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El acto es la acción y un "algo más"
Gerard Mendel
Distiguir entre acción y acto me obliga, en la continuidad de una reacción en cadena, a
afrontar inevitablemente problemas de fondo sobre nuestra cultura y sus orígenes, como así
también de nuestra sociedad y sus especificidades. Además, en el curso mismo de esa
reflexión surgía que uno no puede simplemente oponer acción y acto ya que en el acto la
acción está siempre presente. El acto prolonga - pero de una manera bien diferente: en su
confrontación con la realidad - la reflexión que lo ha precedido, en el curso de lo que yo
llamo el pre-acto, Efectivamente, no hay acto sin un proyecto anticipador, voluntario y
conciente, que uno intenta llevar adelante, y ese proyecto (que forma parte de la acción) se
construye antes de penetrar en el acto. No hay acto sin tal proyecto de acción, el cual se
continúa durante el tiempo del acto. Pero el acto agrega también un "algo más" muy
particular que todo practicante conoce porque debe enfrentarse a él cotidianamente. Ese
"algo más". El hecho de hablar así de manera vaga, marca que se trata de un territorio casi
"en blanco" en cuanto a la reflexión - nada más aleatorio, en mi opinión, que el encuentro
interactivo entre el sujeto y la realidad. Esta dimensión es completamente distinta a la
reflexión preliminar representada por la acción "en la mente", anterior a que el sujeto se
consagre al acto.
De esa interactividad entre el sujeto y la realidad los filósofos casi no hablan, aún en los
casos frecuentes en los que percibieron la especificidad del acto no llegan jamás a
diferenciar ese concepto del de la acción. Y es que, en efecto, el razonamiento filosófico
por sí solo no permite penetrar profundamente en la dimensión de ese "algo más" que
representa la especificidad del acto. Recordamos el enojo de Platón contra los practicantes -
médicos, cazadores, pescadores, dirigentes políticos, hombres de la guerra- porque ganan
batallas, tratan de curar a sus enfermos, pescan peces, capturan las presas, sin servirse del
pensamiento filosófico, y sin que la filosofía les enseñe gran cosa sobre las técnicas y sobre
la práctica de su oficio. Existe entonces allí un dominio que se resiste a la ambición del
filósofo de descifrar la verdad del mundo, y de acceder al conocimiento a través de la sola
virtud del logos. Ese dominio no es otro que la realidad natural y social con la que todo acto
debe necesariamente confrontarse; es allí donde reside su especificidad en relación a una
acción que continuaría siendo simple acción "en la mente", es decir, que no se prolongaría
en el acto.
Existen dos formas de introducirse en el tema de un libro. La cronológica, la única de hecho
verídica, que consistiría aquí en relatar mi recorrido durante los cinco años que dediqué a la
escritura de El acto es una aventura, los impasses, las desviaciones, los avances y
retrocesos, los bloqueos, toda una navegación cotidiana hacia un objetivo en la que el actor
se pregunta a veces, y no sin razón, si ese objetivo podrá ser alcanzado alguna vez. El
sociólogo René Lourau tuvo razón al atraer la atención sobre el interés del "diario de
abordo" que el autor lleva algunas veces durante la elaboración de un libro. Pero, además,
parece imposible relatar après-coup los temas de un libro si no es dentro de la falsedad de
una lógica de exposición que poco tiene que ver con el recorrido de la investigación.
Adoptaré entonces esa segunda lógica siendo por lo tanto necesario volver a nuestro punto
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de partida que consistiría en decir: el acto es la acción y "algo más", y definir primeramente
qué abarca el término acción. Esa palabra encierra, vamos a verlo enseguida, nada menos
que el universo inmenso y complejo de las nociones y conceptos que utiliza la reflexión
intelectual anterior y posterior al acto. O, para usar el vocabulario del que me sirvo, la
acción concierne la reflexión intelectual que se produce en los dos tiempos, el del pre-acto
y el del post-acto.
El vocabulario referido al pre-acto es de una gran riqueza ya que comprende al deseo, la
tendencia, la motivación, la inspiración, la intención, la pretensión, el sentido, la
deliberación, el proyecto, la preparación, el plan de acción, la programación, la iniciativa, la
decisión y, finalmente, la voluntad, concepto filosófico mayor directamente relacionado
con la conciencia y la elección, libre o no, de nuestras decisiones.
El vocabulario del post-acto por su parte se refiere al relato, a la interpretación, a la
construcción histórica del acontecimiento tal como ha sido desarrollada por Paul Ricoeur,
como así también a la evaluación del acto, al "retorno de la experiencia"... Nos damos
cuenta entonces que el vocabulario para designar a ese "algo más" que representa la
especificidad del acto conserva una sorprendente pobreza.
El acto: un excluido de la reflexión intelectual
Desde los orígenes de nuestra cultura ese "algo más" ha sido excluido de la reflexión
intelectual, devaluado, desvalorizado y escamoteado todo lo posible. Verdadera paradoja ya
que ese "algo más", el acto, afecta a nuestra vida cotidiana, nuestra sobrevida material,
nuestra relación directa con el mundo, nuestra existencia social concreta. Si empezamos,
por ejemplo, a investigar los trabajos sobre la inteligencia práctica, nos sorprende su escaso
número, aunque en los últimos años, y en función de las dificultades producidas por la
introducción de las nuevas tecnología, hayan tenido un incremento notable. La inteligencia
práctica parece haber sido hasta el presente considerada como indigna de una verdadera
reflexión intelectual. La relación activa con el mundo ha sido escamoteada por nuestra
cultura desde hace veinticinco siglos, ¡extraordinaria comprobación! En la medida en que el
acto representa nuestro único punto interactivo con la realidad del mundo natural y social,
es a la realidad misma que se apuntaba y que se ha querido excluir en exclusivo beneficio
del razonamiento filosófico, del pensamiento abstracto, de la inteligencia conceptual, en
síntesis de lo que se produce "en la mente" a nivel ideativo, aisladamente, para pensar el
mundo gracias al buen uso del discurso.
Esta oposición entre el pensamiento y el mundo real es una particularidad de nuestra
cultura. La cultura china, por ejemplo, no opone el hombre pensante a la realidad del
mundo, sino que tiende a reubicar al ser humano dentro del orden natural. Es así como,
detrás de lo que aparecía como un pequeño problema semántico - la confusión entre acción
y acto- y la colonización del concepto de acto por el de acción, de la que el vocabulario da
testimonio, se distinguen poco a poco estratos de reflexión cada vez más profundos hasta
alcanzar los basamentos mismos de nuestra cultura occidental. Llega entonces un momento
en que no se puede dejar de interrogarse acerca del motivo de ese escamoteo del acto, sobre
la causa de su expulsión de la reflexión. ¿Desde cuándo, porqué, cómo? Rápidamente se
vuelve evidente que esa exclusión comienza con el nacimiento mismo de la filosofía griega.
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En aquella época se elaboró una metafísica del ser cuya forma más pura está representada
por la filosofía de Parménides para la cual la realidad, tal como la percibimos, es un
engaño, una mentira de nuestros sentidos. Detrás de esa realidad que se nos aparece como
fluctuante, como diversa, se disimula el ser, uno, inmóvil, continuo, permanente, el ser al
que sólo el filósofo tendría acceso. En la base de nuestra cultura está inscripto que la
verdadera realidad está en otro lado, no donde la percibimos, y que es diferente a lo que nos
hacen creer las apariencias sensibles. De esta forma el acto, en y por el cual se expresa
nuestra relación a esa realidad aparente, pierde la mayor parte de su valor, ya que queda
capturado en esta negación de la realidad perceptible y aparente. Si la realidad sensible es
un engaño, si la verdadera realidad es aquella a la que se accede a través de la reflexión
filosófica, el acto y su práctica, con el saber-hacer del practicante, se mantienen a media
distancia, para utilizar los mismos términos usados por Platón, entre la astucia deshonesta y
la pura y simple charlatanería.
Con Patón comienza el empleo sistemático de un lenguaje especializado para tratar al ser y
para definir las condiciones válidas del razonamiento filosófico. Al lenguaje de la opinión,
de la doxa, se opone ahora el logos con su lengua particular, su razonamiento, su lógica
formulada por Aristóteles, lo lógica formal. Con el logos el discurso filosófico se adjudica
una capacidad de reflexión sobre la totalidad, o al menos la de poder mantener un discurso
sobre ella exclusivamente gracias al razonamiento. La creencia sobre esa capacidad recorre
al conjunto de la historia de la filosofía y representa el punto común de doctrinas tan
diferentes como la de Platón, Spinoza, Kant, Hegel, Gadamer, Ricoeur. Incluso cuando en
lo sucesivo el logos - esa racionalidad filosófica- fue progresivamente arrastrada por el
descrédito que afectó a la razón, y si, en Husserl o Heidegger ya no es a través del logos
que se puede decir o evocar la realidad del mundo o la verdad del cosmos, existe todavía en
los filósofos la creencia en la capacidad de avanzar hacia la verdad a través del examen de
las ideas, de las vivencias, o de la intuición, independientemente de la observación precisa
y sistemática del mundo externo. Cuando Spinoza escribe La ética, da forma a una visión
que es la de un orden cósmico, cuando Nietzsche o Shopenhauer exponen sus doctrinas
apuntan también a una verdad referida al cosmos en su totalidad. Y Heidegger. Y Ricoeur.
En esa ambición se manifiesta - ¿cómo dudarlo? - la creencia en la omnipotencia del
pensamiento.
La realidad que se manifiesta en el acto
Está claro que, para concederle al razonamiento el mayor valor, es necesario debilitar el
peso que ejerce sobre nosotros la realidad. El razonamiento filosófico sólo puede volar
libremente una vez que se ha eliminado imaginariamente la resistencia del mundo material,
y en un universo ya únicamente constituido por palabras, razonamientos y discursos. Para
los filósofos siempre existió una antinomia entre la metafísica del ser y, para hablar como
Platón, el mundo de las cosas sensibles. Y el acto, evidentemente, forma parte de las cosas
sensibles. Nos encontramos entonces frente a la paradoja (aparente) de que nuestra cultura,
la que más ha desvalorizado la realidad sensible y fenoménica, es la que mayor poder
efectivo adquirió sobre ella. La cultura china, cultura de la inmanencia, y para la cual no
existe "otro mundo" diferente del mundo material, jamás accedió a la dimensión de la
ciencia fundamental. Por más ingeniosas que hayan sido sus invenciones - la brújula, la
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pólvora, etc - quedan muy por debajo del poder desarrollado por las aplicaciones de las
ciencias occidentales. Es importante sondear esa paradoja. Efectivamente, una corriente
actual de la filosofía de las ciencias, que cuenta en sus filas con científicos prestigiosos,
declara explícita o implícitamente: "Vean! Es tomando la mayor distancia posible de la
realidad que se la puede teorizar. Alejémonos de los hechos a fin de poder pensar la
verdad".
Históricamente las cosas no sucedieron exactamente de esta manera. La filosofía griega
clásica pudo inventar, por ejemplo, el concepto de ser gracias a esa toma de distancia que
permitía la negación de la realidad inmediata. Aristóteles pudo luego observar la realidad
del mundo con la distancia mental que le permitía el manejo del concepto. Es así como
dentro de una reflexión abstracta sobre la observación de la realidad sensible, operará
exitosamente el pasaje entre el concepto filosófico y la teoría científica. A diferencia del
concepto, la teoría científica debe pasar necesariamente por un primer tiempo de
recolección de hechos positivos a partir de los cuales el investigador ensaya ciertas
hipótesis, y vuelve luego a la realidad de los hechos para realizar verificaciones,
experimentaciones, evaluaciones que son todas ellas actos. Evitemos malentendidos: no soy
positivista. Entre los hechos y la teoría se interponen planos en los que nuestra propia
subjetividad interviene en forma decisiva. Pero yo creo en la realidad del mundo. Es
necesario diferenciar los hechos (que existen por sí mismos e independientemente de
nuestra propia existencia), la percepción y la observación de esos hechos en las que
intervienen interpretaciones concientes o no concientes, y la teorización que es una
construcción de nuestro espíritu, aún cuando esa construcción no sea arbitraria. Me parece
en todo caso inexacto afirmar que sería guardando la mayor distancia con lo real que
podríamos descubrir las regularidades presentes en la naturaleza, la sociedad o los
individuos.
Tomemos al azar otro hecho de nuestra cultura. El pensamiento científico - de alguna
manera hijo de la filosofía dado que la teoría (científica) nace del concepto filosófico -
destruyó progresivamente la credibilidad en el logos. Nuestro mundo, en efecto, fue
transformado por la ciencia y sus aplicaciones y no por el razonamiento filosófico. Una
ciencia a piori como la que Hegel esperaba construir jamás vio la luz. Fue así como,
progresivamente, la plausibilidad del razonamiento filosófico en su pretensión de discurrir
sobre la verdad del mundo fue debilitada y devaluada por los progresos científicos. La hija-
teoría mató a la madre-concepto que le dio vida. Esa declinación de la creencia en la
confiabilidad del razonamiento filosófico se debe a las transformaciones del mundo
moderno a partir de la tecnología y de la ciencia. Se trata aquí de una comprobación, no de
un juicio de valor.
Nos encontramos entonces frente a una tercera comprobación. La primera se refería a la
dificultad de separar la dimensión de la acción de la del acto, y de delimitar un territorio
mental, el del acto, que corresponde a lo que fue necesario llamar, al comienzo de nuestro
encuentro, un "algo más". Segunda constatación: para investigar las razones de la confusión
lingüística entre acción y acto es necesario remontarse muy atrás, a las raíces mismas de
nuestra cultura. La tercera comprobación es más general: pensamos con conceptos que nos
vienen de la filosofía y que estructuran nuestra forma de razonar y de reflexionar. A partir
de ello no podemos pensar el acto sin utilizar las formas mismas del pensamiento que se
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estructuró a partir de la negación del acto. Estamos entonces frente a otra dificultad, y no la
menor. No podemos esperar pensar el acto sino a condición de introducirnos en el interior
mismo del procedimiento filosófico para seguir los caminos por los cuales, a través de una
historia de veinticinco siglos, la filosofía modificó tácticamente sus intentos de escamotear
la realidad a medida que, con el acto y sus diferentes formas, lo real se imponía con poder
creciente. En esa larga historia Freud mismo aparece como un filósofo del ser. El ser para él
es el pasado filogenético de la especie, presente en cada individuo, y que determina de
manera trascendente su existencia. El pasado de la especie, otra forma a priori no prevista
por Kant.
La parte vívida del sujeto nace con el acto
Siguiendo los recorridos de la historia de la filosofía el sujeto psicológico aparece como
una construcción histórica, ya sea que se trate del sujeto phático, afectivo, de San Agustín o
del sujeto cognitivo - el cogito de Descartes - esas formas se presentan históricamente como
las diversas encarnaciones, interiorizaciones, de lo que antes se pensaba como
representaciones del ser. El sujeto accede a una mirada interna sobre sí mismo que no existe
en ninguna otra cultura. El sujeto, tal como es teorizado por la psicología hoy, sigue
dependiendo de la vieja filosofía del ser, y no puede ser pensado de manera al mismo
tiempo crítica y constructiva si no se tiene en cuenta la exclusión original del acto, esa
maniobra que dio existencia al ser.
Si se quiere intentar dar al pensamiento del acto un carácter similar al de otras
tramitaciones del espíritu, filosóficas, científicas, artísticas, es necesario evidentemente
reconocer previamente cuáles son las características del acto. Ahora bien, dado que cada
acto es único, una teoría del acto se revela imposible. Ningún acto se repite de manera
exactamente igual. Todo acto, además, es aleatorio: el riesgo, desde esta perspectiva, no es
un accidente del acto sino una parte intrínseca de él. Lo que es posible descifrar entonces
(aunque sólo dentro de una práctica del acto) son algunas de sus propiedades.
Primera característica del acto: representa una interactividad entre un sujeto y la realidad.
Restituir al acto su justo lugar dentro de nuestra cultura implica aceptar que la relación
con la realidad no es jamás completamente dominable, nunca completamente
"domesticable", como pretendería hacernos creer nuestra cultura al describir un sujeto
todopoderoso y erigido en "dueño y señor de la naturaleza" (Descartes). El acto más
pequeño de nuestra vida cotidiana abre la puerta a lo desconocido. A partir del momento en
que emprendemos un acto una Esfinge aparece al pie de nuestro sillón, al acecho,
poseedora de una potencia inconmensurable, la Esfinge de lo real.
En la gran mayoría de los casos el acontecimiento se desarrollará tal como el proyecto de la
acción lo había previsto, pero sin embargo es imposible afirmar con anticipación cual será
el caso. En el simple acto de descender tres escalones para ir en busca del periódico existe
la posibilidad de encontrarse con un conocido y de desviarse de lo previsto, incluso de ser
atropellado por un auto... La realidad no se limita a lo que habíamos supuesto debería darse
entre nuestra casa y el puesto de diarios, la realidad está allí, casi infinita, la teja que cae
sobre nuestra cabeza, la mujer de nuestra vida que acaba de cruzar la calle. El más
insignificante de nuestros actos nos revela que la realidad posee un poder, una diversidad,
un cociente de existencia irreductible a la idea que tenemos de ella. El acento que en
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nuestra cultura se pone sobre la acción (en la mente), en detrimento del acto (en la vida
cotidiana) es sin duda la forma privilegiada en que, en esa cultura, se protege nuestro
narcisismo, haciéndonos creer que seríamos capaces de dominar la realidad y de resolver el
enigma del mundo infinito que nos circunda. Esa parece ser la razón última del escamoteo
de lo real en nuestra cultura. Evidentemente es un golpe, un muy mal golpe para el sujeto,
el percibir al mismo tiempo su pequeñez y el hecho de que es transformado en forma
permanente por las experiencias por las que atraviesa. Doy un ejemplo. En un reportaje que
hice para Actuel Marx, me hacía cargo de la tesis de Marx de que nuestros actos sociales
determinan aquello en lo que nos convertimos psicológicamente (por lo menos en lo que
respecta a un aspecto de nuestra personalidad). Esto, al parecer, fue mal tolerado por el
coordinador de ese número de la revista, un miembro de la universidad que aludió, aunque
con un signo de interrogación, a un cierto "hiperracionalismo" de mi parte. Se trata, en todo
caso, de ubicarse en una perspectiva determinista de la psicología humana, a la que
considero no puede escaparse cuando se ha ejercido el psicoanálisis durante cuarenta años.
El elemento nuevo a tomar en cuenta aquí es que al determinismo familiarista de la
infancia, que el psicoanálisis nos enseñó a conocer, es necesario agregarle el determinismo
ideológico y social, y esto no sólo en la teoría, en abstracto, sino en la práctica más
cotidiana. Un miembro de la universidad, como cualquiera, está, por lo menos en parte,
definido por su lugar social, por su situación efectiva en la sociedad, y no por la idea que
podría construirse en su mente acerca de cuál es su lugar en el mundo. Sus ideas están "bajo
la influencia", como sucede con usted., conmigo, con todos nosotros. En el plano de lo
psicosocial el lugar que él ocupa socialmente, y la manera en que lo ocupa, hacen al
hombre.
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Lo "vívido del sujeto"
Podríamos llamar "lo vívido del sujeto" a aquello que nos permite escapar (eventualmente)
a la repetición. Y esto se manifiesta en el acto. El acto, tal como lo concibo, no consiste
solamente en mantener el proyecto de acción tal como lo pensamos antes de
comprometernos en su realización. El acto es también la capacidad humana de invención,
de creación en el curso mismo de ese acto. El pintor que inicia un cuadro ignora en parte lo
que resultará de su proyecto, de otra manera ya no sería un creador sino un copista. Y esto
es así en todo acto en el que interviene la fuerza de creación: el trabajo de un electricista, de
un cirujano (ellos no pueden conocer por adelantado todas las dificultades que la realidad
les obligará eventualmente a enfrentar), lo mismo sucede con la escritura de un libro. Todo
acto que no sea una repetición rutinaria incluye una parte de invención
Aquí también es necesario ser claro. La fuerza de creación no puede ser considerada como
la expresión de la voluntad conciente y libre del sujeto. Se trata de una fuerza venida de lo
más profundo de uno mismo, de antes del inconsciente y de antes de la conciencia, una
fuerza que interviene en y sobre la realidad para modificarla. El objeto del mundo sobre el
cual el sujeto actúa en el acto se torna, en esa situación, el sucesor muy lejano del objeto
transicional de antaño, tal como fue descripto por Winnicott. Es al mismo tiempo yo y no-
yo, encontrado y creado al mismo tiempo.
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Interviene aquí la misma antigua necesidad de transformarse en el "creador del mundo”. La
fuerza de creación se introduce en el curso de la interactividad del acto por fuera de la
voluntad conciente del actor.
Leyendo, en estos días, los muy escrupulosos Carnets de Lévy-Bruhl, que acaban de volver
a publicarse luego de cincuenta años de purgatorio, me pareció evidente que el concepto de
"participación", central en la construcción teórica de ese filósofo-etnólogo, remitía
exactamente a los procesos transicionales de Winnicott. Lévy-Bruhl habla de unidad-
dualidad, de presencia-ausencia, y se tortura literalmente, dentro de esos esquemas
mentales incompletos, buscando un lugar conceptual para esta nueva dimensión psicológica
que posee una lógica diferente a la lógica formal.
Y, es verdad, esa fuerza de creación se manifiesta en primer lugar en la creación cultural,
jamás en estado puro, sino haciendo uso de las distintas socializaciones y dentro del
proceso de sublimación. Y también gracias al largo aprendizaje del material sobre el cual
va a actuar. En el acto científico la fuerza de creación alimenta a la hipótesis sin la cual no
hay investigación. Esa fuerza de creación interviene también en la permanente invención de
los procedimientos que permitirán validar y evaluar dicha hipótesis.
Pero no es sólo la relación afectiva la que escapa a esa fuerza de creación. Sin duda
produciré escándalo diciendo que en la relación amorosa ningún impulso creativo proviene
originalmente del sujeto. La repetición idéntica del pasado - o su opuesto - sigue siendo la
regla. Es el objeto amado, y sólo él, el que introduce el elemento nuevo en la relación. Ya
que, por mucho que ese objeto se parezca a las imágenes del pasado, no puede convertirse
en su réplica exacta, en su análogo perfecto, incluso cuando el (o la) partenaire intente, por
amor o fascinación, retribuirnos pareciéndose al retrato que le tendemos. Es una historia
que se desarrolla enteramente a espaldas de los actores, en una relación de inconsciente a
inconsciente.
Frente al formidable poder de repetición de los escenarios inconscientes, sólo la parte de no
repetición aportada por la persona amada, o bien la fuerza coercitiva de las circunstancias
externas, son susceptibles de liberar en el sujeto el juego de la creación. Los dramas del
amor surgen frecuentemente del poder de esa repetición inconsciente que se esfuerza por
verter lo afectivo en el molde impuesto por la infancia.
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Extraido de: Le vouloir de création. Auto-histoire d'une oeuvre. G.Mendel. Editions de l'aube, Paris,
1999.
Traducción: Lic.María José Acevedo