Colección de cuentos sobre asesinatos de Miguel G. Ventayol creados con motivo de la celebración del Reto #Fanzine 2021 que se celebró en la cafetería Agua Viva de Albacete, el día 30 de diciembre (al aire libre).
Cuentos cortos.
Narrativa
Fanzines
3. INTRODUCCIÓN
En ocasiones el Familly Killer se
escribe solo, te lo dan, te lo
regalan esos titulares de prensa
desesperados por captar la
atención de gente como tú y como
yo. Las peores noticias escriben
los mejores fancines.
En ocasiones el F.K. lo escriben
las vecinas que bajan la basura y
dejan gotazos olvidados en el
ascensor, o esos vecinos recién
casados cuyos gritos provocan la
lujuria, la envidia, la ira e
incluso la gula. Aquel tipo que se
fue a Francia y se ligó a la chica
que tú jamás pudiste y, encima, te
contó los detalles. El camarero
que te cobra demasiado por un café
con leche porque la crisis…
A veces los crímenes pasan
inadvertidos; si no los vigilan y
juzgan esos que cuidan de nosotros
como corresponde, como ni siquiera
tú y yo sabemos.
Porque tú y yo no sabemos
cuidarnos, necesitamos a los
vigilantes del bien. Con sus
juicios y miradas limpias.
El bien.
El bien contra el mal es uno de los
elementos que se barajan en este
fancine de cuentos sin terminar;
aunque, bien mirado, la muerte es
el fin en cualquiera de sus
facetas.
O el inicio.
Esta es la historia de muchas
historias; aventuras para quien
las vivió y sufrió. Este fancine
habla del cuidado que debemos
tener todos porque el asesino nos
vigila, al mismo tiempo que nos
vigilan quienes intentan
protegernos. En un círculo vicioso
en el que, hasta el asesino es
fruto de esa vigilancia.
En cualquier esquina, en
cualquier lugar, sin importar los
motivos; solo una cosa es
necesaria: ser profesional.
Como Leon.
Son solo negocios, no es personal;
aunque te cueste la vida.
En este fancine te vas a encontrar
a los Asesinos Rusos, a los buenos
Asesinos, a la asesina caribeña, al
Asesino de Amelie Blanchet, al
Asesino de Ángela Casamayor,
asesinos anónimos y, sobre todo
muertos.
Nada más.
Asesinatos sin sentido, en el peor
sentido de la palabra, ¿por qué?
La muerte es solo el principio.
4. ASESINOS RUSOS
Nastia y Dima se
encontraban sentados frente a
la pantalla de 80 pulgadas que
habían comprado en el Sony
Center del Gum, el centro
comercial con más glamour de
Moscú y, como consecuencia
directa de ello, el más caro de
la capital rusa. Su ubicación
frente a la Red Square, como
solían denominarla los casi
veinte millones de turistas que
cada año pasaban por sus
adoquines; un lugar de
peregrinaje para visitantes
extranjeros y tantos otros de la
propia antes llamada Unión
Soviética.
Veinte millones eran muchas
personas. Nastia y Dima no eran
conscientes de la multitud:
habían crecido con los
extranjeros caminando y
fotografiando su ciudad. Uno,
mil, un millón. Visto uno, vistos
veinte millones, todos se
parecían entre sí.
El centro comercial
disponía de una entrada
luminosa y bien comunicada,
aunque ellos prefirieron el
acceso al Gum a través del
aparcamiento del Paseo Velosnhy
que unía las calles Nikolskaya e
Ilinka. Subieron a la tercera
planta con cierta prisa; sabían
dónde se dirigían, el dinero les
quemaba en el bolsillo. Aunque
decir dinero es una manera
anticuada de hablar, por no
mencionar que el término dinero
plástico te clasifica entre los
memos que añoran los años 80 y
películas del tipo Wall Street.
Nastia y Dima conocían la
diferencia entre tener dinero y
no tenerlo. Entre tener mucho
dinero y ser un trabajador
vulgar. Habían crecido en el
Moscú del futuro, la Rusia de
las oportunidades.
Su nueva tarjeta apenas
tenía unas cuantas horas de
vida, estaba repleta de números,
brillaba en el bolsito de Nastia,
un viejo souvenir con el Slimer
de Ghostbusters grabado. De
hecho, su tarjeta era tan nueva
que ni se habían molestado en
retirar la pegatina para la
firma del dorso. Dinero plástico.
Cuarenta y ocho horas antes
no hubieran soñado con subir
las escaleras del centro
comercial. Hoy sí. La Rusia de
las oportunidades, dijeran lo
que dijeran sus abuelos. El
Moscú del futuro.
Pensaron incluso en comprar
una Tablet para cada uno. Las
Tablets eran un artículo de
ostentación, a ellos no les
servía para nada, no como a sus
amigos del instituto que habían
conseguido acceder a la
universidad y soñaban con un
iPad más que con un trabajo bien
remunerado. La televisión de 80
pulgadas era mucho mejor que
aquella birria diminuta. Para
ver sus películas favoritas en
unas dimensiones acorde a sus
gustos, lo más parecido al cine
que podían imaginarse. Porque
ir al cine era un lujo y una
antigualla pasada de moda.
El dependiente los miró con
recelo durante cuatro minutos
intensos, ¿existe en el mundo
mirada más gélida y escrutadora
que la de un dependiente
moscovita? Comprobó su tarjeta
de crédito, recién emitida, así
como la identificación del
carnet de conducir de Dimitry.
Algo en su vestimenta resultaba
inapropiado; así como su manera
de comportarse con una tarjeta
5. de crédito cargada. Eran
demasiado jóvenes y distraídos
para adquirir aquella
televisión, la más grande del
mercado, la más cara del Sony
Center, la más llamativa de toda
la tienda.
Dos chicos rubios de cerca
de veinte años. Dos chicos rubios
con ojos azules cristalinos y el
pelo corto, despeinado adrede. El
dependiente no encontró nada
ilegal a pesar de buscarlo con
tesón. Un sexto sentido le
previno para que guardase en su
retina la cara de aquellos
jóvenes, seguro de que el dinero
no procedía de un trabajo
honrado como sin duda era el
suyo.
El Moscú de las
oportunidades.
Las cámaras de seguridad y
la policía harían el resto si se
demostraba que los dos jóvenes
desaliñados tenían algo que
ocultar. El dependiente se ciñó
al protocolo de intercambio y
les dijo que sí, podrían
llevarles la televisión a su casa
sin coste adicional. Porque la
televisión ya incluía un
sobrecoste más que suficiente,
aunque esta parte se la guardó
para sí mismo el dependiente,
agradecido de la estupenda
comisión que acababa de recibir
sin apenas esfuerzo.
—Esta misma mañana, sin
falta, la tendrán en su
domicilio, si son tan amables de
indicarme la dirección —les
dijo.
Todo rápido, a la velocidad
del corredor de cien metros. El
Moscú del futuro, del presente.
Apenas unas horas más
tarde, Nastia y Dima estaban
viendo una vieja película de los
90 que les volvía locos: Scream.
Sin siquiera hacer un
esfuerzo prolongado eran
capaces de recordar la primera
vez que habían visto a Drew
Barrymore gritar histérica
mientras se preparaba unas
palomitas de maíz en la cocina
de su casa. Aún podían revivir la
cara de placer y felicidad que
surgió de sus rostros en aquella
sesión de cine de miedo en casa
de su amiga Irina.
¿Cuántos años habían
pasado? No demasiados, para
ellos el día de antes era pasado,
el futuro era una palabra con la
que los viejos asustaban a los
niños y adolescentes. Tiempo y
destino eran invocaciones, como
el juego de la güija.
Durante aquella sesión de
cine adolescente se miraron el
uno al otro, enamorados ya antes
del tercer asesinato en la
pantalla. Tuvieron la certeza de
que eran los únicos que no
sentían el más mínimo temor. Por
el contrario, su sangre se había
excitado de manera extraña, un
leve rubor había maquillado sus
mejillas de porcelana. Además,
ellos sabían que el rostro de la
actriz protagonista de ET y Los
Ángeles de Charlie no era nada
comparado con la cara que se le
quedaba a una persona de verdad,
el gesto de una persona real,
normal y corriente, al clavarle
un cuchillo en el cuerpo.
Frente a su nueva
televisión, revisando aquel
clásico del cine adolescentes,
los dos jóvenes moscovitas
rememoraron lo sucedido apenas
dos días antes. Cuarenta y ocho
horas que habían cambiado para
siempre su manera de entender
Rusia, su manera de ver y vivir
la vida. Había condicionado su
futuro en todos y cada uno de
6. los aspectos vitales de su
existencia. Aquella era la
realidad de la nueva Rusia, les
había dicho el tipo que les hizo
el encargo.
¡Bienvenidos a la nueva
Moscú! La Rusia de las
oportunidades.
—La realidad de la nueva
Rusia son chicos jóvenes
tomando las riendas, haciéndose
cargo de sus propios proyectos
con determinación. La realidad
de la nueva Rusia sois vosotros;
el presente, chicos.
Silabear esta sencilla
palabra había sido suficiente,
con ella se había ganado su
entera confianza. Ellos no
pensaban demasiado en el
futuro, mucho menos en el
pasado. El presente era lo que
importaba; además, aquel simple
trabajo les había reportado
unos beneficios comparables al
salario de un ejecutivo un buen
año. Algo a lo que ni ellos, ni
sus familias, tenían acceso.
Para certificarlo, allí
estaba su nueva adquisición: la
televisión más grande que
existía en el centro comercial.
Para certificarlo, guardaban
dos móviles de última
generación en los bolsillos de
sus respectivos pantalones
vaqueros.
Se habían trasladado a un
ático de doscientos metros
cuadrados totalmente equipado
con algunos electrodomésticos y
accesorios que Dima y Nastia no
habían visto con anterioridad.
Lo alquilaron a través de una
moderna inmobiliaria de Moscú
cuyo gerente puso la misma cara
de incredulidad que el
dependiente de la tienda de
electrodomésticos, por más que
se denominase Sony Center.
Pero en la Rusia moderna,
como en la vieja Europa, las
caras de incredulidad ceden un
paso a las tarjetas de crédito,
la desconfianza pierde la
batalla en estas ocasiones. Los
jóvenes lo sabían de sobra.
Una cosa que tanto el
dependiente de la tienda del
centro comercial, como el
gerente de la inmobiliaria
sabían y habían aprendido en la
nueva Rusia era que las cosas ya
no eran como antes; no todas, al
menos. Los comerciantes lo
habían memorizado conscientes
de que los últimos cuarenta años
habían cambiado a la gente,
habían cambiado la manera de
ver las cosas y su entorno era
mucho más abierto, al menos en
lo comercial.
No importaba la procedencia
del dinero, importaba cuánto
tenías.
¿Dos ladrones?
Podría ser. Poco importaba.
¿Dos asesinos?
Nadie lo hubiera pensado.
Las transferencias estaban
hechas, confirmadas y
comprobadas. Si algo sucedía, si
alguien tenía que preocuparse,
lo haría después. Ellos,
dependiente y gerente de la
inmobiliaria, habían hecho la
venta y obtenido su comisión a
cambio. Nada más importaba.
Mientras, los dos
veinteañeros comían porciones
de una Super Supreme del Pizza
Hut, viendo películas antiguas y
disfrutando de gritos, sangre, y
salsa especial de su pizza
favorita. El motivo por el cual
miraban encantados la película,
obnubilados frente a cuchillos
brillantes y sustos de serie B,
era porque ellos conocían ese
mismo placer: lo habían
7. experimentado. Placeres
compartidos que no podrían
explicar sin la presencia de un
psicoanalista o un guionista de
cine. Apenas cuarenta y ocho
horas antes habían utilizado el
ejemplo de Scream: un cuchillo
afilado como un buen
profesional, con un plan trazado
de antemano, sin complicaciones
porque cualquiera sabe que un
plan complicado falla. Los
planes directos eran los
crímenes perfectos. No hacía
falta ser estadounidense, ni
encontrarse en la lista de más
buscados del FBI o la Europol.
Sólo había que estar atento a
las películas y a las series, a
los programas de televisión. A
las redes sociales. El siglo XXI
era una mina de información;
desordenada quizás,
información, a fin de cuentas.
A ellos les preocupaba la
sencillez por la sencillez, la
rapidez y, sobre todo, sobre todo,
la pasión y la excitación del
asesinato de dos adolescentes y
su madre. Tampoco era matar por
matar. No. Era matar por dinero,
matar por encargo. Ellos lo
transformaron en matar por
dinero y por placer.
Tan sencillo como llamar a
la puerta, poner cara de buena
persona, preguntar si vivía
Andrej en el edificio y clavar
el cuchillo lo más profundo que
la fuerza de muñeca, antebrazo,
brazo y hombro pudieran.
—¿Cuántos centímetros crees
que ha entrado el cuchillo? —
Preguntó Nastia.
—No sé —contestó Dima
emocionado, con sonrisa de
porcelana—. Quince centímetros,
seguro. Una buena herida.
Aunque no lo suficiente para
matarla —volvió a decir
mientras miraba a aquella mujer
tirada en el suelo. Gritaba y se
retorcía de dolor.
Estas sensaciones no
aparecían en Scream.
Natacha se arrodilló al lado
izquierdo de la mujer y le clavó
el cuchillo diez veces más,
tantas como fueron necesarias
para que la mujer dejase de
patalear.
Entonces aparecieron sus
hijos, atraídos por el ruido y
los gritos de su madre. Ellos no
chillaron, se quedaron
petrificados ante la imagen de
su madre muerta, ante la imagen
del tremendo charco de sangre
que llenaba la entrada de su
casa y parte del pasillo.
Incapaces de moverse o
defenderse. Dimitry se acercó y
acabó con ellos en apenas unos
minutos. Eso no lo decían en las
películas, eso no lo mencionaban
en las series.
En Scream a veces aparece
insinuado, aunque la realidad
marca la diferencia: la mayoría
de las personas se queda
congelada ante el terror,
paralizada por el miedo,
observando cómo el cuchillo se
acerca, cómo se clava y cómo se
retuerce desde la tripa hasta la
columna vertebral. Puedes
contemplar la sangre correr y
quizás, sólo quizás, algún
detonador interno te permita
defenderte cuando ya es tarde.
No es lo habitual.
La mayoría de las personas
ha crecido con el miedo
insertado en sus genes. La mayor
parte de las personas nace y
crece sabiendo que el miedo es la
mejor defensa en un mundo
cruel. Incluso hay quien piensa
que el instinto animal te
permitirá salir corriendo.
8. Falso.
Casi todas las madres y
padres de este mundo enseñan
que hay que tener miedo a los
progenitores, a los maestros, a
los jefes, a la soledad, al
despido, al hambre. Miedo. El
miedo paraliza, no permite que
corras; aunque veas un cuchillo.
El miedo que te enseñan de
niño es el mismo miedo que
facilita su labor al asesino.
Nastia y Dima no lo sabían,
pudieron comprobar que lo
normal es que sigas mirando con
incredulidad cómo la vida sale
de ti, preguntándote cosas tan
triviales como quiénes son esas
personas o si el ruido de fondo
es lluvia o nieve.
Tres inocentes muertos.
Un trabajo tan bien hecho
que a Dima y Nastia les reportó
un ingreso de 800.000 rublos.
Sin duda era un trabajo
bien hecho, sencillo, rápido, sin
complicaciones, sin testigos, sin
flecos. Si hubieran sabido
quiénes eran Bonnie y Clide, o
hubieran conocido su historia,
quizás habrían pensado en la
posibilidad de ser los nuevos B.
y C, de Rusia, pero a ellos no les
interesaban ese tipo de
películas. Podrías preguntarle
por Fredy Krueger, por Scream o
por Jason, podrías preguntarles
cualquier detalle sobre la
Matanza de Texas, no por
asesinos en serie con aspecto de
modelos de marca de yogur.
El trabajo había concluido.
Miraban la televisión y comían
pizza. Esperaban a que el tipo
que les habían hecho el encargo
contactara con ellos de nuevo.
Habían superado la primera
prueba, habían pasado las
primeras y críticas 48 horas, en
las que la policía tiene un
mayor porcentaje de capturar a
los criminales. Esperaban y
disfrutaban del plan perfecto
frente a una de sus escenas
favoritas: Matthew Lilard
apuñala a su amigo para simular
que a ellos también los había
atacado el asesino en serie del
teléfono. Lo apuñala después de
haber recibido él mismo una
puñalada. En esta escena Stu (el
personaje de M. Lilard) se ríe
pensando que su plan es
perfecto, mientras su amigo lo
apuñala para despistar a la
policía. Las puñaladas le duelen,
como es normal. Se lo dice a
Skeet Ulrick.
Dos jóvenes adolescentes de
los Estados Unidos de América
haciendo realidad el sueño del
crimen perfecto. Bajo la atenta
mirada de la pobre chica a quien
se lo han hecho pasar fatal
durante toda la película, y su
padre, tirado en el suelo de la
cocina, soportando a dos tipos
zumbados liándose a puñaladas y
divagando sobre si las películas
crean a los psicópatas o los
psicópatas lo son por ellos
mismos.
—¡Las pelis americanas nos
han hecho así! —Gritaron Nastia
y Dima, embobados frente a su
enorme televisión de ochenta
pulgadas.
—Pero la mafia es la que nos
ha pagado por hacer lo que más
nos gusta —se carcajeó Dimitri.
(Vale, me has pillado)
9. SINTIÉNDOME BIEN
Sonó Feelin' blue de la
Creedence Clearwater Revival.
Martin no dejaba de preguntarse
cómo era posible que los grupos
del siglo XXI no sonaran como la
Creedence. ¡Era obligatorio! Era
un requisito mínimo. Al menos
eso le parecía a él, que se sentía
como el Nota de los Hermanos
Cohen, salvo que, si alguien era
tan inconsciente como para
robarle su material de la
Creedence Clearwater Revival,
encontraría al capullo que lo
hubiera hecho. Luego, con la
mayor tranquilidad del mundo,
le sacaría los ojos con su
cuchillo de campo mientras
contemplaba cómo se desangraba.
¡El Nota! ¡Qué gran
personaje!
La vida de ningún capullo
idiota merecía la pena tanto
como la discografía de la
Creedence. No se sentía triste,
la verdad; pensar en el
asesinato que le habían
encargado le ponía de muy buen
humor. Era la cosa más sencilla
que le habían encargado desde el
secuestro de los hijos de aquella
actriz de series de televisión
enganchada a la heroína. Joder,
aún recordaba como tuvo que
acostarla en la cama porque
podría haberse ahogado con su
propio vómito. Llevarse a los
niños no fue un secuestro, fue
un acto de caridad. Todavía se
reía al recordarlo. “No era tan
sexy con la vomitona
corriéndole por el pelo”.
La nueva propuesta era tan
sencilla que le provocaba
vergüenza. Estaba en el top ten,
siendo modesto, porque apenas
había cinco asesinos capaces de
acometer con profesionalidad
ciertos encargos.
Sus tarifas no mentían. El
hecho de que nadie conociera ni
supiera de su existencia, salvo
la Familia y algunos miembros
de los servicios de seguridad de
Oriente Medio, le conferían una
tranquilidad y letalidad
suficiente.
Se vistió de arriba a abajo,
como le había enseñado su padre.
Primero la camisa de quince
dólares, nueva y recién
planchada, de color crema. Unos
vaqueros Levis’ de cincuenta
pavos, lavados a la piedra, sin
marcas, sin roturas, sin
campanas, clásicos. calcetines
oscuros, mocasines. Pensó si
utilizar el cinturón. Sí, el
cinturón siempre confería un
aspecto más serio, dentro de lo
informal que vestía. Suficiente
como para pasar desapercibido.
Gafas metálicas con cristales
sin graduación, unas gotas de
gomina en el pelo peinado con
raya, a la izquierda, los labios
algo abiertos. El gesto
bobalicón era una de las
simplezas que más confianza
ofrecía a la mayoría de las
personas. Un elevado porcentaje
de personas se sentía superiores
frente a alguien de aspecto
bobo. Era su mejor máscara. Todo
el mundo se fía de alguien con
cara de tonto.
Él no lo era en absoluto.
Repasó la habitación del
motel: sin huellas, sin rastro.
Ni los idiotas de la serie CSI
adivinarían rasgos de su
comportamiento ni atenuantes o
pistas que seguir.
Salió de la habitación con
un trolley mediano.
El primero en caer fue el
encargado de aquella cadena de
moteles de carretera. No tuvo
10. que decir ni una palabra. Sólo
un disparo como respuesta al
“buenos días, ¿ha pasado usted
buena noche?”.
Le seguía sorprendiendo la
obstinación de millones de
personas por tener la dentadura
perfecta para sonreír a
desconocidos. Quizás no usaran
desodorante, no escuchasen a la
Creedence, o no vistieran bien.
Ni siquiera se esforzaban por
hablar de manera correcta. Eso
sí, obligatorio lucir dientes
alineados y brillantes.
Luego se acercó a la
cafetería, allí encontró a una
camarera que recordaba del día
anterior. Una lástima asesinar a
chicas guapas. Por otro lado, que
se hubiera quedado en su país.
¿Quién le había dicho que en
Estados Unidos se vivía mejor
que en el rincón de Sudamérica
del que se hubiera escapado
aquella monada? “Aquí no se vive
mejor, reina. Aquí se muere
mejor”, pensó.
Un disparo en la frente.
Otro disparo al gordo que
desayunaba en la esquina cuyo
futuro, a juzgar por el azúcar y
calorías del plato que tenía
delante, así como el tamaño de su
cuello, no podía ser muy
diferente a la muerte que
acababa de recibir. Mejor un
disparo que un ataque al
corazón mientras conducía su
furgoneta Ford llevándose por
delante a varias familias en la
carretera. ¿Tendría la
dentadura brillante?
No pararía a comprobarlo.
Era un buen asesino. Su
trabajo, se le daba bien, no
cuestionaba los motivos. Era un
buen asesino. Se sentía
orgulloso.
¿Cómo se llamaba el asesino
que compartió el monte Calvario
con nuestro señor Jesucristo? ¿O
era un buen ladrón? Daba igual,
él era el buen asesino.
¿Cómo iba el contador?
Un tipo de aspecto osco y
falsa sonrisa en la que se había
gastado miles de dólares que
pasaba/perdía quince horas al
día detrás del mostrador de una
cadena de moteles.
Una sudamericana a quienes
todos querían follarse por ser
camarera y extranjera.
Y el gordo.
Matar a un gordo era un
acto de caridad. El asesino
odiaba a los gordos, aunque no
menos que a los calvos. Podría
matar gratis a un gordo calvo.
Echó un nuevo vistazo al
local. Eran las siete de la
mañana, no tardarían en llegar
los clientes. Cuando apareciera
el primer tipo soñoliento con
ganas de un café aguado, él ya
estaría en otro lugar: cincuenta
mil dólares más lejos.
Resultaba increíble la
facilidad y sencillez de aquel
trabajo. Tenía sus dudas al
respecto desde el inicio; algo en
su interior le hacía desconfiar.
Demasiado sencillo, indigno de
su categoría, pero un encargo de
la Familia era un encargo que
no se podía cuestionar. Sus
sospechas le hicieron cubrirse
las espaldas: había liquidado a
aquellas personas en orden
inverso a cómo decía el encargo.
Le dijeron que tenía que
matar a tres personajes
anónimos en un orden concreto.
Olía a trampa a cincuenta mil
dólares de distancia. Si alguien
lo esperaba, estaría preparado.
Sopesó sus opciones. Alteró
el orden y aparcó su Lexus gris
en la parte de atrás. Si alguien
11. quería tenderle una trampa,
tendría que ser muy bueno.
Solo había tres capaces de
hacerlo.
Quizás dos. ¿Cuánto le
pagarían por ello?
Condujo sin sobrepasar el
límite de velocidad por la
estatal, buscó una cabina donde
realizar la llamada de
confirmación. Quedaban pocos
teléfonos públicos, no estaban
pinchados. En aquellos momentos,
la atención de los cuerpos de
seguridad de todos los estados,
se centraba en los correos
electrónicos, redes sociales y
móviles. No en cabinas viejas.
—Hecho —dijo cuando escuchó
que en el otro lado descolgaban
el teléfono.
Colgaron al escucharlo.
Aquello era todo.
Tres tipos anónimos
asesinados en mitad de ninguna
parte. En un estado que no
importaba a nadie, salvo a las
personas que vivían en él.
Volvió al coche, dejó pasar
un minuto mientras observaba la
carretera y el entorno más
cercano. Se quitó las gafas de
montura metálica, aceleró su
Nexus y se acodó en la
ventanilla. Se miró en el
retrovisor y vio reflejada su
imagen de bobalicón.
Sonrió.
Se despeinó la gomina y
endureció el gesto apretando las
mandíbulas.
No podía parar de pensar en
que algo extraño estaba
sucediendo. Sus músculos estaban
rígidos por la concentración y
la tensión. Encendió la radio y,
como por arte de magia comenzó a
sonar Ramble Tamble.
Algo estaba pasando, no lo
iban a pillar despistado, aunque
lo primero era lo primero: subir
el volumen de la radio para
escuchar a la Creedence como
corresponde.
“A toda ostia, oh yeah”.
12. UN MAL DÍA SIEMPRE PUEDE
IR A PEOR
Capítulo 1
—¿Qué tenemos? —El
inspector preguntaba antes de
mirar, un defecto profesional
que le funcionaba. Algunos de
sus discípulos más descarados le
podrían haber dicho que mirara
y lo viera con sus propios ojos;
nadie se atrevía. Además,
tampoco merecía la pena cuando
conocías el carácter del
inspector.
—Cuatro puñaladas. Una
mujer de cuarenta y tres años
apuñalada poco antes de salir de
fiesta o a cenar, lo estamos
comprobando. —Por el tono de voz,
bien podrían haber estado
hablando de fútbol, del tiempo o
cómo hacer un estofado al horno.
La rutina policial requiere
distancia.
—¿La han violado, le han
robado, ex novios, ex marido? —
preguntó impaciente el
inspector, sin dejar terminar a
su subordinado que miraba la
libreta. Aquel era un gesto
aprendido y que escondía cierta
timidez, a pesar de conocer los
datos de memoria. A pesar de su
profesionalidad, el inspector le
imponía.
—Ni robo, ni violencia —dijo
el policía—; sólo lo que ve. Tal
cual lo encontró el vecino del
tercero cuando bajó a pasear al
perro y tirar la basura. Perro y
amo se cagaron encima. De ahí el
olor.
Inspector y policía se
miraron sin sonreír, aunque no
por falta de ganas. Estaban
concentrados en la sangre, al
cuerpo de la mujer, su vestido de
fiesta, las piernas abiertas en
una posición cómica, la mirada
sonriente. Desconocían que la
mujer de 43 años no había
sufrido antes de fallecer, esa
información la recibirían
después del médico forense.
Aunque tampoco les preocupaba
mucho debido a la mencionada
distancia policial. El inspector
solía decir a su subordinado la
poca importancia que tenía para
un muerto si había sufrido o no.
El subordinado no estaba de
acuerdo con él, se guardaba de
manifestarle su opinión.
—Va muy arreglada, ¿sabemos
con quién había quedado? —
insistió el inspector.
—Lo estamos comprobando, al
parecer tenía una cena de
empresa.
—¿Antiguos novios? —repitió
el inspector.
—No lo sabemos aún, creemos
que no. —El sargento conocía la
insistencia y su tendencia a las
preguntas reiterativas del
inspector. Le hacía gracia, pero
era su manera de ir comprobando
poco a poco que cada cosa
estuviera en su lugar.
—¿Habéis comprobado las
llamadas del móvil?
—No. —No habían tenido
tiempo, pero en el siglo XXI las
nuevas tecnologías facilitaban
el acceso a mucha información.
Toda esta información era
asequible a los cuerpos de
seguridad del Estado. A su total
disposición, la seguridad frente
a la privacidad.
—Hacedlo lo antes posible. Y
hablad con los compañeros de
trabajo, quiero saber cómo era,
con quién tomaba café, cualquier
cosa que nos dé una pista. Esto
huele raro –dijo. Y casi en un
susurro-. Muy raro.
13. —¿A qué se refiere con raro,
inspector? –Estaba claro que no
se refería al olor procedente de
los excrementos del vecino y su
perro.
—Mira las puñaladas. Son
cuatro. Certeras. De hecho, mucho
me equivoco si te digo que la
primera ya acabó con su vida y
el resto han sido para disimular
—dijo mientras se agachaba
haciendo crujir sus rodillas de
viejo jugador de fútbol, e
indicaba los puntos concretos a
los cuales se refería—. O yo
estoy tan oxidado como mis
rodillas, o estas puñaladas las
ha efectuado un profesional que
luego ha querido que pareciera
un acto pasional. Si hacemos
caso a los manuales, y yo sé que
a ti te gusta mucho. Las
puñaladas indican algo
pasional, aunque…esto de aquí…
—dijo señalando a la fallecida
del ascensor—, esto de aquí es
otra cosa.
—Esperaremos a ver qué nos
dice el forense en la autopsia —
trató de cortar el subordinado.
Por un momento quiso reconocer
una debilidad en el inspector,
como si de verdad le importasen
los últimos momentos de vida de
aquella mujer.
—Puf. Eso es mucho esperar.
Los dos policías se miraron
el uno al otro y luego miraron
la cara de la muerta, con su
tremenda sonrisa de placer
dibujada en el rostro.
Capítulo 2
Ángela Casamayor salió de
casa a las 6.35 horas, como todos
los días desde hacía dos meses y
medio. Tomaba el urbano número
4 a las 6.45 horas después de
caminar apenas ocho minutos
desde la puerta de su casa, el
tiempo era importante cuando
uno lo pierde en el transporte
público, o cuando el transporte
público puede hacerte perder un
día entero. Allí esperaba de pie,
en la parada del autobús, junto
a un chico discapacitado con su
mono azul de empresa, impoluto y
siempre recién planchado. A su
lado una mujer ecuatoriana con
aspecto soñoliento y olor a
colonia infantil de una edad
incierta entre veinticinco y
cuarenta años. Algo más allá
bostezaba un marroquí de amplia
sonrisa, junto a una señora de
más de cincuenta años.
Llegaba a la parada de
autobús que estaba a escasos
metros de su trabajo a las 7.25
horas para fichar a las 7.30,
poner en funcionamiento los
ordenadores, encender las luces
de las distintas oficinas de la
quinta planta de su edificio,
limpiar, preparar y encender la
máquina de café, gastar
cuarenta céntimos en el primer
cortado de la mañana y revisar
las plantas del despacho del
general manager.
Llevaba a cabo sus tareas
sin entusiasmo, aunque de
manera minuciosa. Se centraba
en los detalles. Cada día se
preguntaba lo mismo, siempre la
misma cuestión: ¿Cómo era
posible que todo funcionase con
esa normalidad? El autobús
llegaba a tiempo, los
ordenadores se encendían, la
14. máquina de café daba café…las
papeleras estaban llevas de
porquería.
Se lo preguntaba todos los
días mientras arrastraba sus
pies de un despacho a otro del
edificio a una hora tan
temprana que se sorprendía de
que su propia cabeza funcionara.
Gracias a la empresa de
trabajo temporal, se aproximaba
al tercer mes de trabajo en su
nueva empresa y lo estaba
haciendo bien, muy bien. De
hecho, tras el despido de
Lourdes una semana antes, ella
era la encargada de abrir las
instalaciones y realizar
algunas tareas administrativas.
Su contrato expiraba al sexto
mes. Por otra parte, el
responsable de recursos humanos
le había explicado días antes
que el general manager había
puesto su confianza en ella, “de
manera personal”, fueron sus
palabras exactas.
Asimismo, le comunicó que se
le modificarían los horarios, al
igual que las condiciones
laborales, no las salariales, por
supuesto- “Debido al actual
contexto de crisis, era necesario
un esfuerzo por parte de todos
los miembros productivos de la
empresa para relanzarla.
Entonces veremos si podemos
alcanzar la subida estipulada
correspondiente”. Ella apenas
sabía de crisis y de contextos,
sólo sabía que tenía trabajo. A
fin de cuentas, lo que importaba:
trabajar, trabajar y ganar
dinero. El hecho de que no la
despidieran al sexto mes, tal y
como habría sucedido de no
despedir a Lourdes, ya era una
buena noticia, ¿qué le importaba
a ella el sueldo o madrugar?
Trabajar, trabajar y
trabajar.
Ángela pensaba que su mala
racha había concluido de una
vez por todas, la suerte le
sonreía. Una oferta de trabajo
el mismo mes en que expiraba el
subsidio por desempleo era una
casualidad que ella había
transformado en señal y
designio.
Cuando vio el anuncio del
portal de ofertas de empleo de
Internet, donde se anunciaba
administrativo con dotes de
ventas, conocimientos de inglés
y francés y disponibilidad
horaria experimentó un leve
temblor en el estómago. Su
perfil.
No lo estropearía.
No volvería a entrar en el
despacho de ningún jefe,
director, responsable o general
manager a exigir derechos,
mejoras laborales, ascensos o
nada similar.
No lo estropearía, no.
No volvería a ponerse en
manos de ningún sindicato; de
hecho, se había dado de baja de
Comisiones Obreras por si los
jefes la investigaban y
sospechaban de ella. Que otros se
ocuparan de reivindicar y de
luchar. Ella había tenido su
oportunidad y lo había
estropeado, se había quedado en
paro, había agotado sus ahorros
de diez años de esfuerzos y para
qué, ¿para mantener el orgullo
elevado? Orgullo y dignidad son
dos palabras volátiles. Aquellas
tonterías habían quedado atrás,
trece meses de paro colocaron su
orgullo laboral y personal por
los suelos.
Administrativo con dotes de
ventas, conocimientos de inglés
y francés. Ella era eso y un poco
más. Licenciada en Económicas,
15. sería capaz de desarrollar
aquellas tareas sin pegas.
Ahora era la encargada de
abrir las instalaciones y
limpiar las papeleras antes de
que llegara el resto de
compañeros. Ya llegaría el
momento de demostrar todas y
cada una de las líneas de su
currículum, ganadas con sudor,
becas y lágrimas.
A primera hora de la
mañana, sus compañeros llegaban
a sus puestos de trabajo.
Algunos la saludaban, el resto
simplemente se arrastraba a sus
ordenadores, sus rincones y, por
este orden, a la máquina de café.
Las rutinas estrictas
facilitaban que el sistema
funcionase. Era una de las
pequeñas explicaciones que
Ángela se daba a sí misma para
comprender el funcionamiento
del engranaje.
Tras las tareas iniciales, se
encaminó a su ordenador en una
zona alejada del resto de
compañeros.
—Ángela —le dijo el general
manager por la línea interna de
teléfono, alejándola por unos
instantes de sus pensamientos—.
¿Puedes venir un momento a mi
despacho? Tráete la grabadora.
—Entendido —dijo ella. “Un
paso adelante, un paso adelante,
no lo estropees, no lo estropees”,
iba pensando por el pasillo de
camino al despacho del general
manager. Era consciente de que
las grabaciones y las cartas
eran competencia de Rosa, pero
no era culpa suya si el jefe la
llamaba a ella, no a Rosa.
Aquella era otra de las
enseñanzas que había aprendido:
cada cual debe mirar por sí
mismo. Los amigos se hacen en la
calle, no en el trabajo.
—Buenos días, Ángela, pasa y
cierra la puerta, por favor —
dijo el general manager con
amabilidad, sin apenas dirigirle
una mirada. Estaba concentrado,
o eso parecía, en unos
documentos sobre su escritorio—.
¿Has traído la grabadora?
—Buenos días, señor, sí, sí —
contestó Ángela. Era la cuarta o
quinta vez que penetraba en
aquel despacho y no podía evitar
relacionar el olor, el aroma de
la mesa, del cuero de los
sillones y de las plantas junto
al ordenador, con el poder, con
el dinero. En la pared había
colgadas varias láminas de
pintores famosos, de esas que se
adquieren en las tiendas de
hogar, desentonaban con el resto
de la decoración de objetos
caros. Aquellos cuadros sólo se
encontraban en las salas de
estar de los centros médicos.
—Bien, bien, como imagino
que te dijo José Roberto, la
empresa tiene muchas esperanzas
puestas en ti. Confiamos en que
las nuevas responsabilidades
que se te han encomendado no
supongan ningún inconveniente
—empezó a decir obviando que
estaba sobre cualificada para
aquel puesto. Su tono de voz era
cautivador, estaba acostumbrado
a no alterarlo porque todo el
mundo a su alrededor debía
escucharlo.
—Sí —contestó con
rotundidad, sin saber si era una
pregunta lo que hacía el
general manager. José Roberto
era el responsable de Recursos
Humanos de la empresa, el mismo
tipo con quien había hablado
poco tiempo antes.
—Esta noche la empresa
tiene que asistir a la
celebración del aniversario de
16. la Confederación de
Empresarios. —Ángela empezó a
tomar notas en la libretilla de
tapas negras con el logotipo de
la empresa—. Por ese motivo he
pensado que es el momento
adecuado para que conozcas más
en profundidad los entresijos de
nuestra compañía y que nos
acompañes en esta velada. Confío
en que no suponga ningún
inconveniente para ti, ¿verdad?
Ángela paró de escribir
porque ni comprendía ni sabía
qué debía anotar. Pensó a la
máxima velocidad que pudo,
incapaz de articular palabra.
Años atrás hubiera puesto en su
sitio a aquel tipo que se le
insinuaba de manera velada,
pero era el año 2021, su año de
la suerte. No comprometería su
trabajo por una
insignificancia, no
comprometería un ascenso o la
posibilidad de renovación por
algo tan tonto como dejarse
follar por el jefe. Al fin su
mente consiguió reunir las
piezas del puzle. Si no hubiera
sido por el amargor que sentía
en la garganta, habría sonreído.
No dijo nada.
—Paco, mi chófer, pasará a
recogerte a las ocho y media.
Procura ser puntual —dijo de
manera cortante. Había
comprendido que Ángela tenía
asumida su condición de mujer
objeto. No había puesto el menor
impedimento. Tomó la inservible
grabadora, tomó la libreta de
apuntes y se alisó la falda
antes de levantarse. No se
molestó en mirar a los ojos de
aquel tipo de cincuenta y tres
años, gafas metálicas, aspecto de
homosexual fingido y
pervertido, traje de Emidio
Tucci, camisa a medida y corbata
de cien euros. Su tono de voz no
había experimentado la más leve
alteración.
—Podría ser peor —se dijo
Ángela en un susurro, de vuelta
a su ordenador—, me podría haber
tocado el de recursos humanos.
Al menos este hombre es el
tercer grado en el escalafón de
la empresa. Si me lo follo bien,
quizás me hagan un contrato
indefinido.
En el fondo iba pensando
que aquel jefe suyo, por más
título que tuviera, a pesar de su
traje y del tono de voz, no
dejaba de ser otro arribista
más, de los que había conocido
tantos. Carente de estilo,
parecía más sacado de un
anuncio de revista de moda. Los
cuadros en la pared lo
delataban; todo lo demás no era
sino impostura obtenida a base
de dinero, el camino más
sencillo para simular estilo. El
rostro de Ángela, a quien nadie
miraba, dejó escapar una
lágrima. No permitió que llegase
siquiera a las mejillas, no lo
permitiría, estaría a la altura
de las circunstancias. 2021 era
su año de la suerte, ¡sin duda!
Unas cuantas horas más
tarde, Ángela se concentraba en
sí misma. Se maquilló en apenas
diez minutos, se arregló con el
vestido que utilizaba para las
fiestas de Navidad, el corto por
arriba y corto por abajo. Se
colocó el sostén con relleno que
alzaba un poco el busto y se
miró al espejo. No sintió
vergüenza en absoluto, debía
mantener el trabajo a toda
costa, le había costado
demasiado tiempo y demasiadas
entrevistas acceder a aquella
empresa, una compañía con uno
de los mejores convenios que
17. conocía, con buenas condiciones
laborales y posibilidades reales
de ascenso.
Sobre el papel.
No se engañaba, los jefes
seguían aprovechándose de sus
subordinadas y subordinados y
pocos, por no decir, poquísimos
denunciaban.
Mientras terminaba de
retocarse el pelo y perfumarse
las muñecas, se imaginó cómo
sería el sexo con un tipo como
aquel.
No sintió nada en absoluto.
Ni ira, ni asco, ni aburrimiento
vital.
De fondo sonaba una emisora
en la radio con éxitos de los
años 80, ¿era Fleetwood Mac?
Sí.
Desconocía aquella canción.
Fue gracias a la versión de
habían hecho mucho más tarde
los Cranberries, que la
identificó, así como su
estribillo: “puedes ir por tu
propio camino”.
Abrió el cajón de su mesita
de noche, recordaba que en su
interior encontraría aún una
caja de preservativos. Una cosa
era la dignidad, otra bien
diferente la estupidez. Cogió los
dos condones que quedaban, los
escondió en uno de los bolsillos
interiores del bolso y salió de
casa. Cerró la puerta con llave,
sin preocuparse de mirar en el
rellano. Se dirigió al ascensor,
entró y pulsó el botón B, bajo.
Seguía sorprendiéndole que
nadie se molestara en cambiar
aquel botón que algún
adolescente había deformado
quemándolo con un encendedor.
Con ella subió un pizzero
con la caja roja plastificada
vacía, se notaba por la falta de
peso y el doblez de la bolsa. El
repartidor llevaba la gorra
calada hasta los ojos y la
riñonera de propaganda
colgando en la cintura.
El ascensor tenía capacidad
para cuatro personas, pero aquel
tipo era grande, muy grande,
“debe dedicar mucho tiempo al
gimnasio”, pensó Ángela, “estos
chavales de ahora”. Aunque no
era el típico adolescente, ni
siquiera se molestó en mirar lo
guapa y resplandeciente que
estaba Ángela. ¿Cómo era posible
que un hombre no le mirara el
escote? Sospechó durante una
milésima de segundo. Entonces
Ángela se concentró en aquel
tipo. Algo no cuadraba en su
aspecto. Le sonrió y se sonrió a
sí misma recordando las veces
que había bromeado con sus
amigas al respecto del porno-
pizzero. Sospechó una milésima
de segundo más, un tipo grande
junto a ella. Hubiera sido una
buena ocasión para tener sexo
ocasional sin más. Un tipo
adecuado en el momento adecuado.
Además, llevaba dos condones en
el bolsillo interior del bolso.
Siguió sonriendo sin saber
cómo o cuándo parar.
18. EL ASESINO DE AMELIE
Apenas había luz en la rue
de Caumartin. El paseo sufría un
cambio tremendo al caer la
tarde: lo que era una calle
comercial repleta de
trabajadores y turistas de día;
por la noche apenas si un par de
personas la recorrían,
currantes que volvían del
trabajo. Ella era una de esas
trabajadoras que volvía del
hotel donde desarrollaba su
jornada laboral. Había sido un
gran día, a fin de cuentas, un
día más. Adélaïde Toutou era de
esas personas que sabe apreciar
la vida y cualquier bobada la
hacía feliz, cualquier bobada la
hacía sonreír. La llamaban la
Amelie del hotel por su sonrisa
bobalicona, además claro, de lo
parecido de su nombre. Aunque,
sobre todo, la llamaban así
porque era verdaderamente
guapa, ayudaba a todo el mundo
cuando podía, y no se le conocía
novio. Igual que en la famosa
película de Jean-Pierre Jeunet.
Algunos de sus compañeros
sospechaban de ella, insinuaban
que era lesbiana por el sencillo
hecho de llevar el pelo a lo
garçon y no hacerles el menor
caso, aunque era normal no
hacer caso a François ni a Josep.
La mitad de las veces olían a
sudor, la otra mitad olían a
carburante, el resto del tiempo
a vino y salchichón. Sus temas
de conversación tampoco eran de
lo más elevado. Ella procuraba
ser amistosa y buena compañera,
pero de ahí a invertir unas
horas de su vida con ellos en
una cena o siquiera frente a un
café vespertino, iba un mundo.
Las compañeras de Adélaïde
sabían que le gustaban los
hombres, era indudable por sus
comentarios. También era cierto
que desconocían si había pasado
siquiera una noche con un
hombre. Tenía 35 años y sus
únicas preocupaciones eran su
gato Lionel y su canario Richie.
Nadie se permitía gastar bromas
al respecto porque para ella,
Lionel y Richie eran sus únicos
amores, de los cuales hablaba
más que de su propia familia.
Una familia que, por otro lado,
tampoco era de las más
envidiables. Su madre maestra,
su padre cartero. Le habían
ofrecido una buena educación
burguesa de clase media con
aspiraciones a clase media alta,
o lo que en el lenguaje común se
llama quiero y no puedo. Ella
había preferido ir a vivir a
París, trabajar de asistenta y
camarera de habitaciones en un
hotel para vivir en un pequeño
apartamento donde dibujaba a
carboncillo y miraba las
estrellas la mayoría de las
noches.
Una mujer sencilla que
pasaba con sencillez sus días y
con sencillez caminaba de vuelta
a casa, como cada noche,
saludando a los pocos vecinos
con quienes se cruzaba. No
necesitaba más, ni esperaba más.
Lionel y Ritchie completaban su
círculo especial: vivía en un
ático con buhardilla y una
pequeña terraza decorada como
un rincón de playa. Adélaïde
nunca había visitado el mar,
tampoco quería hacerlo.
Imaginaba que, si sus pies
entraban en contacto con la
arena, la playa perdería la
magia que su imaginación había
diseñado durante años.
Ella veía el mar desde la
parte exterior de su ático.
19. Al salir de la estación de
metro de vuelta del trabajo,
llevaba la bolsa cargada de
comida para gatos, galletas
saladas de aperitivo para ella,
medio litro de leche para su te,
y comida especial para canarios.
Cargaba su compra apretada
contra el pecho.
—Buenas noches, ¿me podría
decir qué hora es, por favor? —le
dijo el desconocido en un acento
estadounidense muy marcado.
Ella, convencida de que
hablaba con un turista, dejó la
bolsa de la compra entre sus
pies, sacó el teléfono móvil del
bolso y comprobó que apenas
eran las 21.35 de la noche.
No era mala hora, a fin de
cuentas. Tendría tiempo de
dibujar un rato, quizás incluso
leer unos cuantos capítulos de
su última adquisición: Juego de
Tronos.
—Un poco más de las nueve y
media— contestó con amabilidad.
—Gracias —respondió el
turista-, muy amable.
De un disparo la dejó tirada
en mitad del paseo, a escasa
distancia de una tienda de ropa,
justo al lado de dos cafeterías
que a primera hora de la mañana
se llenarían de personas,
turistas en su mayor parte, pero
también trabajadores del barrio.
Personas que, por otro lado,
hablarían del asesinato que se
había producido a escasos metros
de donde tomaban café.
Nadie oyó nada, nadie
escuchó el disparo. ¿El motivo?
Un silenciador profesional.
El falso turista recogió el
móvil de Adélaïde, le hizo una
fotografía al cadáver mientras
se desangraba y remitió la
imagen a todos los contactos del
teléfono y a un teléfono privado
en Estados Unidos. El
destinatario se encargaría de
realizar la transacción en
menos de una hora. El encargo
incluía asesinato y difusión.
Lionel empezó a maullar
pasadas las doce de la noche.
Sabía que algo raro sucedía
porque Adélaïde no había
llegado tarde a casa jamás.
Maullaba porque tenía hambre.
Maullaba más por hambre que por
cualquier otra razón.
Las personas a quienes
había llegado el trágico
mensaje, no supieron cómo
reaccionar. En primer lugar,
llamaron al número de Adélaïde,
que yacía postrada a pocos
metros de su casa. La compra se
encontraba esparcida por el
suelo: comida para gatos,
galletas saladas, medio litro de
leche y comida para canarios.
Los amigos de Adélaïde
comenzaron a llamar a la
gendarmerie con la urgencia del
temeroso, sin saber muy bien
cómo ni qué explicar. Luego
comenzaron a llamarse entre sí.
Eran conscientes de que
alguien había asesinado a su
amiga a sangre fría.
Desconocían los motivos.
¡Cómo alguien haría eso a una
persona como Adélaïde! Si se lo
hacían a ella…
20. LA MUERTE ES INJUSTA
Estaban jugando tranquilos,
felices e indiferentes en la
puerta de su casa, como todas las
tardes. No se molestaban en
mirar a los lados del camino,
salvo que alguien pasara y
corriera el peligro de
tropezarse con sus juguetes: una
caja, un palo, una pelota
desinflada y unas cuantas
piedras a modo de muralla.
Era un buen juego. Jugar
era bueno.
No lo pensaban a menudo,
pero sabían que era el mejor
juego del mundo. Un juego que,
además, y aunque ellos no lo
supieran, alejaba el hambre.
Jugar era la única opción.
A cada momento decidían si
seguir, cambiar la forma de las
piedras y convertirlas en un
río, en una montaña o quizás una
portería. Era un buen juego, sin
duda. Aunque ellos tampoco eran
conscientes de que no tenían
posibilidad de disfrutar con
ninguna otra cosa. No sabían que
en otros lugares del mundo los
niños se habrían aburrido con
un palo, una caja y una pelota
desinflada. Ni se habrían
molestado en cogerlas del suelo
o sus padres les habrían
regañado por acercarse a
aquella basura repleta de
gérmenes.
No se molestaron en mirar a
los lados. No vieron los coches
que se aproximaban a la casa de
sus padres, no vieron si eran
negros, blancos o si tenían
antenas verdes saliendo de sus
frentes. Tampoco se molestaron
en mirar si los zapatos del
chófer eran italianos, toledanos
o procedentes de Alicante.
Escucharon el ruido.
Un sonido que no concordaba
con su propio mundo.
-Y, ¿estos qué? —preguntó el
tipo de los zapatos brillantes al
otro tipo que se deslizaba a su
lado.
-Supongo que no pasa nada
si nos los llevamos por delante.
A fin de cuentas, el trabajo ya
está hecho. Tú decides, yo
respondo por ti. Estamos en el
puto culo del mundo, nadie los
va a echar de menos. De hecho, si
me apuras, les estamos haciendo
un favor. ¡Míralos, joder!
Los dos críos miraron
alrededor, a los coches, los
hombres y la conversación en un
idioma extranjero. Demasiado
extraño para ellos, demasiado
extraño para su reducido mundo.
Trataban de comprobar por qué
nadie salía de sus casas ni se
asomaba a las ventanas a pesar
del alboroto. Y era raro porque
en su pueblo todo el mundo
estaba pendiente de lo que
sucedía a los vecinos.
Eran las cuatro y media de
la tarde, su única preocupación
era que la muralla de piedras no
se destruyera, ni chocara contra
los zapatos brillantes de
aquellos tipos con voz y acento
extranjero. Dos extranjeros
grandes como nunca habían visto
a ningún hombre tan alto y
fuerte. En otras tribus quizás
sí fueran así de gigantes, en su
tribu, no.
No se molestaron en mirar si
portaban armas automáticas o
semiautomáticas. Lo más cerca
que habían estado de ellas era a
veinte centímetros del televisor
del centro hospitalario de la
ONG.
—La verdad es que esta gente
no se merece el futuro que les
espera, estarían mejor muertos —
21. dijo el tipo de la cara alargada
y la cicatriz en el lado derecho
de su cara.
—Te he dicho que hagas lo
que quieras, que te cubro, ¿qué
más da una muerte que tres?
Coño, no necesitas justificarte
conmigo, cárgate a los
mierdecillas esos o no, ¡Pero ya!
Tenemos que largarnos a la
velocidad del rayo.
Zanjaron la cuestión.
El trabajo es el trabajo, la
ética es la ética y dejar cabos
sueltos en un trabajo, ni es
ético ni profesional. Además,
resulta peligroso. Dos niños son
dos testigos capaces de recordar
más datos que un ordenador
personal de última generación.
Hicieron lo que tenían que
hacer.
“A fin de cuentas, creo que
les estamos haciendo un favor;
creo no, estoy seguro. Putos
críos”.
En el suelo la pelota
desinflada no rodó, las piedras
soportaron el empuje del viento
y el palo empezó a mancharse con
la sangre de los dos niños a
quienes su madre no echaría de
menos.
Ni su padre.
Ni los vecinos de las casas
de al lado.
Nadie echaría de menos a
nadie en aquel poblado.
UNA MENOS EN LA LISTA
De la calle Rosa Luxemburgo
desembocó en la plaza Rosa
Luxemburgo. Había quedado en el
Bar 3, en la calle Linien. Era un
barrio de lo más tranquilo, le
encantaba su ciudad, le
encantaba Berlín, le encantaba
cualquier cosa que tuviera que
ver con su barrio. Sobre todo, le
encantaba que la miraran como
un ser exótico. La razón no
podía ser más simple: su nombre,
el color de su pelo y un acento
que ni años de colegio, instituto
de formación profesional y
trabajo en cafeterías,
restaurantes y supermercados
había limado.
Carmen, la española, solían
llamarla.
Ella era tan de Berlín como
cualquier otro. Su padre era
español, bien podría haber sido
turco, chino o el primer
borracho que pasara por la
puerta de la casa de su madre.
Cosas de los años 70.
Que su padre fuera un
inmigrante español que trabajó
unos cuantos años en Alemania
fue simple conjunción de los
astros. Como herencia un pelo
negro azabache y un acento
inexplicable, casualidad.
Como casualidad fue que
aquel hombre aguantara más de
cinco años con ellas, lo justo
para ahorrar, echar de menos su
España natal y comprender que
los 80 en España no eran igual
que los 60, cuando se había
escapado de su pueblo. A partir
de ahí la historia familiar
paterna se diluía en alguna
postal, alguna carta y luego, el
olvido definitivo.
Ni Carmen ni su madre
echaron de menos a un padre que
22. nunca, jamás, se había
comportado como tal. Tampoco lo
habían necesitado ni lo
necesitaban ahora, lo que hacía
mucho más sencillo olvidarlo.
Carmen la española era más
berlinesa que muchos de
aquellos rubitos creídos.
Llegó a la cafetería, Johan
no estaba.
Esperó en la puerta un rato,
cinco, diez minutos y empezó a
mirar su móvil, nunca antes la
había hecho esperar. Algo
sucedía. Se sintió un poco
ridícula, aguantó unos minutos
más.
Hasta que sonó su móvil.
—Oh, tía, lo siento, no he
podido llamarte antes. Te sonará
a excusa barata, pero han venido
mis padres de Hamburgo y cuando
nos hemos querido dar cuenta,
era demasiado tarde, te lo
compensaré —empezó a decir de
manera torpe al otro lado de la
línea telefónica. No vio a
Carmen levantar un dedo de su
mano izquierda, la derecha
sujetaba el teléfono. Su parte
mediterránea pensaba: “¿Te lo
compensaré? ¿Qué es esto, una
serie, una película de Woody
Allen?” Dijo:
—No te preocupes, no te
preocupes. Da recuerdos a tus
padres, nos veremos cualquier
otro día, dame un toque cuando
quieras.
Colgó, ¿para qué molestarse
en explicaciones?
Era demasiado adulta,
aunque no quisiera creerlo, para
aquellas tonterías adolescentes.
Miró la hora en su teléfono de
nuevo, comprobó que sólo habían
pasado veinte minutos y echó un
vistazo al barrio Rosa
Luxumburgo. ¿Quién coño era
aquella tía para que le hubieran
puesto una calle y una plaza? Le
sonaba de clases de historia, lo
mismo podía ser Mata Hari o la
Reina Madre. Ella dormiría sola
esta noche. Eso sí era relevante.
“Puta mierda”. Al pensar en su
cama se sintió de nuevo más sola
que en otras ocasiones, y un poco
más ridícula aún. Ropa interior
coqueta, perfume, preservativos
junto al cepillo de dientes.
—Hijo de la gran puta —dijo
en español con un marcado
acento berlinés. Sabía que los
tacos sólo sonaban bien en ese
idioma, el idioma de su padre. El
que su madre utilizaba cuando se
enfadaban entre ellos los años
que habían convivido juntos—.
Hijo de la gran puta.
Se encaminó a casa sin hacer
caso a las insinuaciones de la
boca del metro. Hacía buena
noche y era un lugar ideal para
caminar, pasear, dejar que los
tacones llenaran el silencio de
la noche. En su cabeza no paraba
de resonar la misma cantinela:
esta noche dormirás sola. Lo que
no escuchó fueron los pasos de
alguien que caminaba tras ella;
la suela de goma de los zapatos
impedía que ni ella ni nadie se
diera cuenta.
Los disparos apenas
resonaron en los oídos del
barrio. Como en muchas ocasiones
a lo largo y ancho del mundo en
aquellas fechas, los disparos
apenas resonaron en los oídos de
nadie. Determinadas cosas sólo
suceden si le suceden a uno
mismo. Si le pasan a los demás,
sólo son eso: problemas de otro.
Cada cual que se ocupe de lo
suyo.
Siendo Berlín una ciudad
cosmopolita, Carmen creyó
escuchar una canción de fondo,
un viejo soniquete que le sonaba
23. familiar, aunque tampoco estaba
segura: “Y créanme gente que,
aunque hubo ruido, nadie salió.
No hubo curiosos, no hubo
preguntas nadie lloró”.
ASESINOS AMIGOS
Colgó el teléfono con una
leve sensación de desasosiego,
que pasó al ver a Anke con dos
copas de vino tinto salir de la
cocina. Carmen era…, ¿cómo
decirlo sin resultar ofensivo?
Exótica. Anke era de las suyas.
Trataba de hacerse estas
composiciones mentales para
olvidar que había sido tan torpe
como para quedar con las dos
mujeres la misma noche, a la
misma hora. Un fallo adolescente
que no supo arreglar. Al final
decidió cometer una torpeza aún
mayor: mentir, excusarse con
Carmen. A juzgar por el tono de
voz, ella no le había creído. ¡Ni
él se hubiera creído a sí mismo!
A veces las cosas pasan porque
sí; a veces hay suerte en la vida,
sin que uno se dé cuenta o lo
pretenda.
Daba igual, Anke se acercaba
con las dos copas de vino tinto.
Qué importaba si era blanco o
tinto, rosado o achampanado. Qué
importaba si aquella chica no
era ni la mitad de mujer que
Carmen, o su atractivo se
limitase a los contactos
empresariales de su padre. Lo
que de verdad importaba es que
no modificaba su status quo.
Anke era de los suyos.
Eso significaba mucho para
él. Prefería no pensarlo.
Tampoco era complicado, apenas
le reportaría una noche de
pasión. Su padre se lo había
dicho en la adolescencia: “A
algunas mujeres que vienen de
fuera hay que utilizarlas con
cuidado y tratarlas con más
cuidado todavía. Son buenas para
el sexo, pero no cometas la
torpeza de ir más allá, porque
no son de los nuestros”.
24. Además, si las cosas salían
como él creía que podrían salir,
como él estaba seguro de que
saldrían, ya tendría tiempo de
hacerse perdonar por Carmen, la
fogosa chica de origen español
que trabajaba en el
departamento de contabilidad de
su amigo Raik.
—¿Quién era, cariño? —
Preguntó Anke con un tono de
voz neutro. Le pasó una de las
copas y se sentó en el sofá
frente a la televisión, cruzó las
piernas y dejó entrever sus
muslos, pálidos y musculosos.
—Ese pesado de Ingmar, que
insiste una vez y otra en que
quedemos a jugar al paddle. Y yo
le digo que prefiero la
natación, ¡puf! No atiende a
razones. Al final tendré que ir
a jugar con él una partida de
ese estúpido juego de moda. —Se
justificó con una mentira lo
suficientemente recargada y
estúpida como para ser creíble.
—Deberías jugar al paddle,
en la empresa de papá lo hacen
todos. De hecho, yo juego al
paddle los fines de semana —dijo
ella, tratando de parecer cortés
y ofreciéndole muchas más
pistas de cómo se desarrollaría
el futuro laboral y personal de
Johan- ¿Cómo, si no, crees que
tengo estas piernas tan bonitas?
—Pues mira, estoy pensando
que sí, que quizás quede con él
para luego poder ir a jugar
contigo, no es mala idea del
todo. Aunque insisto, lo mío es la
natación —sonrió al ver lo fácil
que es mentir a alguien que
quiere dejarse engañar.
—Um, creo que me has lanzado
un reto que no podré dejar pasar
—sonrió ella sin disimulo. Dejó
la copa en la mesita del centro,
se quitó los zapatos de un simple
gesto y se puso de pie. A menos
de metro y medio de Johan dejó
deslizarse la minifalda al
suelo, no llevaba ropa interior.
Su piel era mucho más blanca de
cerca.
Johan odiaba que una chica
no llevase ropa interior, algo
en su mente le advertía sobre
virus y bacterias. Sus hormonas
eran más poderosas que él mismo:
sexo es sexo, a fin de cuentas.
Sonó el timbre de la puerta.
Sushi.
Los repartidores de comida
japonesa no podían ser más
inoportunos, pero al menos le
dejarían margen para escapar de
las garras de aquella mujer
durante, quién sabe, doce
minutos. ¿Quince?
El timbre sonó varias veces.
Los repartidores de comida
japonesa no solían ser tan
insistentes en el timbre de la
puerta. Johan solo pensaba
sacarse de encima a Anke.
—La cena, cariño; dame un
segundo –dijo mientras se
escabullía.
—No te vas a escapar con
tanta facilidad. Además, hasta
las Erasmus españolas saben que
la comida japonesa no se
enfría…
Johan se acercó a la puerta
y estuvo tentado de posar la
mirada en la mirilla de la
puerta blindada porque Berlín
seguía siendo una ciudad
cosmopolita y él no se fiaba lo
más mínimo de nadie. Por otra
parte, aquel barrio, aquel
edificio…comida japonesa.
Abrió.
BUM
En ese preciso instante,
desplomándose en el suelo sin
darse cuenta de cómo ni por qué,
Anke había subido el volumen de
25. la música al máximo. Presa de la
excitación, sintió la necesidad
de bailar un viejo éxito de
Rubén Blades, un cantante
panameño que encandilaba a su
madre.
“La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la vida…”.
Apenas movió las caderas
cuando la caja del disco se le
cayó de las manos mientras la
música sonaba a todo volumen. La
puerta de la casa, una puerta
blindada de mil euros se cerró a
las espaldas del repartidor de
comida japonesa, el mismo que
había concluido su encargo de la
manera más rápida y profesional
posible.
Bajó las escaleras sin prisa,
pensando en la frase que había
escuchado a aquella mujer que
yacía en el suelo del salón de su
casa con un disparo entre los
ojos: Cualquiera sabe que la
comida japonesa no se enfría.
Hasta las españolas que van a
estudiar con el programa
Erasmus a Alemania.
DOS BUENOS ASESINOS
—A algunos los mataba
gratis, como a ese de ahí —dijo
el tipo mientras apuraba un
café negro, sin azúcar y con el
único acompañamiento de un vaso
de agua mineral con gas. Una
curiosa cicatriz surcaba su
rostro.
—Déjate de historias, déjate
de fanfarronadas. Céntrate en
la cuestión —le contestó el otro
que no parecía un jefe, aunque
hablaba como alguien
acostumbrado a ser el líder.
Se hizo un leve silencio, los
dos hombres se maltrataron con
la mirada, un juego que
aprendieron en los años 90 en
una guerra que los estados
occidentales llamaron conflicto
bélico y terminó con la juventud
e inocencia de dos soldados. Dos
asesinos profesionales que se
relajaban frente a unos cafés,
antes de viajar a África.
“Top Secret”, rezaba la
carpeta. El siguiente encargo en
uno de esos países pobres cuyo
nombre nadie recuerda.
Ni siquiera ellos.
—Repito, a ese lo mataba
gratis. En fin; si no queda más
remedio…repasemos los detalles
una vez más —dijo en tono
desinteresado—, si así te quedas
más tranquilo.
Empezaron a reírse a
carcajadas, unas risas que
sorprendieron al resto de
personas que había en la
cafetería de la plaza de San
Pedro de Venecia. El sol
comenzaba a llevarse los restos
del invierno, los turistas no
desaparecían nunca. Y ellos eran
turistas, hubieran parecido
turistas en cualquier lugar del
mundo, menos en mitad de un
26. conflicto bélico. En cualquiera
de los múltiples conflictos
abiertos a lo largo y ancho del
mundo hubieran parecido lo que
eran: el enemigo.
—¿De qué conoces a este tipo?
—Preguntó después de silenciar
un poco las risas. Hablaban del
perfil que habían memorizado
antes de destruir la carpeta con
el “Top Secret”.
—La verdad es que no de
mucho, ¿recuerdas cuando me
contrató el Gobierno italiano en
la etapa feliz de Berlusconni?
—¿Qué entiendes tú por la
etapa feliz del Cavaliere?
—Al principio, en su primer
mandato.
—Entendido, recuerdo. Lo que
no recuerdo bien fue para qué te
contrataron. ¿África?
—Sí, África. Túnez en
concreto.
A pesar de lo abierto de su
conversación, ninguno de ellos
era capaz de expresar con
palabras lo que sucedía en sus
mentes. Recordaban los casos del
otro, por eso sus palabras
parecían más un código.
El tipo con aspecto de
funcionario aburrido hizo un
movimiento con la cabeza,
indicando al camarero que se
acercase. En un correcto
italiano solicitó dos ristrettos
y dos botellas de agua, una con
gas, la otra sin.
Mientras se alejaba, sopesó
las palabras que quería y podía
decir a su amigo, sopesó los años
de trabajo juntos, sus
respectivas misiones. Aunque lo
que más le preocupaba era el
extraño motivo que los había
reunido en la bella ciudad de
los canales. Dos encargos, cada
cual más extraño que el otro.
Tan sencillos que herían su
orgullo.
—Verás —comenzó—, el tipo
del que hablamos se hizo famoso
en toda Italia de manera bestial
alrededor de 2002 o 2003. Solo
por esto, por aparecer en la
televisión y vivir de ello, es
suficiente para pegarle un tiro
entre las cejas, pero no es éste
el motivo principal.
El camarero apareció con los
dos cafés, dos vasos de cristal y
dos botellines. Los colocó de
manera pausada, con un exceso de
amaneramiento, sobre la mesa de
tres patas. Con un gesto
inapreciable, colocó el ticket
bajo uno de los platillos de
café. Odiaba a los turistas, no
lo disimulaba.
—¿Y si nos cargamos al
camarero antes de ir a África? —
dijo el tipo con voz de jefe
mientras comprobaba el precio
de unos ristrettos y dos aguas
minerales —. Sé que estamos en el
mismo centro del turismo
veneciano, pero son dos cafés,
dos malditos cafés —dijo de
nuevo arrastrando las palabras.
—Y ni siquiera los mejores
de Venecia —contestó el otro
mientras sorbía su segunda taza
de la mañana.
—Supongo que es el precio
del anonimato —concluyó el
primero.
—Supones bien. Dejemos
tranquilo al camarero…de
momento…-dijo sonriendo.
Pasaron unos segundos y el
tipo con aspecto de funcionario
cansado siguió explicando que el
hombre que se hizo famoso por
salir en la televisión italiana,
comenzó a aparecer en otras
televisiones europeas. Aquel
italiano, vestido de italiano,
con acento y abdominales
italianos, se dedicó durante el
27. siguiente año a seducir grupis y
starlettes en todas y cada una
de las fiestas desde Huelva a
Copenhague.
En una de aquellas fiestas
estaba ella; la amiga, que no
novia, del tipo con aspecto de
funcionario agotado. Ella era
una sencilla modelo de un metro
ochenta y cinco, sostenidos por
unos simples tacones de doce
centímetros y unas curvas
admirables. Era una velada
comercial organizada por la
marca de ginebra Tanqueray,
sonaba música ambient. En un
momento dado de la noche
aparecieron George Clooney y
Jhonny Deep. Salieron del mismo
auto, entraron al mismo tiempo
en la fiesta, sin egos ni
representantes llamando la
atención sobre la entrada en la
sala de dos estrellas de
Hollywood.
La ventaja del italiano,
además de ser italiano, del traje
a medida, del acento meloso, eran
las apariciones estelares como
aquella: estrellas de Hollywood
convertían a los demás en nada,
menos que nada.
Una vez superado el brillo
de las estrellas, era el tiempo
de millonarios, aspirantes y
modelos venidas a menos después
de un día interminable sin
calorías en su cuerpo y en
equilibrio sobre tacones
imposibles.
Francesca cedió al encanto
repentino del italiano, apenas
un beso en la mejilla, un gin-
tonic con lima en vaso corto
aderezado con rencor no
reprimido. Su novio, el mismo
tipo que ahora tomaba café en
Venecia, había volado a Túnez
sin previo aviso. “Trabajo”.
Aquella noche en la velada
de la fiesta parisina de la
ginebra de origen londinense
fabricada en Escocia, no había
nadie que la cobijara, nadie que
la protegiera de sus pesadillas
anoréxicas. El italiano le
ofreció el bálsamo de palabras
melosas, aroma corporal fusión
violetas y piña salvaje.
—Lo dicho, a este tipo lo
mataría gratis —insistió.
—De esto hace mucho tiempo.
Pensaba que lo de Francesca
estaba olvidado —interrogó su
amigo.
—Francesca sí. Al italiano,
no. Se la tengo jurada, pero me
pareció demasiado sencillo
cargármelo. Además, sabes que al
volver de Túnez tenía cosas
mejores en las que pensar.
Su amigo lo recordaba. De
hecho, tuvo que desplazarse con
él a una cabaña de un pueblo
perdido de Noruega hasta que se
olvidase la metedura de pata del
comando en el que había
participado. Un error que estuvo
a punto de costar la vida al
primer ministro tunecino, a su
equipo y, lo que sin duda era
peor, a la secretaria de Estado
de los Estados Unidos de
América, en visita no oficial al
norte de África.
La cuestión es que el tipo
aquel del aroma corporal a
violetas y piña salvaje se
convirtió, sin pretenderlo, en la
cara visible de un partido
político de nueva creación.
Muchos votos de izquierdas
volaron al proyecto diseñado en
una agencia de publicidad
romana. Como tantos otros.
El italiano se convirtió en
diputado. Aspirante a Primer
Ministro. Había llegado su hora.
—¿Cómo lo haremos?
—No tengo ni idea. ¿Lento,
28. dramático, rápido, ostentoso,
sangriento, pulcro?
—Eres, sin duda alguna, el
tipo más curioso que conozco.
Volvieron a reír en voz baja.
La imagen mental del candidato
muerto, ocupando las primeras
páginas de los periódicos más
importantes de Italia, le puso de
relativo buen humor, sacó su
cartera de piel del bolsillo
derecho de su chaqueta, revisó el
dinero. Sin pretenderlo, sin
saberlo o solo porque sí,
consideró que era el día de
suerte del camarero.
Dejó un billete de cincuenta
euros bajo el mismo platillo
donde estaba la cuenta de los
dos ristrettos y dos aguas
minerales.
—Debes estar bromeando. En
serio, debes estar bromeando —
dijo su amigo con cara de
sorpresa.
—No, acabo de darme cuenta
de que hace un día radiante, de
que somos turistas en Venecia y
de que este infeliz merece una
buena propina; porque no es
consciente de los pocos días de
vida que le quedan. Como al
italiano, como a los africanos.
Se levantaron sonriendo sin
molestarse en mirar a los lados,
ni a las palomas, ni a los
turistas, ni a los carabinieri,
ni a los camareros, ni la
imponente imagen de Venecia
bajo sus pies de zapatos pulcros
y brillantes.
DESPIDO PROCEDENTE
La sensación de frío en las
manos es como las huellas
dactilares, personal. Hay quien
necesita guantes apenas
concluye el verano por la simple
sensación del viento entre los
dedos; hay quien apenas nota si
sus falanges comienzan a
congelarse. Michele Angelo
Garetto, el carnicero, entró en
la cámara frigorífica tratando
de recordar qué motivos le
habían conducido a aceptar
aquel trabajo, ¿sus espaldas de
agricultor, su metro noventa, su
mentón cuadrado, o ser primo de
uno de los operarios? Le habían
llamado cuando más lo
necesitaba.
Aceptó el trabajo porque
llevaba dos años en paro y
hubiera aceptado cualquier cosa:
“La comida en la mesa es la
comida en la mesa”, decía su
abuela en Sicilia. Mil euros al
mes por transportar cuerpos de
vaca muerta desde el punto A
hasta el punto B.
-Más los extras –le dijo el
jefe en la primera y única
entrevista. Michele desconocía
el significado de aquello porque
el trabajo no tenía misterios.
El primer impacto fue duro
al observar las carnes de
aquellos enormes restos
mamíferos. El segundo impacto,
el del peso sobre sus hombros,
fue suficiente para olvidar todo
lo demás. Su mente se remontó a
los años en que ayudaba a
descargar cajas y camiones a sus
tíos en el campo familiar.
Cargar, descargar, cargar,
descargar. Tan sencillo, tan
placentero.
Mil euros al mes. Más extras.
“¿Qué extras, por dios?”
29. Llevaba cerca de diez
ejemplares descargados y
colgados cuando al fondo de la
cámara apreció un bulto que no
debería estar allí. Más pequeño
de lo habitual, estaba tirado en
el suelo. Se acercó al rincón
para comprobar qué eran
aquellos restos. Vomitó antes
siquiera de agacharse a
comprobarlo.
Su jefe se preguntaría cómo
una persona que descarga
cientos de cuerpos muertos al
día puede descomponerse
contemplando el cuerpo
descuartizado de un hombre. Un
cuerpo que, por otro lado, no
debería pesar ni ochenta kilos y
estaba cortado de manera
certera. Un buen trabajo,
profesional.
Se sentía capaz de
arrastrar cientos de kilos de
masa inerte, se sentía capaz de
machacar la cabeza de cualquier
idiota que le faltase el respeto
en el bar; aunque nunca se
hubiera metido en una pelea. Se
sentía capaz de levantar a sus
tres sobrinos y alzarlos por
encima de sus cabezas. De lo que
no se sentía capaz era de mirar
a los ojos a la muerte humana.
No podía asistir a entierros, ni
desplazarse al cementerio el día
de los Santos, ni mucho menos
ver la sangre de una persona
muerta.
De manera que no era de
extrañar su desmayo ante el
cuerpo descuartizado que
descansaba sin motivo alguno en
un rincón de la cámara
frigorífica.
TIBURÓN O MARTILLO
Nastia y Dima estaban
sentados, casi inmóviles, frente
a la pantalla de 80 pulgadas que
habían comprado en el Sony
Center del Gum. No les dolía la
tripa a pesar de las pizzas y la
comida basura. No les dolía la
cabeza a pesar de los refrescos
de cola y el azúcar. No les
dolían las manos a pesar de
haber asesinado a tres personas
de la manera más sangrienta. No
les dolía la espalda, ni la
cintura, ni las piernas, ni los
brazos o los abdominales. A
pesar de estar encerrados tres
días seguidos haciendo el amor.
Estaban sentados delante de la
televisión perdiendo el tiempo
porque la vida les sonreía. ¡Y
tenían una de las pantallas más
grandes del mercado!
El teléfono sonó.
La sintonía de Tiburón.
Steven Spielberg.
El teléfono de Natasha.
Un escalofrío les recorrió
el espinazo de placer, habían
instalado el politono adrede,
asociado al número de Oleg,
alias el capo, alias martillo,
alias tiburón.
—Parece que las cosas se
animan de nuevo —susurró
Dimitry a Natasha en el oído
antes de que ésta cogiera el
teléfono y preguntase quién era.
Una estupidez que se mantenía
en el siglo XXI. Preguntar quién
es, aunque lo veas reflejado en
la pantalla. Aunque le hayas
asociado un politono.
—Os quiero abajo en treinta
minutos. Os espera un
monovolumen negro sin
matrícula aparcado en la
esquina de vuestra calle —dijo
en un tono de voz monótono, como
30. era habitual en él.
—Entendido, media hora —
contestó Nastia con miedo y un
leve temblor en la voz. A pesar
de todo lo que estaba viviendo
durante las últimas semanas, a
pesar de la intensidad de sus
propias acciones, del poder que
la inundaba, seguía sintiendo un
miedo irracional.
—Y apagad de una puta vez
esas pelis de miedo. Se os va a
quedar el cerebro como una pasa,
joder —dijo elevando el tono
antes de colgar.
Miraron el teléfono, se
miraron el uno al otro, el temor
flotó en el hilo invisible que
unía sus miradas azules.
—¿De qué coño va? ¿Cómo sabe
qué hacemos o dejamos de hacer?
¿Cómo sabe lo de las pelis? —
Empezó a preguntarse la chica
que no paraba de mirar de un
lado a otro, en busca de cámaras
ocultas que, por supuesto, no
hubiera encontrado ni poniendo
patas arriba el apartamento
entero.
—¡Deja de preocuparte! —dijo
Dima.
Se miraron, se concentraron
el uno en el otro. El salón del
apartamento estaba sucio como
un piso de estudiantes. La
televisión con el volumen al
máximo emitía el sonido de una
sierra eléctrica que un tipo
enmascarado llevaba de un lado
a otro, corriendo como si ambas
cosas fueran lo más natural del
mundo.
¡Una sierra mecánica!
“¡Grandes inventos de la
civilización moderna!” Pensaron
al mismo tiempo los dos jóvenes.
Inventos que raras veces
funcionaban en la vida real,
solo en las películas
estadounidenses. Su vida real
más cercana era la del tiburón,
alias El martillo, un apodo que
Oleg se había ganado en la zona
sur del país, en la frontera con
Bielorrusia, debido a una serie
no contabilizada de problemas
solucionados sin necesidad de
correr detrás de adolescentes.
Además, con el martillo no
corrías el riesgo de arrancarte
la cabeza de cuajo o una pierna
mientras ibas corriendo de
madrugada sin luz.
El martillo. ¡Grandes
inventos de la humanidad!
La luz entraba nítida y
brillante, la luz habitual de
Moscú en esa época del año. El
apartamento habría hecho las
delicias de cualquier amante.
Después de limpiarlo de bolsas
de Doritos, botes de Pepsi Cola y
cajas de pizza; sin mencionar la
suciedad de las sábanas
provocado por las horas de sexo
de los amantes: Nastia y Dima.
Apagaron la televisión con
el mando, lo lanzaron al sofá.
Comprobaron la batería de sus
teléfonos, se cambiaron las
camisetas, se enfundaron la
camisa de cuadros, el jersey, y
el abrigo, no se molestaron en
utilizar desodorante. Una vez
vestidos, apenas habían pasado
diez minutos desde la llamada
del Tiburón, empezaron a reírse
a carcajadas, una risa
contagiosa fruto del exceso de
azúcar, el exceso de hormonas y
cierta locura que ninguno de
ellos hubiera reconocido ni con
Freud dándoles con una barra
metálica en la cabeza,
prestándoles su atención
veinticuatro horas al día, siete
días por semana.
La risa no paraba, el tiempo
apremiaba.
—¡Estamos dentro! ¿Te das
31. cuenta, Nastia? ¡Estamos dentro!
Los gritos de Dima habrían
despertado a los vecinos,
tampoco había vecinos cerca a
quien molestar. Los gritos de
Dima hicieron reír un poco más
a su chica, aquella rubia
glacial que volvería loco a
cualquier incauto.
Se cogieron de la mano,
bajaron las escaleras del
apartamento, desconfiaban del
ascensor, les sobraba energía. Y
tiempo. Diez pisos más abajo la
luz les sonrió, el aire frío de
la calle golpeó sus caras
juveniles y sonrosadas. Habían
pasado veinticinco minutos.
Miraron a ambos lados de la
calle. Muchos coches aparcados,
pero ningún monovolumen.
Comprobaron la hora de la
llamada de Oleg en el móvil de
Natasha y luego la hora en sus
respectivos teléfonos.
—Faltan cinco minutos —dijo
ella poniendo voz a sus
pensamientos.
Aunque el frío no era un
inconveniente para ellos,
sopesaron la posibilidad de
esperar en la entrada del
edificio de apartamentos, quizás
los cinco minutos se
convirtieran en quince, quién
sabe si más. Decidieron esperar
en la calle, estaban ansiosos por
subir a aquel automóvil, fuera
cual fuera el encargo, fuera
cual fuera el destino que les
deparara. A fin de cuentas, el
frío no es mayor inconveniente
para un ruso auténtico. Además,
para ellos no existía el mañana,
mucho menos el ayer. Para ellos
sólo importaba hoy, ahora.
Ahora.
Ahora.
Cinco minutos, cuatro, tres,
dos. Ahora.
Un coche azul oscuro
metalizado se aproximó a ellos
desde la esquina y Nastia
sospechó unos instantes, aquel
vehículo no era negro, aunque
tampoco iba a dudar de Oleg por
un detalle tan sutil como el
color del automóvil. El
monovolumen lo conducía un tipo
con gafas de sol y el cuello de
la cazadora subido casi hasta
las orejas. No llevaba gorra ni
sombrero. A su lado, en el
asiento del copiloto, estaba
sentada una mujer de raza negra
de aspecto muy atractivo,
vestida de blanco, sombrero
blanco, abrigo de esquí blanco.
Antes siquiera de que
tuvieran tiempo a preguntarse
por qué el Tiburón no iba en el
automóvil la chica les dijo que
subieran. No era rusa, estaba
claro, aunque tampoco podrían
haber adivinado su procedencia
porque ni de lejos eran expertos
en acentos. Si hubieran prestado
atención quizás habrían
adivinado que se trataba de una
chica francesa por su manera de
arrastrar las erres. Si hubieran
conocido un poco más de mundo,
habrían supuesto que se trataba
de una chica caribeña.
Ellos no sabían nada de eso.
Se limitaron a subir al
Chrysler azul metalizado sin
decir buenos días.
—¿Habéis estado alguna vez
en Sudáfrica? ¿No? Lo
imaginaba. Yo tampoco. —Aquella
chica hablaba tan rápido que
apenas les dio tiempo a pensar
en sus palabras, si estaba
tomándoles el pelo o no. La
miraron, se concentraron en su
manera de dirigirse a ellos a
través del espejo retrovisor de
la furgoneta.
Luego se miraron entre
32. ellos incapaces de entender la
situación.
—Oleg ha dicho que sois
buenos chicos, tenéis una buena
oportunidad de demostrarlo.
Espero que hayáis descansado
porque tenéis un largo viaje por
delante. En el aeropuerto os
dará más detalles. Por si os lo
estabais preguntando, él os
espera allí.
Como no podían hacer otra
cosa, se acomodaron en el
asiento trasero de la Chrysler y
se dejaron llevar por el tráfico.
Sus corazones latían a 140
pulsaciones por minuto.
Sería la Pepsi Cola.
Sería la adrenalina.
La chica negra no abrió más
la boca.
El conductor llevaba un
tatuaje detrás de la oreja, un
puñal diminuto que Dima pudo
ver en una de las contadas
ocasiones que el tipo giró la
cabeza al moverse con el propio
traqueteo del coche. No les miró
en ningún momento, no les prestó
la menor atención, ni siquiera
se molestó en abrir la boca.
Parecía perdido en sus
pensamientos.
Nastia y Dima pensaban en
que era la primera vez que
subirían a un avión.
Tampoco habían asesinado a
nadie antes.
Todo resulta muy sencillo a
partir de la primera vez.
La mujer negra los
observaba por el espejo
retrovisor sin disimulo, sin
reír. Tal y como le habían
explicado un par de horas antes
de recogerlos, aquellos chavales
tenían una responsabilidad
tremenda: encargarse de Julius
y George, dos de los asesinos más
duros de la Familia que ahora se
encontraban en Venecia y poco
después irían a África.
No se preguntó qué habría
visto Oleg en ellos, pero el
instinto del Tiburón era
infalible. Sus decisiones,
inapelables.
Aunque aquel encargo era
muy arriesgado para dos
novatos.
33. TIBURÓN
El teléfono comenzó a sonar.
Tiburón.
El conductor del coche tensó
los músculos, el tatuaje de su
cuello pareció transformarse en
una daga asesina. La chica
negra seguía concentrada en las
calles de Moscú, camino del
aeropuerto, y en los dos jóvenes.
Nastia le mostró con disimulo el
contacto del Martillo a Dima. Se
miraron fijamente a los ojos,
Tiburón seguía sonando,
llenando el ambiente del coche.
-¿No vas a cogerlo? –dijo la
mujer caribeña.
-Número oculto, querrán
venderme algo –mintió la chica.
Aquella situación era sospechosa
incluso para dos jóvenes.
-Quizás tengan alguna
oferta interesante, que no
podamos rechazar –bromeó Dima.
Su chica descolgó.
Antes de que pudiera decir
“hola”, el Martillo susurró al
otro lado para que solo ella
pudiera escucharla:
-No digas una puta palabra.
Te voy a dar un mensaje claro.
Luego diles a la negra y a ese
puto gilipollas que ha llamado
algún desconocido. Que se han
equivocado.
Nastia comenzó a mover el
pie derecho con nerviosismo.
Aquella llamada estaba fuera de
lugar, el Martillo la ponía
tensa. Siguió escuchando.
Dima, al darse cuenta del
movimiento repetitivo del pie de
su chica, le puso una mano en el
muslo. Algo no iba bien.
-A veces estas llamadas
comerciales son tan pesadas que
no te dejan oportunidad de
mandarlos a la mierda –dijo
Dima para calmar el ambiente.
-Sois dos jóvenes con mucha
suerte –siguió diciendo el
Martillo-. Dos chicos con mucha
suerte, pero solo una
oportunidad. Tenéis que
cargaros a los dos asesinos que
tenéis delante: a la negra y al
tipo duro. Nadie los echará de
menos. La recompensa merece la
pena.
Colgó.
Nastia siguió con el
teléfono pegado a su oreja
derecha durante unos segundos
más. Luego dijo, tratando de que
no le temblara demasiado la voz:
-No, no me interesa. Gracias
por la información. Me lo
pensaré.
-Son muy pesados –dijo Dima.
El conductor y la mujer
negra del vestido blanco no
abrieron la boca. En el coche el
ambiente estaba más frío
incluso que en la calle.
-¿Una mala oferta? –
preguntó de repente el
conductor que no había
despegado los labios en todo el
camino. Había empezado a
manejar el volante solo con su
mano derecha, la que más se veía
a los ojos de Nastia y Dima, que
dejaron de ver su mano
izquierda.
Dima tensó tanto los
músculos que comenzó a sudar. Si
hubiera sido un guepardo,
estaría listo para comenzar la
persecución de su presa.
-Una mala oferta, sí; de las
que no hay que hacer caso porque
siempre tienen letra pequeña –
dijo la chica.
-¿Estás segura? –dijo la
copiloto-. Quizás te estés
confundiendo, quizás podríamos
hablarlo.
-Si ella dice que es una
mala oferta, es una mala oferta
34. –repuso en tono neutro Dima.
Había visto a la mujer acercar
su mano a la pistola que
escondía en su cintura.
-Una oferta malísima –
sonrió Nastia. Sacó un cuchillo
de gran tamaño de su mochila, lo
clavó con agresividad en el
asiento del copiloto. La chica
negra no esperaba ni la
virulencia ni lo repentino de
aquel gesto. La herida no fue
mortal, solo la hirió de
gravedad.
Dima, a su vez, había sacado
su navaja y la había colocado en
el cuello del conductor. Visto de
cerca, el tatuaje no daba tanto
miedo.
Un cuchillo.
Un simple cuchillo.
-No muevas ni un músculo,
colega.
-Estás muerto, tío. Tú y esa
puta que va contigo –dijo el
conductor.
No había terminado la frase
cuando Dima le rebanó el cuello.
Nastia se había lanzado hacia el
asiento del copiloto, remataba a
la mujer negra y se hacía cargo
del volante.
-Nadie llama puta a mi
chica.
A pesar de que el Chrisler
dio varios bandazos, Nastia lo
controló con habilidad. Fue
frenando y buscaron una calle
donde abandonarlo.
El monovolumen estaba
desastrosamente sucio de sangre.
Ellos reían.
-Y, ahora, ¿qué? –dijo ella.
-Creo que estamos dentro,
cariño. Estamos dentro y hemos
sido capaces de cargarnos a dos
profesionales. ¿Has visto las
pistolas que tienen estos dos? –
dijo mientras robaba las armas
de los muertos.
-No eran demasiado buenos,
creo.
-O quizás nosotros sí lo
somos.
-Esperemos que llame el
Martillo.
-Esperemos que llame Oleg.
-Esperemos que llame el
Tiburón.
Comenzaron a reírse con
tanta fuerza que les dolió la
barriga. El politono del
teléfono móvil de la chica
comenzó a sonar: la famosa
sintonía de la película de
Steven Spielberg. Sin parar de
reír se miraron el uno al otro,
“¿dónde está el teléfono?”,
pensaron. El sonido llegaba
desde la parte de atrás del
Chrysler, oculto bajo la mochila
en el suelo. Nastia lo había
dejado caer cuando se lanzó a
rematar a la chica negra, de
acento caribeño que vestía con
elegancia.
El tiburón se aproximaba,
nadie podía hacer nada para
escapar de sus fauces.
35. Escrito en Albacete, con
tipografía Bohemian Typewriter,
porque me pareció divertido,
durante el mes de noviembre de
2021.
Cuentos originales sin
pretensiones de Miguel
Guillermo Ventayol Sarrión.
Natural Born Killers.
Familly Killer.
"Y en fin, lector amigo, si te
cuesta dinero leer mi obra, échala
las blasfemias que quisieres, que
tendrás razón; por si te la regalo
yo, o viene a tus manos en balde,
disimula lo malo que en ella
hallares, calla y déjala correr,
pues no te cuesta nada, y vivamos
todos; que otras cosas peores
tragarás al fin del día; y ya que te
agasajo yo en mis Prólogos, no me
injuries, que si logro el fin para
que escribo (que esto sólo te
callará mi amistad), puede ser que
no te contemple tanto; y aunque no
lo logre, también me reiré de ti, si
eres mordaz, como te tengo dicho en
mis Pronósticos. Y ahora, adiós,
amigo."
(Extraído del prólogo del Viaje
fantástico del Gran Piscátor de
Salamanca de Diego de Torres
Villarroel. Edición digital de la
plataforma Cervantes Virtual)