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Al arribar los españoles a los territorios andinos
y tomar posesión de los nuevos espacios conquista-
dos, crearon una sociedad distinta a la recientemen-
te derrotada estructura incaica, pero también al
mundo que primaba en la península. Durante mu-
chos años la organización social resultante fue in-
creíblemente caótica y desordenada, tanto para los
ojos de los peninsulares, como para los vencidos.
En poco tiempo, gentes pertenecientes a los más ba-
jos estratos hispanos se ubicaron a la cabeza de los
grupos de elite, mientras los nobles españoles y los
descendientes incaicos se veían desplazados por es-
tos simples villanos. Este caos inicial, que tratare-
mos de exponer en las siguientes páginas, ocupó la
atención de los tratadistas, teólogos y juristas preo-
cupados en buscar propuestas para “el gobierno del
Perú”. Pero como ha venido sucediendo desde la
conquista hasta nuestros días, el ideal jurídico y la
intención de los legisladores caminaron por un la-
do, en tanto la realidad discurrió en otra perspecti-
va y por rumbos a veces inusitados.
Organizar esta anómica situación social y racial
significó para los colonizadores españoles aplicar
un conjunto de ideas jurídico-teológicas referentes
a la sociedad, cristalizadas en el concepto de Cuer-
po de República. En 1648, el destacado jurista lime-
ño Juan de Solórzano y Pereyra reconstruía la con-
cepción que dio nacimiento a la arquitectura estatal
y social de la colonia: “Porque según la doctrina de
Platón, Aristóteles, Plutarco y los que siguen, de to-
dos estos oficios hace la República un cuerpo com-
puesto de muchos hombres, como de muchos
miembros que se ayudan y sobrellevan unos a
otros…”. Tal cosmología social surgía de la visión
de la sociedad como un organismo con cabeza, bra-
zos y extremidades, con jerarquías y ocupaciones
diferenciadas. Es conocido que Aristóteles en su Po-
lítica asumió posiciones organicistas parecidas a las
424
VIRREINATO
Patrucco
SOCIEDAD COLONIALSOCIEDAD COLONIAL
CARACTERÍSTICAS GENERALES
La prédica cristiana jugó un rol esencial en la transformación
de los valores y principios de la sociedad andina.
Púlpito de la iglesia de San Blas en el Cuzco, atribuido a
Juan Tomás Tuyru Tupac, siglo XVII.
de su maestro Platón. La
República, o res publica,
constituía sinónimo de
Estado, así como de co-
munidad social y políti-
ca organizada y sirvió
como cimiento para
construir la noción de
Cuerpo Político.
Más tarde San Pa-
blo, preocupado en edi-
ficar la Iglesia, asimiló
el legado aristotélico y
creó el concepto de
Cuerpo Místico, como
expresión de la dimen-
sión ultraterrena y ma-
terial de la ética y políti-
ca cristianas. La antigua
metáfora clásica del
Cuerpo Político, unida al
pensamiento cristiano
del Cuerpo Místico, da-
ría origen a la idea de
Cuerpo de República, que
tanta importancia ten-
dría en la noción medie-
val de la política. Estos
postulados estuvieron
muy arraigados en la tradición política española que
llegó al Perú junto con los conquistadores, y ya en
épocas tan tempranas como la de Lope García de
Castro, se hallaban bastante difundidos y no son
pocos los documentos que los mencionan.
Al tener que escogerse una forma de gobierno
para la población del Perú, se consideró lógico crear
una República de Indios, dado que eran nuevos en
la fe. Esta forma organizativa, diferente a la ya exis-
tente República de Españoles, era necesaria ya que
los nativos vivían sumidos en el paganismo. No co-
nocer a Cristo los convertía en seres miserables, por
lo que debían ser convenientemente adoctrinados
en el cristianismo. La República de Indios tendría la
misión de educar a los habitantes andinos en los
usos cristianos y las maneras occidentales, es decir
a vivir en “buena policia” y a ser “buenos repúbli-
cos”. La expresión física de la organización de esta
República serían las reducciones, poblados organi-
zados a la manera occidental donde podrían ser vi-
gilados y aprenderían las nociones de familia, pro-
piedad, orden, además
de someterse a la cris-
tianización. La idea de
la República de Indios
resultaba una solución
jurídica para integrar
separadamente a la po-
blación nativa dentro
del estado monárquico
español, y al menos en
teoría brindar protec-
ción a sus integrantes.
De esta manera la po-
blación aborigen, paga-
na e ignorante de la cul-
tura occidental, tendría
tutela especial. Las dos
repúblicas casi autóno-
mas se sustentarían mu-
tuamente y formarían
un cuerpo místico im-
perial “como un reloj
cuyas piezas funcionan
armónicamente”. De es-
ta manera, la pertenen-
cia al cuerpo imperial de
los Habsburgo asegura-
ría el éxito de la Repú-
blica Universal, de cuyo
recto progreso dependía la salvación del mundo
(Sánchez-Concha 1992a: 60 y ss.; 1992b).
Sin embargo la sociedad hispanoperuana, dividi-
da utópicamente en dos repúblicas paralelas y com-
plementarias, estaría fuertemente enlazada bajo el
criterio de la división estamental, organización je-
rárquica establecida de acuerdo a las diferentes rela-
ciones hereditarias que se desarrollaban con la tie-
rra o las actividades productivas. Aunque a primera
vista una estructura de este tipo pareciera ser muy
rígida, la movilidad social –tanto vertical como ho-
rizontal– era muy común y mucho más extendida
de lo que muchos estudiosos han estado dispuestos
a reconocer, y que sólo a través de la moderna his-
toriografía hemos comenzado a entender adecuada-
mente. En las siguientes páginas intentaremos in-
troducir al lector en esta compleja dinámica de la
sociedad, donde los colores y las ordenaciones re-
sultan tan engañosos como el juego de las palabras
y las clasificaciones (Sánchez-Concha 1992a: 60 y
ss.; 1992b; Mörner 1978: 21).
425
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
El escrupuloso planeamiento urbano de las ciudades hispano-
americanas fue parte importante de la “buena policia”
preconizada por las autoridades coloniales.
LA DESESTRUCTURACIÓN DE LA
CONQUISTA Y LAS ALIANZAS POST
INCAICAS
La conquista del Tahuantinsuyo tuvo visos es-
pectaculares y sumamente azarosos, tras las rápidas
acciones ejecutadas por las escasas huestes españo-
las adentradas en el desconocido territorio andino.
Numerosas etnias y millones de personas verían
con sorpresa el derrumbe del poderoso estado inca,
y el inicio de enormes cambios que revolucionarían
totalmente sus vidas. Durante los primeros y des-
concertantes años, años de guerras de conquistas y
de guerras civiles, años de desorganización e im-
provisación, de desgobierno y desconocimiento, los
pobladores andinos fueron los personajes de un
drama cuyo libreto sólo era conocido por los pro-
tagonistas venidos de España.
Como se ha visto en secciones previas, la con-
quista significó un desastre cosmogónico o pacha-
cuti para los indígenas, quienes intentaron com-
prender la pérdida de su civilización como parte de
una alteración cósmica que míticamente ocurría ca-
da medio milenio. El pachacuti se traducía en enor-
mes cataclismos, pestes, muertes, trabajos forzosos,
desarraigo; en fin, en todos los males que la con-
quista originó.
Los españoles aprovecharon la desorientación de
los indígenas para imponer su presencia militar e
implantar con premura formas de organización eco-
nómica como los repartos de indios o encomiendas.
La población indígena se encontró entonces adscri-
ta a grandes jurisdicciones –unas quinientas en to-
do el país–, dirigidas desde la ciudad por un enco-
mendero y gobernadas efectivamente por los ma-
yordomos y aparceros que vivían entre los indios. A
nivel político, los conquistadores emprendieron el
restablecimiento de un gobierno inca, con un sobe-
rano que debía ser una marioneta dirigida por fé-
rreos hilos. El proyecto fracasó repetidas veces, fue-
ra por la prematura muerte de los incas cautivos, o
por las constantes insurrecciones que estallaron ba-
jo su mando. Fue especialmente furibunda y multi-
tudinaria la rebelión del último de ellos, llamado
Manco Inca, que se atrincheró en el peligroso foco
alternativo de Vilcabamba. El violento clima de la
conquista que amenazaba con no dejar piedra sobre
piedra determinó que algunos nobles incas intenta-
ran oficiar de mediadores entre las huestes españo-
las y el hasta entonces infinito y desconocido mun-
do andino. Personajes como Paullu Inca, por ejem-
plo, plantearon una forma de asociación nueva en-
tre la elite incaica y los conquistadores y llegaron a
reclamar encomiendas, sustentando su pedido en la
posición y preeminencia que tenían en medio de los
restos todavía humeantes del Tahuantisuyo. Otro
tanto sucedió con los curacas, quienes también de-
bieron optar entre la lucha o la alianza.
426
VIRREINATO
Patrucco
I
LA REPÚBLICA DE INDIOS
Casa europea sobre cimientos incaicos en Ollantaytambo,
Cuzco.
Algunos de estos lazos de cooperación entre in-
dios e invasores surgieron incluso antes del episo-
dio de Cajamarca, cuando aquellos esperaban que
los viracochas recién arribados desde el oeste les
ayudaran a librarse de la “tiranía” de los incas. In-
cluso ciertos grupos incaicos, panacas y familias
opuestas a Atahuallpa (el ”Atabálipa” de las cróni-
cas), se plegaron a los españoles y los secundaron
en sus acciones. Durante un cuarto de siglo el mun-
do andino siguió funcionando en base a esas alian-
zas, muchas de las cuales son expresadas literal-
mente en las probanzas que numerosos curacas e
indios nobles presentaron a la Corona, años más
tarde, buscando el reconocimiento oficial. Aunque
dichas probanzas deben ser leídas muy cuidadosa-
mente, pues encierran la visión y los intereses par-
ticulares de sus suscriptores, no debe negarse la
existencia de estas relaciones, notablemente fortale-
cidas por los parentescos establecidos entre algunas
etnias y los españoles importantes. Baste mencionar
el caso de los curacazgos de Huaraz y su fidelidad a
los Pizarro, tras la unión conyugal concertada entre
el marqués gobernador y doña Inés Huaylas.
Los lazos de reciprocidad y redistribución con
los españoles fueron también elementos fundamen-
tales para la supervivencia del antiguo sistema eco-
nómico andino. Los encomenderos entendieron
que la mejor forma de captar los tributos de sus en-
comiendas era entrando en el juego de la reciproci-
dad y la redistribución, y respetaron antiguas for-
mas de trato andinas, como el ritual de desplaza-
miento de los curacas en literas y hasta recibieron
yanaconas de los señores principales. Los aboríge-
nes por su parte aceptaron algunas de las nuevas re-
glas del juego y esperaron a cambio de su colabora-
ción las respectivas recompensas. Accedieron a los
símbolos hispánicos del vestir, establecieron lazos
amicales y colaboraron con los encomenderos,
aceptando incluso al poderoso dios vencedor de los
cristianos y a sus dioses menores o santos, integrán-
dolos a sus creencias politeístas como una forma
más de afirmar los vínculos de estas alianzas. De
otro lado los tributos siguieron siendo pagados con
días de trabajo a los españoles, y así los indígenas
produjeron objetos necesarios para los occidentales,
incorporando muchas veces técnicas importadas.
Pero como es lógico suponer una alianza exige
una contraprestación y pronto los curacas entendie-
ron que era poco probable que sus aliados cumplie-
ran. Especialmente gravosas resultaron para el ayllu
las exageradas exacciones de mano de obra im-
puestas por los españoles y su nuevo dios. Entonces
los curacas empezaron a atentar contra el sistema, y
las alianzas se tambalearon. Los favores pedidos a
los curacas se hacían cada vez más difíciles de cum-
plir, y algunos focos de resistencia activa pusieron
en entredicho hacia 1560 la hegemonía regional de
los españoles. Movimientos como el Taqui Onkoy,
el Moro Onkoy y levantamientos como el de Yana-
huara, alarmaron a los españoles. Era el momento
de replantear el gobierno y reformular el tipo de re-
laciones que se estaban plasmando en torno a la po-
blación y el territorio. Algunos funcionarios, como
Juan de Matienzo, consideraban que los encomen-
deros eran la clave de la sociedad y pensaban en
consecuencia que se debía reorganizar el país en
función de este grupo, cuya prosperidad generaría
estabilidad social, desarrollo y progreso moral. El
llamado a realizar esta crucial transformación del
virreinato sería Toledo, pero teniendo al Estado co-
mo centro de la vida social (Pease 1992 a: 288; 312
y ss.; Stern 1982: 59-96).
427
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Detalle del lienzo “Nuestra Señora de Pomata”, Cuzco, siglo
XVIII.
EL NUEVO ORDEN: LAS REFORMAS
TOLEDANAS Y EL ESTABLECIMIENTO
DE LAS DOS REPÚBLICAS
La llegada de Francisco de Toledo en 1569 seña-
ló un significativo cambio en la conducción y orga-
nización del virreinato peruano. Acompañado de
un grupo de sagaces asesores, clérigos, juristas y
funcionarios, el nuevo virrey emprendió la funda-
mental tarea de hacerse una idea del país, mediante
una exhaustiva Visita General a todos los confines
del territorio, que le demandaría cinco años com-
pletar. Tras el vasto recorrido, creó un extenso cor-
pus legislativo que reflejaba un conocimiento cabal
de la realidad y un plan de audaces transformacio-
nes que harían gobernable el virreino. Fue obra de
Toledo la aplicación masiva de instituciones funda-
mentales como la mita, el tributo indígena, las re-
ducciones, luego de las cuales las sociedades andi-
nas jamás volvieron a ser las mismas. Durante su
gestión, que se prolongó hasta 1581, cristalizaría el
esquema escolástico y utópico de las dos Repúbli-
cas, la de Indios y la de Españoles, para separar a la
sociedad indígena y protegerla de las intrusiones de
los españoles. De otro lado, le cupo dar fin al go-
bierno alternativo de los rebeldes de Vilcabamba,
con la ejecución del primer Tupac Amaru (1572), lí-
der de la resistencia neoinca al régimen español
(Stern 1982: 128-132).
Las reducciones
Una de las primeras decisiones de Toledo fue
generalizar la agrupación de los indígenas en las
denominadas reducciones de indios, poblados levan-
tados siguiendo la tradición española. No era una
novedad, pues se trataba de un proyecto largamen-
te incubado, que se comenzó a aplicar en las cerca-
nías de Lima en 1557, durante el gobierno del mar-
qués de Cañete y posteriormente en el Cuzco du-
rante el corregimiento de Polo de Ondegardo. Pero
Toledo deseaba implantar esta modalidad urbana a
lo largo y ancho de todo el territorio del virreina-
to, y de hecho lo consiguió. Según el pensamiento
jurídico-teológico de la época, sólo de este modo
los indios podrían vivir en orden y “buena policia”,
siguiendo la antigua noción de la civitas. A su vez,
esta forma de organización concentraba a los in-
dios dispersos de los ayllus en poblaciones donde
era mucho más fácil controlarlos, vigilarlos, edu-
carlos y evangelizarlos.
La idea central contemplaba erigir pequeños
pueblos según el trazo realizado por Juan de Ma-
tienzo, el cual preveía una cuadrícula ortogonal y
una plaza central. Alrededor de ella se situaban los
principales locales, la iglesia y la casa del cura, la se-
de de la autoridad étnica y curacal, lugares para la
justicia, edificios para albergar viajantes, y en las
manzanas adyacentes pequeñas viviendas unifami-
liares con puerta a la calle. Fuera del trazado urba-
no se situaban las tierras de cultivo individuales y
los pastizales comunales. Por razonable, justo y ci-
vilizado que pareciera a los asesores toledanos el es-
tablecimiento de poblados de esta naturaleza, las
reducciones desorganizaron la vida andina y la cul-
tura indígena, consumando el derrumbe del
Tahuantinsuyo.
Las reducciones –origen de las actuales comuni-
dades indígenas– debilitaron las antiguas pertenen-
cias étnicas andinas heredadas del Intermedio Tar-
dío, a la vez que incentivaron el surgimiento de una
identidad panandina, que no había existido en el in-
cario. El traslado de los indios dispersos generó un
alejamiento de los individuos de sus tierras de ori-
gen, del lugar del surgimiento de su grupo o pacari-
na, y de sus lugares sagrados o huacas. Las pobla-
ciones debieron aceptar tierras nuevas, generalmen-
te mal irrigadas y de menor calidad, al tiempo que
abandonaban las antiguas. Estas tierras ancestrales
con el paso de los años serían subastadas o legaliza-
das por medio de las composiciones. Otro gran pro-
blema originado por las reducciones fue la pérdida
de la complementaridad ecológica que caracterizó a
los antiguos ayllus, ya que estos últimos ocupaban
428
VIRREINATO
Patrucco
Tucuirico
Casa
del
Corregidor
Casa de
españoles
pasaxeros
Casa
de
Hospital
Casa
del
Consexo
Corral
Iglesia
Cárcel Del padre
PLAZA
Modelo de reducciones indígenas sugerido por el licenciado
Juan de Matienzo en su Gobierno del Perú, en 1567.
tierras en distintas altitudes de la cordillera y en di-
versas partes de los valles, para obtener alimentos
de diferente procedencia y evitar el riesgo de malas
cosechas. También las reducciones socavaron las
alianzas comunales y las formas de trabajo grupal,
afectando sobremanera el mando de los curacas so-
bre sus dispersas poblaciones y derrumbando el po-
der de los hatun curacas o señores macroétnicos,
que vieron reducida su influencia a la de un simple
curaca subordinado.
La noción andina de parentesco inició un lento
repliegue y se impuso el criterio occidental de la fa-
milia nuclear. Los conceptos de incesto, monoga-
mia y matrimonio occidental comenzaron a ser im-
puestos bajo la vigilante mirada de las autoridades
locales. Supuestamente el cura podía vigilar mejor
la conducta de los habitantes en pequeñas casas
unifamiliares con puerta a la calle, que en las anti-
guas moradas rodeando las canchas o patios inter-
nos. Surgió asimismo el criterio de domicilio,
opuesto al de residencia, lugar de vivienda que se
convirtió en unidad censal y tributaria (Pease
1992a:197-201; Ossio 1992:169-172).
Censos y tributos
Durante la formidable visita de Toledo se efectuó
un conteo de la población, mientras los funciona-
rios encargados iban estableciendo las tasas y esti-
mando la cantidad de tributarios por cada región.
Recordemos que durante las primeras épocas los in-
dios estaban organizados en unas quinientas enco-
miendas y debían pagar unos cuatro pesos ensaya-
dos, que al reunirse con los tributos de toda la co-
munidad sumaban un monto considerable, del cual
debían descontarse los gastos del clérigo, la Iglesia,
los funcionarios, los curacas y la caja comunitaria.
El resto pasaba al patrimonio del encomendero y
ésa era la renta de su encomienda. Si el también de-
nominado repartimiento de indios estaba vacante, el
monto obtenido podía servir para subvencionar a
dos o más rentistas designados por el gobierno –por
lo general conquistadores distinguidos que aún no
tenían asignada una encomienda– o en su defecto
iba a engrosar las arcas reales.
Con la paulatina desaparición y declive econó-
mico de las encomiendas la mayoría de los tributos
pasaron a ser recabados directamente por la Coro-
na. La visita general de Toledo dio como resultado
la contabilización de 695 encomiendas con 325 899
indios tributarios, los cuales debían pagar un tribu-
to ascendente a 1 506 290 pesos. Luego de los gran-
des problemas que la Corona tuvo que enfrentar
tras las pretensiones de los encomenderos, se les
fue reemplazando en la recolección del tributo y se
comisionó a los corregidores en la tarea de recabar
las rentas. Esta decisión evitó muchos de los abusos
cometidos por los encomenderos, pero simultánea-
mente disminuyó enormemente su poder y las po-
sibilidades de organizar empresas económicas en
base a la explotación de la mano de obra indígena.
El nexo entre los indios y el corregidor estuvo cons-
tituido por el curaca, quien recogía de mano en ma-
no el tributo, al que estaban obligados todos los va-
rones comprendidos entre los 18 y los 50 años ex-
ceptuando a los propios curacas, sus hijos, los ayu-
dantes del cura y los alcaldes de indios o varayoc.
La figura del tributo occidental en moneda o en
especie constituyó una pesada carga para los indios
del común, ya que ellos estaban acostumbrados a la
entrega de fuerza de trabajo, y porque tributar en
productos sujetos al riesgo de las malas cosechas
ponía en peligro la subsistencia de la comunidad.
En muchas ocasiones los indígenas recurrieron a las
“revisitas” para disminuir la carga impositiva, debi-
do a que los pagos se hacían imposibles de cumplir
como consecuencia del despoblamiento, el empo-
brecimiento de las tierras y la fuga de tributarios.
En algunas circunstancias, las comunidades coludi-
das con los funcionarios españoles escondieron la
real fuerza contributiva y laboral de la comunidad.
Los dineros del rey o de los encomenderos, tras la
subestimación del número de tributarios, cayeron
en manos de terceros. Con la anuencia de los fun-
cionarios reales, muchos indios no censados pasa-
ron a convertirse en trabajadores al servicio de pe-
queños empresarios regionales, cuando no de los
grandes y lejanos mineros de Potosí y Huancaveli-
ca. Cabe aclarar por último que el tributo colonial
en el Perú se circunscribió a los indios, a diferencia
de España donde afectó a todos los villanos, y que
fue de tal importancia en la recaudación hacendaria
que subsistió hasta mediados del siglo XIX, ya en
plena República (Stern 1982: 133-136; Ossio 1992:
169-172).
La mita
Otro de los objetivos que se propuso Toledo fue
disponer de una reserva de fuerza de trabajo con-
fiable y permanente. Para ello adaptó la mita pre-
hispánica y la convirtió en un eficiente pero poco
versátil sistema de trabajos forzosos. En tiempos
precolombinos se había establecido que los habi-
tantes de los ayllus debían servir por turnos al es-
tado inca, realizando actividades de todo género,
429
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
desde trabajar en yacimientos mineros y en obras
públicas, hasta conseguir plumas de papagayo, pir-
car o levantar muros, juntar piojos –según palabras
de Atahuallpa– y sembrar coca. De esta manera se
podía satisfacer la siempre creciente necesidad de
energía humana. Toledo aplicaría el mismo princi-
pio para contar con la mano de obra que las diver-
sas empresas coloniales requerían y dispuso que
una séptima parte de la población de una reduc-
ción o comunidad debía trabajar por períodos de-
terminados –generalmente de tres meses– en mi-
nas, obrajes, haciendas y ciudades. Terminado el
plazo los mitayos eran reemplazados sucesivamen-
te por otros grupos de trabajadores, hasta cumplir
los siete relevos, reiniciándose nuevamente el ciclo.
Se estipulaba además que los empresarios subven-
cionaran los gastos del viaje y remuneraran esta
fuerza laboral proporcionada por la Corona. En la
práctica los empresarios interpretaron de manera
sui generis las disposiciones toledanas, extendiendo
los plazos, encargando a los mitayos tareas imposi-
bles de cumplir para que se vieran obligados a pe-
dir ayuda a sus parientes, por lo general hijos y
mujeres. De este modo no sólo se obtenía un mita-
yo sino toda una familia de mitayos.
Muchas enfermedades laborales generadas por el
trabajo en las minas de mercurio o en las heladas
punas potosinas acabaron con la vida de estos traba-
jadores forzados. También en los hacinados e insa-
lubres obrajes la salud de los mitayos se quebrantó.
El sistema de explotación del trabajo fue haciéndo-
se más inhumano, ya que la producción colonial só-
lo parecía competitiva en la medida en que no se
abonaran los salarios en dinero. Para evitar la fuga
de circulante de la región, se trataba de endeudar a
los trabajadores con la venta de alimentos, alcohol,
medicinas u objetos inservibles. Los indios de cir-
cunscripciones más lejanas o con menores vínculos
de reciprocidad estaban más expuestos a estos siste-
mas de endeudamiento, por lo que su estancia en las
minas se prolongaba meses enteros. Tras un penoso
viaje de regreso y bastante más tarde de lo planeado,
llegaban a sus comunidades donde los esperaban las
deudas contraídas durante su ausencia, y que no
podían ser saldadas porque no habían participado
en la cosecha. Para escapar de tales sufrimientos los
posibles mitayos fugaban de sus parcialidades, pro-
vocando el descenso demográfico del ayllu. Los
cambios establecidos por Toledo aceleraron la des-
composición del mundo indígena, pareciendo que
“todo lo que se ordena en su bien se tuerce en su
ruina”. No en vano Matienzo señalaba: “Yo deseo to-
do el bien a los indios y a los españoles y querría que
todos se aprovechasen con el menor daño que se pu-
diese de los indios y aun con ningún daño de ellos.
Por su tierra nos da tantas riquezas, es justo que no
se lo paguemos con ingratitud… …comparemos lo
que los españoles reciben y lo que dan los indios,
para ver quién debe a quién: dámosles doctrina, en-
señámosles a vivir como hombres, y ellos nos dan
plata, oro, o cosas que lo valen…”. El licenciado
concluía su razonamiento explicando cómo, según
la doctrina escolástica, los metales no podían valer
más que la urbanidad, debido a lo cual los indios sa-
lían beneficiados. Sin embargo, Matienzo pensaba
que la mita no le exigía al indígena más de lo pedi-
do durante el Tahuantinsuyo.
Unos años más tarde Solórzano y Pereyra no se
preocuparía tanto del valor de los bienes intercam-
biados entre occidentales y andinos, y siguiendo
más bien los escritos aristotélicos, justificaría la mi-
ta en razón de las diferencias raciales impuestas
desde la creación. Así escribiría en su Política india-
na con extrema frialdad: “los indios que por su es-
tado y naturaleza son más aptos que los españoles
para ejercer por sus personas los servicios que tra-
tamos (la mita) sean obligados y compelidos a ocu-
parse de ellos… Pues a quien la naturaleza dio cuer-
pos más robustos o vigorosos para el trabajo, y me-
nor entendimiento o capacidad, infundiéndoles
430
VIRREINATO
Patrucco
Acuarela
del siglo
XVIII en
la que se
representa
tejiendo a
un indio
del norte
peruano.
más del estaño que del oro por esta vía, son los que
se han de emplear como los otros a quien se le dio
mayor en governarlos, y en las demás funciones y
utilidades de la vida civil…”.
A mediados del siglo XVII, la mita no cumplía ya
la función económica que le dio origen, debido al
descenso poblacional y al efecto de innumerables
“revisitas” y otras medidas que fueron sustrayendo
a la población involucrada en este sistema. Según
Stern, la mita “perdería su credibilidad como im-
portante fuente de mano de obra”, encontrándose
con frecuencia otras formas de disponer de fuerza
de trabajo. Gracias a la sorprendente adaptación y
aculturación de la población andina, los integrantes
de las reducciones pudieron sobrevivir y en algunos
casos excepcionales vivir bien, a pesar de la perma-
nente erosión de sus recursos y del enorme maltra-
to a sus integrantes. Mal que bien, la mita y el tribu-
to establecieron contactos y oficiaron de vías de in-
tegración para la disímil población de indígenas y
españoles (Pease: 1992a: 289 y ss.; Stern 1982: 200
y ss.).
LA POBLACIÓN ANDINA Y LA
EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA
DESPUÉS DE LA CONQUISTA
La radical disminución de la población aborigen
en América se inició no bien los conquistadores pi-
saron el nuevo continente. Sin embargo algunos es-
pecialistas del caso peruano sostienen que el descen-
so poblacional habría empezado aun antes de la lle-
gada de los invasores hispánicos. La conmoción de
los primeros momentos de la conquista se reflejó
claramente en la curva demográfica. Las Leyes Nue-
vas de 1542 intentaron poner freno a los maltratos y
abusos contra los indios, siguiendo la prédica de
Bartolomé de las Casas, pero los resultados no fue-
ron muy alentadores. Tanto en los momentos de paz
como durante las guerras civiles que se sucedieron
en los años siguientes, las bajas indígenas fueron
considerables, y de hecho la muerte cotidiana ahon-
daba en la población andina la idea del caos o pacha-
cuti. Las autoridades tuvieron una clara conciencia
del fenómeno que se desarrollaba ante sus ojos, y
hasta los encomenderos se quejaban del desvaneci-
miento de sus rentas. Pero sólo después del ordena-
miento administrativo introducido por Toledo se
pudo percibir la verdadera dimensión de la heca-
tombe producida. La población del Tahuantinsuyo
había disminuido dramáticamente, y los censos to-
ledanos lo demostraban irrefutablemente.
Los cálculos demográficos
¿Cuántas personas habitaban América a la llega-
da de los españoles? Esta simple pregunta ha gene-
rado largos y contradictorios debates entre los en-
tendidos en la materia, que se agruparon en dos
bandos extremos. De un lado están los bajistas co-
mo Rosemblat, quien opinaba a mediados del pre-
sente siglo que entre 1492 y 1650 América pasó de
estar habitada por 13,3 millones de aborígenes a só-
lo 10 millones. Es decir hubo una disminución de
sólo 3,3 millones de personas. Otro investigador co-
mo Kroeber señaló una cifra de 8,4 millones como
población total americana.
De una opinión diferente serían los alcistas,
quienes hablan de cifras altísimas. Demógrafos co-
mo Dobyns calculaban en unos cien millones la po-
blación americana, indicando que para mediados
del siglo XVII sólo habitaban el territorio unos 4,5
millones de indígenas. Sapper y Spinden calcularon
unos niveles más moderados, situados alrededor de
los 40 millones. La disparidad entre los resultados
431
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Progresivamente en los Andes fueron incorporándose nuevas
formas de reclutamiento de la mano de obra indígena. La
imagen muestra el maltrato a una mujer andina que se
encuentra hilando.
propuestos acerca de la población total americana
llevó a un intento de realizar estudios regionales
donde se pudiesen reducir los márgenes de error.
Al igual que en el resto del continente, en el Pe-
rú se empezó a trabajar en mediciones demográficas
y Noble David Cook publicó una primera estima-
ción que abarcaba los cambios ocurridos desde
1570 (es decir desde la época de Toledo) hasta
1620. En este estudio se comprobaba cómo la po-
blación habría variado de 1 260 530 a 598 033 indí-
genas, y los tributarios habrían pasado de 260 000 a
136 000. Continuando con sus indagaciones, Cook
llegó a establecer que de 1530 a 1630 se habría pa-
sado en toda el área del Tahuantinsuyo de unos 9
millones a sólo 600 mil habitantes (Mörner 1978:
24, 41-42; Sánchez Albornoz 1977: 61-86; Pease
1992a: 212-220).
Las causas del desastre
Ya en los primeros años de la conquista se evi-
denciaba una disminución realmente pavorosa de la
población. Desde épocas muy tempranas, fray Bar-
tolomé de las Casas había denunciado la hecatombe
demográfica en varias obras escritas en la línea de
su Brevísima relación de la destrucción de las Indias.
Sus alegatos en defensa de los indios dieron pie a la
“leyenda negra española”, hábilmente difundida
por las potencias extranjeras enemigas de Carlos V,
y eran reimpresos cada vez que se desataba una
guerra contra el gigantesco imperio germano-espa-
ñol. Paradójicamente, la obra lascasiana tuvo una
enorme difusión al interior de España y generó en-
cendidas polémicas en todos los niveles, y la misma
Corona no reparó en utilizar las argumentos del do-
minico para enfrentar, controlar y disminuir el po-
der de los encomenderos en los dominios de ultra-
mar. De este modo la llamada “tesis homicídica” del
despoblamiento de América tuvo general acepta-
ción y fomentaría movimientos de conciencia como
el período de la “Restitución”, durante el cual los
viejos y enriquecidos conquistadores y encomende-
ros devolvieron a los indios parte de lo expoliado, o
testaron legando enormes cantidades de dinero y
bienes a la Iglesia, para que ésta ayudara a los indios
en su nombre, a cambio de la salvación de sus arre-
pentidas almas.
La “tesis homicídica” proponía que la población
americana disminuyó drásticamente debido a los
maltratos que los españoles propinaban a los indios.
Se argüía en primer lugar motivos militares: matan-
zas sistemáticas, luchas desiguales en batallas, ac-
ciones punitivas, utilización de contingentes de in-
dios como carne de cañón, secuestros y esclaviza-
ción, robo de alimentos y abusos sexuales. Muchas
de estas acciones militares constituían parte de la
tradición bélica de la época. Otras razones esgrimi-
das por la “tesis homicídica” fueron de orden eco-
nómico, relacionadas con la búsqueda incesante de
lucro y la abusiva explotación de los indios median-
te las mitas, servicios personales, y toda una larga
serie de trabajos forzosos en favor de los españoles.
Hoy la tesis homicídica considerada como único
factor del colapso demográfico se encuentra en
franco retroceso, ya que los modernos estudios
acerca del “desastre poblacional” coinciden en seña-
lar que hecatombe de tal magnitud no pudo haber
sido ocasionada por una sola causa, sino más bien
por una “concurrencia de factores”. Unidas a la te-
sis homicídica debemos también reparar en otras
importantes explicaciones que nos hablan del “des-
gano vital”, de las feroces consecuencias del rea-
condicionamiento económico y social, y del “im-
pacto de las epidemias”.
Según algunos investigadores, tras la conquista
los hombres del Ande sufrieron una profunda de-
presión suscitada por la destrucción de su modo de
vida y sus creencias. La trágica experiencia del en-
cuentro con Occidente generó un “desgano vital”,
una falta de apego a la vida, que se tradujo en suici-
dios, filicidios y una marcada disminución de la ta-
sa de natalidad ocasionada por una suerte de esteri-
lidad voluntaria. Por ejemplo se sabe que en Huá-
nuco el promedio de integrantes por familia bajó de
6 a 2,5 individuos.
La tesis del reacondicionamiento económico y
social sugiere que la crisis demográfica fue desatada
por dramáticos cambios en las formas de vida andi-
nas. La mayoría de muertes sería consecuencia de la
ruptura de patrones de reciprocidad y redistribu-
ción, de la desaparición de elementos de organiza-
ción étnica, así como de la pérdida de tierras, el
cambio de cultivos y la aparición de nuevas enfer-
medades de animales y plantas. Todo ello implicó
una disminución de los recursos alimenticios y una
aguda desnutrición que afectó sobre todo a la des-
cendencia del hombre andino, quien empieza a sen-
tirse solo, “huaccha, comedor de papas”, es decir
pobre, abandonado a su suerte, indefenso ante la
ruptura de sus lazos sociales anteriores y desprovis-
to de los recursos proporcionados por la comple-
mentaridad ecológica.
Finalmente debemos mencionar la tesis epidé-
mica considerada como la más importante entre las
cuatro enumeradas. Recuérdense las devastadoras
432
VIRREINATO
Patrucco
pestes que redujeron las poblaciones europeas a ter-
cios y mitades en sucesivas oleadas de muerte, du-
rante los siglos XII y XIII. Análogamente, los euro-
peos en América trasmitieron una enorme cantidad
de enfermedades, que diezmaron a poblaciones ca-
rentes de defensas orgánicas y con un sistema inmu-
nológico no preparado para enfrentar tales males.
Muchas de estas epidemias se convirtieron en enfer-
medades endémicas o recurrentes, que reaparecían
cada cierto número de años afectando nuevamente
a la población que se empezaba a recuperar. Se cree
que el primer mal transmisible de procedencia eu-
ropea en llegar al Tahuantinsuyo fue la viruela, que
arribó aun antes que los conquistadores. Dicho mal
habría causado la muerte de Huayna Capac y de su
sucesor, Ninan Coyuchi. Luego de esta primera apa-
rición, la viruela rebrotaría en el país en los años
1558 y 1559, avanzando desde el Cuzco con rum-
bo a Quito, ensañándose con los indígenas y matan-
do en Lima a una quinta parte de la población. La
maligna peste regresaría periódicamente en 1585,
1589, 1597, 1606, 1619, 1632, 1680, 1749, 1756 y
1814. Otras enfermedades que también hicieron su
aparición prontamente fueron el tifus, la influenza,
la peste bubónica, la rubéola, el sarampión y
la escarlatina. Más adelante la población
africana trajo sus propios males co-
mo la malaria, el tracoma y la fie-
bre amarilla, así como algunos
tipos de disentería. Cieza rela-
ta el desarrollo de una de es-
tas epidemias, probable-
mente de influenza: “En
tiempo del visorrey Blasco
Núñez Vela andaba en-
vuelto en las alteraciones
causadas por Gonzalo
Pizarro y sus consortes,
vino una general pesti-
lencia por todo el reino
del Perú, la cual comen-
zó más adelante del Cuz-
co y cundió por toda la
sierra, donde murieron
gentes sin cuento. La en-
fermedad era que daba do-
lor de cabeza y accidente de calentura muy recio, y
luego se pasaba el dolor de cabeza al oído izquier-
do, y agravaba tanto el mal que no duraban los en-
fermos sino dos o tres días”.
Otro factor causante de enfermedades fue el
traslado indiscriminado de poblaciones a pisos eco-
lógicos diferentes, lo que llevó a comentar a algunas
autoridades, que: “Los indios que en tiempo de ve-
rano bajan a esta ciudad de Lima, por la contrarie-
dad del temple deteniéndose algo los más mueren,
cosa que he notado sucede en ellos y no con los es-
pañoles y otras naciones que vienen de temples más
fríos”. El mal al que se refiere el párrafo anterior es
sin duda el paludismo, mal de las regiones yungas,
que afectó hasta bien entrado este siglo a los pobla-
dores de las alturas cuando bajaban a la costa. Algo
similar sucedía con los indios trasladados hacia las
zonas de ceja de selva donde empezaron a trabajar
en las rentables plantaciones de coca, que abaste-
cían zonas mineras como Potosí y Huancavelica.
Mención aparte merece la sífilis, sobre cuyo origen
se ha discutido mucho pues se diagnosticó por vez
primera en el sitio de Nápoles en 1495. No se sabe
a ciencia cierta si provino de América o si realmen-
te se escondía bajo antiguas e imprecisas des-
cripciones medievales. El hecho cierto
es que fue una enfermedad infecciosa
de notable difusión tanto en Euro-
pa como en América durante es-
te periodo, y considerada como
“castigo divino” (Mörner
1978: 24, 41-42; Sánchez Al-
bornoz 1977: 61-86; Pease
1992 a: 212-220).
La recomposición de
la población
El dramático derrumbe
demográfico de este rei-
no tiene algunas analo-
gías con el ocurrido en
Egipto con la invasión
musulmana tras la hégira,
donde la población nativa
pasó de 30 millones a poco
más de 2 millones. Sin em-
bargo la población en el Perú
se estabilizó en los años finales
del siglo XVII, y ya en el siglo
XVIII y aunque muy tardíamente,
comenzó a recomponerse. La dismi-
nución poblacional que causó honda
433
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
La aparición en América de
enfermedades provenientes de Europa
y África provocó una sensible
disminución de la población nativa. Esta
acuarela del siglo XVIII presenta a un
indígena víctima de la viruela.
preocupación, tanto por con-
sideraciones éticas como eco-
nómicas, tuvo sin embargo
sus bemoles, porque los cen-
sos y tasas de las reducciones
ocultaban información. En
realidad, la fuga de los tribu-
tarios y la lenta conversión
de los indios en mestizos pa-
ra ser eliminados de las im-
posiciones toledanas, desna-
turalizaron el enfoque censal.
Los habitantes andinos
dejan de ser originarios y se
vuelven forasteros, abando-
nan su condición de indios y
se convierten en mestizos.
Esta recomposición de la po-
blación durante el siglo XVIII
se puede apreciar claramente
en los recuentos de la época.
Según Cook, en 1751 había
612 529 andinos, de los cua-
les 2 080 eran curacas, 88
160 tributarios, 54 920 foras-
teros, 34 486 reservados, 143
180 muchachos y 189 729
mujeres. Sin embargo 120 años antes se consigna-
ban 601 552 indígenas, lo cual nos indica que la po-
blación aumentó en dicho lapso en unos 12 mil in-
dividuos. Contradictoriamente la cantidad de tribu-
tarios ha bajado, pues en el año 1620 había 136
235, es decir unos 40 mil más que en 1751. Induda-
blemente se estaba enmascarando un gran número
de tributarios para protegerlos. Además, el universo
poblacional podría ser mucho más grande si consi-
deramos el fenómeno del mestizaje.
En otros recuentos regionales vemos cómo en el
Cuzco se pasa de unos 126 mil habitantes a finales
del siglo XVII, a unos 206 mil en 1786, y para 1798
aparecen unos “misteriosos” 315 mil habitantes.
Aunque desconfiemos de la veracidad de la tercera
cifra, es indudable que el crecimiento se aceleró en
esa época, inclusive antes de 1786, pero no fue es-
crutado por múltiples motivos. Resultados semejan-
tes podríamos encontrar en Arequipa, donde se
cuentan 13 983 habitantes indios en 1751 y luego
hacia 1792 se constata la existencia de 66 609 pobla-
dores andinos, 17 797 de los cuales eran mestizos.
Propuestas y medidas para solucionar la crisis
demográfica fueron dadas por gente como el conde
de Lemos, quien gobernó entre 1667 y 1672 y con-
sideró que no actuar contra
la mita hubiera condenado
su alma. También Guaman
Poma de Ayala, indio acultu-
rado, propuso a la Corona
“reducir” a los españoles y
no a los indios, es decir ais-
lar dentro de las ciudades a
los hispánicos y dejar que
los indios vivieran dispersos
en el campo sujetos a sus cu-
racas, quienes dependerían
directamente de la Corona, a
la que entregarían pingües
tributos y para quien ten-
drían bien gobernado el rei-
no. Otros interesados en el
bienestar y la salud de los in-
dios fueron los religiosos,
entre los que destacaron los
hermanos de hábito del do-
minico De las Casas. Algu-
nos juristas como el licen-
ciado Falcón presentaron
obras como su Representa-
ción… sobre los daños y mo-
lestias que se hacen a los in-
dios, y otros autores como José de Acosta realizaron
propuestas de diferente índole en obras como el De
Procuranda Indorum Salute, en donde plantea la mi-
noría de edad de los aborígenes y su condición de
miserables.
El ya citado Juan de Solórzano, en su Dispvtatio-
nem de Indiarvm Iure, describe la realidad del virrei-
nato y sugiere respetar a los pobladores aborígenes.
También algunos indios nobles plantearon propues-
tas para solucionar los problemas que afectaban a
sus connaturales. Es el caso del curaca norteño Vi-
cente Mora Chimo Capac y del descendiente del in-
ca Tupac Yupanqui, fray Calixto de San José Tupac
Inca. Pero a la larga, pocas fueron las medidas efec-
tivas que se tomaron para recomponer la población.
Quizá debamos reconocer en primer lugar los es-
fuerzos de los propios pobladores andinos para res-
tablecer el equilibrio demográfico durante el siglo
XVIII.
Aun cuando los estimados de los censos pobla-
cionales y los tributos bajaran y bajaran, había un
sector en constante aumento, grupo decididamente
compuesto por los mestizos. El mestizaje –como se
verá en la sección pertinente– era una realidad in-
contrastable incluso en las “aisladas” reducciones
434
VIRREINATO
Patrucco
Portada de Dispvtationem de Indiarvm Iure
(Madrid, 1629) de Juan de Solórzano y Pereyra.
indias, donde los funcionarios españoles rodeados
de ayudantes mestizos y esclavos se encargaban de
cumplir con la drástica separación entre las dos re-
públicas. Simultáneamente los perseguidos por la
justicia y gentes sin oficio de diferentes razas se re-
fugiaban en estas tierras indígenas, generando una
constante mezcla de sangres. Los indios veían el
mestizaje con buenos ojos, puesto que sustraía a sus
hijos de la mita y del tributo, además de lograrse un
ascenso en la escala racial. Es sabido que un mesti-
zo tenía mayor facilidad que un indio para acultu-
rarse y hacerse pasar por criollo. El mimetismo so-
cial como arma de integración se desarrolló desde
los estratos más bajos de la población, lo que a su
vez promovió este tipo de relaciones interraciales.
Como consecuencia el grupo mestizo creció tanto
que las autoridades españolas decidieron que se les
gravara con el tributo y la mita, como a cualquier
indio. El virrey Melchor de Navarra y Rocaful, du-
que de la Palata, ordenó que fueran incluidos jun-
to con los indios forasteros en los censos regionales
(Sánchez Albornoz 1977: 80 y ss.; Pease 1992 a: 214
y ss.).
LOS INDÍGENAS
Los indios nobles y los curacas
Los indios nobles según la reinterpretación cató-
lica de los postulados aristotélicos, debían ocupar
un lugar destacado dentro de la República de In-
dios, y de hecho los miembros de la elite incaica y
algunos señores macroétnicos fueron distinguidos
desde los primeros días de la conquista. Sin embar-
go la insurrección de Vilcabamba los situó en duro
trance y muchos aristócratas indígenas fueron juz-
gados y vigilados. Por la fuerza inexorable de los
hechos, los descendientes de algunos soberanos si-
guieron habitando el Cuzco, luego de demostrar su
pertenencia a las panacas reales, aunque su po-
sición social y económica se fue deteriorando
rápidamente. Un siglo más tarde era difícil ras-
trearlos como sucesores de los incas y se en-
contraban paupérrimos, aunque algunos se
vincularon a las nuevas formas de dirección de
la República de Indios, accediendo a los cargos
curacales. Solamente oficiando de caciques
podían detentar los recursos necesarios para
mantener el decoro y la dignidad de un descendien-
te incaico.
Pero durante el siglo XVIII la prestancia y au-
toestima del grupo noble indígena pareció revivir, y
para ciertas familias que supieron manejar adecua-
damente el discurso del “nacionalismo inca”, llevar
la “sangre de los soberanos incas en las venas” se
convirtió en un signo de distinción. Incluso linajes
mestizos y criollos cuzqueños alimentaron estos
simbolismos para recuperar la importancia debida.
Los propios españoles no fueron ajenos a estos
mecanismos del nacionalismo inca durante las gue-
rras de la independencia, cuando intentaron plegar
a los grupos indígenas al partido realista. Hacia
1820 se restablecieron las preminencias de los in-
dios nobles y curacas en ceremonias públicas co-
mo la procesión del Corpus Christi, abolidas cua-
tro décadas antes tras el levantamiento de Tupac
Amaru II.
En los tiempos coloniales la figura del indio no-
ble se fue asociando cada vez más a la función del
curaca. Los documentos tardíos no hacían ya mayor
diferencia entre ambos niveles, como lo señala la si-
guiente comunicación oficial: “como descendientes
de los indios principales se llaman caciques, (ellos)
y a sus descendientes se les deben todas las preemi-
nencias y honores, así en lo eclesiástico como en lo
secular, que se acostumbran conferir a los nobles
hijosdalgos de Castilla, y pueden participar de cua-
lesquiera comunidades que por estatuto pidan no-
bleza, pues es constante que estos en su gentilismo
eran nobles y a quienes sus inferiores reconocían
vasallaje y tributaban…”. Como es lógico suponer
regulaciones reales de este tipo favorecieron la apa-
rición de muchas probanzas y litigios de descenden-
cia regia, muchos de los cuales se basaban en infor-
mes falsos y erróneas categorizaciones surgidas en
medio del caos de la conquista. Estas probanzas y
435
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Detalle de la procesión del Corpus Christi en el Cuzco
donde puede apreciarse el desfile de señores indígenas.
Este lienzo del siglo XVIII, de autor anónimo, se
conserva en el Museo del Arzobispado del Cuzco.
solicitudes pedían los más diversos títulos, merce-
des, rentas, encomiendas, privilegios y honores que
pueda imaginarse, y solamente muy pocas fueron
satisfechas. Algunos personajes como Paullu Inca
por ejemplo, alcanzaron sus objetivos por la trans-
parencia de su antiguo linaje, y otros como Marti-
nillo de Poechos, quien más tarde se convirtió en
don Martín Pizarro, lograron el reconocimiento de
sus demandas por su lealtad y aculturación. Pero
aun a los más prestigiosos indios nobles les fueron
vedados algunos privilegios y ocupaciones, como
las profesiones más distinguidas y casi sin excep-
ción las encomiendas y demás dignidades semejan-
tes. Martinillo de Poechos –al decir de Lockhart– es
un interesante ejemplo de la ambigua situación de
los indios distinguidos, ya que ostentaba las máxi-
mas prerrogativas a las que un español aspiraba,
como compartir bienes y relaciones con los podero-
sos Pizarro, pero cuando la ocasión lo amerita-
ba, podía ser considerado como un indio más, y
en consecuencia ser tratado como tal.
Desde la época de Toledo, los visitadores infor-
maron de la explotación que los curacas ejercían
sobre los indios de sus parcialidades, haciéndolos
trabajar sin pago. El desconocimiento que tenían
estos informantes de la tradición andina les impe-
día descubrir si tras estos trabajos no remunerados
se reproducían asimétricamente vínculos de reci-
procidad y redistribución. Apoyados en los “justos
títulos de la conquista”, hubo el intento de evitar
las tiranías de los gobernantes andinos, pero a pe-
sar de estas limitaciones los curacas siguieron te-
niendo mucho poder e inclusive muchos jefes étni-
cos se adhirieron a los planteamientos lascasianos,
nombrando representantes para ofrecer a la Corona
exorbitantes cantidades de dinero a cambio de la
abolición de la perpetuidad de las encomiendas.
Desde las primeras épocas aparecieron curacas en-
riquecidos que se amoldaron a los nuevos tiempos
y supieron extraer ventaja de su papel de interme-
diarios entre los indios y las autoridades hispanas.
Fue por ejemplo frecuente que los curacas se apo-
deraran de bienes incaicos –que teóricamente de-
bían pasar directamente a la Corona– y los funcio-
narios toledanos los censaron como propietarios
de miles de camélidos o de extensas tierras. Otros
obtuvieron suculentos beneficios mediante tempra-
nas alianzas con los españoles, como por ejemplo
los curacas de Jauja, que lucharon judicialmente
durante muchos años para ver cumplirse las pro-
mesas de los primeros conquistadores.
Aun cuando los ayllus del siglo XVII se fueron
empobreciendo notablemente, centenares de cura-
cas ingresaron con éxito a la economía colonial a
través de la lenta apropiación de las tierras co-
munales, las que fueron pasando a formar par-
te de su peculio personal. La usada fórmula:
“tierras pertenecientes a mis antepasados desde
muy antiguo” sirvió para denominar las tierras
apropiables del ayllu o de la familia extendida, y
empezó a connotar exactamente lo que las leyes
castellanas entendían como tal. Inicialmente fue
una medida de protección para evitar que las
parcelas comunales fueran pasto de la voracidad
de los españoles, que aprovechaban las reasigna-
ciones de tierras vacantes. Después se convirtió
en un verdadero subterfugio para expandir las
tierras administradas por los curacas de una ma-
nera muy occidental. La recaudación de los tri-
butos también constituyó otra fuente de riqueza
e influencia para los jefes étnicos, quienes libra-
ron de tal carga a sus parientes más cercanos y
se la redoblaron a los demás indios del común,
sucediendo lo mismo con la mita. Otra forma de
lucro caciquil residió en la venta de mano de
obra indígena a los empresarios españoles que
carecían del derecho a mitayos.
Pero las posibilidades de enriquecimiento y
abuso de los curacas tenían como límite el nivel
436
VIRREINATO
Patrucco
Unión de la descendencia imperial incaica con las casas de los
Loyola y los Borja. En el extremo inferior derecho se aprecia a los
contrayentes don Juan de Borja y doña Lorenza Ñusta de Loyola.
de redistribución que debía mantenerse al interior
de la comunidad y al que no podían sustraerse. Pa-
ra seguir siendo aceptado como cacique, éste tenía
que prestar ayuda y solidaridad a los indios de sus
reducciones, lo cual significaba un alto costo en me-
tálico, so pena de enfrentarse con la comunidad,
perdiendo en este último caso la disponibilidad de
fuerza de trabajo y una serie de otros privilegios en
los que basaba su prosperidad. Así, los curacas de
importancia intermedia y menor pudieron mante-
ner los vínculos de reciprocidad, pero no sucedió lo
mismo con los grandes señores macroétnicos que se
vieron absolutamente imposibilitados de ejercitar
una redistribución en gran escala, por lo que a la
larga desaparecieron como tales.
Dentro del ayllu comenzaron a diferenciarse
grupos pobres y ricos, convirtiéndose los segundos
en acreedores de los primeros. Y pronto las relacio-
nes se volvieron tensas, siendo frecuente que los in-
dios prestamistas pidieran penas de cárcel para los
indios deudores, o amenazaran con “venderlos” co-
mo yanaconas a un español hasta que pagaran la
deuda redimida por el nuevo patrón. Los movi-
mientos nativistas de principios del siglo XVII fue-
ron insurgencias de índole mesiánica que permitie-
ron que los indios no sólo se vengaran de los espa-
ñoles rurales y de los sacerdotes, sino de los curacas
indígenas que no habían sabido mantener el equili-
brio adecuado entre su prosperidad de raigambre
occidental y sus lealtades étnicas. Una legión de cu-
racas rápidamente aculturados iniciaría, tímida-
mente primero y agresivamente después, su inser-
ción en el intrincado mundo financiero colonial,
utilizando la reciprocidad y la redistribución como
ventajas comparativas para ingresar en el mundo de
los negocios.
Un caso digno de citarse es el de Diego Caqui,
cacique de Tacna enriquecido a partir de sus sem-
bríos de vid, maíz, trigo, quinua y ají –producto es-
te último con el que pagaba a sus operarios–, y de
una vasta producción de vinos que eran transporta-
dos en sus propios navíos a Panamá o en caravanas
de arrieros hasta Potosí. Otro ejemplo es el de Die-
go Chambilla, curaca de Pomata, con grandes pro-
piedades inmuebles en Potosí, negocios en su cura-
cazgo y una complicada red de apoderados con los
cuales manejaba sus empresas y prebendas, que in-
cluían la capitanía provincial de la mita. Finalmen-
te, para no hacer muy largo este listado, podríamos
mencionar al afortunado curaca Gabriel Fernández
Guarachi, quien al morir dejó la astronómica suma
de 40 mil pesos de deudas, 20 mil pesos destinados
para la construcción de una iglesia, 9 mil cabezas de
ganado y una larguísima documentación sobre el
manejo de sus propiedades de tierras y los fondos
comunales.
La Corona consideró como una necesidad la oc-
cidentalización de los hijos de los curacas, especial-
mente de aquellos que heredarían la tiana o silla cu-
racal. Con tal fin se fundaron los centros de ense-
ñanza de indios nobles, como el de San Francisco
de Borja en el Cuzco o el colegio Del Príncipe en Li-
ma, siguiendo el mandato de las leyes de Indias:
“deberán ser llevados (allí) los hijos de los caciques
de pequeña edad y encargados a personas religiosas
y diligentes que les enseñen y doctrinen en cristian-
dad, buenas costumbres, pulicia y lengua castellana
y se les asigne renta competente a su crianza y edu-
cación”. Allí aprendían bajo la atenta vigilancia de
los preceptores jesuitas a leer, escribir y a realizar
las operaciones aritméticas básicas. Estudiaban asi-
mismo doctrina cristiana, fundamentos de ética y
derecho natural, pintura y música, pero se trataba
de que la aculturación no fuese tan radical, para que
luego pudieran acostumbrarse a vivir nuevamente
en sus comunidades de origen. Un maestro jesuita
afirmaba de sus alumnos: “acuden a este colegio los
hijos de muchos pueblos y provincias y se crían y
enseñan en la verdadera fe del Evangelio y ellos van
a sus pueblos fundados en esta verdad y entrando
después a gobernarlos tiene en cada uno la iglesia
un esforzado soldado contra el demonio y destruc-
ción de la idolatría, enseñando estos niños a sus
mismos padres y parientes convenciéndoles con ra-
zones y verdades que van fundados, como os han
reducido y confirmado muchas veces…”.
Esta privilegiada situación de los curacas se vio
seriamente comprometida tras la rebelión de Tupac
Amaru, pues sus genealogías fueron desconocidas,
sus preeminencias abolidas y los símbolos de su
posición prohibidos. Los alcances obtenidos tras el
“resurgimiento incaico” se derrumbaron de la no-
che a la mañana. No en vano añoraría el noble Jus-
to Sahuaraura: “ya no hay trajes de incas, ñustas,
bustos, escofietas que suelen usar los nobles incas,
vestidos de uniforme o de golilla; ya no llevan las
insignias de los incas ni el plumaje” (Pease 1992a:
294; Busto 1981: 43-46; Stern 1982: 252-266; 270 y
ss.; Pease 1992b: 149-165; Lockhart 1982: 266 y ss.;
Ossio 1992: 163-165).
Los indios enriquecidos
En la imprevisible sociedad colonial no todos los
indios adinerados tenían que ser necesariamente
437
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
curacas o nobles. A veces los parientes
de los curacas, los indios huidos, los
mitayos que se habían apropiado
de metales preciosos en las mi-
nas, o los nativos que por al-
gún motivo azaroso se habían
aculturado aceleradamente
(sin haber pasado necesa-
riamente por los colegios
de caciques), podían de-
sempeñarse adecuada-
mente al interior de la
República de Españoles
y extraer enormes bene-
ficios de ello. Incluso
dentro del ayllu habían
logrado acumular un ca-
pital, librándose de pagos
y de los onerosos servicios
de la mita, el tributo, el ser-
vicio personal y otras con-
tribuciones forzosas. Debido
a su mejor posición económi-
ca, podían conseguir que los in-
dios empobrecidos los reemplaza-
ran en las tareas más duras estipula-
das por la legislación indiana. En ocasio-
nes las parcelas individuales se volvieron obje-
to de comercio y los propietarios endeudados debie-
ron cederlas a sus acreedores, por lo general indíge-
nas que vivían del acaparamiento de tierras. A veces
estos nativos enriquecidos obligaron a algunos mi-
tayos a traspasar sus escasas propiedades como pa-
go de préstamos, y no fue raro que los naturales en-
deudados laboraran grandes temporadas para el
prestamista, también indio.
Conforme avanzaba el siglo XVII, los indios con
éxito intentaban alejarse de las maneras andinas de
concebir la propiedad, la reciprocidad y los vínculos
tradicionales. Los grandes productores artesanales,
los comerciantes de mediana y gran escala, los pro-
ductores cocaleros o de otros productos de gran de-
manda, imitaban a los españoles y buscaban rique-
za líquida, bienes contantes y sonantes. Si conserva-
ban algunos de los antiguos sistemas de reciproci-
dad andina era en favor de sus “modernas” empre-
sas, y sólo para mantener su pertenencia al grupo.
De hecho, muchos de estos empresarios indios
afrontaron juicios tan graves como los que se ini-
ciaron contra los españoles.
Los indios ricos se jactaban de hablar buen cas-
tellano, vestían a la manera de Castilla, se paseaban
en cabalgaduras de ricas
monturas, con pistoletes
y espadas al cinto e in-
clusive algunos inicia-
ban ricas colecciones de
armas antiguas. Sus ca-
sas por lo general pre-
sentaban muebles de
costosa factura o al me-
nos denotaban usos y
costumbres muy occi-
dentales, cambiaban su
dieta, aprendían a leer y es-
cribir o al menos a firmar. La
cúspide de este proceso era
entablar amistad con los espa-
ñoles adinerados y moverse en di-
cho círculo social, por lo que nació
un extraño grupo de “exitosos peninsu-
lares de piel india”. En algunos casos se pro-
ducían entronques matrimoniales entre familias de
la elite española y estos aculturados, siempre y
cuando descendieran de linajes incaicos. Los espa-
ñoles provincianos, sobre todo los de rango inter-
medio, no eran tan exigentes y podían llegar a igno-
rar las prosapias indígenas de menor valía, si las
uniones representaban beneficios por los abundan-
tes bienes y tierras de los futuros consuegros. Aun-
que parte de esta aculturación se debió a los cole-
gios de caciques, muchos indígenas que ni siquiera
habían pasado por sus aulas resultaron más hispáni-
cos que los propios discípulos de los jesuitas.
Otra forma interesante de aculturación fue la re-
ligiosa. Muchos naturales vieron en el cristianismo
uno de los caminos directos a la hispanización y se
volvieron muy creyentes y devotos pero, aun cuan-
do practicaran un cristianismo ortodoxo, entendían
al dios de los españoles como uno más de su exten-
so panteón. Sin embargo al dios occidental le ren-
dían especial reverencia y sobre todo hacían mucha
gala de ella. La asimilación de estos indígenas ricos
al sector empresarial español, promovió una alianza
de intereses para la mejor expoliación de los secto-
res deprimidos (Stern 1982: 243 y ss.; 270-278).
438
VIRREINATO
Patrucco
Retrato del sacerdote Justo Sahuaraura, autor
de Recuerdos de la monarquía peruana
(París, 1850), autocalificado como
descendiente de los incas.
Los indios forasteros y yanaconas
Los indios del común, especialmente los más
empobrecidos, observaban con tristeza y desespe-
ranza lo poco que el destino les deparaba. Cuando
llegaban a la edad adulta, etapa en que tenían que
pensar en casarse, formar una familia y empezar a
cumplir con las imposiciones estatales como la mi-
ta, el tributo y los repartos mercantiles, resolvían en
muchos casos desarraigarse, huir de la comunidad
con rumbo desconocido, lejos del hogar y la fami-
lia, sin el abrigo de la reciprocidad y los lazos de
protección del ayllu. Tres cuartas partes de los in-
dios forasteros habían escapado aún solteros, pues
la situación se tornaba mucho más angustiante
cuando se tenía mujer e hijos. Las posibilidades de
encontrar mejores horizontes eran muy variables y
así mientras algunos se alquilaban como yanaconas
en las zonas cocaleras tropicales, otros se abrían ca-
mino en las inhóspitas y desconocidas ciudades. Pe-
ro también existía la alternativa de integrarse a una
nueva comunidad indígena, donde como forastero
se evadían determinadas imposiciones, aunque es-
taban obligados a repartir sus excedentes con sus
“anfitriones”, o a hacer contratos de servicio o ya-
naconaje con algún hacendado u obrajero cercano.
Temporal o definitivamente, terminaban ganándose
la vida como empleados a sueldo, mingas mineros,
aprendices de artesanos o jornaleros. Los yanaconas
que trabajaban en las haciendas y otros lugares fue-
ron una minoría durante el siglo XVI, pero en la si-
guiente centuria resultaron cada vez más numero-
sos. Al respecto, el duque de la Palata decía: “de
muchos años a esta parte se ha reconocido la gran-
de despoblación a que han llegado todos los pue-
blos de estas dilatadas provincias del Perú y los gra-
ves inconvenientes que se van continuando de no
aplicarse el remedio a tan universal ruina, pues no
puede conservarse el reino con sólo las principales
ciudades si todo el resto de sus miembros se enfla-
quece y despuebla como se va sucediendo… lo que
se da por… la facilidad con la que los naturales se
mudan a sus domicilios retirándose a las ciudades y
escondiéndose a donde nunca les alcance la noticia
de sus caciques y gobernadores…”. La disminución
de los indios de las reducciones, tras las fugas de sus
moradores y el incremento de la población mestiza,
llevó al virrey antes citado a incluir a los hijos de
blancos e indias y a los forasteros en los censos de
poblaciones, asegurando así su condición de mita-
yos y tributarios. La medida no llegó a dar el resul-
tado esperado porque se iba abriendo un amplio
mercado de trabajo para estos indios “caídos del
cielo”, y los empresarios españoles, tanto los bene-
ficiados por las ineficientes mitas como los privados
de ellas, competían por disponer de mayor cantidad
de mano de obra. De esta manera empezaron a dar-
se una serie de “contratos de trabajo”. La fuerza de
trabajo se intercambiaba por dinero o productos pa-
ra la subsistencia y el patrón debía asegurar el bie-
nestar del contratado. En algunos casos se llegaba a
señalar la obligación de enseñar un oficio al traba-
jador. Lógicamente había rubros y sectores que re-
sultaban más rentables que otros. Los artesanos po-
dían contar con una ganancia promedio de 40 a 60
pesos al año, mientras los arrieros tenían la posi-
bilidad de obtener entre 80 y 130 pesos, con la
atribución adicional de poder transportar mercan-
cías propias. Sin embargo en el campo los ingresos
resultaban sumamente magros.
Si bien la relación de yanaconaje no era de nin-
gún modo placentera, pues las exigencias eran muy
duras por parte del patrón, se requería en cierta me-
dida del consentimiento del indio para renovar ca-
da cierto tiempo la “contratación”. El intento de en-
deudarlos para alargar más los plazos de servicio te-
nía sus problemas para el empleador, pues los yana-
conas se informaban de las mejores condiciones de
trabajo y dejaban de ir donde el contratante más
abusivo. Un remedio final frente a los malos patro-
nes podía ser la huida, dejando impagas las deudas
que los ataban. Dice Stern: “para el siglo XVII mu-
chos producto-
res habían lle-
gado a depen-
der de la volun-
tad de los in-
dios de trabajar
para los coloni-
zadores”. No
en vano un tes-
tigo de la época
señalaba que
“ p r o m e t e n
montes de oro
para atraer a los
indios a con-
vertirse en ya-
naconas”. Tam-
bién en los cen-
439
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Melchor de
Navarra y
Rocafull, duque de
la Palata.
tros mineros los indios mingas que eran pagados
comenzaron a suplir la aguda escasez de trabajado-
res que fomentaba la deficiente mita del siglo XVII.
El propio Guaman Poma atestiguaba: “y así como
ven estos indios ausentes (establecidos en las ciuda-
des) se salen otros idos de sus pue-
blos y no hay quien pague el tribu-
to ni hay quien sirva en las dichas
minas… …y están lleno de indios
la rancherías de la dicha ciudad (de
Lima) y no hay remedio y hacen
ofensa al servicio de Dios nuestro
Señor y de su Magestad y no multi-
plican los dichos indios en este rei-
no” (Stern 1982: 232-236; 243-
250).
Los indios urbanos
La arquitectura de la sociedad
andina se desplomó y sus integran-
tes debieron buscar remedio a su situación personal
en todos los resquicios que la nueva sociedad les
proponía. Desde las primeras épocas los indios de-
bían bajar a las ciudades para entregar los tributos
del repartimiento y luego permanecían unas sema-
nas en la urbe trabajando para los encomenderos o
éstos los alquilaban a otros españoles que necesita-
ran de esa fuerza de trabajo adicional. Más adelante
el curaca directamente realizaría ese contrato con el
interesado. Además del personal de servicio que ha-
bitaba temporalmente en casa del amo, los españo-
les tenían tres tipos de indios a su disposición: sus
sirvientes permanentes, los migrantes individuales
en busca de trabajo o yanaconaje, y los tributarios
organizados, alojados en extensas barracas adecua-
das para tal fin. En zonas como el Cuzco se exten-
día una zona intermedia entre la casa del encomen-
dero y la barraca de los tributarios. Estos últimos se
alojaban en casas de propiedad ancestral que se ubi-
caban en los barrios de la ciudad reservados para
indios.
Muchos de los indios empezaron a gustar de la
forma de vida de las ciudades y, tentados por los
atractivos de los centros de trabajo y de comercio,
empezaron a huir hacia ellas. Aun ciudades tan in-
hóspitas como Potosí recibían indios forasteros que
se integraban a los sistemas comerciales allí existen-
tes, para escapar del controlismo de las reduccio-
nes. Las calles de la metrópoli minera, que llegaría
a albergar más de 160 mil habitantes –cifra especta-
cular para la época–, se veían llenas de indios con
ropas nuevas y dineros en los bolsillos. Los estable-
cidos en la urbe del Cerro Rico habían encontrado
440
VIRREINATO
Patrucco
En el estremo derecho de este lienzo se puede apreciar a una
mujer mestiza del Perú colonial, donante de la obra pictórica
que hoy se conserva en la iglesia de San Pedro, en Lima.
Una vista de la ciudad de Potosí en un
grabado del siglo XVII de la obra de
Olfert Dapper.
formas de vida apetecibles para cualquier indio de
comunidad, ya que las posibilidades de ascenso y
movilidad social eran mucho mayores. Los indios
afincados en las ciudades sufrían una repentina am-
nesia que les impedía reconocer su antigua condi-
ción. Como lo refería Guaman Poma “de indio mi-
tayo se hacía cacique principal y se llamaban don y
sus mugeres doña”. Los naturales daban un espec-
táculo bastante particular a las nuevas ciudades es-
pañolas como “la dicha ciudad de los Reyes de Li-
ma… atestada de indios ausentes y cimarrones he-
chos yanaconas oficiales siendo mitayos indios ba-
jos y tributarios se ponían cuello y se vestían como
español y se ponía espada y otros cetros, alquilaba
por no pagar tributo ni servir en las minas, ves aquí
el mundo al revés…”. Todo ello, según el cronista,
servía de mal ejemplo a los demás indios que deja-
ban sus tierras y se dirigían a las urbes a imitar di-
cho estilo de vida.
Las mujeres andinas que se destinaban al servi-
cio del hogar, muchas veces se convertían en queri-
das o amantes de los españoles, hasta que llegara la
esperada mujer del patrón desde la lejana Metrópo-
li, o mientras el panorama de un provechoso matri-
monio no se le presentara al amo. En las primeras
épocas también existieron formas de poligamia en-
tre los conquistadores que se rodearon de numero-
sas mujeres que podían satisfacer sus más mínimos
deseos. La sirvienta indígena hablaba bien el caste-
llano, aunque seguía vistiendo según los usos ver-
naculares. Cuando el patrón resolvía dejarla por al-
gún motivo, arreglaba muchas veces un matrimonio
con un mulato o un indio de su servicio o le dejaba
alguna pequeña propiedad, una casita, un lote o le
regalaba un esclavo o una pequeña renta, para no
dejarla desamparada. La amante indígena abando-
nada era un espectáculo desgarrador que pocos es-
pañoles querían propiciar y el mismo Guaman Po-
ma criticaba la ligereza frente a la sexualidad de
muchas de estas indias radicadas en las ciudades.
En su Nueva corónica y buen gobierno escribió: “muy
muchas indias putas cargadas de mesticillos y de
mulatos todos con faldellines y botines y escofetas,
son casadas, andan con españoles y negros y así
otros no quieren casarse con indio ni quiere salir de
la dicha ciudad por no dejar la putería… y no hay
remedio” (Ossio 1992: 147; Lockhart 1982: 262-
280).
Los indios del común
Un documento de 1697 afirmaba de los indios
comunes: “descendientes de los indios menos prin-
cipales que son los tributarios y que en su gentili-
dad reconocieron vasallaje… y descendientes de
ellos y en quienes concurre la puridad de sangre co-
mo descendiente de la gentilidad, sin mezcla de in-
fección u otra secta reprobada, a éstos también se
les debe contribuir con todas las prerrogativas, dig-
nidades y honras que gozan en España los limpios
de sangre que llaman el estado general…”.
Decía un dominico: “agora están los indios po-
bres y particularmente subjetos a los curacas que en
ningún otro tiempo, y son ellos más vejados y vio-
lentados y esto se ve claro, pues la mitad del año
gastan en servir a sus curacas, y la causa es no ha-
ber justicia y los pobres no atreverse a pedilla por
temor de no salir con ello y no tener favor, y como
no hay justicia sobre los curacas ni quien les vaya a
la mano, hacen lo que quieren, porque los corregi-
dores, como ellos no pueden robar y ser aprovecha-
dos con el favor y ayuda de los curacas, hanse he-
cho con ellos y así roba el corregidor por una parte
y el curaca por otra, y así son los indios más vejados
que nunca; e para el remedio desto don Francisco
de Toledo dio tasas y salarios y quedáronse con lo
uno y con lo otro”.
Al cabo de pocos años los datos de las visitas y
los censos primigenios ya no correspondían a la rea-
lidad, pues los antiguos ayllus y reducciones empe-
zaban a quedarse despoblados por el desastre de-
mográfico, pero también por el cambio cualitativo
de la población. Muchos de sus habitantes ya no
eran indios sino mestizos y en consecuencia no se
les contabilizaba en los padrones. Obviamente tam-
poco se consignaba a los huidos. Frente a la presión
ejercida por los curacas, encomenderos y funciona-
rios, los indios tenían la posibilidad de pedir a la
Corona una ”revisita”, que podía comprobar la exis-
tencia de casas abandonadas y confirmar la muerte
y la fuga de tributarios. Cabía entonces que se apro-
bara una reducción de los tributos que esa comuni-
dad debía entregar. Inicialmente se trató de un me-
canismo de las comunidades para enfrentarse a los
encomenderos, pero después se desarrolló un inte-
resante sistema de connivencias entre funcionarios
y grupos étnicos. Muchas veces las “revisitas” pro-
vocaban la desconfianza de las autoridades jerárqui-
cas mayores y se repetían al poco tiempo con fun-
cionarios diferentes o presuntamente más probos,
obteniéndose cifras diametralmente distintas. Por
ello durante esta época abundaron las acusaciones
contra muchos corregidores que escondían mitayos
para dedicarlos a otras actividades. Estas ilegales ac-
ciones contaban con la complicidad de los grupos
441
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
regionales, interesados en usufructuar la fuerza de
trabajo de esos indios, antes que en mandarlos a le-
janos lugares de donde seguramente no regresarían.
Aprovechando al máximo los poderes casi autárqui-
cos que ejercían en las localidades, los corregidores
así como algunos curas de indios, intentaban ha-
cerse de una pequeña fortuna durante su mandato.
Y con tal fin cultivaban con esmero sus relaciones
con las elites locales, las que a su vez estaban inte-
resadas en aliarse con las autoridades de turno para
emprender aventuras comerciales, manufactureras,
mineras y agrícolas.
La colaboración del corregidor que oficiaba co-
mo intermediario entre la comunidad y los empre-
sarios españoles era entonces fundamental. El co-
rregidor duplicaba los tributos que cobraba a los in-
dios, jugaba con los turnos de las mitas y repartía
objetos a los indios, algunos útiles como mulas y ar-
tefactos de labranza, otros innecesarios y no desea-
dos como peinetas y medias de seda, pero que ser-
vían para endeudarlos. El corregidor también aten-
taba contra la Corona escondiendo parte de la tribu-
tación o cobrando otras veces el tributo en ovinos y
camélidos que en vez de ser rematados en el lugar,
eran llevados a Potosí por sus ayudantes, obtenien-
do así pingües ganancias que no iban ciertamente a
engrosar las arcas reales. Con todas estas cartas que
ocultar, el corregidor debía actuar astutamente para
medrar de todos los grupos de interés que se vincu-
laban con él. Pero la codicia podía crearle al repre-
sentante estatal un ejército de enemigos e intermi-
nables procesos judiciales. Los investigadores han
señalado que los corregidores enfrentados con gru-
pos españoles tenían una mayor dificultad para re-
coger el tributo entre los indios, que aquellos que se
acogían a relaciones más armónicas. Los indios de
las comunidades empezaron a sopesar las fuerzas a
las que se enfrentaban y aprendieron a defenderse
de las excesivas demandas de los funcionarios y
grupos españoles.
Desde tempranas épocas la elite incaica aprendió
a luchar judicialmente para probar sus ascendencias
y preeminencias, y con la experiencia obtenida en
estas lides defendieron los derechos de las etnias
que representaban. Al cabo de algunos años el nú-
mero de litigios de los habitantes andinos era de tal
magnitud que sus causas inundaban los juzgados y
audiencias. Muchos juicios estaban perdidos de an-
temano, pero los lentos procesos agotaron a los de-
mandados. En otros casos, ante las perspectivas de
un largo juicio, los usurpadores del derecho de la
comunidad preferían simplemente llegar a una tran-
sacción. Otras veces la táctica utilizada por las co-
munidades era aliarse con los enemigos de su ene-
migo, tal vez un hacendado poderoso pero sin ma-
no de obra enfrentado con el corregidor, o un mine-
ro dispuesto a enemistarse con el usurpador de las
tierras indígenas. Las brechas dejadas por los gru-
pos españoles eran lo suficientemente amplias co-
mo para ser detectadas por los habitantes andinos y
de hecho fueron utilizadas a su favor. Este fenóme-
no se agudizaría durante el siglo XVII, en la medida
en que se acentuó el proceso de aculturación de los
indígenas y la consiguiente resistencia por un lado,
y del mayor interés de solucionar pragmáticamente
la carencia de fuerza de trabajo. Pero ello no debe
llevarnos a olvidar el drama colectivo que significó
la conquista. En medio del desastre debemos resal-
tar la figura de los pobladores andinos que supieron
dar respuestas y entrar activa y valientemente en el
juego que habían impuesto los conquistadores, ima-
gen muy lejana por cierto de los estereotipos del in-
dio indolente y apocado que “gemía silente bajo su
yugo”(Pease 1992a: 214 y ss.; Pease 1992b: 151;
Stern 1982: 154-206).
442
VIRREINATO
Patrucco
Corregidor español y escribano en una ilustración de la
Nueva corónica de Felipe Guaman Poma de Ayala.
Resistencia y aculturación indígena
La resistencia andina empezaría desde los prime-
ros momentos de la llegada de los españoles. Mu-
chas veces la aculturación de algunos grupos fue
una forma de resistencia, al tiempo que la resisten-
cia de otros adquiría las características de una mar-
cada aculturación. Los primeros momentos del en-
frentamiento con el invasor se resumen en la tenaz
oposición realizada por Manco Inca y sus sucesores
desde Vilcabamba. Sin embargo los modernos in-
vestigadores encuentran datos que confirman que
desde los días primigenios de la conquista se siguie-
ron procesos sumarios contra los curacas que cons-
piraban contra el régimen, en episodios semejantes
al de los trece curacas condenados al garrote y la
hoguera durante la prisión de Atahuallpa. Según
Franklin Pease, el gobierno escenográfico de los in-
cas entronizados por los españoles no parece haber
sido muy provechoso porque no cumplía con los
elementos rituales andinos que acompañaban a la
designación de un nuevo inca, a saber, enfrenta-
mientos rituales, cogobierno, correinado, confirma-
ción solar y una serie de sutiles ceremonias. Conju-
raba también contra su desempeño el grave proble-
ma de las banderías y grupos de influencia, tanto a
nivel de las intrigantes e irreconciliables panacas,
como entre los curacas opositores e interesados en
jalar agua para sus propios molinos.
A la muerte de “Atabálipa” o Atahuallpa se
abrió inmediatamente un nuevo cuadro de alianzas
e indisposiciones dentro de la política andina. Con
el tiempo muchos curacas encontraron aliados in-
cluso en algunos sectores españoles, como los reli-
giosos. Se sabe por ejemplo que los dominicos y al-
gunos letrados que seguían la prédica lascasiana,
organizaron una efectiva campaña contra los abu-
sos del sistema imperante y los vicios de su funcio-
namiento. No resulta pues extraño encontrar a los
curacas reunidos en Mama, Huarochirí, otorgándo-
les poderes a juristas como Santillán, o a los de Juli
y Arequipa nombrando con similar cometido a fray
Bartolomé de las Casas y a fray Domingo de Santo
Tomás.
En esta línea se desarrolló toda una veta de resis-
tencia jurídica indígena que motivó la proliferación
de causas judiciales. A ello se sumó la abundancia
de memoriales y escritos dirigidos al rey desde sec-
tores particulares, religiosos y administrativos, los
que tuvieron diverso destino. Indios nobles hicie-
ron gala de su vocación y capacidad legalista, desta-
cando personajes como el cacique norteño Vicente
Mora Chimo Capac, por su “Manifiesto y agravios,
bexaciones, y molestias que padecen los reynos del
Perú”, y el descendiente del inca Tupac Yupanqui,
fray Calixto de San José Tupac Inca, autor de un do-
cumento presentado en 1748, titulado “Representa-
ción verdadera y Exclamación rendida y lamentable
que toda la nación indiana hace a la magestad del
Señor Rey de las Españas y Emperador de las Indias
don Fernando VI, pidiendo las atienda y remedie
sacándolos del afrentoso vituperio y oprobio en que
están más de doscientos años”. Estos manifiestos
pusieron de relieve la serie de injusticias que afec-
taban a los integrantes de la República de Indios, si-
guiendo el primero de ellos planteamientos típica-
mente lascasianos, en tanto la “Representación…”
resultaba mucho más amplia y versada, pues reco-
mendaba no sólo el cumplimiento de la preeminen-
cia debida a los nobles descendientes de los indios
principales, sino otra serie de demandas como la
posibilidad de viajar libremente a la Metrópoli, edu-
carse, acceder a las órdenes y profesiones más pres-
tigiosas, la exoneración de impuestos y alcabalas
debido a que los indios ya estaban gravados por el
tributo, la abolición de los servicios personales y
mitas, y que se les considerara como mayores de
edad, permitiéndoles hacer uso de todas las prerro-
gativas de vivir como cualquier español. Con tan
avanzadas propuestas viajó fray Calixto a España a
presentar su petitorio al rey, pero de regreso fue vis-
to como un peligro potencial aduciéndose una reu-
nión con los curacas de la sierra de Lima para justi-
ficar su deportación.
Un documento que nunca llegó a manos del rey
fue la Nueva corónica y buen gobierno, obra por cier-
to bastante anterior a las dos previamente mencio-
nadas, salida de la pluma de Felipe Guaman Poma
de Ayala, un indio aculturado que murió en 1615.
La historia de este valiosísimo manuscrito es apa-
sionante por los avatares que sorteó hasta 1908, año
en que finalmente fue encontrado en la biblioteca
de Copenhague. En la actualidad la obra es objeto
predilecto de estudio de los etnohistoriadores, no
sólo por sus célebres dibujos y la visión tan genui-
namente andino-española de su discurso, sino por-
que proponía una lectura diferente de la conquista
y delineaba alternativas novedosísimas para el futu-
ro. Indignado por el caos generado por los españo-
les en los Andes, señalaba que ningún derecho asis-
tía a los peninsulares, ni aun el de la cristianización,
pues los indios ya habían tenido el conocimiento
del creador bajo el nombre de Viracocha. Además
los españoles eran muy malos cristianos y consti-
tuían el anti-ejemplo de lo que debía enseñarse, más
443
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
preocupados como estaban de adueñarse del oro y
la plata del país.
Guaman Poma consideraba que el rey de España
como Monarca del Universo podía ordenar este
caos, y a él le presenta su propuesta. Siguiendo las
categorías andinas del Hanan y Urin, los españoles
reunidos en un grupo y los indios en el otro se or-
ganizarían en dos grupos separados y diferentes, pe-
ro complementarios. La propuesta de nuestro autor
consistía simplemente en “reducir” a los peninsula-
res en las ciudades, lugar natural de la República de
Españoles y dejar el espacio rural a los indios, don-
de gobernarían los curacas, con mejor tino y razón
que los conquistadores, no destruyendo a la pobla-
ción andina e incrementando enormemente las ga-
nancias reales. Si bien la mirada de Guaman Poma
es contestataria frente al orden colonial, no propo-
ne la ruptura del sistema en el cual el autor se en-
cuentra inmerso (Pease 1992a: 304-316; Ossio
1992: 149-177).
El mesianismo
Otra forma de la resistencia ofrecida por los po-
bladores andinos sería el mesianismo, concepción
extendida entre los indios tras la muerte de Ata-
huallpa y los sucesos posteriores. Los antropólogos
señalan como causas de este fenómeno el profundo
sentimiento de crisis sentido por los naturales de
los Andes, la añoranza de un principio mediador y
unificador y la necesidad de una imagen de orden.
Esto se tradujo en el sueño del regreso del inca, de
un Inkarrí, es decir un inca con muchos componen-
tes occidentales, pero cuya función sería la de sub-
vertir el orden, volver al pasado y poner lo inferior
en lo alto y viceversa. De esta manera se pensaba re-
dimir a los pobladores andinos de su intolerable si-
tuación y crear un mundo de paz y orden donde los
invasores europeos ocuparan la posición más baja e
incómoda. Guaman Poma en su cuadro de edades
comparativas de Occidente y los Andes, señala que
la última de ellas, la que correspondería según los
tratadistas medievales a la llegada del Espíritu San-
to y el Juicio Final, coincidirá con el regreso del in-
ca, del cual se hace portavoz.
Luego de la derrota de la resistencia militar in-
caica, los episodios cuzqueños de Manco Inca y la
gesta vilcabambina, una de las primeras manifesta-
ciones mesiánicas fue la del Taqui Onkoy, la cual
denotó una temprana extinción de la religión ofi-
cial solar de los incas, pues se acudió a las huacas
locales.
El Taqui Onkoy constituyó un movimiento me-
siánico de singular importancia, porque al decir de
muchos estudiosos, anuncia el fin de las alianzas es-
tablecidas entre los señores étnicos y la población
andina por un lado, y los conquistadores por el
otro. Dicho movimiento obtuvo hacia 1564 miles de
adeptos en las áreas cercanas a Huancavelica y Cuz-
co, y sus seguidores pensaban que estaban a punto
de entrar en una nueva edad de salud y abundancia,
la época de las huacas vengadoras. Al movimiento
se le conoció también como la “enfermedad del bai-
le” pues sus seguidores eran poseídos por las hua-
cas, algo raro hasta ese entonces, pues en tiempos
anteriores las huacas se relacionaban con objetos
inanimados. Los sacerdotes afirmaban: “no se me-
tían (las huacas) ya en las piedras, ni en las nubes
ni en las fuentes para hablar, sino que se incorpora-
ban en los indios y los hacían hablar y que tuviesen
las casas barridas y aderezadas para si alguna de las
huacas quisiese posar en ella. Y así fue que hubo
muchos indios que temblaban y se revolcaban por
el suelo, y otros tiraban de pedradas como endemo-
444
VIRREINATO
Patrucco
Portada de la Nueva corónica de Guaman Poma de Ayala,
siglo XVII.
niados, haciendo virajes, y luego reposaban y llega-
ban a él con temor y decían que qué había y sentía
y respondía que la huaca fulana se le había entrado
en el cuerpo”.
La revuelta del Taqui Onkoy también conside-
raba represalias contra algunos indígenas, tanto ha-
tun runas como curacas que supuestamente habían
colaborado con los dioses cristianos, independien-
temente de su fidelidad hacia sus deidades ancestra-
les. A los culpables se les exigía la reforma y la co-
laboración con los taquiongos, que preconizaban la
venida de grandes pestes para los españoles y sus
secuaces, así como el derrumbe del dios invasor. Es
curioso encontrar en todo este fenómeno de regre-
so a las antiguas divinidades muchos elementos
cristianos como las plagas bíblicas, la idea de pose-
sión diabólica y la figura misma del líder llamado
Juan Chocne, quien se hacía acompañar por dos
mujeres llamadas Santa María y Santa María Magda-
lena. Cristóbal de Albornoz se encargó de perseguir
esta idolatría en un proceso que demoró más de tres
años y culminó con el juicio de más de 8 mil indios,
no todos los cuales se arrepintieron.
Recientemente se han puesto en duda algunas
líneas interpretativas de este movimiento y los es-
pecialistas intentan reordenar la información obte-
nida. En épocas ligeramente posteriores aparecie-
ron otros movimientos tales como el Moro Onkoy,
que se veía asociado a una epidemia de la cual sólo
se salvarían los reconvertidos a la religiosidad andi-
na, y el Yanahuara, otro movimiento surgido en
aquella localidad arequipeña que estaba relaciona-
do con los rebrotes de la viruela y el sarampión,
enfermedades que según el predicador de la here-
jía, sólo podrían curarse volviendo al culto de las
antiguas huacas locales.
Pero luego del Taqui Onkoy, del Moro Onkoy y
del Yanahuara, durante todo el siglo XVII seguirían
estallando una serie de convulsiones sociales simi-
lares, que irían reforzando la idea del regreso inmi-
nente del inca. Aunque la razón inmediata de los le-
vantamientos locales estaba relacionada con los ex-
cesos que en materia de repartos, mitas y tributos
cometían las autoridades locales, el transfondo que
los inspiraba era la mítica noción del regreso del
inca y la consecuente reordenación del mundo. En
el período comprendido entre el final del siglo XVII
y casi toda la siguiente centuria, el mesianismo de-
sembocaría en la revalorización de la figura de los
incas y la formación de un “nacionalismo neoinca”,
un movimiento que competía con el proyecto crio-
llo en sus dos vertientes, tanto la costeña ilustrada,
como la serrana más mestiza y andina.
El sentimiento mesiánico se va presentando ca-
da vez con más fuerza y en sublevaciones como las
de Juan Santos Atahuallpa, en Tarma y la selva cen-
tral –a mediados del siglo XVIII–, adquiere una
composición pluriétnica, con un proyecto político
de largo alcance. La revuelta termina apagándose
tras muchos años de represalias en la región, pero la
población piensa que el desaparecido líder no ha
muerto y vive escondido en el mítico reino del Gran
Paititi esperando el momento para regresar o que se
ha elevado a los cielos. Profecías como aquella atri-
buida a Santa Rosa de que el Perú en 1750 volvería
a manos de sus legítimos dueños, contribuían a exa-
cerbar este sentimiento. Los curacas aprovechaban
esta situación llevando algunas prendas incaicas en
su vestir diario, probando su genealogía en largos
445
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Detalle que muestra a Diego Sayri Tupac y Felipe Tupac
Amaru. Esta imagen procede del lienzo que ilustra la unión de
la descendencia imperial incaica con la casa de los Loyola y
los Borja. El lienzo está datado en el Cuzco, en 1718, y su
autor es anónimo.
procesos, pintando retratos de sus antepasados y
presentándose en los grandes eventos –como la pro-
cesión del Corpus Christi del Cuzco– totalmente
ataviados como incas. Los indios del común queda-
ban muy impresionados por tal comportamiento y
las autoridades españolas se mostraban recelosas de
la importancia que iba tomando este nacionalismo
inca. Para la época de Tupac Amaru II y y los Tupac
Catari, el sentimiento había llegado a su máxima
expresión y la situación parecía propicia para iniciar
la toma del poder.
Pero hubo también otros grupos criollos intere-
sados en capitalizar la influencia nacionalista. Un
caso interesante es el de los Esquivel en el Cuzco,
quienes planteaban la desobediencia a los españoles
y el acatamiento de la autoridad de los grupos de
poder criollos y mestizos fuertemente andinizados.
Revueltas como la de Huarochirí en 1750 contarían
con la participación de una elite de mestizos y crio-
llos, al igual que la ocurrida en el Cuzco en 1780,
en la que ocuparían lugares protagónicos el criollo
Lorenzo Farfán de los Godos y el indio Bernardo
Pumayauli Tambohuacso. Este movimiento cohe-
sionó gran cantidad de poblaciones, razas, grupos
urbanos y rurales, y estuvo vinculado con el proyec-
to criollo limeño, pues no casualmente Tambohuac-
so fue defendido por José Baquíjano y Carrillo du-
rante el proceso que se le abrió. Algunos estudiosos
han planteado la hipótesis de que este movimiento
neoinca impuso a los criollos la necesidad de con-
ducir un levantamiento independiente, para no ser
desplazados del gobierno del país por un posible
triunfo de las masas indígenas (Pease 1992a:312-
329; Ossio 1992: 177 y ss.; Stern 1982: 93 y ss.).
446
VIRREINATO
Patrucco
II
LA REPÚBLICA DE ESPAÑOLES
LOS PENINSULARES
La inmigración
La política de migración al nuevo continente fue
claramente establecida desde el primer momento y
la entidad encargada de administrarla fue la Casa de
Contratación de Sevilla, que debía llevar la contabi-
lidad y registro de los viajeros a Indias. Pero ni pa-
saron al nuevo continente todos los inscritos en el
libro de permisos, ni se inscribieron en dicha lista
todos los que arribaron a América. La cifra de inmi-
grantes subió de 1 587 viajeros por año para la pri-
mera mitad del siglo XVI, a 3 930 viajeros anuales
para la segunda mitad y 3 865 para los primeros 50
años del XVII. Céspedes del Castillo estima que la
migración no debió superar los 200 000 individuos
durante el siglo XVI. De este universo habría que
señalar que un tercio eran andaluces, 28% extreme-
ños y de Castilla la Nueva, y un 39% de León y Cas-
tilla la Vieja. El porcentaje restante correspondería a
españoles del norte, judíos y extranjeros como lusi-
tanos, genoveses, alemanes, griegos y flamencos
que fueron rápidamente asimilados. La primacía de
los andaluces y extremeños sellaría la personalidad
de las sociedades coloniales, estableciéndose fortísi-
mos vínculos entre Sevilla y Lima no sólo en el cam-
po comercial, sino también en el área de las costum-
bres, la forma de hablar, el trazo citadino, y un con-
junto de pequeñas y casi imperceptibles actitudes.
Durante el siglo XVI, tras la leyenda de las rique-
zas incalculables que poseía nuestro territorio con
“ríos de leche y árboles de morcilla, y mucho, mu-
cho oro”, el Perú fue el polo de mayor atracción pa-
ra los viajeros peninsulares pues el 36% de los in-
migrantes a Indias se afincaba en estas tierras. Du-
rante la primera mitad del mil quinientos, una am-
plia mayoría eran andaluces (38%), luego gente de
Castilla (26,7%), de Extremadura (14,7%), de León
(7,6%), y finalmente de Asturias y Galicia (0,85%).
A partir de 1550 fue aumentando la proporción de
gente de Extremadura y Castilla la Vieja, en detri-
mento de los andaluces. Sin embargo la anterior
preponderancia sevillana podría ponerse en entredi-
cho, en la medida en que los considerados como ta-
les no siempre lo eran, puesto que Sevilla se había
convertido en una urbe cosmopolita con habitantes
venidos de todas las regiones de España, y en mu-
chos casos sólo eran residentes temporales que es-
peraban hacerse a la mar. El interés por migrar ha-
cia el Perú disminuiría enormemente con el cambio
de siglo, volviéndose un punto de mayor interés el
virreinato de Nueva España.
El difícil paso a Indias disuadía a muchos pasa-
jeros, pues eran notables las penurias que se sufrían
durante el trayecto, desde los mareos, catarros y di-
senterías, hasta pestes de a bordo, escorbuto y ma-
les generados por la defectuosa alimentación que
conforme se alargaba la travesía se descomponía, se
llenaba de alimañas y se reducía a una nauseabunda
“miga mezclada con gorgojos y mojada en orines de
rata”. A esto se sumaban los peligros del viaje mis-
mo como las tempestades, los naufragios y, en caso
de ganar la costa, la eventualidad de encontrarse
con indios antropófagos. No en vano los viajeros
que llegaban a buen puerto peregrinaban a los tem-
plos o vestían los hábitos según lo prometido en los
momentos de angustia de la travesía.
Pero aun así, muchos seguían llegando a Sevilla
en busca de los medios para cruzar el océano, atraí-
dos por las enormes posibilidades que presentaban
estas tierras, llamados por hermanos, tíos o primos
para echar a andar lucrativas empresas, o simple-
mente animados por los exagerados relatos de los
veteranos que regresaban a casa. Desde los inicios
del descubrimiento de América se había trazado
una política de migraciones, que establecía quiénes
podían realizar la travesía y quiénes estaban absolu-
tamente prohibidos de hacerlo. Esta política podía
endurecerse o ablandarse según se tuviera necesi-
dad o no de colonizadores en una región determina-
da. La Casa de Contratación que otorgaba los per-
misos evitaba en principio el paso de protestantes,
judíos, moros, por ser poblaciones que podrían in-
fluir de manera sumamente negativa sobre los in-
dios americanos, absolutamente neófitos en asuntos
de religión cristiana. Tampoco los cristianos nue-
vos, es decir los árabes y judíos recién convertidos
podrían pasar al Nuevo Mundo, y los españoles só-
lo luego de superar la prueba de limpieza de sangre,
según la cual sólo se consideraba como cristiano
viejo a aquel que en cuatro generaciones no tuviera
sangre “impura”, o en su defecto que estuviera ale-
jado en más de doscientos años de su antepasado no
cristiano más próximo. En teoría los judíos conver-
sos de 1492 sólo podrían pasar a América a partir de
1692, algo que como veremos se incumplió de muy
diversos modos.
También eran considerados peligrosos para la
débil fe de los americanos todos aquellos persegui-
dos y sentenciados por el Santo Oficio, aun cuando
se hubiesen arrepentido y conseguido el perdón y la
reinclusión en el seno de la Iglesia. Los gitanos tam-
bién fueron impedidos de pasar al nuevo territorio
en la medida en que sus errantes costumbres eran
inconvenientes según los criterios eclesiásticos, pe-
ro no siempre se cumplieron las disposiciones ofi-
ciales. Se sabe que en Lima hubo un grupo grande
de ellos a quienes durante mucho tiempo la Au-
diencia intentó deportar sin mayor éxito. Cuando
en el siglo XVIII se pretendió enviar grandes pobla-
ciones de gitanos peninsulares a América, los
miembros del Consejo de Indias protestaron enérgi-
camente porque no era política de la Corona depor-
tar minorías ni presidiarios a sus posesiones ultra-
marinas. Tampoco se quiso enviar revoltosos, vaga-
bundos y gente sin oficio bajo el convencimiento de
447
El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte
VIRREINATO
Capilla de Santa Ana en la catedral de Lima, donde yacen los
restos de Nicolás de Ribera el Viejo, conquistador, fundador y
primer alcalde de Lima en 1535, y los de su esposa, doña
Elvira Dávalos Solier.
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geografia

  • 1.
  • 2. Al arribar los españoles a los territorios andinos y tomar posesión de los nuevos espacios conquista- dos, crearon una sociedad distinta a la recientemen- te derrotada estructura incaica, pero también al mundo que primaba en la península. Durante mu- chos años la organización social resultante fue in- creíblemente caótica y desordenada, tanto para los ojos de los peninsulares, como para los vencidos. En poco tiempo, gentes pertenecientes a los más ba- jos estratos hispanos se ubicaron a la cabeza de los grupos de elite, mientras los nobles españoles y los descendientes incaicos se veían desplazados por es- tos simples villanos. Este caos inicial, que tratare- mos de exponer en las siguientes páginas, ocupó la atención de los tratadistas, teólogos y juristas preo- cupados en buscar propuestas para “el gobierno del Perú”. Pero como ha venido sucediendo desde la conquista hasta nuestros días, el ideal jurídico y la intención de los legisladores caminaron por un la- do, en tanto la realidad discurrió en otra perspecti- va y por rumbos a veces inusitados. Organizar esta anómica situación social y racial significó para los colonizadores españoles aplicar un conjunto de ideas jurídico-teológicas referentes a la sociedad, cristalizadas en el concepto de Cuer- po de República. En 1648, el destacado jurista lime- ño Juan de Solórzano y Pereyra reconstruía la con- cepción que dio nacimiento a la arquitectura estatal y social de la colonia: “Porque según la doctrina de Platón, Aristóteles, Plutarco y los que siguen, de to- dos estos oficios hace la República un cuerpo com- puesto de muchos hombres, como de muchos miembros que se ayudan y sobrellevan unos a otros…”. Tal cosmología social surgía de la visión de la sociedad como un organismo con cabeza, bra- zos y extremidades, con jerarquías y ocupaciones diferenciadas. Es conocido que Aristóteles en su Po- lítica asumió posiciones organicistas parecidas a las 424 VIRREINATO Patrucco SOCIEDAD COLONIALSOCIEDAD COLONIAL CARACTERÍSTICAS GENERALES La prédica cristiana jugó un rol esencial en la transformación de los valores y principios de la sociedad andina. Púlpito de la iglesia de San Blas en el Cuzco, atribuido a Juan Tomás Tuyru Tupac, siglo XVII.
  • 3. de su maestro Platón. La República, o res publica, constituía sinónimo de Estado, así como de co- munidad social y políti- ca organizada y sirvió como cimiento para construir la noción de Cuerpo Político. Más tarde San Pa- blo, preocupado en edi- ficar la Iglesia, asimiló el legado aristotélico y creó el concepto de Cuerpo Místico, como expresión de la dimen- sión ultraterrena y ma- terial de la ética y políti- ca cristianas. La antigua metáfora clásica del Cuerpo Político, unida al pensamiento cristiano del Cuerpo Místico, da- ría origen a la idea de Cuerpo de República, que tanta importancia ten- dría en la noción medie- val de la política. Estos postulados estuvieron muy arraigados en la tradición política española que llegó al Perú junto con los conquistadores, y ya en épocas tan tempranas como la de Lope García de Castro, se hallaban bastante difundidos y no son pocos los documentos que los mencionan. Al tener que escogerse una forma de gobierno para la población del Perú, se consideró lógico crear una República de Indios, dado que eran nuevos en la fe. Esta forma organizativa, diferente a la ya exis- tente República de Españoles, era necesaria ya que los nativos vivían sumidos en el paganismo. No co- nocer a Cristo los convertía en seres miserables, por lo que debían ser convenientemente adoctrinados en el cristianismo. La República de Indios tendría la misión de educar a los habitantes andinos en los usos cristianos y las maneras occidentales, es decir a vivir en “buena policia” y a ser “buenos repúbli- cos”. La expresión física de la organización de esta República serían las reducciones, poblados organi- zados a la manera occidental donde podrían ser vi- gilados y aprenderían las nociones de familia, pro- piedad, orden, además de someterse a la cris- tianización. La idea de la República de Indios resultaba una solución jurídica para integrar separadamente a la po- blación nativa dentro del estado monárquico español, y al menos en teoría brindar protec- ción a sus integrantes. De esta manera la po- blación aborigen, paga- na e ignorante de la cul- tura occidental, tendría tutela especial. Las dos repúblicas casi autóno- mas se sustentarían mu- tuamente y formarían un cuerpo místico im- perial “como un reloj cuyas piezas funcionan armónicamente”. De es- ta manera, la pertenen- cia al cuerpo imperial de los Habsburgo asegura- ría el éxito de la Repú- blica Universal, de cuyo recto progreso dependía la salvación del mundo (Sánchez-Concha 1992a: 60 y ss.; 1992b). Sin embargo la sociedad hispanoperuana, dividi- da utópicamente en dos repúblicas paralelas y com- plementarias, estaría fuertemente enlazada bajo el criterio de la división estamental, organización je- rárquica establecida de acuerdo a las diferentes rela- ciones hereditarias que se desarrollaban con la tie- rra o las actividades productivas. Aunque a primera vista una estructura de este tipo pareciera ser muy rígida, la movilidad social –tanto vertical como ho- rizontal– era muy común y mucho más extendida de lo que muchos estudiosos han estado dispuestos a reconocer, y que sólo a través de la moderna his- toriografía hemos comenzado a entender adecuada- mente. En las siguientes páginas intentaremos in- troducir al lector en esta compleja dinámica de la sociedad, donde los colores y las ordenaciones re- sultan tan engañosos como el juego de las palabras y las clasificaciones (Sánchez-Concha 1992a: 60 y ss.; 1992b; Mörner 1978: 21). 425 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO El escrupuloso planeamiento urbano de las ciudades hispano- americanas fue parte importante de la “buena policia” preconizada por las autoridades coloniales.
  • 4. LA DESESTRUCTURACIÓN DE LA CONQUISTA Y LAS ALIANZAS POST INCAICAS La conquista del Tahuantinsuyo tuvo visos es- pectaculares y sumamente azarosos, tras las rápidas acciones ejecutadas por las escasas huestes españo- las adentradas en el desconocido territorio andino. Numerosas etnias y millones de personas verían con sorpresa el derrumbe del poderoso estado inca, y el inicio de enormes cambios que revolucionarían totalmente sus vidas. Durante los primeros y des- concertantes años, años de guerras de conquistas y de guerras civiles, años de desorganización e im- provisación, de desgobierno y desconocimiento, los pobladores andinos fueron los personajes de un drama cuyo libreto sólo era conocido por los pro- tagonistas venidos de España. Como se ha visto en secciones previas, la con- quista significó un desastre cosmogónico o pacha- cuti para los indígenas, quienes intentaron com- prender la pérdida de su civilización como parte de una alteración cósmica que míticamente ocurría ca- da medio milenio. El pachacuti se traducía en enor- mes cataclismos, pestes, muertes, trabajos forzosos, desarraigo; en fin, en todos los males que la con- quista originó. Los españoles aprovecharon la desorientación de los indígenas para imponer su presencia militar e implantar con premura formas de organización eco- nómica como los repartos de indios o encomiendas. La población indígena se encontró entonces adscri- ta a grandes jurisdicciones –unas quinientas en to- do el país–, dirigidas desde la ciudad por un enco- mendero y gobernadas efectivamente por los ma- yordomos y aparceros que vivían entre los indios. A nivel político, los conquistadores emprendieron el restablecimiento de un gobierno inca, con un sobe- rano que debía ser una marioneta dirigida por fé- rreos hilos. El proyecto fracasó repetidas veces, fue- ra por la prematura muerte de los incas cautivos, o por las constantes insurrecciones que estallaron ba- jo su mando. Fue especialmente furibunda y multi- tudinaria la rebelión del último de ellos, llamado Manco Inca, que se atrincheró en el peligroso foco alternativo de Vilcabamba. El violento clima de la conquista que amenazaba con no dejar piedra sobre piedra determinó que algunos nobles incas intenta- ran oficiar de mediadores entre las huestes españo- las y el hasta entonces infinito y desconocido mun- do andino. Personajes como Paullu Inca, por ejem- plo, plantearon una forma de asociación nueva en- tre la elite incaica y los conquistadores y llegaron a reclamar encomiendas, sustentando su pedido en la posición y preeminencia que tenían en medio de los restos todavía humeantes del Tahuantisuyo. Otro tanto sucedió con los curacas, quienes también de- bieron optar entre la lucha o la alianza. 426 VIRREINATO Patrucco I LA REPÚBLICA DE INDIOS Casa europea sobre cimientos incaicos en Ollantaytambo, Cuzco.
  • 5. Algunos de estos lazos de cooperación entre in- dios e invasores surgieron incluso antes del episo- dio de Cajamarca, cuando aquellos esperaban que los viracochas recién arribados desde el oeste les ayudaran a librarse de la “tiranía” de los incas. In- cluso ciertos grupos incaicos, panacas y familias opuestas a Atahuallpa (el ”Atabálipa” de las cróni- cas), se plegaron a los españoles y los secundaron en sus acciones. Durante un cuarto de siglo el mun- do andino siguió funcionando en base a esas alian- zas, muchas de las cuales son expresadas literal- mente en las probanzas que numerosos curacas e indios nobles presentaron a la Corona, años más tarde, buscando el reconocimiento oficial. Aunque dichas probanzas deben ser leídas muy cuidadosa- mente, pues encierran la visión y los intereses par- ticulares de sus suscriptores, no debe negarse la existencia de estas relaciones, notablemente fortale- cidas por los parentescos establecidos entre algunas etnias y los españoles importantes. Baste mencionar el caso de los curacazgos de Huaraz y su fidelidad a los Pizarro, tras la unión conyugal concertada entre el marqués gobernador y doña Inés Huaylas. Los lazos de reciprocidad y redistribución con los españoles fueron también elementos fundamen- tales para la supervivencia del antiguo sistema eco- nómico andino. Los encomenderos entendieron que la mejor forma de captar los tributos de sus en- comiendas era entrando en el juego de la reciproci- dad y la redistribución, y respetaron antiguas for- mas de trato andinas, como el ritual de desplaza- miento de los curacas en literas y hasta recibieron yanaconas de los señores principales. Los aboríge- nes por su parte aceptaron algunas de las nuevas re- glas del juego y esperaron a cambio de su colabora- ción las respectivas recompensas. Accedieron a los símbolos hispánicos del vestir, establecieron lazos amicales y colaboraron con los encomenderos, aceptando incluso al poderoso dios vencedor de los cristianos y a sus dioses menores o santos, integrán- dolos a sus creencias politeístas como una forma más de afirmar los vínculos de estas alianzas. De otro lado los tributos siguieron siendo pagados con días de trabajo a los españoles, y así los indígenas produjeron objetos necesarios para los occidentales, incorporando muchas veces técnicas importadas. Pero como es lógico suponer una alianza exige una contraprestación y pronto los curacas entendie- ron que era poco probable que sus aliados cumplie- ran. Especialmente gravosas resultaron para el ayllu las exageradas exacciones de mano de obra im- puestas por los españoles y su nuevo dios. Entonces los curacas empezaron a atentar contra el sistema, y las alianzas se tambalearon. Los favores pedidos a los curacas se hacían cada vez más difíciles de cum- plir, y algunos focos de resistencia activa pusieron en entredicho hacia 1560 la hegemonía regional de los españoles. Movimientos como el Taqui Onkoy, el Moro Onkoy y levantamientos como el de Yana- huara, alarmaron a los españoles. Era el momento de replantear el gobierno y reformular el tipo de re- laciones que se estaban plasmando en torno a la po- blación y el territorio. Algunos funcionarios, como Juan de Matienzo, consideraban que los encomen- deros eran la clave de la sociedad y pensaban en consecuencia que se debía reorganizar el país en función de este grupo, cuya prosperidad generaría estabilidad social, desarrollo y progreso moral. El llamado a realizar esta crucial transformación del virreinato sería Toledo, pero teniendo al Estado co- mo centro de la vida social (Pease 1992 a: 288; 312 y ss.; Stern 1982: 59-96). 427 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Detalle del lienzo “Nuestra Señora de Pomata”, Cuzco, siglo XVIII.
  • 6. EL NUEVO ORDEN: LAS REFORMAS TOLEDANAS Y EL ESTABLECIMIENTO DE LAS DOS REPÚBLICAS La llegada de Francisco de Toledo en 1569 seña- ló un significativo cambio en la conducción y orga- nización del virreinato peruano. Acompañado de un grupo de sagaces asesores, clérigos, juristas y funcionarios, el nuevo virrey emprendió la funda- mental tarea de hacerse una idea del país, mediante una exhaustiva Visita General a todos los confines del territorio, que le demandaría cinco años com- pletar. Tras el vasto recorrido, creó un extenso cor- pus legislativo que reflejaba un conocimiento cabal de la realidad y un plan de audaces transformacio- nes que harían gobernable el virreino. Fue obra de Toledo la aplicación masiva de instituciones funda- mentales como la mita, el tributo indígena, las re- ducciones, luego de las cuales las sociedades andi- nas jamás volvieron a ser las mismas. Durante su gestión, que se prolongó hasta 1581, cristalizaría el esquema escolástico y utópico de las dos Repúbli- cas, la de Indios y la de Españoles, para separar a la sociedad indígena y protegerla de las intrusiones de los españoles. De otro lado, le cupo dar fin al go- bierno alternativo de los rebeldes de Vilcabamba, con la ejecución del primer Tupac Amaru (1572), lí- der de la resistencia neoinca al régimen español (Stern 1982: 128-132). Las reducciones Una de las primeras decisiones de Toledo fue generalizar la agrupación de los indígenas en las denominadas reducciones de indios, poblados levan- tados siguiendo la tradición española. No era una novedad, pues se trataba de un proyecto largamen- te incubado, que se comenzó a aplicar en las cerca- nías de Lima en 1557, durante el gobierno del mar- qués de Cañete y posteriormente en el Cuzco du- rante el corregimiento de Polo de Ondegardo. Pero Toledo deseaba implantar esta modalidad urbana a lo largo y ancho de todo el territorio del virreina- to, y de hecho lo consiguió. Según el pensamiento jurídico-teológico de la época, sólo de este modo los indios podrían vivir en orden y “buena policia”, siguiendo la antigua noción de la civitas. A su vez, esta forma de organización concentraba a los in- dios dispersos de los ayllus en poblaciones donde era mucho más fácil controlarlos, vigilarlos, edu- carlos y evangelizarlos. La idea central contemplaba erigir pequeños pueblos según el trazo realizado por Juan de Ma- tienzo, el cual preveía una cuadrícula ortogonal y una plaza central. Alrededor de ella se situaban los principales locales, la iglesia y la casa del cura, la se- de de la autoridad étnica y curacal, lugares para la justicia, edificios para albergar viajantes, y en las manzanas adyacentes pequeñas viviendas unifami- liares con puerta a la calle. Fuera del trazado urba- no se situaban las tierras de cultivo individuales y los pastizales comunales. Por razonable, justo y ci- vilizado que pareciera a los asesores toledanos el es- tablecimiento de poblados de esta naturaleza, las reducciones desorganizaron la vida andina y la cul- tura indígena, consumando el derrumbe del Tahuantinsuyo. Las reducciones –origen de las actuales comuni- dades indígenas– debilitaron las antiguas pertenen- cias étnicas andinas heredadas del Intermedio Tar- dío, a la vez que incentivaron el surgimiento de una identidad panandina, que no había existido en el in- cario. El traslado de los indios dispersos generó un alejamiento de los individuos de sus tierras de ori- gen, del lugar del surgimiento de su grupo o pacari- na, y de sus lugares sagrados o huacas. Las pobla- ciones debieron aceptar tierras nuevas, generalmen- te mal irrigadas y de menor calidad, al tiempo que abandonaban las antiguas. Estas tierras ancestrales con el paso de los años serían subastadas o legaliza- das por medio de las composiciones. Otro gran pro- blema originado por las reducciones fue la pérdida de la complementaridad ecológica que caracterizó a los antiguos ayllus, ya que estos últimos ocupaban 428 VIRREINATO Patrucco Tucuirico Casa del Corregidor Casa de españoles pasaxeros Casa de Hospital Casa del Consexo Corral Iglesia Cárcel Del padre PLAZA Modelo de reducciones indígenas sugerido por el licenciado Juan de Matienzo en su Gobierno del Perú, en 1567.
  • 7. tierras en distintas altitudes de la cordillera y en di- versas partes de los valles, para obtener alimentos de diferente procedencia y evitar el riesgo de malas cosechas. También las reducciones socavaron las alianzas comunales y las formas de trabajo grupal, afectando sobremanera el mando de los curacas so- bre sus dispersas poblaciones y derrumbando el po- der de los hatun curacas o señores macroétnicos, que vieron reducida su influencia a la de un simple curaca subordinado. La noción andina de parentesco inició un lento repliegue y se impuso el criterio occidental de la fa- milia nuclear. Los conceptos de incesto, monoga- mia y matrimonio occidental comenzaron a ser im- puestos bajo la vigilante mirada de las autoridades locales. Supuestamente el cura podía vigilar mejor la conducta de los habitantes en pequeñas casas unifamiliares con puerta a la calle, que en las anti- guas moradas rodeando las canchas o patios inter- nos. Surgió asimismo el criterio de domicilio, opuesto al de residencia, lugar de vivienda que se convirtió en unidad censal y tributaria (Pease 1992a:197-201; Ossio 1992:169-172). Censos y tributos Durante la formidable visita de Toledo se efectuó un conteo de la población, mientras los funciona- rios encargados iban estableciendo las tasas y esti- mando la cantidad de tributarios por cada región. Recordemos que durante las primeras épocas los in- dios estaban organizados en unas quinientas enco- miendas y debían pagar unos cuatro pesos ensaya- dos, que al reunirse con los tributos de toda la co- munidad sumaban un monto considerable, del cual debían descontarse los gastos del clérigo, la Iglesia, los funcionarios, los curacas y la caja comunitaria. El resto pasaba al patrimonio del encomendero y ésa era la renta de su encomienda. Si el también de- nominado repartimiento de indios estaba vacante, el monto obtenido podía servir para subvencionar a dos o más rentistas designados por el gobierno –por lo general conquistadores distinguidos que aún no tenían asignada una encomienda– o en su defecto iba a engrosar las arcas reales. Con la paulatina desaparición y declive econó- mico de las encomiendas la mayoría de los tributos pasaron a ser recabados directamente por la Coro- na. La visita general de Toledo dio como resultado la contabilización de 695 encomiendas con 325 899 indios tributarios, los cuales debían pagar un tribu- to ascendente a 1 506 290 pesos. Luego de los gran- des problemas que la Corona tuvo que enfrentar tras las pretensiones de los encomenderos, se les fue reemplazando en la recolección del tributo y se comisionó a los corregidores en la tarea de recabar las rentas. Esta decisión evitó muchos de los abusos cometidos por los encomenderos, pero simultánea- mente disminuyó enormemente su poder y las po- sibilidades de organizar empresas económicas en base a la explotación de la mano de obra indígena. El nexo entre los indios y el corregidor estuvo cons- tituido por el curaca, quien recogía de mano en ma- no el tributo, al que estaban obligados todos los va- rones comprendidos entre los 18 y los 50 años ex- ceptuando a los propios curacas, sus hijos, los ayu- dantes del cura y los alcaldes de indios o varayoc. La figura del tributo occidental en moneda o en especie constituyó una pesada carga para los indios del común, ya que ellos estaban acostumbrados a la entrega de fuerza de trabajo, y porque tributar en productos sujetos al riesgo de las malas cosechas ponía en peligro la subsistencia de la comunidad. En muchas ocasiones los indígenas recurrieron a las “revisitas” para disminuir la carga impositiva, debi- do a que los pagos se hacían imposibles de cumplir como consecuencia del despoblamiento, el empo- brecimiento de las tierras y la fuga de tributarios. En algunas circunstancias, las comunidades coludi- das con los funcionarios españoles escondieron la real fuerza contributiva y laboral de la comunidad. Los dineros del rey o de los encomenderos, tras la subestimación del número de tributarios, cayeron en manos de terceros. Con la anuencia de los fun- cionarios reales, muchos indios no censados pasa- ron a convertirse en trabajadores al servicio de pe- queños empresarios regionales, cuando no de los grandes y lejanos mineros de Potosí y Huancaveli- ca. Cabe aclarar por último que el tributo colonial en el Perú se circunscribió a los indios, a diferencia de España donde afectó a todos los villanos, y que fue de tal importancia en la recaudación hacendaria que subsistió hasta mediados del siglo XIX, ya en plena República (Stern 1982: 133-136; Ossio 1992: 169-172). La mita Otro de los objetivos que se propuso Toledo fue disponer de una reserva de fuerza de trabajo con- fiable y permanente. Para ello adaptó la mita pre- hispánica y la convirtió en un eficiente pero poco versátil sistema de trabajos forzosos. En tiempos precolombinos se había establecido que los habi- tantes de los ayllus debían servir por turnos al es- tado inca, realizando actividades de todo género, 429 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO
  • 8. desde trabajar en yacimientos mineros y en obras públicas, hasta conseguir plumas de papagayo, pir- car o levantar muros, juntar piojos –según palabras de Atahuallpa– y sembrar coca. De esta manera se podía satisfacer la siempre creciente necesidad de energía humana. Toledo aplicaría el mismo princi- pio para contar con la mano de obra que las diver- sas empresas coloniales requerían y dispuso que una séptima parte de la población de una reduc- ción o comunidad debía trabajar por períodos de- terminados –generalmente de tres meses– en mi- nas, obrajes, haciendas y ciudades. Terminado el plazo los mitayos eran reemplazados sucesivamen- te por otros grupos de trabajadores, hasta cumplir los siete relevos, reiniciándose nuevamente el ciclo. Se estipulaba además que los empresarios subven- cionaran los gastos del viaje y remuneraran esta fuerza laboral proporcionada por la Corona. En la práctica los empresarios interpretaron de manera sui generis las disposiciones toledanas, extendiendo los plazos, encargando a los mitayos tareas imposi- bles de cumplir para que se vieran obligados a pe- dir ayuda a sus parientes, por lo general hijos y mujeres. De este modo no sólo se obtenía un mita- yo sino toda una familia de mitayos. Muchas enfermedades laborales generadas por el trabajo en las minas de mercurio o en las heladas punas potosinas acabaron con la vida de estos traba- jadores forzados. También en los hacinados e insa- lubres obrajes la salud de los mitayos se quebrantó. El sistema de explotación del trabajo fue haciéndo- se más inhumano, ya que la producción colonial só- lo parecía competitiva en la medida en que no se abonaran los salarios en dinero. Para evitar la fuga de circulante de la región, se trataba de endeudar a los trabajadores con la venta de alimentos, alcohol, medicinas u objetos inservibles. Los indios de cir- cunscripciones más lejanas o con menores vínculos de reciprocidad estaban más expuestos a estos siste- mas de endeudamiento, por lo que su estancia en las minas se prolongaba meses enteros. Tras un penoso viaje de regreso y bastante más tarde de lo planeado, llegaban a sus comunidades donde los esperaban las deudas contraídas durante su ausencia, y que no podían ser saldadas porque no habían participado en la cosecha. Para escapar de tales sufrimientos los posibles mitayos fugaban de sus parcialidades, pro- vocando el descenso demográfico del ayllu. Los cambios establecidos por Toledo aceleraron la des- composición del mundo indígena, pareciendo que “todo lo que se ordena en su bien se tuerce en su ruina”. No en vano Matienzo señalaba: “Yo deseo to- do el bien a los indios y a los españoles y querría que todos se aprovechasen con el menor daño que se pu- diese de los indios y aun con ningún daño de ellos. Por su tierra nos da tantas riquezas, es justo que no se lo paguemos con ingratitud… …comparemos lo que los españoles reciben y lo que dan los indios, para ver quién debe a quién: dámosles doctrina, en- señámosles a vivir como hombres, y ellos nos dan plata, oro, o cosas que lo valen…”. El licenciado concluía su razonamiento explicando cómo, según la doctrina escolástica, los metales no podían valer más que la urbanidad, debido a lo cual los indios sa- lían beneficiados. Sin embargo, Matienzo pensaba que la mita no le exigía al indígena más de lo pedi- do durante el Tahuantinsuyo. Unos años más tarde Solórzano y Pereyra no se preocuparía tanto del valor de los bienes intercam- biados entre occidentales y andinos, y siguiendo más bien los escritos aristotélicos, justificaría la mi- ta en razón de las diferencias raciales impuestas desde la creación. Así escribiría en su Política india- na con extrema frialdad: “los indios que por su es- tado y naturaleza son más aptos que los españoles para ejercer por sus personas los servicios que tra- tamos (la mita) sean obligados y compelidos a ocu- parse de ellos… Pues a quien la naturaleza dio cuer- pos más robustos o vigorosos para el trabajo, y me- nor entendimiento o capacidad, infundiéndoles 430 VIRREINATO Patrucco Acuarela del siglo XVIII en la que se representa tejiendo a un indio del norte peruano.
  • 9. más del estaño que del oro por esta vía, son los que se han de emplear como los otros a quien se le dio mayor en governarlos, y en las demás funciones y utilidades de la vida civil…”. A mediados del siglo XVII, la mita no cumplía ya la función económica que le dio origen, debido al descenso poblacional y al efecto de innumerables “revisitas” y otras medidas que fueron sustrayendo a la población involucrada en este sistema. Según Stern, la mita “perdería su credibilidad como im- portante fuente de mano de obra”, encontrándose con frecuencia otras formas de disponer de fuerza de trabajo. Gracias a la sorprendente adaptación y aculturación de la población andina, los integrantes de las reducciones pudieron sobrevivir y en algunos casos excepcionales vivir bien, a pesar de la perma- nente erosión de sus recursos y del enorme maltra- to a sus integrantes. Mal que bien, la mita y el tribu- to establecieron contactos y oficiaron de vías de in- tegración para la disímil población de indígenas y españoles (Pease: 1992a: 289 y ss.; Stern 1982: 200 y ss.). LA POBLACIÓN ANDINA Y LA EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA DESPUÉS DE LA CONQUISTA La radical disminución de la población aborigen en América se inició no bien los conquistadores pi- saron el nuevo continente. Sin embargo algunos es- pecialistas del caso peruano sostienen que el descen- so poblacional habría empezado aun antes de la lle- gada de los invasores hispánicos. La conmoción de los primeros momentos de la conquista se reflejó claramente en la curva demográfica. Las Leyes Nue- vas de 1542 intentaron poner freno a los maltratos y abusos contra los indios, siguiendo la prédica de Bartolomé de las Casas, pero los resultados no fue- ron muy alentadores. Tanto en los momentos de paz como durante las guerras civiles que se sucedieron en los años siguientes, las bajas indígenas fueron considerables, y de hecho la muerte cotidiana ahon- daba en la población andina la idea del caos o pacha- cuti. Las autoridades tuvieron una clara conciencia del fenómeno que se desarrollaba ante sus ojos, y hasta los encomenderos se quejaban del desvaneci- miento de sus rentas. Pero sólo después del ordena- miento administrativo introducido por Toledo se pudo percibir la verdadera dimensión de la heca- tombe producida. La población del Tahuantinsuyo había disminuido dramáticamente, y los censos to- ledanos lo demostraban irrefutablemente. Los cálculos demográficos ¿Cuántas personas habitaban América a la llega- da de los españoles? Esta simple pregunta ha gene- rado largos y contradictorios debates entre los en- tendidos en la materia, que se agruparon en dos bandos extremos. De un lado están los bajistas co- mo Rosemblat, quien opinaba a mediados del pre- sente siglo que entre 1492 y 1650 América pasó de estar habitada por 13,3 millones de aborígenes a só- lo 10 millones. Es decir hubo una disminución de sólo 3,3 millones de personas. Otro investigador co- mo Kroeber señaló una cifra de 8,4 millones como población total americana. De una opinión diferente serían los alcistas, quienes hablan de cifras altísimas. Demógrafos co- mo Dobyns calculaban en unos cien millones la po- blación americana, indicando que para mediados del siglo XVII sólo habitaban el territorio unos 4,5 millones de indígenas. Sapper y Spinden calcularon unos niveles más moderados, situados alrededor de los 40 millones. La disparidad entre los resultados 431 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Progresivamente en los Andes fueron incorporándose nuevas formas de reclutamiento de la mano de obra indígena. La imagen muestra el maltrato a una mujer andina que se encuentra hilando.
  • 10. propuestos acerca de la población total americana llevó a un intento de realizar estudios regionales donde se pudiesen reducir los márgenes de error. Al igual que en el resto del continente, en el Pe- rú se empezó a trabajar en mediciones demográficas y Noble David Cook publicó una primera estima- ción que abarcaba los cambios ocurridos desde 1570 (es decir desde la época de Toledo) hasta 1620. En este estudio se comprobaba cómo la po- blación habría variado de 1 260 530 a 598 033 indí- genas, y los tributarios habrían pasado de 260 000 a 136 000. Continuando con sus indagaciones, Cook llegó a establecer que de 1530 a 1630 se habría pa- sado en toda el área del Tahuantinsuyo de unos 9 millones a sólo 600 mil habitantes (Mörner 1978: 24, 41-42; Sánchez Albornoz 1977: 61-86; Pease 1992a: 212-220). Las causas del desastre Ya en los primeros años de la conquista se evi- denciaba una disminución realmente pavorosa de la población. Desde épocas muy tempranas, fray Bar- tolomé de las Casas había denunciado la hecatombe demográfica en varias obras escritas en la línea de su Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Sus alegatos en defensa de los indios dieron pie a la “leyenda negra española”, hábilmente difundida por las potencias extranjeras enemigas de Carlos V, y eran reimpresos cada vez que se desataba una guerra contra el gigantesco imperio germano-espa- ñol. Paradójicamente, la obra lascasiana tuvo una enorme difusión al interior de España y generó en- cendidas polémicas en todos los niveles, y la misma Corona no reparó en utilizar las argumentos del do- minico para enfrentar, controlar y disminuir el po- der de los encomenderos en los dominios de ultra- mar. De este modo la llamada “tesis homicídica” del despoblamiento de América tuvo general acepta- ción y fomentaría movimientos de conciencia como el período de la “Restitución”, durante el cual los viejos y enriquecidos conquistadores y encomende- ros devolvieron a los indios parte de lo expoliado, o testaron legando enormes cantidades de dinero y bienes a la Iglesia, para que ésta ayudara a los indios en su nombre, a cambio de la salvación de sus arre- pentidas almas. La “tesis homicídica” proponía que la población americana disminuyó drásticamente debido a los maltratos que los españoles propinaban a los indios. Se argüía en primer lugar motivos militares: matan- zas sistemáticas, luchas desiguales en batallas, ac- ciones punitivas, utilización de contingentes de in- dios como carne de cañón, secuestros y esclaviza- ción, robo de alimentos y abusos sexuales. Muchas de estas acciones militares constituían parte de la tradición bélica de la época. Otras razones esgrimi- das por la “tesis homicídica” fueron de orden eco- nómico, relacionadas con la búsqueda incesante de lucro y la abusiva explotación de los indios median- te las mitas, servicios personales, y toda una larga serie de trabajos forzosos en favor de los españoles. Hoy la tesis homicídica considerada como único factor del colapso demográfico se encuentra en franco retroceso, ya que los modernos estudios acerca del “desastre poblacional” coinciden en seña- lar que hecatombe de tal magnitud no pudo haber sido ocasionada por una sola causa, sino más bien por una “concurrencia de factores”. Unidas a la te- sis homicídica debemos también reparar en otras importantes explicaciones que nos hablan del “des- gano vital”, de las feroces consecuencias del rea- condicionamiento económico y social, y del “im- pacto de las epidemias”. Según algunos investigadores, tras la conquista los hombres del Ande sufrieron una profunda de- presión suscitada por la destrucción de su modo de vida y sus creencias. La trágica experiencia del en- cuentro con Occidente generó un “desgano vital”, una falta de apego a la vida, que se tradujo en suici- dios, filicidios y una marcada disminución de la ta- sa de natalidad ocasionada por una suerte de esteri- lidad voluntaria. Por ejemplo se sabe que en Huá- nuco el promedio de integrantes por familia bajó de 6 a 2,5 individuos. La tesis del reacondicionamiento económico y social sugiere que la crisis demográfica fue desatada por dramáticos cambios en las formas de vida andi- nas. La mayoría de muertes sería consecuencia de la ruptura de patrones de reciprocidad y redistribu- ción, de la desaparición de elementos de organiza- ción étnica, así como de la pérdida de tierras, el cambio de cultivos y la aparición de nuevas enfer- medades de animales y plantas. Todo ello implicó una disminución de los recursos alimenticios y una aguda desnutrición que afectó sobre todo a la des- cendencia del hombre andino, quien empieza a sen- tirse solo, “huaccha, comedor de papas”, es decir pobre, abandonado a su suerte, indefenso ante la ruptura de sus lazos sociales anteriores y desprovis- to de los recursos proporcionados por la comple- mentaridad ecológica. Finalmente debemos mencionar la tesis epidé- mica considerada como la más importante entre las cuatro enumeradas. Recuérdense las devastadoras 432 VIRREINATO Patrucco
  • 11. pestes que redujeron las poblaciones europeas a ter- cios y mitades en sucesivas oleadas de muerte, du- rante los siglos XII y XIII. Análogamente, los euro- peos en América trasmitieron una enorme cantidad de enfermedades, que diezmaron a poblaciones ca- rentes de defensas orgánicas y con un sistema inmu- nológico no preparado para enfrentar tales males. Muchas de estas epidemias se convirtieron en enfer- medades endémicas o recurrentes, que reaparecían cada cierto número de años afectando nuevamente a la población que se empezaba a recuperar. Se cree que el primer mal transmisible de procedencia eu- ropea en llegar al Tahuantinsuyo fue la viruela, que arribó aun antes que los conquistadores. Dicho mal habría causado la muerte de Huayna Capac y de su sucesor, Ninan Coyuchi. Luego de esta primera apa- rición, la viruela rebrotaría en el país en los años 1558 y 1559, avanzando desde el Cuzco con rum- bo a Quito, ensañándose con los indígenas y matan- do en Lima a una quinta parte de la población. La maligna peste regresaría periódicamente en 1585, 1589, 1597, 1606, 1619, 1632, 1680, 1749, 1756 y 1814. Otras enfermedades que también hicieron su aparición prontamente fueron el tifus, la influenza, la peste bubónica, la rubéola, el sarampión y la escarlatina. Más adelante la población africana trajo sus propios males co- mo la malaria, el tracoma y la fie- bre amarilla, así como algunos tipos de disentería. Cieza rela- ta el desarrollo de una de es- tas epidemias, probable- mente de influenza: “En tiempo del visorrey Blasco Núñez Vela andaba en- vuelto en las alteraciones causadas por Gonzalo Pizarro y sus consortes, vino una general pesti- lencia por todo el reino del Perú, la cual comen- zó más adelante del Cuz- co y cundió por toda la sierra, donde murieron gentes sin cuento. La en- fermedad era que daba do- lor de cabeza y accidente de calentura muy recio, y luego se pasaba el dolor de cabeza al oído izquier- do, y agravaba tanto el mal que no duraban los en- fermos sino dos o tres días”. Otro factor causante de enfermedades fue el traslado indiscriminado de poblaciones a pisos eco- lógicos diferentes, lo que llevó a comentar a algunas autoridades, que: “Los indios que en tiempo de ve- rano bajan a esta ciudad de Lima, por la contrarie- dad del temple deteniéndose algo los más mueren, cosa que he notado sucede en ellos y no con los es- pañoles y otras naciones que vienen de temples más fríos”. El mal al que se refiere el párrafo anterior es sin duda el paludismo, mal de las regiones yungas, que afectó hasta bien entrado este siglo a los pobla- dores de las alturas cuando bajaban a la costa. Algo similar sucedía con los indios trasladados hacia las zonas de ceja de selva donde empezaron a trabajar en las rentables plantaciones de coca, que abaste- cían zonas mineras como Potosí y Huancavelica. Mención aparte merece la sífilis, sobre cuyo origen se ha discutido mucho pues se diagnosticó por vez primera en el sitio de Nápoles en 1495. No se sabe a ciencia cierta si provino de América o si realmen- te se escondía bajo antiguas e imprecisas des- cripciones medievales. El hecho cierto es que fue una enfermedad infecciosa de notable difusión tanto en Euro- pa como en América durante es- te periodo, y considerada como “castigo divino” (Mörner 1978: 24, 41-42; Sánchez Al- bornoz 1977: 61-86; Pease 1992 a: 212-220). La recomposición de la población El dramático derrumbe demográfico de este rei- no tiene algunas analo- gías con el ocurrido en Egipto con la invasión musulmana tras la hégira, donde la población nativa pasó de 30 millones a poco más de 2 millones. Sin em- bargo la población en el Perú se estabilizó en los años finales del siglo XVII, y ya en el siglo XVIII y aunque muy tardíamente, comenzó a recomponerse. La dismi- nución poblacional que causó honda 433 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO La aparición en América de enfermedades provenientes de Europa y África provocó una sensible disminución de la población nativa. Esta acuarela del siglo XVIII presenta a un indígena víctima de la viruela.
  • 12. preocupación, tanto por con- sideraciones éticas como eco- nómicas, tuvo sin embargo sus bemoles, porque los cen- sos y tasas de las reducciones ocultaban información. En realidad, la fuga de los tribu- tarios y la lenta conversión de los indios en mestizos pa- ra ser eliminados de las im- posiciones toledanas, desna- turalizaron el enfoque censal. Los habitantes andinos dejan de ser originarios y se vuelven forasteros, abando- nan su condición de indios y se convierten en mestizos. Esta recomposición de la po- blación durante el siglo XVIII se puede apreciar claramente en los recuentos de la época. Según Cook, en 1751 había 612 529 andinos, de los cua- les 2 080 eran curacas, 88 160 tributarios, 54 920 foras- teros, 34 486 reservados, 143 180 muchachos y 189 729 mujeres. Sin embargo 120 años antes se consigna- ban 601 552 indígenas, lo cual nos indica que la po- blación aumentó en dicho lapso en unos 12 mil in- dividuos. Contradictoriamente la cantidad de tribu- tarios ha bajado, pues en el año 1620 había 136 235, es decir unos 40 mil más que en 1751. Induda- blemente se estaba enmascarando un gran número de tributarios para protegerlos. Además, el universo poblacional podría ser mucho más grande si consi- deramos el fenómeno del mestizaje. En otros recuentos regionales vemos cómo en el Cuzco se pasa de unos 126 mil habitantes a finales del siglo XVII, a unos 206 mil en 1786, y para 1798 aparecen unos “misteriosos” 315 mil habitantes. Aunque desconfiemos de la veracidad de la tercera cifra, es indudable que el crecimiento se aceleró en esa época, inclusive antes de 1786, pero no fue es- crutado por múltiples motivos. Resultados semejan- tes podríamos encontrar en Arequipa, donde se cuentan 13 983 habitantes indios en 1751 y luego hacia 1792 se constata la existencia de 66 609 pobla- dores andinos, 17 797 de los cuales eran mestizos. Propuestas y medidas para solucionar la crisis demográfica fueron dadas por gente como el conde de Lemos, quien gobernó entre 1667 y 1672 y con- sideró que no actuar contra la mita hubiera condenado su alma. También Guaman Poma de Ayala, indio acultu- rado, propuso a la Corona “reducir” a los españoles y no a los indios, es decir ais- lar dentro de las ciudades a los hispánicos y dejar que los indios vivieran dispersos en el campo sujetos a sus cu- racas, quienes dependerían directamente de la Corona, a la que entregarían pingües tributos y para quien ten- drían bien gobernado el rei- no. Otros interesados en el bienestar y la salud de los in- dios fueron los religiosos, entre los que destacaron los hermanos de hábito del do- minico De las Casas. Algu- nos juristas como el licen- ciado Falcón presentaron obras como su Representa- ción… sobre los daños y mo- lestias que se hacen a los in- dios, y otros autores como José de Acosta realizaron propuestas de diferente índole en obras como el De Procuranda Indorum Salute, en donde plantea la mi- noría de edad de los aborígenes y su condición de miserables. El ya citado Juan de Solórzano, en su Dispvtatio- nem de Indiarvm Iure, describe la realidad del virrei- nato y sugiere respetar a los pobladores aborígenes. También algunos indios nobles plantearon propues- tas para solucionar los problemas que afectaban a sus connaturales. Es el caso del curaca norteño Vi- cente Mora Chimo Capac y del descendiente del in- ca Tupac Yupanqui, fray Calixto de San José Tupac Inca. Pero a la larga, pocas fueron las medidas efec- tivas que se tomaron para recomponer la población. Quizá debamos reconocer en primer lugar los es- fuerzos de los propios pobladores andinos para res- tablecer el equilibrio demográfico durante el siglo XVIII. Aun cuando los estimados de los censos pobla- cionales y los tributos bajaran y bajaran, había un sector en constante aumento, grupo decididamente compuesto por los mestizos. El mestizaje –como se verá en la sección pertinente– era una realidad in- contrastable incluso en las “aisladas” reducciones 434 VIRREINATO Patrucco Portada de Dispvtationem de Indiarvm Iure (Madrid, 1629) de Juan de Solórzano y Pereyra.
  • 13. indias, donde los funcionarios españoles rodeados de ayudantes mestizos y esclavos se encargaban de cumplir con la drástica separación entre las dos re- públicas. Simultáneamente los perseguidos por la justicia y gentes sin oficio de diferentes razas se re- fugiaban en estas tierras indígenas, generando una constante mezcla de sangres. Los indios veían el mestizaje con buenos ojos, puesto que sustraía a sus hijos de la mita y del tributo, además de lograrse un ascenso en la escala racial. Es sabido que un mesti- zo tenía mayor facilidad que un indio para acultu- rarse y hacerse pasar por criollo. El mimetismo so- cial como arma de integración se desarrolló desde los estratos más bajos de la población, lo que a su vez promovió este tipo de relaciones interraciales. Como consecuencia el grupo mestizo creció tanto que las autoridades españolas decidieron que se les gravara con el tributo y la mita, como a cualquier indio. El virrey Melchor de Navarra y Rocaful, du- que de la Palata, ordenó que fueran incluidos jun- to con los indios forasteros en los censos regionales (Sánchez Albornoz 1977: 80 y ss.; Pease 1992 a: 214 y ss.). LOS INDÍGENAS Los indios nobles y los curacas Los indios nobles según la reinterpretación cató- lica de los postulados aristotélicos, debían ocupar un lugar destacado dentro de la República de In- dios, y de hecho los miembros de la elite incaica y algunos señores macroétnicos fueron distinguidos desde los primeros días de la conquista. Sin embar- go la insurrección de Vilcabamba los situó en duro trance y muchos aristócratas indígenas fueron juz- gados y vigilados. Por la fuerza inexorable de los hechos, los descendientes de algunos soberanos si- guieron habitando el Cuzco, luego de demostrar su pertenencia a las panacas reales, aunque su po- sición social y económica se fue deteriorando rápidamente. Un siglo más tarde era difícil ras- trearlos como sucesores de los incas y se en- contraban paupérrimos, aunque algunos se vincularon a las nuevas formas de dirección de la República de Indios, accediendo a los cargos curacales. Solamente oficiando de caciques podían detentar los recursos necesarios para mantener el decoro y la dignidad de un descendien- te incaico. Pero durante el siglo XVIII la prestancia y au- toestima del grupo noble indígena pareció revivir, y para ciertas familias que supieron manejar adecua- damente el discurso del “nacionalismo inca”, llevar la “sangre de los soberanos incas en las venas” se convirtió en un signo de distinción. Incluso linajes mestizos y criollos cuzqueños alimentaron estos simbolismos para recuperar la importancia debida. Los propios españoles no fueron ajenos a estos mecanismos del nacionalismo inca durante las gue- rras de la independencia, cuando intentaron plegar a los grupos indígenas al partido realista. Hacia 1820 se restablecieron las preminencias de los in- dios nobles y curacas en ceremonias públicas co- mo la procesión del Corpus Christi, abolidas cua- tro décadas antes tras el levantamiento de Tupac Amaru II. En los tiempos coloniales la figura del indio no- ble se fue asociando cada vez más a la función del curaca. Los documentos tardíos no hacían ya mayor diferencia entre ambos niveles, como lo señala la si- guiente comunicación oficial: “como descendientes de los indios principales se llaman caciques, (ellos) y a sus descendientes se les deben todas las preemi- nencias y honores, así en lo eclesiástico como en lo secular, que se acostumbran conferir a los nobles hijosdalgos de Castilla, y pueden participar de cua- lesquiera comunidades que por estatuto pidan no- bleza, pues es constante que estos en su gentilismo eran nobles y a quienes sus inferiores reconocían vasallaje y tributaban…”. Como es lógico suponer regulaciones reales de este tipo favorecieron la apa- rición de muchas probanzas y litigios de descenden- cia regia, muchos de los cuales se basaban en infor- mes falsos y erróneas categorizaciones surgidas en medio del caos de la conquista. Estas probanzas y 435 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Detalle de la procesión del Corpus Christi en el Cuzco donde puede apreciarse el desfile de señores indígenas. Este lienzo del siglo XVIII, de autor anónimo, se conserva en el Museo del Arzobispado del Cuzco.
  • 14. solicitudes pedían los más diversos títulos, merce- des, rentas, encomiendas, privilegios y honores que pueda imaginarse, y solamente muy pocas fueron satisfechas. Algunos personajes como Paullu Inca por ejemplo, alcanzaron sus objetivos por la trans- parencia de su antiguo linaje, y otros como Marti- nillo de Poechos, quien más tarde se convirtió en don Martín Pizarro, lograron el reconocimiento de sus demandas por su lealtad y aculturación. Pero aun a los más prestigiosos indios nobles les fueron vedados algunos privilegios y ocupaciones, como las profesiones más distinguidas y casi sin excep- ción las encomiendas y demás dignidades semejan- tes. Martinillo de Poechos –al decir de Lockhart– es un interesante ejemplo de la ambigua situación de los indios distinguidos, ya que ostentaba las máxi- mas prerrogativas a las que un español aspiraba, como compartir bienes y relaciones con los podero- sos Pizarro, pero cuando la ocasión lo amerita- ba, podía ser considerado como un indio más, y en consecuencia ser tratado como tal. Desde la época de Toledo, los visitadores infor- maron de la explotación que los curacas ejercían sobre los indios de sus parcialidades, haciéndolos trabajar sin pago. El desconocimiento que tenían estos informantes de la tradición andina les impe- día descubrir si tras estos trabajos no remunerados se reproducían asimétricamente vínculos de reci- procidad y redistribución. Apoyados en los “justos títulos de la conquista”, hubo el intento de evitar las tiranías de los gobernantes andinos, pero a pe- sar de estas limitaciones los curacas siguieron te- niendo mucho poder e inclusive muchos jefes étni- cos se adhirieron a los planteamientos lascasianos, nombrando representantes para ofrecer a la Corona exorbitantes cantidades de dinero a cambio de la abolición de la perpetuidad de las encomiendas. Desde las primeras épocas aparecieron curacas en- riquecidos que se amoldaron a los nuevos tiempos y supieron extraer ventaja de su papel de interme- diarios entre los indios y las autoridades hispanas. Fue por ejemplo frecuente que los curacas se apo- deraran de bienes incaicos –que teóricamente de- bían pasar directamente a la Corona– y los funcio- narios toledanos los censaron como propietarios de miles de camélidos o de extensas tierras. Otros obtuvieron suculentos beneficios mediante tempra- nas alianzas con los españoles, como por ejemplo los curacas de Jauja, que lucharon judicialmente durante muchos años para ver cumplirse las pro- mesas de los primeros conquistadores. Aun cuando los ayllus del siglo XVII se fueron empobreciendo notablemente, centenares de cura- cas ingresaron con éxito a la economía colonial a través de la lenta apropiación de las tierras co- munales, las que fueron pasando a formar par- te de su peculio personal. La usada fórmula: “tierras pertenecientes a mis antepasados desde muy antiguo” sirvió para denominar las tierras apropiables del ayllu o de la familia extendida, y empezó a connotar exactamente lo que las leyes castellanas entendían como tal. Inicialmente fue una medida de protección para evitar que las parcelas comunales fueran pasto de la voracidad de los españoles, que aprovechaban las reasigna- ciones de tierras vacantes. Después se convirtió en un verdadero subterfugio para expandir las tierras administradas por los curacas de una ma- nera muy occidental. La recaudación de los tri- butos también constituyó otra fuente de riqueza e influencia para los jefes étnicos, quienes libra- ron de tal carga a sus parientes más cercanos y se la redoblaron a los demás indios del común, sucediendo lo mismo con la mita. Otra forma de lucro caciquil residió en la venta de mano de obra indígena a los empresarios españoles que carecían del derecho a mitayos. Pero las posibilidades de enriquecimiento y abuso de los curacas tenían como límite el nivel 436 VIRREINATO Patrucco Unión de la descendencia imperial incaica con las casas de los Loyola y los Borja. En el extremo inferior derecho se aprecia a los contrayentes don Juan de Borja y doña Lorenza Ñusta de Loyola.
  • 15. de redistribución que debía mantenerse al interior de la comunidad y al que no podían sustraerse. Pa- ra seguir siendo aceptado como cacique, éste tenía que prestar ayuda y solidaridad a los indios de sus reducciones, lo cual significaba un alto costo en me- tálico, so pena de enfrentarse con la comunidad, perdiendo en este último caso la disponibilidad de fuerza de trabajo y una serie de otros privilegios en los que basaba su prosperidad. Así, los curacas de importancia intermedia y menor pudieron mante- ner los vínculos de reciprocidad, pero no sucedió lo mismo con los grandes señores macroétnicos que se vieron absolutamente imposibilitados de ejercitar una redistribución en gran escala, por lo que a la larga desaparecieron como tales. Dentro del ayllu comenzaron a diferenciarse grupos pobres y ricos, convirtiéndose los segundos en acreedores de los primeros. Y pronto las relacio- nes se volvieron tensas, siendo frecuente que los in- dios prestamistas pidieran penas de cárcel para los indios deudores, o amenazaran con “venderlos” co- mo yanaconas a un español hasta que pagaran la deuda redimida por el nuevo patrón. Los movi- mientos nativistas de principios del siglo XVII fue- ron insurgencias de índole mesiánica que permitie- ron que los indios no sólo se vengaran de los espa- ñoles rurales y de los sacerdotes, sino de los curacas indígenas que no habían sabido mantener el equili- brio adecuado entre su prosperidad de raigambre occidental y sus lealtades étnicas. Una legión de cu- racas rápidamente aculturados iniciaría, tímida- mente primero y agresivamente después, su inser- ción en el intrincado mundo financiero colonial, utilizando la reciprocidad y la redistribución como ventajas comparativas para ingresar en el mundo de los negocios. Un caso digno de citarse es el de Diego Caqui, cacique de Tacna enriquecido a partir de sus sem- bríos de vid, maíz, trigo, quinua y ají –producto es- te último con el que pagaba a sus operarios–, y de una vasta producción de vinos que eran transporta- dos en sus propios navíos a Panamá o en caravanas de arrieros hasta Potosí. Otro ejemplo es el de Die- go Chambilla, curaca de Pomata, con grandes pro- piedades inmuebles en Potosí, negocios en su cura- cazgo y una complicada red de apoderados con los cuales manejaba sus empresas y prebendas, que in- cluían la capitanía provincial de la mita. Finalmen- te, para no hacer muy largo este listado, podríamos mencionar al afortunado curaca Gabriel Fernández Guarachi, quien al morir dejó la astronómica suma de 40 mil pesos de deudas, 20 mil pesos destinados para la construcción de una iglesia, 9 mil cabezas de ganado y una larguísima documentación sobre el manejo de sus propiedades de tierras y los fondos comunales. La Corona consideró como una necesidad la oc- cidentalización de los hijos de los curacas, especial- mente de aquellos que heredarían la tiana o silla cu- racal. Con tal fin se fundaron los centros de ense- ñanza de indios nobles, como el de San Francisco de Borja en el Cuzco o el colegio Del Príncipe en Li- ma, siguiendo el mandato de las leyes de Indias: “deberán ser llevados (allí) los hijos de los caciques de pequeña edad y encargados a personas religiosas y diligentes que les enseñen y doctrinen en cristian- dad, buenas costumbres, pulicia y lengua castellana y se les asigne renta competente a su crianza y edu- cación”. Allí aprendían bajo la atenta vigilancia de los preceptores jesuitas a leer, escribir y a realizar las operaciones aritméticas básicas. Estudiaban asi- mismo doctrina cristiana, fundamentos de ética y derecho natural, pintura y música, pero se trataba de que la aculturación no fuese tan radical, para que luego pudieran acostumbrarse a vivir nuevamente en sus comunidades de origen. Un maestro jesuita afirmaba de sus alumnos: “acuden a este colegio los hijos de muchos pueblos y provincias y se crían y enseñan en la verdadera fe del Evangelio y ellos van a sus pueblos fundados en esta verdad y entrando después a gobernarlos tiene en cada uno la iglesia un esforzado soldado contra el demonio y destruc- ción de la idolatría, enseñando estos niños a sus mismos padres y parientes convenciéndoles con ra- zones y verdades que van fundados, como os han reducido y confirmado muchas veces…”. Esta privilegiada situación de los curacas se vio seriamente comprometida tras la rebelión de Tupac Amaru, pues sus genealogías fueron desconocidas, sus preeminencias abolidas y los símbolos de su posición prohibidos. Los alcances obtenidos tras el “resurgimiento incaico” se derrumbaron de la no- che a la mañana. No en vano añoraría el noble Jus- to Sahuaraura: “ya no hay trajes de incas, ñustas, bustos, escofietas que suelen usar los nobles incas, vestidos de uniforme o de golilla; ya no llevan las insignias de los incas ni el plumaje” (Pease 1992a: 294; Busto 1981: 43-46; Stern 1982: 252-266; 270 y ss.; Pease 1992b: 149-165; Lockhart 1982: 266 y ss.; Ossio 1992: 163-165). Los indios enriquecidos En la imprevisible sociedad colonial no todos los indios adinerados tenían que ser necesariamente 437 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO
  • 16. curacas o nobles. A veces los parientes de los curacas, los indios huidos, los mitayos que se habían apropiado de metales preciosos en las mi- nas, o los nativos que por al- gún motivo azaroso se habían aculturado aceleradamente (sin haber pasado necesa- riamente por los colegios de caciques), podían de- sempeñarse adecuada- mente al interior de la República de Españoles y extraer enormes bene- ficios de ello. Incluso dentro del ayllu habían logrado acumular un ca- pital, librándose de pagos y de los onerosos servicios de la mita, el tributo, el ser- vicio personal y otras con- tribuciones forzosas. Debido a su mejor posición económi- ca, podían conseguir que los in- dios empobrecidos los reemplaza- ran en las tareas más duras estipula- das por la legislación indiana. En ocasio- nes las parcelas individuales se volvieron obje- to de comercio y los propietarios endeudados debie- ron cederlas a sus acreedores, por lo general indíge- nas que vivían del acaparamiento de tierras. A veces estos nativos enriquecidos obligaron a algunos mi- tayos a traspasar sus escasas propiedades como pa- go de préstamos, y no fue raro que los naturales en- deudados laboraran grandes temporadas para el prestamista, también indio. Conforme avanzaba el siglo XVII, los indios con éxito intentaban alejarse de las maneras andinas de concebir la propiedad, la reciprocidad y los vínculos tradicionales. Los grandes productores artesanales, los comerciantes de mediana y gran escala, los pro- ductores cocaleros o de otros productos de gran de- manda, imitaban a los españoles y buscaban rique- za líquida, bienes contantes y sonantes. Si conserva- ban algunos de los antiguos sistemas de reciproci- dad andina era en favor de sus “modernas” empre- sas, y sólo para mantener su pertenencia al grupo. De hecho, muchos de estos empresarios indios afrontaron juicios tan graves como los que se ini- ciaron contra los españoles. Los indios ricos se jactaban de hablar buen cas- tellano, vestían a la manera de Castilla, se paseaban en cabalgaduras de ricas monturas, con pistoletes y espadas al cinto e in- clusive algunos inicia- ban ricas colecciones de armas antiguas. Sus ca- sas por lo general pre- sentaban muebles de costosa factura o al me- nos denotaban usos y costumbres muy occi- dentales, cambiaban su dieta, aprendían a leer y es- cribir o al menos a firmar. La cúspide de este proceso era entablar amistad con los espa- ñoles adinerados y moverse en di- cho círculo social, por lo que nació un extraño grupo de “exitosos peninsu- lares de piel india”. En algunos casos se pro- ducían entronques matrimoniales entre familias de la elite española y estos aculturados, siempre y cuando descendieran de linajes incaicos. Los espa- ñoles provincianos, sobre todo los de rango inter- medio, no eran tan exigentes y podían llegar a igno- rar las prosapias indígenas de menor valía, si las uniones representaban beneficios por los abundan- tes bienes y tierras de los futuros consuegros. Aun- que parte de esta aculturación se debió a los cole- gios de caciques, muchos indígenas que ni siquiera habían pasado por sus aulas resultaron más hispáni- cos que los propios discípulos de los jesuitas. Otra forma interesante de aculturación fue la re- ligiosa. Muchos naturales vieron en el cristianismo uno de los caminos directos a la hispanización y se volvieron muy creyentes y devotos pero, aun cuan- do practicaran un cristianismo ortodoxo, entendían al dios de los españoles como uno más de su exten- so panteón. Sin embargo al dios occidental le ren- dían especial reverencia y sobre todo hacían mucha gala de ella. La asimilación de estos indígenas ricos al sector empresarial español, promovió una alianza de intereses para la mejor expoliación de los secto- res deprimidos (Stern 1982: 243 y ss.; 270-278). 438 VIRREINATO Patrucco Retrato del sacerdote Justo Sahuaraura, autor de Recuerdos de la monarquía peruana (París, 1850), autocalificado como descendiente de los incas.
  • 17. Los indios forasteros y yanaconas Los indios del común, especialmente los más empobrecidos, observaban con tristeza y desespe- ranza lo poco que el destino les deparaba. Cuando llegaban a la edad adulta, etapa en que tenían que pensar en casarse, formar una familia y empezar a cumplir con las imposiciones estatales como la mi- ta, el tributo y los repartos mercantiles, resolvían en muchos casos desarraigarse, huir de la comunidad con rumbo desconocido, lejos del hogar y la fami- lia, sin el abrigo de la reciprocidad y los lazos de protección del ayllu. Tres cuartas partes de los in- dios forasteros habían escapado aún solteros, pues la situación se tornaba mucho más angustiante cuando se tenía mujer e hijos. Las posibilidades de encontrar mejores horizontes eran muy variables y así mientras algunos se alquilaban como yanaconas en las zonas cocaleras tropicales, otros se abrían ca- mino en las inhóspitas y desconocidas ciudades. Pe- ro también existía la alternativa de integrarse a una nueva comunidad indígena, donde como forastero se evadían determinadas imposiciones, aunque es- taban obligados a repartir sus excedentes con sus “anfitriones”, o a hacer contratos de servicio o ya- naconaje con algún hacendado u obrajero cercano. Temporal o definitivamente, terminaban ganándose la vida como empleados a sueldo, mingas mineros, aprendices de artesanos o jornaleros. Los yanaconas que trabajaban en las haciendas y otros lugares fue- ron una minoría durante el siglo XVI, pero en la si- guiente centuria resultaron cada vez más numero- sos. Al respecto, el duque de la Palata decía: “de muchos años a esta parte se ha reconocido la gran- de despoblación a que han llegado todos los pue- blos de estas dilatadas provincias del Perú y los gra- ves inconvenientes que se van continuando de no aplicarse el remedio a tan universal ruina, pues no puede conservarse el reino con sólo las principales ciudades si todo el resto de sus miembros se enfla- quece y despuebla como se va sucediendo… lo que se da por… la facilidad con la que los naturales se mudan a sus domicilios retirándose a las ciudades y escondiéndose a donde nunca les alcance la noticia de sus caciques y gobernadores…”. La disminución de los indios de las reducciones, tras las fugas de sus moradores y el incremento de la población mestiza, llevó al virrey antes citado a incluir a los hijos de blancos e indias y a los forasteros en los censos de poblaciones, asegurando así su condición de mita- yos y tributarios. La medida no llegó a dar el resul- tado esperado porque se iba abriendo un amplio mercado de trabajo para estos indios “caídos del cielo”, y los empresarios españoles, tanto los bene- ficiados por las ineficientes mitas como los privados de ellas, competían por disponer de mayor cantidad de mano de obra. De esta manera empezaron a dar- se una serie de “contratos de trabajo”. La fuerza de trabajo se intercambiaba por dinero o productos pa- ra la subsistencia y el patrón debía asegurar el bie- nestar del contratado. En algunos casos se llegaba a señalar la obligación de enseñar un oficio al traba- jador. Lógicamente había rubros y sectores que re- sultaban más rentables que otros. Los artesanos po- dían contar con una ganancia promedio de 40 a 60 pesos al año, mientras los arrieros tenían la posi- bilidad de obtener entre 80 y 130 pesos, con la atribución adicional de poder transportar mercan- cías propias. Sin embargo en el campo los ingresos resultaban sumamente magros. Si bien la relación de yanaconaje no era de nin- gún modo placentera, pues las exigencias eran muy duras por parte del patrón, se requería en cierta me- dida del consentimiento del indio para renovar ca- da cierto tiempo la “contratación”. El intento de en- deudarlos para alargar más los plazos de servicio te- nía sus problemas para el empleador, pues los yana- conas se informaban de las mejores condiciones de trabajo y dejaban de ir donde el contratante más abusivo. Un remedio final frente a los malos patro- nes podía ser la huida, dejando impagas las deudas que los ataban. Dice Stern: “para el siglo XVII mu- chos producto- res habían lle- gado a depen- der de la volun- tad de los in- dios de trabajar para los coloni- zadores”. No en vano un tes- tigo de la época señalaba que “ p r o m e t e n montes de oro para atraer a los indios a con- vertirse en ya- naconas”. Tam- bién en los cen- 439 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata.
  • 18. tros mineros los indios mingas que eran pagados comenzaron a suplir la aguda escasez de trabajado- res que fomentaba la deficiente mita del siglo XVII. El propio Guaman Poma atestiguaba: “y así como ven estos indios ausentes (establecidos en las ciuda- des) se salen otros idos de sus pue- blos y no hay quien pague el tribu- to ni hay quien sirva en las dichas minas… …y están lleno de indios la rancherías de la dicha ciudad (de Lima) y no hay remedio y hacen ofensa al servicio de Dios nuestro Señor y de su Magestad y no multi- plican los dichos indios en este rei- no” (Stern 1982: 232-236; 243- 250). Los indios urbanos La arquitectura de la sociedad andina se desplomó y sus integran- tes debieron buscar remedio a su situación personal en todos los resquicios que la nueva sociedad les proponía. Desde las primeras épocas los indios de- bían bajar a las ciudades para entregar los tributos del repartimiento y luego permanecían unas sema- nas en la urbe trabajando para los encomenderos o éstos los alquilaban a otros españoles que necesita- ran de esa fuerza de trabajo adicional. Más adelante el curaca directamente realizaría ese contrato con el interesado. Además del personal de servicio que ha- bitaba temporalmente en casa del amo, los españo- les tenían tres tipos de indios a su disposición: sus sirvientes permanentes, los migrantes individuales en busca de trabajo o yanaconaje, y los tributarios organizados, alojados en extensas barracas adecua- das para tal fin. En zonas como el Cuzco se exten- día una zona intermedia entre la casa del encomen- dero y la barraca de los tributarios. Estos últimos se alojaban en casas de propiedad ancestral que se ubi- caban en los barrios de la ciudad reservados para indios. Muchos de los indios empezaron a gustar de la forma de vida de las ciudades y, tentados por los atractivos de los centros de trabajo y de comercio, empezaron a huir hacia ellas. Aun ciudades tan in- hóspitas como Potosí recibían indios forasteros que se integraban a los sistemas comerciales allí existen- tes, para escapar del controlismo de las reduccio- nes. Las calles de la metrópoli minera, que llegaría a albergar más de 160 mil habitantes –cifra especta- cular para la época–, se veían llenas de indios con ropas nuevas y dineros en los bolsillos. Los estable- cidos en la urbe del Cerro Rico habían encontrado 440 VIRREINATO Patrucco En el estremo derecho de este lienzo se puede apreciar a una mujer mestiza del Perú colonial, donante de la obra pictórica que hoy se conserva en la iglesia de San Pedro, en Lima. Una vista de la ciudad de Potosí en un grabado del siglo XVII de la obra de Olfert Dapper.
  • 19. formas de vida apetecibles para cualquier indio de comunidad, ya que las posibilidades de ascenso y movilidad social eran mucho mayores. Los indios afincados en las ciudades sufrían una repentina am- nesia que les impedía reconocer su antigua condi- ción. Como lo refería Guaman Poma “de indio mi- tayo se hacía cacique principal y se llamaban don y sus mugeres doña”. Los naturales daban un espec- táculo bastante particular a las nuevas ciudades es- pañolas como “la dicha ciudad de los Reyes de Li- ma… atestada de indios ausentes y cimarrones he- chos yanaconas oficiales siendo mitayos indios ba- jos y tributarios se ponían cuello y se vestían como español y se ponía espada y otros cetros, alquilaba por no pagar tributo ni servir en las minas, ves aquí el mundo al revés…”. Todo ello, según el cronista, servía de mal ejemplo a los demás indios que deja- ban sus tierras y se dirigían a las urbes a imitar di- cho estilo de vida. Las mujeres andinas que se destinaban al servi- cio del hogar, muchas veces se convertían en queri- das o amantes de los españoles, hasta que llegara la esperada mujer del patrón desde la lejana Metrópo- li, o mientras el panorama de un provechoso matri- monio no se le presentara al amo. En las primeras épocas también existieron formas de poligamia en- tre los conquistadores que se rodearon de numero- sas mujeres que podían satisfacer sus más mínimos deseos. La sirvienta indígena hablaba bien el caste- llano, aunque seguía vistiendo según los usos ver- naculares. Cuando el patrón resolvía dejarla por al- gún motivo, arreglaba muchas veces un matrimonio con un mulato o un indio de su servicio o le dejaba alguna pequeña propiedad, una casita, un lote o le regalaba un esclavo o una pequeña renta, para no dejarla desamparada. La amante indígena abando- nada era un espectáculo desgarrador que pocos es- pañoles querían propiciar y el mismo Guaman Po- ma criticaba la ligereza frente a la sexualidad de muchas de estas indias radicadas en las ciudades. En su Nueva corónica y buen gobierno escribió: “muy muchas indias putas cargadas de mesticillos y de mulatos todos con faldellines y botines y escofetas, son casadas, andan con españoles y negros y así otros no quieren casarse con indio ni quiere salir de la dicha ciudad por no dejar la putería… y no hay remedio” (Ossio 1992: 147; Lockhart 1982: 262- 280). Los indios del común Un documento de 1697 afirmaba de los indios comunes: “descendientes de los indios menos prin- cipales que son los tributarios y que en su gentili- dad reconocieron vasallaje… y descendientes de ellos y en quienes concurre la puridad de sangre co- mo descendiente de la gentilidad, sin mezcla de in- fección u otra secta reprobada, a éstos también se les debe contribuir con todas las prerrogativas, dig- nidades y honras que gozan en España los limpios de sangre que llaman el estado general…”. Decía un dominico: “agora están los indios po- bres y particularmente subjetos a los curacas que en ningún otro tiempo, y son ellos más vejados y vio- lentados y esto se ve claro, pues la mitad del año gastan en servir a sus curacas, y la causa es no ha- ber justicia y los pobres no atreverse a pedilla por temor de no salir con ello y no tener favor, y como no hay justicia sobre los curacas ni quien les vaya a la mano, hacen lo que quieren, porque los corregi- dores, como ellos no pueden robar y ser aprovecha- dos con el favor y ayuda de los curacas, hanse he- cho con ellos y así roba el corregidor por una parte y el curaca por otra, y así son los indios más vejados que nunca; e para el remedio desto don Francisco de Toledo dio tasas y salarios y quedáronse con lo uno y con lo otro”. Al cabo de pocos años los datos de las visitas y los censos primigenios ya no correspondían a la rea- lidad, pues los antiguos ayllus y reducciones empe- zaban a quedarse despoblados por el desastre de- mográfico, pero también por el cambio cualitativo de la población. Muchos de sus habitantes ya no eran indios sino mestizos y en consecuencia no se les contabilizaba en los padrones. Obviamente tam- poco se consignaba a los huidos. Frente a la presión ejercida por los curacas, encomenderos y funciona- rios, los indios tenían la posibilidad de pedir a la Corona una ”revisita”, que podía comprobar la exis- tencia de casas abandonadas y confirmar la muerte y la fuga de tributarios. Cabía entonces que se apro- bara una reducción de los tributos que esa comuni- dad debía entregar. Inicialmente se trató de un me- canismo de las comunidades para enfrentarse a los encomenderos, pero después se desarrolló un inte- resante sistema de connivencias entre funcionarios y grupos étnicos. Muchas veces las “revisitas” pro- vocaban la desconfianza de las autoridades jerárqui- cas mayores y se repetían al poco tiempo con fun- cionarios diferentes o presuntamente más probos, obteniéndose cifras diametralmente distintas. Por ello durante esta época abundaron las acusaciones contra muchos corregidores que escondían mitayos para dedicarlos a otras actividades. Estas ilegales ac- ciones contaban con la complicidad de los grupos 441 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO
  • 20. regionales, interesados en usufructuar la fuerza de trabajo de esos indios, antes que en mandarlos a le- janos lugares de donde seguramente no regresarían. Aprovechando al máximo los poderes casi autárqui- cos que ejercían en las localidades, los corregidores así como algunos curas de indios, intentaban ha- cerse de una pequeña fortuna durante su mandato. Y con tal fin cultivaban con esmero sus relaciones con las elites locales, las que a su vez estaban inte- resadas en aliarse con las autoridades de turno para emprender aventuras comerciales, manufactureras, mineras y agrícolas. La colaboración del corregidor que oficiaba co- mo intermediario entre la comunidad y los empre- sarios españoles era entonces fundamental. El co- rregidor duplicaba los tributos que cobraba a los in- dios, jugaba con los turnos de las mitas y repartía objetos a los indios, algunos útiles como mulas y ar- tefactos de labranza, otros innecesarios y no desea- dos como peinetas y medias de seda, pero que ser- vían para endeudarlos. El corregidor también aten- taba contra la Corona escondiendo parte de la tribu- tación o cobrando otras veces el tributo en ovinos y camélidos que en vez de ser rematados en el lugar, eran llevados a Potosí por sus ayudantes, obtenien- do así pingües ganancias que no iban ciertamente a engrosar las arcas reales. Con todas estas cartas que ocultar, el corregidor debía actuar astutamente para medrar de todos los grupos de interés que se vincu- laban con él. Pero la codicia podía crearle al repre- sentante estatal un ejército de enemigos e intermi- nables procesos judiciales. Los investigadores han señalado que los corregidores enfrentados con gru- pos españoles tenían una mayor dificultad para re- coger el tributo entre los indios, que aquellos que se acogían a relaciones más armónicas. Los indios de las comunidades empezaron a sopesar las fuerzas a las que se enfrentaban y aprendieron a defenderse de las excesivas demandas de los funcionarios y grupos españoles. Desde tempranas épocas la elite incaica aprendió a luchar judicialmente para probar sus ascendencias y preeminencias, y con la experiencia obtenida en estas lides defendieron los derechos de las etnias que representaban. Al cabo de algunos años el nú- mero de litigios de los habitantes andinos era de tal magnitud que sus causas inundaban los juzgados y audiencias. Muchos juicios estaban perdidos de an- temano, pero los lentos procesos agotaron a los de- mandados. En otros casos, ante las perspectivas de un largo juicio, los usurpadores del derecho de la comunidad preferían simplemente llegar a una tran- sacción. Otras veces la táctica utilizada por las co- munidades era aliarse con los enemigos de su ene- migo, tal vez un hacendado poderoso pero sin ma- no de obra enfrentado con el corregidor, o un mine- ro dispuesto a enemistarse con el usurpador de las tierras indígenas. Las brechas dejadas por los gru- pos españoles eran lo suficientemente amplias co- mo para ser detectadas por los habitantes andinos y de hecho fueron utilizadas a su favor. Este fenóme- no se agudizaría durante el siglo XVII, en la medida en que se acentuó el proceso de aculturación de los indígenas y la consiguiente resistencia por un lado, y del mayor interés de solucionar pragmáticamente la carencia de fuerza de trabajo. Pero ello no debe llevarnos a olvidar el drama colectivo que significó la conquista. En medio del desastre debemos resal- tar la figura de los pobladores andinos que supieron dar respuestas y entrar activa y valientemente en el juego que habían impuesto los conquistadores, ima- gen muy lejana por cierto de los estereotipos del in- dio indolente y apocado que “gemía silente bajo su yugo”(Pease 1992a: 214 y ss.; Pease 1992b: 151; Stern 1982: 154-206). 442 VIRREINATO Patrucco Corregidor español y escribano en una ilustración de la Nueva corónica de Felipe Guaman Poma de Ayala.
  • 21. Resistencia y aculturación indígena La resistencia andina empezaría desde los prime- ros momentos de la llegada de los españoles. Mu- chas veces la aculturación de algunos grupos fue una forma de resistencia, al tiempo que la resisten- cia de otros adquiría las características de una mar- cada aculturación. Los primeros momentos del en- frentamiento con el invasor se resumen en la tenaz oposición realizada por Manco Inca y sus sucesores desde Vilcabamba. Sin embargo los modernos in- vestigadores encuentran datos que confirman que desde los días primigenios de la conquista se siguie- ron procesos sumarios contra los curacas que cons- piraban contra el régimen, en episodios semejantes al de los trece curacas condenados al garrote y la hoguera durante la prisión de Atahuallpa. Según Franklin Pease, el gobierno escenográfico de los in- cas entronizados por los españoles no parece haber sido muy provechoso porque no cumplía con los elementos rituales andinos que acompañaban a la designación de un nuevo inca, a saber, enfrenta- mientos rituales, cogobierno, correinado, confirma- ción solar y una serie de sutiles ceremonias. Conju- raba también contra su desempeño el grave proble- ma de las banderías y grupos de influencia, tanto a nivel de las intrigantes e irreconciliables panacas, como entre los curacas opositores e interesados en jalar agua para sus propios molinos. A la muerte de “Atabálipa” o Atahuallpa se abrió inmediatamente un nuevo cuadro de alianzas e indisposiciones dentro de la política andina. Con el tiempo muchos curacas encontraron aliados in- cluso en algunos sectores españoles, como los reli- giosos. Se sabe por ejemplo que los dominicos y al- gunos letrados que seguían la prédica lascasiana, organizaron una efectiva campaña contra los abu- sos del sistema imperante y los vicios de su funcio- namiento. No resulta pues extraño encontrar a los curacas reunidos en Mama, Huarochirí, otorgándo- les poderes a juristas como Santillán, o a los de Juli y Arequipa nombrando con similar cometido a fray Bartolomé de las Casas y a fray Domingo de Santo Tomás. En esta línea se desarrolló toda una veta de resis- tencia jurídica indígena que motivó la proliferación de causas judiciales. A ello se sumó la abundancia de memoriales y escritos dirigidos al rey desde sec- tores particulares, religiosos y administrativos, los que tuvieron diverso destino. Indios nobles hicie- ron gala de su vocación y capacidad legalista, desta- cando personajes como el cacique norteño Vicente Mora Chimo Capac, por su “Manifiesto y agravios, bexaciones, y molestias que padecen los reynos del Perú”, y el descendiente del inca Tupac Yupanqui, fray Calixto de San José Tupac Inca, autor de un do- cumento presentado en 1748, titulado “Representa- ción verdadera y Exclamación rendida y lamentable que toda la nación indiana hace a la magestad del Señor Rey de las Españas y Emperador de las Indias don Fernando VI, pidiendo las atienda y remedie sacándolos del afrentoso vituperio y oprobio en que están más de doscientos años”. Estos manifiestos pusieron de relieve la serie de injusticias que afec- taban a los integrantes de la República de Indios, si- guiendo el primero de ellos planteamientos típica- mente lascasianos, en tanto la “Representación…” resultaba mucho más amplia y versada, pues reco- mendaba no sólo el cumplimiento de la preeminen- cia debida a los nobles descendientes de los indios principales, sino otra serie de demandas como la posibilidad de viajar libremente a la Metrópoli, edu- carse, acceder a las órdenes y profesiones más pres- tigiosas, la exoneración de impuestos y alcabalas debido a que los indios ya estaban gravados por el tributo, la abolición de los servicios personales y mitas, y que se les considerara como mayores de edad, permitiéndoles hacer uso de todas las prerro- gativas de vivir como cualquier español. Con tan avanzadas propuestas viajó fray Calixto a España a presentar su petitorio al rey, pero de regreso fue vis- to como un peligro potencial aduciéndose una reu- nión con los curacas de la sierra de Lima para justi- ficar su deportación. Un documento que nunca llegó a manos del rey fue la Nueva corónica y buen gobierno, obra por cier- to bastante anterior a las dos previamente mencio- nadas, salida de la pluma de Felipe Guaman Poma de Ayala, un indio aculturado que murió en 1615. La historia de este valiosísimo manuscrito es apa- sionante por los avatares que sorteó hasta 1908, año en que finalmente fue encontrado en la biblioteca de Copenhague. En la actualidad la obra es objeto predilecto de estudio de los etnohistoriadores, no sólo por sus célebres dibujos y la visión tan genui- namente andino-española de su discurso, sino por- que proponía una lectura diferente de la conquista y delineaba alternativas novedosísimas para el futu- ro. Indignado por el caos generado por los españo- les en los Andes, señalaba que ningún derecho asis- tía a los peninsulares, ni aun el de la cristianización, pues los indios ya habían tenido el conocimiento del creador bajo el nombre de Viracocha. Además los españoles eran muy malos cristianos y consti- tuían el anti-ejemplo de lo que debía enseñarse, más 443 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO
  • 22. preocupados como estaban de adueñarse del oro y la plata del país. Guaman Poma consideraba que el rey de España como Monarca del Universo podía ordenar este caos, y a él le presenta su propuesta. Siguiendo las categorías andinas del Hanan y Urin, los españoles reunidos en un grupo y los indios en el otro se or- ganizarían en dos grupos separados y diferentes, pe- ro complementarios. La propuesta de nuestro autor consistía simplemente en “reducir” a los peninsula- res en las ciudades, lugar natural de la República de Españoles y dejar el espacio rural a los indios, don- de gobernarían los curacas, con mejor tino y razón que los conquistadores, no destruyendo a la pobla- ción andina e incrementando enormemente las ga- nancias reales. Si bien la mirada de Guaman Poma es contestataria frente al orden colonial, no propo- ne la ruptura del sistema en el cual el autor se en- cuentra inmerso (Pease 1992a: 304-316; Ossio 1992: 149-177). El mesianismo Otra forma de la resistencia ofrecida por los po- bladores andinos sería el mesianismo, concepción extendida entre los indios tras la muerte de Ata- huallpa y los sucesos posteriores. Los antropólogos señalan como causas de este fenómeno el profundo sentimiento de crisis sentido por los naturales de los Andes, la añoranza de un principio mediador y unificador y la necesidad de una imagen de orden. Esto se tradujo en el sueño del regreso del inca, de un Inkarrí, es decir un inca con muchos componen- tes occidentales, pero cuya función sería la de sub- vertir el orden, volver al pasado y poner lo inferior en lo alto y viceversa. De esta manera se pensaba re- dimir a los pobladores andinos de su intolerable si- tuación y crear un mundo de paz y orden donde los invasores europeos ocuparan la posición más baja e incómoda. Guaman Poma en su cuadro de edades comparativas de Occidente y los Andes, señala que la última de ellas, la que correspondería según los tratadistas medievales a la llegada del Espíritu San- to y el Juicio Final, coincidirá con el regreso del in- ca, del cual se hace portavoz. Luego de la derrota de la resistencia militar in- caica, los episodios cuzqueños de Manco Inca y la gesta vilcabambina, una de las primeras manifesta- ciones mesiánicas fue la del Taqui Onkoy, la cual denotó una temprana extinción de la religión ofi- cial solar de los incas, pues se acudió a las huacas locales. El Taqui Onkoy constituyó un movimiento me- siánico de singular importancia, porque al decir de muchos estudiosos, anuncia el fin de las alianzas es- tablecidas entre los señores étnicos y la población andina por un lado, y los conquistadores por el otro. Dicho movimiento obtuvo hacia 1564 miles de adeptos en las áreas cercanas a Huancavelica y Cuz- co, y sus seguidores pensaban que estaban a punto de entrar en una nueva edad de salud y abundancia, la época de las huacas vengadoras. Al movimiento se le conoció también como la “enfermedad del bai- le” pues sus seguidores eran poseídos por las hua- cas, algo raro hasta ese entonces, pues en tiempos anteriores las huacas se relacionaban con objetos inanimados. Los sacerdotes afirmaban: “no se me- tían (las huacas) ya en las piedras, ni en las nubes ni en las fuentes para hablar, sino que se incorpora- ban en los indios y los hacían hablar y que tuviesen las casas barridas y aderezadas para si alguna de las huacas quisiese posar en ella. Y así fue que hubo muchos indios que temblaban y se revolcaban por el suelo, y otros tiraban de pedradas como endemo- 444 VIRREINATO Patrucco Portada de la Nueva corónica de Guaman Poma de Ayala, siglo XVII.
  • 23. niados, haciendo virajes, y luego reposaban y llega- ban a él con temor y decían que qué había y sentía y respondía que la huaca fulana se le había entrado en el cuerpo”. La revuelta del Taqui Onkoy también conside- raba represalias contra algunos indígenas, tanto ha- tun runas como curacas que supuestamente habían colaborado con los dioses cristianos, independien- temente de su fidelidad hacia sus deidades ancestra- les. A los culpables se les exigía la reforma y la co- laboración con los taquiongos, que preconizaban la venida de grandes pestes para los españoles y sus secuaces, así como el derrumbe del dios invasor. Es curioso encontrar en todo este fenómeno de regre- so a las antiguas divinidades muchos elementos cristianos como las plagas bíblicas, la idea de pose- sión diabólica y la figura misma del líder llamado Juan Chocne, quien se hacía acompañar por dos mujeres llamadas Santa María y Santa María Magda- lena. Cristóbal de Albornoz se encargó de perseguir esta idolatría en un proceso que demoró más de tres años y culminó con el juicio de más de 8 mil indios, no todos los cuales se arrepintieron. Recientemente se han puesto en duda algunas líneas interpretativas de este movimiento y los es- pecialistas intentan reordenar la información obte- nida. En épocas ligeramente posteriores aparecie- ron otros movimientos tales como el Moro Onkoy, que se veía asociado a una epidemia de la cual sólo se salvarían los reconvertidos a la religiosidad andi- na, y el Yanahuara, otro movimiento surgido en aquella localidad arequipeña que estaba relaciona- do con los rebrotes de la viruela y el sarampión, enfermedades que según el predicador de la here- jía, sólo podrían curarse volviendo al culto de las antiguas huacas locales. Pero luego del Taqui Onkoy, del Moro Onkoy y del Yanahuara, durante todo el siglo XVII seguirían estallando una serie de convulsiones sociales simi- lares, que irían reforzando la idea del regreso inmi- nente del inca. Aunque la razón inmediata de los le- vantamientos locales estaba relacionada con los ex- cesos que en materia de repartos, mitas y tributos cometían las autoridades locales, el transfondo que los inspiraba era la mítica noción del regreso del inca y la consecuente reordenación del mundo. En el período comprendido entre el final del siglo XVII y casi toda la siguiente centuria, el mesianismo de- sembocaría en la revalorización de la figura de los incas y la formación de un “nacionalismo neoinca”, un movimiento que competía con el proyecto crio- llo en sus dos vertientes, tanto la costeña ilustrada, como la serrana más mestiza y andina. El sentimiento mesiánico se va presentando ca- da vez con más fuerza y en sublevaciones como las de Juan Santos Atahuallpa, en Tarma y la selva cen- tral –a mediados del siglo XVIII–, adquiere una composición pluriétnica, con un proyecto político de largo alcance. La revuelta termina apagándose tras muchos años de represalias en la región, pero la población piensa que el desaparecido líder no ha muerto y vive escondido en el mítico reino del Gran Paititi esperando el momento para regresar o que se ha elevado a los cielos. Profecías como aquella atri- buida a Santa Rosa de que el Perú en 1750 volvería a manos de sus legítimos dueños, contribuían a exa- cerbar este sentimiento. Los curacas aprovechaban esta situación llevando algunas prendas incaicas en su vestir diario, probando su genealogía en largos 445 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Detalle que muestra a Diego Sayri Tupac y Felipe Tupac Amaru. Esta imagen procede del lienzo que ilustra la unión de la descendencia imperial incaica con la casa de los Loyola y los Borja. El lienzo está datado en el Cuzco, en 1718, y su autor es anónimo.
  • 24. procesos, pintando retratos de sus antepasados y presentándose en los grandes eventos –como la pro- cesión del Corpus Christi del Cuzco– totalmente ataviados como incas. Los indios del común queda- ban muy impresionados por tal comportamiento y las autoridades españolas se mostraban recelosas de la importancia que iba tomando este nacionalismo inca. Para la época de Tupac Amaru II y y los Tupac Catari, el sentimiento había llegado a su máxima expresión y la situación parecía propicia para iniciar la toma del poder. Pero hubo también otros grupos criollos intere- sados en capitalizar la influencia nacionalista. Un caso interesante es el de los Esquivel en el Cuzco, quienes planteaban la desobediencia a los españoles y el acatamiento de la autoridad de los grupos de poder criollos y mestizos fuertemente andinizados. Revueltas como la de Huarochirí en 1750 contarían con la participación de una elite de mestizos y crio- llos, al igual que la ocurrida en el Cuzco en 1780, en la que ocuparían lugares protagónicos el criollo Lorenzo Farfán de los Godos y el indio Bernardo Pumayauli Tambohuacso. Este movimiento cohe- sionó gran cantidad de poblaciones, razas, grupos urbanos y rurales, y estuvo vinculado con el proyec- to criollo limeño, pues no casualmente Tambohuac- so fue defendido por José Baquíjano y Carrillo du- rante el proceso que se le abrió. Algunos estudiosos han planteado la hipótesis de que este movimiento neoinca impuso a los criollos la necesidad de con- ducir un levantamiento independiente, para no ser desplazados del gobierno del país por un posible triunfo de las masas indígenas (Pease 1992a:312- 329; Ossio 1992: 177 y ss.; Stern 1982: 93 y ss.). 446 VIRREINATO Patrucco II LA REPÚBLICA DE ESPAÑOLES LOS PENINSULARES La inmigración La política de migración al nuevo continente fue claramente establecida desde el primer momento y la entidad encargada de administrarla fue la Casa de Contratación de Sevilla, que debía llevar la contabi- lidad y registro de los viajeros a Indias. Pero ni pa- saron al nuevo continente todos los inscritos en el libro de permisos, ni se inscribieron en dicha lista todos los que arribaron a América. La cifra de inmi- grantes subió de 1 587 viajeros por año para la pri- mera mitad del siglo XVI, a 3 930 viajeros anuales para la segunda mitad y 3 865 para los primeros 50 años del XVII. Céspedes del Castillo estima que la migración no debió superar los 200 000 individuos durante el siglo XVI. De este universo habría que señalar que un tercio eran andaluces, 28% extreme- ños y de Castilla la Nueva, y un 39% de León y Cas- tilla la Vieja. El porcentaje restante correspondería a españoles del norte, judíos y extranjeros como lusi- tanos, genoveses, alemanes, griegos y flamencos que fueron rápidamente asimilados. La primacía de los andaluces y extremeños sellaría la personalidad de las sociedades coloniales, estableciéndose fortísi- mos vínculos entre Sevilla y Lima no sólo en el cam- po comercial, sino también en el área de las costum- bres, la forma de hablar, el trazo citadino, y un con- junto de pequeñas y casi imperceptibles actitudes. Durante el siglo XVI, tras la leyenda de las rique- zas incalculables que poseía nuestro territorio con “ríos de leche y árboles de morcilla, y mucho, mu- cho oro”, el Perú fue el polo de mayor atracción pa- ra los viajeros peninsulares pues el 36% de los in- migrantes a Indias se afincaba en estas tierras. Du- rante la primera mitad del mil quinientos, una am- plia mayoría eran andaluces (38%), luego gente de Castilla (26,7%), de Extremadura (14,7%), de León (7,6%), y finalmente de Asturias y Galicia (0,85%). A partir de 1550 fue aumentando la proporción de gente de Extremadura y Castilla la Vieja, en detri- mento de los andaluces. Sin embargo la anterior preponderancia sevillana podría ponerse en entredi- cho, en la medida en que los considerados como ta- les no siempre lo eran, puesto que Sevilla se había convertido en una urbe cosmopolita con habitantes
  • 25. venidos de todas las regiones de España, y en mu- chos casos sólo eran residentes temporales que es- peraban hacerse a la mar. El interés por migrar ha- cia el Perú disminuiría enormemente con el cambio de siglo, volviéndose un punto de mayor interés el virreinato de Nueva España. El difícil paso a Indias disuadía a muchos pasa- jeros, pues eran notables las penurias que se sufrían durante el trayecto, desde los mareos, catarros y di- senterías, hasta pestes de a bordo, escorbuto y ma- les generados por la defectuosa alimentación que conforme se alargaba la travesía se descomponía, se llenaba de alimañas y se reducía a una nauseabunda “miga mezclada con gorgojos y mojada en orines de rata”. A esto se sumaban los peligros del viaje mis- mo como las tempestades, los naufragios y, en caso de ganar la costa, la eventualidad de encontrarse con indios antropófagos. No en vano los viajeros que llegaban a buen puerto peregrinaban a los tem- plos o vestían los hábitos según lo prometido en los momentos de angustia de la travesía. Pero aun así, muchos seguían llegando a Sevilla en busca de los medios para cruzar el océano, atraí- dos por las enormes posibilidades que presentaban estas tierras, llamados por hermanos, tíos o primos para echar a andar lucrativas empresas, o simple- mente animados por los exagerados relatos de los veteranos que regresaban a casa. Desde los inicios del descubrimiento de América se había trazado una política de migraciones, que establecía quiénes podían realizar la travesía y quiénes estaban absolu- tamente prohibidos de hacerlo. Esta política podía endurecerse o ablandarse según se tuviera necesi- dad o no de colonizadores en una región determina- da. La Casa de Contratación que otorgaba los per- misos evitaba en principio el paso de protestantes, judíos, moros, por ser poblaciones que podrían in- fluir de manera sumamente negativa sobre los in- dios americanos, absolutamente neófitos en asuntos de religión cristiana. Tampoco los cristianos nue- vos, es decir los árabes y judíos recién convertidos podrían pasar al Nuevo Mundo, y los españoles só- lo luego de superar la prueba de limpieza de sangre, según la cual sólo se consideraba como cristiano viejo a aquel que en cuatro generaciones no tuviera sangre “impura”, o en su defecto que estuviera ale- jado en más de doscientos años de su antepasado no cristiano más próximo. En teoría los judíos conver- sos de 1492 sólo podrían pasar a América a partir de 1692, algo que como veremos se incumplió de muy diversos modos. También eran considerados peligrosos para la débil fe de los americanos todos aquellos persegui- dos y sentenciados por el Santo Oficio, aun cuando se hubiesen arrepentido y conseguido el perdón y la reinclusión en el seno de la Iglesia. Los gitanos tam- bién fueron impedidos de pasar al nuevo territorio en la medida en que sus errantes costumbres eran inconvenientes según los criterios eclesiásticos, pe- ro no siempre se cumplieron las disposiciones ofi- ciales. Se sabe que en Lima hubo un grupo grande de ellos a quienes durante mucho tiempo la Au- diencia intentó deportar sin mayor éxito. Cuando en el siglo XVIII se pretendió enviar grandes pobla- ciones de gitanos peninsulares a América, los miembros del Consejo de Indias protestaron enérgi- camente porque no era política de la Corona depor- tar minorías ni presidiarios a sus posesiones ultra- marinas. Tampoco se quiso enviar revoltosos, vaga- bundos y gente sin oficio bajo el convencimiento de 447 El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte VIRREINATO Capilla de Santa Ana en la catedral de Lima, donde yacen los restos de Nicolás de Ribera el Viejo, conquistador, fundador y primer alcalde de Lima en 1535, y los de su esposa, doña Elvira Dávalos Solier.