Un pequeño pero significativo cuento propio para Navidad, escrito por Robert Turner que no habla sobre la luz que siempre podemos compartir con quien lo necesita en medio de la obscuridad.
2. No había nieve, la temperatura rondaba los veinte grados, y los
arbustos de algunos patios de la vecindad estaban verdes, así como las
palmeras. Y sin embargo se notaba que era Nochebuena. Las puertas de
las casas a lo largo de la calle lucían guirnaldas, algunas con bombillitas
encendidas. Muchas ventanas estaban iluminadas con luces rojas,
verdes o azules y a través del cristal se veía el resplandor del árbol de
Navidad. Y, por supuesto, estaba la música, los villancicos de siempre:
«Blanca Navidad», «Ave María», «Noche de paz» que se oían en algunas
casas. Hasta aquí todo muy bien, porque la Navidad en una ciudad de
Florida es como la Navidad en cualquier otra parte, un día feliz, un día
entrañable. Aunque uno sea policía. Aunque uno esté de servicio en una
noche como ésta y no pueda estar en casa con su mujer y su hijo. Pero
ya no es tan seguro si uno es policía y está de servicio junto a cuatro
más, pero resulta que tiene que atrapar a un prófugo de la cárcel y
meterlo otra vez dentro, o quién sabe si matarlo, porque le cayó una
cadena perpetua y no tiene ninguna intención de volver.
Mi compañero de patrulla era McKee, un agente a quien habían
cambiado de destino por unos meses. Joven, de ojos claros, el típico
chico americano de mejillas sonrosadas, y muy, muy responsable en su
trabajo. Lo cual está muy bien, es lo que debe ser. Estábamos
aparcados a unos metros de la casa alquilada donde vivía la señora
Bogen con sus tres niños.
A la misma distancia de la casa, pero al otro lado, había un sedán
con el teniente Mortell y Trasher, el matón de turno. Mortell tenía una
voz áspera y era flaco como una aguja, de mediana edad y unos ojos
2
3. que habían perdido casi toda su expresión humana. Él era el
responsable de la operación. Trasher era un muchachote rollizo,
ordinario, un policía vulgar.
En la parte trasera de la casa de los Bogen había otro coche de
policía del distrito con un par de tipos dentro llamados Dodey y
Fischman. Estaban allí por si Earl Bogen se nos escapaba y emprendía la
huida a través de los patios para salir al otro lado. Aunque a mí me
parecía que no tendría demasiadas oportunidades para hacerlo.
Cuando ya llevábamos un buen rato, McKee dijo:
— Me gustaría saber si está nevando en el norte. Apuesto a
que sí.
— Cambió de postura—. No parece Navidad, si no hay nieve.
¡Con estas palmeras, ya me dirá...!
— Así es como era el paisaje original —le recordé.
Después de pensarlo un momento, replicó:
— Sí, sí. Tiene razón. Pero sigue sin gustarme.
Iba a preguntarle por qué vivía en el sur, pero me acordé de su
madre, que necesitaba aquel clima para mantenerse viva.
3
4. — ¿Sabe una cosa, sargento? —dijo entonces—. He llegado a la
conclusión de que a este Bogen le falta un tornillo.
— ¿Lo dices porque es humano? ¿Porque quiere ver a su mujer
y a sus hijos el día de Navidad?
— Bueno, debería saber que hay una posibilidad de que le
cojan. Y si es así, será peor para su familia, ¿no cree? ¿No
era más lógico mandarles unos regalos o algo y después
llamarlos por teléfono?
— Tú no estás casado, ¿verdad, McKee?
— No.
— Y no tienes hijos. No puedo responder a esta pregunta por
ti.
— Sigo pensando que está loco.
No repliqué. Estaba pensando en cómo podía jorobar durante un
año por lo menos, y sin meterme en ningún lío, al chivato miserable que
nos había soplado que Earl Bogen pensaba visitar a su familia por
Navidad. Me revolvía las tripas que un tipo fuera capaz de dar una
información así, y si me daba la vena lo iba a pasar mal.
4
5. Luego recordé las palabras del teniente Mortell hacía apenas una
hora:
—Tim —me había dicho— me temo que eres demasiado sensible
para ser un buen policía. A esas alturas ya deberías saber que un policía
no puede ser sentimental. ¿O es que Bogen demostró tener corazón
cuando dejó paralítico al gerente de aquella compañía que atracó la
última vez? ¿Se preocupó él de la mujer y los hijos de aquel pobre
hombre? Deja de decir tonterías, Tim. Haz el favor.
Ésa fue su respuesta cuando propuse que dejáramos que Earl
Bogen entrara en su casa a pasar la Navidad con su familia y que le
cogiéramos a la salida. Total, a nosotros nos daba lo mismo, dije.
Podíamos darle un respiro. Por supuesto que sabía que Mortell no se
prestaría a esto, pero tenía que intentarlo. Aunque sabía que el teniente
pensaba lo mismo que yo: que llegada la hora de partir, podía ser el
doble de difícil atrapar a Bogen.
La
joven
y
monótona
voz
de
McKee
interrumpió
mis
pensamientos:
— ¿Cree que irá bien armado? Me refiero a Bogen.
— Supongo que sí.
— Me alegro de que Mortell nos haya dado órdenes claras, que
si Bogen pierde los nervios, vayamos por él. Es un policía
con mucha experiencia, ese Mortell.
5
6. — Por lo menos eso dicen. Pero, ¿te has fijado alguna vez en
sus ojos?
— ¿Qué les pasa a sus ojos?
— Olvídalo. Ahí viene el autobús.
Sabíamos que Earl Bogen no tenía coche, y dudábamos que
alquilara uno o que cogiera un taxi. Se suponía que iba corto de dinero.
El autobús se detuvo en la esquina. Si venía, vendría en autobús. Era lo
más probable. Pero no en éste. Sólo se apeó una mujer, que dobló la
esquina nada más bajar. Solté un leve suspiro y miré la esfera de mi
reloj. Las diez cincuenta. Dentro de una hora y diez minutos habría el
relevo y no habría sucedido en nuestro turno. Por lo menos eso era lo
que yo esperaba. ¿Y por qué no? Tal vez el confidente se hubiera
equivocado, o podía haber sucedido cualquier cosa que hubiera alterado
los planes de Bogen, o por lo menos que hubiera aplazado su visita
hasta el día siguiente. Me dispuse a esperar el próximo autobús.
— ¿Alguna vez ha matado a alguien, sargento?
— No —dije—. Nunca. Pero he visto cómo lo hacía otra
persona.
— ¿Sí? ¿Y cómo fue? —preguntó McKee con cierta agitación en
el tono de voz—. Quiero decir para el tipo que disparó.
¿Cómo se sintió al hacerlo?
6
7. — No lo sé. No se lo pregunté. Lo único que puedo decirte es el
aspecto que tenía, y era como si fuera a vomitar, como si
necesitara vomitar pero no pudiera.
— Ah —dijo McKee decepcionado—. Y el hombre al que le
disparó, ¿qué hizo? Nunca he visto morir a nadie de un
disparo.
— Pues... gritó —expliqué.
— ¿Gritó?
— Sí. ¿Has oído alguna vez cómo grita un niño cuando se pilla
los dedos en una puerta? Pues así gritó. Le dispararon en la
ingle.
— Ya entiendo —dijo McKee, aunque no daba la impresión de
haber comprendido nada. Pensé que McKee llegaría a ser lo
que se llama un buen policía: un muchacho agradable,
juicioso, totalmente insensible. Por milésima vez me dije a
mí mismo que debía dejarlo. No después del turno de esta
noche, no el mes próximo, ni la semana próxima, ni
mañana. Ahora mismo. Sería el mejor regalo de Navidad
que podría hacerme a mí mismo y a mi familia. Y al mismo
tiempo, sabía que no lo haría. No sabía exactamente el
porqué. Tal vez fuera el miedo a no ser capaz de buscarme
la vida fuera, o el miedo a acabar siendo una carga para
7
8. todo el mundo cuando fuera anciano, como lo había sido mi
padre. Aunque todas estas razones no eran las principales.
Si digo que después de tantos años de ser policía a uno se le
acaba metiendo en la sangre, aunque odie su trabajo,
sonará a falso. Y sonaría más falso aún si dijera que uno de
los motivos que tenía para seguir allí era la esperanza de
poder hacer algo por el prójimo, de poder hacer algo
positivo alguna vez.
— Si tengo que disparar a Bogen —dijo McKee—, no gritará.
— ¿Por qué no?
— Ya sabe cómo disparo. A una distancia así, le puedo meter la
bala en un ojo.
— Estoy seguro de que puedes —le dije—. Pero no vas a tener
la
oportunidad
de
demostrarlo.
Lo
vamos
a
coger
tranquilamente. No queremos tiroteos en un barrio como
éste y el día de Nochebuena.
En aquel momento vimos las luces del siguiente autobús que se
detenía en la esquina. Se apearon un hombre y una mujer. La mujer
dobló la esquina para dirigirse a la avenida. El hombre, de mediana
estatura pero muy delgado y cargado de paquetes, enfiló la calle.
— Ahí viene —dije—. Sal del coche, McKee.
8
9. Bajamos los dos, uno por cada lado. El hombre se acercaba sin
vernos. Los pinos australianos que estaban plantados a lo largo de la
calle entorpecían la visión.
— McKee —dije—, ya sabes cuáles son las órdenes. Cuando
vayamos
a
atraparle,
Trasher
se
acercará
primero
y
amenazará a Bogen por la espalda con la pistola. Entonces
tú le cogerás las manos y le pondrás las esposas. Yo me
mantendré a unos pasos de distancia para cubrirte. Mortell
estará detrás de Trasher, cubriéndole a él. ¿Está claro?
— Perfectamente —respondió McKee.
Seguimos andando, primero de prisa y luego más lentamente, de
manera que nos cruzáramos con Bogen antes de que él llegara a la casa
pero después de que hubiera pasado por delante del coche de Mortell y
Trasher.
Cuando estábamos a pocos pasos, Bogen pasó por delante de un
solar y un pálido rayo de luna se filtró por entre las ramas de los
árboles. Iba sin sombrero, y llevaba una chaqueta deportiva, una camisa
y unos pantalones. En los brazos, cinco o seis paquetes no muy
grandes, pero todos cuidadosamente envueltos con papel navideño y un
lazo. Llevaba un corte de pelo de estilo militar, en lugar de la larga
melena con que aparecía en las fotos de la policía, y se había dejado el
bigote; pero no tenía un aspecto muy distinto.
9
10. En aquel momento nos vio y vaciló un momento. Finalmente se
detuvo. Trasher, a sus espaldas, casi tropezó con él. Oí que le decía con
su voz de trueno: «Suelta los paquetes y levanta las manos, Bogen.
¡Vamos!».
Dejó caer los paquetes, que fueron a dar contra el suelo junto a
sus pies y dos se abrieron. En uno había un coche de carreras de
juguete. Debía de tener aún un poco de cuerda, porque al romperse el
papel el pequeño motor ronroneó un momento y corrió casi un metro
por la acera. Del otro paquete cayó una muñeca que quedó tendida boca
arriba, con los grandes ojos pintados mirando hacia el cielo. Era una de
estas muñecas que parecen artistas de cine e iba vestida de novia. De
otro paquete empezó a derramarse un líquido sobre la acera y supuse
que era una botella de vino que se habrían tomado Bogen y su mujer
para celebrar la Navidad.
Pero después de soltar los paquetes no levantó las manos, sino
que giró en redondo y el ruido de su codo al golpear la cara de Trasher
fue escalofriante. Luego oí que Trasher desenfundaba el revólver como
actuando por acto reflejo, pero el disparo salió dirigido al cielo.
Apunté con la pistola en el momento que Bogen metía la mano
debajo de la chaqueta, pero no llegué a utilizarla. Se me adelantó
McKee. La cabeza de Bogen se inclinó bruscamente hacia atrás como si
le hubieran dado un puñetazo en la barbilla. Se tambaleó un momento,
se retorció y finalmente se desplomó.
10
11. Me acerqué a él con la linterna. La bala que le había disparado
McKee le había dado en el ojo derecho y no había dejado más que un
espantoso agujero. Aparté la luz porque no podía soportarlo, y enfoqué
a McKee en la cara. El muchacho estaba muy pálido, pero tenía los ojos
brillantes de excitación y no parecía mareado en absoluto. No cesaba de
pasarse la lengua por los labios nerviosamente y decía una y otra vez:
«Está muerto. Ya no tienen que preocuparse más por él. Está muerto».
Empezaron a encenderse las luces de las casas más próximas y la
gente salía a ver qué pasaba. Mortell les gritó:
— Vuelvan a sus casas. No hay nada que ver. Es asunto de la
policía. Entren, por favor.
Por supuesto, la mayoría no obedeció las órdenes. Se acercaban a
curiosear, aunque no les permitíamos aproximarse al cadáver. Trasher
llamó a la comisaría por radio y Mortell me dijo:
— Tim, tienes que ir a comunicárselo a su mujer. Y dile que
venga a identificarlo.
— ¿Yo? —exclamé—. ¿Por qué no envía a McKee? Él no es un
sentimental como yo. ¿O por qué no va usted? Todo esto fue
idea suya, teniente. ¿Lo recuerda?
— ¿Piensa desobedecer una orden?
11
12. Me quedé unos instantes pensativo.
— No —dije—. De acuerdo. Iré yo.
Me dirigí a la casa donde vivían la mujer y los hijos de Bogen.
Cuando ella abrió la puerta, vi a sus espaldas el comedor humildemente
amueblado al que sin embargo la luz de las bombillas del árbol de
Navidad daba un aspecto muy distinto. Alrededor del árbol estaban los
regalos dispuestos con esmero. Y desde un rincón del dormitorio, los
grandes ojos pasmados de una niña de unos seis años y de un niño que
no pasaba de los dos.
La señora Bogen, al verme, pareció un poco asustada.
— ¿Qué ocurre?
Entonces pensé en el periódico y me dije: «No tiene sentido.
Mañana saldrá en toda la prensa». Pero luego recordé que mañana era
Navidad, y que el día de Navidad no salía ningún periódico y muy poca
gente se molestaba en encender la radio o la televisión.
— No se alarme —le dije entonces—. Estoy informando a las
familias de la vecindad acerca de lo ocurrido. Hemos
sorprendido a un ladrón en plena faena y ha salido huyendo.
Le hemos atrapado aquí enfrente pero hemos tenido que
disparar. Ahora todo ha terminado. No queremos que la
gente salga a curiosear, de modo que, por favor, vuelvan a
la cama.
12
13. Tenía los ojos y la boca abiertos de par en par.
— ¿Quién... quién era? —dijo apenas sin voz.
— Nadie importante —respondí—. Un joven delincuente.
— ¡Ah! —exclamó aliviada. Comprendí que mi corazonada
había sido acertada y que Bogen no les había comunicado su
visita. Quería darles una sorpresa. De lo contrario, habría
atado cabos inmediatamente.
Le di las buenas noches y al darme la vuelta ella cerró la puerta
despacio a mis espaldas.
Cuando me reuní con Mortell, dije:
— Pobre Bogen. Ha caído en la trampa por nada. Su familia ni
siquiera estaba en casa. He preguntado a una vecina y me
ha dicho que habían ido a pasar la Navidad a casa de la
madre de la señora Bogen y que no estarían de regreso
hasta pasado mañana.
— ¡Vaya por Dios! —exclamó Mortell mientras observaba cómo
unos hombres ponían el cuerpo sobre una camilla.
— Sí —dije. No quería ni pensar en lo que me haría Mortell
cuando se enterase de lo que había hecho, pues tarde o
temprano lo sabría. Pero en aquellos momentos no me
13
14. preocupaba demasiado. Lo importante era que la señora
Bogen y sus hijos iban a pasar la Navidad tal como la habían
planeado. Aunque pasado mañana viniera a comunicarles lo
ocurrido, ellos ya habrían tenido su día de fiesta.
Tal vez no fuera mucho lo que les había dado, pero era algo, y a
mí me hacía sentir un poco mejor. No mucho, pero sí un poco.
FIN.
14