3. Ideado por Miguel Ventayol
CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL
RETO FANCINE 2011
Albacete, diciembre de 2011
Precio del ejemplar: 1 euro. O intercambio
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5. Lo que puedes ver
fin de año en des moines. Página 7-14.
el misterio de las lagunas Páginas 15-17.
el asesino de familias Páginas 18-21.
sábanas negras. Páginas 22-32.
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6. Fin de Año en Des Moines
PARECÍA UNA NOTICIA MÁS, un suceso para rellenar y luego olvidar
en el archivo.
Algunas noticias no dejan de ser un mero complemento de la sección de
sucesos. El periódico había recuperado la sección gracias a la cabezonería del
director general, sobrino del máximo accionista. Había dos opciones: hacerle
caso, o buscar otro empleo. ¡Tantos incompetentes dirigen los medios que
nada saben del asunto que mejor no perder el tiempo haciéndoles ver si una
idea es apropiada o estúpida! Ángel Gato, redactor de 47 años, fumador
empedernido y lector de novelas de misterio, conocía de memoria el
procedimiento.
Meses atrás, Augusto Ochoa, director del diario, llamó al Gato a su
despacho y le explicó que a partir de ese día le tocaba bucear en los juzgados.
Ángel tenía años de oficio para reconocer que lo estaban degradando.
“Empieza mañana”, le dijo y se sumergió en un nuevo intento de redactar el
editorial sin recurrir a copiarlo de Internet.
El Gato salió del despacho convencido de que el oficio de periodista era de
simple peón a las órdenes de torres, caballos, alfiles, reyes y reinas.
—Un peón inteligente se coloca en los laterales —pensó.
LAS MAÑANAS ERAN IGUALES EN CENTRALITA, la gente
llamaba con exclusivas, quejas, o inventos. Sonó una vez más, alguien pidió
hablar con el director, no se trataba de una queja sobre las prostitutas de un
barrio, el sabor del agua, o el mal estado de las aceras. Mayte contactó con el
Gato: aquella era una de las nuevas tareas que Ochoa le había encomendado.
Los restos. Sólo pensó en que tenía que coger la cámara de fotos, el bolígrafo,
la libreta de notas y buena dosis de paciencia para soportar a los de Madrid.
Un suceso como aquel provocaría que las televisiones nacionales mandasen a
sus becarios.
La noticia saltaría a las páginas de teletipos, las agencias de prensa y se
convertiría en la noticia del día.
NI SIQUIERA RECURRIÓ AL MAPA. Sabía dónde iba, si no, ya
preguntaría. Él lo llamaba periodismo de toda la vida. Ir, preguntar, indagar,
enterarse, reconocerlo todo, y luego contarlo. Los periodistas de Madrid se
encontrarían en aquellos instantes imprimiendo la noticia, sacando datos
relativos a la población, número de habitantes, localización exacta en el mapa,
nombre del alcalde y filiación política, algo de historia y, sobre todo,
actualizando sus navegadores para llegar sin pensar desde la redacción al
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7. rincón donde habían encontrado decapitadas a dos personas de 73 años.
El Gato sabía que dos viejas muertas no eran noticia y menos dos abuelas
en un pueblo. Pero que sus cabezas no hubieran aparecido en los alrededores,
y nadie supiera quiénes eran daba un toque macabro al acontecimiento y la
convertía en eso: la noticia del día.
Era 30 de diciembre y la Navidad, los regalos, las buenas intenciones y las
entrevistas pactadas con políticos plagaban las principales páginas de los
periódicos. Sabría cómo darle el toque humano, incluso científico si se lo
pedían. Un periodista con años de experiencia guarda párrafos enteros
aprendidos de memoria para colocarlos según la situación.
La carretera era un agradable estímulo cuando el viaje lo merecía. Era
Navidad, no lo solía recordar salvo por la iluminación de las calles y el hecho
de que el mismo día 31 por la noche tenía una cita por primera vez en varios
años. La secretaria de la comisaría de policía, con quien había entablado
amistad, pasó a ser su mejor deseo de Año Nuevo. Aunque lo único que
consiguió fue una cita a cenar en un restaurante chino.
—Un año que termina bien es un buen año a fin de cuentas —se dijo.
Embobado en sus pensamientos, se adentró en la sierra. Se preguntó cómo
alguien sería capaz de cometer un crimen en unos parajes como aquellos,
montes que sólo inspiraban caminatas, buenas comidas y conversaciones al
calor de la lumbre y el orujo.
La carretera le recibió con restos de hielo. Disminuyó la velocidad y con el
pitillo en una mano, acodado sobre la ventanilla y se dejó llevar hasta aquel
pueblecillo de 2.483 habitantes según el último censo. El Gato era espontáneo
e intuitivo pero conocía el oficio. Lo primero que hace un periodista, bueno,
malo o regular, es indagar sobre los números: a cuántas personas afecta la
noticia, cuánta gente vive en el pueblo, cuántas personas lo visitan en
vacaciones, números, porcentajes con que medir la noticia y hacerla más
accesible a los posibles lectores.
Sonó el teléfono.
—Llámame en cuanto sepas algo, en cuanto tengas algo, quiero
declaraciones del alcalde y de la Guardia Civil. Recuerda que el alcalde es de
los nuestros —se le escapó a Ochoa—. Quiero fotos de los cuerpos, quiero
buenas fotos, no esa porquería de la última vez que no se veía más que a una
familia llorando. Fotos de los cuerpos y si aparecen las cabezas, quiero las
fotos también. Llámame en cuanto sepas algo.
—Entendido, en cuanto sepa alguna cosa, llamo. —Por suerte para el
redactor, la cobertura de su teléfono móvil dejaba mucho que desear y la
comunicación se cortó.
En el pueblo se respiraba la normalidad de cualquier pueblo un día de
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8. Navidad. El Gato paró en un bar de la plaza, pidió una cerveza y un pincho de
tortilla y fijó su mirada en la tele. Sin que nadie se diera cuenta de por dónde
había entrado dejó caer el asunto de las cabezas y descubrió que ni el
camarero conocía el asunto. La noticia había saltado del chivatazo a las
agencias de información. Aquella gente no sabía la que se les venía encima.
Anotó los nombres de los dos Guardias Civiles, del Alcalde (a quien ya
conocía), y recordó las palabras de Ochoa: “Es de los nuestros”.
Se rió pensando en sus compañeros más jóvenes, incapaces de hacer cosas
como aquellas, disfrutar con el trabajo bien hecho, pausado, sin observar el
reloj a cada minuto ni dejarse llevar por los cerrados sistemas universitarios de
redacción de noticias. Aquellos chavales escribían a máquina a un ritmo
vertiginoso pero siempre con los mismos giros y las mismas palabras. Sin
literatura, sin interés: pura mecanografía.
Una vez más ensimismado, cuando a diez metros pasó un coche con el
logotipo de Antena 3 en las puertas delanteras.
—Mierda, ya están aquí los de Madrid, ¿cómo se habrán enterado tan
pronto? —Dijo en voz alta sin percatarse de que una señora pasaba junto a él y
le contestaba.
—¡Uh, hijo mío! Y espera a este fin de semana, verás cómo se pone esto de
murcianos y alicantinos —murmuró.
—Tiene usted razón, señora. Tiene usted mucha razón —sonrió el Gato.
Subió al coche y se encaminó al paraje denominado El Nacimiento. De
camino entendió que la velocidad a veces sí es un arma útil, la prisa quizás no,
pero la velocidad y los reflejos te sitúan en el sitio adecuado o a kilómetros de
las cosas importantes.
Al llegar se quedó mirando cómo trabajaban los periodistas de A3 y
preguntándose cuántos años tendrían, ¿22, 25? El Gato viajó en el tiempo,
pero un Guardia lo sacó del ensimismamiento.
—A ver, no pueden estar aquí, váyanse a aquella otra zona de detrás del
aparcamiento — le dijo sin mirarlo a la cara.
—Perdona, tú eres Juanan, el sobrino de la Luisa, la peluquera. —La
información del bar empezaba a rendir.
—¿Le conozco, caballero? —El Guardia Civil seguía con el tono marcial
con el que había atendido a los de Antena 3.
—Sí, hombre, de cervezas en la verbena, hace dos o tres años –mintió, a
sabiendas de que el otro no podría decir ni sí ni no.
Los de Antena 3 tomaban imágenes de los pinos y el riachuelo mientras El
Gato y Juanan el rojo fumaban un pitillo y se contaban anécdotas falsas de un
falso encuentro.
“Dos señoras, por la documentación sabemos que eran extranjeras, las ha
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9. encontrado el Perejiles, un pastor de la zona, y no veas el susto que se ha
llevao. Por la pinta debían ser de dinero, ya sabes. Lo que nos tiene locos es lo
de las cabezas. Hay que joderse, con lo tranquilos que estábamos, y se nos cae
esta encima, en plena Navidad. Si me lo dicen ayer por la noche, hubiera
pensado que era el día de los Inocentes. Verás si no se me fastidian las
navidades”. La lengua del Guardia pelirrojo era más alargada de lo que
pensaba el periodista, una suerte inesperada.
No necesitaba más, la noticia se escribía sola, a falta del levantamiento del
cadáver por parte del juez. El periodista se hizo a un lado sacó diez, quince,
cincuenta fotos y memorizó la zona para luego describirla, era su sistema:
contar las cosas que veía para facilitar la tarea al lector. Aunque, por otro lado,
sabía que la mayor parte de los detalles los sacaría del propio informe de la
Guardia Civil o de la Subdelegación de Gobierno, para eso tenían un
responsable de prensa.
El teléfono rompió la belleza del paraje.
—¿Algo ya? Como me vuelvas a colgar ni te molestes en volver —gruñó
Ochoa al otro lado.
—Lo tengo casi todo, fotos y declaraciones. Estoy a la espera de lo que diga
la jueza, con suerte lo termino de escribir desde la redacción esta misma tarde
–mintió de nuevo.
ABRIÓ EL ORDENADOR PORTÁTIL sentado en la parte de atrás de su
Golf, se conectó a Internet y navegó durante diez minutos en busca de la
noticia. Apenas referencias. Información sí, pero ¿a quién interesan ese tipo de
datos fríos, detallados como un jefe de prensa cualquiera? No, el Gato le daría
su toque.
Envió el correo electrónico con la noticia del día y diez fotos diferentes
justo en el instante en que el jefe de redacción, acosado por el director y el
tiempo, le preguntaba si iba a mandar algo de “una jodida vez”.
—Lo tienes en tus manos —dijo dando un golpecito en el ordenador para
que el sonido pudiera escucharse al otro lado de la línea telefónica—, pero me
quedo aquí esta noche porque a primera hora se reúnen el Alcalde y la Jueza.
No sé si querrán hablar conmigo pero algo saben que no han dicho. Mañana
mismo te llamo, ¿a qué hora prefieres que lo haga?
—A primera hora. Espero que merezca la pena toda esta mierda, no
andamos sobrados como para que estés de vacaciones en la Sierra. —Fue el
hasta luego, buenas noches de Arturo Rotor, el redactor jefe.
EN LA REDACCIÓN ELIGIERON la peor foto: dos guardias civiles
acuclillados junto a los cuerpos cubiertos y restos de sangre. Una foto similar
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10. apareció en el resto de medios.
Durmió como los ángeles en la pensión más barata que pudo encontrar,
consciente de que los gastos tendría que costearlos él.
La jueza tenía ojeras, como el alcalde.
Si hubieran conocido los protocolos habrían organizado una rueda de prensa
sentados tras una ostentosa mesa y con el fondo del escudo del pueblo, en el
salón más cómodo del Ayuntamiento. Pero como aquella situación les pillaba
por sorpresa atendieron a los pocos medios de comunicación que quedaban en
la zona en uno de los pasillos del consistorio.
Contaron un par de mentiras forzadas: no sabían mucho más de lo que
dijeron el día anterior, las investigaciones iban a seguir esos días pero el
periodo festivo complicaba las cosas, la investigación contaba con la
colaboración de profesionales de Albacete y no se conocía la identidad de las
fallecidas.
A una pregunta tonta de un periodista contestaron que no, no afectaría al
turismo de la zona porque, aunque de paso, el sector restringido no limitaba el
acceso a las partes más visitadas.
Nadie indagó más.
El Gato se acodó en una de las puertas y esperó a que todo el mundo se
fuera. Después es cuando los afectados cuentan secretos o hacen aspavientos,
o ceden a la tentación de contar un par de mentiras más.
La jueza, efectivamente, susurró al Alcalde, que si había sido Marcial, como
parecía, le iban a caer unos cuantos años. Pero que no podía hacer nada
porque no existía evidencia que lo delatase.
Marcial, según pudo corroborar el Gato, era sino un viejo que había tenido
problemas con la ley unos años atrás. Un par de tiros a un vecino con quien no
coincidía en la medición de unos terrenos. No tenía coartada y lo habían visto
con dos jubiladas en el Paseo.
Ya estaba declarando en el cuartelillo.
El Gato ni se molestó en ir, acercarse hubiera supuesto dejar de ser un
personaje anónimo para convertirse en centro de las miradas y cerrar el grifo
de las declaraciones espontáneas.
EL DÍA 31 LLEGÓ SIN QUE NADIE SE DIERA CUENTA, El Gato no
tenía más posibilidades de sacudirse el tedio de la espera que leyendo
periódicos en el bar del pueblo. No debía resultar complicado encontrar el
eslabón que dijera quiénes eran aquellas mujeres, de dónde habían salido,
dónde se encontraban sus cabezas.
Disimulaba con la cucharilla en la tacita de café, provocando un tintineo
que le adormecía y le llevaba a otros lugares. El periódico estaba abierto por la
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11. página de Opinión. El título era un tanto extraño y por eso había intrigado al
Gato, que no solía dejarse llevar por los artículos de opinión pomposos de la
gente de Madrid.
Fin de año en Des Moines. Era necesario, obligatorio leerlo o, al menos,
intentarlo. Un título como aquel invitaba a hacerlo.
Era el año previo a las elecciones presidenciales más importantes del
mundo, las estadounidenses; pero antes del combate republicanos vs.
demócratas, los medios de comunicación de todo el planeta fueron testigos de
la pugna entre candidatos del mismo partido. Se explicó hasta la saciedad
cómo funcionaban los partidos, en qué consistían los viajes de un lado a otro
de la geografía estadounidense, el sistema de votos y cuántos eran necesarios
para que uno de los dos candidatos fuera representante de su partido a las
elecciones presidenciales.
Dio un sorbo al café y se sumergió olvidando el entorno. Un articulista
estadounidense hacía referencia a los periodistas que persiguen las caravanas
de candidatos, haciendo miles de kilómetros, dejando de lado familia, amigos
y su entorno habitual, para transmitir desde primera línea los entresijos de la
contienda.
De ahí el título del artículo.
Era imposible que al iniciarse el periodo navideño, alguno de aquellos
periodistas hubiera previsto pasar la Navidad rodeado de extraños. Pero miles
de periodistas se vieron anclados en una capital de estado. ¡Aquello sí que
eran unas vacaciones improvisadas!
El Gato se rió: imposible que sucediera en España. Ni un político perdería
el fin de año, o las navidades enteras en aquellas disputas, para eso estaba el
resto del año. Se rió porque entendió la similitud de la situación, las
navidades, la urgencia informativa, pero comprendió que no tenía nada que
ver. Aquellas dos viejecillas pasarían a la historia porque en fin de año ni uno
solo de aquellos periodistas se quedaría en el pueblo, ni siquiera él; él mucho
menos.
Tenía una cita.
Y no la iba a desaprovechar, ¡menuda cita era aquella!
EL PELIRROJO LE EXPLICÓ la situación con una risa atrevida y
descarada. Aquel tipo saldría en las noticias como el asesino torpe. Se haría
famoso en la cárcel.
Cómo y por qué cometió el doble asesinato no se lo contaron. Pero lo
fundamental del asunto fue el miedo y las prisas que le entraron de repente.
La misma frialdad que había demostrado para asesinarlas, la olvidó para
ocultar los cadáveres. Obsesionado porque no conocieran a las muertas,
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12. empaquetó las cabezas en periódicos y las metió en bolsas de plástico. Bien
atadas para que no gotearan ni le manchasen el maletero del coche. Pero
olvidó los cuerpos. El Guardia Civil tuvo que parar de nuevo para reír.
Aprovechó para contarle cómo un primo suyo que vivía en Alicante fue a
hacer la compra a un centro comercial. Cogió un carro y entró. Su única
obsesión era la moneda de euro. Hizo la compra, pagó, se fue a la fila de
carritos, recobró su moneda y zas, cuando estaba arrancando el coche, se
percató de que había olvidado la compra.
“Pero lo que olvidó este hijoputa no fueron las croquetas congelás”, dijo el
pelirrojo. Recogió las cabezas y luego cayó en la cuenta de que le faltaba algo
y no supo qué hacer porque ya era de día y en la zona estarían los forestales.
–Vino de Alicante aposta a dejar a las pobres mujeres y sólo dejó sus
cuerpos. No llegó a sacar las cabezas del maletero y el olor alertó a sus
vecinos de garaje. El muy cabrón incluso salió a hacer las compras de
Navidad para la familia. –El pelirrojo dio una profunda calada y se quedó
mirando la pantalla del televisor en la que aparecía el mecánico responsable
de tener ajustada y preparada la maquinaria del reloj de la plaza del Sol para
que toda España pudiera comerse las uvas sin inconvenientes.
UN BUEN PERIODISTA NO PREDIJO EL TIEMPO, un buen
periodista que se vio sorprendido por el más incontestable de los elementos: el
clima.
Empezó a nevar como si nada, pero no paró ni después de pasadas dos
horas. Los cuatro grados bajo cero hicieron el resto, las calles se convirtieron
en manto blanco, las calles y las carreteras.
El Gato tomó conciencia de lo estúpido que había sido, no había previsto la
posibilidad de quedarse incomunicado. Alguien le dijo para calmarlo que las
cosas no eran como antes y las quitanieves pasarían en menos de una hora,
pero aquellas estruendosas máquinas no podrían mejorar la capacidad de su
viejo Golf. Pensó que no tenía ninguna gracia quedarse incomunicado y cayó
en la cuenta de que el error era sólo suyo, de nada valía enfadarse ni con el
clima, ni con el pueblo, ni con el viejo Golf.
—Mierda, mierda y tres veces mierda. —Escupió en la nieve para ver el
efecto que el gargajo hacía en el manto blanco. Se encontraba parado en los
soportales del bar de la plaza del pueblo. Sacó un pitillo y siguió pensando en
la secretaria de la comisaría de Policía. Al entrar de nuevo al bar cayó en la
cuenta de que no llevaba puesto el abrigo y se había quedado congelado.
—En días como estos, ni para fumarse un cigarrillo es bueno quitarse el
abrigo –le dijo el camarero sin la menor amabilidad.
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14. El misterio de Las Lagunas
Sin pensar en las consecuencias de lo que estaba haciendo, marchó
carretera abajo, a pesar del barro, a pesar de que había perdido los guantes la
noche anterior en uno de los bares del pueblo y de que no estaba seguro en
absoluto de si lo que escuchaba era cierto, producto de su imaginación o el eco
del viento entre los árboles.
Si aquella chica hubiera aguantado un poco más sus palabras, los
comentarios, las risas y un par de cervezas…pero apareció su hermano mayor.
No le quedó más remedio que encerrarse en sus pensamientos y en la cerveza
que tenía delante, mientras la camarera le sonreía. Determinadas leyes no
escritas siguen vigentes en los pueblos pequeños.
Si aquella chica hubiera aguantado su conversación un par de horas, no
habría dormido solo, no habría pasado la noche entre la pesadilla que le
perseguía desde hacía varios meses y de la cual huía.
Su cuerpo se lanzó de cabeza con determinación.
Hasta lo más profundo.
Conocía Las Lagunas de Ruidera desde pequeño, como cualquier persona
en la provincia de Albacete. Pero nunca las había visitado, de hecho las había
situado en el mapa siendo aún un crío gracias a unas fotos del viaje de unos
amigos de sus padres y la curiosidad propia de un niño.
Una tarde de perfecto aburrimiento de domingo, surgido de la nada
apareció un documental sensacionalista con tintes de misterio a las dos de la
madrugada en la tele: la historia de un chaval desaparecido sin dejar rastro
justo en mitad de las Lagunas. Se sentó frente a la televisión con un bocadillo
de tortilla de patatas (sobras de la comida) y la sensación de que el lunes sería
más terrible que cualquier otro.
Un chico de 27 años salió a hacer senderismo por una ruta del pueblo con
el único objetivo de pasar de una laguna a otra y volver sobre sus pasos
después de visitar el Castillo de Rochafrida. En el reportaje aseguraban que el
chico nunca había mostrado especial interés por la naturaleza ni por el
montañismo.
Sus familiares afirmaban, como opina cualquiera cuando alguien fallece,
“que era la mejor persona que existía en el mundo”, no tenía enemigos ni
nadie que estuviera interesado en hacerle el más mínimo daño. No estaba
metido en asuntos de drogas ni tenía problemas económicos.
Juanjo, buceó un rato en Internet y revisó la historia y, sobre todo, uno de
los elementos fundamentales: no decían nada de dónde se encontraba el
cuerpo del chico muerto.
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15. El camino no conducía directamente al Castillo, era necesario salir de la
carretera por un sendero y dar un giro por un camino estrecho que lo hacía
todavía más pintoresco. Luego aparecían los restos de lo que en su día fue el
Castillo de Rochafrida. No era un castillo como tal, sino unas ruinas
abandonadas y olvidadas en lo alto de un cerro manchego, pero el turismo
puede convertir en castillo unas ruinas y convertir en ruinas un castillo.
La ruta no ofrecía nada excepcional, era como un camino de tarde de
merienda. Lo que sorprendió a Juanjo es que no era una de las rutas
habituales, más bien lo contrario. Además, ir al Castillo no ofrecía nada
interesante, lo interesante de aquellos parajes era, por un lado, las lagunas, por
otro, la Cueva de Montesinos. El Castillo era un añadido.
Juanjo estaba desconcertado, tenía la sensación de que la información que
había encontrado en Internet sobre la desaparición de aquel chico, Angel
Gómez Iniesta, era incompleta. ¿Por qué había ido a aquel sitio si carecía de
interés? Aunque lo que más le intrigó es que el cadáver de aquel chico
apareció muy lejos de allí, ahogado en una de las lagunas. Era incomprensible
para la Guardia Civil cómo había llegado hasta allí, aunque no mostraba
signos de violencia. Lo catalogaron como simple ahogamiento, igual que el
que sufren algunas personas en plena temporada de verano. Cómo se había
alejado de su camino y cómo cayó al agua, sólo el pobre ahogado lo sabría.
Lo que terminó de intrigarle fue la aparición de una persona que insistía
en cierta maldición que venían arrastrando la lagunas desde los años 70,
cuando desapareció Ana Fornosa, una chica de Lanzarote que estaba de
vacaciones con sus tíos. Nadie le prestó atención, de hecho la familia del chico
ahogado, Angel Gómez Iniesta, acusó a aquella mujer de entrometerse y
querer obtener beneficio económico a costa de su desgracia.
A pesar de la amenaza de denuncia, algunos programas de misterio y
amantes de lo oculto entrevistaron a la mujer, que dio alas a su inventiva
fomentando ese otro interés malsano entre farsantes.
Al llegar se dirigió al hostal donde había reservado una habitación y fue a
cenar a un bar del pueblo. Le sorprendió que en un sitio turístico como aquel
apenas pudiera echarse a la boca unos platos combinados a precios excesivos
o un bocadillo clásico: jamón, queso, tortilla, lomo con mayonesa.
Por la mañana tomó café y se encaminó al Castillo de Rochafrida.
En aquella época apenas había turistas aunque sí cierta circulación y algo
de tráfico. La primera de las lagunas desde Ruidera le llamó la atención,
parecía el típico paraje mediterráneo de playa con chiringuito. Se dejó llevar
por el rumor y el encanto, bajó la ventanilla a pesar del frío y comprobó los
carteles: Laguna del Rey. Disminuyó la velocidad y se acodó en la ventanilla.
Laguna Colgada. Una curva más y una recta en ligera subida, Laguna Batana.
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16. La voz le sacó del tedio.
Dio un volantazo que a punto estuvo de sacarlo de la carretera. Frenó para
ver de dónde procedía y quién lo llamaba por su nombre de pila.
La voz sonó de nuevo pero no había nadie. Era un paraje desértico, a
pesar del agua, a pesar de la vegetación.
Una tercera llamada, la voz sonaba moribunda y lánguida. Esta vez se
alargó un segundo más mientras calaba en la carne de gallina de Juanjo.
Aparcó en un lateral de la carretera y empezó a mirar a un lado y al otro,
chilló sin conocimiento, sin saber el motivo. La voz de mujer no volvió a
aparecer.
Se encontró en la laguna Santos Morcillo, una laguna con historia, allí se
habían ahogado decenas de personas.
—Juanjo, ayúdame. —En esta ocasión la voz sonó tan nítida que pensó
que a menos de dos metros.
—¿Quién es, dónde estás? ¿Qué quieres? —La voz de Juanjo sonó
entrecortada, desapasionada y temerosa. La voz del colegio cuando estaba a
punto de llorar frente a sus profesores.
Se colocó en el borde, miró a ambos lados y se convenció de que en el
fondo, a unos cuatro metros de distancia, una chica de unos veinte años le
llamaba; le miraba fijamente a los ojos y le pedía ayuda.
“Apenas son cuatro metros”, pensó, “si nado con rapidez, a pesar del frío
que hace, podría salvarla”.
La voz resonó de nuevo: “Juanjo, me ahogo, ayúdame”.
Se lanzó de cabeza. Vestido, botas de montaña y abrigo incluido, teléfono
móvil y cartera, las llaves del coche y el reloj de pulsera.
Las voces cesaron en ese mismo instante.
Una brazada, dos, cuatro.
Frío, un frío tremendo en los brazos de un nadador torpe, en el pecho de
un hombre no habituado al deporte. Frío en los ojos de un oficinista. Estiró el
brazo hacia el fondo, convencido de que alcanzaría la mano de la chica que no
paraba de llamarle desde el mismo interior de su mente.
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17. El asesino de familias
El teléfono sonó a las 15.45, el comercial de productos de limpieza del
hogar había empezado a soñar con la secretaria de la empresa de Alcázar de
San Juan que había visitado esa misma mañana. “Un sol, un encanto”, solía
decir a sus compañeras de trabajo, pero a solas la imaginaba de una manera
bien distinta.
José Andrés era cuidadoso con sus pensamientos, sabía que podían
perturbarle y alejarle de sus complementos, sus dietas y extraordinarias. Lo
sabía porque le había sucedido unos años antes y había provocado, además de
una leve enfermedad transitoria y unas erupciones, su divorcio con Carla. No
metería la pata de nuevo. No la metería, no.
Visto con el bálsamo del tiempo, el picor de polla pasó y el divorcio sólo
fue un inconveniente económico. Al final Carla demostró ser mucho más que
una mujer mandona y egocéntrica, para convertirse en una experta en
tribunales, cuentas, y permisos de paternidad.
El teléfono sonó de manera insistente a la hora de la siesta, y le provocó
un zumbido en la sien que se convirtió en jaqueca antes de que su brazo se
estirase hasta la mesa camilla y alcanzase el móvil.
—Buenos días, caballero, mi nombre es Adalina Moya, le llamo de
Movistar –empezó a decir la voz sudamericana con un tono amigable, cercano
y musical.
—Tu puta madre –dijo enfadado José Andrés antes de colgar—.
Mecagontuputamadre.
Era la cuarta tarde consecutiva que una voz similar a aquella le
interrumpía la siesta. Pensó incluso que se trataba de un club maligno: las
sudamericanas rompe siestas.
Trató de olvidarse de las malévolas tele—operadoras y cerró los ojos,
nada. Los cerró con más fuerza, imposible. Soltó un taco mental, ni por esas.
Adiós siesta y adiós sueño húmedo. Forzó su imaginación, pero le jugó una
mala pasada: una sala repleta de teléfonos y telefonistas que se reían mientras
marcaban números de teléfono al azar a la hora de la siesta.
¿Por qué tenía que sucederle a él precisamente? ¿Por qué no le sucedía a
Carla, a la madre de Carla? O mejor, ¿por qué no le sucedía a cada uno de los
miembros de la familia de Carla, empezando por su hermano, el insoportable
número uno de su promoción y especialista en todos los ámbitos de la vida?
Se inclinó hacia la mesa, bebió un sorbo de agua, miró los restos de
comida y pensó que la ventaja de estar casado era que tu mujer se encargaba
de quitar los restos de comida y de pan y te preparaba el café.
En esos momentos, además, le hubiera venido bien una pastilla para el
18
18. dolor de cabeza.
Se puso de pie de camino al cuarto de baño a busca un paracetamol en el
cajón del mueble que hacía las veces de botiquín, y pensó en aquel viejo
capítulo de Seinfield. La situación era sólo parecida: un tipo llamaba a Jerry
por teléfono cuando éste se encontraba con sus amigos en mitad de una
conversación. Llamaba para venderle algo y Seinfield, cortándole de manera
amistosa y simpática, le pedía por favor que le diera su número de teléfono
particular para llamarlo a la hora de la siesta (bueno, en realidad, no era a la
hora de la siesta. Pero José Andrés lo acomodó a su propia historia). El
vendedor al otro lado de la línea palidecía y respondía que no, que por
supuesto no iba a darle el teléfono para que lo molestase. “Pues eso mismo”,
contestaba J. Seinfield.
Sin querer le salió una sonrisa, aunque tuvo que recurrir a la pastilla y el
café cargado contra el dolor de cabeza.
Miró el móvil, el móvil lo miró a él con esa mezcla de complicidad,
lucecitas de colores y diseño siglo XXI, y no supo qué hacer. Apenas eran las
cuatro de la tarde. Había olvidado qué hacer con su tiempo libre desde el
mismo instante en que su ex mujer se quedó embarazada.
No era momento de molestar a nadie para tomar un café, a los buenos
amigos se les avisa antes. Miró las paredes de su casa, miró el suelo, miró los
muebles de la cocina, incluso pensó en fregar los cacharros de la cocina,
aunque desistió con rapidez.
Cogió su ordenador portátil, lo encendió, revisó el correo para comprobar
que nadie le había mandado nada, nada en absoluto y miró el Marca. Al
menos el Real Madrid le estaba dando alegrías durante los fines de semana.
Comprobó su agenda: no le tocaba la niña hasta dentro de diez días, apenas
unas horas para comprobar la influencia crítica y negativa de la mamá y la
abuela de la niña. ¿La echaba de menos o tenía suficiente con las visitas
esporádicas a los centros comerciales, al parque y a comprar ropa?
Prefirió mirar páginas porno antes de contestarse a sí mismo.
Pero no consiguió nada de lo que se espera de las páginas web para
adultos. Nada en absoluto, se quedó embobado en las dimensiones exageradas
de los pechos de una de las actrices y luego, sacudiendo la cabeza, pensó que
se parecía a Ángela Ruiz, la chica que conoció unos meses atrás en la
convención de Alicante. José Andrés se armó de valor, de decencia y
autocontrol para no mirarla fijamente al escote; a pesar de que todos los
comerciales y clientes que se habían dado cita en el puerto marítimo
comentaban los parabienes de la operación de pecho de aquella chica.
Tampoco se avergonzaron en decir que si la operación había sido de tal calibre
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19. (esto decían, calibre), “Ángela no tendrá inconveniente en que se las miremos
de la manera más descarada”.
Pero él no compartía el punto de vista de sus compañeros de zona. Lo
primero era la cortesía y la caballerosidad, aunque nunca le hubieran
reportado nada bueno ni positivo.
A la mínima oportunidad, cuando nadie lo observaba, se convirtió en un
mirón y entendió en qué había gastado Ángela los últimos ahorros.
Pero no miró mucho más, era de las personas que se desentiende
enseguida de las cosas que la mayoría aprecia y disfruta. Por eso se casó con
su mujer y por eso se divorció. Ahora su vida giraba en torno a dos cosas: el
dinero y el trabajo, por este orden.
Sonó el teléfono. Descolgó sin mirar y sin pensar chilló:
—Tu puta madre, no me molestéis más.
El teléfono volvió a sonar a los cinco segundos. En esta ocasión miró la
pantalla: la abuela de su hija. Gran fallo. Dejó que sonara tres, cuatro, cinco
veces antes de contestar, tratando de ganar tiempo y alguna excusa.
—Maruja, buenas tardes, ¿cómo estás?
—Que cómo estoy, que cómo estoy. Indignada, qué manera de contestar
es ésa. Eres un sinvergüenza, menos mal que mi hija se separó de ti. No sé qué
educación piensas darle a tu hija soltando esos tacos. Eres un impresentable.
Dejó que el vacío llenara el hueco que deberían ocupar los insultos
dirigidos a la que fue su suegra. Un hueco amplio, un silencio vergonzante
porque aquella mujer se permitía licencias inapropiadas.
—Maruja, ¿qué querías? –Dijo al fin Juanjo.
—Pues mira, quería que te quedaras con la niña, pero después de esto, no
sé si me apetece. Resulta que mi nena –calificativo con el que denominaba a
su hija Carla— se ha ido al gimnasio y yo tengo café con mis amigas, así que
no podemos hacernos cargo de la chiquilla. Hemos pensado que como tú no
tienes nada que hacer y siempre estás diciendo que te dejamos poco a la niña,
pues te quedas con ella esta tarde.
Juanjo se mordió la lengua de nuevo. Él no tenía nada que hacer, sólo
trabajar, mientras ellas se iban de café y al gimnasio. Ellas seguían
organizándole la vida incluso después de la separación, de sacarle el dinero,
de robarle el piso gracias a una normativa que beneficia a la mujer.
—No puedo quedarme con la niña. Te recuerdo que trabajo para pagarle
la pensión a tu hija.
—Sí, mucho trabajas tú –dijo aquella mujer que fue su suegra—, eso lo
sabemos todos. Pero la chiquilla se tendrá que quedar con alguien, digo yo. Y
mi nena y yo no podemos, así que te toca a ti. Te la llevo en un cuarto de hora
y ya te apañarás.
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20. Colgó.
José Andrés volvió a vomitar toda la cantidad de insultos que durante el
matrimonio no había podido soltar y el teléfono le vibró en las manos. Se
compuso.
–Dime –dijo, pensando que se trataba de nuevo de su suegra.
–Buenas tardes, caballero, me llamo Mery Jaqueline, ¿me puede decir
cuánto paga actualmente de tarifa de Internet?
Sin contestar siquiera, lanzó el teléfono contra la pared y sintió cierta
satisfacción al comprobar cómo se rompía. Además, tenía puntos suficientes
para uno nuevo. A pesar de todo, la vibración continuaba. Con sigilo, sin
nervios, levantó la pierna, y con toda la fuerza que pudo aplastó el teléfono,
tanto que se hizo daño.
Se sentó frente al ordenador y empezó a mirar las características de su
nuevo móvil.
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21. Sábanas negras
El concierto se celebraba en la sala Canciller. Compraron las entradas
como por casualidad y por la misma casualidad descubrieron que el concierto
se había trasladado a otra sala llamada la Riviera. La casualidad vino porque
Paco insistió en acercarse a la tienda Madrid Rock a mirar discos, aunque
ambos sabían que no tenía dinero para comprar nada.
Se apagaron las luces y el batería de Nirvana comenzó a gritar y a tocar la
guitarra a una velocidad adecuada a la sanfre de las tres mil personas que se
habían juntado en aquella sala para verlo a él: el tipo que tocó la batería en el
grupo de los 90, el mejor grupo de la época, el que vino a salvar al Rock y a la
MTV.
No paraba de sonreír, no paraba de saltar, aporrear la guitarra y hacer
pequeños bromas en un estadounidense incomprensible: demasiado chicle,
demasiado bourbon y demasiadas otras cosas.
Se colocaron cerca de la barra, como corresponde a un buen español, en
un sitio que se vea pero cerca. Habían vendido más entradas de las que
correspondían al aforo y era casi imposible acercarse siquiera a la mitad de la
sala. Ella lo intentaba, pero resultaba imposible. A los chicos les daba igual,
eran conscientes de que si hubieran salido antes y no hubieran perdido el
tiempo en cambiar dos veces de metro para luego tomar un taxi, habrían
llegado a tiempo y se habrían colocado mejor. Pero los chicos se conformaban
con que la cerveza estuviera fresca. Cuando preguntaron el precio de la
primera, olvidaron la sed. Otro punto a favor de la capital de España.
Se colocaron donde pudieron, se quitaron los abrigos y se los colgaron a
la cintura.
Empezaron a bailar mucho antes de que el grupo arrancase, con la música
de fondo de aquella discoteca abarrotada y reconvertida en sala de conciertos.
Paco insistió:
—¿Una cerveza más?
Pero el tipo del gabán negro dijo que ni pensarlo, no iba a pagar casi mil
pelas por una mierda de Calsberg.
El concierto duró apenas una hora, lo que tenían de repertorio aquellos
chicos estadounidenses cuya pinta era más de surfistas que de rockeros.
No hubo copas después, no hubo garitos, no hubo más que una breve
discusión sobre qué hacer, dónde ir y cómo llegar.
Paco se fue con una conocida suya, dormiría en su casa. El chico del
gabán negro cedió a las palabras de ella y apenas lanzó una mirada compasiva
a Paco.
—Nos vamos ya, ¿verdad cariño? —Fueron las palabras de la neoyorkina
22
22. rubia.
Las sábanas eran de color negro, Guillermo no sabía si eran de seda o no,
desconocía la suavidad de los tejidos pero a los colores básicos llegaba,
aunque no mucho más allá. Para él, el verde botella era un color
incomprensible, “¿entonces hay un marrón Mahou?”, se preguntaba.
Por todas partes había escuchado que las sábanas de negras eran una
buena señal, sexualmente hablando, sinónino de lujuria en la cama. Una de las
razones por las cuales se había trasladado desde el Sur al Centro de España.
En la mesita de noche, en el lado izquierdo de la cama, una lamparita
tapada con un pañuelo negro decorado con estrellas brillantes. Al otro lado de
la cama sólo la pared, una pared blanca y pulcra sin láminas ni fotos, nada de
decoración, ni siquiera una mancha.
Algo más allá, una mesa, aparador, estantería y centro de estética en uno.
Sólo dos colores: negro y rojo. Rojo y negro.
Colores básicos, un lugar donde Guillermo se podría mover con
comodidad.
Después de observarlo con ojos de persona y no de adolescente
enardecido, algo no funcionaba en aquella habitación. Aparte del desorden,
claro.
Durante el breve periodo que la chica pasó en el cuarto de baño (apenas
había pronunciado un “voy a mear”, muy alejado del seductor y
cinematográfico “voy a ponerme más cómoda”) Guillermo tomó más
consciencia de que algo no cuadraba, pero no estaba demasiado espabilado,
así que no pudo descubrir de qué se trataba y se limitó a cotillear sus cosas.
No entendió los títulos de los libros, casi todos en inglés, salvo alguno en
portugués o latín. El único elemento en común entre ellos era el color de las
tapas, negro. Negro, negro, negro.
La mente del chico empezó a hacer asociaciones de ideas y todo conducía
a una sola cuestión, ¡qué buena noche le esperaba! ¡Qué envidia le daría a
Paco al día siguiente!
No encontró de joyas, sólo abalorios. Nada de polvo en los muebles o en
los libros. Pero sí una cosa curiosa y desagradable: una araña en un rincón,
grande como una mariposa y con una tela tejida de manera exquisita. De
hecho la luz indirecta de la lamparita le otorgaba un perfil un tanto siniestro e
hipnótico. Parecía parte de la decoración no de falta de limpieza.
—Lleva ahí más de un mes —dijo ella, que apareció de repente por la
puerta. No se había puesto cómoda, ni se había vestido con una combinación
sexy. Las erecciones suelen engañar a la mente—, y no se ha movido de ese
lugar en todo este tiempo.
Se desnudó con la normalidad con que lo hace una hermana delante de su
23
23. hermano, mientras Guillermo admiraba dos tatuajes nada obvios y tres
piercing demasiado estratégicos para mencionar. Se metió en bragas en la
cama y sonrió.
—¿No vienes? —El tiempo se paró.
Ella notó su cuerpo, él estaba seguro. Él notó sus pechos respirar. La
atrajo hacía sí, había hecho muchas flexiones para que pudiera escaparse,
desde luego no se soltaría con facilidad.
Sus caderas se tocaron y se gustaron un poco. Él estaba seguro de lo que
sucedería en ese mismo momento, lo notó en cada rincón, cada músculo y
cada poro de su cuerpo. Habría asegurado que ella también lo notaba.
La miró a los ojos, ella le devolvió la mirada.
Hizo lo que había aprendido durante su adolescencia: entrecerrar los ojos
y acercar los labios a la boca de la chica. Y por respuesta obtuvo un vacío
cargado de hiel, y un leve bostezo, sin duda demasiado teatral. La americana
se dio la vuelta. Pero su trasero respingón y duro seguía rozando los
calzoncillos de Guillermo.
Sopesó las posibilidades en un instante.
De cinco, redujo a tres; de tres a una: ¡Nunca más mezclar cerveza y
chicas estadounidenses! ¡Nunca más recorrer cientos de kilkómetros a lo
tonto! Ni por amor, ni por sexo, ni por aventuras inciertas.
Salió de la cama sin dignidad ni estilo, se abotonó los pantalones como
pudo e intentó salir sin hacer ruido como si hubiera alguien más durmiendo
alrededor.
—¿Dónde vas? —Dijo Ella sorprendida, despierta de repente y de
repente interesada en acariciar las manos de Guillermo.
—Voy a buscar a alguien con más colores —fue la única estupidez que
acertó a contestar.
Horas más tarde
—¿Aquí no hay arboles o qué, tío? —Dijo Paco desanimado y mirando
por la ventanilla del copiloto.
—Es la Mancha, joder —contestó el tipo que conducía.
Ambos fumaban Fortuna, era lo que se fumaba en aquella época,
escuchaban con desgana el último disco de los Beasty Boys recién llegado de
Nueva York que les había regalado a Paco una compañera de la chica de las
bragas negras.
—Pero —fumó Pacó de nuevo—¿ni una mala montaña?
—Paco, tío, es la Mancha. Es lo más bonito que vas a ver en tu vida,
llanuras llenas de vida que ocultan misterios, la mirada se pierde en el
24
24. horizonte, las vides lo llenaran luego todo y de ahí brotará la vida...
—¡Sí, sí! Lo que quieras, un aburrimiento, por más poesía que quieras
añadirle.
—Oye —dijo el conductor al cabo de unos minutos— ¿Quieres que
paremos a tomar un café y así descansa un poco el coche?
—Cojonudo.
El Seat Ibiza rojo de tercera mano agradeció el gesto, más de cien
kilómetros seguidos suponían una seria tortura para él, y un peligro cierto para
sus ocupantes.
—¿Sabes? Te libraste de una buena anoche, según me han contado —
empezó a decir Paco mientras mareaba su cortado.
El otro chico miraba por la ventana de la estación de servicio de la
autovía, contemplando cómo su choche compartía aparcamiento con coches
de mucha mayor cilindrada, mucho más caros y con más estilo. Apenas
entendió lo que decía Paco.
—¿...?
—Sí, sí. La americana, Patri. Me dijeron anoche que es medio criolla.
—¿...? —Guillermo seguía sin entender a dónde quería ir a parar.
—A veces pareces tonto, tío.
—Como no te expliques mejor, desde luego. No sé a qué te refieres —
insistió Guillermo picado en su inteligencia. Su café con leche estaba
aguachado y la leche sabía a vaca.
—Ella es de Nueva York de pura cepa, ya la viste cómo no sabe moverse
si no es con el Metro y notaste el acento —empezó a decir Paco, como si
Guillermo supiera suficiente inglés como para diferenciar acentos. Bastante
tenía con entender cuatro palabras de cada diez—. Pero sus padres no. su
padre es cubano y su madre haitiana.
—¡La puta! —exclamó Guillermo— Pero a mí qué más me da. Y lo más
importante, ¿me ha tocado a mí la única cubana a la que no le gusta follar?
—JAJAJAJA —rió Paco de nuevo. Le encantaba saber más que
Guillermo—. Eso parece. Pero lo que también parece es que le gustan otras
cosas, te lo aseguro. En serio, según me han contado, tuviste mucha suerte
anoche, no suele dejar escapar oportunidades como la que le pusiste en
bandeja anoche.
—Venga suelta, no te hagas el interesante ¿Qué pasa, es bruja o qué? —
pregunté—. ¿Me hubiera comido, me hubiera hecho un embrujo, akelarre,
reducción de pene?
—Más o menos, aunque parezca un disparate no vas desencaminado. —
El café se le empezaba a empachar a Guillermo con aquella leche
desagradable, miraba con atención a Paco, que no dejaba de tomar pequeños
25
25. sorbitos de su cortado mientras fumaba con deleite. Lo estaba pasando bien—.
Mira. Sus padres son normales,pero sus abuelas, ¡las dos!, son flipantes.
Por un instante Guillermo tuvo ganas de sacudir a Paco, ¿a qué venía
tanto misterio ni tanta gaita? Más parecía que se estuviera ligando a una de sus
conquistas que hablando con su amigo, y eso a Guillermo le volvía loco.
—La abuela cubana es santona, de esas que salen en los documentales,
vestidas siempre de blanco, con un turbante inmaculado en la cabeza, fuma
puros y reza a los dioses africanos y toda la pesca —empezó a contar Paco de
nuevo. Al fin se había terminado su cortado. Pagaron y él siguió contando de
camino al coche—. Pero su abuela haitiana, que falleció hace un año más o
menos, era de las de sacrificar pollos y gallinas...
—...y revivir a los muertos, no me jo...
—...te digo lo que me contaron, tú mismo.
Estaban dentro del coche y se miraban el uno a otro. Empezaron a reír
mientras arrancaban y enfilaban hacia el corazón de Andalucía. Cambiaron la
cinta del nuevo disco de Beasty Boys y pusieron el de Foo Figthers, que para
eso fueron al concierto, una manera de paladear de nuevo la noche anterior.
Todavía les quedaban unas cuantas horas de viaje por delante, de hecho tenían
todo el tiempo del mundo
—Sigo —dijo Paco, consciente de que era lo que quería Guillermo a
pesar de la rabieta—. El caso es que sí, más o menos podía hacer cosas de esas
aunque no me lo explicaron del todo porque tampoco lo sabían de manera
cierta. Al parecer sus padres son normales y corrientes, emigrantes
sudamericanos en Nueva York que se ganan la vida bastante bien. Pero sus
abuelas, no. Y, con toda seguridad, ella tampoco.
—Venga, va, si lo que quieres es reírte de mí, me parece bien. Incluso
justo por no haberme tirado a esa tía. Pero si lo que pretendes es meterme
miedo, la llevas clara, que soy de Villarrobledo, coño. —Y empezaron a reír
de nuevo, como dos idiotas, con las bocas abiertas y restos de humo de tabaco
y aliento a café saliendo de ellos. Hasta el Seat Ibiza, a cien por hora, se
carcajeó un poco. El ataque de risa fue supremo cuando, sin apenas percatarse
comprobaron a su izquierda como un coche de la Guardia Civil les adelantaba
sin esfuerzo. Más lentos que la benemérita era una anécdota complicada de
contar.
—¿Te la tiraste en Granada? —Asaltó Paco a Guillermo cuando las risas
por fin cesaron.
—¿La verdad? —contestó Guillermo.
—Joé, tío.
—La verdad es que iba tan pedo que no me acuerdo —se sinceró el otro
con cierto deje de vergüenza y sin apartar los ojos del asfalto.
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26. —¡Qué raro en ti, macho, qué raro en ti! —Paco se miró los cordones de
las Converse marrones, era el momento de darles un buen fregado.
—Ea, me has dicho que te lo cuente y te lo cuento. Sé que nos enrollamos
y que amanecimos en bolas en la cama, pero no tenía la sensación de haber
hecho nada que no fuera...
—No, detalles, no, por favor, lo que me faltaba —interrumpió Paco.
—Vamos, que no sé si lo hicimos o no, tampoco había condones por el
suelo para certificarlo.
—JAJAJAJAJA —rió Paco una vez más—. Eres tan fino. Como si tú
usaras condones alguna vez, jilipollas.
—¡Sí que uso! —se defendió Guillermo de nuevo.
—Querrás decir que compras en el Covirán y tienes en el cajón
guardados. Pero se te caducan la mayoría de las veces. —Paco lo miró
fijamente a punto de soltarle una fresca— Se te caducan por que siempre vas
pedo y se te olvida...o por que no tienes con quién.
—¡Qué cabrón!
Sabían cómo reírse el uno del otro y sabían cómo reírse juntos. Primer
capítulo del manual de supervivencia.
Guillermo le explicó que ella se sentía muy bien camino de casa después
de haber estado de botellón en casa de Raquel y Carmen. Le explicó que él se
sentía genial al comprobar que sus encantos funcionaban incluso con las
estadounidenses. Pasearon y pararon en multitud de esquinas, tardaron en
llegar a la casa de Guillermo y subieron despacio los cuatro pisos sin ascensor.
—Llegamos a casa, saltamos a la cama y en la cama aparecimos. No me
pidas que me acuerde de más, porque no lo consigo —se sinceró Guillermo.
Su voz era una mezcla de sinceridad y patetismo—. Antes del desayuno,
después de salir del baño y cruzarse con Juanvi y Laura sin el menor asomo de
vergüenza, me preguntó si lo habíamos hecho.
—Vaya par.
—Eso digo yo, a saber qué llevaba el cubalitro de la casa de éstas —dijo
Guillermo meneando la cabeza.
—El cubalitro no llevaba nada especial, pero es que os bebistéis mil —
dijo Paco mirando de nuevo fijamente a Guillermo.
—El caso es que ella preguntó, yo no supe qué contestarle. Me pidió una
toalla limpia para darse una ducha, y me dijo si tenía un cepillo de dientes sin
usar. Mientras estaba en la ducha, yo me fui a la cocina, preparé café. Lo
único que podía preguntarme era quién habría comprado, quién se habría
gastado el dinero en comprar pan de molde integral.
—¡Laura! —chillamos los dos al mismo tiempo. Sabíamos cómo reírnos
de nosotros mismos, pero lo que mejor se nos daba era reírnos de los demás.
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27. Capítulo dos del manual de supervivencia.
—Sigo pensando que has tenido suerte, tío —dijo Paco, sacudiéndose la
risa—. Y mira, dentro de lo malo, hemos visto a Foo Figthers en Madrid y a
Echobelly.
—Eso sí.
Tras un pequeño silencio, mientras Paco buscaba en su mochila alguna
nueva cinta para cambiar el ritmo del viaje, Guillermo no pudo evitar
preguntarle de dónde había sacado la información y hasta dónde se creía la
historia de brujería.
—¿En serio crees que esa tía es peligrosa, en plan magia, mal de ojo,
reducción de cabezas...?
—No sé hasta dónde es peligrosa. Quiero decir, no sé hasta dónde puso
ser peligrosa contigo. Sólo te cuento lo que sé...y no es por su boca, me lo
contó una compañera suya de secundaria. Luego me lo confirmó otro que
también la conoce, con lo cual creo que la historia que me han contado es
cierta, pero claro, lo que no sé es hasta dónde es capaz de llegar —explicó
Paco que siguió con su relato mientras Guillermo escuchaba, medio
concentrado en la carretera y en las palabras de su amigo.
Posdata
Ya sabes cómo son los críos en los institutos. Al parecer en EEUU más
todavía, lo que cuentan en las películas esas chorras que tanto te gustan es
cierto al cien por cien. Y si eres un emigrante o eres diferente en algún
aspecto, mucho más. En el colegio apenas se dio cuenta, fue a partir de los
quince años más o menos cuando notó que las cosas no eran como ella
esperaba, empezaron a tocarle las narices de verdad. La pandilla de matones,
que habría que verlos, claro, la tomó con ella. Imagina, la sudamericana hija
de emigrantes. La llamaban india, mestiza, cosas nada agradables. Luego
empezaron las agresiones de otro tipo. Agresiones leves de instituto: una
colleja, una zancadilla, le tiraban los libros. Le estaban machacando la moral
pero de manera sutil para que no pudiera denunciarlos ni decir nada ni a sus
padres ni a la directora del Instituto, que por otro lado, era una jilipollas (hasta
esto me han contado —decía sonriendo Paco—).
Ella no dijo nada en casa, como es normal, entre los quince y los
dieciocho bastante tienes con soportarte. Además, en aquella época su padre y
su madre trabajaban por tres, corrían de un lado al otro de la ciudad y apenas
si pasaban tiempo con ella los fines de semana. Su mundo estaba a punto de
caérsele encima y no sabía qué hacer. Si la adolescencia es complicada, para
ella se estaba poniendo mucho peor. Una lástima.
Se le ocurrió escribir a sus abuelas, contarles lo que le pasaba. No es que
28
28. pudieran hacer mucho por ella pero al menos se desahogaría y si luego le
mandaban noticias de la familia, alguna foto, o un paquete con especias de sus
respectivos países, podrían animarla. El mero hecho de escribir la carta ya
supuso para ella un gran alivio, como contarle a la mejor amiga las penas. Ya
sabes, como hacemos tú y yo.
Escribió a las dos y las dos contestaron. Dos cartas con un leve aroma a
océano y sellos de colores. Dos cartas que llegaron el mismo día.
Contaban cosas de casa, de las familias, de los primos y los tíos, cosas
intrascendentes como si el perro de la vecina se había puesto malo o uno de
sus primos estaba aprendiendo a tocar la guitarra, cosas cotidianas. Una
manera sencilla de calmar a su niñita en la distancia. Sin duda lo consiguieron,
ellas lo sabían, era otra forma de magia que ella ni siquiera había
contemplado, la magia en las palabras.
Lo más llamativo es que al final de cada carta le dedicaron una posdata.
Dos posdatas idénticas en dos cartas totalmente distintas remitidas desde
distintos países y que el destino o la casualidad hizo que llegaran el mismo
día.
La sangre de Su se alteró. Aunque apenas lo justo, según creo. Releyó las
cartas por tercera vez, sentada en su cama, escuchando a Madonna y pensando
en la casualidad de dos posdatas idénticas. Su cuarto estaba decorado en
fucsia, azul celeste y morado. Sentada con las piernas cruzadas fue consciente
de las palabras. Las hizo suyas, les memorizó. Tomó conciencia de su poder. Y
se preparó para el siguiente día en el Instituto de Secundaria sin apenas
emoción. Sabía lo que podía hacer pero desconocía el potencial real,
desconocía las consecuencias y para saber las consecuencias de algo, sólo hay
una manera de comprobarlo.
—¿Qué paso? —Dijo intrigado, nervioso, dejando de lado la carretera
para concentrarse en Paco que, sin duda, no mentía ni inventaba nada—. ¿Qué
ponían las posdatas?
—¿Cómo quieres que lo sepas? A esas alturas de la historia ya estábamos
follando —Paco podía soltar aquellas cosas con la misma sencillez y
normalidad con las que pedía un cigarrillo.
—No sé cómo lo haces, de verdad —suspiró Guillermo con envidia.
Cada vez faltaba menos para llegar a Granada, se concentró en una señal de
120 km/h.
—¿Cómo hago el qué? —repuso Paco que no entendía bien a qué se
refería Guillermo.
—Eso. Yo me paso horas, días, semanas, para camelarme a una tía. Y
siempre me llevo a la más rara, la que quiere ser mi amiga porque soy especial
y superguay, me llevo a la calientapitas o a la frígida como aquella de Jaen...
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29. —se estaba compadeciendo de una manera patética y descarada.
—Precisamente por eso, tío —contestó Paco.
—¿Por eso? ¿Por qué?
—Porque eres un capullo.
La carretera se tragó el silencio, los coches no paraban de adelantar el
Seat Ibiza Rojo, 120 sólo era una velocidad de referencia.
—Oye —dijo Guillermo al cabo de un buen rato—, ¿cómo se llamaba el
otro grupo que vimos, ese de la tía con voz rara que estaba tan buena?
—Lo ves como eres un capullo. Echobelly, tío, Echobelly.
Segunda posdata
Susana se vistió en plan descarado, con una camiseta corta, enseñando el
ombligo. Por aquel entonces no llevaba piercing. Se puso una minifalda de
color negro, sin medias, y las botas de baloncesto de su hermano pequeño. Sin
duda era un atuendo que no pasaría desapercibido ni siquiera en un instituto de
secundaria de Nueva York. Los 80 hacía tiempo que habían pasado y los 90
fueron impacables con la década anterior. Se vistió para llamar la atención de
quien ella quería, tenía un plan, aunque no del todo trazado, quería provocar a
quienes la insultaban, a pesar de que no solían necesitar excusa alguna.
Dio resultado.
A los cinco minutos ya la habían llamado rarita, friki, burrito lindo, y no
sé cuántas tonterías más. Incluso sus amigas más cercanas la habían evitado
desde que la vieron subir en el autobús. Pero ella esperaba a Chuck. Si le daba
una buena lección a él, el resto de personas jamás se atrevería a decirle nada,
mucho menos a insultarla o tomarle el pelo.
Chuck se acercó a ella por detrás haciendo un gesto a los que lo miraban
desde ambos lados del pasillo. Aquel era su estilo, Chuck el graciosillo, el que
llama la atención. Era fácil reconocerlo a distancia, Susana lo sabía, olía a
gimnasio. Sería quarterback en la universidad.
—Chamaca —dijo riendo mientras la miraba y miraba al público
congregado alrededor—, ¿de dónde has sacado esas zapatillas tan molonas?
—Ni siquiera la miró, sólo señalaba las Converse insinuando que una
emigrante como ella no podría permitirse ni unas sandalias.
—Oye, Chuck —dijo Su, sorprendida de la cantidad de imágenes y
posibilidades que pasaban por su cabeza en ese instante, así como la fuerza
que sentía de repente en su interior. El pasillo se quedó en silencio, nadie antes
había replicado a Chuck—. Tú y yo nacimos en el mismo hospital de Nueva
York, no deberías haberlo olvidado, deberías saberlo, si no pregúntale a tu
madre. Sé que a tu padre no puedes preguntárselo.
—¿De qué vas zorra latina de mierda? —dijo indignado levantando un
30
30. puño. El instituto entero lo estaba observando. Una cosa era insultar,
manipular, zancadillear y machacar alumnos, otra diferente pegar a una
chica...delante de todo el mundo.
—¿Zorra latina? ¡Capullo! Soy de Nueva York —gritó—. Y no es zorra
latina lo que dijo tu madre sollozando a mi madre cuando naciste.
—¿Qué? —Chuck no sabía qué decir ni qué pensar, nadie nunca antes le
había llevado la contraria en ningún sitio y mucho menos le habían hecho
frente. Estaba totalmente alterado, suficiente como para cometer una torpeza.
Se encontraba confuso, había bajado los puños pero en sus ojos había fuego
suficiente como para lanzar dardos y puñales.
—Ven —susurró Susana. Se acercó al chico de los bíceps marcados y los
abdominales tensos y le dijo algo al oído que sólo él pudo oír, a pesar de que
en el pasillo del instituto reinaba un silencio que debería haber alertado a todo
el claustro de profesores.
De repente cayó al suelo de rodillas y comenzó a llorar como los niños en
la guardería. No paraba de llorar, incluso se meó en los pantalones, sus Levis
501 lavados a la piedra. No era consciente de que más de cincuenta chavales
repletos hasta las mochilas de hormonas y con la mala leche lista para
disparar, lo miraban desconcertados.
Cuando abrió los ojos a su propio espectáculo era demasiado tarde.
Tarde para su reputación, tarde para salir corriendo, tarde para adivinar
dónde se pudo meter Susana, tarde para pedir ayuda a algunos de sus amigos,
si es que Chuck tenía algún amigo en aquel instituto de secundaria de N.Y.
Su madre lo trasladó de instituto, pasó unos cuantos años bajo los efectos
de una fuerte medicación. Fue uno de los primeros en probar el Prozac, así
como otros antidepresivos y medicamentos psiquiátricos.
Nadie supo qué le dijo Susana aquella mañana de primavera. Ella se
siguió comportando de manera natural, con la normalidad de quien no da
importancia a las cosas y con la certeza de que nadie le preguntaría debido al
poder que había demostrado en público. En la universidad tomó plena
conciencia de su poder y como tal, actuó.
—Mierda —dijo Guillermo quien notó un tremendo escalofrío desde su
espalda hasta sus tobillos— ¿qué coño le dijo, Paco? ¿Te lo estás inventando
todo para acojonarme?
—JAJAJAJAJA—rió Paco—. No, en serio, me lo contó esta tía, con la
que estuve anoche. Nadie sabe mucho más, salvo que es un poco rarilla y a
algunos tíos los hace sufrir más de la cuenta. En cierto sentido puedes sentirte
afortunado, sólo te provocó dolor de huevos.
—¿Te crees muy gracioso, verdad? Pues no lo eres. Nada en absoluto.
—Venga, coño, no la pagues conmigo —se calló un instante y luego
31
31. suspiró—: Mira, ya hay montañas. Esto es otra cosa. ¡Andalucía!
—¡No sé cómo te soporto!
—No te queda otra —reconoció Paco.
—Oye, ¿cómo dices que se llamaba el grupo ése? —insistió Guillermo
sin ánimo de picar a su amigo.
—Echobelly, capullo.
—Echobelly, vale. Anda, ponlos un rato a ver si me animo.
Sierra Nevada apareció al fondo unos cuantos kilómetros después, pero
Paco y Guillermo no miraban tan lejos. Al rato, pero no mucho más tarde, la
Alhambra ya se podía apreciar en su más perfecta expresión de belleza. Pero
Guillermo y Paco no miraban tan alto.
El grupo de monjas fumadoras dispuestas a defender hasta el último
rescoldo de tradición.