Premio del Jurado del Concurso "100 cuentos cortos para jóvenes" organizado por Fundación Telefónica de Argentina: "“El esqueleto de la clase 101” de Daniela Ianini (16 años) .
3. El esqueleto de la clase 101
Respiró lentamente, suavemente, tratando de no llamar la atención. A pesar de todas las precauciones que
tomaba, Edgar sabía que su respiración no podía ocasionar mucho ruido, después de todo, ni siquiera tenía
pulmones. Allí estaba, el esqueleto de la clase de anatomía de la facultad de medicina, aula 101. Todos
creían que estaba muerto, incluso él mismo, excepto.... excepto cuando se encontraba con ella. Las
costillas de Edgar hacían un ruido de tintineo cada vez que ella se acercaba. Suponía que era lo más
cercano a temblar de nervios.
La doctora, o señorita profesora, dependiendo la situación, Lily Mc Haven. Una mujer de unos 40 y poco
de años, no se le veía ninguna arruga, pero si unas enormes ojeras malvas que ponían en claro que ella
amaba su trabajo, sin importar que tan demandante y cansador se tornara. Cuando la veía, Edgar sentía
como si tuviera nuevamente un corazón. Sus deseos de saltar sobre la mesa de disección y entablar una
charla eran cada vez más grandes. Muchas veces él la escuchaba con atención, era divertido escuchar
sobre tantas cosas variadas e interesantes, como por ejemplo, que para que una persona tenga ojos claros,
debe de haber al menos en la ascendencia un alelo con la mutación del gen. A veces se preguntaba de qué
color serían los ojos de sus hijos, si él se casara con Lily.
Muchas veces ella confundía su nombre, lo llamaba "Arturo" o "Raul", quería corregirla, e intentar, con una
voz un poco más sexy de lo normal, decir una frase al estilo de:
"-Mi nombre es Edgar nena, Edgar Queleton. Pero ya no importa mi nombre, importa el tuyo, vamos a
tomar un café y me lo cuentas todo"
Sin embargo, Edgar era un esqueleto muy tímido, así que dejaba que lo llamasen "Arturo", "Raul" o hasta
"Huesitos". En realidad no le importaba, mientras pudiera estar a su lado. En algunas ocasiones, Lily lo
rozaba con sus guantes de látex para explicar alguna lección.
-Hoy clase vamos a aprender sobre los carpos, metacarpos y falanges- dijo una vez ella, y le tomó la mano.
Edgar podía sentir el rubor corriendo a sus mejillas fantasmas.
Sin embargo, un día todo cambió. Lily había terminado de dar su clase como siempre, y se habían quedado
solos en el aula 101. Edgar pensaba en aprovechar esa oportunidad, pero se estaba debatiendo en como
comenzar a hablar sin espantarla (después de todo, era un esqueleto y él no lo ignoraba) cuando por la
puerta pasó un hombre alto, fornido, lleno de músculos, pelo moreno y ojos castaños. Se quedó helado,
nunca lo había visto. Los celos comenzaron a invadirlo cuando observó como se inclinaba sobre el rostro de
Lily para besarla en la frente. Prontamente, sintió como su corazón inexistente, se quebraba en pedazos.
-No la beses- dijo, pero el hombre no lo escuchó. -He dicho que no la beses- ahora lo había escuchado, pero
no se imaginaban de donde provenía esa voz, lo que menos pensaban, era que el esqueleto de la clase 101
podía hablar. Lentamente, Edgar comenzó a mover sus falanges, luego estiró su brazo, y tocó el hombro de la
doctora. Ella volteó y quedó petrificada, mas, no por miedo. Hacía mucho tiempo, había tenido un sueño
donde el esqueleto cobraba vida. Más de una vez, las mejillas de la doctora se habían encendido por estar
enamorada de un esqueleto de la clase 101. Lo había consultado con psicólogos, tarotistas, brujos, y
caciques, y todos le habían dicho que era imposible que un esqueleto pudiera cobrar vida, que se dejara de
niñerías, que no trabajase tanto y que se tomara unas merecidas vacaciones. Pero ella nunca pudo, nunca
pudo alejarse de su esqueleto favorito. A veces probaba estrategias para comprobar si él estaba vivo, lo
llamaba por otros nombres, le tocaba las manos, incluso le hablaba cuando se quedaba sola. Sin embargo
Edgar nunca contestaba. Pero hoy había sido diferente, hoy había hablado, hoy se había movido. Con una
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4. El esqueleto de la clase 101
lagrima brotando de su ojo, la doctora lo abrazó con fuerza mientras el le retribuía el abrazo con sus largos y
blancudos huesos sin emitir palabra. Nadie hablaba, la clase era puro silencio, pura paz. A excepción de
unos gritos en la distancia de un hombre fornido que pedía auxilio porque un esqueleto de la clase 101 de
la facultad de medicina había cobrado vida.
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