MAYO 1 PROYECTO día de la madre el amor más grande
GORRIÓNlectura1.docx
1. GORRIÓN
Jaime Campos Hernández
Bajo la sombra de un pequeño arbusto veraniego salió del cascarón. Fue el último en eclosionar a
través de la delgadísima cáscara. Apenas pudo con su pequeño pico triturar aquellas fibras
legañosas, sustancia parecida a la que supuran los ojos de las aves en las alturas.
su mirada - sea por la altura o la puna - no es sino la contaminación del cielo, producto del orgullo,
la vanidad y la creencia del hombre “que lo puede todo” aunque para ello deba avasallar con todo
lo que le estorba para conseguir sus fines.
Fueron tres los huevitos que durante 18 días ocuparon aquel nido, tiempo de bienestar y felicidad.
Cómodos iban formándose bajo las calurosas alas de la mamá gorrión. El tercero, “rezagado” futuro
gorrioncito, estaba a punto de ser abandonado al no mostrar signos de vida. Por ello, llamaron al
pájaro curandero del lugar, un “tordo” que inmediatamente se hizo presente a cambio de una
jugosa “retribución”. Después de examinarlo dijo que el caso era de pronóstico reservado no
garantizando que sobreviviera. Un “loro” semipelado - que se hallaba fisgoneando de cerca -
vociferó de manera solapada, sorpresiva y escandalosa:
- ¡Será un gorrioncito enfermo, será un gorrioncito enfermo! ¡Mejor tírenlo al abismo para que sea
banquete de los perros! - Cuando la madre quiso ubicar la voz aguardentosa, el loro charlatán se
había esfumado. ¿Qué hubiera pasado si la amorosa madre lo hubiera pillado?
Los “peches”, prudentes y piadosas aves, murmuraban por el pronto final del gorrioncillo. Las
“chilalas” religiosas elevaban sus beatas alitas al cielo irritadas por la situación de aquella familia,
llegando a la conclusión que la culpa era de los padres por los pecados cometidos; incluso las más
viejas - en el colmo de la exageración - se desplomaban por aquel infausto advenimiento. Durante
varias noches - las “lechuzas”, reinas de la oscuridad - encaramadas en sendos árboles, aguzaban
sus oídos, empinando rodillas, irguiendo cuellos; chasqueaban sus picos aguardando el desenlace
final.
El padre - incólume - contemplaba tranquilo a su inmóvil hijo que apenas respiraba, lo hacía de
manera serena como si estuviera mirando hacia su interior, como dejando finalmente en manos de
la providencia y que la naturaleza defina el destino de su hijo.
Desdichados días pasaron. La madre muy atenta no se movía de su lado, cambiándolo de ubicación
constantemente para darle ánimo y así quizás reaccionara; pero nada. Tan sólo una leve respiración
lo sostenía. Tal atención no significó el abandono de las otras crías que cada día alborotaban el nido;
sino todo lo contrario, era puntual administrándoles el sustento. De manera instintiva, el padre se
2. había responsabilizado abasteciendo a la familia con los alimentos necesarios para subsistir pues la
madre se dedicó exclusivamente al cuidado del pequeño gorrión.
Unos “colibríes” vecinos, enterados de que aquel pequeño no succionaba los alimentos que le
ofrecía su madre, portaban cada día manjares deliciosos extraídos de las flores, y una vez por
semana, traían esponjosos frutos de la guaba, embadurnadas con miel de panales de doradas
abejas, fortaleciendo así su débil cuerpo. Un par de “tórtolas” enamoradas se comprometieron a
arrullarlo e iluminar el nido de tornasolados colores que sus gargantas irradiaban al besar el sol,
desbordando el recinto con tonalidades de ensueño.
Con el paso del tiempo – torpemente, entre caídas y caídas - salió del nido. Sus hermanos, habían
partido del nido paternal en busca de otro destino. La madre prohibió severamente a propios y
extraños que lo llamaran “gorrioncito”, porque consideraba que ese trato con tal diminutivo,
indicador de lástima y …
[9:44 a. m., 11/11/2022] Jaime CVM: Un cuento corto para seguir amando a la naturaleza
3. EL ÁRBOL DEL CAMINO
Nació sin haber sido invitado, por suerte creció a un costadito del camino facilitando el tránsito
diario de los hombres del campo, de los animales que diariamente salen en tropel a pastar y cómo
no, concediendo holgura a los ocasionales vehículos motorizados que se desplazan por aquel
polvoriento camino carrozable. ¿Qué hubiera pasado si su semilla crecía obstaculizando aquel
paso?, ¿los hombres lo hubieran trasplantado?, ¿lo hubieran rescatado de un fin seguro?
Con los años aumentó de tamaño ignorado por la mirada de los caminantes, quienes jamás posaron
sus ojos sobre él porque simplemente no lo consideraban bello; en esa pobreza existencial se
desarrolló. Pese a ello, se elevaba rápidamente, se expandía tanto en altura como en grosor. Creció
rodeado de precariedad emocional y escasez del líquido elemento indispensable para subsistir; se
aprovechaba con ansiedad del rocío mañanero para “beber” y así calmar su sed. Esta condición
inevitable obligó a que su instinto de supervivencia hiciera naufragar sus raíces en lo más profundo
de la tierra; triturando piedras, esquivando adversidades, en busca de colmadas corrientes
subterráneas.
Las aves desterradas de la ciudad hicieron de él su aposento nocturno y, por temporadas instalaban
sus nidos sobre sus acogedoras y fuertes ramas, cumpliendo así, la función de buen “hospedador”.
Su tierna compañía lo hacían dichoso y, la felicidad duraba hasta que las crías de las benditas aves
emprendían vuelo hacia nuevos cielos. En verano, gozaba de la lluvia costeña, dejándose llevar por
la fresca emanación y vibración de las diminutas y prístinas gotas que hacían reverdecer sus ramas
dejando atrás malos recuerdos…la escasez…el abandono.
Con el tiempo, se convirtió en un robusto y hermoso árbol. Solía -en sus horas quedas- pensar “de
dónde venía” y “cuál sería su destino”; indudablemente, el silencio le había ayudado a encontrarse
consigo mismo, a hurgar en su interior, a reconocer todo su potencial y valorar los dones heredados.
Aquilató sus esfuerzos por subsistir y los servicios prestados: “dando sombra a los indiferentes
hombres atosigados por los fuertes rayos solares del mediodía” o “haber sido por décadas, centro
hospitalario de pájaros exiliados”. Resuelto, descubrió que todo esto lo hacía feliz, no solo servía
para apaciguar al violento remolino que -por temporadas- hacía su paso por aquellos lares.
Comprendió que la naturaleza le había brindado algo muy bueno, ser útil. Aquella noche no durmió
con el ceño fruncido, ya no ignoró a las nocturnas lechuzas que tenían fama de ser mensajeras de la
muerte y, conversó amenamente con ellas hasta que la aurora lo sorprendió despierto y agradecido
por la vida. Se había forjado a sí mismo.
Jaime Campos Hernández
Chepén, abril 2020