Este documento discute dos modelos de docencia universitaria. El primer modelo concibe la docencia como una vocación y un proyecto de vida, mientras que el segundo modelo promueve al profesor como un empleado productivo sometido a las exigencias de competitividad. El autor argumenta que el segundo modelo ha reemplazado al primero en las últimas dos décadas y ha puesto más énfasis en lo cuantitativo y empresarial sobre el saber. Extraña al docente apasionado por el conocimiento que cultiva saberes sin indicadores ni control, en contraste con el nuevo
Modelos de docencia universitaria: del pensador apasionado al empleado productivo
1. Opinión |3 Nov 2011 - 11:00 pm
Modelos de docencia universitaria
Por: Tulio Elí Chinchilla
A todo marco legal de educación superior subyace la definición sobre el
modelo de docente universitario que ha de adoptarse.
En la publicación Pensar la Universidad (Universidad de Antioquia y Universidad Nacional
Seccional Medellín, 2010), el profesor Julio González Zapata de la Universidad de
Antioquia ha defendido aquel modelo que concibe la docencia como el gran proyecto de
vida de quien opta por ella; modelo que la tecnocracia universitaria ha venido
reemplazando por el del empleado productivo, sometido a las exigencias de una academia
empresarial eminentemente competitiva.
Según el profesor González Zapata, en los últimos veinte años, con alborozo unánime
hemos caído seducidos por el paradigma universitario denominado “la empresa del
conocimiento”, que privilegia lo empresarial sobre el saber. “La Universidad —dice—
empezó a hablar de mercado y a seguir sus reglas. Lo cualitativo fue reemplazado por lo
cuantitativo: los objetivos deben formularse en términos mensurables, cuantificables,
priorizables, valorables. Las acciones deben expresarse de tal manera, que cualquiera las
pueda controlar en cualquier momento y para cualquier efecto (…) es necesario producir,
producir y producir y la comparación nos da la identidad en términos de un torneo
deportivo; la competitividad se convirtió en un valor y entonces nos preocupamos por el
puesto que ocupamos en el concierto nacional e internacional” (p. 63). Dos nuevos
conceptos, antes exóticos al mundo académico, campean ahora: gestión y riesgo.
Atrás quedó el mítico profesor-pensador cuyo sentido existencial y misión social lo definen
como un intelectual apasionado, un diletante (“que se dedica a un arte o ciencia por
diversión”, según Wikcionario). Extrañamos al docente cuya gozosa dedicación a especular
sobre saberes, discursos y teorías hace innecesario e inadmisible someter su quehacer a
demasiadas reglas. Y ello porque su razón vital lo ha encadenado desde siempre al
conocimiento, al pensamiento, los que cultiva a su ritmo, a su talante, sin indicadores,
medidores y controladores. En contraste con este sibarita de la ciencia, el nuevo modelo
sacraliza al profesor superproductivo, de exitoso marketing, porque gracias a sus títulos y
productos adocenados su universidad vende, y vende caro.
2. Esta academia “competitiva”, de ranquin, tiene sus virtudes, pero habría rechazado a aquel
Pedro Abelardo que en la incipiente universidad parisiense del siglo XII no sólo inculcaba
el racionalismo a sus alumnos sino que les enseñaba a componer canciones para las
amadas. Jamás le habría publicado el Contrato social a Rousseau, por no ser el producto de
una investigación técnicamente formulada: marco teórico, hipótesis, bibliografía. Ni le
otorgaría puntos al opúsculo “Qué es una Constitución” de Fernando Lasalle. A Hegel le
cancelaría su curso de filosofía del derecho por no tener más de tres estudiantes.
Pero el profesor formato-productivo, escogido en impersonal concurso y no por la élite del
saber (“rosca calificada”), jamás sentirá esa emoción, mezcla de inquietud y leve susto, que
siempre experimentan los viejos docentes en los minutos que preceden a su clase.