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La nadadora entre los tigres
Reportaje realizado con el apoyo de Oxfam Intermón
Publicado por Ander Izagirre http://www.jotdown.es/2013/11/la-
nadadora-entre-los-tigres/
Los paramilitares invadieron el pueblo de Condoto, robaron,
torturaron, violaron, asesinaron y establecieron sus leyes. Por
ejemplo: las mujeres debían cocinar para ellos, las mujeres debían
lavarles la ropa, las mujeres debían quedarse en casa al ponerse el
sol, las mujeres no podían vestir prendas cortas, las mujeres no
podían llevar el pelo corto. María Eugenia Urrutia, una chica negra
de 18 años, hirvió de rabia. Se rapó la cabeza al cero, se puso un
tanga, cruzó el pueblo a zancadas, se metió al río casi desnuda y
nadó arriba y abajo.
Mientras los paramilitares disparaban, requisaban las cosechas y
expulsaban a las familias de sus minas artesanales de oro y platino,
María Eugenia se empeñó en defender nadando su pequeño territorio:
la playa del río Condoto. No era una playa cualquiera.
Ella nació en la ciudad de Cali en 1966. A los 10 años se le murieron
el padre y la madre. Y marchó con sus tres hermanos al pueblo de su
familia, a Condoto, en la región del Chocó, en la selva ecuatorial. Los
habitantes del Chocó son indígenas (12%) y sobre todo negros
(82%), descendientes de esclavos que el imperio español envió a
esta comarca para extraer oro de los ríos. María Eugenia Urrutia lleva
la vieja marca de la esclavitud (ese apellido vasco de un patrón) y la
vieja marca de la rebeldía (una piel negra que expuso a los 18 años,
que fue herida y que ahora vuelve a exponer con riesgo y orgullo).
El día en que llegó a Condoto, huérfana de 10 años, salió de casa de
sus tíos y cruzó el pueblo con pasos lentos. Recién llegada de Cali, le
sorprendieron las casas pequeñas, sin luz eléctrica y con las puertas
siempre abiertas. Le gustaron los huerticos, las gallinas que
correteaban por la calle, las plantaciones de plátanos, los campos de
maíz. Llegó al río y le entusiasmó. Los hombres pescaban en las
aguas transparentes, las mujeres lavaban la ropa, los niños se
bañaban desnudos entre la playa y la selva. Este es el paraíso que
me regala Dios después de la muerte de mis padres, pensó María
Eugenia.
Con quince años empezó a dormir algunas noches en la playa. Sus
tías tenían una preocupación: las aguas podían crecer y llevársela.
Ese era el miedo. En Condoto a nadie se le ocurría que alguien
molestase a una niña que duerme sola en la playa.
Los paramilitares son la avanzadilla
La playa de María Eugenia tenía un peligro: estaba en uno de los
territorios más remotos y codiciados del país. En el primer cuarto del
siglo XX, Colombia se convirtió en el mayor exportador mundial de
platino, y la mitad de toda su producción salió precisamente del río
Condoto. Fue una época de ganancias extraordinarias. Y, como
explica la economista Claudia Leal, todas volaron fuera del país: la
empresa Chocó Pacífico, parte de un consorcio minero
estadounidense, enviaba cargamentos de platino a Nueva York sin
pagar un solo centavo de impuestos al Estado colombiano. El saqueo
más descarado duró diez años. Luego, durante cinco décadas más, la
empresa pagó unas tasas irrisorias gracias a un juego permanente de
corrupciones y trampas contables. A pesar de los riquísimos
yacimientos de platino, de las minas de oro de gran pureza, de las
maderas, la pesca y la ganadería, el Chocó sigue siendo el
departamento más pobre del país: en 2012 el 68% de sus habitantes
vivía en la pobreza, frente al 32% de la media nacional. Porque es
una región olvidada por el Estado, con muy poca presencia de las
instituciones, sin inversiones ni infraestructuras, abandonada en
manos de oligarquías que se apropiaron de las riquezas a sangre y
fuego.
Los paramilitares suelen ser la avanzadilla. Invaden los pueblos,
aterrorizan a sus habitantes y los expulsan. Una vez despejado el
territorio, se despliegan las grandes explotaciones mineras, los
monocultivos infinitos o las rutas del narcotráfico. Los paramilitares
nacieron como bandas de ultraderecha, organizadas a menudo por
soldados y policías, y se extendieron por toda Colombia en defensa
de los intereses de ciertos terratenientes, industriales y
narcotraficantes, bien anudados con políticos y altos funcionarios del
Estado. En el Chocó, los paramilitares desataron una campaña brutal
a mediados de los años 90 para expulsar a las comunidades negras,
controlar la minería, extender cultivos de coca para el narcotráfico y
de palma africana para la agroindustria.
La campaña fue una respuesta a la Ley 70, de 1993, que reconocía a
las comunidades afrocolombianas la titularidad colectiva de sus
tierras. Por primera vez poseían la capacidad de negociar o rechazar
las explotaciones. Entonces los paramilitares recorrieron los pueblos
de la región, casa por casa, con listas de apellidos de los propietarios
de minas, campos y medios de transporte. No les bastaba con
asesinarlos: torturaron y violaron de las maneras más espantosas
posibles, para aterrorizar a los vecinos y expulsarlos.
Colombia es el país del mundo con mayor número de personas
desplazadas a la fuerza: 5.087.092, más del 10% de su población,
según datos de la Unidad para la Atención de Víctimas. Los expulsan
y sus territorios pasan a manos de unos pocos: Colombia es el
undécimo país con mayor concentración de tierras, según el índice
Gini de desigualdad. La pobreza rural crece, la distribución de los
ingresos es la más desequilibrada de toda América y las
multinacionales esquivan las leyes para extender sus posesiones: en
septiembre de 2013, por citar un caso reciente, Oxfam-Intermon
denunció que Cargill, la mayor comercializadora de materias primas
agrícolas del mundo, había creado 36 sociedades para adquirir un
territorio treinta veces superior al permitido por la ley para un solo
propietario. Y eran tierras del Estado, destinadas por ley para
redistribuirlas entre familias campesinas despojadas.
Entonces empezaron a violar
Las mujeres de Condoto andaban siempre medio desnudas, dice
María Eugenia, con los senos al aire, y nadie veía ningún morbo,
ninguna malicia, ningún peligro. Es una tierra muy calurosa, la gente
sale con poca ropa y eso es lo natural. Por eso, cuando llegó la
primera época de los paramilitares en los años 80 y dictaron sus
normas de vestuario para las mujeres, ella, aún adolescente, se
metía el vestido de baño en el trasero para que pareciera un tanga y
se echaba a nadar casi desnuda, como una ceremonia de placer y
resistencia. Luego comenzaron a violar a las mujeres.
—Tiraban las puertas a patadas y entraban a por las madres, a por
las hijas. Si alguien de la familia gritaba, le pegaban un tiro. Fue una
conmoción. Las mujeres violadas no hablaban. No comprendían lo
que pasaba —recuerda María Eugenia—. Se sentían culpables por no
llevar ropa más larga. Organicé reuniones para decirles que no debían
sentir vergüenza ellas sino los agresores, que debíamos denunciarlos.
Yo me fui haciendo líder así, torpemente.
Los paramilitares anotaron el nombre de María Eugenia Urrutia. Le
deslizaron amenazas bajo la puerta, la insultaron por la calle, la
acorralaron para darle un susto. Cuando ella enviaba cartas de
denuncia a las instituciones de Bogotá, los paramilitares le devolvían
las cartas interceptadas.
—Un día de 1998 llegaron tres hombres armados a mi casa. Ataron a
mi marido. Dos de los hombres me golpearon, me torturaron y me
violaron delante de mis tres niños pequeños. Hicieron todo lo que
quisieron conmigo, delante de mi familia. Yo estaba embarazada. Los
paramilitares le dijeron a mi marido que se uniera a ellos. Él no se
resistió. Antes de marcharse, solo me dijo: «Prefiero estar muerto
que vivir con esta humillación». Le importaba más la humillación de
su hombría que el cuidado de su mujer y sus hijos. Se marchó y
nunca más supe de él. Esa noche huí con mis niños a bordo de una
canoa. Subimos por el río remando con las manos, agarrándonos a
las ramas, encontramos una casita en la orilla, iluminada solo con
una lámpara de petróleo, y el señor que vivía allí nos dejó un sitio
para dormir. Al día siguiente, remando de nuevo, nos encontró la
Cruz Roja. Alguien tuvo que avisarles. Nos ayudaron a salir del río y
nos enviaron a Bogotá. Al llegar, perdí el feto.
—Nuestra familia tenía minas de oro y una finca con frutales —
explica Luz Marina Becerra, otra mujer negra expulsada del
Chocó—. Los paramilitares nos acusaron de colaborar con la guerrilla.
Era su excusa para echarnos. A los campesinos los acusaban de dar
alimentos a la guerrilla y les requisaban las cosechas. A los que
manejaban lanchas en los ríos los acusaban de transportar a los
guerrilleros y los asesinaron a casi todos. Reunieron a todo el pueblo
en la plaza, decapitaron a un hombre y jugaron con su cabeza al
fútbol entre risas y disparos al aire. A dos sobrinos míos quisieron
reclutarlos. Como se negaron, a uno de ellos le pegaron un tiro y al
otro lo amarraron a un árbol, le echaron gasolina y le prendieron
fuego. Un día entraron en casa y golpearon a mi mamá. A mí me
torturaron con un clavo largo y oxidado, me rajaron la pierna
izquierda de arriba abajo, me dejaron unas heridas muy profundas
que se infectaron. En el hospital estuvieron a punto de amputármela.
En el último momento mejoró, luego se me curó bien, pero tengo
unas cicatrices grandes y me da vergüenza enseñar la pierna. Yo no
he vuelto a ponerme un traje de baño. Otro día, ya en 1998,
volvimos de recoger la cosecha y encontramos la casa destrozada.
Venían de nuevo a por nosotros. Recogimos un poco de ropa y
escapamos en una canoa, mi esposo, mi hijo de tres años, mi mamá
y yo. Salimos por el río y después por carretera hasta Bogotá.
De tigre en tigre
Luz Marina Becerra y María Eugenia Urrutia, las dos expulsadas del
Chocó, van a reunirse en el centro de Bogotá y ambas llegan tarde
desde sus barrios periféricos.
—No nos han dado gasolina —se excusan.
Ambas viven ahora en la capital del país. Becerra tiene 36 años y es
presidenta de Afrodes (Asociación Nacional de Afrocolombianos
Desplazados). Urrutia tiene 47 años y encabeza Afromupaz
(Asociación de Mujeres Afrocolombianas por la Paz). Apoyan a las
víctimas desplazadas por la violencia, presentan denuncias contra los
agresores y como respuesta han recibido amenazas, palizas, tiroteos
y violaciones. Pidieron amparo y en 2010 el Estado las declaró «en
riesgo extraordinario». Aun así, tardaron un año en recibir la
protección que les correspondía. Ahora se mueven con un
guardaespaldas y un coche blindado cada una, pero de vez en cuando
el Estado tarda en darles el combustible y ellas, sin un peso en el
bolsillo, tienen que quedarse en casa o arriesgarse a salir por su
cuenta. Esta vez han venido en taxi con sus escoltas.
—Nuestra vida es así: caminábamos por un bosque y de pronto nos
encontramos con un tigre. Salimos corriendo entre los árboles y nos
chocamos de nuevo con otro tigre. Volvimos a correr y volvimos a
encontrarnos con otro tigre —explica Becerra, con una sonrisa lenta—
. Salimos de nuestra tierra huyendo de los paramilitares. Llegamos a
la ciudad, casi siempre mujeres solas con nuestros hijos, y nos
cerraron todas las puertas. Se creen que las negras solo valemos
para limpiar casas o prostituirnos. Nadie nos da empleo, nadie nos
arrienda una casa, a nuestros hijos los acosan en la escuela. Somos
mujeres, negras, pobres, rurales. Y desplazadas del conflicto: algo
habrán hecho, dice la gente, serán medio guerrilleras. Sufrimos todas
las discriminaciones. Si nos organizamos y exigimos nuestros
derechos, nos atacan.
En un acto de las Naciones Unidas, Luz Marina Becerra presentó un
informe sobre la persecución y la discriminación que sufren los
afrocolombianos desplazados, con denuncias contundentes contra el
Estado; al acto asistían altísimas autoridades políticas, judiciales y
militares. Entonces empezaron a rondarla más tigres. El primero, un
señor de gabán largo y gafas oscuras, se dedicó a visitarla en la
oficina, a sonsacarle información personal, a ofrecerle cargos en
instituciones públicas y le propuso una entrevista en un centro
comercial al que Becerra, ya recelosa, no quiso ir. Más tarde se
descubrió que allí los paramilitares secuestraban y asesinaban a sus
víctimas. Unas semanas después, otros tres tigres de gafas oscuras
persiguieron a la secretaria de Afrodes cuando salía de las oficinas y
la apresaron. «No, esta no es Luz Marina», dijo uno de los tigres, y la
soltaron.
El grupo paramilitar Águilas Negras publicó un panfleto en el que la
amenazaba de muerte, al mismo tiempo que otra líder negra, Ana
Fabricia Córdoba, era asesinada en un autobús en Medellín. Becerra
se marchó exiliada a Estados Unidos, donde pasó dos temporadas,
pero no pudo aguantar y volvió a Colombia en julio de 2012.
—No podía quedarme allá. Tenía que seguir luchando en mi país.
María Eugenia Urrutia también corrió de tigre en tigre. Cuando llegó a
Bogotá huyendo de los paramilitares, se encontró con cientos de
negras desplazadas, perdidas en la ciudad con sus hijos, y organizó
grupos para reclamar sus derechos y denunciar a los agresores. Se
convirtió en líder «torpemente», dice siempre. Un día, al salir de la
oficina de Afromupaz, varios hombres armados la secuestraron junto
a una compañera. Se las llevaron a una casa abandonada, las
torturaron y las violaron durante un día entero, y mientras tanto les
enseñaban las denuncias que ellas habían puesto en la Fiscalía y que
alguien les filtraba. Urrutia no se achicó y buscó otras vías: salió en
un reportaje a cara descubierta en el periódico El Espectador. Los
tigres atacaron con más furia. Otras cuatro compañeras de
Afromupaz fueron violadas, a ella le arrojaron una bomba de humo al
interior de su casa, la volvieron a secuestrar en un taxi pero
consiguió huir a la carrera en un despiste de los captores. Y tuvo que
cerrar su pequeño restaurante de barrio después de que dos hombres
llegaran en una moto y entraran disparando al grito de «negra
hijueputa». Para entonces Urrutia ya tenía un escolta, que la arrastró
hasta el baño y repelió el ataque a tiros.
—Nosotras no somos meras víctimas: somos supervivientes —dice
Urrutia—. Porque no nos quebraron. Luchamos por nuestros
derechos, denunciamos la dejadez del Estado y su complicidad con
los agresores, cuestionamos al poder. Por eso nos vuelven a atacar. A
pesar de toda la violencia, jamás hemos tomado un arma. Los
hombres armados, los legales y los ilegales, se sientan ahora en la
mesa de negociaciones de La Habana y dicen que van a hacer la paz.
Miren, ustedes como mucho terminarán el conflicto. Pero la paz la
estamos haciendo las mujeres desde hace años. A nosotras nos han
atacado todos los bandos: las guerrillas, los paramilitares, incluso las
fuerzas públicas. Y nuestra respuesta es construir una sociedad de
justicia y paz. Porque no queremos poder, queremos que nuestros
hijos vivan en paz. Yo lamento todos los días que mis hijos no
conozcan Condoto. Yo quiero que mis hijos vayan tranquilos a
bañarse a la playa.
La violencia sexual es un arma de guerra
La violencia sexual contra las mujeres la practican todos los bandos.
Así lo sentenció la Corte Constitucional de Colombia en el Auto 092 de
2008: «Es una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible en
el conflicto colombiano, ejercida por todos los grupos armados, tanto
los ilegales como, en algunos casos, por los agentes de la fuerza
pública».
La violencia sexual contra las mujeres es una estrategia de guerra.
Así lo detalla el informe Colombia: memorias de guerra y dignidad,
del Centro Nacional de Memoria Histórica, de 2012. Los combatientes
la utilizan para destruir a las mujeres líderes, a las que encabezan
movimientos políticos, comunidades indígenas, asociaciones de
víctimas, organizaciones de derechos humanos, a cualquiera que se
enfrente a los paramilitares, las guerrillas o incluso las fuerzas
públicas. También torturan, violan y vejan a las esposas, novias, hijas
y otras familiares de los enemigos, porque entienden que es otra
manera de castigarlos y humillarlos a ellos. A menudo ejercen
violencia contra las mujeres para anular su libertad: aquellas que no
se limiten a cuidar de la casa, que no vistan según códigos estrictos,
que no actúen con discreción, son señaladas como «brujas»,
«chismosas», «infieles», «brinconas», y se las castiga con
violaciones, cortes de pelo, humillaciones públicas, trabajos forzados
y esclavitud sexual y doméstica. También se utilizan las violaciones
como rito de cohesión entre los hombres de un grupo armado, como
premio, como botín.
Y la violencia sexual contra las mujeres queda impune. Entre 2001 y
2009, 489.687 colombianas padecieron estos ataques dentro del
conflicto armado, según un estudio de Oxfam-Intermón y la Casa de
la Mujer. La violencia cotidiana es muchísimo más abundante, pero el
estudio solo enumera casos relacionados con la guerra: violación,
prostitución forzada, embarazo forzado, aborto forzado, esterilización
forzada, acoso sexual, servicios domésticos forzados y regulación de
la vida social. El 82% de las víctimas no los denunciaron, por temor a
represalias y por una desconfianza profunda en las instituciones, que
no investigan, se resisten a atender estas denuncias, cuestionan a las
víctimas y no les proporcionan apoyo. Las que sí dieron el paso ven
ahora cómo sus denuncias acumulan telarañas. La Corte
Constitucional seleccionó 183 casos de violencia sexual, los más
graves y evidentes, y ordenó a la Fiscalía que los investigara de
manera prioritaria. Al cabo de cinco años, este es el resultado: tres
sentencias.
«Eché a los soldados con el bastón»
—Nosotras nos defendemos con un bastón —dice Ana Secue,
indígena nasa de 42 años. A los habitantes originarios del valle del
Cauca les arrebataron las llanuras fértiles y ahora viven en las
montañas, en reservas autónomas, atrapados en medio de los
combates entre el Ejército y la guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo). La
región está plagada de cultivos de coca y marihuana, surcada por las
rutas del narcotráfico, azotada por las batallas más violentas del
conflicto colombiano.
En 2002 los nasa, los misak, los yanaconas, los totorós y los
kokonucos organizaron la asombrosa Guardia Indígena: unos cuerpos
de paz, formados por hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y
ancianas, que recorren el territorio para encararse con los
combatientes y expulsarlos. Su única arma es un bastón tradicional.
—Con el bastón desafiamos a los agresores armados —dice Secue,
mientras camina por las calles de Santander de Quilichao, una ciudad
fuera de la reserva, y sospecha de varios hombres que parecen
vigilarla—. Si quieres darme un tiro, dame un tiro. Si quieres
matarme, mátame, pero no voy a marcharme de mi territorio. Y si
tan berraco te crees, agarra otro bastón y lucha conmigo de igual a
igual. El bastón no es en realidad un arma: es un símbolo de
autoridad moral. Nosotros tenemos la rabia y la razón.
Ana Secue fue tres veces gobernadora del resguardo de Huellas
Caloto, una de las diecinueve reservas indígenas del Çxhab Wala
Kiwe, «el territorio del gran pueblo», en el Cauca Norte. Caminaba
por las montañas llevando un pañuelo rojo y verde al cuello (los
colores de los indígenas), y un bastón en bandolera. El bastón de
chonta, adornado con cintas de colores, era el símbolo de su
mandato. Con el bastón, con la rabia y con el poder de las
multitudes desarmadas, en estos años la Guardia Indígena ha
apresado a guerrilleros, ha liberado a secuestrados, ha expulsado a
tropas del Ejército, ha confiscado camionetas cargadas de coca y
marihuana que atravesaban sus tierras y ha quemado la mercancía.
—Nos matan por todas partes —dice Secue—. La guerrilla ataca
nuestros pueblos una y otra vez, el ejército instala sus bases en
nuestro territorio, disparan morteros contra nuestras casas, matan a
gente bombardeando escuelas y hospitales. Montan controles en los
caminos, hay balaceras, secuestros y asesinatos de líderes indígenas.
Y ellos no tienen derecho a entrar en nuestras tierras. No queremos
actores armados en nuestro territorio. Ni guerrilleros, ni
paramilitares, ni soldados ni nada.
Cuando estallan los enfrentamientos más duros, con metralletas,
artillería y helicópteros, la Guardia Indígena organiza el traslado de
todos los habitantes, envueltos en sábanas blancas, hasta los
refugios en los que almacenan provisiones para varios días. Pero
muchas veces los guerrilleros y los soldados se instalan en los
pueblos y se atacan con la población civil de por medio.
—Yo he visto caer a muchos hombres, mujeres y niños —dice
Secue—. Y por la pura rabia, por la pura impotencia, me olvido de mí
misma. En un tiroteo en nuestro pueblo, los soldados mataron a una
niña y dejaron a varios niños heridos. Estuve en la habitación donde
la niña se moría y salí corriendo con el bastón en alto, a enfrentarme
a los soldados a puros gritos. A punta de bastón los eché de allí.
Cuando volví a mi casa, me puse a temblar: pero qué he hecho, yo,
que soy madre de cinco hijos, pero cómo me he metido en la
balacera… Pero en el momento, por la pura rabia, siempre me olvido
de mí misma.
Secue también participó en las manifestaciones de mujeres para
rodear las bases de los guerrilleros y de los soldados.
—Con las Farc es más difícil porque se mueven mucho. Nos avisan:
los guerrilleros están en aquella montaña. Al día siguiente subimos en
grupo para echarlos pero ya no están. El ejército instala bases en los
pueblos y entonces sí que los rodeamos. Una vez fuimos un grupo
grande de mujeres y colocamos pancartas alrededor de su base para
exigirles que se marcharan. Los soldados las arrancaron y las tiraron
al río. Entonces nosotras llamamos a la defensoría del pueblo, a las
organizaciones de derechos humanos, denunciamos al ejército. Al
final, el coronel ordenó a los soldados que bajaran al río a recoger las
pancartas y que las volvieran a colocar —Secue se ríe—. Les
decíamos: «Oiga, soldadito, esta pancarta está floja, esa otra está
mal puesta». Fue muy chistoso ver a los militares colocando nuestras
pancartas: «Mujeres indígenas en resistencia. Rechazamos la guerra,
defendemos la paz».
La verdad en la escombrera
María Elena Toro, de 68 años, con una flor amarilla entre la oreja y
el pelo blanco, también tiene mucha experiencia desplegando
pancartas. Lleva catorce años desfilando todos los miércoles en
círculos frente a la iglesia de la Candelaria, en el centro de Medellín,
con otras madres de desaparecidos. Cuando encarcelaron aDon
Berna, uno de los mayores narcotraficantes y jefes paramilitares, le
escribió una carta para exigirle que le contara dónde estaban sus
cinco familiares desaparecidos. Luego lo visitó en la cárcel para
mirarle a los ojos y esperar la respuesta.
Don Berna le dio algunas pistas. Ella encontró los restos de su
hermana, su cuñado y su sobrino en una fosa; aún le faltan los de su
hijo y los del amigo que le acompañaba. María Elena Toro da batallas
largas y nunca cede. Ahora exige al Estado más investigaciones y
más excavadoras.
—Podrían esforzarse como con los muertos de la torre —dice.
El 12 de octubre de 2013, un edificio de 24 plantas se desmoronó en
Medellín y dejó once muertos. Los tres últimos cadáveres aparecieron
al cabo de dos semanas, tras un trabajo frenético en el que se
empeñaron 110 operarios, cuatro excavadoras y 25 camiones, que
retiraron miles de toneladas de escombros.
A pocos kilómetros de allí, docenas de cadáveres permanecen
sepultados en la escombrera de la Comuna 13 de Medellín. Por la
noche los paramilitares lanzaban allí los cuerpos de sus víctimas y por
el día los camiones arrojaban más capas de escombros. Don Berna
declaró que en el vertedero podrían encontrarse alrededor de
trescientos muertos. Los camiones siguen arrojando materiales y en
algunos puntos la escombrera alcanza ya cincuenta metros de grosor.
Algunas autoridades plantean dejar la escombrera como está y
declararla camposanto.
—Si los muertos fueran de un barrio rico, si fueran familiares de los
políticos…
Toro pasa la tarde tejiendo una muñeca en una sala del Parque de la
Vida de Medellín, en compañía de otras veintiséis mujeres. Tejen
muñecas que representan a sus familiares desaparecidos o
asesinados, y las visten con la ropa que llevaban cuando los
asesinaron o los hicieron desaparecer. Hay madres que visten a sus
muñecas con un pijama (porque sacaron a su hija de la cama para
asesinarla), con una camiseta blanquiverde del Atlético Nacional (el
equipo favorito del hijo desaparecido), incluso con toga y birrete
(porque mataron al hijo pocos días después de que se graduara).
La primera muñeca que tejen es para todas una prueba durísima.
—Qué hago yo poniéndole las ropas de mi hijo a un muñeco, si
debería ponérselas a él —dice María Lucely Durango, madre del
chico recién graduado al que mataron con 17 años porque cruzó sin
darse cuenta una de las fronteras invisibles entre las bandas de
Medellín.
Poco a poco tejen el duelo, tejen una memoria más soportable, tejen
y hablan, tejen y se escuchan, tejen y crean proyectos con la ayuda
de Marta Lucía Betancur, profesora universitaria jubilada, experta
en justicia restaurativa. Construirán, por ejemplo, el parque del
Sueño de los Justos, en colaboración con el ayuntamiento de
Medellín. Una de las mujeres soñó que su hijo desaparecido la
llamaba desde lo más profundo de un bosque. Así que el parque
tendrá un bosque de la memoria, en el que cada mujer plantará un
árbol en recuerdo de cada uno de sus desaparecidos y colocará una
placa con su historia.
Las mujeres tejen y rememoran. Rosalba Usma cuenta cómo le
asesinaron a tres hermanos y a su marido, cómo luego
desaparecieron dos hijos, cómo asesinaron a su hija, a la que
levantaron de la cama en pijama, mientras ella corría fuera de la casa
con sus dos nietitas en brazos. Karen García recuerda cuando vivía
en el campo y los guerrilleros amarraron a un familiar suyo a un
caballo para arrastrarlo hasta morir, y cuando vivía en la ciudad y los
paramilitares amarraron a un familiar suyo a un coche para
arrastrarlo hasta morir. Otras mujeres hablan de hijos reclutados a la
fuerza, de hijas desaparecidas, de hijos arrojados a la escombrera de
Medellín.
Con algunos testimonios, el aire de la sala se tensa como la piel de
un tambor, hasta que la tirantez duele demasiado y estallan los
llantos. Las mujeres más serenas se levantan a abrazar y a besar a
sus compañeras.
Somos mujeres aguerridas, dicen, nos ayudamos mucho. Encuentran
consuelo en la compañía del grupo, en la comprensión, en la
solidaridad. Algunas se han reunido con los verdugos en la cárcel,
han perdonado y han recuperado un poco de paz. Otras se empeñan
en que el motivo de sus vidas no sea el odio sino el amor: cuidan a
los hijos supervivientes, a los nietos que quedaron huérfanos y
quebrados, a otras madres que necesitan su ayuda. Otras encuentran
fuerzas en la fe religiosa.
Pero hay algunas que no encuentran ningún consuelo, ninguna
fuerza, ninguna esperanza. En Colombia las víctimas proclaman una
reivindicación poderosa: son personas activas, firmes en la defensa
de sus derechos y en las exigencias al poder, con proyectos creativos.
«No somos víctimas, somos sobrevivientes», dice un lema muy
repetido. Pero no basta con decirlo. Esa transformación es muy
exigente y algunas víctimas no consiguen cumplirla.
A Luisa, una de las mujeres que teje muñecas, y que prefiere ocultar
su nombre verdadero, le mataron a un hijo hace veinte años. Se
separó de su marido, que le fracturó una costilla durante una paliza.
Apenas le alcanza el dinero para pagar el alquiler y sale a la calle a
vender empanadas. Hace tres meses desapareció su hija, que iba a
cumplir 18 años.
—A mí esto de la reconciliación me parece una farsa. Los detienen,
dicen que se arrepienten y luego vuelven a matarnos. No creo en el
perdón. Yo vivo enferma, tomo muchos medicamentos para
sobrevivir, muchos días no puedo levantarme de la cama. El Estado
no me ayuda en nada. Parece que yo no existo. Estoy sola. Para mí
morirme sería un alivio.
Carlos Beristáin, psicólogo y perito de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos, explica que las personas se estancan en su
condición de víctimas cuando no tienen un reconocimiento: «Cuando
hay reconocimiento, verdad y reparación, la gente empieza a dejar
atrás el pasado doloroso y aprende a vivir de nuevo. Pero si no se
dan estas condiciones, es habitual que se enquiste una identidad de
víctima, que esa sea la condición central de su persona y que no
pueda alejarse de ese pasado traumático ni mirar adelante».
Reparación para seis millones de víctimas
Paula Gaviria trabaja en el piso 32 de uno de los rascacielos más
altos de Bogotá. Desde los ventanales de su oficina se contempla una
panorámica espectacular de la ciudad, extendida sobre un altiplano a
2.600 metros de altitud. Gaviria trabaja con perspectiva general y
con respeto por el detalle. Por eso se sabe una cifra de memoria:
5.845.002.
Es el número de personas registradas, a 1 de octubre de 2013, en la
Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas.
Supone el 12,5% de la población colombiana, una persona de cada
ocho. Gaviria, abogada especializada en derechos humanos, de 40
años, fue elegida como directora de la Unidad en 2012, por consenso
entre los partidos políticos y las asociaciones civiles.
—Entiendo que muchas personas se sientan aún desatendidas —
dice—. Es muy difícil pedir paciencia a las víctimas, pero empezamos
a trabajar hace solo un año, hemos actualizado un registro minucioso
de las víctimas y ya estamos dando reparación a miles. No se trata
de enviarles un cheque y olvidarnos. Buscamos una reparación lo
más completa posible de sus vidas. Es más lento pero es más justo.
La Ley de Víctimas colombiana es una de las más ambiciosas y
complejas del mundo. Hubo un primer intento de aprobarla en 2009
pero el Gobierno de Álvaro Uribe la rechazó porque el coste
económico le parecía inasumible y porque se negaba a admitir la
responsabilidad del Estado en la desatención de las víctimas, incluso
en la violación de derechos humanos. En 2011, con el Gobierno
de Juan Manuel Santos y un gran consenso, la ley salió adelante.
Estableció la Unidad para las Víctimas, la dotó con una financiación
blindada para diez años (unos 21.000 millones de euros) y planteó
una reparación integral para casi cinco millones de víctimas, que ya
son casi seis, porque el conflicto sigue siendo un grifo abierto.
—Lo primero es el reconocimiento —explica Gaviria. El Estado envía
una carta a cada víctima, en la que reconoce que no estuvo a su lado
y se compromete a apoyarle en el proceso de reparación. Luego
vienen las indemnizaciones económicas, los programas de
rehabilitación física y psicosocial, la restitución de tierras a los
desplazados, la reconstrucción de comunidades destruidas, los actos
de memoria, las reparaciones simbólicas…
Hasta el momento, la Unidad ha completado la reparación de 230.000
víctimas, de las cuales 200.000 recibieron asesoramiento
individualizado para reorganizar sus proyectos de vida.
Junto a la oficina acristalada de Gaviria pasa un grupo de mujeres
con túnicas de colores vivos y estampados de flores, pañuelos en la
cabeza y collares grandes. Son mujeres wayuu, víctimas de la
masacre de Bahía Portete. El 18 de abril de 2004, varias docenas de
paramilitares llegaron al pueblo y asesinaron una a una a las líderes
indígenas que se oponían a su presencia en la zona, donde
controlaban los corredores del narcotráfico. Torturaron, violaron,
desmembraron y mataron a seis personas —casi todas eran mujeres
líderes— y dejaron el pueblo arrasado: sus quinientos habitantes
huyeron, muchos de ellos a la cercana Venezuela. En las paredes de
las casas los paramilitares pintaron imágenes de mujeres violadas,
senos arrancados y vientres rajados. Nueve años después, en el
pueblo solo viven cinco familias y alguien renueva las pintadas de vez
en cuando.
Las mujeres wayuu han venido a Bogotá, a la Unidad para las
Víctimas, porque después de recibir ayudas de urgencia ahora están
planeando el retorno seguro y la reconstrucción del pueblo.
—Obviamente falta mucho, pero estamos trabajando bien —dice
Gaviria.
Contra la impunidad
La reparación avanza, la impunidad permanece. La Corte Penal
Internacional mantiene a Colombia en una lista de países observados,
porque se han cometido crímenes de guerra y crímenes de lesa
humanidad a gran escala y porque apenas ha habido juicios. La
impunidad es casi absoluta en el caso de la violencia sexual contra las
mujeres, como acaba de denunciar una comisión de las Naciones
Unidas en octubre de 2013: no se investiga, no se protege ni se
acompaña a las víctimas, y se ejerce sobre ellas presión para que no
persistan en sus denuncias o para que se reconcilien con el agresor.
La congresista Ángela Robledo, del Partido Verde, desayuna una
papaya en una terraza de Bogotá mientras repasa feliz los periódicos:
ayer, 23 de octubre de 2013, fue un gran día en la lucha contra la
impunidad, dice. La Corte Constitucional rechazó la ampliación del
fuero penal militar, un empeño del Gobierno de Santos, que dejaba
en manos de tribunales castrenses las infracciones de los soldados al
derecho internacional humanitario. Según Robledo, una vía para la
impunidad.
Ella choca a menudo con los militares. Juntó con Iván Cepeda, del
Polo Democrático Alternativo, elaboró un proyecto de ley contra la
impunidad de la violencia sexual. Obtuvieron apoyos de muchos
congresistas, incluso del propio Gobierno, y superaron varios debates
parlamentarios.
—Pero en el último momento, cuando llegó al Senado, el ministro de
Defensa, Juan Carlos Pinzón, presionó a varios senadores para que
tumbaran el proyecto —dice—. Hay varias cosas de nuestra ley que
no gustan a los militares. La Corte Constitucional reconoció que la
violencia sexual es sistemática dentro del conflicto: por eso
defendemos que se tipifique como crimen de lesa humanidad. Eso
significa que no prescribe. También señalamos al Ministerio de
Defensa: le exigimos que elabore un protocolo para sancionar la
violencia sexual, porque los militares cometen muchas violaciones y
no se toma ninguna medida. Pedimos que no se valoren solo las
pruebas físicas de las violaciones, porque a veces no son suficientes,
pedimos que también se hagan análisis del contexto y de los
testimonios de las víctimas. Y queremos que los funcionarios que
atienden a las víctimas tengan formación en derechos humanos y en
perspectiva de género. Es demasiado frecuente que policías, jueces y
fiscales cuestionen y culpen a la víctima. Le preguntan cómo iba
vestida, por qué iba sola a esas horas, la tratan como a una persona
inmadura, le obligan a repetir una y otra vez un relato muy doloroso.
Muchas abandonan las denuncias porque el proceso es humillante.
El niño que no contó nada a nadie
Alguien aporreó la puerta a las ocho de la noche, el 7 de agosto de
1999. Enrique, de 11 años, veía dibujos animados en la televisión.
Sus padres no estaban: habían ido a pasar el día en la ciudad, al
mercado, y aún no habían regresado a la finca cafetera La Confianza,
en el valle del Cauca. Su hermana, de 20 años, no salió a responder.
Volvieron a golpear la puerta y Enrique se levantó del sofá.
Abrió la puerta y vio a doce o quince hombres armados. Llevaban
brazaletes con las letras AUC: Autodefensas Unidas de Colombia, la
organización paramilitar que asesinó a miles de personas entre 1996
y 2006, con un gusto especial por la tortura, las decapitaciones, los
descuartizamientos con motosierra y hasta el uso de serpientes
venenosas. Las AUC, financiadas por grandes industriales y
ganaderos, se dedicaron al robo de tierras, la extorsión y el
narcotráfico. Y siete días antes de que Enrique les abriera la puerta,
los hombres de ese mismo bloque de las AUC se presentaron ante
quinientos campesinos que estaban de fiestas en el cercano pueblo
de La Moralia, les anunciaron su llegada al valle, su intención de
castigar a quienes tuvieran relaciones con las guerrillas y, a modo de
demostración, se llevaron a un campesino de 45 años y a su hija de
18 y los mataron a tiros. En los siguientes cinco años asesinaron a
más de ochocientas personas en la región y a la mayoría las
sepultaron en fosas comunes.
—¿Apellidos de la familia? —le preguntó a Enrique el primero de los
hombres armados, en la puerta de casa, con unas hojas en la mano.
—Gálvez Flórez.
El hombre buscó los apellidos en las hojas y no los encontró. «No hay
problema con ustedes», le dijo a Enrique, «pero venimos para
quedarnos».
En los siguientes días los paramilitares se instalaron en la finca La
Confianza. Llegaron docenas de hombres con camionetas, con armas,
establecieron puestos de guardia, los comandantes ocuparon la casa
y tuvieron al pequeño Enrique como sirviente. Los padres llevaron a
la hija a la ciudad, para ponerla a salvo.
A los paramilitares les interesaba la finca por su situación estratégica,
porque dominaba el camino hacia el pueblo de Pardo Alto, donde
habían establecido su base principal. Patrullaban la zona, apresaban a
campesinos y los llevaban a la finca de los Gálvez Flórez, donde el
niño Enrique vio cómo los torturaban y los amenazaban.
Cuando llevaban tres meses ocupando la finca, uno de los
paramilitares ordenó a Enrique que le llevara una jarra de agua a su
puesto de guardia. Era un hombre muy moreno y bajo, al que
apodaban Guerrillo, porque había sido guerrillero del Ejército Popular
de Liberación antes de enrolarse con los paramilitares. Cuando
Enrique le llevó el agua, Guerrillo le puso la punta del fusil AK-47 en
la cara.
Enrique Gálvez tardó doce años en contar lo que le
hizo Guerrillo aquella mañana de un lunes de noviembre de 1999.
Desde aquel momento, pasó de ser el mejor estudiante del colegio a
suspender todas las asignaturas, de ser un chico alegre a escaparse
de la gente y tener un comportamiento agresivo. Intentó suicidarse
varias veces. Ahora, con 26 años, está a punto de terminar la carrera
de Ciencias Políticas y se empeña en relatar su historia. Todavía pide,
eso sí, que se cambien su nombre y algunos datos.
—Recuerdo con detalle la boca del fusil, la punta descascarillada junto
a mis ojos, y detrás veía el fusil entero, enorme, apuntándome a la
cara. Me quedé paralizado. Guerrillo me agarró de la camiseta y me
llevó a un cuarto de herramientas. Me dijo que si gritaba, me
mataría. Y me violó. Allí se partió mi vida. Sentí asco, miedo,
vergüenza. Era un niño y pensé que ya no valía nada, que era un
objeto a merced de cualquiera, que no era humano. Me sentía sucio,
me lavaba el cuerpo diez o doce veces al día con detergente, me
salieron manchas blancas en la piel. Busqué el veneno que teníamos
en la finca y me lo tomé dos veces, para intentar suicidarme.
Enrique no contó nada a nadie. En el registro de la Unidad para las
Víctimas, el 18% de quienes padecieron violaciones son hombres,
pero también pesa sobre ellos un estigma muy fuerte y son pocos los
que denuncian.
—No hablé nada con mis padres y me volví muy solitario, muy
agresivo, me daban crisis de llanto y siempre me escondía para llorar.
No podía concentrarme en los estudios, suspendía todas las
asignaturas. Mis padres creían que andaba tomando drogas y me
castigaban. Intenté suicidarme varias veces más, tomando pastillas.
Le salvaron dos cosas. Una: la lectura. Empezó a leer todo lo que
encontraba sobre psicología, sobre los traumas de los violados, sobre
el conflicto colombiano, y luego todo lo que encontró de Thomas
Mann, García Márquezy Vargas Llosa. Dice que la lectura le sirvió
para salir de sí mismo, para salir al mundo. Dos: la Ley de Víctimas.
Cuando la aprobaron, vio una posibilidad de amparo. Y por primera
vez le contó su historia a alguien.
—Fue el 19 de julio de 2012. Hacía mucho frío. Entré temblando a la
Personería y le conté mi historia a la funcionaria. Temía que me
despreciara, que se burlara de mí, pero me escuchó con todo respeto.
Salí a la calle y sentí que me había quitado una tonelada de encima.
Me sentí libre por primera vez.
Enrique Gálvez quedó incluido en el Registro de Víctimas y empezó a
recibir tratamiento psicológico.
—Poco a poco sentí que empezaba a perdonar. No sé nada de mi
agresor, si está vivo o muerto, libre o encarcelado, pero en realidad
me perdoné a mí mismo. Dejé de sentir ese rencor que me
envenenaba y empecé a tener proyectos. Reanudé los estudios de
Ciencias Políticas, que había dejado a medias unos años antes. En
Colombia no hay más remedio que implicarse, y yo quiero estudiar y
luchar por una sociedad justa. Las leyes sirven: a mí me salvaron la
vida. Ahora estudio, tengo novia, que hasta hace poco era algo
imposible para mí, y me compré una moto para recorrer las
montañas. Quiero viajar en moto por Colombia, pasar a Brasil, Perú,
Bolivia… Las víctimas son personas incómodas. Se las ve como
personas pasivas, que se dedican a pedir subsidios, pero es justo lo
contrario: es gente que lucha porque quiere volver a la sociedad. La
violencia los expulsó de la sociedad y ahora quieren volver a
participar.
Ser víctima o ser periodista
—Tenía que elegir entre ser víctima y ser periodista, y decidí ser
periodista —dice Jineth Bedoya, 39 años, subeditora del diario El
Tiempo. Por eso en 2009 se animó a contar por primera vez su
historia, una historia callada durante nueve años, y la relató en el
programa más visto de la televisión colombiana.
El 25 de mayo de 2000, Bedoya era una periodista de 26 años que
investigaba el tráfico de armas entre grupos paramilitares y agentes
del Estado. Ese día visitó la cárcel La Modelo, convocada por un jefe
paramilitar preso que le prometió unas declaraciones, y ella acudió
con otro periodista y un fotógrafo. Se separó un momento de ellos,
mientras hacían los trámites para entrar, y tres hombres armados la
apresaron y se la llevaron en un auto. Durante dieciséis horas la
violaron, la torturaron y al final la arrojaron a un vertedero.
A Bedoya se le quebró la vida. Padeció secuelas físicas y mentales
muy graves. Pero encontró un motivo para salir de casa: el
periodismo. Continuó con sus trabajos de investigación, incluso fue
secuestrada en agosto de 2003 por las Farc, cuando preparaba un
reportaje sobre un pueblo en el que la guerrilla obligaba a los vecinos
a producir cocaína. Pero no se animó a contar su historia completa
hasta que en 2009 Oxfam-Intermón organizó la campaña «Saquen mi
cuerpo de la guerra».
—La violencia contra las mujeres es tremenda y nadie hablaba de
ella. Por eso me animé a poner mi rostro a la campaña.
Desde entonces Bedoya duplicó su trabajo. Por una parte, insiste en
su periodismo incisivo: publica libros y reportajes sobre líderes de las
Farc, sobre jefes paramilitares que organizan tramas de prostitución
infantil, sobre narcotraficantes. Recibe presiones y amenazas, se
enfrenta con alcaldes, fiscales y ministros a los que incordian sus
investigaciones. Por otra parte, se vuelca en organizar campañas con
el lema «No es hora de callar». Convenció a los futbolistas más
famosos para que lanzaran mensajes en los estadios contra la
violencia machista, montó conciertos y festivales, impartió sesiones a
periodistas para cuestionar el tratamiento injusto que a menudo se
les da a las víctimas.
Jineth Bedoya duerme tres horas diarias.
Tiene problemas de salud.
Recibe amenazas de muerte.
También recibe premios internacionales pero rechaza invitaciones
para pasar uno o dos años en universidades extranjeras. Prefiere
morir de un balazo en Colombia, dice, que de depresión en un hotel
de Europa.
Jineth Bedoya es una mujer menuda, delgada, de sonrisa frágil, que
sale de un restaurante de Bogotá y se sube a uno de los dos enormes
coches blindados que le esperan, con los cinco guardaespaldas que le
acompañan a todas partes.
—Suena dramático —dice, con voz suave y firmeza de granito—. Pero
siento que vivo en una carrera contra el tiempo. No sé hasta cuándo
me van a dejar vivir. Por eso hago tantas cosas a la vez, por eso ya
no tengo vida personal, porque necesito todo el tiempo que me queda
para seguir trabajando.
«Así que un día me planté»
Ana Secue, la mujer que fue tres veces gobernadora de los indígenas
nasa, también necesitó todo su tiempo para ejercer el cargo. La
nombraron cuando las Farc atacaban con más violencia que nunca a
los indígenas del Cauca.
—Mis compañeros pensaron que sería buena estrategia ponerles
enfrente a una mujer. Que desconcertaría a los guerrilleros. Yo
llevaba años trabajando en puestos de la comunidad, pero los
hombres no cedieron el poder con alegría a una mujer. En nuestra
comunidad hay mucho machismo. Algunos se enfadaron cuando salí
gobernadora, les parecía vergonzoso. Yo me puse de pie en la
asamblea y dije: «Sé que los guerrilleros me van a matar por
hacerles resistencia. Si me quieren matar, aquí estoy». Luego me fui
a casa y lloré, lloré mucho, lloré de nervios, de miedo, de
responsabilidad. Pero solo lloraba en mi casa. Delante de los hombres
siempre me mostré muy dura, muy fuerte, no quería que me vieran
débil. Y cuando fui gobernadora me ocurrió otra cosa. Mi marido me
maltrataba desde siempre. Me quedé embarazada con 15 años, y al
tercer mes de embarazo ya me pegó por primera vez. Tuve cinco
hijos con él. Me quería obligar a quedarme en casa, no quería que
fuera a las asambleas, y me pegaba. Mis hijos me animaban para que
me separara. No lo hice hasta que fui gobernadora. Entonces me
pareció ridículo: yo organizaba a las mujeres, las animaba para que
reclamaran sus derechos, y luego resulta que en mi propia casa me
golpeaban. Así que un día me planté y le dije: nunca más me vuelves
a pegar. Porque yo ya no voy a estar quieta: cuando tú vuelves
borracho yo también te puedo pegar duro a ti.
Ana Secue sonríe. Muestra una pequeña réplica del bastón de mando
que lleva atado en el bolso.
—Y nunca más se atrevió.
Fotografía: Pablo Tosco (galería completa del
reportaje https://www.flickr.com/photos/jot_down/sets/7215763803
9091015/
Oxfam Intermón apoya a las mujeres y organizaciones colombianas
en su lucha para denunciar la violencia sexual en medio del conflicto
armado y exigir justicia. Si quieres más información,
http://www.oxfamintermon.org/es/campanas-
educacion/proyectos/grandes-reportajes-de-periodismo-
comprometido

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  • 1. La nadadora entre los tigres Reportaje realizado con el apoyo de Oxfam Intermón Publicado por Ander Izagirre http://www.jotdown.es/2013/11/la- nadadora-entre-los-tigres/ Los paramilitares invadieron el pueblo de Condoto, robaron, torturaron, violaron, asesinaron y establecieron sus leyes. Por ejemplo: las mujeres debían cocinar para ellos, las mujeres debían lavarles la ropa, las mujeres debían quedarse en casa al ponerse el sol, las mujeres no podían vestir prendas cortas, las mujeres no podían llevar el pelo corto. María Eugenia Urrutia, una chica negra de 18 años, hirvió de rabia. Se rapó la cabeza al cero, se puso un tanga, cruzó el pueblo a zancadas, se metió al río casi desnuda y nadó arriba y abajo. Mientras los paramilitares disparaban, requisaban las cosechas y expulsaban a las familias de sus minas artesanales de oro y platino, María Eugenia se empeñó en defender nadando su pequeño territorio: la playa del río Condoto. No era una playa cualquiera. Ella nació en la ciudad de Cali en 1966. A los 10 años se le murieron el padre y la madre. Y marchó con sus tres hermanos al pueblo de su familia, a Condoto, en la región del Chocó, en la selva ecuatorial. Los habitantes del Chocó son indígenas (12%) y sobre todo negros (82%), descendientes de esclavos que el imperio español envió a esta comarca para extraer oro de los ríos. María Eugenia Urrutia lleva la vieja marca de la esclavitud (ese apellido vasco de un patrón) y la vieja marca de la rebeldía (una piel negra que expuso a los 18 años, que fue herida y que ahora vuelve a exponer con riesgo y orgullo).
  • 2. El día en que llegó a Condoto, huérfana de 10 años, salió de casa de sus tíos y cruzó el pueblo con pasos lentos. Recién llegada de Cali, le sorprendieron las casas pequeñas, sin luz eléctrica y con las puertas siempre abiertas. Le gustaron los huerticos, las gallinas que correteaban por la calle, las plantaciones de plátanos, los campos de maíz. Llegó al río y le entusiasmó. Los hombres pescaban en las aguas transparentes, las mujeres lavaban la ropa, los niños se bañaban desnudos entre la playa y la selva. Este es el paraíso que me regala Dios después de la muerte de mis padres, pensó María Eugenia. Con quince años empezó a dormir algunas noches en la playa. Sus tías tenían una preocupación: las aguas podían crecer y llevársela. Ese era el miedo. En Condoto a nadie se le ocurría que alguien molestase a una niña que duerme sola en la playa. Los paramilitares son la avanzadilla La playa de María Eugenia tenía un peligro: estaba en uno de los territorios más remotos y codiciados del país. En el primer cuarto del siglo XX, Colombia se convirtió en el mayor exportador mundial de platino, y la mitad de toda su producción salió precisamente del río Condoto. Fue una época de ganancias extraordinarias. Y, como explica la economista Claudia Leal, todas volaron fuera del país: la empresa Chocó Pacífico, parte de un consorcio minero estadounidense, enviaba cargamentos de platino a Nueva York sin pagar un solo centavo de impuestos al Estado colombiano. El saqueo más descarado duró diez años. Luego, durante cinco décadas más, la empresa pagó unas tasas irrisorias gracias a un juego permanente de corrupciones y trampas contables. A pesar de los riquísimos yacimientos de platino, de las minas de oro de gran pureza, de las maderas, la pesca y la ganadería, el Chocó sigue siendo el departamento más pobre del país: en 2012 el 68% de sus habitantes vivía en la pobreza, frente al 32% de la media nacional. Porque es una región olvidada por el Estado, con muy poca presencia de las instituciones, sin inversiones ni infraestructuras, abandonada en manos de oligarquías que se apropiaron de las riquezas a sangre y fuego. Los paramilitares suelen ser la avanzadilla. Invaden los pueblos, aterrorizan a sus habitantes y los expulsan. Una vez despejado el territorio, se despliegan las grandes explotaciones mineras, los monocultivos infinitos o las rutas del narcotráfico. Los paramilitares nacieron como bandas de ultraderecha, organizadas a menudo por soldados y policías, y se extendieron por toda Colombia en defensa de los intereses de ciertos terratenientes, industriales y narcotraficantes, bien anudados con políticos y altos funcionarios del Estado. En el Chocó, los paramilitares desataron una campaña brutal
  • 3. a mediados de los años 90 para expulsar a las comunidades negras, controlar la minería, extender cultivos de coca para el narcotráfico y de palma africana para la agroindustria. La campaña fue una respuesta a la Ley 70, de 1993, que reconocía a las comunidades afrocolombianas la titularidad colectiva de sus tierras. Por primera vez poseían la capacidad de negociar o rechazar las explotaciones. Entonces los paramilitares recorrieron los pueblos de la región, casa por casa, con listas de apellidos de los propietarios de minas, campos y medios de transporte. No les bastaba con asesinarlos: torturaron y violaron de las maneras más espantosas posibles, para aterrorizar a los vecinos y expulsarlos. Colombia es el país del mundo con mayor número de personas desplazadas a la fuerza: 5.087.092, más del 10% de su población, según datos de la Unidad para la Atención de Víctimas. Los expulsan y sus territorios pasan a manos de unos pocos: Colombia es el undécimo país con mayor concentración de tierras, según el índice Gini de desigualdad. La pobreza rural crece, la distribución de los ingresos es la más desequilibrada de toda América y las multinacionales esquivan las leyes para extender sus posesiones: en septiembre de 2013, por citar un caso reciente, Oxfam-Intermon denunció que Cargill, la mayor comercializadora de materias primas agrícolas del mundo, había creado 36 sociedades para adquirir un territorio treinta veces superior al permitido por la ley para un solo propietario. Y eran tierras del Estado, destinadas por ley para redistribuirlas entre familias campesinas despojadas. Entonces empezaron a violar Las mujeres de Condoto andaban siempre medio desnudas, dice María Eugenia, con los senos al aire, y nadie veía ningún morbo, ninguna malicia, ningún peligro. Es una tierra muy calurosa, la gente sale con poca ropa y eso es lo natural. Por eso, cuando llegó la primera época de los paramilitares en los años 80 y dictaron sus normas de vestuario para las mujeres, ella, aún adolescente, se metía el vestido de baño en el trasero para que pareciera un tanga y se echaba a nadar casi desnuda, como una ceremonia de placer y resistencia. Luego comenzaron a violar a las mujeres. —Tiraban las puertas a patadas y entraban a por las madres, a por las hijas. Si alguien de la familia gritaba, le pegaban un tiro. Fue una conmoción. Las mujeres violadas no hablaban. No comprendían lo que pasaba —recuerda María Eugenia—. Se sentían culpables por no llevar ropa más larga. Organicé reuniones para decirles que no debían sentir vergüenza ellas sino los agresores, que debíamos denunciarlos. Yo me fui haciendo líder así, torpemente.
  • 4. Los paramilitares anotaron el nombre de María Eugenia Urrutia. Le deslizaron amenazas bajo la puerta, la insultaron por la calle, la acorralaron para darle un susto. Cuando ella enviaba cartas de denuncia a las instituciones de Bogotá, los paramilitares le devolvían las cartas interceptadas. —Un día de 1998 llegaron tres hombres armados a mi casa. Ataron a mi marido. Dos de los hombres me golpearon, me torturaron y me violaron delante de mis tres niños pequeños. Hicieron todo lo que quisieron conmigo, delante de mi familia. Yo estaba embarazada. Los paramilitares le dijeron a mi marido que se uniera a ellos. Él no se resistió. Antes de marcharse, solo me dijo: «Prefiero estar muerto que vivir con esta humillación». Le importaba más la humillación de su hombría que el cuidado de su mujer y sus hijos. Se marchó y nunca más supe de él. Esa noche huí con mis niños a bordo de una canoa. Subimos por el río remando con las manos, agarrándonos a las ramas, encontramos una casita en la orilla, iluminada solo con una lámpara de petróleo, y el señor que vivía allí nos dejó un sitio para dormir. Al día siguiente, remando de nuevo, nos encontró la Cruz Roja. Alguien tuvo que avisarles. Nos ayudaron a salir del río y nos enviaron a Bogotá. Al llegar, perdí el feto. —Nuestra familia tenía minas de oro y una finca con frutales — explica Luz Marina Becerra, otra mujer negra expulsada del Chocó—. Los paramilitares nos acusaron de colaborar con la guerrilla. Era su excusa para echarnos. A los campesinos los acusaban de dar alimentos a la guerrilla y les requisaban las cosechas. A los que manejaban lanchas en los ríos los acusaban de transportar a los guerrilleros y los asesinaron a casi todos. Reunieron a todo el pueblo en la plaza, decapitaron a un hombre y jugaron con su cabeza al fútbol entre risas y disparos al aire. A dos sobrinos míos quisieron reclutarlos. Como se negaron, a uno de ellos le pegaron un tiro y al otro lo amarraron a un árbol, le echaron gasolina y le prendieron fuego. Un día entraron en casa y golpearon a mi mamá. A mí me torturaron con un clavo largo y oxidado, me rajaron la pierna izquierda de arriba abajo, me dejaron unas heridas muy profundas que se infectaron. En el hospital estuvieron a punto de amputármela. En el último momento mejoró, luego se me curó bien, pero tengo unas cicatrices grandes y me da vergüenza enseñar la pierna. Yo no he vuelto a ponerme un traje de baño. Otro día, ya en 1998, volvimos de recoger la cosecha y encontramos la casa destrozada. Venían de nuevo a por nosotros. Recogimos un poco de ropa y escapamos en una canoa, mi esposo, mi hijo de tres años, mi mamá y yo. Salimos por el río y después por carretera hasta Bogotá.
  • 5. De tigre en tigre Luz Marina Becerra y María Eugenia Urrutia, las dos expulsadas del Chocó, van a reunirse en el centro de Bogotá y ambas llegan tarde desde sus barrios periféricos. —No nos han dado gasolina —se excusan. Ambas viven ahora en la capital del país. Becerra tiene 36 años y es presidenta de Afrodes (Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados). Urrutia tiene 47 años y encabeza Afromupaz (Asociación de Mujeres Afrocolombianas por la Paz). Apoyan a las víctimas desplazadas por la violencia, presentan denuncias contra los agresores y como respuesta han recibido amenazas, palizas, tiroteos y violaciones. Pidieron amparo y en 2010 el Estado las declaró «en riesgo extraordinario». Aun así, tardaron un año en recibir la protección que les correspondía. Ahora se mueven con un guardaespaldas y un coche blindado cada una, pero de vez en cuando el Estado tarda en darles el combustible y ellas, sin un peso en el bolsillo, tienen que quedarse en casa o arriesgarse a salir por su cuenta. Esta vez han venido en taxi con sus escoltas. —Nuestra vida es así: caminábamos por un bosque y de pronto nos encontramos con un tigre. Salimos corriendo entre los árboles y nos chocamos de nuevo con otro tigre. Volvimos a correr y volvimos a encontrarnos con otro tigre —explica Becerra, con una sonrisa lenta— . Salimos de nuestra tierra huyendo de los paramilitares. Llegamos a la ciudad, casi siempre mujeres solas con nuestros hijos, y nos cerraron todas las puertas. Se creen que las negras solo valemos para limpiar casas o prostituirnos. Nadie nos da empleo, nadie nos arrienda una casa, a nuestros hijos los acosan en la escuela. Somos
  • 6. mujeres, negras, pobres, rurales. Y desplazadas del conflicto: algo habrán hecho, dice la gente, serán medio guerrilleras. Sufrimos todas las discriminaciones. Si nos organizamos y exigimos nuestros derechos, nos atacan. En un acto de las Naciones Unidas, Luz Marina Becerra presentó un informe sobre la persecución y la discriminación que sufren los afrocolombianos desplazados, con denuncias contundentes contra el Estado; al acto asistían altísimas autoridades políticas, judiciales y militares. Entonces empezaron a rondarla más tigres. El primero, un señor de gabán largo y gafas oscuras, se dedicó a visitarla en la oficina, a sonsacarle información personal, a ofrecerle cargos en instituciones públicas y le propuso una entrevista en un centro comercial al que Becerra, ya recelosa, no quiso ir. Más tarde se descubrió que allí los paramilitares secuestraban y asesinaban a sus víctimas. Unas semanas después, otros tres tigres de gafas oscuras persiguieron a la secretaria de Afrodes cuando salía de las oficinas y la apresaron. «No, esta no es Luz Marina», dijo uno de los tigres, y la soltaron. El grupo paramilitar Águilas Negras publicó un panfleto en el que la amenazaba de muerte, al mismo tiempo que otra líder negra, Ana Fabricia Córdoba, era asesinada en un autobús en Medellín. Becerra se marchó exiliada a Estados Unidos, donde pasó dos temporadas, pero no pudo aguantar y volvió a Colombia en julio de 2012. —No podía quedarme allá. Tenía que seguir luchando en mi país. María Eugenia Urrutia también corrió de tigre en tigre. Cuando llegó a Bogotá huyendo de los paramilitares, se encontró con cientos de negras desplazadas, perdidas en la ciudad con sus hijos, y organizó grupos para reclamar sus derechos y denunciar a los agresores. Se convirtió en líder «torpemente», dice siempre. Un día, al salir de la oficina de Afromupaz, varios hombres armados la secuestraron junto a una compañera. Se las llevaron a una casa abandonada, las torturaron y las violaron durante un día entero, y mientras tanto les enseñaban las denuncias que ellas habían puesto en la Fiscalía y que alguien les filtraba. Urrutia no se achicó y buscó otras vías: salió en un reportaje a cara descubierta en el periódico El Espectador. Los tigres atacaron con más furia. Otras cuatro compañeras de Afromupaz fueron violadas, a ella le arrojaron una bomba de humo al interior de su casa, la volvieron a secuestrar en un taxi pero consiguió huir a la carrera en un despiste de los captores. Y tuvo que cerrar su pequeño restaurante de barrio después de que dos hombres llegaran en una moto y entraran disparando al grito de «negra hijueputa». Para entonces Urrutia ya tenía un escolta, que la arrastró hasta el baño y repelió el ataque a tiros.
  • 7. —Nosotras no somos meras víctimas: somos supervivientes —dice Urrutia—. Porque no nos quebraron. Luchamos por nuestros derechos, denunciamos la dejadez del Estado y su complicidad con los agresores, cuestionamos al poder. Por eso nos vuelven a atacar. A pesar de toda la violencia, jamás hemos tomado un arma. Los hombres armados, los legales y los ilegales, se sientan ahora en la mesa de negociaciones de La Habana y dicen que van a hacer la paz. Miren, ustedes como mucho terminarán el conflicto. Pero la paz la estamos haciendo las mujeres desde hace años. A nosotras nos han atacado todos los bandos: las guerrillas, los paramilitares, incluso las fuerzas públicas. Y nuestra respuesta es construir una sociedad de justicia y paz. Porque no queremos poder, queremos que nuestros hijos vivan en paz. Yo lamento todos los días que mis hijos no conozcan Condoto. Yo quiero que mis hijos vayan tranquilos a bañarse a la playa. La violencia sexual es un arma de guerra La violencia sexual contra las mujeres la practican todos los bandos. Así lo sentenció la Corte Constitucional de Colombia en el Auto 092 de 2008: «Es una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible en el conflicto colombiano, ejercida por todos los grupos armados, tanto los ilegales como, en algunos casos, por los agentes de la fuerza pública». La violencia sexual contra las mujeres es una estrategia de guerra. Así lo detalla el informe Colombia: memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, de 2012. Los combatientes la utilizan para destruir a las mujeres líderes, a las que encabezan movimientos políticos, comunidades indígenas, asociaciones de víctimas, organizaciones de derechos humanos, a cualquiera que se enfrente a los paramilitares, las guerrillas o incluso las fuerzas públicas. También torturan, violan y vejan a las esposas, novias, hijas y otras familiares de los enemigos, porque entienden que es otra manera de castigarlos y humillarlos a ellos. A menudo ejercen violencia contra las mujeres para anular su libertad: aquellas que no se limiten a cuidar de la casa, que no vistan según códigos estrictos, que no actúen con discreción, son señaladas como «brujas», «chismosas», «infieles», «brinconas», y se las castiga con violaciones, cortes de pelo, humillaciones públicas, trabajos forzados y esclavitud sexual y doméstica. También se utilizan las violaciones como rito de cohesión entre los hombres de un grupo armado, como premio, como botín. Y la violencia sexual contra las mujeres queda impune. Entre 2001 y 2009, 489.687 colombianas padecieron estos ataques dentro del conflicto armado, según un estudio de Oxfam-Intermón y la Casa de la Mujer. La violencia cotidiana es muchísimo más abundante, pero el
  • 8. estudio solo enumera casos relacionados con la guerra: violación, prostitución forzada, embarazo forzado, aborto forzado, esterilización forzada, acoso sexual, servicios domésticos forzados y regulación de la vida social. El 82% de las víctimas no los denunciaron, por temor a represalias y por una desconfianza profunda en las instituciones, que no investigan, se resisten a atender estas denuncias, cuestionan a las víctimas y no les proporcionan apoyo. Las que sí dieron el paso ven ahora cómo sus denuncias acumulan telarañas. La Corte Constitucional seleccionó 183 casos de violencia sexual, los más graves y evidentes, y ordenó a la Fiscalía que los investigara de manera prioritaria. Al cabo de cinco años, este es el resultado: tres sentencias. «Eché a los soldados con el bastón» —Nosotras nos defendemos con un bastón —dice Ana Secue, indígena nasa de 42 años. A los habitantes originarios del valle del Cauca les arrebataron las llanuras fértiles y ahora viven en las montañas, en reservas autónomas, atrapados en medio de los combates entre el Ejército y la guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo). La región está plagada de cultivos de coca y marihuana, surcada por las rutas del narcotráfico, azotada por las batallas más violentas del conflicto colombiano. En 2002 los nasa, los misak, los yanaconas, los totorós y los kokonucos organizaron la asombrosa Guardia Indígena: unos cuerpos de paz, formados por hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas, que recorren el territorio para encararse con los combatientes y expulsarlos. Su única arma es un bastón tradicional. —Con el bastón desafiamos a los agresores armados —dice Secue, mientras camina por las calles de Santander de Quilichao, una ciudad fuera de la reserva, y sospecha de varios hombres que parecen vigilarla—. Si quieres darme un tiro, dame un tiro. Si quieres matarme, mátame, pero no voy a marcharme de mi territorio. Y si tan berraco te crees, agarra otro bastón y lucha conmigo de igual a igual. El bastón no es en realidad un arma: es un símbolo de autoridad moral. Nosotros tenemos la rabia y la razón. Ana Secue fue tres veces gobernadora del resguardo de Huellas Caloto, una de las diecinueve reservas indígenas del Çxhab Wala Kiwe, «el territorio del gran pueblo», en el Cauca Norte. Caminaba por las montañas llevando un pañuelo rojo y verde al cuello (los colores de los indígenas), y un bastón en bandolera. El bastón de chonta, adornado con cintas de colores, era el símbolo de su mandato. Con el bastón, con la rabia y con el poder de las multitudes desarmadas, en estos años la Guardia Indígena ha apresado a guerrilleros, ha liberado a secuestrados, ha expulsado a
  • 9. tropas del Ejército, ha confiscado camionetas cargadas de coca y marihuana que atravesaban sus tierras y ha quemado la mercancía. —Nos matan por todas partes —dice Secue—. La guerrilla ataca nuestros pueblos una y otra vez, el ejército instala sus bases en nuestro territorio, disparan morteros contra nuestras casas, matan a gente bombardeando escuelas y hospitales. Montan controles en los caminos, hay balaceras, secuestros y asesinatos de líderes indígenas. Y ellos no tienen derecho a entrar en nuestras tierras. No queremos actores armados en nuestro territorio. Ni guerrilleros, ni paramilitares, ni soldados ni nada. Cuando estallan los enfrentamientos más duros, con metralletas, artillería y helicópteros, la Guardia Indígena organiza el traslado de todos los habitantes, envueltos en sábanas blancas, hasta los refugios en los que almacenan provisiones para varios días. Pero muchas veces los guerrilleros y los soldados se instalan en los pueblos y se atacan con la población civil de por medio. —Yo he visto caer a muchos hombres, mujeres y niños —dice Secue—. Y por la pura rabia, por la pura impotencia, me olvido de mí misma. En un tiroteo en nuestro pueblo, los soldados mataron a una niña y dejaron a varios niños heridos. Estuve en la habitación donde la niña se moría y salí corriendo con el bastón en alto, a enfrentarme a los soldados a puros gritos. A punta de bastón los eché de allí. Cuando volví a mi casa, me puse a temblar: pero qué he hecho, yo, que soy madre de cinco hijos, pero cómo me he metido en la balacera… Pero en el momento, por la pura rabia, siempre me olvido de mí misma. Secue también participó en las manifestaciones de mujeres para rodear las bases de los guerrilleros y de los soldados.
  • 10. —Con las Farc es más difícil porque se mueven mucho. Nos avisan: los guerrilleros están en aquella montaña. Al día siguiente subimos en grupo para echarlos pero ya no están. El ejército instala bases en los pueblos y entonces sí que los rodeamos. Una vez fuimos un grupo grande de mujeres y colocamos pancartas alrededor de su base para exigirles que se marcharan. Los soldados las arrancaron y las tiraron al río. Entonces nosotras llamamos a la defensoría del pueblo, a las organizaciones de derechos humanos, denunciamos al ejército. Al final, el coronel ordenó a los soldados que bajaran al río a recoger las pancartas y que las volvieran a colocar —Secue se ríe—. Les decíamos: «Oiga, soldadito, esta pancarta está floja, esa otra está mal puesta». Fue muy chistoso ver a los militares colocando nuestras pancartas: «Mujeres indígenas en resistencia. Rechazamos la guerra, defendemos la paz». La verdad en la escombrera María Elena Toro, de 68 años, con una flor amarilla entre la oreja y el pelo blanco, también tiene mucha experiencia desplegando pancartas. Lleva catorce años desfilando todos los miércoles en círculos frente a la iglesia de la Candelaria, en el centro de Medellín, con otras madres de desaparecidos. Cuando encarcelaron aDon Berna, uno de los mayores narcotraficantes y jefes paramilitares, le escribió una carta para exigirle que le contara dónde estaban sus cinco familiares desaparecidos. Luego lo visitó en la cárcel para mirarle a los ojos y esperar la respuesta. Don Berna le dio algunas pistas. Ella encontró los restos de su hermana, su cuñado y su sobrino en una fosa; aún le faltan los de su hijo y los del amigo que le acompañaba. María Elena Toro da batallas
  • 11. largas y nunca cede. Ahora exige al Estado más investigaciones y más excavadoras. —Podrían esforzarse como con los muertos de la torre —dice. El 12 de octubre de 2013, un edificio de 24 plantas se desmoronó en Medellín y dejó once muertos. Los tres últimos cadáveres aparecieron al cabo de dos semanas, tras un trabajo frenético en el que se empeñaron 110 operarios, cuatro excavadoras y 25 camiones, que retiraron miles de toneladas de escombros. A pocos kilómetros de allí, docenas de cadáveres permanecen sepultados en la escombrera de la Comuna 13 de Medellín. Por la noche los paramilitares lanzaban allí los cuerpos de sus víctimas y por el día los camiones arrojaban más capas de escombros. Don Berna declaró que en el vertedero podrían encontrarse alrededor de trescientos muertos. Los camiones siguen arrojando materiales y en algunos puntos la escombrera alcanza ya cincuenta metros de grosor. Algunas autoridades plantean dejar la escombrera como está y declararla camposanto. —Si los muertos fueran de un barrio rico, si fueran familiares de los políticos… Toro pasa la tarde tejiendo una muñeca en una sala del Parque de la Vida de Medellín, en compañía de otras veintiséis mujeres. Tejen muñecas que representan a sus familiares desaparecidos o asesinados, y las visten con la ropa que llevaban cuando los asesinaron o los hicieron desaparecer. Hay madres que visten a sus muñecas con un pijama (porque sacaron a su hija de la cama para asesinarla), con una camiseta blanquiverde del Atlético Nacional (el equipo favorito del hijo desaparecido), incluso con toga y birrete (porque mataron al hijo pocos días después de que se graduara). La primera muñeca que tejen es para todas una prueba durísima. —Qué hago yo poniéndole las ropas de mi hijo a un muñeco, si debería ponérselas a él —dice María Lucely Durango, madre del chico recién graduado al que mataron con 17 años porque cruzó sin darse cuenta una de las fronteras invisibles entre las bandas de Medellín. Poco a poco tejen el duelo, tejen una memoria más soportable, tejen y hablan, tejen y se escuchan, tejen y crean proyectos con la ayuda de Marta Lucía Betancur, profesora universitaria jubilada, experta en justicia restaurativa. Construirán, por ejemplo, el parque del Sueño de los Justos, en colaboración con el ayuntamiento de Medellín. Una de las mujeres soñó que su hijo desaparecido la llamaba desde lo más profundo de un bosque. Así que el parque
  • 12. tendrá un bosque de la memoria, en el que cada mujer plantará un árbol en recuerdo de cada uno de sus desaparecidos y colocará una placa con su historia. Las mujeres tejen y rememoran. Rosalba Usma cuenta cómo le asesinaron a tres hermanos y a su marido, cómo luego desaparecieron dos hijos, cómo asesinaron a su hija, a la que levantaron de la cama en pijama, mientras ella corría fuera de la casa con sus dos nietitas en brazos. Karen García recuerda cuando vivía en el campo y los guerrilleros amarraron a un familiar suyo a un caballo para arrastrarlo hasta morir, y cuando vivía en la ciudad y los paramilitares amarraron a un familiar suyo a un coche para arrastrarlo hasta morir. Otras mujeres hablan de hijos reclutados a la fuerza, de hijas desaparecidas, de hijos arrojados a la escombrera de Medellín. Con algunos testimonios, el aire de la sala se tensa como la piel de un tambor, hasta que la tirantez duele demasiado y estallan los llantos. Las mujeres más serenas se levantan a abrazar y a besar a sus compañeras. Somos mujeres aguerridas, dicen, nos ayudamos mucho. Encuentran consuelo en la compañía del grupo, en la comprensión, en la solidaridad. Algunas se han reunido con los verdugos en la cárcel, han perdonado y han recuperado un poco de paz. Otras se empeñan en que el motivo de sus vidas no sea el odio sino el amor: cuidan a los hijos supervivientes, a los nietos que quedaron huérfanos y quebrados, a otras madres que necesitan su ayuda. Otras encuentran fuerzas en la fe religiosa.
  • 13. Pero hay algunas que no encuentran ningún consuelo, ninguna fuerza, ninguna esperanza. En Colombia las víctimas proclaman una reivindicación poderosa: son personas activas, firmes en la defensa de sus derechos y en las exigencias al poder, con proyectos creativos. «No somos víctimas, somos sobrevivientes», dice un lema muy repetido. Pero no basta con decirlo. Esa transformación es muy exigente y algunas víctimas no consiguen cumplirla. A Luisa, una de las mujeres que teje muñecas, y que prefiere ocultar su nombre verdadero, le mataron a un hijo hace veinte años. Se separó de su marido, que le fracturó una costilla durante una paliza. Apenas le alcanza el dinero para pagar el alquiler y sale a la calle a vender empanadas. Hace tres meses desapareció su hija, que iba a cumplir 18 años. —A mí esto de la reconciliación me parece una farsa. Los detienen, dicen que se arrepienten y luego vuelven a matarnos. No creo en el perdón. Yo vivo enferma, tomo muchos medicamentos para sobrevivir, muchos días no puedo levantarme de la cama. El Estado no me ayuda en nada. Parece que yo no existo. Estoy sola. Para mí morirme sería un alivio. Carlos Beristáin, psicólogo y perito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, explica que las personas se estancan en su condición de víctimas cuando no tienen un reconocimiento: «Cuando hay reconocimiento, verdad y reparación, la gente empieza a dejar atrás el pasado doloroso y aprende a vivir de nuevo. Pero si no se dan estas condiciones, es habitual que se enquiste una identidad de víctima, que esa sea la condición central de su persona y que no pueda alejarse de ese pasado traumático ni mirar adelante». Reparación para seis millones de víctimas Paula Gaviria trabaja en el piso 32 de uno de los rascacielos más altos de Bogotá. Desde los ventanales de su oficina se contempla una panorámica espectacular de la ciudad, extendida sobre un altiplano a 2.600 metros de altitud. Gaviria trabaja con perspectiva general y con respeto por el detalle. Por eso se sabe una cifra de memoria: 5.845.002. Es el número de personas registradas, a 1 de octubre de 2013, en la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas. Supone el 12,5% de la población colombiana, una persona de cada ocho. Gaviria, abogada especializada en derechos humanos, de 40 años, fue elegida como directora de la Unidad en 2012, por consenso entre los partidos políticos y las asociaciones civiles. —Entiendo que muchas personas se sientan aún desatendidas — dice—. Es muy difícil pedir paciencia a las víctimas, pero empezamos
  • 14. a trabajar hace solo un año, hemos actualizado un registro minucioso de las víctimas y ya estamos dando reparación a miles. No se trata de enviarles un cheque y olvidarnos. Buscamos una reparación lo más completa posible de sus vidas. Es más lento pero es más justo. La Ley de Víctimas colombiana es una de las más ambiciosas y complejas del mundo. Hubo un primer intento de aprobarla en 2009 pero el Gobierno de Álvaro Uribe la rechazó porque el coste económico le parecía inasumible y porque se negaba a admitir la responsabilidad del Estado en la desatención de las víctimas, incluso en la violación de derechos humanos. En 2011, con el Gobierno de Juan Manuel Santos y un gran consenso, la ley salió adelante. Estableció la Unidad para las Víctimas, la dotó con una financiación blindada para diez años (unos 21.000 millones de euros) y planteó una reparación integral para casi cinco millones de víctimas, que ya son casi seis, porque el conflicto sigue siendo un grifo abierto. —Lo primero es el reconocimiento —explica Gaviria. El Estado envía una carta a cada víctima, en la que reconoce que no estuvo a su lado y se compromete a apoyarle en el proceso de reparación. Luego vienen las indemnizaciones económicas, los programas de rehabilitación física y psicosocial, la restitución de tierras a los desplazados, la reconstrucción de comunidades destruidas, los actos de memoria, las reparaciones simbólicas… Hasta el momento, la Unidad ha completado la reparación de 230.000 víctimas, de las cuales 200.000 recibieron asesoramiento individualizado para reorganizar sus proyectos de vida. Junto a la oficina acristalada de Gaviria pasa un grupo de mujeres con túnicas de colores vivos y estampados de flores, pañuelos en la cabeza y collares grandes. Son mujeres wayuu, víctimas de la masacre de Bahía Portete. El 18 de abril de 2004, varias docenas de paramilitares llegaron al pueblo y asesinaron una a una a las líderes indígenas que se oponían a su presencia en la zona, donde controlaban los corredores del narcotráfico. Torturaron, violaron, desmembraron y mataron a seis personas —casi todas eran mujeres líderes— y dejaron el pueblo arrasado: sus quinientos habitantes huyeron, muchos de ellos a la cercana Venezuela. En las paredes de las casas los paramilitares pintaron imágenes de mujeres violadas, senos arrancados y vientres rajados. Nueve años después, en el pueblo solo viven cinco familias y alguien renueva las pintadas de vez en cuando. Las mujeres wayuu han venido a Bogotá, a la Unidad para las Víctimas, porque después de recibir ayudas de urgencia ahora están planeando el retorno seguro y la reconstrucción del pueblo.
  • 15. —Obviamente falta mucho, pero estamos trabajando bien —dice Gaviria. Contra la impunidad La reparación avanza, la impunidad permanece. La Corte Penal Internacional mantiene a Colombia en una lista de países observados, porque se han cometido crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad a gran escala y porque apenas ha habido juicios. La impunidad es casi absoluta en el caso de la violencia sexual contra las mujeres, como acaba de denunciar una comisión de las Naciones Unidas en octubre de 2013: no se investiga, no se protege ni se acompaña a las víctimas, y se ejerce sobre ellas presión para que no persistan en sus denuncias o para que se reconcilien con el agresor. La congresista Ángela Robledo, del Partido Verde, desayuna una papaya en una terraza de Bogotá mientras repasa feliz los periódicos: ayer, 23 de octubre de 2013, fue un gran día en la lucha contra la impunidad, dice. La Corte Constitucional rechazó la ampliación del fuero penal militar, un empeño del Gobierno de Santos, que dejaba en manos de tribunales castrenses las infracciones de los soldados al derecho internacional humanitario. Según Robledo, una vía para la impunidad. Ella choca a menudo con los militares. Juntó con Iván Cepeda, del Polo Democrático Alternativo, elaboró un proyecto de ley contra la impunidad de la violencia sexual. Obtuvieron apoyos de muchos congresistas, incluso del propio Gobierno, y superaron varios debates parlamentarios. —Pero en el último momento, cuando llegó al Senado, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presionó a varios senadores para que tumbaran el proyecto —dice—. Hay varias cosas de nuestra ley que no gustan a los militares. La Corte Constitucional reconoció que la violencia sexual es sistemática dentro del conflicto: por eso defendemos que se tipifique como crimen de lesa humanidad. Eso significa que no prescribe. También señalamos al Ministerio de Defensa: le exigimos que elabore un protocolo para sancionar la violencia sexual, porque los militares cometen muchas violaciones y no se toma ninguna medida. Pedimos que no se valoren solo las pruebas físicas de las violaciones, porque a veces no son suficientes, pedimos que también se hagan análisis del contexto y de los testimonios de las víctimas. Y queremos que los funcionarios que atienden a las víctimas tengan formación en derechos humanos y en perspectiva de género. Es demasiado frecuente que policías, jueces y fiscales cuestionen y culpen a la víctima. Le preguntan cómo iba vestida, por qué iba sola a esas horas, la tratan como a una persona inmadura, le obligan a repetir una y otra vez un relato muy doloroso. Muchas abandonan las denuncias porque el proceso es humillante.
  • 16. El niño que no contó nada a nadie Alguien aporreó la puerta a las ocho de la noche, el 7 de agosto de 1999. Enrique, de 11 años, veía dibujos animados en la televisión. Sus padres no estaban: habían ido a pasar el día en la ciudad, al mercado, y aún no habían regresado a la finca cafetera La Confianza, en el valle del Cauca. Su hermana, de 20 años, no salió a responder. Volvieron a golpear la puerta y Enrique se levantó del sofá. Abrió la puerta y vio a doce o quince hombres armados. Llevaban brazaletes con las letras AUC: Autodefensas Unidas de Colombia, la organización paramilitar que asesinó a miles de personas entre 1996 y 2006, con un gusto especial por la tortura, las decapitaciones, los descuartizamientos con motosierra y hasta el uso de serpientes venenosas. Las AUC, financiadas por grandes industriales y ganaderos, se dedicaron al robo de tierras, la extorsión y el narcotráfico. Y siete días antes de que Enrique les abriera la puerta, los hombres de ese mismo bloque de las AUC se presentaron ante quinientos campesinos que estaban de fiestas en el cercano pueblo de La Moralia, les anunciaron su llegada al valle, su intención de castigar a quienes tuvieran relaciones con las guerrillas y, a modo de demostración, se llevaron a un campesino de 45 años y a su hija de 18 y los mataron a tiros. En los siguientes cinco años asesinaron a más de ochocientas personas en la región y a la mayoría las sepultaron en fosas comunes. —¿Apellidos de la familia? —le preguntó a Enrique el primero de los hombres armados, en la puerta de casa, con unas hojas en la mano. —Gálvez Flórez.
  • 17. El hombre buscó los apellidos en las hojas y no los encontró. «No hay problema con ustedes», le dijo a Enrique, «pero venimos para quedarnos». En los siguientes días los paramilitares se instalaron en la finca La Confianza. Llegaron docenas de hombres con camionetas, con armas, establecieron puestos de guardia, los comandantes ocuparon la casa y tuvieron al pequeño Enrique como sirviente. Los padres llevaron a la hija a la ciudad, para ponerla a salvo. A los paramilitares les interesaba la finca por su situación estratégica, porque dominaba el camino hacia el pueblo de Pardo Alto, donde habían establecido su base principal. Patrullaban la zona, apresaban a campesinos y los llevaban a la finca de los Gálvez Flórez, donde el niño Enrique vio cómo los torturaban y los amenazaban. Cuando llevaban tres meses ocupando la finca, uno de los paramilitares ordenó a Enrique que le llevara una jarra de agua a su puesto de guardia. Era un hombre muy moreno y bajo, al que apodaban Guerrillo, porque había sido guerrillero del Ejército Popular de Liberación antes de enrolarse con los paramilitares. Cuando Enrique le llevó el agua, Guerrillo le puso la punta del fusil AK-47 en la cara. Enrique Gálvez tardó doce años en contar lo que le hizo Guerrillo aquella mañana de un lunes de noviembre de 1999. Desde aquel momento, pasó de ser el mejor estudiante del colegio a suspender todas las asignaturas, de ser un chico alegre a escaparse de la gente y tener un comportamiento agresivo. Intentó suicidarse varias veces. Ahora, con 26 años, está a punto de terminar la carrera de Ciencias Políticas y se empeña en relatar su historia. Todavía pide, eso sí, que se cambien su nombre y algunos datos. —Recuerdo con detalle la boca del fusil, la punta descascarillada junto a mis ojos, y detrás veía el fusil entero, enorme, apuntándome a la cara. Me quedé paralizado. Guerrillo me agarró de la camiseta y me llevó a un cuarto de herramientas. Me dijo que si gritaba, me mataría. Y me violó. Allí se partió mi vida. Sentí asco, miedo, vergüenza. Era un niño y pensé que ya no valía nada, que era un objeto a merced de cualquiera, que no era humano. Me sentía sucio, me lavaba el cuerpo diez o doce veces al día con detergente, me salieron manchas blancas en la piel. Busqué el veneno que teníamos en la finca y me lo tomé dos veces, para intentar suicidarme. Enrique no contó nada a nadie. En el registro de la Unidad para las Víctimas, el 18% de quienes padecieron violaciones son hombres, pero también pesa sobre ellos un estigma muy fuerte y son pocos los que denuncian.
  • 18. —No hablé nada con mis padres y me volví muy solitario, muy agresivo, me daban crisis de llanto y siempre me escondía para llorar. No podía concentrarme en los estudios, suspendía todas las asignaturas. Mis padres creían que andaba tomando drogas y me castigaban. Intenté suicidarme varias veces más, tomando pastillas. Le salvaron dos cosas. Una: la lectura. Empezó a leer todo lo que encontraba sobre psicología, sobre los traumas de los violados, sobre el conflicto colombiano, y luego todo lo que encontró de Thomas Mann, García Márquezy Vargas Llosa. Dice que la lectura le sirvió para salir de sí mismo, para salir al mundo. Dos: la Ley de Víctimas. Cuando la aprobaron, vio una posibilidad de amparo. Y por primera vez le contó su historia a alguien. —Fue el 19 de julio de 2012. Hacía mucho frío. Entré temblando a la Personería y le conté mi historia a la funcionaria. Temía que me despreciara, que se burlara de mí, pero me escuchó con todo respeto. Salí a la calle y sentí que me había quitado una tonelada de encima. Me sentí libre por primera vez. Enrique Gálvez quedó incluido en el Registro de Víctimas y empezó a recibir tratamiento psicológico. —Poco a poco sentí que empezaba a perdonar. No sé nada de mi agresor, si está vivo o muerto, libre o encarcelado, pero en realidad me perdoné a mí mismo. Dejé de sentir ese rencor que me envenenaba y empecé a tener proyectos. Reanudé los estudios de Ciencias Políticas, que había dejado a medias unos años antes. En Colombia no hay más remedio que implicarse, y yo quiero estudiar y
  • 19. luchar por una sociedad justa. Las leyes sirven: a mí me salvaron la vida. Ahora estudio, tengo novia, que hasta hace poco era algo imposible para mí, y me compré una moto para recorrer las montañas. Quiero viajar en moto por Colombia, pasar a Brasil, Perú, Bolivia… Las víctimas son personas incómodas. Se las ve como personas pasivas, que se dedican a pedir subsidios, pero es justo lo contrario: es gente que lucha porque quiere volver a la sociedad. La violencia los expulsó de la sociedad y ahora quieren volver a participar. Ser víctima o ser periodista —Tenía que elegir entre ser víctima y ser periodista, y decidí ser periodista —dice Jineth Bedoya, 39 años, subeditora del diario El Tiempo. Por eso en 2009 se animó a contar por primera vez su historia, una historia callada durante nueve años, y la relató en el programa más visto de la televisión colombiana. El 25 de mayo de 2000, Bedoya era una periodista de 26 años que investigaba el tráfico de armas entre grupos paramilitares y agentes del Estado. Ese día visitó la cárcel La Modelo, convocada por un jefe paramilitar preso que le prometió unas declaraciones, y ella acudió con otro periodista y un fotógrafo. Se separó un momento de ellos, mientras hacían los trámites para entrar, y tres hombres armados la apresaron y se la llevaron en un auto. Durante dieciséis horas la violaron, la torturaron y al final la arrojaron a un vertedero. A Bedoya se le quebró la vida. Padeció secuelas físicas y mentales muy graves. Pero encontró un motivo para salir de casa: el periodismo. Continuó con sus trabajos de investigación, incluso fue secuestrada en agosto de 2003 por las Farc, cuando preparaba un reportaje sobre un pueblo en el que la guerrilla obligaba a los vecinos a producir cocaína. Pero no se animó a contar su historia completa hasta que en 2009 Oxfam-Intermón organizó la campaña «Saquen mi cuerpo de la guerra». —La violencia contra las mujeres es tremenda y nadie hablaba de ella. Por eso me animé a poner mi rostro a la campaña. Desde entonces Bedoya duplicó su trabajo. Por una parte, insiste en su periodismo incisivo: publica libros y reportajes sobre líderes de las Farc, sobre jefes paramilitares que organizan tramas de prostitución infantil, sobre narcotraficantes. Recibe presiones y amenazas, se enfrenta con alcaldes, fiscales y ministros a los que incordian sus investigaciones. Por otra parte, se vuelca en organizar campañas con el lema «No es hora de callar». Convenció a los futbolistas más famosos para que lanzaran mensajes en los estadios contra la violencia machista, montó conciertos y festivales, impartió sesiones a
  • 20. periodistas para cuestionar el tratamiento injusto que a menudo se les da a las víctimas. Jineth Bedoya duerme tres horas diarias. Tiene problemas de salud. Recibe amenazas de muerte. También recibe premios internacionales pero rechaza invitaciones para pasar uno o dos años en universidades extranjeras. Prefiere morir de un balazo en Colombia, dice, que de depresión en un hotel de Europa. Jineth Bedoya es una mujer menuda, delgada, de sonrisa frágil, que sale de un restaurante de Bogotá y se sube a uno de los dos enormes coches blindados que le esperan, con los cinco guardaespaldas que le acompañan a todas partes. —Suena dramático —dice, con voz suave y firmeza de granito—. Pero siento que vivo en una carrera contra el tiempo. No sé hasta cuándo me van a dejar vivir. Por eso hago tantas cosas a la vez, por eso ya no tengo vida personal, porque necesito todo el tiempo que me queda para seguir trabajando. «Así que un día me planté» Ana Secue, la mujer que fue tres veces gobernadora de los indígenas nasa, también necesitó todo su tiempo para ejercer el cargo. La nombraron cuando las Farc atacaban con más violencia que nunca a los indígenas del Cauca. —Mis compañeros pensaron que sería buena estrategia ponerles enfrente a una mujer. Que desconcertaría a los guerrilleros. Yo llevaba años trabajando en puestos de la comunidad, pero los hombres no cedieron el poder con alegría a una mujer. En nuestra comunidad hay mucho machismo. Algunos se enfadaron cuando salí gobernadora, les parecía vergonzoso. Yo me puse de pie en la asamblea y dije: «Sé que los guerrilleros me van a matar por hacerles resistencia. Si me quieren matar, aquí estoy». Luego me fui a casa y lloré, lloré mucho, lloré de nervios, de miedo, de responsabilidad. Pero solo lloraba en mi casa. Delante de los hombres siempre me mostré muy dura, muy fuerte, no quería que me vieran débil. Y cuando fui gobernadora me ocurrió otra cosa. Mi marido me maltrataba desde siempre. Me quedé embarazada con 15 años, y al tercer mes de embarazo ya me pegó por primera vez. Tuve cinco hijos con él. Me quería obligar a quedarme en casa, no quería que fuera a las asambleas, y me pegaba. Mis hijos me animaban para que me separara. No lo hice hasta que fui gobernadora. Entonces me
  • 21. pareció ridículo: yo organizaba a las mujeres, las animaba para que reclamaran sus derechos, y luego resulta que en mi propia casa me golpeaban. Así que un día me planté y le dije: nunca más me vuelves a pegar. Porque yo ya no voy a estar quieta: cuando tú vuelves borracho yo también te puedo pegar duro a ti. Ana Secue sonríe. Muestra una pequeña réplica del bastón de mando que lleva atado en el bolso. —Y nunca más se atrevió. Fotografía: Pablo Tosco (galería completa del reportaje https://www.flickr.com/photos/jot_down/sets/7215763803 9091015/ Oxfam Intermón apoya a las mujeres y organizaciones colombianas en su lucha para denunciar la violencia sexual en medio del conflicto armado y exigir justicia. Si quieres más información, http://www.oxfamintermon.org/es/campanas- educacion/proyectos/grandes-reportajes-de-periodismo- comprometido