diez años de esfuerzos y para qué, ¿para mantener el orgullo elevado? Orgullo y dignidad son dos palabras volátiles. Aquellas tonterías habían quedado atrás, trece meses de paro colocaron su orgullo laboral y personal por los suelos. Administrativo con dotes de ventas, conocimientos de inglés y francés. Ella era eso y un poco más. Licenciada en Económicas,
  • 15. sería capaz de desarrollar aquellas tareas sin pegas. Ahora era la encargada de abrir las instalaciones y limpiar las papeleras antes de que llegara el resto de compañeros. Ya llegaría el momento de demostrar todas y cada una de las líneas de su currículum, ganadas con sudor, becas y lágrimas. A primera hora de la mañana, sus compañeros llegaban a sus puestos de trabajo. Algunos la saludaban, el resto simplemente se arrastraba a sus ordenadores, sus rincones y, por este orden, a la máquina de café. Las rutinas estrictas facilitaban que el sistema funcionase. Era una de las pequeñas explicaciones que Ángela se daba a sí misma para comprender el funcionamiento del engranaje. Tras las tareas iniciales, se encaminó a su ordenador en una zona alejada del resto de compañeros. —Ángela —le dijo el general manager por la línea interna de teléfono, alejándola por unos instantes de sus pensamientos—. ¿Puedes venir un momento a mi despacho? Tráete la grabadora. —Entendido —dijo ella. “Un paso adelante, un paso adelante, no lo estropees, no lo estropees”, iba pensando por el pasillo de camino al despacho del general manager. Era consciente de que las grabaciones y las cartas eran competencia de Rosa, pero no era culpa suya si el jefe la llamaba a ella, no a Rosa. Aquella era otra de las enseñanzas que había aprendido: cada cual debe mirar por sí mismo. Los amigos se hacen en la calle, no en el trabajo. —Buenos días, Ángela, pasa y cierra la puerta, por favor — dijo el general manager con amabilidad, sin apenas dirigirle una mirada. Estaba concentrado, o eso parecía, en unos documentos sobre su escritorio—. ¿Has traído la grabadora? —Buenos días, señor, sí, sí — contestó Ángela. Era la cuarta o quinta vez que penetraba en aquel despacho y no podía evitar relacionar el olor, el aroma de la mesa, del cuero de los sillones y de las plantas junto al ordenador, con el poder, con el dinero. En la pared había colgadas varias láminas de pintores famosos, de esas que se adquieren en las tiendas de hogar, desentonaban con el resto de la decoración de objetos caros. Aquellos cuadros sólo se encontraban en las salas de estar de los centros médicos. —Bien, bien, como imagino que te dijo José Roberto, la empresa tiene muchas esperanzas puestas en ti. Confiamos en que las nuevas responsabilidades que se te han encomendado no supongan ningún inconveniente —empezó a decir obviando que estaba sobre cualificada para aquel puesto. Su tono de voz era cautivador, estaba acostumbrado a no alterarlo porque todo el mundo a su alrededor debía escucharlo. —Sí —contestó con rotundidad, sin saber si era una pregunta lo que hacía el general manager. José Roberto era el responsable de Recursos Humanos de la empresa, el mismo tipo con quien había hablado poco tiempo antes. —Esta noche la empresa tiene que asistir a la celebración del aniversario de
  • 16. la Confederación de Empresarios. —Ángela empezó a tomar notas en la libretilla de tapas negras con el logotipo de la empresa—. Por ese motivo he pensado que es el momento adecuado para que conozcas más en profundidad los entresijos de nuestra compañía y que nos acompañes en esta velada. Confío en que no suponga ningún inconveniente para ti, ¿verdad? Ángela paró de escribir porque ni comprendía ni sabía qué debía anotar. Pensó a la máxima velocidad que pudo, incapaz de articular palabra. Años atrás hubiera puesto en su sitio a aquel tipo que se le insinuaba de manera velada, pero era el año 2021, su año de la suerte. No comprometería su trabajo por una insignificancia, no comprometería un ascenso o la posibilidad de renovación por algo tan tonto como dejarse follar por el jefe. Al fin su mente consiguió reunir las piezas del puzle. Si no hubiera sido por el amargor que sentía en la garganta, habría sonreído. No dijo nada. —Paco, mi chófer, pasará a recogerte a las ocho y media. Procura ser puntual —dijo de manera cortante. Había comprendido que Ángela tenía asumida su condición de mujer objeto. No había puesto el menor impedimento. Tomó la inservible grabadora, tomó la libreta de apuntes y se alisó la falda antes de levantarse. No se molestó en mirar a los ojos de aquel tipo de cincuenta y tres años, gafas metálicas, aspecto de homosexual fingido y pervertido, traje de Emidio Tucci, camisa a medida y corbata de cien euros. Su tono de voz no había experimentado la más leve alteración. —Podría ser peor —se dijo Ángela en un susurro, de vuelta a su ordenador—, me podría haber tocado el de recursos humanos. Al menos este hombre es el tercer grado en el escalafón de la empresa. Si me lo follo bien, quizás me hagan un contrato indefinido. En el fondo iba pensando que aquel jefe suyo, por más título que tuviera, a pesar de su traje y del tono de voz, no dejaba de ser otro arribista más, de los que había conocido tantos. Carente de estilo, parecía más sacado de un anuncio de revista de moda. Los cuadros en la pared lo delataban; todo lo demás no era sino impostura obtenida a base de dinero, el camino más sencillo para simular estilo. El rostro de Ángela, a quien nadie miraba, dejó escapar una lágrima. No permitió que llegase siquiera a las mejillas, no lo permitiría, estaría a la altura de las circunstancias. 2021 era su año de la suerte, ¡sin duda! Unas cuantas horas más tarde, Ángela se concentraba en sí misma. Se maquilló en apenas diez minutos, se arregló con el vestido que utilizaba para las fiestas de Navidad, el corto por arriba y corto por abajo. Se colocó el sostén con relleno que alzaba un poco el busto y se miró al espejo. No sintió vergüenza en absoluto, debía mantener el trabajo a toda costa, le había costado demasiado tiempo y demasiadas entrevistas acceder a aquella empresa, una compañía con uno de los mejores convenios que
  • 17. conocía, con buenas condiciones laborales y posibilidades reales de ascenso. Sobre el papel. No se engañaba, los jefes seguían aprovechándose de sus subordinadas y subordinados y pocos, por no decir, poquísimos denunciaban. Mientras terminaba de retocarse el pelo y perfumarse las muñecas, se imaginó cómo sería el sexo con un tipo como aquel. No sintió nada en absoluto. Ni ira, ni asco, ni aburrimiento vital. De fondo sonaba una emisora en la radio con éxitos de los años 80, ¿era Fleetwood Mac? Sí. Desconocía aquella canción. Fue gracias a la versión de habían hecho mucho más tarde los Cranberries, que la identificó, así como su estribillo: “puedes ir por tu propio camino”. Abrió el cajón de su mesita de noche, recordaba que en su interior encontraría aún una caja de preservativos. Una cosa era la dignidad, otra bien diferente la estupidez. Cogió los dos condones que quedaban, los escondió en uno de los bolsillos interiores del bolso y salió de casa. Cerró la puerta con llave, sin preocuparse de mirar en el rellano. Se dirigió al ascensor, entró y pulsó el botón B, bajo. Seguía sorprendiéndole que nadie se molestara en cambiar aquel botón que algún adolescente había deformado quemándolo con un encendedor. Con ella subió un pizzero con la caja roja plastificada vacía, se notaba por la falta de peso y el doblez de la bolsa. El repartidor llevaba la gorra calada hasta los ojos y la riñonera de propaganda colgando en la cintura. El ascensor tenía capacidad para cuatro personas, pero aquel tipo era grande, muy grande, “debe dedicar mucho tiempo al gimnasio”, pensó Ángela, “estos chavales de ahora”. Aunque no era el típico adolescente, ni siquiera se molestó en mirar lo guapa y resplandeciente que estaba Ángela. ¿Cómo era posible que un hombre no le mirara el escote? Sospechó durante una milésima de segundo. Entonces Ángela se concentró en aquel tipo. Algo no cuadraba en su aspecto. Le sonrió y se sonrió a sí misma recordando las veces que había bromeado con sus amigas al respecto del porno- pizzero. Sospechó una milésima de segundo más, un tipo grande junto a ella. Hubiera sido una buena ocasión para tener sexo ocasional sin más. Un tipo adecuado en el momento adecuado. Además, llevaba dos condones en el bolsillo interior del bolso. Siguió sonriendo sin saber cómo o cuándo parar.
  • 18. EL ASESINO DE AMELIE Apenas había luz en la rue de Caumartin. El paseo sufría un cambio tremendo al caer la tarde: lo que era una calle comercial repleta de trabajadores y turistas de día; por la noche apenas si un par de personas la recorrían, currantes que volvían del trabajo. Ella era una de esas trabajadoras que volvía del hotel donde desarrollaba su jornada laboral. Había sido un gran día, a fin de cuentas, un día más. Adélaïde Toutou era de esas personas que sabe apreciar la vida y cualquier bobada la hacía feliz, cualquier bobada la hacía sonreír. La llamaban la Amelie del hotel por su sonrisa bobalicona, además claro, de lo parecido de su nombre. Aunque, sobre todo, la llamaban así porque era verdaderamente guapa, ayudaba a todo el mundo cuando podía, y no se le conocía novio. Igual que en la famosa película de Jean-Pierre Jeunet. Algunos de sus compañeros sospechaban de ella, insinuaban que era lesbiana por el sencillo hecho de llevar el pelo a lo garçon y no hacerles el menor caso, aunque era normal no hacer caso a François ni a Josep. La mitad de las veces olían a sudor, la otra mitad olían a carburante, el resto del tiempo a vino y salchichón. Sus temas de conversación tampoco eran de lo más elevado. Ella procuraba ser amistosa y buena compañera, pero de ahí a invertir unas horas de su vida con ellos en una cena o siquiera frente a un café vespertino, iba un mundo. Las compañeras de Adélaïde sabían que le gustaban los hombres, era indudable por sus comentarios. También era cierto que desconocían si había pasado siquiera una noche con un hombre. Tenía 35 años y sus únicas preocupaciones eran su gato Lionel y su canario Richie. Nadie se permitía gastar bromas al respecto porque para ella, Lionel y Richie eran sus únicos amores, de los cuales hablaba más que de su propia familia. Una familia que, por otro lado, tampoco era de las más envidiables. Su madre maestra, su padre cartero. Le habían ofrecido una buena educación burguesa de clase media con aspiraciones a clase media alta, o lo que en el lenguaje común se llama quiero y no puedo. Ella había preferido ir a vivir a París, trabajar de asistenta y camarera de habitaciones en un hotel para vivir en un pequeño apartamento donde dibujaba a carboncillo y miraba las estrellas la mayoría de las noches. Una mujer sencilla que pasaba con sencillez sus días y con sencillez caminaba de vuelta a casa, como cada noche, saludando a los pocos vecinos con quienes se cruzaba. No necesitaba más, ni esperaba más. Lionel y Ritchie completaban su círculo especial: vivía en un ático con buhardilla y una pequeña terraza decorada como un rincón de playa. Adélaïde nunca había visitado el mar, tampoco quería hacerlo. Imaginaba que, si sus pies entraban en contacto con la arena, la playa perdería la magia que su imaginación había diseñado durante años. Ella veía el mar desde la parte exterior de su ático.
  • 19. Al salir de la estación de metro de vuelta del trabajo, llevaba la bolsa cargada de comida para gatos, galletas saladas de aperitivo para ella, medio litro de leche para su te, y comida especial para canarios. Cargaba su compra apretada contra el pecho. —Buenas noches, ¿me podría decir qué hora es, por favor? —le dijo el desconocido en un acento estadounidense muy marcado. Ella, convencida de que hablaba con un turista, dejó la bolsa de la compra entre sus pies, sacó el teléfono móvil del bolso y comprobó que apenas eran las 21.35 de la noche. No era mala hora, a fin de cuentas. Tendría tiempo de dibujar un rato, quizás incluso leer unos cuantos capítulos de su última adquisición: Juego de Tronos. —Un poco más de las nueve y media— contestó con amabilidad. —Gracias —respondió el turista-, muy amable. De un disparo la dejó tirada en mitad del paseo, a escasa distancia de una tienda de ropa, justo al lado de dos cafeterías que a primera hora de la mañana se llenarían de personas, turistas en su mayor parte, pero también trabajadores del barrio. Personas que, por otro lado, hablarían del asesinato que se había producido a escasos metros de donde tomaban café. Nadie oyó nada, nadie escuchó el disparo. ¿El motivo? Un silenciador profesional. El falso turista recogió el móvil de Adélaïde, le hizo una fotografía al cadáver mientras se desangraba y remitió la imagen a todos los contactos del teléfono y a un teléfono privado en Estados Unidos. El destinatario se encargaría de realizar la transacción en menos de una hora. El encargo incluía asesinato y difusión. Lionel empezó a maullar pasadas las doce de la noche. Sabía que algo raro sucedía porque Adélaïde no había llegado tarde a casa jamás. Maullaba porque tenía hambre. Maullaba más por hambre que por cualquier otra razón. Las personas a quienes había llegado el trágico mensaje, no supieron cómo reaccionar. En primer lugar, llamaron al número de Adélaïde, que yacía postrada a pocos metros de su casa. La compra se encontraba esparcida por el suelo: comida para gatos, galletas saladas, medio litro de leche y comida para canarios. Los amigos de Adélaïde comenzaron a llamar a la gendarmerie con la urgencia del temeroso, sin saber muy bien cómo ni qué explicar. Luego comenzaron a llamarse entre sí. Eran conscientes de que alguien había asesinado a su amiga a sangre fría. Desconocían los motivos. ¡Cómo alguien haría eso a una persona como Adélaïde! Si se lo hacían a ella…
  • 20. LA MUERTE ES INJUSTA Estaban jugando tranquilos, felices e indiferentes en la puerta de su casa, como todas las tardes. No se molestaban en mirar a los lados del camino, salvo que alguien pasara y corriera el peligro de tropezarse con sus juguetes: una caja, un palo, una pelota desinflada y unas cuantas piedras a modo de muralla. Era un buen juego. Jugar era bueno. No lo pensaban a menudo, pero sabían que era el mejor juego del mundo. Un juego que, además, y aunque ellos no lo supieran, alejaba el hambre. Jugar era la única opción. A cada momento decidían si seguir, cambiar la forma de las piedras y convertirlas en un río, en una montaña o quizás una portería. Era un buen juego, sin duda. Aunque ellos tampoco eran conscientes de que no tenían posibilidad de disfrutar con ninguna otra cosa. No sabían que en otros lugares del mundo los niños se habrían aburrido con un palo, una caja y una pelota desinflada. Ni se habrían molestado en cogerlas del suelo o sus padres les habrían regañado por acercarse a aquella basura repleta de gérmenes. No se molestaron en mirar a los lados. No vieron los coches que se aproximaban a la casa de sus padres, no vieron si eran negros, blancos o si tenían antenas verdes saliendo de sus frentes. Tampoco se molestaron en mirar si los zapatos del chófer eran italianos, toledanos o procedentes de Alicante. Escucharon el ruido. Un sonido que no concordaba con su propio mundo. -Y, ¿estos qué? —preguntó el tipo de los zapatos brillantes al otro tipo que se deslizaba a su lado. -Supongo que no pasa nada si nos los llevamos por delante. A fin de cuentas, el trabajo ya está hecho. Tú decides, yo respondo por ti. Estamos en el puto culo del mundo, nadie los va a echar de menos. De hecho, si me apuras, les estamos haciendo un favor. ¡Míralos, joder! Los dos críos miraron alrededor, a los coches, los hombres y la conversación en un idioma extranjero. Demasiado extraño para ellos, demasiado extraño para su reducido mundo. Trataban de comprobar por qué nadie salía de sus casas ni se asomaba a las ventanas a pesar del alboroto. Y era raro porque en su pueblo todo el mundo estaba pendiente de lo que sucedía a los vecinos. Eran las cuatro y media de la tarde, su única preocupación era que la muralla de piedras no se destruyera, ni chocara contra los zapatos brillantes de aquellos tipos con voz y acento extranjero. Dos extranjeros grandes como nunca habían visto a ningún hombre tan alto y fuerte. En otras tribus quizás sí fueran así de gigantes, en su tribu, no. No se molestaron en mirar si portaban armas automáticas o semiautomáticas. Lo más cerca que habían estado de ellas era a veinte centímetros del televisor del centro hospitalario de la ONG. —La verdad es que esta gente no se merece el futuro que les espera, estarían mejor muertos —
  • 21. dijo el tipo de la cara alargada y la cicatriz en el lado derecho de su cara. —Te he dicho que hagas lo que quieras, que te cubro, ¿qué más da una muerte que tres? Coño, no necesitas justificarte conmigo, cárgate a los mierdecillas esos o no, ¡Pero ya! Tenemos que largarnos a la velocidad del rayo. Zanjaron la cuestión. El trabajo es el trabajo, la ética es la ética y dejar cabos sueltos en un trabajo, ni es ético ni profesional. Además, resulta peligroso. Dos niños son dos testigos capaces de recordar más datos que un ordenador personal de última generación. Hicieron lo que tenían que hacer. “A fin de cuentas, creo que les estamos haciendo un favor; creo no, estoy seguro. Putos críos”. En el suelo la pelota desinflada no rodó, las piedras soportaron el empuje del viento y el palo empezó a mancharse con la sangre de los dos niños a quienes su madre no echaría de menos. Ni su padre. Ni los vecinos de las casas de al lado. Nadie echaría de menos a nadie en aquel poblado. UNA MENOS EN LA LISTA De la calle Rosa Luxemburgo desembocó en la plaza Rosa Luxemburgo. Había quedado en el Bar 3, en la calle Linien. Era un barrio de lo más tranquilo, le encantaba su ciudad, le encantaba Berlín, le encantaba cualquier cosa que tuviera que ver con su barrio. Sobre todo, le encantaba que la miraran como un ser exótico. La razón no podía ser más simple: su nombre, el color de su pelo y un acento que ni años de colegio, instituto de formación profesional y trabajo en cafeterías, restaurantes y supermercados había limado. Carmen, la española, solían llamarla. Ella era tan de Berlín como cualquier otro. Su padre era español, bien podría haber sido turco, chino o el primer borracho que pasara por la puerta de la casa de su madre. Cosas de los años 70. Que su padre fuera un inmigrante español que trabajó unos cuantos años en Alemania fue simple conjunción de los astros. Como herencia un pelo negro azabache y un acento inexplicable, casualidad. Como casualidad fue que aquel hombre aguantara más de cinco años con ellas, lo justo para ahorrar, echar de menos su España natal y comprender que los 80 en España no eran igual que los 60, cuando se había escapado de su pueblo. A partir de ahí la historia familiar paterna se diluía en alguna postal, alguna carta y luego, el olvido definitivo. Ni Carmen ni su madre echaron de menos a un padre que
  • 22. nunca, jamás, se había comportado como tal. Tampoco lo habían necesitado ni lo necesitaban ahora, lo que hacía mucho más sencillo olvidarlo. Carmen la española era más berlinesa que muchos de aquellos rubitos creídos. Llegó a la cafetería, Johan no estaba. Esperó en la puerta un rato, cinco, diez minutos y empezó a mirar su móvil, nunca antes la había hecho esperar. Algo sucedía. Se sintió un poco ridícula, aguantó unos minutos más. Hasta que sonó su móvil. —Oh, tía, lo siento, no he podido llamarte antes. Te sonará a excusa barata, pero han venido mis padres de Hamburgo y cuando nos hemos querido dar cuenta, era demasiado tarde, te lo compensaré —empezó a decir de manera torpe al otro lado de la línea telefónica. No vio a Carmen levantar un dedo de su mano izquierda, la derecha sujetaba el teléfono. Su parte mediterránea pensaba: “¿Te lo compensaré? ¿Qué es esto, una serie, una película de Woody Allen?” Dijo: —No te preocupes, no te preocupes. Da recuerdos a tus padres, nos veremos cualquier otro día, dame un toque cuando quieras. Colgó, ¿para qué molestarse en explicaciones? Era demasiado adulta, aunque no quisiera creerlo, para aquellas tonterías adolescentes. Miró la hora en su teléfono de nuevo, comprobó que sólo habían pasado veinte minutos y echó un vistazo al barrio Rosa Luxumburgo. ¿Quién coño era aquella tía para que le hubieran puesto una calle y una plaza? Le sonaba de clases de historia, lo mismo podía ser Mata Hari o la Reina Madre. Ella dormiría sola esta noche. Eso sí era relevante. “Puta mierda”. Al pensar en su cama se sintió de nuevo más sola que en otras ocasiones, y un poco más ridícula aún. Ropa interior coqueta, perfume, preservativos junto al cepillo de dientes. —Hijo de la gran puta —dijo en español con un marcado acento berlinés. Sabía que los tacos sólo sonaban bien en ese idioma, el idioma de su padre. El que su madre utilizaba cuando se enfadaban entre ellos los años que habían convivido juntos—. Hijo de la gran puta. Se encaminó a casa sin hacer caso a las insinuaciones de la boca del metro. Hacía buena noche y era un lugar ideal para caminar, pasear, dejar que los tacones llenaran el silencio de la noche. En su cabeza no paraba de resonar la misma cantinela: esta noche dormirás sola. Lo que no escuchó fueron los pasos de alguien que caminaba tras ella; la suela de goma de los zapatos impedía que ni ella ni nadie se diera cuenta. Los disparos apenas resonaron en los oídos del barrio. Como en muchas ocasiones a lo largo y ancho del mundo en aquellas fechas, los disparos apenas resonaron en los oídos de nadie. Determinadas cosas sólo suceden si le suceden a uno mismo. Si le pasan a los demás, sólo son eso: problemas de otro. Cada cual que se ocupe de lo suyo. Siendo Berlín una ciudad cosmopolita, Carmen creyó escuchar una canción de fondo, un viejo soniquete que le sonaba
  • 23. familiar, aunque tampoco estaba segura: “Y créanme gente que, aunque hubo ruido, nadie salió. No hubo curiosos, no hubo preguntas nadie lloró”. ASESINOS AMIGOS Colgó el teléfono con una leve sensación de desasosiego, que pasó al ver a Anke con dos copas de vino tinto salir de la cocina. Carmen era…, ¿cómo decirlo sin resultar ofensivo? Exótica. Anke era de las suyas. Trataba de hacerse estas composiciones mentales para olvidar que había sido tan torpe como para quedar con las dos mujeres la misma noche, a la misma hora. Un fallo adolescente que no supo arreglar. Al final decidió cometer una torpeza aún mayor: mentir, excusarse con Carmen. A juzgar por el tono de voz, ella no le había creído. ¡Ni él se hubiera creído a sí mismo! A veces las cosas pasan porque sí; a veces hay suerte en la vida, sin que uno se dé cuenta o lo pretenda. Daba igual, Anke se acercaba con las dos copas de vino tinto. Qué importaba si era blanco o tinto, rosado o achampanado. Qué importaba si aquella chica no era ni la mitad de mujer que Carmen, o su atractivo se limitase a los contactos empresariales de su padre. Lo que de verdad importaba es que no modificaba su status quo. Anke era de los suyos. Eso significaba mucho para él. Prefería no pensarlo. Tampoco era complicado, apenas le reportaría una noche de pasión. Su padre se lo había dicho en la adolescencia: “A algunas mujeres que vienen de fuera hay que utilizarlas con cuidado y tratarlas con más cuidado todavía. Son buenas para el sexo, pero no cometas la torpeza de ir más allá, porque no son de los nuestros”.
  • 24. Además, si las cosas salían como él creía que podrían salir, como él estaba seguro de que saldrían, ya tendría tiempo de hacerse perdonar por Carmen, la fogosa chica de origen español que trabajaba en el departamento de contabilidad de su amigo Raik. —¿Quién era, cariño? — Preguntó Anke con un tono de voz neutro. Le pasó una de las copas y se sentó en el sofá frente a la televisión, cruzó las piernas y dejó entrever sus muslos, pálidos y musculosos. —Ese pesado de Ingmar, que insiste una vez y otra en que quedemos a jugar al paddle. Y yo le digo que prefiero la natación, ¡puf! No atiende a razones. Al final tendré que ir a jugar con él una partida de ese estúpido juego de moda. —Se justificó con una mentira lo suficientemente recargada y estúpida como para ser creíble. —Deberías jugar al paddle, en la empresa de papá lo hacen todos. De hecho, yo juego al paddle los fines de semana —dijo ella, tratando de parecer cortés y ofreciéndole muchas más pistas de cómo se desarrollaría el futuro laboral y personal de Johan- ¿Cómo, si no, crees que tengo estas piernas tan bonitas? —Pues mira, estoy pensando que sí, que quizás quede con él para luego poder ir a jugar contigo, no es mala idea del todo. Aunque insisto, lo mío es la natación —sonrió al ver lo fácil que es mentir a alguien que quiere dejarse engañar. —Um, creo que me has lanzado un reto que no podré dejar pasar —sonrió ella sin disimulo. Dejó la copa en la mesita del centro, se quitó los zapatos de un simple gesto y se puso de pie. A menos de metro y medio de Johan dejó deslizarse la minifalda al suelo, no llevaba ropa interior. Su piel era mucho más blanca de cerca. Johan odiaba que una chica no llevase ropa interior, algo en su mente le advertía sobre virus y bacterias. Sus hormonas eran más poderosas que él mismo: sexo es sexo, a fin de cuentas. Sonó el timbre de la puerta. Sushi. Los repartidores de comida japonesa no podían ser más inoportunos, pero al menos le dejarían margen para escapar de las garras de aquella mujer durante, quién sabe, doce minutos. ¿Quince? El timbre sonó varias veces. Los repartidores de comida japonesa no solían ser tan insistentes en el timbre de la puerta. Johan solo pensaba sacarse de encima a Anke. —La cena, cariño; dame un segundo –dijo mientras se escabullía. —No te vas a escapar con tanta facilidad. Además, hasta las Erasmus españolas saben que la comida japonesa no se enfría… Johan se acercó a la puerta y estuvo tentado de posar la mirada en la mirilla de la puerta blindada porque Berlín seguía siendo una ciudad cosmopolita y él no se fiaba lo más mínimo de nadie. Por otra parte, aquel barrio, aquel edificio…comida japonesa. Abrió. BUM En ese preciso instante, desplomándose en el suelo sin darse cuenta de cómo ni por qué, Anke había subido el volumen de
  • 25. la música al máximo. Presa de la excitación, sintió la necesidad de bailar un viejo éxito de Rubén Blades, un cantante panameño que encandilaba a su madre. “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…”. Apenas movió las caderas cuando la caja del disco se le cayó de las manos mientras la música sonaba a todo volumen. La puerta de la casa, una puerta blindada de mil euros se cerró a las espaldas del repartidor de comida japonesa, el mismo que había concluido su encargo de la manera más rápida y profesional posible. Bajó las escaleras sin prisa, pensando en la frase que había escuchado a aquella mujer que yacía en el suelo del salón de su casa con un disparo entre los ojos: Cualquiera sabe que la comida japonesa no se enfría. Hasta las españolas que van a estudiar con el programa Erasmus a Alemania. DOS BUENOS ASESINOS —A algunos los mataba gratis, como a ese de ahí —dijo el tipo mientras apuraba un café negro, sin azúcar y con el único acompañamiento de un vaso de agua mineral con gas. Una curiosa cicatriz surcaba su rostro. —Déjate de historias, déjate de fanfarronadas. Céntrate en la cuestión —le contestó el otro que no parecía un jefe, aunque hablaba como alguien acostumbrado a ser el líder. Se hizo un leve silencio, los dos hombres se maltrataron con la mirada, un juego que aprendieron en los años 90 en una guerra que los estados occidentales llamaron conflicto bélico y terminó con la juventud e inocencia de dos soldados. Dos asesinos profesionales que se relajaban frente a unos cafés, antes de viajar a África. “Top Secret”, rezaba la carpeta. El siguiente encargo en uno de esos países pobres cuyo nombre nadie recuerda. Ni siquiera ellos. —Repito, a ese lo mataba gratis. En fin; si no queda más remedio…repasemos los detalles una vez más —dijo en tono desinteresado—, si así te quedas más tranquilo. Empezaron a reírse a carcajadas, unas risas que sorprendieron al resto de personas que había en la cafetería de la plaza de San Pedro de Venecia. El sol comenzaba a llevarse los restos del invierno, los turistas no desaparecían nunca. Y ellos eran turistas, hubieran parecido turistas en cualquier lugar del mundo, menos en mitad de un
  • 26. conflicto bélico. En cualquiera de los múltiples conflictos abiertos a lo largo y ancho del mundo hubieran parecido lo que eran: el enemigo. —¿De qué conoces a este tipo? —Preguntó después de silenciar un poco las risas. Hablaban del perfil que habían memorizado antes de destruir la carpeta con el “Top Secret”. —La verdad es que no de mucho, ¿recuerdas cuando me contrató el Gobierno italiano en la etapa feliz de Berlusconni? —¿Qué entiendes tú por la etapa feliz del Cavaliere? —Al principio, en su primer mandato. —Entendido, recuerdo. Lo que no recuerdo bien fue para qué te contrataron. ¿África? —Sí, África. Túnez en concreto. A pesar de lo abierto de su conversación, ninguno de ellos era capaz de expresar con palabras lo que sucedía en sus mentes. Recordaban los casos del otro, por eso sus palabras parecían más un código. El tipo con aspecto de funcionario aburrido hizo un movimiento con la cabeza, indicando al camarero que se acercase. En un correcto italiano solicitó dos ristrettos y dos botellas de agua, una con gas, la otra sin. Mientras se alejaba, sopesó las palabras que quería y podía decir a su amigo, sopesó los años de trabajo juntos, sus respectivas misiones. Aunque lo que más le preocupaba era el extraño motivo que los había reunido en la bella ciudad de los canales. Dos encargos, cada cual más extraño que el otro. Tan sencillos que herían su orgullo. —Verás —comenzó—, el tipo del que hablamos se hizo famoso en toda Italia de manera bestial alrededor de 2002 o 2003. Solo por esto, por aparecer en la televisión y vivir de ello, es suficiente para pegarle un tiro entre las cejas, pero no es éste el motivo principal. El camarero apareció con los dos cafés, dos vasos de cristal y dos botellines. Los colocó de manera pausada, con un exceso de amaneramiento, sobre la mesa de tres patas. Con un gesto inapreciable, colocó el ticket bajo uno de los platillos de café. Odiaba a los turistas, no lo disimulaba. —¿Y si nos cargamos al camarero antes de ir a África? — dijo el tipo con voz de jefe mientras comprobaba el precio de unos ristrettos y dos aguas minerales —. Sé que estamos en el mismo centro del turismo veneciano, pero son dos cafés, dos malditos cafés —dijo de nuevo arrastrando las palabras. —Y ni siquiera los mejores de Venecia —contestó el otro mientras sorbía su segunda taza de la mañana. —Supongo que es el precio del anonimato —concluyó el primero. —Supones bien. Dejemos tranquilo al camarero…de momento…-dijo sonriendo. Pasaron unos segundos y el tipo con aspecto de funcionario cansado siguió explicando que el hombre que se hizo famoso por salir en la televisión italiana, comenzó a aparecer en otras televisiones europeas. Aquel italiano, vestido de italiano, con acento y abdominales italianos, se dedicó durante el
  • 27. siguiente año a seducir grupis y starlettes en todas y cada una de las fiestas desde Huelva a Copenhague. En una de aquellas fiestas estaba ella; la amiga, que no novia, del tipo con aspecto de funcionario agotado. Ella era una sencilla modelo de un metro ochenta y cinco, sostenidos por unos simples tacones de doce centímetros y unas curvas admirables. Era una velada comercial organizada por la marca de ginebra Tanqueray, sonaba música ambient. En un momento dado de la noche aparecieron George Clooney y Jhonny Deep. Salieron del mismo auto, entraron al mismo tiempo en la fiesta, sin egos ni representantes llamando la atención sobre la entrada en la sala de dos estrellas de Hollywood. La ventaja del italiano, además de ser italiano, del traje a medida, del acento meloso, eran las apariciones estelares como aquella: estrellas de Hollywood convertían a los demás en nada, menos que nada. Una vez superado el brillo de las estrellas, era el tiempo de millonarios, aspirantes y modelos venidas a menos después de un día interminable sin calorías en su cuerpo y en equilibrio sobre tacones imposibles. Francesca cedió al encanto repentino del italiano, apenas un beso en la mejilla, un gin- tonic con lima en vaso corto aderezado con rencor no reprimido. Su novio, el mismo tipo que ahora tomaba café en Venecia, había volado a Túnez sin previo aviso. “Trabajo”. Aquella noche en la velada de la fiesta parisina de la ginebra de origen londinense fabricada en Escocia, no había nadie que la cobijara, nadie que la protegiera de sus pesadillas anoréxicas. El italiano le ofreció el bálsamo de palabras melosas, aroma corporal fusión violetas y piña salvaje. —Lo dicho, a este tipo lo mataría gratis —insistió. —De esto hace mucho tiempo. Pensaba que lo de Francesca estaba olvidado —interrogó su amigo. —Francesca sí. Al italiano, no. Se la tengo jurada, pero me pareció demasiado sencillo cargármelo. Además, sabes que al volver de Túnez tenía cosas mejores en las que pensar. Su amigo lo recordaba. De hecho, tuvo que desplazarse con él a una cabaña de un pueblo perdido de Noruega hasta que se olvidase la metedura de pata del comando en el que había participado. Un error que estuvo a punto de costar la vida al primer ministro tunecino, a su equipo y, lo que sin duda era peor, a la secretaria de Estado de los Estados Unidos de América, en visita no oficial al norte de África. La cuestión es que el tipo aquel del aroma corporal a violetas y piña salvaje se convirtió, sin pretenderlo, en la cara visible de un partido político de nueva creación. Muchos votos de izquierdas volaron al proyecto diseñado en una agencia de publicidad romana. Como tantos otros. El italiano se convirtió en diputado. Aspirante a Primer Ministro. Había llegado su hora. —¿Cómo lo haremos? —No tengo ni idea. ¿Lento,
  • 28. dramático, rápido, ostentoso, sangriento, pulcro? —Eres, sin duda alguna, el tipo más curioso que conozco. Volvieron a reír en voz baja. La imagen mental del candidato muerto, ocupando las primeras páginas de los periódicos más importantes de Italia, le puso de relativo buen humor, sacó su cartera de piel del bolsillo derecho de su chaqueta, revisó el dinero. Sin pretenderlo, sin saberlo o solo porque sí, consideró que era el día de suerte del camarero. Dejó un billete de cincuenta euros bajo el mismo platillo donde estaba la cuenta de los dos ristrettos y dos aguas minerales. —Debes estar bromeando. En serio, debes estar bromeando — dijo su amigo con cara de sorpresa. —No, acabo de darme cuenta de que hace un día radiante, de que somos turistas en Venecia y de que este infeliz merece una buena propina; porque no es consciente de los pocos días de vida que le quedan. Como al italiano, como a los africanos. Se levantaron sonriendo sin molestarse en mirar a los lados, ni a las palomas, ni a los turistas, ni a los carabinieri, ni a los camareros, ni la imponente imagen de Venecia bajo sus pies de zapatos pulcros y brillantes. DESPIDO PROCEDENTE La sensación de frío en las manos es como las huellas dactilares, personal. Hay quien necesita guantes apenas concluye el verano por la simple sensación del viento entre los dedos; hay quien apenas nota si sus falanges comienzan a congelarse. Michele Angelo Garetto, el carnicero, entró en la cámara frigorífica tratando de recordar qué motivos le habían conducido a aceptar aquel trabajo, ¿sus espaldas de agricultor, su metro noventa, su mentón cuadrado, o ser primo de uno de los operarios? Le habían llamado cuando más lo necesitaba. Aceptó el trabajo porque llevaba dos años en paro y hubiera aceptado cualquier cosa: “La comida en la mesa es la comida en la mesa”, decía su abuela en Sicilia. Mil euros al mes por transportar cuerpos de vaca muerta desde el punto A hasta el punto B. -Más los extras –le dijo el jefe en la primera y única entrevista. Michele desconocía el significado de aquello porque el trabajo no tenía misterios. El primer impacto fue duro al observar las carnes de aquellos enormes restos mamíferos. El segundo impacto, el del peso sobre sus hombros, fue suficiente para olvidar todo lo demás. Su mente se remontó a los años en que ayudaba a descargar cajas y camiones a sus tíos en el campo familiar. Cargar, descargar, cargar, descargar. Tan sencillo, tan placentero. Mil euros al mes. Más extras. “¿Qué extras, por dios?”
  • 29. Llevaba cerca de diez ejemplares descargados y colgados cuando al fondo de la cámara apreció un bulto que no debería estar allí. Más pequeño de lo habitual, estaba tirado en el suelo. Se acercó al rincón para comprobar qué eran aquellos restos. Vomitó antes siquiera de agacharse a comprobarlo. Su jefe se preguntaría cómo una persona que descarga cientos de cuerpos muertos al día puede descomponerse contemplando el cuerpo descuartizado de un hombre. Un cuerpo que, por otro lado, no debería pesar ni ochenta kilos y estaba cortado de manera certera. Un buen trabajo, profesional. Se sentía capaz de arrastrar cientos de kilos de masa inerte, se sentía capaz de machacar la cabeza de cualquier idiota que le faltase el respeto en el bar; aunque nunca se hubiera metido en una pelea. Se sentía capaz de levantar a sus tres sobrinos y alzarlos por encima de sus cabezas. De lo que no se sentía capaz era de mirar a los ojos a la muerte humana. No podía asistir a entierros, ni desplazarse al cementerio el día de los Santos, ni mucho menos ver la sangre de una persona muerta. De manera que no era de extrañar su desmayo ante el cuerpo descuartizado que descansaba sin motivo alguno en un rincón de la cámara frigorífica. TIBURÓN O MARTILLO Nastia y Dima estaban sentados, casi inmóviles, frente a la pantalla de 80 pulgadas que habían comprado en el Sony Center del Gum. No les dolía la tripa a pesar de las pizzas y la comida basura. No les dolía la cabeza a pesar de los refrescos de cola y el azúcar. No les dolían las manos a pesar de haber asesinado a tres personas de la manera más sangrienta. No les dolía la espalda, ni la cintura, ni las piernas, ni los brazos o los abdominales. A pesar de estar encerrados tres días seguidos haciendo el amor. Estaban sentados delante de la televisión perdiendo el tiempo porque la vida les sonreía. ¡Y tenían una de las pantallas más grandes del mercado! El teléfono sonó. La sintonía de Tiburón. Steven Spielberg. El teléfono de Natasha. Un escalofrío les recorrió el espinazo de placer, habían instalado el politono adrede, asociado al número de Oleg, alias el capo, alias martillo, alias tiburón. —Parece que las cosas se animan de nuevo —susurró Dimitry a Natasha en el oído antes de que ésta cogiera el teléfono y preguntase quién era. Una estupidez que se mantenía en el siglo XXI. Preguntar quién es, aunque lo veas reflejado en la pantalla. Aunque le hayas asociado un politono. —Os quiero abajo en treinta minutos. Os espera un monovolumen negro sin matrícula aparcado en la esquina de vuestra calle —dijo en un tono de voz monótono, como
  • 30. era habitual en él. —Entendido, media hora — contestó Nastia con miedo y un leve temblor en la voz. A pesar de todo lo que estaba viviendo durante las últimas semanas, a pesar de la intensidad de sus propias acciones, del poder que la inundaba, seguía sintiendo un miedo irracional. —Y apagad de una puta vez esas pelis de miedo. Se os va a quedar el cerebro como una pasa, joder —dijo elevando el tono antes de colgar. Miraron el teléfono, se miraron el uno al otro, el temor flotó en el hilo invisible que unía sus miradas azules. —¿De qué coño va? ¿Cómo sabe qué hacemos o dejamos de hacer? ¿Cómo sabe lo de las pelis? — Empezó a preguntarse la chica que no paraba de mirar de un lado a otro, en busca de cámaras ocultas que, por supuesto, no hubiera encontrado ni poniendo patas arriba el apartamento entero. —¡Deja de preocuparte! —dijo Dima. Se miraron, se concentraron el uno en el otro. El salón del apartamento estaba sucio como un piso de estudiantes. La televisión con el volumen al máximo emitía el sonido de una sierra eléctrica que un tipo enmascarado llevaba de un lado a otro, corriendo como si ambas cosas fueran lo más natural del mundo. ¡Una sierra mecánica! “¡Grandes inventos de la civilización moderna!” Pensaron al mismo tiempo los dos jóvenes. Inventos que raras veces funcionaban en la vida real, solo en las películas estadounidenses. Su vida real más cercana era la del tiburón, alias El martillo, un apodo que Oleg se había ganado en la zona sur del país, en la frontera con Bielorrusia, debido a una serie no contabilizada de problemas solucionados sin necesidad de correr detrás de adolescentes. Además, con el martillo no corrías el riesgo de arrancarte la cabeza de cuajo o una pierna mientras ibas corriendo de madrugada sin luz. El martillo. ¡Grandes inventos de la humanidad! La luz entraba nítida y brillante, la luz habitual de Moscú en esa época del año. El apartamento habría hecho las delicias de cualquier amante. Después de limpiarlo de bolsas de Doritos, botes de Pepsi Cola y cajas de pizza; sin mencionar la suciedad de las sábanas provocado por las horas de sexo de los amantes: Nastia y Dima. Apagaron la televisión con el mando, lo lanzaron al sofá. Comprobaron la batería de sus teléfonos, se cambiaron las camisetas, se enfundaron la camisa de cuadros, el jersey, y el abrigo, no se molestaron en utilizar desodorante. Una vez vestidos, apenas habían pasado diez minutos desde la llamada del Tiburón, empezaron a reírse a carcajadas, una risa contagiosa fruto del exceso de azúcar, el exceso de hormonas y cierta locura que ninguno de ellos hubiera reconocido ni con Freud dándoles con una barra metálica en la cabeza, prestándoles su atención veinticuatro horas al día, siete días por semana. La risa no paraba, el tiempo apremiaba. —¡Estamos dentro! ¿Te das
  • 31. cuenta, Nastia? ¡Estamos dentro! Los gritos de Dima habrían despertado a los vecinos, tampoco había vecinos cerca a quien molestar. Los gritos de Dima hicieron reír un poco más a su chica, aquella rubia glacial que volvería loco a cualquier incauto. Se cogieron de la mano, bajaron las escaleras del apartamento, desconfiaban del ascensor, les sobraba energía. Y tiempo. Diez pisos más abajo la luz les sonrió, el aire frío de la calle golpeó sus caras juveniles y sonrosadas. Habían pasado veinticinco minutos. Miraron a ambos lados de la calle. Muchos coches aparcados, pero ningún monovolumen. Comprobaron la hora de la llamada de Oleg en el móvil de Natasha y luego la hora en sus respectivos teléfonos. —Faltan cinco minutos —dijo ella poniendo voz a sus pensamientos. Aunque el frío no era un inconveniente para ellos, sopesaron la posibilidad de esperar en la entrada del edificio de apartamentos, quizás los cinco minutos se convirtieran en quince, quién sabe si más. Decidieron esperar en la calle, estaban ansiosos por subir a aquel automóvil, fuera cual fuera el encargo, fuera cual fuera el destino que les deparara. A fin de cuentas, el frío no es mayor inconveniente para un ruso auténtico. Además, para ellos no existía el mañana, mucho menos el ayer. Para ellos sólo importaba hoy, ahora. Ahora. Ahora. Cinco minutos, cuatro, tres, dos. Ahora. Un coche azul oscuro metalizado se aproximó a ellos desde la esquina y Nastia sospechó unos instantes, aquel vehículo no era negro, aunque tampoco iba a dudar de Oleg por un detalle tan sutil como el color del automóvil. El monovolumen lo conducía un tipo con gafas de sol y el cuello de la cazadora subido casi hasta las orejas. No llevaba gorra ni sombrero. A su lado, en el asiento del copiloto, estaba sentada una mujer de raza negra de aspecto muy atractivo, vestida de blanco, sombrero blanco, abrigo de esquí blanco. Antes siquiera de que tuvieran tiempo a preguntarse por qué el Tiburón no iba en el automóvil la chica les dijo que subieran. No era rusa, estaba claro, aunque tampoco podrían haber adivinado su procedencia porque ni de lejos eran expertos en acentos. Si hubieran prestado atención quizás habrían adivinado que se trataba de una chica francesa por su manera de arrastrar las erres. Si hubieran conocido un poco más de mundo, habrían supuesto que se trataba de una chica caribeña. Ellos no sabían nada de eso. Se limitaron a subir al Chrysler azul metalizado sin decir buenos días. —¿Habéis estado alguna vez en Sudáfrica? ¿No? Lo imaginaba. Yo tampoco. —Aquella chica hablaba tan rápido que apenas les dio tiempo a pensar en sus palabras, si estaba tomándoles el pelo o no. La miraron, se concentraron en su manera de dirigirse a ellos a través del espejo retrovisor de la furgoneta. Luego se miraron entre
  • 32. ellos incapaces de entender la situación. —Oleg ha dicho que sois buenos chicos, tenéis una buena oportunidad de demostrarlo. Espero que hayáis descansado porque tenéis un largo viaje por delante. En el aeropuerto os dará más detalles. Por si os lo estabais preguntando, él os espera allí. Como no podían hacer otra cosa, se acomodaron en el asiento trasero de la Chrysler y se dejaron llevar por el tráfico. Sus corazones latían a 140 pulsaciones por minuto. Sería la Pepsi Cola. Sería la adrenalina. La chica negra no abrió más la boca. El conductor llevaba un tatuaje detrás de la oreja, un puñal diminuto que Dima pudo ver en una de las contadas ocasiones que el tipo giró la cabeza al moverse con el propio traqueteo del coche. No les miró en ningún momento, no les prestó la menor atención, ni siquiera se molestó en abrir la boca. Parecía perdido en sus pensamientos. Nastia y Dima pensaban en que era la primera vez que subirían a un avión. Tampoco habían asesinado a nadie antes. Todo resulta muy sencillo a partir de la primera vez. La mujer negra los observaba por el espejo retrovisor sin disimulo, sin reír. Tal y como le habían explicado un par de horas antes de recogerlos, aquellos chavales tenían una responsabilidad tremenda: encargarse de Julius y George, dos de los asesinos más duros de la Familia que ahora se encontraban en Venecia y poco después irían a África. No se preguntó qué habría visto Oleg en ellos, pero el instinto del Tiburón era infalible. Sus decisiones, inapelables. Aunque aquel encargo era muy arriesgado para dos novatos.
  • 33. TIBURÓN El teléfono comenzó a sonar. Tiburón. El conductor del coche tensó los músculos, el tatuaje de su cuello pareció transformarse en una daga asesina. La chica negra seguía concentrada en las calles de Moscú, camino del aeropuerto, y en los dos jóvenes. Nastia le mostró con disimulo el contacto del Martillo a Dima. Se miraron fijamente a los ojos, Tiburón seguía sonando, llenando el ambiente del coche. -¿No vas a cogerlo? –dijo la mujer caribeña. -Número oculto, querrán venderme algo –mintió la chica. Aquella situación era sospechosa incluso para dos jóvenes. -Quizás tengan alguna oferta interesante, que no podamos rechazar –bromeó Dima. Su chica descolgó. Antes de que pudiera decir “hola”, el Martillo susurró al otro lado para que solo ella pudiera escucharla: -No digas una puta palabra. Te voy a dar un mensaje claro. Luego diles a la negra y a ese puto gilipollas que ha llamado algún desconocido. Que se han equivocado. Nastia comenzó a mover el pie derecho con nerviosismo. Aquella llamada estaba fuera de lugar, el Martillo la ponía tensa. Siguió escuchando. Dima, al darse cuenta del movimiento repetitivo del pie de su chica, le puso una mano en el muslo. Algo no iba bien. -A veces estas llamadas comerciales son tan pesadas que no te dejan oportunidad de mandarlos a la mierda –dijo Dima para calmar el ambiente. -Sois dos jóvenes con mucha suerte –siguió diciendo el Martillo-. Dos chicos con mucha suerte, pero solo una oportunidad. Tenéis que cargaros a los dos asesinos que tenéis delante: a la negra y al tipo duro. Nadie los echará de menos. La recompensa merece la pena. Colgó. Nastia siguió con el teléfono pegado a su oreja derecha durante unos segundos más. Luego dijo, tratando de que no le temblara demasiado la voz: -No, no me interesa. Gracias por la información. Me lo pensaré. -Son muy pesados –dijo Dima. El conductor y la mujer negra del vestido blanco no abrieron la boca. En el coche el ambiente estaba más frío incluso que en la calle. -¿Una mala oferta? – preguntó de repente el conductor que no había despegado los labios en todo el camino. Había empezado a manejar el volante solo con su mano derecha, la que más se veía a los ojos de Nastia y Dima, que dejaron de ver su mano izquierda. Dima tensó tanto los músculos que comenzó a sudar. Si hubiera sido un guepardo, estaría listo para comenzar la persecución de su presa. -Una mala oferta, sí; de las que no hay que hacer caso porque siempre tienen letra pequeña – dijo la chica. -¿Estás segura? –dijo la copiloto-. Quizás te estés confundiendo, quizás podríamos hablarlo. -Si ella dice que es una mala oferta, es una mala oferta
  • 34. –repuso en tono neutro Dima. Había visto a la mujer acercar su mano a la pistola que escondía en su cintura. -Una oferta malísima – sonrió Nastia. Sacó un cuchillo de gran tamaño de su mochila, lo clavó con agresividad en el asiento del copiloto. La chica negra no esperaba ni la virulencia ni lo repentino de aquel gesto. La herida no fue mortal, solo la hirió de gravedad. Dima, a su vez, había sacado su navaja y la había colocado en el cuello del conductor. Visto de cerca, el tatuaje no daba tanto miedo. Un cuchillo. Un simple cuchillo. -No muevas ni un músculo, colega. -Estás muerto, tío. Tú y esa puta que va contigo –dijo el conductor. No había terminado la frase cuando Dima le rebanó el cuello. Nastia se había lanzado hacia el asiento del copiloto, remataba a la mujer negra y se hacía cargo del volante. -Nadie llama puta a mi chica. A pesar de que el Chrisler dio varios bandazos, Nastia lo controló con habilidad. Fue frenando y buscaron una calle donde abandonarlo. El monovolumen estaba desastrosamente sucio de sangre. Ellos reían. -Y, ahora, ¿qué? –dijo ella. -Creo que estamos dentro, cariño. Estamos dentro y hemos sido capaces de cargarnos a dos profesionales. ¿Has visto las pistolas que tienen estos dos? – dijo mientras robaba las armas de los muertos. -No eran demasiado buenos, creo. -O quizás nosotros sí lo somos. -Esperemos que llame el Martillo. -Esperemos que llame Oleg. -Esperemos que llame el Tiburón. Comenzaron a reírse con tanta fuerza que les dolió la barriga. El politono del teléfono móvil de la chica comenzó a sonar: la famosa sintonía de la película de Steven Spielberg. Sin parar de reír se miraron el uno al otro, “¿dónde está el teléfono?”, pensaron. El sonido llegaba desde la parte de atrás del Chrysler, oculto bajo la mochila en el suelo. Nastia lo había dejado caer cuando se lanzó a rematar a la chica negra, de acento caribeño que vestía con elegancia. El tiburón se aproximaba, nadie podía hacer nada para escapar de sus fauces.
  • 35. Escrito en Albacete, con tipografía Bohemian Typewriter, porque me pareció divertido, durante el mes de noviembre de 2021. Cuentos originales sin pretensiones de Miguel Guillermo Ventayol Sarrión. Natural Born Killers. Familly Killer. "Y en fin, lector amigo, si te cuesta dinero leer mi obra, échala las blasfemias que quisieres, que tendrás razón; por si te la regalo yo, o viene a tus manos en balde, disimula lo malo que en ella hallares, calla y déjala correr, pues no te cuesta nada, y vivamos todos; que otras cosas peores tragarás al fin del día; y ya que te agasajo yo en mis Prólogos, no me injuries, que si logro el fin para que escribo (que esto sólo te callará mi amistad), puede ser que no te contemple tanto; y aunque no lo logre, también me reiré de ti, si eres mordaz, como te tengo dicho en mis Pronósticos. Y ahora, adiós, amigo." (Extraído del prólogo del Viaje fantástico del Gran Piscátor de Salamanca de Diego de Torres Villarroel. Edición digital de la plataforma Cervantes Virtual)