Este documento describe cómo Dios pide ser acogido por el hombre en el misterio de la Navidad. Al hacerse hombre, Dios necesita que el hombre cuide de él. Al acoger a Dios hecho hombre, el hombre se acoge a sí mismo de la manera más auténtica. El documento luego describe cómo el hombre está hecho de tiempo, espacios interiores y carne, y cómo Dios nos pide que acojamos al hombre con sus tiempos, espacios y carne.
"Lo que tú quieras", biografía ilustrada de Montse Grases.
Dios pide ser acogido en el hombre en Navidad
1. NAVIDAD 2014
P. Saverio Cannistrà, Prepósito General
En el misterio de la Navidad Dios pide ser acogido por el hombre. Llama a la puerta de
nuestra casa, de nuestro mundo, de nuestras tareas cotidianas: quiere entrar, encontrar
un sitio dónde estamos nosotros, nuestras cosas, nuestros pensamientos, nuestros
afectos, hace justo lo que hace cada ser humano que viene al mundo, cada huésped
(esperado o no esperado), que se presenta en nuestra casa. El hombre pide siempre a
otro hombre que le haga un espacio, que le dé tiempo: sin esto no puede vivir. Y el
milagro de la Navidad es éste: si Dios se hace hombre, es porque necesita que el hombre
cuide de él. Esto, por paradójico que nos parezca y contrario a cualquiera idea natural o
filosófica de Dios, sin embargo es comprensible. Quizá lo que resulte más difícil de
entender es que esta acogida también es la definición de la salvación del hombre. El
2. hombre se salva desde el momento en que cuida de Dios. Acogiendo al Dios hecho
hombre, el hombre se acoge a sí mismo, se acoge en el modo más auténtico y radical, y
logra por fin quererse.
Sí, porque el problema es que el hombre no se quiere para nada y no cuida para
nada de si. Cuando en el evangelio de Luca leemos que "por él, por ellos, no nos fue
puesto en el alojamiento" o en el evangelio de Giovanni que "vino entre los suyos, y los
suyos no lo han acogido", es justo del hombre que está hablando. Es antes este ella y
fundamental iluminación de la Navidad: descubrimos que en nuestras vidas y en
nuestros alojamientos, en nuestras mentes y en nuestros corazones, no nos es puesto por
nosotros mismos, por lo que realmente somos, por aquel incesante dinamismo que es el
hombre, por su infinito potencial de amor. Todo ya es ocupado, todo ya es reservado, un
po' como nuestras agendas o nuestros calendarios primera ancla que empiezas el nuevo
año.
¿Y de qué está hecho este hombre que nos pide entrar y busca un sitio en
nosotros? Me parece que la Palabra de Dios, leyéndola entre líneas, nos ofrece no pocos
elementos para reconstruir su fisonomía y para comprender su naturaleza.
El primer elemento es el tiempo. Es un hombre que está hecho de tiempo, que
necesita tiempo. Necesita casi un año para aprender a caminar, y más de un año para
aprender a hablar, y luego más años para aprender a leer, a escribir, a trabajar… Jesús
pasa treinta años en Nazareth, creciendo en edad, sabiduría y gracia. Muchos días,
meses, años, que no son iguales unos a otros, sino que son etapas que se suceden, y una
es consecuencia de la otra. El tiempo no se repite, continúa, nosotros decimos
«inexorablemente», y en cambio no: evoluciona beneficiosamente, salvíficamente. Me
pregunto si mantenemos todavía este sentido del tiempo, de la existencia, de su
«desplegarse», que es en realidad un ir abriéndose camino, o si en cambio estamos
aferrados al instante, muchos instantes, cada uno idéntico al otro, sin progresión, sin
orientación, uno acumulado, imprimido sobre el otro. Tenemos prisa de ver los
resultados, de poseer bienes tangibles, que en realidad son solo imágenes efímeras,
hechas de la misma materia de los sueños. El Dios que se hace hombre nos pide que
acojamos al hombre con sus tiempos, que crece y madura lentamente.
El Dios que entra en nuestra vida es también el hombre que contiene espacios y
paisajes interiores. El nacimiento de Jesús está rodeado por una serie de experiencias
hechas en soledad y en interioridad. Los evangelios hablan de ángeles, es decir de
mensajes que envuelven a María en su espera, a José en su interrogarse, a los pastores
en su velar nocturno. Y de todas estas personas se nos dice que descubrieron una
realidad diferente, escondida a los ojos del mundo, pero generadora de vida, de luz, de
esperanza nueva. «Se llenaron de alegría y de Espíritu», según la expresión del
evangelio de Lucas. Alegría y Espíritu brotan del interior, como de un manantial que
surge de las profundidades de la roca. El hombre está hecho de esta roca: hay en él algo
muy sólido, muy resistente. Pero, ¿hay espacio para está soledad en nuestro mundo, que
3. ahora solemos calificar como «líquido»? ¿Queremos ser sólidos? ¿Queremos de verdad
resistir a vientos y corrientes que nos solicitan, nos distraen, nos tientan? ¿No nos da
miedo estar anclados, cuando todo parece dejarse llevar de una dulce deriva? Y sin
embargo la fe es estar firmes, la fidelidad es permanecer firmes, la paz es estar firmes,
no en el sentido de una inercia o de una paz de cementerio, sino queriendo enraizarnos
en profundidad en algo que es verdad: consistente y fiable, a pesar de todo. Es la
Palabra, el Logos del que provenimos, pero «que el mundo no ha reconocido». Muchas
palabras, demasiados sentidos, muchos paraísos nos atraen.
Y, por último, este hombre que nos pide ser acogido y reconocido está hecho de
carne: el Verbo se ha hecho carne. Así nos dice el evangelio de Juan. No dice: se ha
hecho hombre, sino que se ha hecho carne, aun sabiendo que carne alude en cierto modo
a corrupción, a vulnerable, a frágil. La carne siente frío y calor, hambre y sed, siente
cansancio y sueño. La carne tiene deseos y pasiones. La carne se estremece, tiembla y
sangra. Pero también recibe caricias y abrazos, se calienta al fuego y goza con la brisa
del mar, es ungida de aceites perfumados y cubierta de lino. La carne no es una realidad
que sólo se toma en consideración desde el punto de vista médico o de la pasión erótica.
La carne soy yo: mi sentir, mis reacciones al mundo en el que vivo, mi condición
terrenal, de al que intentamos protegernos, o huir gnósticamente. Hablamos por lo tanto
de hombre o de sociedad post-humana o post-mortal, siguiendo un ideal de hombre-
máquina, cuyos pedazos pueden ser reemplazados o transformados. Quizás no nos
damos cuenta de que esta visión está apoderando sutilmente de nuestras mentes,
alejándonos cada día de más del cuerpo de carne del que estamos hechos y que contiene
y cuida nuestro ser más verdadero. Porque es el cuerpo el verdadero sujeto de la vida
espiritual y no hay como el misterio de la Encarnación para recordárnoslo y hacernos
meditar. No despreciemos el cuerpo, no seamos gnósticos, de lo contrario con el cuerpo
también perderemos también el espíritu. El cuerpo de Jesús se pone en nuestras manos,
para que lo acojamos y con él, también acojamos nuestros cuerpos, con su historia, sus
heridas, sus emociones, sus debilidades. Cuerpos que nos piden que cuidemos de ellos,
no sólo yendo al médico, sino escuchándolos en profundidad, viviendo y saboreando
hasta la médula la verdad de nuestro ser en el mundo.
Para esto ha venido Dios al mundo, para que aprendamos a estar en él, en verdad
y gracia, sin fugas, pero también sin cadenas: libres, como solo los hombres pueden
serlo cuando aprenden a ser verdaderamente humanos.