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DERECHOS HUMANOS.
Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad.
José Martínez de Pisón
III
DERECHOS HUMANOS.
Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad.
Una precisión y otras aclaraciones.
1.- Plan del libro.
2.- Sobre el concepto de derechos humanos.
3.- Derechos humanos, derechos del hombre y derechos fundamentales.
1.- El tiempo de los derechos.
1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy.
1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática.
1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho.
1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad.
1.3.- Los derechos en un mundo globalizado..
1.4.- Controversias sobre los derechos humanos.
1.5.- Los derechos humanos, ¿una nueva ética social para el siglo XXI?
2.- Origen histórico y primeras formulaciones de los derechos humanos.
2.1.- Origen de los derechos humanos.
2.1.1.- Los derechos en la escuela de Derecho natural racionalista: H. Grocio
y S. Pufendorf.
2.1.2.- La teoría de los derechos naturales de J. Locke.
2.1.3.- J. J. Rousseau: desigualdad, contrato social y voluntad general.
2.1.4.- I. Kant y los derechos naturales.
2.2.- Las Declaraciones de derechos y libertades.
2.2.1.- La experiencia histórica de la positivación de los derechos.
2.2.2.- La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789:
2.2.2.1.- Los hechos de la Declaración y su repercusión posterior.
2.2.2.2.- Los derechos naturales según la Declaración de 1789.
2.3.-La negación de los derechos.
2.3.1.- De Hume a Bentham.
2.3.2.- Hegel y Marx.
IV
3.- Sobre el fundamento de los derechos humanos.
3.1.- Sobre la fundamentación de los derechos.
3.1.1.- Cuestiones previas.
3.1.2.- El viejo debate entre iusnaturalismo y positivismo.
3.2.- Fundamentación liberal de los derechos.
3.2.1.- La complejidad de la teoría liberal.
3.2.2.- La postura neoliberal o libertaria y los derechos humanos: F. Hayek y
R. Nozick.
3.2.3.- Igualitarismo y derechos humanos: J. Rawls y R. Dworkin.
3.2.4.- La sesgada fundamentación liberal de los derechos. Los derechos
sociales.
3.3.- Fundamentación consensual de los derechos.
3.4.- La raíz moral de los derechos.
3.4.1.- El constructivismo de C. S. Nino.
3.4.2.- La fundamentación ética de los derechos.
3.4.3.- La renovación iusnaturalista de J. Finnis.
3.5.-Teoría de las necesidades y derechos humanos.
3.6.- Elementos para un debate sobre la fundamentación de los derechos.
4.- Las generaciones de derechos.
4.1.- Sobre las clasificaciones de los derechos.
4.2.- Las generaciones de los derechos.
4.3.- Derechos civiles y políticos o derechos de la primera generación.
4.3.1.- Los derechos civiles y políticos y el estado liberal garantista.
4.3.2.- Rasgos de los derechos civiles y políticos.
4.4.- Derechos económicos, sociales y culturales o derechos de la segunda
generación.
4.4.1.- Realidad y transformación del Estado liberal: el Estado social.
4.4.2.- Rasgos de los derechos sociales.
4.4.3.- El problema de la fundamentación de los derechos sociales:
4.4.3.1.- Neoliberalismo y Estado social.
4.4.3.2.- La crítica neoliberal a los derechos sociales.
V
4.4.3.3.- Un intento de fundamentación de los derechos sociales como
derechos del hombre: las necesidades sociales.
4.5.- Los derechos de la tercera generación:
4.5.1.- Los derechos de la tercera generación: las nuevas realidades y los
derechos.
4.5.2.- Perfiles y problemas de justificación de los derechos de la tercera
generación.
4.5.3.- Algunos derechos de la tercera generación.
5.- Retórica y realidad: universalización y realización de los derechos
5.1.- Internacionalización de los derechos humanos: la Declaración Universal de
los Derechos Humanos.
5.1.1.- El origen de la Declaración Universal de 1948.
5.1.2.- El contenido de la Declaración Universal de 1948.
5.1.3.- De la internacionalización a la regionalización de los derechos.
5.2.- Promoción de los derechos humanos.
5.2.1.- Protección y garantía de los derechos.
5.2.2.- La realización de los derechos.
5.3.- Violaciones de los derechos.
Los derechos humanos en el umbral del siglo XXI.
1.- Nuevas tendencias, nuevos retos.
2.- Hacia una reconceptualización de los derechos
Bibliografía citada.
Una precisión y otras aclaraciones.
1.- Plan del libro.
Este libro versa sobre una materia acerca de la cual el que subscribe siempre mantuvo
una actitud algo escéptica: los derechos humanos o derechos del hombre. El paso del tiempo y
un cercano estudio de algunas cuestiones de la Filosofía política me hicieron, paulatinamente,
cambiar de opinión. Especialmente, a partir del convencimiento del papel de los derechos del
hombre en la historia de la humanidad y, sobre todo, tras calibrar su potencial transformador
de la realidad social, creo, todavía no agotado. Es más, a estas alturas del siglo, avistándose ya
el venidero, no es exagerado apuntar que el capital utópico de los derechos del hombre puede
cambiar todavía muchas cosas en las relaciones internacionales. El tarro de las esencias abierto
con tales derechos será difícil de cerrar y es previsible que las masas de habitantes de las
amplias zonas del planeta marginadas de la política y decisiones internacionales y del disfrute
de ciertas cotas de libertad y bienestar se resistan en el futuro a continuar en esta situación,
incluso aunque se encuentren en áreas culturales lejanas de nuestros principios occidentales.
Sobre estas cosas y alguna más tratan las páginas que vienen a continuación. Muchas de
ellas responden a ciertas manías personales unidas a las rarezas de todo profesor. Empecé su
elaboración al hilo de una asignatura de “Derechos Humanos” que he impartido en la
Universidad de La Rioja el curso 1996/97. Al final, lo que inicié con un objetivo fijo, se escapó
de mis manos cobrándo vida propia de forma que acabó por empujarme a elaborar y concluir
un texto que, en algunos puntos, se sale de lo normal. Lo empecé como una recopilación de
ideas que exponía en clase de acuerdo a un guión, pero, por la bibliografía utilizada y por los
temas tratados, creo que excede de ese designio inicial. No hay más que ver su esquema básico
para percatarse de lo que quiero decir. El capítulo primero pretende ser no sólo una
aproximación inicial al objeto del estudio, los derechos del hombre, sino que, además, en él se
esquematizan ya muchas de las ideas y temas que luego están presentes en el resto de la obra:
las declaraciones de derechos, su conexión con el Estado de Derecho y su legitimidad, el
impacto de la globalización en su realización, etc. El capítulo segundo refleja mi interés por
recrear la historia tanto del pensamiento que dió lugar a las primeras teorías sobre los derechos
-también las de sus críticos-, como de los acontecimientos que, finalmente, los materializaron,
especialmente la Revolución francesa y su Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano, ya olvidada tras la reciente conmemoración de su segundo centenario. Como no
podía ser menos para un filósofo del Derecho, el capítulo tercero sobre la fundamentación está
hecho con especial cuidado, aunque ésta sea una de las materias condenadas al fracaso. Se ha
intentado dar una visión general del complicado panorama de teorías propuestas. Seguro que
más de una se han quedado en el tintero, pero los límites de espacio son los que mandan en
ésto. El capítulo cuarto está dedicado a una exposición de las generaciones de los derechos:
desde los derechos civiles y políticos, los problemas relativos a los derechos económicos,
sociales y culturales hasta el tan traído fenómeno de la inflación de derechos que marca este
final de siglo. El capítulo quinto trata de alguna de las paradojas de los derechos: su progresiva
universalización y, por contra, su imposible realización. El conflicto, por tanto, entre la retórica
de las declaraciones y la realidad de las violaciones y de los incumplimientos. Por último,
intento adivinar qué pasará con los derechos en el presente cercano o, por lo menos, cuáles son
las tendencias que atraviesan su devenir. Esto último no sé si lo he logrado.
2.- Sobre el concepto de derechos humanos.
Pocas cuestiones hay más debatidas en los últimos tiempos que el correcto empleo del
término “derechos humanos” y, sin embargo, pocos son, a su vez, más utilizados en el habla
normal, en las conversaciones, en los foros y seminarios internacionales con un sentido más
preciso. Con toda probabilidad, cualquier ciudadano que vive en sociedades pertenecientes a la
tradición cultural occidental sabe perfectamente qué quiere decirse cuando se hace referencia a
los derechos humanos. En los foros internacionales, sucede otro tanto cuando se utiliza dicho
término o su homónimo inglés, human rights, sin que se suscite un debate sobre su uso o el de
otro término -por supuesto, otra cosa bien distinta sucederá sobre su contenido o contenidos, o
sobre sus prácticas-. Pues bien, contrasta este aparente consenso sobre el término “derechos
humanos” con las discusiones surgidas entre sus estudiosos y teóricos. No hay más que echar
un vistazo a las revistas especializadas publicadas desde hace unas décadas y también en la
literatura sobre el tema para constatar el total desacuerdo sobre esta cuestión, si bien, todo hay
que decir, parece que después de arduos debates parece haberse alcanzado un concenso sobre
el uso de dicho término.
Sin embargo, el uso generalizado de la expresión “derechos humanos” no es una garantía
de la precisión de su significado1
. Son varias la razones que suelen aducirse para ilustrar la
ambigüedad de dicho término. Por un lado, razones de tipo histórico que hacen alusión al
momento histórico -el siglo XVII y XVIII- y a las circunstancias concretas -resistencia al
1
De hecho, el término “derechos humanos” es relativamente nuevo. Como ha dicho Burns Weston: “The
expression ‘human rigths’ is relatively new, having come into everyday parlance only since World War II and
the founding of the United Nations in 1945. It replaces the phrase ‘natural rights’, which fell into disfavour in
part because the concept of natural law (to which it was intimately linked) had become a matter fo great
controversy” (Weston en Steiner y Alston 1996, 167).
poder absoluto- que explican el surgimiento de una teoría sobre los derechos, así como el
desarrollo de la lucha por su implantación, pues ésta supuso cuanto menos innovaciones
importantes y transformaciones en su significado. También se hace referencia a la pluralidad de
expresiones que tienen relación con los derechos humanos y que se usan indistintamente en la
praxis lingüística (Peces-Barba 1991, 20). Entre otras, expresiones como “derechos del
hombre”, “derechos naturales”, “derechos subjetivos”, “derechos morales”, “derechos
fundamentales”, “libertades públicas”. Todos estos términos tienen su origen en los primeros
momentos de las formulaciones filosóficas y en la práctica política del inicio de la modernidad
y están impregnados de los presupuestos individualistas que en ella imperan. Tienen, por tanto,
un mismo denominador común de referencia. Pero, la confusión aumenta todavía más si se
tiene en cuenta cómo suelen también agruparse los derechos. En efecto, se habla también de
derechos civiles, derechos políticos, derechos económicos, sociales y culturales, o sólo
derechos sociales. También derechos de libertad, derechos de participación, derechos
prestacionales, derechos colectivos, y un largo etcétera.
Además, como bien ha señalado el citado autor, el meollo del problema semántico
consiste realmente en que con la expresión “derechos humanos” se quieren significar dos cosas
radicalmente irreconciliables y esta confusión entre ambos aspectos se encuentra tanto en el
habla normal, en lo que entienden los hombres cuando la utilizan habitualmente, como en la
discusiones más especializadas (Peces-Barba 1991, 20-21). Y estos dos aspectos son, por un
lado, la pretensión moral que subyace en el término de lograr que las personas tengan una vida
libre y digna, y, por otro lado, el requerimiento jurídico de que tales pretensiones sean
garantizadas y aplicadas. Es decir, se hace alusión a la doble cara de los derechos humanos, a
su aspecto moral y a su aspecto jurídico. Confunde aún más el uso del término “derecho”, que
claramente alude a la específica normatividad jurídica, como ha estudiado la teoría del
Derecho, referido a cuestiones morales. Y ello ocasiona más de un quebradero de cabeza pues
“podemos estar refiriéndonos a una pretensión moral, o a un derecho subjetivo protegido por
una norma jurídica; pero, en el primer caso, a la pretensión moral se la reviste de los signos de
lo jurídico al llamarla ‘derecho” (Ibídem).
Esta cuestión conceptual pudiera parecer meramente académica. Y así es en parte, pues
sus actores principales son profesores de Universidad que discuten sus diferentes puntos de
vista, quedando al margen su uso ordinario en el habla normal y en los foros internacionales.
Ahora bien, este hecho no quiere decir que la precisión semántica de dicho concepto sea
baladí. En efecto, tras dicha discusión, hay problemas de más calado que tienen que ver con el
enfoque con el que se analizan los derechos, pues, como ha afirmado López Calera, el debate
terminológico no es tanto un debate conceptual como ideológico2
. Y es que, según el enfoque,
se tenderá a postular una visión más moralizante de los derechos humanos o, por el contrario,
por un punto de vista más jurídico que considera la protección y amparo que el Derecho
confiere a las exigencias que subyacen a los derechos el hombre. Por otra parte, la polémica ha
arreciado aún más a causa de la importación, vía C. S. Nino, en la literatura española de la
terminología anglosajona de los derechos humanos como “derechos morales” aumentando así
la confusión entre los dos aspectos a los que hacía referencia antes
El hecho que no sea superficial la polémica sobre “derechos humanos” o “derechos
morales” lo muestra la interesante precisión de J. de Lucas, quien, al estudiar algunos
equívocos sobre los derechos humanos, apunta que la diferencia entre quienes defienden la
postura de los derechos morales y el resto de la literatura científica es una diferencia de gran
calado. Pues, los primeros, al tratar el problema del concepto y del fundamento de los derechos
humanos, mantienen una solución monista al no distinguir entre ambos y al optar por una
misma respuesta a dicho problema. Es decir, que a la pregunta “¿qué significa tener derecho a
X?” responden con la noción de “derechos morales” y “casi nunca ofrecen una respuesta en el
plano conceptual, sino que las más de las veces formulan propuestas que deberían situarse en el
de la justificación, es decir, proporcionan una tesis fundamentadora de los derechos, y no un
concepto de derechos en cuanto tal”. Por el contrario, quienes defienden la postura de
distinguir uno u otro concepto mantienen una teoría dualista preocupada por dar razones tanto
a favor del concepto elegido para denotar a los derechos humanos como también se plantean,
en otro plano, el objetivo de fundamentarlos a pesar de todo. Precisamente, esta polaridad
entre monistas y dualistas hace que la polémica no sea una mera disputa académica, sino que la
misma tenga más enjundia y que haya que resolverla antes de continuar la exposición de otros
problemas (J. de Lucas 1992c, 13 y 17)3
.
2.1.2.- Derechos humanos, derechos del hombre, derechos fundamentales.
Por lo tanto, diversos son los términos utilizados para referirse a los derechos humanos y
diversas han sido las propuestas elaboradas para justificar su significado4
. No obstante, puede
decirse que, en la actualidad, existe un consenso bastante generalizado que da primacía a los
2
López Calera señala la perplejidad que le asalta el que “a estas alturas de la historia sigue el debate
terminológico, que al final es también conceptual e ideológico. El mismo término ‘derechos humanos’ sigue
siendo discutido”. Con una consecuencia: “cada cual tuiliza según su interés ideológico o teorético un término
para expresar contenidos éticos y políticos muy diversos y a veces contradictorios”. Y se interroga: “¿Qué clase
de realidad es ésta que se escapa a una simple determinación terminológica?” (López Calera 1990, p. 72).
3
Para una explicación más detallada de los problemas de fundamentación relacionados con la cuestión
terminológica puede verse el capítulo 3.4. Vid. también Barranco (1996).
términos “derechos humanos” o “derechos del hombre” cuando se hace referencia a aquellos
derechos que han sido positivados en las declaraciones y convenciones internacionales, pero
que no han sido recogidos, positivados o garantizados por el ordenamiento jurídico de un
Estado. Para aquellos derechos que aparecen en las Constituciones de cualquier Estado y que,
por tanto, se encuentran apoyados por toda la fuerza jurídica de su ordenamiento se utiliza el
término “derechos fundamentales” (Pérez Luño 1988, 44). Dentro del concepto de derechos
humanos o derechos del hombre se reunirían todo el catálogo de derechos recogidos en las
declaraciones, pactos y convenciones internacionales en la medida que representan exigencias
morales que se han ido destilando con el paso de los siglos y que reflejan ciertas necesidades de
los hombres que hay que cubrir para que lleven una vida digna. Al estar especificados en textos
internacionales que comprometen a los Estados, carecerían de las vaguedades e indefiniciones
que puede caracterizar a un principio moral. Los textos internacionales son el soporte material
de esos derechos y, por tanto, un referente bien explicitado de lo que debe entenderse por cada
uno. De hecho, en verdad, no son sino la concreción de esos principios, sólo que gozarían del
apoyo de los instrumentos políticos y jurídicos del derecho internacional. Además, serían el
resultado del esfuerzo realizado por las naciones para alcanzar un consenso sobre ellos y un
compromiso de que deben regir sus relaciones. Por ello, dichos derechos, como afirma Pérez
Luño, cumplen una labor descriptiva de los derechos y libertades en la medida que los definen
en textos concretos y, además, tienen un claro significado moral al no ser sino la derivación de
valores y principios de carácter moral.
También es cierto que estos derechos no serían, en sentido estricto, derechos tal y como
nos ha enseñado la mentalidad positivista, es decir, que no encajarían en el concepto
normativista de derecho al no estar apoyados explícitamente por un ordenamiento jurídico. Por
eso, no son estrictamente derechos que un individuo puede ejercer y, en su caso, recabar la
protección estatal. Hay quien, en este sentido, los recluye en el conjunto de categorías morales
porque no pasan de ser criterios o pautas morales “junto con otros criterios de carácter moral y
de otro carácter”. “No son realmente derechos, aunque así se llamen, pues como no forman
parte aún del orden jurídico positivo, nadie puede hacerlos valer procesalmente como
verdaderos derechos subjetivos de carácter positivo. A pesar de no ser derechos se siguen
llamando así, ‘derechos humanos’, por la fuerza de la costumbre” (Robles 1992, 19). Este
enfoque que reconduce los derechos al ámbito de la moral, no obstante, no parece muy
convincente pues los derechos recogidos en declaraciones, pactos y convenios internacionales
traspasan el mundo moral, aunque su fundamentación pueda encontrarse en ese tipo de
argumentos. Su reducción sólo a la moral implicaría olvidar su vitalidad en las relaciones
4
Sobre la variedad de términos referidos a los derechos humanos y su inadecuación semántica puede verse
internacionales donde operan de una forma muy superior a los principios y códigos morales.
Por el mero hecho de que se encuentran recogidos en esos textos, por lo menos, surgen con la
intención de tener unas mayores opciones de realización en la vida ordinaria de las personas del
planeta.
Los derechos fundamentales, frente al concepto de derechos humanos o derechos del
hombre, son aquéllos que ciertamente están recogidos por un ordenamiento jurídico. Son
aquéllos derechos que aparecen reflejados en los capítulos correspondientes de las
Constituciones y que, por tanto, son garantizados por los mecanismos de protección del
derecho de un país y “suelen gozar de una tutela reforzada” (Pérez Luño 1988, 46). Por ello,
están “delimitados espacial y temporalmente” pues su concreción está garantizada sólo para el
territorio de dicho país, así como por la vida de la Constitución y del ordenamiento jurídico.
Son derechos fundamentales porque fundamentan la organización y la estructura de la sociedad
en donde tienen vigencia. Por lo anterior, son también derechos relativos y contingentes. Pues,
qué derechos deben formar parte de la lista de derechos fundamentales depende de la voluntad
de los constituyentes que elaboran en su día la Constitución de cada nación. Es, por eso, que
suelen variar de una Constitución a otra, aunque las diferencias no siempre sean muy notables.
Por lo demás, una vez positivados en la norma suprema del ordenamiento jurídico no son
sometidos a cambios espectaculares, sino que son reconocidos y protegidos con la intención de
perdurar en el tiempo. Por lo menos, hasta que se promueva una reforma de la Constitución
vigente.
En resumidas cuentas, el término “derechos humanos” o “derechos del hombre” se
utilizaría para hacer referencia al conjunto de derechos reconocidos en las declaraciones y
textos internacionales, mientras que el de “derechos fundamentales” serviría para denotar a los
derechos protegidos por el derecho interno de cada país. Aunque ésta sea una convención
aceptada por la inmensa mayoría de los teóricos y estudiosos, no obstante, ello no debe
hacernos olvidar las diferencias entre unos y otros y, sobre todo, las carencias en su aplicación.
Primero de todo, porque plantea serios problemas cuando nos enfrentamos al surgimiento de
nuevos derechos: éstos sólo serían derechos humanos si son reconocidos en una convención o
un texto internacional, si son positivados, en suma, al margen de las necesidades personales o
de las nuevas realidades de la humanidad entendida como conjunto de los seres humanos del
planeta y al margen de las razones que los sustenten. Asimismo, su efectiva protección y
aplicación depende, a la postre, del reconocimiento del derecho interno y ello plantea serias
dificultades. Por un lado, porque no todas las constituciones recogen los mismos derechos. Es
más, se puede observar un considerable diferencia en su reconocimiento y una tendencia a
Peces-Barba (1991), cap. 1 y Barranco (1996).
postergar a los derechos sociales en favor de los derechos civiles y políticos. Pero, además,
siempre cabe preguntarse por las diferencias en la eficacia de los derechos entre un país y
otros. Todavía, en el plano internacional, no se han encontrado las vías adecuadas para lograr
una eficacia equilibrada en todos los lugares del planeta. Y los derechos se juegan mucho en
ese terreno.
En la actualidad, en nuestro país, existe una tendencia de sólido arraigo que defiende el
empleo del término derechos fundamentales para hacer referencia a todo el conjunto de
derechos. Es decir, una tendencia a ampliar su significado habitual y englobar también a los
derechos humanos. Las razones aducidas son del siguiente tenor (Peces-Barba 1991, 33): 1.-
Es un término más preciso que la expresión derechos humanos y evita sus ambigüedades. 2.-
Abarca la dimensión jurídica y moral de los derechos superando la confrontación entre
iusnaturalismo y positivismo. 3.- “Es más adecuado que los términos derechos naturales o
derechos morales que mutilan a los derechos humanos de su faceta jurídico positivo o, dicho
de otra forma, que formulan su concepto sin tener en cuenta su dimensión jurídico positiva”.
4.- Es más adecuado que el resto de términos que olvidan su dimensión moral. Se fija, sobre
todo, en la exigencia de que los derechos estén incorporados en un ordenamiento jurídico, en
que es imprescindible el reconocimiento constitucional o legislativo para la plena protección de
los derechos. Por ello, hay un antes y un después en el reconocimiento de los derechos
fundamentales: los que están incorporados al ordenamiento jurídico y los que no.
Tras estas consideraciones y a la vista de los comentarios anteriores, parece que la
elección entre los diferentes conceptos es tanto cuestión de estilo como una respuesta a su
naturaleza y estatuto. En este sentido, intuyo que la propuesta de denominarlos “derechos
fundamentales” no parece añadir una mayor precisión conceptual y, por el contrario, al
distinguir entre los derechos incorporados al ordenamiento jurídico y los que todavía no lo han
sido, plantea serias dudas sobre el significado y la realidad de estos últimos: ¿Son entes
metajurídicos, meras exigencias morales o derechos con su sentido pleno? ¿Cuál debe ser su
función tanto en el ámbito nacional como en el internacional? ¿Hay que esperar a su
positivación para que este conjunto de preocupaciones puedan convertirse en algo más que
meras exigencias, esto es, en pautas que encaucen las actividades gubernamentales y la vida en
el planeta? No obstante, los problemas conceptuales no logran ni de ésta ni de otra forma un
arreglo pacífico, pues tampoco la distinción entre “derechos humanos” y “ derechos
fundamentales” tampoco está libre de lagunas. Entre otras cosas, el primer término no supera
un mínimo de ambigüedad y vaguedad que sería deseable que no existiese. Cada vez más
parecen menos apropiados para englobar los nuevos derechos que estan surgiendo y están
siendo objeto de discusión en los foros internacionales. Por otra parte, es difícil evitar el
resabio iusnaturalista de ese término, el de derechos humanos, que, a fin de cuentas, tienen su
origen en la misma época y en las mismas inquietudes. Personalmente, tengo que reconocer mi
simpatía por un termino menos utilizado “derechos del hombre”, también con un origen similar
y con el agravante añadido de que sólo se fija en la titularidad individual de cada hombre con lo
que quedarían excluidos de su significado semántico los derechos colectivos y los nuevos
derechos e, incluso, podrían existir dificultades con la justificación de los derechos sociales.
Por eso, no se extrañe el lector si a lo largo del texto emplee indistintamente este término
como sinónimo de “derechos humanos”, ni de que, a la larga, sea en realidad el que más se use.
* * * * * * * * * *
El capítulo de agradecimientos es, como siempre, interminable. Este libro probablemente
no hubiera sido posible sin la concurrencia de dos circunstancias que me obligaron a estudiar
las cuestiones de los derechos del hombre y a plantearme la oportunidad de su elaboración. Por
un lado, la concesión de una Red Temática Docente por la Agencia Española de Cooperación
Internacional (AECI) titulada Los derechos humanos entre dos mundos: Retórica y realidad
de los derechos humanos en América Latina y Europa. Dicha Red está integrada por
profesores de tres Universidades latinoaméricanas -Buenos Aires, Nacional de Colombia y
Nacional Autónoma de México- y tres españolas -Valencia, Zaragoza y, por supuesto, La
Rioja-. A través de esta Red los diferentes profesores hemos podido viajar a los respectivos
países e impartir cursos que, creo, han sido de interés y que ha producido un prometedor
intecambio cultural. Vaya por delante mi agradecimiento a la AECI por la oportunidad
concedida. No sé si son conscientes de las enormes posibilidades abiertas de colaboración a un
coste económico realmente irrisorio. Ahora bien, todo esto no hubiera sido posible sin la
diligencia ni paciencia del prof. Manuel Calvo García de la Universidad de Zaragoza,
coordinador de toda la Red con quien me une, desde hace tiempo, una larga amistad. Mi más
sincero agradecimiento. Sin el largo y callado magisterio que el prof. Ernesto Garzón Valdés
ejerce desde hace tiempo sobre la Filosofía del Derecho española tampoco hubieran sido
posible ésta y otras obras. En alguna medida, en lo que a mí me concierne, este libro es
también un homenaje a este profesor y a su discreta labor magistral de leer manuscritos y
orientar lecturas a quienes hemos surgido en lo que era un árido y agostado secarral cercano a
Los Monegros.
Al mismo tiempo, inicié en la Universidad de La Rioja un Curso de Doctorado sobre el
concepto y fundamento de los derechos humanos, así como la asignatura citada sobre los
“Derechos Humanos” que me obligaron a ordenar y sistematizar alguna de mis ideas. Quiero
agradecer a los estudiantes matriculados en ambos su interés y su aplicación en las
explicaciones que sobre esta materia les dí y que fueron un primer borrador de lo que luego ha
sido este libro. Aunque sea con una referancia general quiero también agradecer a todos
aquéllos que un momento determinado han sido partícipes de mis preocupaciones en materia
de derechos humanos, especialmente los amigos del área de Filoofía del Derecho, Moral y
Política de la Universidad de Zaragoza, mis compañeros de la Universidad de La Rioja y mis
amigos de la Universidad Nacional de Colombia, Universidad de Buenos Aires y Universidad
Nacional Autónoma de México. Igualmente, quiero agradecer a la Universidad de La Rioja por
el apoyo y las ayudas financieras a proyectos de investigación concedidas durante los años
1996 y 1997 con las que ha podido sufragar algunos gastos del trabajo.
Vitoria-Gasteiz, mayo de 1997
Capítulo 1
El tiempo de los derechos
1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy.
Hace unos años, en 1988 y en el contexto del Congreso de Sociología del Derecho en
Bolonia, N. Bobbio dictó una conferencia titulada “L’Etat dei diritti”, traducida al castellano
“El tiempo de los derechos”, de la que toma el nombre este capítulo y en la que comentó su
respuesta a la pregunta de un periodista acerca de si veía ante tantas causas de desgracias de la
actualidad “algún signo positivo”. Bobbio, junto a males evidentes como el aumento
vertiginoso de la población mundial, la degradación incontrolada del medio ambiente y la
potencia destructora e insensata de los armamentos, veía un signo positivo: “la creciente
importancia dada en los debates internacionales, entre los hombres de cultura y políticos, en
seminarios de estudio y en conferencias gubernamentales, al problema del reconocimiento de
los derechos del hombre” (Bobbio 1991, 97)5
.
Ciertamente, a estas alturas del siglo XX, es indudable que el reconocimiento de los
derechos del hombre en todas sus manifestaciones constituye uno de los factores distintivos
del siglo que ahora termina6
. Es más, los derechos del hombre han entrado a formar parte del
acervo cultural que sustenta buena parte de las sociedades del planeta. De hecho, no es
exagerado afirmar que ha llegado a conformar así una de las tradiciones que vertebran la
civilización occidental y que ésta pretende exportar al resto de culturas como un sólido pilar
con el que construir una comunidad internacional y la convivencia en el futuro7
. Por supuesto,
no ha sido éste un proceso exento de avances y retrocesos, de dudas y contradicciones, pero,
lo cierto es que, desde las primeras formulaciones filosóficas de los derechos naturales del
hombre, positivados, luego, en las primeras Declaraciones de finales de XVIII y del XIX, los
derechos del hombre han ido adquiriendo tal importancia que se han convertido en un
5
Obsérvese cómo las palabras de Bobbio tienen una doble lectura: descriptiva, en la medida que explican y
certifican lo que está sucediendo en los debates internacionales sean éstos académicos o políticos; y
prescriptiva, por cuanto expone lo “debe” interesar y preocupar en el futuro.
6
No sólo Bobbio. Sino que son numerosas las manifestaciones sobre la importancia de los derechos humanos
en el momento presente y sobre su proyección hacia el futuro. Por ejemplo, G. Haarscher habla de la
“omnipresencia” de los derechos pues se los invoca en todas partes como una manifestación de la general
aspiración a la libertad (Haarscher 1991, 7-9).
elemento de transformación de las sociedades nacionales y de la comunidad internacional
misma. Con razón, Artola, al tiempo que señalaba sus ausencias, ha puesto de manifiesto su
capacidad para conformar la vida de los hombres del planeta: “Hoy, dos siglos después de las
primitivas Declaraciones, los derechos individuales, aunque ignorados en demasiadas
ocasiones, ocupan, en cambio, más espacio que nunca en las Constituciones y cuanto menores
son las expectativas más se acrecientan la esperanza de que sus postulados se realicen” (Artola
1995, 15). Y es que, en efecto, no hay Constitución que se haya aprobado durante este siglo
que no busque legitimarse con la referencia a los derechos fundamentales, de uno u otro tipo,
del hombre. Otra cosa es que convenientemente se materialicen en la vida social. Los derechos
conforman algo así como un decálogo moral cuyas posibilidades de articulación de una
organización política no han sido todavía convenientemente explotadas.
En particular, hay que reseñar la fecha del 10 de diciembre de 1948, día de la
aprobación por la Asamblea General de Naciones Unidas de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre que, a partir de entonces, se ha convertido en una referencia constante
en las relaciones entre individuos y entre éstos y los estados e, incluso, entre los estados
mismos en la esfera internacional. De hecho, puede decirse que, a partir de ese momento,
primero de todo, las declaraciones mismas cambiaron su orientación inicial ligada a momentos
revolucionarios para convertirse en cartas programáticas que, aunque carezcan del soporte
institucional que las haga cumplir, nacen con la pretensión de normatividad y de que sean
ampliamente respetadas. Además, rápidamente se extendió en los diferentes ámbitos
geográficos la conciencia de trasladar el contenido de la Declaración a otros textos de alcance
más regional. Basta con observar el cuantioso número de tratados, convenios, pactos,
comisiones o tribunales que se han constituido desde entonces en torno al fenómeno de los
derechos del hombre. Como afirma Bobbio, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el
problema de los derechos “se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado por
primera vez en la historia a todo el mundo” (Bobbio 1991, 98). También es cierto que la
humanidad salía de una las tragedias más espantosas de su historia y la Declaración Universal
parece ser el resultado esperanzador de tanta barbarie. No obstante, ello no ha hecho que
hayan desaparecido los actos más bajos de violencia contra el hombre y contra la humanidad,
aunque, ahora, existan foros en los que los más desfavorecidos por la fortuna puedan hacer oír
su voz. Queda mucho por hacer todavía.
La Declaración Universal de Derechos del Hombre supuso una ruptura en relación a las
concepciones y hábitos imperantes con anterioridad en la esfera internacional y, de hecho, ha
7
Una cosa es el deseo y otra muy distinta es el uso que puede darse a los derechos en las relaciones
internacionales, por ejemplo, cuando se abanderan los derechos civiles y políticos para la reforma institucional
de un país -democracia formal, apertura comercial, ...- y se relega la realización de los derechos sociales.
permitido vertebrar un nuevo modus vivendi entre las naciones. En las relaciones
internacionales y en la práctica diplomática los sujetos reales eran los Estados individuales,
independientes y soberanos, que eran, en definitiva, quienes operaban y subscribían tratados y
pactos como si fuesen sujetos relacionándose con otros semejantes. “Efectivamente, entre el
siglo XVII y comienzos del XX, las relaciones internacionales eran substancialmente relaciones
entre entidades de gobierno, cada una de ellas soberana en un territorio más o menos amplio y
sobre una población establecida en ese territorio” (Cassese 1993, 17). La política internacional
se regía por tres principios: a.- El contexto internacional se identifica con un estado de
naturaleza en el que se relacionan los diferentes estados: una situación en la que existen leyes,
pero pocas reducidas a los pactos y tratados subscritos, y, a su vez, faltan los árbitros y
quienes pongan la conducta correcta; b.- Las relaciones entre los sujetos de las relaciones se
rigen por el principio de reciprocidad, es decir, las normas se rigen por acuerdos bilaterales;
c.- Los pueblos sin estado y los individuos carecen de importancia en el contexto
internacional. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, surgieron voces y proyectos tendentes a
cambiar este estado de cosas. La Declaración es producto de estas tendencias que buscan un
mayor protagonismo de los sujetos individuales, así como de los pueblos sin estado a los que
se les reconocen ciertos derechos.
Además, la Declaración tiene un sentido especial pues, parafraseando otras palabras de
Bobbio, evidencian una realidad: el consenso generalizado que existe en la humanidad en torno
a los derechos del hombre. Las palabras de Bobbio, que han sido comentadas hasta la
saciedad, expresan su tajante opinión de que “respecto a los derechos del hombre el problema
grave de nuestro tiempo no es fundamentarlos, sino protegerlos”. Y esto es así pues “la
Declaración Universal de Derechos Humanos representa la manifestación de la única prueba
por la que un sistema de valores puede considerarse humanamente fundamentado y, por tanto,
reconocido: esta prueba es el consenso general sobre su validez” (Bobbio 1991, 129 y ss.). Sin
ser tan tajante como para obviar la necesaria discusión sobre la fundamentación de los
derechos del hombre, se debe reconocer la existencia de ese acuerdo sobre los mismos,
especialmente en las sociedades desarrolladas, y el compromiso en su aplicación en amplias
zonas geográficas8
. Parece indudable que, al menos en el mundo civilizado -sin olvidar que en
las culturas orientales dicha terminología resulta demasiado extraña-, existe tal consenso. Pero,
sobre todo hay que reconocer el camino que se ha avanzado y el enorme trecho que queda
todavía.
Aún más, las discusiones sobre los derechos del hombre y las prácticas emergentes
tienen numerosas manifestaciones. Como una primera aproximación y sin ánimo de colmar los
planos de una discusión desde y sobre los derechos del hombre, pueden señalarse los
siguientes:
a.- En el plano filosófico: En la esfera filosófica, la discusión sobre los derechos
inunda el debate y la literatura desde las primitivas formulaciones de los derechos naturales
hasta las actuales propuestas sobre una teoría de la justicia. Puede decirse que, en este sentido,
han servido de acicate en la renovación filosófica de la modernidad y, en particular, en la
articulación de nuevas concepciones de lo que es el hombre: desde las más individualistas que
sustentan la sociedad liberal hasta las visiones más colectivistas. En el centro de la discusión,
se encuentra la imagen del hombre y de sus derechos: el derecho a la vida, el derecho a la
libertad, el derecho a la propiedad, ... No es otra cosa lo que se inicia con Hobbes y su afán
por estudiar la “naturaleza” del hombre, obsesión que es denominador común a muchos de sus
coetáneos, sino el intento por aislar al ser humano, por distinguir sus rasgos más
característicos, por secularizar la vida social por medio de esta estrategia. Quizás sus
conclusiones finales sobre el hombre no convenciesen a todo el mundo, pero lo que es
indudable es que cataliza y proyecta ese nuevo interés por el individuo y por su papel en el
mundo. Luego vendrían otros, en particular Locke, que dotarían de sentido a su teoría de los
derechos. Hobbes reivindica el lado humano, “animal” del hombre y el derecho a la vida,
aunque, por ello, tenga que sufrir persecuciones y ostracismos, y Locke es el campeón de la
libertad, el que escruta al hombre en su estado natural y lo ve libre, poseedor de derechos y
exento de cortapisas y no, por ello, menos necesitado de cooperación, de prolongar sus
derechos construyendo nuevas formas de organización social. No obstante, éstas no dejan de
ser un estado creado, artificial, cuya función no es sino extender y ampliar la libertad e
igualdad natural en la que inicialmente habitan los hombres, de acuerdo a la concepción de
Locke, ya abandonada por la filosofía política. Al margen de la imaginería política, debemos
retener de esta primera formulación la idea de que la libertad y la igualdad son dos elementos
naturales al hombre. Ambas se verán reflejadas en las Declaraciones y en los textos jurídicos.
Pero, a pesar del tiempo transcurrido, nuestra época no ha resuelto en absoluto el
dilema del hombre y de sus derechos, y su incardinación en la sociedad y en la organización
política. En los últimos tiempos, la renovación de la teoría de la justicia iniciada por J. Rawls
también ha tratado de reubicar, tras el anclaje de nuevas y viejas concepciones políticas, el
sistema de derechos y el futuro de las políticas sociales en un contexto de justificación válido
para finales del siglo XX. El orden lexicográfico con el que jerarquiza sus dos principios -el de
la igual libertad para todos y el de la diferencia- son la prueba de que su intento no ha
8
Para un comentario más extenso de estas palabras de Bobbio y sobre la fundamentación de los derechos,
alcanzado un éxito total al fundamentar un esquema global de derechos capaz de incluir
plenamente a los derechos sociales. Más fortuna ha tenido en la tarea de suscitar un debate
que, precisamente, coloca en su epicentro a esta clase de derechos, lo cual no es sino la
expresión de la crisis del Estado social en su versión de redistribuidor de bienestar -o de la
discusión sobre su crisis-. En este sentido, son muchas las propuestas que desde Rawls han
pretendido responder a la cuestión del estatuto y fundamentación de los derechos. Cabe citar,
como contradictor de Rawls y paradigma de las corrientes libertarias o neoliberales, entre
otros, a Nozick, aunque la lista es bastante más numerosa. Sin olvidar a quienes, desde
enfoques materialistas, tercian en la polémica como, por ejemplo, la escuela de Budapest y su
teoría de las necesidades. Quizá, en todo esto, y, en particular, en las teorías vinculadas al
pensamiento liberal, se echa en falta una perspectiva más global que responda también a las
inquietudes emergentes en todo el planeta. En esto, con toda probabilidad, quienes más han
avanzado, paradójicamente, han sido aquéllos que han remozado viejas teorías iusnaturalistas,
aunque sea éste un aspecto que haya que reconocerlo muy a nuestro pesar9
.
b.- También en el ámbito de la moral, los derechos humanos han tenido y tienen
una presencia aún hoy evidente. Parafraseando otra de las numerosas e importantes tesis de
Bobbio, podría afirmarse que la formulación y la discusión sobre los derechos es un ”signo
premonitorio del progreso moral de la humanidad” (Bobbio 1991, 100). Los derechos serían
una manifestación de la tendencia hacia el progreso moral de la humanidad. Comparto, como
el mismo Bobbio aclara, plenamente una cierta prevención hacia las teorías sobre el progreso
dominantes en otro tiempo en la filosofía de la historia: una historia que debiera hablar de
progresiones y de regresiones. Más bien, un vistazo hacia la realidad de los derechos es una
buena vacuna contra este tipo de pretensiones. Pero, ello no es óbice para que la cultura de los
derechos surgida de esas discusiones no deba de ser entendida como un avance de la
humanidad o, cuanto menos, como un intento de poner un tope a ciertas regresiones de esa
historia. Y que dicho avance se manifiesta sobre todo como avance moral, pues dicho proceso
no es sino expresión de un fenómeno profundo que destila toda la historia de la civilización: el
que tiene por objeto la obsesión por entender al ser humano, por calar en la esencia de lo más
intrincado de la naturaleza humana, por hallar el modo justo para organizar la vida social, etc.
Preguntas todas ellas perennes en la filosofía y en la historia.
Precisamente algo de todo esto se manifiesta, en el contexto de las disputas sobre el
concepto de los derechos del hombre, en la propuesta de algunos teóricos por reivindicar su
naturaleza, ante todo, moral e, incluso, de sustituir dicho nombre por el de derechos morales.
puede verse el cap. 3.
En la disyuntiva terminológica por definir a los derechos, se apunta, en mi opinión en una
errónea importación de ciertos hábitos conceptuales anglosajones, que, primero de todo, y al
margen del reconocimiento jurídico, aquéllos son tales por su carácter moral, porque se
refieren a “entidades prenormativas” que reflejarían ciertas “exigencias morales” y que pueden
o no ser objeto de las “técnicas de protección” del mundo jurídico (entre los defensores, Nino,
Laporta, Ruiz Miguel, y entre los críticos, Atienza y Ruiz Manero y de Lucas). Es decir, de la
regulación jurídica que otorga los poderes a los individuos para la defensa de esas exigencias.
Sin entrar más de lleno en la polémica, que, en mi opinión, se salda a favor de los críticos y
que es analizada con más detenimiento en otro momento posterior, quede constancia de que
hay quien, precisamente porque insiste en la naturaleza moral del concepto y fundamento de
los derechos del hombre, reducen su razón de ser a dicho carácter, a que son, ante todo,
“derechos morales”10
.
c.- Los derechos como derechos históricos: También en este punto es ineludible
el recurso a Bobbio11
. Es harto conocida otra de sus tesis, en controversia con otras visiones
más absolutas de los derechos del hombres, de que su único fundamento posible es el
fundamento histórico en la medida que expresa su naturaleza relativa, es decir, variable y
dependiente del momento concreto en el que se formulan, y su naturaleza consensual, es decir,
reflejo de los acuerdos que son capaces de establecer los hombres en dicho momento. En
suma, que los derechos son variables, contingentes y heterogéneos lo muestra abundantemente
la historia misma de los últimos siglos. Y, por tanto, también mostraría su naturaleza histórica
(Bobbio 1982, 121 y 123; 1991, 14). Por eso concluye Bobbio afirmando que el fundamento
histórico que prueba los consensos estipulados sobre los derechos es el único posible, porque
es el único que puede demostrarse fácticamente (Bobbio 1982, 132). En este sentido, la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre sería la expresión de “los derechos del
hombre histórico tal y como se configuraba ante la mente de los redactores de la Declaración
después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial” (ídem, 140).
Precisamente, por su fundamento histórico, porque se plasman en determinados hechos
puntuales, es posible entresacar los procesos que han caracterizado la historia de los derechos.
Bobbio ha destacado los hitos más relevantes de esta evolución: desde el inicio de la edad
Moderna con la difusión de las doctrinas iusnaturalistas, las declaraciones de derechos del
hombre, el constitucionalismo y la construcción del Estado de Derecho. Para resaltar su
realidad presente en una frase que, aunque ya transcrita, no por ello al reiterarla deja de
9
Sobre las cuestiones mencionadas vid. cap. 3. En el caso de Rawls, vid. Rawls (1972 y 1993, cap. VIII).
10
Sobre este particular, vid. cap. 2.
mostrar un cambio sustancial en esta evolución: “que sólo desde el final de la Segunda Guerra
Mundial este mismo problema se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado
por primera vez en la historia a todo el mundo”. Siguiendo a Peces-Barba (1991), considera
que “se han ido reforzando, cada vez más, los tres procesos de evolución en la historia de los
derechos del hombre: positivación, generalización e internacionalización” (Bobbio 1991, 98).
Procesos que se refieren, en primer lugar, al paso de la teoría a la práctica, es decir, de la
discusión filosófica a los textos jurídicos; en segundo lugar, su extensión a todos los miembros
de la comunidad; y, finalmente, la implicación a todo el planeta en la historia de los derechos.
Ahora bien, ya se apunta el cuarto proceso de esta evolución de los derechos: en efecto, desde
la aprobación de la Declaración se observa la importancia del fenómeno de especificación de
los derechos. Es decir, el paso de los derechos genéricos, referidos a la generalidad de
hombres, a los derechos específicos, aquéllos que tienen en cuenta el hombre específico, el
incurso en un contexto concreto y por lo cual tiene un status específico y distinto de los demás
que hace que debe ser considerado en especificidad: derechos de la mujer, derechos del niño,
de los incapacitados y grupos diferenciados, del consumidor, de la tercera edad, y un largo
etcétera. Se tiene en cuenta, en suma, la especial situación de determinados sujetos titulares,
ahora, de derechos12
.
d.- En el doble plano político y jurídico, también los derechos juegan un papel
de primera magnitud. En las concepciones modernas del Estado, es innegable su estrecha
relación con los derechos del hombre. Estos son un elemento constitutivo del mismo sin el cual
no cabe hablar de Estado de Derecho, lo que implica que sus textos jurídicos deben recoger
los derechos fundamentales del hombre; además, debe prever mecanismos de ejecución y
protección que puede ejercer cada individuo con el objeto de materializarlos o realizarlos; por
último, el Estado mismo, en ciertos casos, aparece como el sujeto obligado a realizar
determinadas acciones o a formular concretas prestaciones que no sino la expresión de
derechos individuales. A su vez, existe una estrecha relación entre el reconocimiento de los
derechos y la articulación del sistema democrático como el marco más idóneo para una
convivencia pacífica entre personas libres e iguales. En última instancia, en la medida que se
cumplan correctamente estas previsiones, los derechos devienen en potentes instrumentos de
legitimidad del Estado de Derecho y de los sistemas democráticos. Ahora bien, todos objetivos
y, en particular, la estrecha relación entre derechos del hombre y democracia se concreta en
el plano jurídico. Son, precisamente, las constituciones las que recogen el estatuto de derechos
11
También el del prof. Peces-Barba, quien se ha dedicado expresamente a estudiar el puesto de la Historia en la
configuración conceptual de los “derechos fundamentales”. Vid. Peces-Barba (1986-87).
12
En particular, se han preocupado por este proceso, N. Bobbio (1991) y G. Peces-Barba (1991).
fundamentales detentado por cada ciudadano y deben ser las leyes las que los detallen y
protejan.
Ciertamente, cuando hablamos de lo jurídico, nos movemos en un plano donde son
evidentes las variaciones entre las diferentes constituciones que se han establecido en la
historia constitucional. Ellas mismas reflejan el carácter histórico y variable de los derechos y
no son sino resultado de los concretos intereses en juego en cada momento constituyente.
Asimismo, un vistazo a todas ellas -particularmente, las que se han aprobado en lo últimos
tiempos- muestran dos circunstancias: por un lado, las diferencias notables entre las
constituciones de los países del Primer Mundo y las del Tercer Mundo, entre el Norte y el Sur,
y, por otro lado, y de forma paralela, los problemas de eficacia que surgen, aquí y allá, en la
materialización de algunos derechos, especialmente cuando dependen de la situación financiera
del Estado.
e.- Por último, en su concreta manifestación social, también es perceptible en la
evolución de los derechos un proceso sumamente relevante en lo últimos tiempos que hace de
ellos objeto de atención. En efecto, como es apuntado por numerosos autores, los derechos
como fenómeno social muestran una tendencia imparable a su multiplicación o proliferación
de forma paralela a lo que anteriormente se ha señalado como especificación13
. Esta
multiplicación obedece a tres causas, en opinión de Bobbio: a.- el aumento del número de
bienes susceptibles de ser tutelados y de ser considerados derechos, aumento que se produce
por el paso de los derechos de libertad - libertad negativa, religión, opinión, prensa, etc.- a los
derechos políticos y derechos sociales que requieren una actuación decisiva del Estado; b.-
asimismo, los cambios acaecidos en el concepto de titularidad de los derechos que ya no sólo
atañe a la “persona” como categoría, sino que también incluye otras como la familia, el pueblo,
la humanidad y otras colectividades del estilo de minorías étnicas o religiosas; finalmente,
“porque el hombre mismo no ha sido ya considerado como ente genérico, u hombre en
abstracto, sino que ha sido visto en la especificidad o en la concreción de sus diversas maneras
de estar en la sociedad, como menor, como viejo, como enfermo, etc.” (Bobbio 1991, 114). Al
producirse el cambio desde un sujeto abstracto, genérico, al que hacían referencia tanto las
primitivas formulaciones filosóficas como las subsiguientes declaraciones, en favor de un
hombre concreto, empírico, han salido a la luz la multiplicidad de situaciones que se producen
en la realidad y sus profundas diferencias. Sale a la luz, en suma, al aspecto más social del
reconocimiento de los derechos y toda la difícil problemática de su tratamiento.
13
Desde todos los espectros del panorama ideológico, se previene de los riesgos de esta inflación de los
derechos y del peligro de su vanalización. Por ejemplo, Haarscher (1991, 41 y ss.) y Massini (1994, 173 y ss).
Precisamente, esta transformación ha tenido por sujeto activo al proceso del progresivo
reconocimiento de los derechos sociales que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial
y que ha determinado la proliferación del elenco de derechos, aunque, hoy, en esta fase de la
historia de la humanidad, son, no obstante, los que se encuentran en peligro ante la crisis fiscal
del Estado del bienestar, el influjo del fenómeno de internacionalización o globalización de la
economía y, sobre todo, por el ataque de las hordas neoliberales. Pero, en un primer momento,
como ha puesto de manifiesto la literatura sobre los derechos en numerosas obras, en
oposición a los derechos civiles, los derechos sociales se refieren a individuos concretos y
diferentes en situaciones igualmente concretas y diferentes. También encuentran su inspiración
en la idea de libertad e igualdad sólo que éstas tienen una formulación y un contenido material
que no están presente en los primeros. Por el contrario, los derechos civiles, inspirados en el
concepto de libertad negativa -libertad como ausencia de coacción o de dominio de otros-
tienen su fundamento en un ideal del hombre abstracto, un ideal de raíces kantianas que hace
referencia a todos los seres en general. Por ello, el concepto de libertad e igualdad que los
sustenta es formal y no material. No busca la realización equitativa de los mismos, sino tan
sólo su mero reconocimiento formal dejando al albur de las circunstancias su ejecución
material. Las diferencias entre unos y otros se encuentran, de hecho, en su diferente origen:
“Mientras los derechos de libertad nacen contra el abuso de poder del Estado, y, por
consiguiente, para limitar el poder de éste, los derechos sociales requieren para su práctica
realizaciones, es decir, para el paso de la declaración puramente verbal a su protección
efectiva, lo contrario, esto es, el aumento de los poderes del Estado” (Bobbio 1991, 118).
En realidad, la justificación última de los derechos sociales y, por tanto, del aspecto
social de los derechos se encuentra en que su emergencia está estrechamente conectada a las
transformaciones de la sociedad en los países desarrollados. Por un lado, porque concreta la
exigencia, perfilada en la discusiones teóricas del socialismo y del marxismo, “de descender de
la hipótesis racional al análisis de la sociedad real y de su historia” (Bobbio 1991, 120). Por
otro, porque los avances tecnológicos se han ido plasmando en mejoras en la vida, salud,
educación de las personas, lo que ha originado nuevas pretensiones, nuevos intereses, por
tanto, nuevos derechos. Sólo por el aumento de las perspectivas de vida, por ejemplo, se
entiende el reconocimiento de los derechos de los ancianos o de la tercera edad. Lo mismo
puede decirse respecto a los discapacitados y otros colectivos. E, incluso, a las exigencias de
una mayor protección de la naturaleza sino es por una mayor educación y cultura de las
personas que ha suscitado una mayor sensibilidad por la ecología a nivel del planeta, aunque,
en este punto, aún se esté muy lejos de conseguir objetivos tangibles.
1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática.
Los derechos del hombre, desde un primer momento, han cumplido y cumplen un papel
central en el origen y consolidación del Estado de Derecho. Hasta tal punto es cierta esta
afirmación que el Estado de Derecho no sería lo que es , o lo que se pretende que sea, sin la
referencia a los derechos del hombre. Puede decirse que éstos, si bien bajo la forma de
derechos fundamentales, junto a las normas relativas a la organización política e, incluso, las
que detallan el sistema económico, constituyen uno de los elementos clave que conforma el
núcleo fundamental del Estado de Derecho tal como es entendido en la actualidad. Ahora bien,
no es fácil resumir sin más en esta frase el trasunto de la relación existente entre ambos. Por un
lado, porque la formulación de los derechos del hombre aparece en el inicio de la Edad
Moderna cuando las estructuras sociales y políticas tenían todavía la huella indeleble del viejo
feudalismo enmascarado bajo la forma de un Estado despótico. Los derechos del hombre se
formulan como límites a la autoridad entonces existente, como mecanismo de control del
poder y, a la larga, entronizarán una nueva forma de sociedad y de Estado, el Estado de
Derecho, que hará suyos buena parte de las exigencias que encarnan. Por otro lado, por tanto,
porque éste se construye en torno a y a partir de esos derechos. Constituyen su razón de ser,
constituyen un elemento indispensable para la legitimidad del Estado. A su vez, los procesos
históricos que han condicionado la evolución el Estado han transformado invariablemente el
concepto y la presencia de los derechos en la vida social transmutando también su naturaleza
inicial. Es esta peculiar simbiosis la que hay que esclarecer en una doble vertiente: 1.- cómo se
ha articulado históricamente la relación entre los derechos del hombre y la gestación el Estado
de Derecho, incluyendo también los procesos ulteriores que han condicionado su evolución, y
2.- cómo los derechos se han convertido en un argumento de la legitimidad del Estado de
Derecho. Pérez Luño ha explicado magistralmente esa simbiosis: “se da un estrecho nexo de
interdependencia, genético y funcional, entre el Estado de Derecho y los derechos
fundamentales, ya que el Estado de Derecho exige e implica para serlo garantizar los derechos
fundamentales, mientras que éstos exigen e implican para su realización al Estado de Derecho.
De otro lado, el tipo de Estado de Derecho (liberal o social) proclamado en los textos
constitucionales depende del alcance y significado que en ellos se asigne a los derechos
fundamentales que, a su ves, ven condicionado su contenido por el tipo de Estado de Derecho
en que se formulan” (Pérez Luño 1988, 19-20).
1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho.
Los derechos humanos constituyen el núcleo en torno al cual se articula el Estado de
Derecho y que le diferencia de otras formas políticas que han existido en la historia de la
humanidad. Incluso, su diferente posición, su diferente perfil, la transformación misma del
sentido, concepto y función de los derechos ha marcado también los cambios sustanciales del
Estado. En suma, su mutua decantación histórica y doctrinal, en palabras de Pérez Luño, que
ha tenido lugar en la tensión que surge al intentar la teoría jurídico-política conciliar los
derechos del hombre con la autoridad y el poder político (Pérez Luño 1991a, 212). En efecto,
por un lado, la teoría de los derechos constituye la base de una nueva forma de entender el
poder político y el Estado que se construye desde finales del siglo XVIII y que es radicalmente
distinto al entorno político en el que estaba habituado a vivir el hombre en los siglos anteriores.
Más que hombres lo apropiado es tildarlos en términos como esclavos, súbditos, etc. Por ello,
el reconocimiento de los derechos del hombre y el convencimiento de que deben servir como
piedra angular de las nuevas relaciones sientan las bases de una estructura política en la que el
súbdito es, ahora, hombre, ciudadano, en tanto que titular de los mismos. Por otro lado, es
ésta una relación no exenta de colisiones y de tensiones emanadas de la dificultad por conciliar
dos elementos que se necesitan, pero cuya naturaleza hace que sigan direcciones opuestas. Los
derechos en cuanto que encarnan la visión del hombre como ser libre y racional, titular de
determinados poderes que puede ejercitar y que requiere que sean garantizados por otras
instancias. Y la autoridad del Estado que busca expandirse en el ámbito social y cuyo poder
tiende a realizarse arrasando todo aquello que sea un freno. El encuentro entre unos y otro
resulta inevitable. Por eso, como dice Pérez Luño, “la doctrina de los derechos fundamentales
del Estado de Derecho se ha presentado como un modelo articulador de las exigencias, en
principio antagónicas, que reflejan las ideas de libertad y de ley”, los derechos individuales y la
voluntad del soberano (Pérez Luño 1991a, 212). A la vista de esta decantación, por tanto, el
Estado de Derecho surge como un intento de armonizar esas tendencias opuestas en una
síntesis en la que los derechos preceden al Estado “como formulación doctrinal” y lo fundan, y
sin el cual, sin sus instrumentos jurídicos, no alcanzan su “formulación positiva” y su
realización misma. De ahí la importancia de saber cuáles han sido las fases y formas de esa
decantación.
En un libro ya clásico, y de lograda y merecida fama, cuyo título es de sobra conocido -
Estado de Derecho y sociedad democrática -, el prof. E. Díaz elaboró una delimitación
conceptual del Estado de Derecho, de sus rasgos y de su evolución, que aún hoy, pese al
tiempo transcurrido, sirve como válida aproximación al estudio que nos ocupa. Convencido de
su valía tanto pedagógica como académica, me permito seguir sus líneas maestras en las
explicaciones que vienen a continuación. Según este profesor, los rasgos del Estado de
Derecho son cuatro (Díaz 1986, 31)14
: el imperio de la ley entendida ésta como expresión de la
voluntad general; el principio de división de poderes; la legalidad de las actuaciones de la
Administración que debe estar sometida a la ley, y, por último, la garantía jurídico-formal y
efectiva realización material de los derechos y libertades fundamentales. De estos rasgos, el
que funciona como pivote sobre el cual se artícula esta concepción del Estado es el del
reconocimiento de los derechos y libertades. Dice, con razón, E. Díaz: “Puede muy bien
afirmarse que el objetivo de todo Estado de Derecho y de sus instituciones básicas ... se centra
en la pretensión de lograr una suficiente garantía y seguridad para los llamados derechos
fundamentales de la persona humana”. Sobre ellos se construye el mismo Estado de Derecho
como forma de organización política que se opone el régimen político anterior a la Revolución
francesa. Lo que lo caracteriza frente a los Estados autoritarios de otras épocas es,
precisamente, la garantía y protección de los derechos del hombre y su positivación en textos
constitucionales en los que se estipula también los procedimientos de protección y los
mecanismos de materialización.
En un primer momento, el Estado de Derecho como categoría política se encarna, en
primer lugar, en el Estado liberal. En efecto, el carácter individualista de la filosofía que
inicialmente apoya los movimientos políticos del XVIII y que también se va a encarnar en la
teoría económica liberal que desarrolla el capitalismo marcará de forma indeleble la realización
del Estado liberal de Derecho durante el siglo XIX. Primero de todo, porque los derechos
protegidos serán aquéllos que claramente se inspiran en esa ideología individualista de claro
corte iusnaturalista. Serán los “derechos naturales” defendidos por la Escuela de Derecho
natural racionalista y que no son sino los reivindicados por la burguesía como clase social en
alza: es decir, los relacionados con la seguridad, la libertad y la propiedad individual, y el
derecho a la vida, tal y como aparecen reflejados en los tratados filosóficos y, después, en las
primeras Declaraciones de derechos del hombre. Son derechos llamados de la primera
generación y que, por su inspiración individualista, tienen como titular al hombre como sujeto
de derechos. Por su contenido y objeto, son también conocidos como derechos civiles y
políticos porque, haciendo referencia a los principios ya señalados, el derecho a la vida y a la
integridad física y moral de la persona, libertad religiosa, libertad de pensamiento, libertad de
expresión y el derecho a la información, libertad de reunión y de asociación, derecho de
propiedad, derecho a participar en la vida política y el derecho de resistencia a la autoridad.
14
Sirva también esta referencia como un homenaje a la enorme estima académica y personal que le tengo.
Este numeroso conjunto de derechos y libertades tienen como objetivo el establecer
límites a la actuación del Estado. Son derechos-límite porque buscan evitar la injerencia del
poder, establecer barreras a la actuación del Estado que no se entrometa en la esfera de
dominio del individuo. Por eso, con razón, son derechos que caen y expresan el concepto de
“libertad negativa” tal y como la definió I. Berlin. Libertad como ausencia de coacción;
libertad que implica la inexistencia de dominio de unos sobre otros, del ejercicio de un poder
que constriña. No es de extrañar que, a la vista de estas concepciones, el Estado liberal de
Derecho sea un Estado construido desde la negatividad. De esta forma, el Estado debe ser un
Estado absentista; un Estado que no actúe. Su pasividad es la garantía de que los individuos
puedan disfrutar de sus derechos y libertades. Al no poder actuar no interferirá en las esferas
de dominio de los sujetos. Su función primordial será evitar que terceros se entrometan en los
ámbitos delimitados por nuestros derechos y libertades. Por ello, el Estado liberal se configura
como Estado policía, como Estado guardián, cuya función se reduce, por un lado, a establecer
las reglas básicas que deben regir las relaciones entre particulares y, por otro, a regular las
normas coaccionadoras que deben reprimir las acciones de quienes violan los derechos de
otros.
Son bien conocidos los hechos que determinaron la articulación y evolución del Estado
liberal de Derecho, así como las fuerzas e ideas que posibilitaron su transformación ulterior. La
instauración del Estado liberal de Derecho pronto puso de relieve las insuficiencias de los
presupuestos teóricos sobre que se asienta. Principalmente, el sustrato individualista y el perfil
pasivo, neutral y absentista del Estado. Las falacias de un Estado policía, en suma. En efecto,
la realidad mostró que esos derechos del hombre en absoluto se predicaban de todos los
individuos, tal y como se había anunciado en las declaraciones, sino que tan sólo algunos, los
que poseían propiedades, podían disfrutar de esos bienes y, además, de un estatuto de
derechos y libertades. Se descubrió que el nuevo estado de cosas que había suplantado a los
antiguos regímenes autoritarios, en lugar de hacer a los hombres libres e iguales, había
instaurado un sistema de opresión y esclavitud tan cruel o más que el anterior. Se descubrió,
en definitiva, que el Estado liberal se había limitado a un reconocimiento meramente formal de
los derechos del hombre sin preocuparse por las realidades concretas que rodean cada vida
individual. La historia del siglo XIX es la historia de las reivindicaciones y de los movimientos
contrarios a esta situación. Es la historia de los más desfavorecidos en lucha por un sistema
político realmente igual para todos que garantice la libertad individual.
El resultado de esa evolución fue la transformación del estado de cosas existentes en un
proceso que, tras pasar por la experiencia de los regímenes totalitarios que intentaron una
fórmula de supervivencia de las viejas estructuras capitalistas y tras pasar por los horrores de
una Guerra Mundial, concluyó en un suceso de suma importancia para el siglo XX: el paso del
Estado liberal de Derecho al Estado social de Derecho. El Estado social de Derecho, en
realidad, se construye como una avance respecto al Estado liberal y, al mismo tiempo, como
un compromiso entre los sectores y las fuerzas que habían combatido anteriormente. Así, de
hecho, se concibe “como una fórmula que, a través de una revisión y reajuste del sistema, evite
los defectos del Estado abstencionista liberal, y sobre todo del individualismo que le servía de
base, postulando planteamiento de carácter social” (E. Díaz 1986, 83). Por supuesto, el nuevo
Estado se incluye en la categoría de Estado de Derecho, es decir, de estructura política
sometida a la ley. Y, por ello mismo, su configuración final sigue girando también en torno a
los derechos del hombre.
No obstante, los cambios que se producen respecto al viejo Estado liberal son bastante
profundos. El Estado social ya no es un Estado pasivo, absentista o policía, sino que se va a
convertir en un Estado activo que actúa decisivamente en la vida social y económica con la
intención no sólo de canalizar la dirección de la misma, sino también de impulsarla en uno u
otro sentido. El Estado, la Administración toma parte activa como uno más -a veces, uno más
muy privilegiado- en los flujos y movimientos que desarrollan la marcha de la sociedad.
Prácticamente, el único y central objetivo de estas actuaciones consiste en el logro de lo que
Forsthoff, uno de sus promotores más relevantes, llamó la “procura asistencial”, es decir, el
logro de unas iguales condiciones materiales de vida para todos los ciudadanos. Se entendía
que el mero reconocimiento formal de los derechos civiles y políticos no garantizaba la
igualdad de todos los ciudadanos si existían, por otro lado, desigualdades de riqueza y de
oportunidades15
. Por ello, se trata de conferir a la vieja defensa de los derechos una versión
más material y real que, de verdad, promueva la igualdad y libertad de todos. El Estado y la
Administración serán, a partir de ahora -sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial-,
los actores que deban realizar tal misión.
Así, la pasividad del Estado deja paso un Estado polivalente que, en unas ocasiones,
promociona ciertas conductas beneficiosas, en otras, distribuye bienes y recursos socialmente
considerados entre los ciudadanos o remueve obstáculos que dificultan la situación deseada.
La “justicia social” es el principio rector de todas estas actuaciones. En verdad, han sido
suficientemente estudiadas las implicaciones que el dominio de la justicia social ha supuesto a
la nueva modalidad del Estado que, bajo su égida, se convierte, al menos, en “Estado
distribuidor”, es decir, en un Estado que asume funciones antaño realizadas por la empresa
privada y que redistribuye la riqueza a través de diversas fórmulas prestacionales, y en “Estado
manager”, según la conocida tesis de García Pelayo (García Pelayo 1991, 30-35), y con la que
indica que, entre sus objetivos, no está sólo el de distribuir bienes, sino también el de
reproducir el sistema mismo, esto es, las condiciones de su pervivencia, “lo que conlleva su
responsabilidad por la dirección general del proceso económico, dentro del marco de una
economía de mercado, que el mismo Estado contribuye a regular estructural y
coyunturalmente” (35).
Los derechos del hombre siguen teniendo un papel medular en el Estado social de
Derecho, pero, dado su carácter corrector de las insuficiencias del Estado liberal de Derecho,
son los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos de segunda generación, los
que ocupan un puesto privilegiado, pues se considera que materializan los ideales de justicia
social. Por supuesto, los derechos civiles y políticos siguen teniendo un papel destacado en las
cartas de derechos y, de hecho, son el puntal de la estructura política y jurídica del Estado
social. El cambio cala en el fondo de la naturaleza de los derechos, pues supone superar el
viejo concepto de libertad negativa, es decir, de límites al poder político, para convertirse en
motivos de exigencias para que el Estado actúe. Como dice Pérez Luño: “Por tanto, el papel
de los derechos fundamentales deja de ser el de meros límites a la actuación estatal para
transformarse en instrumentos jurídicos de control de su actividad positiva, que debe estar
orientada a posibilitar la participación de los individuos y los grupos en el ejercicio del poder.
Lo que trae como consecuencia la necesidad de incluir en el sistema de los derechos
fundamentales no sólo a las libertades clásicas, sino también a los derechos económicos,
sociales y culturales como categorías accionables y no como meros postulados programáticos”
(Pérez Luño 1991a, 228). Dentro de esta categoría se incluyen derechos cuyo objeto es el
trabajo, la vivienda, la educación, cultura, seguridad social, disfrute de prestaciones públicas y
de unas condiciones mínimas de vida.
Ha habido quienes, a la vista de los posibles excesos que pudieran derivarse de un
descontrol de las actuaciones del Estado social de Derecho, ha propuesto añadir el calificativo
de “democrático” como modelo que supere esas insuficiencias. Ya el pensamiento liberal, de la
mano de Hayek, denunció reiteradamente que el exceso de actuaciones de la Administración
bajo el Estado social de Derecho podía conducir a un debilitamiento de la sociedad civil y,
sobre todo, a un régimen autoritario. Sobre todo, esto último ante los continuos
requerimientos de los ciudadanos para que actúe. Finalmente, la propia gestión se autonomiza,
formaliza sus proyectos que conllevan, en muchas ocasiones, que la Administración se
entrometa en la vida de las personas. Estas y otras consecuencias son ampliamente analizadas
por la teoría neoliberal en contra del Estado social. Frente a esto y como fórmula de
superación, algunos teóricos (E. Díaz y Pérez Luño) proponen establecer un Estado
15
E. Forsthoff, “Concepto y esencia del Estado social” en W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring (1986),
democrático de Derecho “tendente a potenciar la virtualidad del principio democrático en el
seno del Estado social” (Pérez Luño 1991a, 229). En realidad, se trata de conjugar los
principios democráticos con los postulados básicos del Estado social de Derecho y no tanto la
defensa de una alternativa que obvie a éste. Por eso, esta postura teórica, que ha tenido su
plasmación en textos constitucionales como el español, es defendida, sobre todo, por
defensores de la socialdemocracia en contra de las posiciones conservadoras que, siguiendo a
Hayek, pretenden el desmantelamiento de los programas de asistencia social y de promoción
del bienestar propios del Estado social.
Desde la óptica de los derechos, el debate actual sobre el Estado social no carece de
importancia. Pues, el punto de mira de quienes disparan contra esta forma de Estado no es
otro que los derechos sociales. Esto es precisamente lo que, a estas alturas del siglo XX, está
en juego: si el Estado, la Administración debe potenciar programas de asistencia y bienestar
social o si, por el contrario, debe recluirse en el ejercicio de las funciones del viejo Estado
liberal decimonónico. Esto es, si las cartas de derechos fundamentales deben ceñirse sólo a los
derechos civiles y políticos o debe recoger a los derechos sociales, económicos y culturales en
condiciones de igualdad. Pues bien, a la vista de los debates teóricos suscitados desde la
primera crisis económica en el año 1973 que anunciaba el hundimiento del Estado social de
Derecho y de la experiencia política de gobernantes conservadores y neoliberales -Reagan en
EEUU y Thatcher en Gran Bretaña, Kohl en Alemania, Chirac en Francia y Aznar en España-
cabe afirmar, con todos los matices que sean necesarios hacer posteriormente, que la
pragmática política ha ido por derroteros previamente no allanados. En efecto, frente a las
voces que preveían el desmantelamiento de los programas del bienestar y el retroceso al
capitalismo anárquico y salvaje del XIX, la experiencia política muestra que, cuando han
alcanzado el poder, el Estado social sólo ha sido “tocado” tangencialmente por los partidos no
socialdemócratas. Lo que, por otra parte, no debe ser considerado como un mérito pues los
problemas no por ello se han resuelto. En realidad, lo que se ha demostrado es que C. Offe
tenía razón cuando afirmaba que el Estado del Bienestar es irreversible en aquellos sitios
donde se ha implantado una estructura y unas prácticas políticas de bienestar social, pues ello
supondría la abolición de la democracia política, del sistema de partidos y de los sindicatos. No
hay movimiento político por muy populista que sea, incluso de derechas, que se atreva a
eliminarlos pues, a la larga, la supresión de las políticas de bienestar, sobre todo, afectaría a
sus votantes, es decir, a la clase media, por lo que perjudicaría directamente a las posiciones
sociales y la riqueza de sus votantes y, por tanto, su reelección correría un serio riesgo. Por lo
demás, esta circunstancia no es óbice para que, aquí o allá, se efectúen ciertos retoques a los
pp. 69-106.
derechos sociales, aunque los problemas estructurales del Estado social seguirán perdurando
en muchos casos como una losa. No obstante, sí interesa reafirmar, después de todo, que “la
concepción de los derechos fundamentales determina la propia significación del poder público,
al existir una íntima relación entre el papel asignado a tales derechos y el modo de organizar y
ejercer las funciones estatales” (Pérez Luño 1988, 20)16
.
1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad.
Los derechos del hombre han cumplido y, especialmente en el momento actual,
cumplen un papel de primer orden en la legitimidad del Estado de Derecho. La cuestión de la
legitimidad no es en absoluto una cuestión baladí y, de hecho, en los últimos tiempos, son
multitud las páginas dedicadas a la tan cacareada y manida “crisis de legitimación”. En efecto,
es ampliamente extendida la opinión de que el Estado social de Derecho adolece de falta de
legitimidad, es un Estado ilegítimo, sin fundamento moral, en definitiva, que se encuentra en
un callejón sin salida ante la apatía generalizada de sus súbditos. En otras palabras, que carece
de capacidad para atraer a sus ciudadanos. Y la cuestión tiene su enjundia a pesar de que, en el
transcurso del debate sobre dicha crisis, el Estado todavía perviva renqueando y aunque cada
vez sea más evidente la escisión entre gobernantes y gobernados. Con ello, se trata de
reafirmar la necesidad de fundamentar, de dar razones en favor de la legitimidad del Estado
social de Derecho y de no dejar su justificación únicamente a la eficacia o ineficacia de las
actuaciones estatales. Es, en este punto, que el reconocimiento de los derechos del hombre
cumplen una importante función en la legitimidad del Estado social de Derecho, especialmente,
si se produce la extensión de la protección y de la aplicación de los mismos hasta abarcar los
derechos sociales.
La cuestión acerca de la legitimidad del Estado en el momento actual con sus
consiguientes disquisiciones conceptuales ha sido ampliamente tratada por la filosofía jurídica
y social y no es éste el lugar para comentar o desarrollar algunas de las aportaciones habidas.
Tan sólo recordar algunos conceptos e ideas útiles para la comprensión de los derechos del
hombre en el panorama actual. Cuando se habla de “legitimidad”, suele hacerse referencia con
dicho término a que un estado de cosas, una situación o una acción está convenientemente
justificada ante los ojos de quien se interroga sobre tal particular. Legitimidad, por tanto, es lo
mismo que justificación o fundamentación. Que un Estado o una norma del Derecho sea
legítima quiere decir que está justificada o fundada de alguna manera. Precisamente, porque la
16
Sobre la polémica en torno al Estado social, vid. Martínez de Pisón (1994b y 1996).
palabra legitimidad tiene este significado, el modo de justificar una opinión, una acción o una
institución -incluyendo al Estado-, comúnmente, se realiza a través de la correcta formulación
de argumentos. Fundamentar es argumentar, dar razones en favor de la opinión mantenida.
Más concretamente, se dice que un Estado es legítimo cuando está justificado en base a
razones de carácter moral o ético, por referencia a determinados principios. El que la
justificación del Estado sea ética, cobra una especial importancia por cuanto fortalecerá la
percepción general entre los ciudadanos de que es un Estado sólidamente asentado (E. Díaz
1990, 17 y ss.; 1984, 21 y ss.).
Legitimidad se diferencia de “legitimación”. Son conceptos distintos y, al mismo
tiempo, estrechamente conectados. Con legitimación se hace referencia a la real “adhesión” de
los ciudadanos respecto al Estado. Mientras que con legitimidad nos ubicamos en un plano
teórico en el que discutir argumentos sobre la justificación del Estado, con el término
legitimación nos situamos en un plano fáctico que muestra la confianza de los ciudadanos hacia
los gobernante, en un plano real en el que se plasma su grado de adhesión hacia las medidas
políticas. Por eso, la legitimación está muy vinculada a la obediencia o desobediencia al
Derecho. Por supuesto, la mayor o menor adhesión de los ciudadanos al Estado puede
depender de, a sus ojos, una correcta o incorrecta justificación. En este punto, es donde se da
una confluencia entre legitimidad y legitimación. Esta es importante para los Estados porque
éste espera que sus súbditos le obedezcan y, para ello, busca una legitimidad convincente que
haga pensar a éstos que merece la pena obedecer a los gobernantes por razones éticos y no por
razones prudenciales, es decir, por la capacidad del Estado para imponerse por la fuerza.
Siempre es preferible la fuerza de los argumentos y de la confianza del ciudadano en el sistema
a la fuerza de la coacción y de los aparatos coercitivos.
Ahora bien, ¿son los derechos humanos o derechos del hombre un posible argumento
que aumente o disminuya la legitimidad del Estado? ¿Sirven, en suma, para legitimarlo? La
respuesta a estas preguntas no puede ser otra que afirmativa. Los derechos humanos no son
sino expresión codificada o positivada, en su caso, de valores como libertad, igualdad,
dignidad, etc. que constituyen poderosos argumentos a favor de las instituciones cuando éstas
inspiran en ellos su estructura y sus actuaciones. Los derechos humanos no son sino producto
de conquistas históricas en momentos determinados que materializan dichos conceptos éticos.
En esta medida, si la legitimidad del Estado deriva de una justificación adecuada basada en
argumentos y valores éticos, no cabe duda que esa justificación y, por tanto, la legitimidad
misma aumentará cuanto más se emplee los derechos del hombre como fundamento.
Precisamente, estos derechos como conquista histórica representan la diferencia notable
respecto al Antiguo Régimen. Hasta tal punto es así que, en el momento presente, no hay texto
constitucional que no contemple en su articulado un estatuto de derechos y libertades de los
ciudadanos. Los derechos fundamentales de las Constituciones actuales no son sino la materia
positivada de esos ambiguos derechos del hombre. Son estos derechos positivados,
juridificados. La legitimidad de un régimen político depende precisamente de esta realidad.
Incluso, también de que sus actuaciones no sean contrarias a lo que la comunidad internacional
entiende por derechos humanos y, en este sentido, la Declaración Universal de Derechos
adquiere una considerable importancia. En efecto, en la actualidad, los Estados y sus
gobernantes, incluso, los autoritarios o dictadores, no aceptan de buen grado que sean
estigmatizados por violar los derechos humanos. Por ello, se han convertido en un parámetro
en las relaciones internacionales. Como se ha afirmado, hoy “el respeto a los derechos
humanos se convierte, aunque sólo sea a ese nivel teórico-ideológico en criterio legitimador
del poder político” (E. Díaz 1977, 126).
Afirmado, pues, que los derechos del hombre son un elemento necesario en la
legitimidad del Estado y, en particular, de las diferentes modalidades de Estado de Derecho,
surgen algunas cuestiones que, aunque sea brevemente, conviene apuntar. ¿Qué tipo de
legitimidad instaura la adopción de los derechos del hombre como criterio justificador del
Estado de Derecho? ¿Qué derechos o conjunto de derechos son los que hacen el papel
legitimador? ¿Algunos en concreto? ¿Todos los imaginables? ¿Algunos pocos, pero
importantes? Por último, ¿su función legitimadora debe reducirse a la consideración de
principios programáticos o, por el contrario, debe exigirse a los poderes públicos su
materialización o, al menos, ciertas dosis de realización?
La respuesta a la primera pregunta es, en mi opinión, que, dado lo que se juega el
Estado, la legitimidad debe ser la más amplia posible. Es decir, aquella que tenga una mayor
capacidad de convencimiento, aquella cuya justificación pueda ser aceptada por el mayor
número posible de ciudadanos. Por ello, puede decirse que, al margen de las clásicas tipologías
sobre la dominación (Weber), la legitimidad democrática es el tipo de legitimidad que cubre
plenamente las exigencias de los derechos del hombre como criterio ético que fundamente el
Estado de Derecho. La legitimidad basada en los mecanismos democráticos para exponer la
pluralidad ideológica vigente en la sociedades post-industriales y para participar en la vida
pública es la mayor -y, posiblemente, la única- garantía para poder articular un gran consenso
social que fundamente al Estado y sus actuaciones. Esta forma de legitimidad es, además, una
de las expresiones paradigmáticas de un concepto genuino de la libertad individual. A su vez,
uno de los méritos de este modelo de legitimidad, como ha puesto de manifiesto E. Díaz, es
que incorpora e integra la legitimidad racional-legal, es decir, la legitimidad basada en la
legalidad, basada en criterios formalistas, tal y como ha mantenido el positivismo desde
siempre. Por su parte, dicho profesor saca interesantes implicaciones de esta tesis (E. Díaz
1984, 56).
¿Qué derechos del hombre deben incorporarse al sistema de legitimidad del Estado de
Derecho? Esta no es una respuesta pacífica para los autores. De hecho, depende del modelo de
Estado que se pretenda justificas. El Estado liberal de Derecho no pasó de un reconocimiento
formal de los derechos y sólo incluyo en sus regulaciones y entre los criterios de legitimidad
los derechos civiles y políticos. Esto fue así por el carácter individualista de sus presupuestos.
Interesa, aunque solamente sea en el plano general y formal de los textos jurídicos, la
positivación del principio de la personalidad y de la dignidad humana, de la libertad individual,
de la libertad para expresar sus opiniones, para asociarse, para ejercer un culto de acuerdo con
sus creencias, etc. El Estado social de Derecho incorpora al estatuto de derechos, además, a
los derechos sociales como una condición para superar el mero plano formal y se pretende que
el ejercicio de la libertad no esté determinado por las desigualdades sociales. Precisamente, el
debate en este final de siglo es, como ya apunté antes, si deben o no reducirse los derechos
sociales ante la situación de crisis fiscal del Estado. No obstante, en mi opinión, no puede
obviarse una concepción global de los derechos que muestre la interrelación existente entre
ambas categorías de derechos y que el pleno ejercicio de unos exige la realización de los otros.
Por último, ¿los derechos humanos deben reducirse a meros principios programáticos
para cumplir satisfactoriamente su función legitimadora? En principio, con el mero
reconocimiento jurídico de los derechos parece que se satisface los objetivos mínimos de
legitimidad. Ahora bien, si realmente se postula una legitimidad democrática con todas sus
consecuencias, ésta parece exigir que la positivación de los derechos no se quede únicamente
en una declaración de principios. El propio sistema democrático y sus instituciones tendrá
mayor credibilidad cuanta mayor sea la eficacia de los derechos. Aún más, si, además de
legitimidad, es decir, justificación ética del Estado, se pretende obtener altas cotas de adhesión
de los ciudadanos, es decir, legitimación, ésta será mayor cuanto mayor sea el convencimiento
de los ciudadanos de que se está llevando a la práctica el sistema de derechos.
1.3.- Los derechos en un mundo globalizado.
Desde las primeras formulaciones y declaraciones sobre los derechos del hombre, su
desarrollo y realidad ha variado notablemente. El proceso de internacionalización iniciado con
la Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948 ha supuesto una importante
transformación en el problema de su reconocimiento, pues dejó de ser una cuestión nacional
para tener, a partir de entonces, un protagonismo muy especial en el panorama internacional.
En efecto, el respeto de los derechos humanos ha dejado de ser meramente una cuestión
interna de cada país para ser objeto de la atención internacional hasta el punto de que, según
los casos, los Estados toleran, aunque sea a regañadientes, verdaderas intromisiones en los
asuntos internos cuando lo que se comprueba es la situación concreta de los derechos de los
ciudadanos. Son ingentes los informes elaborados anualmente por comisiones internacionales,
Estados o, incluso, organizaciones no gubernamentales que analizan meticulosamente esta
cuestión y a ningún gobernante le gusta que se ponga en evidencia los problemas internos
existentes, ni menos todavía que le acusen de la violación de derechos humanos. Sin duda, éste
ha sido un paso capital en la gestación de una conciencia global sensible a los derechos.
Pero, además, el hecho que los derechos humanos ocupen un puesto relevante en la
esfera internacional tiene una implicación que no se puede obviar. Y es que, una vez que los
derechos han sido recogidos en textos internacionales, su aplicación, su eficacia está
estrechamente ligada a los movimientos y procesos que se produzcan en dicho ámbito, lo que,
en verdad, tiene consecuencias para los mismos que no siempre se han sabido apreciar
correctamente. En verdad, culminado el momento de su reconocimiento y de su
internacionalización, la fortuna de los derechos humanos está condicionada por
acontecimientos más generales que afectan al planeta. Particularmente, este influjo es
determinante a partir los cambios acaecidos con el fin de la Guerra Fría y de la política de
bloques, acontecimientos coincidentes que han supuesto el inicio de otra fase en las relaciones
internacionales -especialmente, económicas-, que, quizá de una forma impropia, se le conoce
como “globalización”, término con el que se hace referencia al proceso de integración de los
mercados en el ámbito mundial: esto es, al proceso al que se ven sometidas las economías
nacionales al incorporarse sin trabas a la economía mundial.
En realidad, las economías nacionales hacía tiempo -sobre todo desde la Segunda
Guerra Mundial- que estaban ya interrelacionadas, pero la estructura de los negocios y las
transacciones estaban todavía organizadas por bloques -zona del franco, de la libra, etc.- y de
acuerdo a un sistema de pactos y negociaciones que establecía tanto relaciones comerciales
preferenciales como aumentaba o disminuía los derechos de aduanas entre las naciones17
. Las
sucesivas disminuciones de estos, el aumento de los intercambios y la intensificación del
17
Vid. el libro de L. Emmerij (1993). También el artículo de P. González Casanova (1996, pp. 39 y ss. y 85 y
ss. En particular, éste ha desarrollado un interesante estudio de la evolución de las relaciones económicas desde
la transnacionalización a la globalización y cómo este proceso ha conducido al establecimiento de una nueva
colonización económica que no es sino el trasunto del sistema de explotación consagrado en todo el planeta.
Asimismo, trata los efectos que estos procesos han infligido en la soberanía estatal.
volumen del comercio internacional fue poco a poco cambiando ese estado de cosas. Sobre
todo, fue determinante el crecimiento de los flujos monetarios internacionales, el
desplazamiento vertiginoso de capitales y la incapacidad de las autoridades por controlarlo,
especialmente cuando afectaba a compra-venta de acciones, operaciones con empresas, OPAs.
En la actualidad, ha crecido la sensación de que las grandes decisiones sobre el comercio, las
marcas, los gustos exceden del poder de decisión de los consumidores y que escapa al control
de los gobernantes. Y que las políticas empresariales de marketing son más importantes que
otros valores de antaño y, por supuesto, que otras preocupaciones como el medio ambiente, la
salud, la paz, el uso de la tecnología y otros similares. Tampoco es despreciable en este
proceso la gran revolución tecnológica de finales de siglo que ha tenido y tiene una especial
incidencia en el mundo de las comunicaciones, el cual ha sido el cauce de importantes
transformaciones medulares en el proceso que estamos revisando. Es más, sin los profundos
cambios en comunicaciones y sin la revolución informática lo que se conoce como
globalización no hubiera alcanzado las cotas ni la influencia que tiene en el momento presente.
Junto a ello, las nuevas relaciones económicas, apoyadas en la mencionada revolución
tecnológica promovida por los avances informáticos, han fomentado la facilidad para el
movimiento y el desarrollo de flujos de hombres, capital y mercancías. Estos -especialmente,
los capitales-, se pueden trasladar de una a otra parte del planeta con una rapidez inimaginable
pocos años antes saltándose cualquier obstáculo o frontera nacional. En esta tesitura, los
Estados no están ni competencial ni técnicamente preparados para esta nueva situación lo que,
a la postre, ha conducido a una merma de su autoridad. En efecto, ante esta situación, los
Estados tienen muchas dificultades para materializar en resultados concretos sus elaborados
planes económicos, sus políticas presupuestarias, pues los factores clave gozan de una libertad
de movimientos poco usual hasta la fecha que les permite eludir sin problemas los controles
estatales. Lo mismo se producen potentes flujos económicos sobre ciertos sectores de la
producción, como ejercen fuertes presiones sobre una moneda nacional o se fomenta el
contrabando generalizado. La alta tecnología en informática y comunicaciones ha facilitado
todos estos procesos: “no sólo la mayor movilidad de los factores de la producción sino la
conformación de una suerte de cultura masiva común de la cual hace parte la evidente
estandarización de las normas de consumo y la homogeneización de los principios
tecnológicos” (H. L. Moncayo 1996, 15). La mundialización de la economía está suponiendo,
de hecho, un ataque más a la soberanía estatal. Todo ello ha generado un cierto grado de
confusión sobre los nuevos fenómenos de las relaciones económicas internacionales, lo que se
traduce en lo que se conoce como “globalización”.
Pero, la globalización también ha venido acompañada con una fuerte tendencia a la
regionalización, es decir, a la formación de bloques regionales homogéneos en los cuales, en su
interior, se ha liberalizado la economía y el comercio, pero, a su vez, se encuentran protegidos
respecto a los flujos que provengan del exterior. De esta forma, los países que componen cada
bloque -Unión Europea y los viejos países del Este, el bloque americano, asiático- gozan de
ventajas en el comercio e, incluso, en el movimientos de capitales y personas cuando se
efectúan con países del mismo bloque mientras que levantan barreras aduaneras respecto a los
demás. Ahora bien, aunque pudiera parecer que esta tendencia obstaculiza el fenómeno
globalizador, más bien, ha acentuado la integración entre los Estados al fomentar el
establecimientos de nuevas relaciones económicas (Emmerij, 1993). Por un lado, ha
incorporado nuevos Estados a la economía mundial -países del Este, Asia, Africa- que, de otra
manera, quedarían al margen; por otro, se han abierto nuevas posibilidades a las relaciones
comerciales e, incluso, de cooperación tecnológica. Precisamente, este doble acoplamiento -de
los países en bloques económicos y de éstos entre sí- es el que ha acelerado el fenómeno
globalizador al permitir la total integración de las economías nacionales. El problema estriba
para aquéllos que no lo han intentado o han fracasado en el intento. Quien queda fuera de estas
estrategias, ya sea por carecer de materias primas, de interés económico o por no poder
engancharse, queda automáticamente marginado de cualquier flujo económico y condenado al
ostracismo.
Todavía más. Paralelamente a este proceso globalizador se ha producido también un
fenómeno paradójico y preocupante: el de la balcanización o fragmentación social y cultural
del mundo. En efecto, por un lado, las decisiones económicas y políticas a nivel planetario se
toman cada vez más de acuerdo a unos pocos intereses políticos y comerciales, normalmente,
privados y, por otro, paradójicamente, ante el debilitamiento del Estado nacional, son cada día
más habituales las manifestaciones violentas de nacionalismo, xenofobia y racismo, y de
fundamentalismo religioso como así lo prueban acontecimientos de la reciente historia
europea, como atestigua la experiencia yugoeslava. Difícilmente puede separarse la aparición
repentina de estos fenómenos de la desterritorialización de la toma de decisiones sobre
importantes medidas económicas y del ataque al Estado y a la soberanía nacional. Este tipo de
manifestaciones son, en realidad, el contrapunto a los procesos de progresiva integración de la
economía mundial (Faria 1996, 25; J. de Lucas 1996b, 19).
Pues bien, la globalización o, mejor, la internacionalización de las economías nacionales
y la uniformidad cultural evidente en todo el planeta son, ahora, un factor de primer orden en
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Derechos humanos

  • 2. DERECHOS HUMANOS. Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad. José Martínez de Pisón
  • 3. III DERECHOS HUMANOS. Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad. Una precisión y otras aclaraciones. 1.- Plan del libro. 2.- Sobre el concepto de derechos humanos. 3.- Derechos humanos, derechos del hombre y derechos fundamentales. 1.- El tiempo de los derechos. 1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy. 1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática. 1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho. 1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad. 1.3.- Los derechos en un mundo globalizado.. 1.4.- Controversias sobre los derechos humanos. 1.5.- Los derechos humanos, ¿una nueva ética social para el siglo XXI? 2.- Origen histórico y primeras formulaciones de los derechos humanos. 2.1.- Origen de los derechos humanos. 2.1.1.- Los derechos en la escuela de Derecho natural racionalista: H. Grocio y S. Pufendorf. 2.1.2.- La teoría de los derechos naturales de J. Locke. 2.1.3.- J. J. Rousseau: desigualdad, contrato social y voluntad general. 2.1.4.- I. Kant y los derechos naturales. 2.2.- Las Declaraciones de derechos y libertades. 2.2.1.- La experiencia histórica de la positivación de los derechos. 2.2.2.- La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: 2.2.2.1.- Los hechos de la Declaración y su repercusión posterior. 2.2.2.2.- Los derechos naturales según la Declaración de 1789. 2.3.-La negación de los derechos. 2.3.1.- De Hume a Bentham. 2.3.2.- Hegel y Marx.
  • 4. IV 3.- Sobre el fundamento de los derechos humanos. 3.1.- Sobre la fundamentación de los derechos. 3.1.1.- Cuestiones previas. 3.1.2.- El viejo debate entre iusnaturalismo y positivismo. 3.2.- Fundamentación liberal de los derechos. 3.2.1.- La complejidad de la teoría liberal. 3.2.2.- La postura neoliberal o libertaria y los derechos humanos: F. Hayek y R. Nozick. 3.2.3.- Igualitarismo y derechos humanos: J. Rawls y R. Dworkin. 3.2.4.- La sesgada fundamentación liberal de los derechos. Los derechos sociales. 3.3.- Fundamentación consensual de los derechos. 3.4.- La raíz moral de los derechos. 3.4.1.- El constructivismo de C. S. Nino. 3.4.2.- La fundamentación ética de los derechos. 3.4.3.- La renovación iusnaturalista de J. Finnis. 3.5.-Teoría de las necesidades y derechos humanos. 3.6.- Elementos para un debate sobre la fundamentación de los derechos. 4.- Las generaciones de derechos. 4.1.- Sobre las clasificaciones de los derechos. 4.2.- Las generaciones de los derechos. 4.3.- Derechos civiles y políticos o derechos de la primera generación. 4.3.1.- Los derechos civiles y políticos y el estado liberal garantista. 4.3.2.- Rasgos de los derechos civiles y políticos. 4.4.- Derechos económicos, sociales y culturales o derechos de la segunda generación. 4.4.1.- Realidad y transformación del Estado liberal: el Estado social. 4.4.2.- Rasgos de los derechos sociales. 4.4.3.- El problema de la fundamentación de los derechos sociales: 4.4.3.1.- Neoliberalismo y Estado social. 4.4.3.2.- La crítica neoliberal a los derechos sociales.
  • 5. V 4.4.3.3.- Un intento de fundamentación de los derechos sociales como derechos del hombre: las necesidades sociales. 4.5.- Los derechos de la tercera generación: 4.5.1.- Los derechos de la tercera generación: las nuevas realidades y los derechos. 4.5.2.- Perfiles y problemas de justificación de los derechos de la tercera generación. 4.5.3.- Algunos derechos de la tercera generación. 5.- Retórica y realidad: universalización y realización de los derechos 5.1.- Internacionalización de los derechos humanos: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 5.1.1.- El origen de la Declaración Universal de 1948. 5.1.2.- El contenido de la Declaración Universal de 1948. 5.1.3.- De la internacionalización a la regionalización de los derechos. 5.2.- Promoción de los derechos humanos. 5.2.1.- Protección y garantía de los derechos. 5.2.2.- La realización de los derechos. 5.3.- Violaciones de los derechos. Los derechos humanos en el umbral del siglo XXI. 1.- Nuevas tendencias, nuevos retos. 2.- Hacia una reconceptualización de los derechos Bibliografía citada.
  • 6.
  • 7. Una precisión y otras aclaraciones. 1.- Plan del libro. Este libro versa sobre una materia acerca de la cual el que subscribe siempre mantuvo una actitud algo escéptica: los derechos humanos o derechos del hombre. El paso del tiempo y un cercano estudio de algunas cuestiones de la Filosofía política me hicieron, paulatinamente, cambiar de opinión. Especialmente, a partir del convencimiento del papel de los derechos del hombre en la historia de la humanidad y, sobre todo, tras calibrar su potencial transformador de la realidad social, creo, todavía no agotado. Es más, a estas alturas del siglo, avistándose ya el venidero, no es exagerado apuntar que el capital utópico de los derechos del hombre puede cambiar todavía muchas cosas en las relaciones internacionales. El tarro de las esencias abierto con tales derechos será difícil de cerrar y es previsible que las masas de habitantes de las amplias zonas del planeta marginadas de la política y decisiones internacionales y del disfrute de ciertas cotas de libertad y bienestar se resistan en el futuro a continuar en esta situación, incluso aunque se encuentren en áreas culturales lejanas de nuestros principios occidentales. Sobre estas cosas y alguna más tratan las páginas que vienen a continuación. Muchas de ellas responden a ciertas manías personales unidas a las rarezas de todo profesor. Empecé su elaboración al hilo de una asignatura de “Derechos Humanos” que he impartido en la Universidad de La Rioja el curso 1996/97. Al final, lo que inicié con un objetivo fijo, se escapó de mis manos cobrándo vida propia de forma que acabó por empujarme a elaborar y concluir un texto que, en algunos puntos, se sale de lo normal. Lo empecé como una recopilación de ideas que exponía en clase de acuerdo a un guión, pero, por la bibliografía utilizada y por los temas tratados, creo que excede de ese designio inicial. No hay más que ver su esquema básico para percatarse de lo que quiero decir. El capítulo primero pretende ser no sólo una aproximación inicial al objeto del estudio, los derechos del hombre, sino que, además, en él se esquematizan ya muchas de las ideas y temas que luego están presentes en el resto de la obra: las declaraciones de derechos, su conexión con el Estado de Derecho y su legitimidad, el impacto de la globalización en su realización, etc. El capítulo segundo refleja mi interés por recrear la historia tanto del pensamiento que dió lugar a las primeras teorías sobre los derechos -también las de sus críticos-, como de los acontecimientos que, finalmente, los materializaron, especialmente la Revolución francesa y su Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, ya olvidada tras la reciente conmemoración de su segundo centenario. Como no podía ser menos para un filósofo del Derecho, el capítulo tercero sobre la fundamentación está
  • 8. hecho con especial cuidado, aunque ésta sea una de las materias condenadas al fracaso. Se ha intentado dar una visión general del complicado panorama de teorías propuestas. Seguro que más de una se han quedado en el tintero, pero los límites de espacio son los que mandan en ésto. El capítulo cuarto está dedicado a una exposición de las generaciones de los derechos: desde los derechos civiles y políticos, los problemas relativos a los derechos económicos, sociales y culturales hasta el tan traído fenómeno de la inflación de derechos que marca este final de siglo. El capítulo quinto trata de alguna de las paradojas de los derechos: su progresiva universalización y, por contra, su imposible realización. El conflicto, por tanto, entre la retórica de las declaraciones y la realidad de las violaciones y de los incumplimientos. Por último, intento adivinar qué pasará con los derechos en el presente cercano o, por lo menos, cuáles son las tendencias que atraviesan su devenir. Esto último no sé si lo he logrado. 2.- Sobre el concepto de derechos humanos. Pocas cuestiones hay más debatidas en los últimos tiempos que el correcto empleo del término “derechos humanos” y, sin embargo, pocos son, a su vez, más utilizados en el habla normal, en las conversaciones, en los foros y seminarios internacionales con un sentido más preciso. Con toda probabilidad, cualquier ciudadano que vive en sociedades pertenecientes a la tradición cultural occidental sabe perfectamente qué quiere decirse cuando se hace referencia a los derechos humanos. En los foros internacionales, sucede otro tanto cuando se utiliza dicho término o su homónimo inglés, human rights, sin que se suscite un debate sobre su uso o el de otro término -por supuesto, otra cosa bien distinta sucederá sobre su contenido o contenidos, o sobre sus prácticas-. Pues bien, contrasta este aparente consenso sobre el término “derechos humanos” con las discusiones surgidas entre sus estudiosos y teóricos. No hay más que echar un vistazo a las revistas especializadas publicadas desde hace unas décadas y también en la literatura sobre el tema para constatar el total desacuerdo sobre esta cuestión, si bien, todo hay que decir, parece que después de arduos debates parece haberse alcanzado un concenso sobre el uso de dicho término. Sin embargo, el uso generalizado de la expresión “derechos humanos” no es una garantía de la precisión de su significado1 . Son varias la razones que suelen aducirse para ilustrar la ambigüedad de dicho término. Por un lado, razones de tipo histórico que hacen alusión al momento histórico -el siglo XVII y XVIII- y a las circunstancias concretas -resistencia al 1 De hecho, el término “derechos humanos” es relativamente nuevo. Como ha dicho Burns Weston: “The expression ‘human rigths’ is relatively new, having come into everyday parlance only since World War II and the founding of the United Nations in 1945. It replaces the phrase ‘natural rights’, which fell into disfavour in part because the concept of natural law (to which it was intimately linked) had become a matter fo great controversy” (Weston en Steiner y Alston 1996, 167).
  • 9. poder absoluto- que explican el surgimiento de una teoría sobre los derechos, así como el desarrollo de la lucha por su implantación, pues ésta supuso cuanto menos innovaciones importantes y transformaciones en su significado. También se hace referencia a la pluralidad de expresiones que tienen relación con los derechos humanos y que se usan indistintamente en la praxis lingüística (Peces-Barba 1991, 20). Entre otras, expresiones como “derechos del hombre”, “derechos naturales”, “derechos subjetivos”, “derechos morales”, “derechos fundamentales”, “libertades públicas”. Todos estos términos tienen su origen en los primeros momentos de las formulaciones filosóficas y en la práctica política del inicio de la modernidad y están impregnados de los presupuestos individualistas que en ella imperan. Tienen, por tanto, un mismo denominador común de referencia. Pero, la confusión aumenta todavía más si se tiene en cuenta cómo suelen también agruparse los derechos. En efecto, se habla también de derechos civiles, derechos políticos, derechos económicos, sociales y culturales, o sólo derechos sociales. También derechos de libertad, derechos de participación, derechos prestacionales, derechos colectivos, y un largo etcétera. Además, como bien ha señalado el citado autor, el meollo del problema semántico consiste realmente en que con la expresión “derechos humanos” se quieren significar dos cosas radicalmente irreconciliables y esta confusión entre ambos aspectos se encuentra tanto en el habla normal, en lo que entienden los hombres cuando la utilizan habitualmente, como en la discusiones más especializadas (Peces-Barba 1991, 20-21). Y estos dos aspectos son, por un lado, la pretensión moral que subyace en el término de lograr que las personas tengan una vida libre y digna, y, por otro lado, el requerimiento jurídico de que tales pretensiones sean garantizadas y aplicadas. Es decir, se hace alusión a la doble cara de los derechos humanos, a su aspecto moral y a su aspecto jurídico. Confunde aún más el uso del término “derecho”, que claramente alude a la específica normatividad jurídica, como ha estudiado la teoría del Derecho, referido a cuestiones morales. Y ello ocasiona más de un quebradero de cabeza pues “podemos estar refiriéndonos a una pretensión moral, o a un derecho subjetivo protegido por una norma jurídica; pero, en el primer caso, a la pretensión moral se la reviste de los signos de lo jurídico al llamarla ‘derecho” (Ibídem). Esta cuestión conceptual pudiera parecer meramente académica. Y así es en parte, pues sus actores principales son profesores de Universidad que discuten sus diferentes puntos de vista, quedando al margen su uso ordinario en el habla normal y en los foros internacionales. Ahora bien, este hecho no quiere decir que la precisión semántica de dicho concepto sea baladí. En efecto, tras dicha discusión, hay problemas de más calado que tienen que ver con el enfoque con el que se analizan los derechos, pues, como ha afirmado López Calera, el debate
  • 10. terminológico no es tanto un debate conceptual como ideológico2 . Y es que, según el enfoque, se tenderá a postular una visión más moralizante de los derechos humanos o, por el contrario, por un punto de vista más jurídico que considera la protección y amparo que el Derecho confiere a las exigencias que subyacen a los derechos el hombre. Por otra parte, la polémica ha arreciado aún más a causa de la importación, vía C. S. Nino, en la literatura española de la terminología anglosajona de los derechos humanos como “derechos morales” aumentando así la confusión entre los dos aspectos a los que hacía referencia antes El hecho que no sea superficial la polémica sobre “derechos humanos” o “derechos morales” lo muestra la interesante precisión de J. de Lucas, quien, al estudiar algunos equívocos sobre los derechos humanos, apunta que la diferencia entre quienes defienden la postura de los derechos morales y el resto de la literatura científica es una diferencia de gran calado. Pues, los primeros, al tratar el problema del concepto y del fundamento de los derechos humanos, mantienen una solución monista al no distinguir entre ambos y al optar por una misma respuesta a dicho problema. Es decir, que a la pregunta “¿qué significa tener derecho a X?” responden con la noción de “derechos morales” y “casi nunca ofrecen una respuesta en el plano conceptual, sino que las más de las veces formulan propuestas que deberían situarse en el de la justificación, es decir, proporcionan una tesis fundamentadora de los derechos, y no un concepto de derechos en cuanto tal”. Por el contrario, quienes defienden la postura de distinguir uno u otro concepto mantienen una teoría dualista preocupada por dar razones tanto a favor del concepto elegido para denotar a los derechos humanos como también se plantean, en otro plano, el objetivo de fundamentarlos a pesar de todo. Precisamente, esta polaridad entre monistas y dualistas hace que la polémica no sea una mera disputa académica, sino que la misma tenga más enjundia y que haya que resolverla antes de continuar la exposición de otros problemas (J. de Lucas 1992c, 13 y 17)3 . 2.1.2.- Derechos humanos, derechos del hombre, derechos fundamentales. Por lo tanto, diversos son los términos utilizados para referirse a los derechos humanos y diversas han sido las propuestas elaboradas para justificar su significado4 . No obstante, puede decirse que, en la actualidad, existe un consenso bastante generalizado que da primacía a los 2 López Calera señala la perplejidad que le asalta el que “a estas alturas de la historia sigue el debate terminológico, que al final es también conceptual e ideológico. El mismo término ‘derechos humanos’ sigue siendo discutido”. Con una consecuencia: “cada cual tuiliza según su interés ideológico o teorético un término para expresar contenidos éticos y políticos muy diversos y a veces contradictorios”. Y se interroga: “¿Qué clase de realidad es ésta que se escapa a una simple determinación terminológica?” (López Calera 1990, p. 72). 3 Para una explicación más detallada de los problemas de fundamentación relacionados con la cuestión terminológica puede verse el capítulo 3.4. Vid. también Barranco (1996).
  • 11. términos “derechos humanos” o “derechos del hombre” cuando se hace referencia a aquellos derechos que han sido positivados en las declaraciones y convenciones internacionales, pero que no han sido recogidos, positivados o garantizados por el ordenamiento jurídico de un Estado. Para aquellos derechos que aparecen en las Constituciones de cualquier Estado y que, por tanto, se encuentran apoyados por toda la fuerza jurídica de su ordenamiento se utiliza el término “derechos fundamentales” (Pérez Luño 1988, 44). Dentro del concepto de derechos humanos o derechos del hombre se reunirían todo el catálogo de derechos recogidos en las declaraciones, pactos y convenciones internacionales en la medida que representan exigencias morales que se han ido destilando con el paso de los siglos y que reflejan ciertas necesidades de los hombres que hay que cubrir para que lleven una vida digna. Al estar especificados en textos internacionales que comprometen a los Estados, carecerían de las vaguedades e indefiniciones que puede caracterizar a un principio moral. Los textos internacionales son el soporte material de esos derechos y, por tanto, un referente bien explicitado de lo que debe entenderse por cada uno. De hecho, en verdad, no son sino la concreción de esos principios, sólo que gozarían del apoyo de los instrumentos políticos y jurídicos del derecho internacional. Además, serían el resultado del esfuerzo realizado por las naciones para alcanzar un consenso sobre ellos y un compromiso de que deben regir sus relaciones. Por ello, dichos derechos, como afirma Pérez Luño, cumplen una labor descriptiva de los derechos y libertades en la medida que los definen en textos concretos y, además, tienen un claro significado moral al no ser sino la derivación de valores y principios de carácter moral. También es cierto que estos derechos no serían, en sentido estricto, derechos tal y como nos ha enseñado la mentalidad positivista, es decir, que no encajarían en el concepto normativista de derecho al no estar apoyados explícitamente por un ordenamiento jurídico. Por eso, no son estrictamente derechos que un individuo puede ejercer y, en su caso, recabar la protección estatal. Hay quien, en este sentido, los recluye en el conjunto de categorías morales porque no pasan de ser criterios o pautas morales “junto con otros criterios de carácter moral y de otro carácter”. “No son realmente derechos, aunque así se llamen, pues como no forman parte aún del orden jurídico positivo, nadie puede hacerlos valer procesalmente como verdaderos derechos subjetivos de carácter positivo. A pesar de no ser derechos se siguen llamando así, ‘derechos humanos’, por la fuerza de la costumbre” (Robles 1992, 19). Este enfoque que reconduce los derechos al ámbito de la moral, no obstante, no parece muy convincente pues los derechos recogidos en declaraciones, pactos y convenios internacionales traspasan el mundo moral, aunque su fundamentación pueda encontrarse en ese tipo de argumentos. Su reducción sólo a la moral implicaría olvidar su vitalidad en las relaciones 4 Sobre la variedad de términos referidos a los derechos humanos y su inadecuación semántica puede verse
  • 12. internacionales donde operan de una forma muy superior a los principios y códigos morales. Por el mero hecho de que se encuentran recogidos en esos textos, por lo menos, surgen con la intención de tener unas mayores opciones de realización en la vida ordinaria de las personas del planeta. Los derechos fundamentales, frente al concepto de derechos humanos o derechos del hombre, son aquéllos que ciertamente están recogidos por un ordenamiento jurídico. Son aquéllos derechos que aparecen reflejados en los capítulos correspondientes de las Constituciones y que, por tanto, son garantizados por los mecanismos de protección del derecho de un país y “suelen gozar de una tutela reforzada” (Pérez Luño 1988, 46). Por ello, están “delimitados espacial y temporalmente” pues su concreción está garantizada sólo para el territorio de dicho país, así como por la vida de la Constitución y del ordenamiento jurídico. Son derechos fundamentales porque fundamentan la organización y la estructura de la sociedad en donde tienen vigencia. Por lo anterior, son también derechos relativos y contingentes. Pues, qué derechos deben formar parte de la lista de derechos fundamentales depende de la voluntad de los constituyentes que elaboran en su día la Constitución de cada nación. Es, por eso, que suelen variar de una Constitución a otra, aunque las diferencias no siempre sean muy notables. Por lo demás, una vez positivados en la norma suprema del ordenamiento jurídico no son sometidos a cambios espectaculares, sino que son reconocidos y protegidos con la intención de perdurar en el tiempo. Por lo menos, hasta que se promueva una reforma de la Constitución vigente. En resumidas cuentas, el término “derechos humanos” o “derechos del hombre” se utilizaría para hacer referencia al conjunto de derechos reconocidos en las declaraciones y textos internacionales, mientras que el de “derechos fundamentales” serviría para denotar a los derechos protegidos por el derecho interno de cada país. Aunque ésta sea una convención aceptada por la inmensa mayoría de los teóricos y estudiosos, no obstante, ello no debe hacernos olvidar las diferencias entre unos y otros y, sobre todo, las carencias en su aplicación. Primero de todo, porque plantea serios problemas cuando nos enfrentamos al surgimiento de nuevos derechos: éstos sólo serían derechos humanos si son reconocidos en una convención o un texto internacional, si son positivados, en suma, al margen de las necesidades personales o de las nuevas realidades de la humanidad entendida como conjunto de los seres humanos del planeta y al margen de las razones que los sustenten. Asimismo, su efectiva protección y aplicación depende, a la postre, del reconocimiento del derecho interno y ello plantea serias dificultades. Por un lado, porque no todas las constituciones recogen los mismos derechos. Es más, se puede observar un considerable diferencia en su reconocimiento y una tendencia a Peces-Barba (1991), cap. 1 y Barranco (1996).
  • 13. postergar a los derechos sociales en favor de los derechos civiles y políticos. Pero, además, siempre cabe preguntarse por las diferencias en la eficacia de los derechos entre un país y otros. Todavía, en el plano internacional, no se han encontrado las vías adecuadas para lograr una eficacia equilibrada en todos los lugares del planeta. Y los derechos se juegan mucho en ese terreno. En la actualidad, en nuestro país, existe una tendencia de sólido arraigo que defiende el empleo del término derechos fundamentales para hacer referencia a todo el conjunto de derechos. Es decir, una tendencia a ampliar su significado habitual y englobar también a los derechos humanos. Las razones aducidas son del siguiente tenor (Peces-Barba 1991, 33): 1.- Es un término más preciso que la expresión derechos humanos y evita sus ambigüedades. 2.- Abarca la dimensión jurídica y moral de los derechos superando la confrontación entre iusnaturalismo y positivismo. 3.- “Es más adecuado que los términos derechos naturales o derechos morales que mutilan a los derechos humanos de su faceta jurídico positivo o, dicho de otra forma, que formulan su concepto sin tener en cuenta su dimensión jurídico positiva”. 4.- Es más adecuado que el resto de términos que olvidan su dimensión moral. Se fija, sobre todo, en la exigencia de que los derechos estén incorporados en un ordenamiento jurídico, en que es imprescindible el reconocimiento constitucional o legislativo para la plena protección de los derechos. Por ello, hay un antes y un después en el reconocimiento de los derechos fundamentales: los que están incorporados al ordenamiento jurídico y los que no. Tras estas consideraciones y a la vista de los comentarios anteriores, parece que la elección entre los diferentes conceptos es tanto cuestión de estilo como una respuesta a su naturaleza y estatuto. En este sentido, intuyo que la propuesta de denominarlos “derechos fundamentales” no parece añadir una mayor precisión conceptual y, por el contrario, al distinguir entre los derechos incorporados al ordenamiento jurídico y los que todavía no lo han sido, plantea serias dudas sobre el significado y la realidad de estos últimos: ¿Son entes metajurídicos, meras exigencias morales o derechos con su sentido pleno? ¿Cuál debe ser su función tanto en el ámbito nacional como en el internacional? ¿Hay que esperar a su positivación para que este conjunto de preocupaciones puedan convertirse en algo más que meras exigencias, esto es, en pautas que encaucen las actividades gubernamentales y la vida en el planeta? No obstante, los problemas conceptuales no logran ni de ésta ni de otra forma un arreglo pacífico, pues tampoco la distinción entre “derechos humanos” y “ derechos fundamentales” tampoco está libre de lagunas. Entre otras cosas, el primer término no supera un mínimo de ambigüedad y vaguedad que sería deseable que no existiese. Cada vez más parecen menos apropiados para englobar los nuevos derechos que estan surgiendo y están siendo objeto de discusión en los foros internacionales. Por otra parte, es difícil evitar el
  • 14. resabio iusnaturalista de ese término, el de derechos humanos, que, a fin de cuentas, tienen su origen en la misma época y en las mismas inquietudes. Personalmente, tengo que reconocer mi simpatía por un termino menos utilizado “derechos del hombre”, también con un origen similar y con el agravante añadido de que sólo se fija en la titularidad individual de cada hombre con lo que quedarían excluidos de su significado semántico los derechos colectivos y los nuevos derechos e, incluso, podrían existir dificultades con la justificación de los derechos sociales. Por eso, no se extrañe el lector si a lo largo del texto emplee indistintamente este término como sinónimo de “derechos humanos”, ni de que, a la larga, sea en realidad el que más se use. * * * * * * * * * * El capítulo de agradecimientos es, como siempre, interminable. Este libro probablemente no hubiera sido posible sin la concurrencia de dos circunstancias que me obligaron a estudiar las cuestiones de los derechos del hombre y a plantearme la oportunidad de su elaboración. Por un lado, la concesión de una Red Temática Docente por la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) titulada Los derechos humanos entre dos mundos: Retórica y realidad de los derechos humanos en América Latina y Europa. Dicha Red está integrada por profesores de tres Universidades latinoaméricanas -Buenos Aires, Nacional de Colombia y Nacional Autónoma de México- y tres españolas -Valencia, Zaragoza y, por supuesto, La Rioja-. A través de esta Red los diferentes profesores hemos podido viajar a los respectivos países e impartir cursos que, creo, han sido de interés y que ha producido un prometedor intecambio cultural. Vaya por delante mi agradecimiento a la AECI por la oportunidad concedida. No sé si son conscientes de las enormes posibilidades abiertas de colaboración a un coste económico realmente irrisorio. Ahora bien, todo esto no hubiera sido posible sin la diligencia ni paciencia del prof. Manuel Calvo García de la Universidad de Zaragoza, coordinador de toda la Red con quien me une, desde hace tiempo, una larga amistad. Mi más sincero agradecimiento. Sin el largo y callado magisterio que el prof. Ernesto Garzón Valdés ejerce desde hace tiempo sobre la Filosofía del Derecho española tampoco hubieran sido posible ésta y otras obras. En alguna medida, en lo que a mí me concierne, este libro es también un homenaje a este profesor y a su discreta labor magistral de leer manuscritos y orientar lecturas a quienes hemos surgido en lo que era un árido y agostado secarral cercano a Los Monegros. Al mismo tiempo, inicié en la Universidad de La Rioja un Curso de Doctorado sobre el concepto y fundamento de los derechos humanos, así como la asignatura citada sobre los
  • 15. “Derechos Humanos” que me obligaron a ordenar y sistematizar alguna de mis ideas. Quiero agradecer a los estudiantes matriculados en ambos su interés y su aplicación en las explicaciones que sobre esta materia les dí y que fueron un primer borrador de lo que luego ha sido este libro. Aunque sea con una referancia general quiero también agradecer a todos aquéllos que un momento determinado han sido partícipes de mis preocupaciones en materia de derechos humanos, especialmente los amigos del área de Filoofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad de Zaragoza, mis compañeros de la Universidad de La Rioja y mis amigos de la Universidad Nacional de Colombia, Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional Autónoma de México. Igualmente, quiero agradecer a la Universidad de La Rioja por el apoyo y las ayudas financieras a proyectos de investigación concedidas durante los años 1996 y 1997 con las que ha podido sufragar algunos gastos del trabajo. Vitoria-Gasteiz, mayo de 1997
  • 16. Capítulo 1 El tiempo de los derechos 1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy. Hace unos años, en 1988 y en el contexto del Congreso de Sociología del Derecho en Bolonia, N. Bobbio dictó una conferencia titulada “L’Etat dei diritti”, traducida al castellano “El tiempo de los derechos”, de la que toma el nombre este capítulo y en la que comentó su respuesta a la pregunta de un periodista acerca de si veía ante tantas causas de desgracias de la actualidad “algún signo positivo”. Bobbio, junto a males evidentes como el aumento vertiginoso de la población mundial, la degradación incontrolada del medio ambiente y la potencia destructora e insensata de los armamentos, veía un signo positivo: “la creciente importancia dada en los debates internacionales, entre los hombres de cultura y políticos, en seminarios de estudio y en conferencias gubernamentales, al problema del reconocimiento de los derechos del hombre” (Bobbio 1991, 97)5 . Ciertamente, a estas alturas del siglo XX, es indudable que el reconocimiento de los derechos del hombre en todas sus manifestaciones constituye uno de los factores distintivos del siglo que ahora termina6 . Es más, los derechos del hombre han entrado a formar parte del acervo cultural que sustenta buena parte de las sociedades del planeta. De hecho, no es exagerado afirmar que ha llegado a conformar así una de las tradiciones que vertebran la civilización occidental y que ésta pretende exportar al resto de culturas como un sólido pilar con el que construir una comunidad internacional y la convivencia en el futuro7 . Por supuesto, no ha sido éste un proceso exento de avances y retrocesos, de dudas y contradicciones, pero, lo cierto es que, desde las primeras formulaciones filosóficas de los derechos naturales del hombre, positivados, luego, en las primeras Declaraciones de finales de XVIII y del XIX, los derechos del hombre han ido adquiriendo tal importancia que se han convertido en un 5 Obsérvese cómo las palabras de Bobbio tienen una doble lectura: descriptiva, en la medida que explican y certifican lo que está sucediendo en los debates internacionales sean éstos académicos o políticos; y prescriptiva, por cuanto expone lo “debe” interesar y preocupar en el futuro. 6 No sólo Bobbio. Sino que son numerosas las manifestaciones sobre la importancia de los derechos humanos en el momento presente y sobre su proyección hacia el futuro. Por ejemplo, G. Haarscher habla de la “omnipresencia” de los derechos pues se los invoca en todas partes como una manifestación de la general aspiración a la libertad (Haarscher 1991, 7-9).
  • 17. elemento de transformación de las sociedades nacionales y de la comunidad internacional misma. Con razón, Artola, al tiempo que señalaba sus ausencias, ha puesto de manifiesto su capacidad para conformar la vida de los hombres del planeta: “Hoy, dos siglos después de las primitivas Declaraciones, los derechos individuales, aunque ignorados en demasiadas ocasiones, ocupan, en cambio, más espacio que nunca en las Constituciones y cuanto menores son las expectativas más se acrecientan la esperanza de que sus postulados se realicen” (Artola 1995, 15). Y es que, en efecto, no hay Constitución que se haya aprobado durante este siglo que no busque legitimarse con la referencia a los derechos fundamentales, de uno u otro tipo, del hombre. Otra cosa es que convenientemente se materialicen en la vida social. Los derechos conforman algo así como un decálogo moral cuyas posibilidades de articulación de una organización política no han sido todavía convenientemente explotadas. En particular, hay que reseñar la fecha del 10 de diciembre de 1948, día de la aprobación por la Asamblea General de Naciones Unidas de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que, a partir de entonces, se ha convertido en una referencia constante en las relaciones entre individuos y entre éstos y los estados e, incluso, entre los estados mismos en la esfera internacional. De hecho, puede decirse que, a partir de ese momento, primero de todo, las declaraciones mismas cambiaron su orientación inicial ligada a momentos revolucionarios para convertirse en cartas programáticas que, aunque carezcan del soporte institucional que las haga cumplir, nacen con la pretensión de normatividad y de que sean ampliamente respetadas. Además, rápidamente se extendió en los diferentes ámbitos geográficos la conciencia de trasladar el contenido de la Declaración a otros textos de alcance más regional. Basta con observar el cuantioso número de tratados, convenios, pactos, comisiones o tribunales que se han constituido desde entonces en torno al fenómeno de los derechos del hombre. Como afirma Bobbio, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el problema de los derechos “se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado por primera vez en la historia a todo el mundo” (Bobbio 1991, 98). También es cierto que la humanidad salía de una las tragedias más espantosas de su historia y la Declaración Universal parece ser el resultado esperanzador de tanta barbarie. No obstante, ello no ha hecho que hayan desaparecido los actos más bajos de violencia contra el hombre y contra la humanidad, aunque, ahora, existan foros en los que los más desfavorecidos por la fortuna puedan hacer oír su voz. Queda mucho por hacer todavía. La Declaración Universal de Derechos del Hombre supuso una ruptura en relación a las concepciones y hábitos imperantes con anterioridad en la esfera internacional y, de hecho, ha 7 Una cosa es el deseo y otra muy distinta es el uso que puede darse a los derechos en las relaciones internacionales, por ejemplo, cuando se abanderan los derechos civiles y políticos para la reforma institucional de un país -democracia formal, apertura comercial, ...- y se relega la realización de los derechos sociales.
  • 18. permitido vertebrar un nuevo modus vivendi entre las naciones. En las relaciones internacionales y en la práctica diplomática los sujetos reales eran los Estados individuales, independientes y soberanos, que eran, en definitiva, quienes operaban y subscribían tratados y pactos como si fuesen sujetos relacionándose con otros semejantes. “Efectivamente, entre el siglo XVII y comienzos del XX, las relaciones internacionales eran substancialmente relaciones entre entidades de gobierno, cada una de ellas soberana en un territorio más o menos amplio y sobre una población establecida en ese territorio” (Cassese 1993, 17). La política internacional se regía por tres principios: a.- El contexto internacional se identifica con un estado de naturaleza en el que se relacionan los diferentes estados: una situación en la que existen leyes, pero pocas reducidas a los pactos y tratados subscritos, y, a su vez, faltan los árbitros y quienes pongan la conducta correcta; b.- Las relaciones entre los sujetos de las relaciones se rigen por el principio de reciprocidad, es decir, las normas se rigen por acuerdos bilaterales; c.- Los pueblos sin estado y los individuos carecen de importancia en el contexto internacional. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, surgieron voces y proyectos tendentes a cambiar este estado de cosas. La Declaración es producto de estas tendencias que buscan un mayor protagonismo de los sujetos individuales, así como de los pueblos sin estado a los que se les reconocen ciertos derechos. Además, la Declaración tiene un sentido especial pues, parafraseando otras palabras de Bobbio, evidencian una realidad: el consenso generalizado que existe en la humanidad en torno a los derechos del hombre. Las palabras de Bobbio, que han sido comentadas hasta la saciedad, expresan su tajante opinión de que “respecto a los derechos del hombre el problema grave de nuestro tiempo no es fundamentarlos, sino protegerlos”. Y esto es así pues “la Declaración Universal de Derechos Humanos representa la manifestación de la única prueba por la que un sistema de valores puede considerarse humanamente fundamentado y, por tanto, reconocido: esta prueba es el consenso general sobre su validez” (Bobbio 1991, 129 y ss.). Sin ser tan tajante como para obviar la necesaria discusión sobre la fundamentación de los derechos del hombre, se debe reconocer la existencia de ese acuerdo sobre los mismos, especialmente en las sociedades desarrolladas, y el compromiso en su aplicación en amplias zonas geográficas8 . Parece indudable que, al menos en el mundo civilizado -sin olvidar que en las culturas orientales dicha terminología resulta demasiado extraña-, existe tal consenso. Pero, sobre todo hay que reconocer el camino que se ha avanzado y el enorme trecho que queda todavía. Aún más, las discusiones sobre los derechos del hombre y las prácticas emergentes tienen numerosas manifestaciones. Como una primera aproximación y sin ánimo de colmar los
  • 19. planos de una discusión desde y sobre los derechos del hombre, pueden señalarse los siguientes: a.- En el plano filosófico: En la esfera filosófica, la discusión sobre los derechos inunda el debate y la literatura desde las primitivas formulaciones de los derechos naturales hasta las actuales propuestas sobre una teoría de la justicia. Puede decirse que, en este sentido, han servido de acicate en la renovación filosófica de la modernidad y, en particular, en la articulación de nuevas concepciones de lo que es el hombre: desde las más individualistas que sustentan la sociedad liberal hasta las visiones más colectivistas. En el centro de la discusión, se encuentra la imagen del hombre y de sus derechos: el derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho a la propiedad, ... No es otra cosa lo que se inicia con Hobbes y su afán por estudiar la “naturaleza” del hombre, obsesión que es denominador común a muchos de sus coetáneos, sino el intento por aislar al ser humano, por distinguir sus rasgos más característicos, por secularizar la vida social por medio de esta estrategia. Quizás sus conclusiones finales sobre el hombre no convenciesen a todo el mundo, pero lo que es indudable es que cataliza y proyecta ese nuevo interés por el individuo y por su papel en el mundo. Luego vendrían otros, en particular Locke, que dotarían de sentido a su teoría de los derechos. Hobbes reivindica el lado humano, “animal” del hombre y el derecho a la vida, aunque, por ello, tenga que sufrir persecuciones y ostracismos, y Locke es el campeón de la libertad, el que escruta al hombre en su estado natural y lo ve libre, poseedor de derechos y exento de cortapisas y no, por ello, menos necesitado de cooperación, de prolongar sus derechos construyendo nuevas formas de organización social. No obstante, éstas no dejan de ser un estado creado, artificial, cuya función no es sino extender y ampliar la libertad e igualdad natural en la que inicialmente habitan los hombres, de acuerdo a la concepción de Locke, ya abandonada por la filosofía política. Al margen de la imaginería política, debemos retener de esta primera formulación la idea de que la libertad y la igualdad son dos elementos naturales al hombre. Ambas se verán reflejadas en las Declaraciones y en los textos jurídicos. Pero, a pesar del tiempo transcurrido, nuestra época no ha resuelto en absoluto el dilema del hombre y de sus derechos, y su incardinación en la sociedad y en la organización política. En los últimos tiempos, la renovación de la teoría de la justicia iniciada por J. Rawls también ha tratado de reubicar, tras el anclaje de nuevas y viejas concepciones políticas, el sistema de derechos y el futuro de las políticas sociales en un contexto de justificación válido para finales del siglo XX. El orden lexicográfico con el que jerarquiza sus dos principios -el de la igual libertad para todos y el de la diferencia- son la prueba de que su intento no ha 8 Para un comentario más extenso de estas palabras de Bobbio y sobre la fundamentación de los derechos,
  • 20. alcanzado un éxito total al fundamentar un esquema global de derechos capaz de incluir plenamente a los derechos sociales. Más fortuna ha tenido en la tarea de suscitar un debate que, precisamente, coloca en su epicentro a esta clase de derechos, lo cual no es sino la expresión de la crisis del Estado social en su versión de redistribuidor de bienestar -o de la discusión sobre su crisis-. En este sentido, son muchas las propuestas que desde Rawls han pretendido responder a la cuestión del estatuto y fundamentación de los derechos. Cabe citar, como contradictor de Rawls y paradigma de las corrientes libertarias o neoliberales, entre otros, a Nozick, aunque la lista es bastante más numerosa. Sin olvidar a quienes, desde enfoques materialistas, tercian en la polémica como, por ejemplo, la escuela de Budapest y su teoría de las necesidades. Quizá, en todo esto, y, en particular, en las teorías vinculadas al pensamiento liberal, se echa en falta una perspectiva más global que responda también a las inquietudes emergentes en todo el planeta. En esto, con toda probabilidad, quienes más han avanzado, paradójicamente, han sido aquéllos que han remozado viejas teorías iusnaturalistas, aunque sea éste un aspecto que haya que reconocerlo muy a nuestro pesar9 . b.- También en el ámbito de la moral, los derechos humanos han tenido y tienen una presencia aún hoy evidente. Parafraseando otra de las numerosas e importantes tesis de Bobbio, podría afirmarse que la formulación y la discusión sobre los derechos es un ”signo premonitorio del progreso moral de la humanidad” (Bobbio 1991, 100). Los derechos serían una manifestación de la tendencia hacia el progreso moral de la humanidad. Comparto, como el mismo Bobbio aclara, plenamente una cierta prevención hacia las teorías sobre el progreso dominantes en otro tiempo en la filosofía de la historia: una historia que debiera hablar de progresiones y de regresiones. Más bien, un vistazo hacia la realidad de los derechos es una buena vacuna contra este tipo de pretensiones. Pero, ello no es óbice para que la cultura de los derechos surgida de esas discusiones no deba de ser entendida como un avance de la humanidad o, cuanto menos, como un intento de poner un tope a ciertas regresiones de esa historia. Y que dicho avance se manifiesta sobre todo como avance moral, pues dicho proceso no es sino expresión de un fenómeno profundo que destila toda la historia de la civilización: el que tiene por objeto la obsesión por entender al ser humano, por calar en la esencia de lo más intrincado de la naturaleza humana, por hallar el modo justo para organizar la vida social, etc. Preguntas todas ellas perennes en la filosofía y en la historia. Precisamente algo de todo esto se manifiesta, en el contexto de las disputas sobre el concepto de los derechos del hombre, en la propuesta de algunos teóricos por reivindicar su naturaleza, ante todo, moral e, incluso, de sustituir dicho nombre por el de derechos morales. puede verse el cap. 3.
  • 21. En la disyuntiva terminológica por definir a los derechos, se apunta, en mi opinión en una errónea importación de ciertos hábitos conceptuales anglosajones, que, primero de todo, y al margen del reconocimiento jurídico, aquéllos son tales por su carácter moral, porque se refieren a “entidades prenormativas” que reflejarían ciertas “exigencias morales” y que pueden o no ser objeto de las “técnicas de protección” del mundo jurídico (entre los defensores, Nino, Laporta, Ruiz Miguel, y entre los críticos, Atienza y Ruiz Manero y de Lucas). Es decir, de la regulación jurídica que otorga los poderes a los individuos para la defensa de esas exigencias. Sin entrar más de lleno en la polémica, que, en mi opinión, se salda a favor de los críticos y que es analizada con más detenimiento en otro momento posterior, quede constancia de que hay quien, precisamente porque insiste en la naturaleza moral del concepto y fundamento de los derechos del hombre, reducen su razón de ser a dicho carácter, a que son, ante todo, “derechos morales”10 . c.- Los derechos como derechos históricos: También en este punto es ineludible el recurso a Bobbio11 . Es harto conocida otra de sus tesis, en controversia con otras visiones más absolutas de los derechos del hombres, de que su único fundamento posible es el fundamento histórico en la medida que expresa su naturaleza relativa, es decir, variable y dependiente del momento concreto en el que se formulan, y su naturaleza consensual, es decir, reflejo de los acuerdos que son capaces de establecer los hombres en dicho momento. En suma, que los derechos son variables, contingentes y heterogéneos lo muestra abundantemente la historia misma de los últimos siglos. Y, por tanto, también mostraría su naturaleza histórica (Bobbio 1982, 121 y 123; 1991, 14). Por eso concluye Bobbio afirmando que el fundamento histórico que prueba los consensos estipulados sobre los derechos es el único posible, porque es el único que puede demostrarse fácticamente (Bobbio 1982, 132). En este sentido, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre sería la expresión de “los derechos del hombre histórico tal y como se configuraba ante la mente de los redactores de la Declaración después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial” (ídem, 140). Precisamente, por su fundamento histórico, porque se plasman en determinados hechos puntuales, es posible entresacar los procesos que han caracterizado la historia de los derechos. Bobbio ha destacado los hitos más relevantes de esta evolución: desde el inicio de la edad Moderna con la difusión de las doctrinas iusnaturalistas, las declaraciones de derechos del hombre, el constitucionalismo y la construcción del Estado de Derecho. Para resaltar su realidad presente en una frase que, aunque ya transcrita, no por ello al reiterarla deja de 9 Sobre las cuestiones mencionadas vid. cap. 3. En el caso de Rawls, vid. Rawls (1972 y 1993, cap. VIII). 10 Sobre este particular, vid. cap. 2.
  • 22. mostrar un cambio sustancial en esta evolución: “que sólo desde el final de la Segunda Guerra Mundial este mismo problema se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado por primera vez en la historia a todo el mundo”. Siguiendo a Peces-Barba (1991), considera que “se han ido reforzando, cada vez más, los tres procesos de evolución en la historia de los derechos del hombre: positivación, generalización e internacionalización” (Bobbio 1991, 98). Procesos que se refieren, en primer lugar, al paso de la teoría a la práctica, es decir, de la discusión filosófica a los textos jurídicos; en segundo lugar, su extensión a todos los miembros de la comunidad; y, finalmente, la implicación a todo el planeta en la historia de los derechos. Ahora bien, ya se apunta el cuarto proceso de esta evolución de los derechos: en efecto, desde la aprobación de la Declaración se observa la importancia del fenómeno de especificación de los derechos. Es decir, el paso de los derechos genéricos, referidos a la generalidad de hombres, a los derechos específicos, aquéllos que tienen en cuenta el hombre específico, el incurso en un contexto concreto y por lo cual tiene un status específico y distinto de los demás que hace que debe ser considerado en especificidad: derechos de la mujer, derechos del niño, de los incapacitados y grupos diferenciados, del consumidor, de la tercera edad, y un largo etcétera. Se tiene en cuenta, en suma, la especial situación de determinados sujetos titulares, ahora, de derechos12 . d.- En el doble plano político y jurídico, también los derechos juegan un papel de primera magnitud. En las concepciones modernas del Estado, es innegable su estrecha relación con los derechos del hombre. Estos son un elemento constitutivo del mismo sin el cual no cabe hablar de Estado de Derecho, lo que implica que sus textos jurídicos deben recoger los derechos fundamentales del hombre; además, debe prever mecanismos de ejecución y protección que puede ejercer cada individuo con el objeto de materializarlos o realizarlos; por último, el Estado mismo, en ciertos casos, aparece como el sujeto obligado a realizar determinadas acciones o a formular concretas prestaciones que no sino la expresión de derechos individuales. A su vez, existe una estrecha relación entre el reconocimiento de los derechos y la articulación del sistema democrático como el marco más idóneo para una convivencia pacífica entre personas libres e iguales. En última instancia, en la medida que se cumplan correctamente estas previsiones, los derechos devienen en potentes instrumentos de legitimidad del Estado de Derecho y de los sistemas democráticos. Ahora bien, todos objetivos y, en particular, la estrecha relación entre derechos del hombre y democracia se concreta en el plano jurídico. Son, precisamente, las constituciones las que recogen el estatuto de derechos 11 También el del prof. Peces-Barba, quien se ha dedicado expresamente a estudiar el puesto de la Historia en la configuración conceptual de los “derechos fundamentales”. Vid. Peces-Barba (1986-87). 12 En particular, se han preocupado por este proceso, N. Bobbio (1991) y G. Peces-Barba (1991).
  • 23. fundamentales detentado por cada ciudadano y deben ser las leyes las que los detallen y protejan. Ciertamente, cuando hablamos de lo jurídico, nos movemos en un plano donde son evidentes las variaciones entre las diferentes constituciones que se han establecido en la historia constitucional. Ellas mismas reflejan el carácter histórico y variable de los derechos y no son sino resultado de los concretos intereses en juego en cada momento constituyente. Asimismo, un vistazo a todas ellas -particularmente, las que se han aprobado en lo últimos tiempos- muestran dos circunstancias: por un lado, las diferencias notables entre las constituciones de los países del Primer Mundo y las del Tercer Mundo, entre el Norte y el Sur, y, por otro lado, y de forma paralela, los problemas de eficacia que surgen, aquí y allá, en la materialización de algunos derechos, especialmente cuando dependen de la situación financiera del Estado. e.- Por último, en su concreta manifestación social, también es perceptible en la evolución de los derechos un proceso sumamente relevante en lo últimos tiempos que hace de ellos objeto de atención. En efecto, como es apuntado por numerosos autores, los derechos como fenómeno social muestran una tendencia imparable a su multiplicación o proliferación de forma paralela a lo que anteriormente se ha señalado como especificación13 . Esta multiplicación obedece a tres causas, en opinión de Bobbio: a.- el aumento del número de bienes susceptibles de ser tutelados y de ser considerados derechos, aumento que se produce por el paso de los derechos de libertad - libertad negativa, religión, opinión, prensa, etc.- a los derechos políticos y derechos sociales que requieren una actuación decisiva del Estado; b.- asimismo, los cambios acaecidos en el concepto de titularidad de los derechos que ya no sólo atañe a la “persona” como categoría, sino que también incluye otras como la familia, el pueblo, la humanidad y otras colectividades del estilo de minorías étnicas o religiosas; finalmente, “porque el hombre mismo no ha sido ya considerado como ente genérico, u hombre en abstracto, sino que ha sido visto en la especificidad o en la concreción de sus diversas maneras de estar en la sociedad, como menor, como viejo, como enfermo, etc.” (Bobbio 1991, 114). Al producirse el cambio desde un sujeto abstracto, genérico, al que hacían referencia tanto las primitivas formulaciones filosóficas como las subsiguientes declaraciones, en favor de un hombre concreto, empírico, han salido a la luz la multiplicidad de situaciones que se producen en la realidad y sus profundas diferencias. Sale a la luz, en suma, al aspecto más social del reconocimiento de los derechos y toda la difícil problemática de su tratamiento. 13 Desde todos los espectros del panorama ideológico, se previene de los riesgos de esta inflación de los derechos y del peligro de su vanalización. Por ejemplo, Haarscher (1991, 41 y ss.) y Massini (1994, 173 y ss).
  • 24. Precisamente, esta transformación ha tenido por sujeto activo al proceso del progresivo reconocimiento de los derechos sociales que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial y que ha determinado la proliferación del elenco de derechos, aunque, hoy, en esta fase de la historia de la humanidad, son, no obstante, los que se encuentran en peligro ante la crisis fiscal del Estado del bienestar, el influjo del fenómeno de internacionalización o globalización de la economía y, sobre todo, por el ataque de las hordas neoliberales. Pero, en un primer momento, como ha puesto de manifiesto la literatura sobre los derechos en numerosas obras, en oposición a los derechos civiles, los derechos sociales se refieren a individuos concretos y diferentes en situaciones igualmente concretas y diferentes. También encuentran su inspiración en la idea de libertad e igualdad sólo que éstas tienen una formulación y un contenido material que no están presente en los primeros. Por el contrario, los derechos civiles, inspirados en el concepto de libertad negativa -libertad como ausencia de coacción o de dominio de otros- tienen su fundamento en un ideal del hombre abstracto, un ideal de raíces kantianas que hace referencia a todos los seres en general. Por ello, el concepto de libertad e igualdad que los sustenta es formal y no material. No busca la realización equitativa de los mismos, sino tan sólo su mero reconocimiento formal dejando al albur de las circunstancias su ejecución material. Las diferencias entre unos y otros se encuentran, de hecho, en su diferente origen: “Mientras los derechos de libertad nacen contra el abuso de poder del Estado, y, por consiguiente, para limitar el poder de éste, los derechos sociales requieren para su práctica realizaciones, es decir, para el paso de la declaración puramente verbal a su protección efectiva, lo contrario, esto es, el aumento de los poderes del Estado” (Bobbio 1991, 118). En realidad, la justificación última de los derechos sociales y, por tanto, del aspecto social de los derechos se encuentra en que su emergencia está estrechamente conectada a las transformaciones de la sociedad en los países desarrollados. Por un lado, porque concreta la exigencia, perfilada en la discusiones teóricas del socialismo y del marxismo, “de descender de la hipótesis racional al análisis de la sociedad real y de su historia” (Bobbio 1991, 120). Por otro, porque los avances tecnológicos se han ido plasmando en mejoras en la vida, salud, educación de las personas, lo que ha originado nuevas pretensiones, nuevos intereses, por tanto, nuevos derechos. Sólo por el aumento de las perspectivas de vida, por ejemplo, se entiende el reconocimiento de los derechos de los ancianos o de la tercera edad. Lo mismo puede decirse respecto a los discapacitados y otros colectivos. E, incluso, a las exigencias de una mayor protección de la naturaleza sino es por una mayor educación y cultura de las personas que ha suscitado una mayor sensibilidad por la ecología a nivel del planeta, aunque, en este punto, aún se esté muy lejos de conseguir objetivos tangibles.
  • 25. 1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática. Los derechos del hombre, desde un primer momento, han cumplido y cumplen un papel central en el origen y consolidación del Estado de Derecho. Hasta tal punto es cierta esta afirmación que el Estado de Derecho no sería lo que es , o lo que se pretende que sea, sin la referencia a los derechos del hombre. Puede decirse que éstos, si bien bajo la forma de derechos fundamentales, junto a las normas relativas a la organización política e, incluso, las que detallan el sistema económico, constituyen uno de los elementos clave que conforma el núcleo fundamental del Estado de Derecho tal como es entendido en la actualidad. Ahora bien, no es fácil resumir sin más en esta frase el trasunto de la relación existente entre ambos. Por un lado, porque la formulación de los derechos del hombre aparece en el inicio de la Edad Moderna cuando las estructuras sociales y políticas tenían todavía la huella indeleble del viejo feudalismo enmascarado bajo la forma de un Estado despótico. Los derechos del hombre se formulan como límites a la autoridad entonces existente, como mecanismo de control del poder y, a la larga, entronizarán una nueva forma de sociedad y de Estado, el Estado de Derecho, que hará suyos buena parte de las exigencias que encarnan. Por otro lado, por tanto, porque éste se construye en torno a y a partir de esos derechos. Constituyen su razón de ser, constituyen un elemento indispensable para la legitimidad del Estado. A su vez, los procesos históricos que han condicionado la evolución el Estado han transformado invariablemente el concepto y la presencia de los derechos en la vida social transmutando también su naturaleza inicial. Es esta peculiar simbiosis la que hay que esclarecer en una doble vertiente: 1.- cómo se ha articulado históricamente la relación entre los derechos del hombre y la gestación el Estado de Derecho, incluyendo también los procesos ulteriores que han condicionado su evolución, y 2.- cómo los derechos se han convertido en un argumento de la legitimidad del Estado de Derecho. Pérez Luño ha explicado magistralmente esa simbiosis: “se da un estrecho nexo de interdependencia, genético y funcional, entre el Estado de Derecho y los derechos fundamentales, ya que el Estado de Derecho exige e implica para serlo garantizar los derechos fundamentales, mientras que éstos exigen e implican para su realización al Estado de Derecho. De otro lado, el tipo de Estado de Derecho (liberal o social) proclamado en los textos constitucionales depende del alcance y significado que en ellos se asigne a los derechos fundamentales que, a su ves, ven condicionado su contenido por el tipo de Estado de Derecho en que se formulan” (Pérez Luño 1988, 19-20).
  • 26. 1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho. Los derechos humanos constituyen el núcleo en torno al cual se articula el Estado de Derecho y que le diferencia de otras formas políticas que han existido en la historia de la humanidad. Incluso, su diferente posición, su diferente perfil, la transformación misma del sentido, concepto y función de los derechos ha marcado también los cambios sustanciales del Estado. En suma, su mutua decantación histórica y doctrinal, en palabras de Pérez Luño, que ha tenido lugar en la tensión que surge al intentar la teoría jurídico-política conciliar los derechos del hombre con la autoridad y el poder político (Pérez Luño 1991a, 212). En efecto, por un lado, la teoría de los derechos constituye la base de una nueva forma de entender el poder político y el Estado que se construye desde finales del siglo XVIII y que es radicalmente distinto al entorno político en el que estaba habituado a vivir el hombre en los siglos anteriores. Más que hombres lo apropiado es tildarlos en términos como esclavos, súbditos, etc. Por ello, el reconocimiento de los derechos del hombre y el convencimiento de que deben servir como piedra angular de las nuevas relaciones sientan las bases de una estructura política en la que el súbdito es, ahora, hombre, ciudadano, en tanto que titular de los mismos. Por otro lado, es ésta una relación no exenta de colisiones y de tensiones emanadas de la dificultad por conciliar dos elementos que se necesitan, pero cuya naturaleza hace que sigan direcciones opuestas. Los derechos en cuanto que encarnan la visión del hombre como ser libre y racional, titular de determinados poderes que puede ejercitar y que requiere que sean garantizados por otras instancias. Y la autoridad del Estado que busca expandirse en el ámbito social y cuyo poder tiende a realizarse arrasando todo aquello que sea un freno. El encuentro entre unos y otro resulta inevitable. Por eso, como dice Pérez Luño, “la doctrina de los derechos fundamentales del Estado de Derecho se ha presentado como un modelo articulador de las exigencias, en principio antagónicas, que reflejan las ideas de libertad y de ley”, los derechos individuales y la voluntad del soberano (Pérez Luño 1991a, 212). A la vista de esta decantación, por tanto, el Estado de Derecho surge como un intento de armonizar esas tendencias opuestas en una síntesis en la que los derechos preceden al Estado “como formulación doctrinal” y lo fundan, y sin el cual, sin sus instrumentos jurídicos, no alcanzan su “formulación positiva” y su realización misma. De ahí la importancia de saber cuáles han sido las fases y formas de esa decantación. En un libro ya clásico, y de lograda y merecida fama, cuyo título es de sobra conocido - Estado de Derecho y sociedad democrática -, el prof. E. Díaz elaboró una delimitación conceptual del Estado de Derecho, de sus rasgos y de su evolución, que aún hoy, pese al
  • 27. tiempo transcurrido, sirve como válida aproximación al estudio que nos ocupa. Convencido de su valía tanto pedagógica como académica, me permito seguir sus líneas maestras en las explicaciones que vienen a continuación. Según este profesor, los rasgos del Estado de Derecho son cuatro (Díaz 1986, 31)14 : el imperio de la ley entendida ésta como expresión de la voluntad general; el principio de división de poderes; la legalidad de las actuaciones de la Administración que debe estar sometida a la ley, y, por último, la garantía jurídico-formal y efectiva realización material de los derechos y libertades fundamentales. De estos rasgos, el que funciona como pivote sobre el cual se artícula esta concepción del Estado es el del reconocimiento de los derechos y libertades. Dice, con razón, E. Díaz: “Puede muy bien afirmarse que el objetivo de todo Estado de Derecho y de sus instituciones básicas ... se centra en la pretensión de lograr una suficiente garantía y seguridad para los llamados derechos fundamentales de la persona humana”. Sobre ellos se construye el mismo Estado de Derecho como forma de organización política que se opone el régimen político anterior a la Revolución francesa. Lo que lo caracteriza frente a los Estados autoritarios de otras épocas es, precisamente, la garantía y protección de los derechos del hombre y su positivación en textos constitucionales en los que se estipula también los procedimientos de protección y los mecanismos de materialización. En un primer momento, el Estado de Derecho como categoría política se encarna, en primer lugar, en el Estado liberal. En efecto, el carácter individualista de la filosofía que inicialmente apoya los movimientos políticos del XVIII y que también se va a encarnar en la teoría económica liberal que desarrolla el capitalismo marcará de forma indeleble la realización del Estado liberal de Derecho durante el siglo XIX. Primero de todo, porque los derechos protegidos serán aquéllos que claramente se inspiran en esa ideología individualista de claro corte iusnaturalista. Serán los “derechos naturales” defendidos por la Escuela de Derecho natural racionalista y que no son sino los reivindicados por la burguesía como clase social en alza: es decir, los relacionados con la seguridad, la libertad y la propiedad individual, y el derecho a la vida, tal y como aparecen reflejados en los tratados filosóficos y, después, en las primeras Declaraciones de derechos del hombre. Son derechos llamados de la primera generación y que, por su inspiración individualista, tienen como titular al hombre como sujeto de derechos. Por su contenido y objeto, son también conocidos como derechos civiles y políticos porque, haciendo referencia a los principios ya señalados, el derecho a la vida y a la integridad física y moral de la persona, libertad religiosa, libertad de pensamiento, libertad de expresión y el derecho a la información, libertad de reunión y de asociación, derecho de propiedad, derecho a participar en la vida política y el derecho de resistencia a la autoridad. 14 Sirva también esta referencia como un homenaje a la enorme estima académica y personal que le tengo.
  • 28. Este numeroso conjunto de derechos y libertades tienen como objetivo el establecer límites a la actuación del Estado. Son derechos-límite porque buscan evitar la injerencia del poder, establecer barreras a la actuación del Estado que no se entrometa en la esfera de dominio del individuo. Por eso, con razón, son derechos que caen y expresan el concepto de “libertad negativa” tal y como la definió I. Berlin. Libertad como ausencia de coacción; libertad que implica la inexistencia de dominio de unos sobre otros, del ejercicio de un poder que constriña. No es de extrañar que, a la vista de estas concepciones, el Estado liberal de Derecho sea un Estado construido desde la negatividad. De esta forma, el Estado debe ser un Estado absentista; un Estado que no actúe. Su pasividad es la garantía de que los individuos puedan disfrutar de sus derechos y libertades. Al no poder actuar no interferirá en las esferas de dominio de los sujetos. Su función primordial será evitar que terceros se entrometan en los ámbitos delimitados por nuestros derechos y libertades. Por ello, el Estado liberal se configura como Estado policía, como Estado guardián, cuya función se reduce, por un lado, a establecer las reglas básicas que deben regir las relaciones entre particulares y, por otro, a regular las normas coaccionadoras que deben reprimir las acciones de quienes violan los derechos de otros. Son bien conocidos los hechos que determinaron la articulación y evolución del Estado liberal de Derecho, así como las fuerzas e ideas que posibilitaron su transformación ulterior. La instauración del Estado liberal de Derecho pronto puso de relieve las insuficiencias de los presupuestos teóricos sobre que se asienta. Principalmente, el sustrato individualista y el perfil pasivo, neutral y absentista del Estado. Las falacias de un Estado policía, en suma. En efecto, la realidad mostró que esos derechos del hombre en absoluto se predicaban de todos los individuos, tal y como se había anunciado en las declaraciones, sino que tan sólo algunos, los que poseían propiedades, podían disfrutar de esos bienes y, además, de un estatuto de derechos y libertades. Se descubrió que el nuevo estado de cosas que había suplantado a los antiguos regímenes autoritarios, en lugar de hacer a los hombres libres e iguales, había instaurado un sistema de opresión y esclavitud tan cruel o más que el anterior. Se descubrió, en definitiva, que el Estado liberal se había limitado a un reconocimiento meramente formal de los derechos del hombre sin preocuparse por las realidades concretas que rodean cada vida individual. La historia del siglo XIX es la historia de las reivindicaciones y de los movimientos contrarios a esta situación. Es la historia de los más desfavorecidos en lucha por un sistema político realmente igual para todos que garantice la libertad individual. El resultado de esa evolución fue la transformación del estado de cosas existentes en un proceso que, tras pasar por la experiencia de los regímenes totalitarios que intentaron una fórmula de supervivencia de las viejas estructuras capitalistas y tras pasar por los horrores de
  • 29. una Guerra Mundial, concluyó en un suceso de suma importancia para el siglo XX: el paso del Estado liberal de Derecho al Estado social de Derecho. El Estado social de Derecho, en realidad, se construye como una avance respecto al Estado liberal y, al mismo tiempo, como un compromiso entre los sectores y las fuerzas que habían combatido anteriormente. Así, de hecho, se concibe “como una fórmula que, a través de una revisión y reajuste del sistema, evite los defectos del Estado abstencionista liberal, y sobre todo del individualismo que le servía de base, postulando planteamiento de carácter social” (E. Díaz 1986, 83). Por supuesto, el nuevo Estado se incluye en la categoría de Estado de Derecho, es decir, de estructura política sometida a la ley. Y, por ello mismo, su configuración final sigue girando también en torno a los derechos del hombre. No obstante, los cambios que se producen respecto al viejo Estado liberal son bastante profundos. El Estado social ya no es un Estado pasivo, absentista o policía, sino que se va a convertir en un Estado activo que actúa decisivamente en la vida social y económica con la intención no sólo de canalizar la dirección de la misma, sino también de impulsarla en uno u otro sentido. El Estado, la Administración toma parte activa como uno más -a veces, uno más muy privilegiado- en los flujos y movimientos que desarrollan la marcha de la sociedad. Prácticamente, el único y central objetivo de estas actuaciones consiste en el logro de lo que Forsthoff, uno de sus promotores más relevantes, llamó la “procura asistencial”, es decir, el logro de unas iguales condiciones materiales de vida para todos los ciudadanos. Se entendía que el mero reconocimiento formal de los derechos civiles y políticos no garantizaba la igualdad de todos los ciudadanos si existían, por otro lado, desigualdades de riqueza y de oportunidades15 . Por ello, se trata de conferir a la vieja defensa de los derechos una versión más material y real que, de verdad, promueva la igualdad y libertad de todos. El Estado y la Administración serán, a partir de ahora -sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial-, los actores que deban realizar tal misión. Así, la pasividad del Estado deja paso un Estado polivalente que, en unas ocasiones, promociona ciertas conductas beneficiosas, en otras, distribuye bienes y recursos socialmente considerados entre los ciudadanos o remueve obstáculos que dificultan la situación deseada. La “justicia social” es el principio rector de todas estas actuaciones. En verdad, han sido suficientemente estudiadas las implicaciones que el dominio de la justicia social ha supuesto a la nueva modalidad del Estado que, bajo su égida, se convierte, al menos, en “Estado distribuidor”, es decir, en un Estado que asume funciones antaño realizadas por la empresa privada y que redistribuye la riqueza a través de diversas fórmulas prestacionales, y en “Estado manager”, según la conocida tesis de García Pelayo (García Pelayo 1991, 30-35), y con la que
  • 30. indica que, entre sus objetivos, no está sólo el de distribuir bienes, sino también el de reproducir el sistema mismo, esto es, las condiciones de su pervivencia, “lo que conlleva su responsabilidad por la dirección general del proceso económico, dentro del marco de una economía de mercado, que el mismo Estado contribuye a regular estructural y coyunturalmente” (35). Los derechos del hombre siguen teniendo un papel medular en el Estado social de Derecho, pero, dado su carácter corrector de las insuficiencias del Estado liberal de Derecho, son los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos de segunda generación, los que ocupan un puesto privilegiado, pues se considera que materializan los ideales de justicia social. Por supuesto, los derechos civiles y políticos siguen teniendo un papel destacado en las cartas de derechos y, de hecho, son el puntal de la estructura política y jurídica del Estado social. El cambio cala en el fondo de la naturaleza de los derechos, pues supone superar el viejo concepto de libertad negativa, es decir, de límites al poder político, para convertirse en motivos de exigencias para que el Estado actúe. Como dice Pérez Luño: “Por tanto, el papel de los derechos fundamentales deja de ser el de meros límites a la actuación estatal para transformarse en instrumentos jurídicos de control de su actividad positiva, que debe estar orientada a posibilitar la participación de los individuos y los grupos en el ejercicio del poder. Lo que trae como consecuencia la necesidad de incluir en el sistema de los derechos fundamentales no sólo a las libertades clásicas, sino también a los derechos económicos, sociales y culturales como categorías accionables y no como meros postulados programáticos” (Pérez Luño 1991a, 228). Dentro de esta categoría se incluyen derechos cuyo objeto es el trabajo, la vivienda, la educación, cultura, seguridad social, disfrute de prestaciones públicas y de unas condiciones mínimas de vida. Ha habido quienes, a la vista de los posibles excesos que pudieran derivarse de un descontrol de las actuaciones del Estado social de Derecho, ha propuesto añadir el calificativo de “democrático” como modelo que supere esas insuficiencias. Ya el pensamiento liberal, de la mano de Hayek, denunció reiteradamente que el exceso de actuaciones de la Administración bajo el Estado social de Derecho podía conducir a un debilitamiento de la sociedad civil y, sobre todo, a un régimen autoritario. Sobre todo, esto último ante los continuos requerimientos de los ciudadanos para que actúe. Finalmente, la propia gestión se autonomiza, formaliza sus proyectos que conllevan, en muchas ocasiones, que la Administración se entrometa en la vida de las personas. Estas y otras consecuencias son ampliamente analizadas por la teoría neoliberal en contra del Estado social. Frente a esto y como fórmula de superación, algunos teóricos (E. Díaz y Pérez Luño) proponen establecer un Estado 15 E. Forsthoff, “Concepto y esencia del Estado social” en W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring (1986),
  • 31. democrático de Derecho “tendente a potenciar la virtualidad del principio democrático en el seno del Estado social” (Pérez Luño 1991a, 229). En realidad, se trata de conjugar los principios democráticos con los postulados básicos del Estado social de Derecho y no tanto la defensa de una alternativa que obvie a éste. Por eso, esta postura teórica, que ha tenido su plasmación en textos constitucionales como el español, es defendida, sobre todo, por defensores de la socialdemocracia en contra de las posiciones conservadoras que, siguiendo a Hayek, pretenden el desmantelamiento de los programas de asistencia social y de promoción del bienestar propios del Estado social. Desde la óptica de los derechos, el debate actual sobre el Estado social no carece de importancia. Pues, el punto de mira de quienes disparan contra esta forma de Estado no es otro que los derechos sociales. Esto es precisamente lo que, a estas alturas del siglo XX, está en juego: si el Estado, la Administración debe potenciar programas de asistencia y bienestar social o si, por el contrario, debe recluirse en el ejercicio de las funciones del viejo Estado liberal decimonónico. Esto es, si las cartas de derechos fundamentales deben ceñirse sólo a los derechos civiles y políticos o debe recoger a los derechos sociales, económicos y culturales en condiciones de igualdad. Pues bien, a la vista de los debates teóricos suscitados desde la primera crisis económica en el año 1973 que anunciaba el hundimiento del Estado social de Derecho y de la experiencia política de gobernantes conservadores y neoliberales -Reagan en EEUU y Thatcher en Gran Bretaña, Kohl en Alemania, Chirac en Francia y Aznar en España- cabe afirmar, con todos los matices que sean necesarios hacer posteriormente, que la pragmática política ha ido por derroteros previamente no allanados. En efecto, frente a las voces que preveían el desmantelamiento de los programas del bienestar y el retroceso al capitalismo anárquico y salvaje del XIX, la experiencia política muestra que, cuando han alcanzado el poder, el Estado social sólo ha sido “tocado” tangencialmente por los partidos no socialdemócratas. Lo que, por otra parte, no debe ser considerado como un mérito pues los problemas no por ello se han resuelto. En realidad, lo que se ha demostrado es que C. Offe tenía razón cuando afirmaba que el Estado del Bienestar es irreversible en aquellos sitios donde se ha implantado una estructura y unas prácticas políticas de bienestar social, pues ello supondría la abolición de la democracia política, del sistema de partidos y de los sindicatos. No hay movimiento político por muy populista que sea, incluso de derechas, que se atreva a eliminarlos pues, a la larga, la supresión de las políticas de bienestar, sobre todo, afectaría a sus votantes, es decir, a la clase media, por lo que perjudicaría directamente a las posiciones sociales y la riqueza de sus votantes y, por tanto, su reelección correría un serio riesgo. Por lo demás, esta circunstancia no es óbice para que, aquí o allá, se efectúen ciertos retoques a los pp. 69-106.
  • 32. derechos sociales, aunque los problemas estructurales del Estado social seguirán perdurando en muchos casos como una losa. No obstante, sí interesa reafirmar, después de todo, que “la concepción de los derechos fundamentales determina la propia significación del poder público, al existir una íntima relación entre el papel asignado a tales derechos y el modo de organizar y ejercer las funciones estatales” (Pérez Luño 1988, 20)16 . 1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad. Los derechos del hombre han cumplido y, especialmente en el momento actual, cumplen un papel de primer orden en la legitimidad del Estado de Derecho. La cuestión de la legitimidad no es en absoluto una cuestión baladí y, de hecho, en los últimos tiempos, son multitud las páginas dedicadas a la tan cacareada y manida “crisis de legitimación”. En efecto, es ampliamente extendida la opinión de que el Estado social de Derecho adolece de falta de legitimidad, es un Estado ilegítimo, sin fundamento moral, en definitiva, que se encuentra en un callejón sin salida ante la apatía generalizada de sus súbditos. En otras palabras, que carece de capacidad para atraer a sus ciudadanos. Y la cuestión tiene su enjundia a pesar de que, en el transcurso del debate sobre dicha crisis, el Estado todavía perviva renqueando y aunque cada vez sea más evidente la escisión entre gobernantes y gobernados. Con ello, se trata de reafirmar la necesidad de fundamentar, de dar razones en favor de la legitimidad del Estado social de Derecho y de no dejar su justificación únicamente a la eficacia o ineficacia de las actuaciones estatales. Es, en este punto, que el reconocimiento de los derechos del hombre cumplen una importante función en la legitimidad del Estado social de Derecho, especialmente, si se produce la extensión de la protección y de la aplicación de los mismos hasta abarcar los derechos sociales. La cuestión acerca de la legitimidad del Estado en el momento actual con sus consiguientes disquisiciones conceptuales ha sido ampliamente tratada por la filosofía jurídica y social y no es éste el lugar para comentar o desarrollar algunas de las aportaciones habidas. Tan sólo recordar algunos conceptos e ideas útiles para la comprensión de los derechos del hombre en el panorama actual. Cuando se habla de “legitimidad”, suele hacerse referencia con dicho término a que un estado de cosas, una situación o una acción está convenientemente justificada ante los ojos de quien se interroga sobre tal particular. Legitimidad, por tanto, es lo mismo que justificación o fundamentación. Que un Estado o una norma del Derecho sea legítima quiere decir que está justificada o fundada de alguna manera. Precisamente, porque la 16 Sobre la polémica en torno al Estado social, vid. Martínez de Pisón (1994b y 1996).
  • 33. palabra legitimidad tiene este significado, el modo de justificar una opinión, una acción o una institución -incluyendo al Estado-, comúnmente, se realiza a través de la correcta formulación de argumentos. Fundamentar es argumentar, dar razones en favor de la opinión mantenida. Más concretamente, se dice que un Estado es legítimo cuando está justificado en base a razones de carácter moral o ético, por referencia a determinados principios. El que la justificación del Estado sea ética, cobra una especial importancia por cuanto fortalecerá la percepción general entre los ciudadanos de que es un Estado sólidamente asentado (E. Díaz 1990, 17 y ss.; 1984, 21 y ss.). Legitimidad se diferencia de “legitimación”. Son conceptos distintos y, al mismo tiempo, estrechamente conectados. Con legitimación se hace referencia a la real “adhesión” de los ciudadanos respecto al Estado. Mientras que con legitimidad nos ubicamos en un plano teórico en el que discutir argumentos sobre la justificación del Estado, con el término legitimación nos situamos en un plano fáctico que muestra la confianza de los ciudadanos hacia los gobernante, en un plano real en el que se plasma su grado de adhesión hacia las medidas políticas. Por eso, la legitimación está muy vinculada a la obediencia o desobediencia al Derecho. Por supuesto, la mayor o menor adhesión de los ciudadanos al Estado puede depender de, a sus ojos, una correcta o incorrecta justificación. En este punto, es donde se da una confluencia entre legitimidad y legitimación. Esta es importante para los Estados porque éste espera que sus súbditos le obedezcan y, para ello, busca una legitimidad convincente que haga pensar a éstos que merece la pena obedecer a los gobernantes por razones éticos y no por razones prudenciales, es decir, por la capacidad del Estado para imponerse por la fuerza. Siempre es preferible la fuerza de los argumentos y de la confianza del ciudadano en el sistema a la fuerza de la coacción y de los aparatos coercitivos. Ahora bien, ¿son los derechos humanos o derechos del hombre un posible argumento que aumente o disminuya la legitimidad del Estado? ¿Sirven, en suma, para legitimarlo? La respuesta a estas preguntas no puede ser otra que afirmativa. Los derechos humanos no son sino expresión codificada o positivada, en su caso, de valores como libertad, igualdad, dignidad, etc. que constituyen poderosos argumentos a favor de las instituciones cuando éstas inspiran en ellos su estructura y sus actuaciones. Los derechos humanos no son sino producto de conquistas históricas en momentos determinados que materializan dichos conceptos éticos. En esta medida, si la legitimidad del Estado deriva de una justificación adecuada basada en argumentos y valores éticos, no cabe duda que esa justificación y, por tanto, la legitimidad misma aumentará cuanto más se emplee los derechos del hombre como fundamento. Precisamente, estos derechos como conquista histórica representan la diferencia notable respecto al Antiguo Régimen. Hasta tal punto es así que, en el momento presente, no hay texto
  • 34. constitucional que no contemple en su articulado un estatuto de derechos y libertades de los ciudadanos. Los derechos fundamentales de las Constituciones actuales no son sino la materia positivada de esos ambiguos derechos del hombre. Son estos derechos positivados, juridificados. La legitimidad de un régimen político depende precisamente de esta realidad. Incluso, también de que sus actuaciones no sean contrarias a lo que la comunidad internacional entiende por derechos humanos y, en este sentido, la Declaración Universal de Derechos adquiere una considerable importancia. En efecto, en la actualidad, los Estados y sus gobernantes, incluso, los autoritarios o dictadores, no aceptan de buen grado que sean estigmatizados por violar los derechos humanos. Por ello, se han convertido en un parámetro en las relaciones internacionales. Como se ha afirmado, hoy “el respeto a los derechos humanos se convierte, aunque sólo sea a ese nivel teórico-ideológico en criterio legitimador del poder político” (E. Díaz 1977, 126). Afirmado, pues, que los derechos del hombre son un elemento necesario en la legitimidad del Estado y, en particular, de las diferentes modalidades de Estado de Derecho, surgen algunas cuestiones que, aunque sea brevemente, conviene apuntar. ¿Qué tipo de legitimidad instaura la adopción de los derechos del hombre como criterio justificador del Estado de Derecho? ¿Qué derechos o conjunto de derechos son los que hacen el papel legitimador? ¿Algunos en concreto? ¿Todos los imaginables? ¿Algunos pocos, pero importantes? Por último, ¿su función legitimadora debe reducirse a la consideración de principios programáticos o, por el contrario, debe exigirse a los poderes públicos su materialización o, al menos, ciertas dosis de realización? La respuesta a la primera pregunta es, en mi opinión, que, dado lo que se juega el Estado, la legitimidad debe ser la más amplia posible. Es decir, aquella que tenga una mayor capacidad de convencimiento, aquella cuya justificación pueda ser aceptada por el mayor número posible de ciudadanos. Por ello, puede decirse que, al margen de las clásicas tipologías sobre la dominación (Weber), la legitimidad democrática es el tipo de legitimidad que cubre plenamente las exigencias de los derechos del hombre como criterio ético que fundamente el Estado de Derecho. La legitimidad basada en los mecanismos democráticos para exponer la pluralidad ideológica vigente en la sociedades post-industriales y para participar en la vida pública es la mayor -y, posiblemente, la única- garantía para poder articular un gran consenso social que fundamente al Estado y sus actuaciones. Esta forma de legitimidad es, además, una de las expresiones paradigmáticas de un concepto genuino de la libertad individual. A su vez, uno de los méritos de este modelo de legitimidad, como ha puesto de manifiesto E. Díaz, es que incorpora e integra la legitimidad racional-legal, es decir, la legitimidad basada en la legalidad, basada en criterios formalistas, tal y como ha mantenido el positivismo desde
  • 35. siempre. Por su parte, dicho profesor saca interesantes implicaciones de esta tesis (E. Díaz 1984, 56). ¿Qué derechos del hombre deben incorporarse al sistema de legitimidad del Estado de Derecho? Esta no es una respuesta pacífica para los autores. De hecho, depende del modelo de Estado que se pretenda justificas. El Estado liberal de Derecho no pasó de un reconocimiento formal de los derechos y sólo incluyo en sus regulaciones y entre los criterios de legitimidad los derechos civiles y políticos. Esto fue así por el carácter individualista de sus presupuestos. Interesa, aunque solamente sea en el plano general y formal de los textos jurídicos, la positivación del principio de la personalidad y de la dignidad humana, de la libertad individual, de la libertad para expresar sus opiniones, para asociarse, para ejercer un culto de acuerdo con sus creencias, etc. El Estado social de Derecho incorpora al estatuto de derechos, además, a los derechos sociales como una condición para superar el mero plano formal y se pretende que el ejercicio de la libertad no esté determinado por las desigualdades sociales. Precisamente, el debate en este final de siglo es, como ya apunté antes, si deben o no reducirse los derechos sociales ante la situación de crisis fiscal del Estado. No obstante, en mi opinión, no puede obviarse una concepción global de los derechos que muestre la interrelación existente entre ambas categorías de derechos y que el pleno ejercicio de unos exige la realización de los otros. Por último, ¿los derechos humanos deben reducirse a meros principios programáticos para cumplir satisfactoriamente su función legitimadora? En principio, con el mero reconocimiento jurídico de los derechos parece que se satisface los objetivos mínimos de legitimidad. Ahora bien, si realmente se postula una legitimidad democrática con todas sus consecuencias, ésta parece exigir que la positivación de los derechos no se quede únicamente en una declaración de principios. El propio sistema democrático y sus instituciones tendrá mayor credibilidad cuanta mayor sea la eficacia de los derechos. Aún más, si, además de legitimidad, es decir, justificación ética del Estado, se pretende obtener altas cotas de adhesión de los ciudadanos, es decir, legitimación, ésta será mayor cuanto mayor sea el convencimiento de los ciudadanos de que se está llevando a la práctica el sistema de derechos. 1.3.- Los derechos en un mundo globalizado. Desde las primeras formulaciones y declaraciones sobre los derechos del hombre, su desarrollo y realidad ha variado notablemente. El proceso de internacionalización iniciado con
  • 36. la Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948 ha supuesto una importante transformación en el problema de su reconocimiento, pues dejó de ser una cuestión nacional para tener, a partir de entonces, un protagonismo muy especial en el panorama internacional. En efecto, el respeto de los derechos humanos ha dejado de ser meramente una cuestión interna de cada país para ser objeto de la atención internacional hasta el punto de que, según los casos, los Estados toleran, aunque sea a regañadientes, verdaderas intromisiones en los asuntos internos cuando lo que se comprueba es la situación concreta de los derechos de los ciudadanos. Son ingentes los informes elaborados anualmente por comisiones internacionales, Estados o, incluso, organizaciones no gubernamentales que analizan meticulosamente esta cuestión y a ningún gobernante le gusta que se ponga en evidencia los problemas internos existentes, ni menos todavía que le acusen de la violación de derechos humanos. Sin duda, éste ha sido un paso capital en la gestación de una conciencia global sensible a los derechos. Pero, además, el hecho que los derechos humanos ocupen un puesto relevante en la esfera internacional tiene una implicación que no se puede obviar. Y es que, una vez que los derechos han sido recogidos en textos internacionales, su aplicación, su eficacia está estrechamente ligada a los movimientos y procesos que se produzcan en dicho ámbito, lo que, en verdad, tiene consecuencias para los mismos que no siempre se han sabido apreciar correctamente. En verdad, culminado el momento de su reconocimiento y de su internacionalización, la fortuna de los derechos humanos está condicionada por acontecimientos más generales que afectan al planeta. Particularmente, este influjo es determinante a partir los cambios acaecidos con el fin de la Guerra Fría y de la política de bloques, acontecimientos coincidentes que han supuesto el inicio de otra fase en las relaciones internacionales -especialmente, económicas-, que, quizá de una forma impropia, se le conoce como “globalización”, término con el que se hace referencia al proceso de integración de los mercados en el ámbito mundial: esto es, al proceso al que se ven sometidas las economías nacionales al incorporarse sin trabas a la economía mundial. En realidad, las economías nacionales hacía tiempo -sobre todo desde la Segunda Guerra Mundial- que estaban ya interrelacionadas, pero la estructura de los negocios y las transacciones estaban todavía organizadas por bloques -zona del franco, de la libra, etc.- y de acuerdo a un sistema de pactos y negociaciones que establecía tanto relaciones comerciales preferenciales como aumentaba o disminuía los derechos de aduanas entre las naciones17 . Las sucesivas disminuciones de estos, el aumento de los intercambios y la intensificación del 17 Vid. el libro de L. Emmerij (1993). También el artículo de P. González Casanova (1996, pp. 39 y ss. y 85 y ss. En particular, éste ha desarrollado un interesante estudio de la evolución de las relaciones económicas desde la transnacionalización a la globalización y cómo este proceso ha conducido al establecimiento de una nueva colonización económica que no es sino el trasunto del sistema de explotación consagrado en todo el planeta. Asimismo, trata los efectos que estos procesos han infligido en la soberanía estatal.
  • 37. volumen del comercio internacional fue poco a poco cambiando ese estado de cosas. Sobre todo, fue determinante el crecimiento de los flujos monetarios internacionales, el desplazamiento vertiginoso de capitales y la incapacidad de las autoridades por controlarlo, especialmente cuando afectaba a compra-venta de acciones, operaciones con empresas, OPAs. En la actualidad, ha crecido la sensación de que las grandes decisiones sobre el comercio, las marcas, los gustos exceden del poder de decisión de los consumidores y que escapa al control de los gobernantes. Y que las políticas empresariales de marketing son más importantes que otros valores de antaño y, por supuesto, que otras preocupaciones como el medio ambiente, la salud, la paz, el uso de la tecnología y otros similares. Tampoco es despreciable en este proceso la gran revolución tecnológica de finales de siglo que ha tenido y tiene una especial incidencia en el mundo de las comunicaciones, el cual ha sido el cauce de importantes transformaciones medulares en el proceso que estamos revisando. Es más, sin los profundos cambios en comunicaciones y sin la revolución informática lo que se conoce como globalización no hubiera alcanzado las cotas ni la influencia que tiene en el momento presente. Junto a ello, las nuevas relaciones económicas, apoyadas en la mencionada revolución tecnológica promovida por los avances informáticos, han fomentado la facilidad para el movimiento y el desarrollo de flujos de hombres, capital y mercancías. Estos -especialmente, los capitales-, se pueden trasladar de una a otra parte del planeta con una rapidez inimaginable pocos años antes saltándose cualquier obstáculo o frontera nacional. En esta tesitura, los Estados no están ni competencial ni técnicamente preparados para esta nueva situación lo que, a la postre, ha conducido a una merma de su autoridad. En efecto, ante esta situación, los Estados tienen muchas dificultades para materializar en resultados concretos sus elaborados planes económicos, sus políticas presupuestarias, pues los factores clave gozan de una libertad de movimientos poco usual hasta la fecha que les permite eludir sin problemas los controles estatales. Lo mismo se producen potentes flujos económicos sobre ciertos sectores de la producción, como ejercen fuertes presiones sobre una moneda nacional o se fomenta el contrabando generalizado. La alta tecnología en informática y comunicaciones ha facilitado todos estos procesos: “no sólo la mayor movilidad de los factores de la producción sino la conformación de una suerte de cultura masiva común de la cual hace parte la evidente estandarización de las normas de consumo y la homogeneización de los principios tecnológicos” (H. L. Moncayo 1996, 15). La mundialización de la economía está suponiendo, de hecho, un ataque más a la soberanía estatal. Todo ello ha generado un cierto grado de confusión sobre los nuevos fenómenos de las relaciones económicas internacionales, lo que se traduce en lo que se conoce como “globalización”.
  • 38. Pero, la globalización también ha venido acompañada con una fuerte tendencia a la regionalización, es decir, a la formación de bloques regionales homogéneos en los cuales, en su interior, se ha liberalizado la economía y el comercio, pero, a su vez, se encuentran protegidos respecto a los flujos que provengan del exterior. De esta forma, los países que componen cada bloque -Unión Europea y los viejos países del Este, el bloque americano, asiático- gozan de ventajas en el comercio e, incluso, en el movimientos de capitales y personas cuando se efectúan con países del mismo bloque mientras que levantan barreras aduaneras respecto a los demás. Ahora bien, aunque pudiera parecer que esta tendencia obstaculiza el fenómeno globalizador, más bien, ha acentuado la integración entre los Estados al fomentar el establecimientos de nuevas relaciones económicas (Emmerij, 1993). Por un lado, ha incorporado nuevos Estados a la economía mundial -países del Este, Asia, Africa- que, de otra manera, quedarían al margen; por otro, se han abierto nuevas posibilidades a las relaciones comerciales e, incluso, de cooperación tecnológica. Precisamente, este doble acoplamiento -de los países en bloques económicos y de éstos entre sí- es el que ha acelerado el fenómeno globalizador al permitir la total integración de las economías nacionales. El problema estriba para aquéllos que no lo han intentado o han fracasado en el intento. Quien queda fuera de estas estrategias, ya sea por carecer de materias primas, de interés económico o por no poder engancharse, queda automáticamente marginado de cualquier flujo económico y condenado al ostracismo. Todavía más. Paralelamente a este proceso globalizador se ha producido también un fenómeno paradójico y preocupante: el de la balcanización o fragmentación social y cultural del mundo. En efecto, por un lado, las decisiones económicas y políticas a nivel planetario se toman cada vez más de acuerdo a unos pocos intereses políticos y comerciales, normalmente, privados y, por otro, paradójicamente, ante el debilitamiento del Estado nacional, son cada día más habituales las manifestaciones violentas de nacionalismo, xenofobia y racismo, y de fundamentalismo religioso como así lo prueban acontecimientos de la reciente historia europea, como atestigua la experiencia yugoeslava. Difícilmente puede separarse la aparición repentina de estos fenómenos de la desterritorialización de la toma de decisiones sobre importantes medidas económicas y del ataque al Estado y a la soberanía nacional. Este tipo de manifestaciones son, en realidad, el contrapunto a los procesos de progresiva integración de la economía mundial (Faria 1996, 25; J. de Lucas 1996b, 19). Pues bien, la globalización o, mejor, la internacionalización de las economías nacionales y la uniformidad cultural evidente en todo el planeta son, ahora, un factor de primer orden en