1. Apareció frente a mí desde la gramilla, me encontraba en ese momento haciendo
nada como tantas otras tardes en el patio de mi casa: amplia, de estilo indefinido,
en un pueblo de La Pampa que permanece lo más indiferente posible al tiempo. Al
reparo de la galería con vista al jardín desprovisto de flores y plantas, se mostraba
el cielo maternalmente soportado por esa verde y extensa llanura. Ahí me sentaba
con cierta frecuencia a descansar del cuidado y abrigo de mi familia, desaparecer al
menos un rato de la vista atenta de los vecinos y tanto conocido. Puede
considerarse una rutina, pero no recuerdo dos tardes iguales, excepto por algunas
constantes como el olor del césped y la tierra, especialmente si están húmedos; las
estrellas que delimitaban el campo visual con las tres marías a la izquierda, el
lucero al fondo y la cruz del sur a la derecha; bichos de luz agolpados en el farol del
fondo y, según la estación, sapos y ranas merodeando, grillos alardeando,
cascarudos, chinches verdes, polillas y mosquitos molestando.
La población de roedores aumentaba en época de cosecha y almacenamiento de
granos en los silos, que estaban a un par de cuadras de mi casa, resultando el
pueblo entero de apenas siete de largo por cinco de ancho. La perra de casa se
entretenía atrapando estos bichos, casi siempre pequeñas lauchas, escurridizas y
apenas visibles a las personas, que sospechaban su presencia en las casas por los
rastros que dejaban con sus ratones hábitos, pero a mis quince años no había visto
todavía una rata.
Considerablemente más grande y mucho menos graciosa que sus compañeras de
especie, más bien nada, se movió con una velocidad que me resulta difícil de
describir: Podía apreciarse cierta habilidad para la prontitud y celeridad, llegó sin
señales de aviso a unos tres metros de distancia, sin embargo apareció definida a
la visión y me permitió identificarla en todas sus dimensiones. Entre sus dientes y
su larga cola ocupaba unos cuarenta centímetros; sus patas mostraban longitudes
proporcionadas en uñas y pelaje que cubría salvaje, desprolija y con oscuro brillo
todo el lomo de unos quince centímetros de alto. Avanzó con tanta firmeza y sus
ojos negros fijos en mi figura que el estómago me avisó inmediatamente que
consideraba una potencial amenaza en la presencia de aquel animal desgraciado.
En el campo, que tan presente y a mano de la historia del pueblo determina hasta
la inconciencia, se aprende despachadamente la resignación: Frente a la naturaleza
imprevisible, la acción más prudente es permanecer inmóvil y expectante
reaccionando sólo en caso de movimientos bruscos y, si no existen elementos
extras para la defensa o guarida al alcance de unos pocos pasos, esperar a que el
peligro esté a la distancia de un brazo porque los animales más lentos y menos
hábiles que los humanos raramente son violentos, mientras que con los peligrosos
sólo se puede confiar en artilugios improvisados y estrategias de confusión hasta
2. que llegue ayuda con algún objeto contundente que auxilie nuestra
comparativamente débil capacidad física en el reino al que pertenecemos.
Nada de todo esto llegué a siquiera pensarlo, ahí estábamos la rata y yo,
contemplándonos con impaciencia e incertidumbre cuando un tercero interrumpió la
escena. Una sombra arrolló mis sentidos desde el costado, más a la izquierda de
donde me llegaba la vista fija en mi amenaza preexistente, provocando una
estampida en el flujo de sangre invitándome a saltar por encima de la reposera y
observar con el respaldo abrazado cual escudo el final de una maniobra que no
pude imaginar de otra forma que extraordinariamente hábil. Enorme, majestuosa,
aún más brillante gracias a la luz de la luna que parecía alumbrar sólo sus plumas,
cazó entre sus amables garras al repugnante susto y se elevó sobre sí misma para
volar por donde había llegado hasta los árboles que delimitaban la vía del ferrocarril
que recorría todo el pueblo a lo largo.
Me quedé allí detrás sentada en el patio de la galería, todavía sosteniendo mi
escudo, sin saber si los latidos fuertes y acelerados tanto como el sordo zumbido
eran producto de emociones exaltadas por la alegría del resultado o el resabio de
inconsecuentes temores. Al día de hoy cuando este confuso estado de ánimo me
invade por algún motivo, se me presenta la imagen de aquella lechuza gloriosa
dispensándome de aquello que nunca sabré que podía ocurrir sin su instintiva
intervención, pero con seguridad siento que resultaría desagradable.
Pese a reconocer lo impersonal que resultó aquel favor, la invoco como si fuera el
más grande y benévolo Dios que vigila mi destino.