La batalla de las ardenas, la última bala de hitler
1. 17/10/21 15:26 La batalla de las Ardenas, la última bala de Hitler
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Cultura
ANIVERSARIO
La batalla de las Ardenas, la última bala de Hitler
Se cumplen 75 años de la escaramuza lanzada por Hitler para intentar detener a los aliados en el flanco del oeste. Fue el
último intento antes de la apoteósica derrota en el frente ruso
La batalla de las Ardenas, a 17 grados bajo cero
Por
06/01/2020 - 05:00 Actualizado: 07/01/2020 - 08:46
Jordi Corominas i Julián
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E
n diciembre de 1944 el optimismo reinaba en el Alto Comando Aliado. Sus tropas habían entrado en Alemania,
tomado Aquisgrán e incluso liberado de la tenaza nazi el puerto de Amberes tras vaciar de resistencia las
aguerridas bolsas alemanas en el estuario del Escalda, fundamental para mantener operativo el puerto de la ciudad
belga. Todo esto tras una ofensiva demasiado acelerada hasta provocar un exceso de optimismo tal como para llegar a
plantear en algún momento el punto y final de la guerra en Europa antes de la conclusión de ese año prodigioso,
simbolizado por la abertura del segundo frente en Normandía.
Tanta euforia carecía de sentido porque los nazis no darían su brazo a torcer y sucumbirían, como reza el tópico, con las
botas puestas. En agosto se liberó París. Los norteamericanos realizaron un desfile triunfal para, a continuación,
proseguir con su labor en el frente. Eisenhower, militar con ínfulas de estadista, parecía un rey en Versalles, pero los
problemas siempre estaban a la vuelta de la esquina, y eso mismo intuyó Hitler, desesperado, enloquecido y confiado en
una acción resolutiva para desbaratar los planes del enemigo, a quien juzgaba con desdén por la lentitud en su cadena
de decisiones, debida, según su criterio, al ingente número de mandamases implicados en la estrategia bélica.
Hitler, desesperado y enloquecido, buscaba una acción resolutiva para desbaratar los planes del enemigo
En ese instante dramático su olfato no iba desencaminado. Desde hacía meses la convivencia entre los
estadounidenses y el británico Montgomery era cada vez más complicada, en especial por la extraña personalidad del
vencedor en El Alamein: siempre arrogante, con una valoración hiperbólica de sí mismo y la posibilidad, como insinúa
Anthony Beevor en más de un ensayo, de ser un Asperger no diagnosticado; brillante en pequeñas escaramuzas y
desastroso cuando las hostilidades exigían una mayor responsabilidad, como en la operación Market Garden, cuando
fracasó con rotundidad en la toma del puente de Arnhem mediante una serie de embates aerotransportados a
combinarse con la ofensiva de blindados terrestres.
Hitler, desquiciado entre la ingesta de drogas, la nulidad de su sueño y un furibundo desapego de la realidad, alternaba
episodios de histeria con arrebatos coherentes. Entre ellos, su mente repasó la historia marcial germánica
contemporánea, cavilando un resquicio de esperanza en las Ardenas, triunfales para los intereses germánicos tanto en
1870 como en 1940, cuando fue esencial para la blitzkrieg contra el Benelux y Francia.
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Las ventajas de ese territorio a las puertas del inclemente invierno de 1944 estribaban en lo poco guarnecido de su
frente por las tropas aliadas, con la Cuarta División estadounidense con sólo la mitad de sus efectivos. Las Ardenas
debían ser el resorte para recuperar Amberes y dar un giro de ciento ochenta grados para, al menos, morir con gloria en
caso de debacle, aunque para otros gerifaltes nazis podía ser el mecanismo para pactar una paz por separado en
Occidente y así poner toda la carne en el asador contra la amenaza soviética, con su aliento a un suspiro de la frontera
oriental del Reich.
Victoria o Siberia
La perspectiva, decidida en septiembre, era reunir a más de quinientos mil soldados y reequipar a divisiones blindadas
para cruzar el río Mosa por el norte y desde ese punto tomar el camino hacia Amberes y Bruselas. Todas las
coordenadas se mantuvieron en estricto secreto. Se silenciaron los dispositivos radiofónicos y los comandantes
callaron sobre los pasos a seguir. Muchas tropas lanzaron la hipótesis de una reconquista de París, pero la idea era bien
distinta y se veía lastrada por dos factores, la precariedad de combustible para los tanques y la incertidumbre sobre las
condiciones meteorológicas. Si estas eran adversas los vientos soplarían a favor por la impotencia aliada en usar su
aviación, a la postre clave cuando los cielos se despejaron, justo antes de Navidad.
La ofensiva también era complicada por el lamentable estado del suelo, empapado por recientes lluvias
Así se planteó la batalla de las Ardenas desde Alemania
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La ofensiva también era complicada por el lamentable estado del suelo, empapado por recientes lluvias. Si en 1940 se
había cruzado la zona en tres días fue por perpetrarse el ataque durante la estación primaveral, con el sol exaltado y la
senda disponible para recorrer ochenta kilómetros diarios, como calculaba Hitler, para quien la existencia sin espacio
vital era impensable.
El infierno se desencadenó con los americanos sosegados al tener las Ardenas como un sector tranquilo. El arranque
con artillería a lo largo de un frente de 130 kilómetros se mezcló con la irrupción de tormentas de nieve, perfectas para
mantener los aparatos aéreos inactivos. Eso propició una semana de éxtasis entre las unidades alemanas, conscientes
del reto del operativo y temerosas de su destino en caso de sucumbir. Era victoria o Siberia, y por eso mismo no hubo
tregua para canalizar el caos aliado, sumido en la desorientación de lo inesperado en unas condiciones pésimas,
aliviadas por la lentitud del avance rival, y bien es sabido que en circunstancias de ese calado los movimientos precarios
permiten la llegada de refuerzos con celeridad.
Durante esas jornadas acaecieron algunos episodios muy remarcados a posteriori. El 17 de diciembre el ímpetu alemán
ocupó Saint Vith. Cuando la Leibstandarte SS Adolf Hitler dirigida por Joachim Peiper se encontró a treinta vehículos
estadounidenses no dudó en abrir fuego, rindiéndose los adversarios. Al cabo de pocos minutos fueron ejecutados a
sangre fría, conociéndose este suceso como la masacre de Malmedy, juzgada durante los procesos de Dachau en 1946.
Estos fusilamientos no fueron relevantes para la batalla, aunque quizá sí determinaron un endurecimiento aún mayor de
los cuerpos de SS, para quienes ser capturados implicaba una muerte segura a manos de sus oponentes, asimismo
hastiados por otras argucias teutonas capitaneadas por Otto Skorzeny, liberador de Mussolini en el Gran Sasso, con la
misión de ubicarse detrás de las líneas aliadas, cambiar los postes indicadores, dirigir el tráfico para despistar y tomar
los puentes sobre el Mosa. Sus hombres iban ataviados con uniformes de las tropas norteamericanas, hablaban inglés
con acento yanqui y se habían pertrechado de placas idénticas a las de sus contrincantes para maniobrar sin ser
perturbados.
La Bastogne de todas las batallas
Fue una batalla muy dura por el clima
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Estos infiltrados no contaban con ser delatados al no llevar los calzoncillos oficiales del contingente de las barras y
estrellas. Además de este detalle interior bastaban una serie de preguntas sobre actualidad deportiva y cultural made in
USA para desnudar su impostura. Aun así, el pavor durante esas jornadas fue in crescendo, y entre las causas estaba el
rumor de un grupo especial encargado de secuestrar a Eisenhower en París, hasta entonces el remanso de lujuria para
los vencedores en Normandía, siempre ávidos de sus permisos para frecuentar prostitutas y gastarse su sueldo entre
sábanas más bien gastadas.
La situación era delirante. Muchos hallaban a sus oponentes congelados y de pie, como maniquíes de camuflaje. Las
matanzas civiles se sucedieron, así como las violaciones. El mayor obstáculo era la comprensible obcecación nazi con
Bastogne, pequeña ciudad famosa por una carrera ciclista y definitoria para la suerte de la contienda al ser una
encrucijada de caminos de suma trascendencia. Los alemanes la asediaron, pero los cielos escamparon el 23 de
diciembre y esto, unido con la hiperventilación del siempre entusiasta George Patton, mutaron el paradigma, hasta
entonces precario y mucho más llevadero en Navidad, cuando el bravucón general se atrevió a pronunciar aquello de:
“Ha llegado un día despejado y frío, un tiempo estupendo para matar alemanes”.
Algunos alemanes fueron delatados al no llevar los calzoncillos oficiales del contingente de las barras y
estrellas y no pasar un test cultural made in USA
No erraba en absoluto su tiro. Las soflamas alemanas de una imprevista recuperación ni siquiera calaron en Berlín. Sus
ciudadanos, siempre proclives a un humor negrísimo, bromeaban sobre la conveniencia de regalar ataúdes en vez de
beber el champagne propugnado por Joseph Goebbels, quien no sufría los diecisiete grados bajo cero del frente, el paro
por la ausencia de combustible y el vigor de la recuperación aliada, sólo mitigada por una doble vuelta de tuerca de
Hitler, quien en su exasperación ordenó a Goering, siempre más sospechoso de derrotismo, una razzia aérea confirmada
el primero de enero de 1945 para destruir aviones aliados en sus bases. El éxito de sus balbuceos devino catástrofe por
el rápido reemplazo de las pérdidas y la desaparición del efecto sorpresa, y lo mismo podría argumentarse de la
Operación Nordwind en Alsacia y Lorena, creándose una bolsa en Colmar mientras millares de estrasburgueses huían
por el deseo de no volver a caer en las redes nazis.
El apagón
La salvación de Bastogne y la remisión de las dos intentonas alemanas significaron el adiós a cualquier posibilidad de
ganar la guerra. A finales de enero todo el frente occidental volvía a estar bajo control, mientras en el Este Stalin
activaba sus tropas en el saliente del Vístula para atacar antes del deshielo por la necesidad de tener el terreno
endurecido para sus carros de combate. La anticipación de esta ofensiva se arguyó para contentar a Franklin Delano
Roosevelt, quien le pidió en una misiva auxilio para sacarle las castañas del fuego.
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La victoria aliada también se cobró sus víctimas en la comandancia aliada. Omar Bradley podía haber sido el máximo
responsable del desmorone, y a la postre sus deméritos se rebajaron, incrementándose las loas a Montgomery de
manera injusta, como desmintió el mismo Churchill, indignado por esa propaganda favorable a su recién nombrado
Mariscal de Campo, demasiado vanagloriado de sí mismo sin atender a la unidad del mando, con los norteamericanos
hartos de toda su jactancia.
Las Ardenas fueron otra tumba para el Reich. El impulso era urgente y una ruleta rusa con seis balas en el cargador pese
al arrebato del debut, insuficiente por el contexto y la imposibilidad de maniobrar como antaño. A veces, al analizar los
eventos con la perspectiva del tiempo transcurrido, da la sensación que muchos historiadores se han acogido al pánico
aliado de ese diciembre para aumentar la raigambre del episodio, pues si se analiza con frialdad no asoma por ningún
lugar la posibilidad de un triunfo alemán, sólo fuegos de artificio más bien perniciosos al debilitar el flanco oriental y
acelerar con estrépito la caída de los dioses. El dictador lo sabía, y quizá por eso aún retumba su pronóstico sobre su
propio hundimiento con la consecuencia de llevarse el mundo entero por delante. Nunca un ombligo fue tan dañino para
el género humano.
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