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Joyce McDougall
ALEGATO POR UNA CIERTA
ANORMALIDAD
'PAIDOS
Buenos Aires • Barcelona • México
INDICE
Prefacio a la edición inglesa de 1990.................................... 7
Prefacio................................................................................... 15
1. La escena sexual y el espectador anónimo .................... 29
2. Escena primaria y argumento perverso......................... 55
Antecedentes de este estudio.......................................... 58
El final de la infancia ... ................................................... 65
Argumento perverso y escena del sueño ............................ 69
Tema y variaciones........................................................... 71
3. El dilema homosexual: estud[o de la homosexualidad
femenina ........................................................................... 91
Historia edípica y estructura edípica ............................. 97
La imagen del padre ........................................................ 99
La imagen de la madre .................................................... 110
La envidia del pene y el concepto de falo...................... 121
La mujer homosexual y el pene...................................... 126
La relación homosexual................................................... 131
Estructura edípica y defensas del yo.............................. 137
4. La masturbación y el ideal hermafrodita....................... 145
El pecho materno y la sexualidad................................... 147
El hombre y la masturbación .......................................... 154
Masturbación y psicoanálisis.......................................... 162
5. Creación y desviación sexual.......................................... 169
5
6. El anti-analizando en análisis......................................... 199
7. La contratransferencia y la comunicación primitiva.... 225
Sobrevivir es fácil. Lo duro es saber vivir. Annabelle
Borne ................................................................................. 240
La comunicación primitiva ............................................. 246
El papel de la contratransferencia .................................. 256
8. Narciso en busca de una reflexión.................................. 269
9. El psicosoma y el proceso psicoanalítico....................... 301
El individuo psicosomátíco............................................. 307
Psique y soma en la teoría psicoanalítica ...................... 310
Observaciones y especulaciones..................................... 335
Relaciones sexuales y objetales....................................... 338
Defensa somática y defensa neurótica ........................... 350
El cuerpo como objeto psíquico...................................... 356
10. El cuerpo y el lenguaje, y el lenguaje del cuerpo.......... 361
11. El dolor psíquico y el psicosoma .................................... 379
12. Tres cuerpos y tres cabezas ............................................. 405
13. Alegato por una cierta anormalidad.............................. 415
Referencias bibliográficas..................................................... 435
6
PREFACIO A LA EDICION INGLESA DE 1990
Me siento sumamente complacida de que este libro
se publique por primera vez en Gran Bretaña, gracias a
Jos incansables y denodados esfuerzos de Robert Young,
de la casa editora Free Association Books, quien luchan-
do contra viento y marea obtuvo los derechos de publica-
ción una década después de que la obra apareciera en
inglés en Estados Unidos.
La nQticia de esta nueva edici6n me llevó a releer
Alegato por cierta anormalidad por primera vez desde
que yo misma terminé su traducción del francés al
inglés. Rara vez un autor lee de nuevo una de sus
obras publicadas, quizá porque, según dicen que dijo
Picasso, "la única obra que cuenta es la que todavía no
se ha hecho"; pero esta reticencia puede deberse tam-
bién a una negativa a redescubrir y reconsiderar lo que
se escribió, por temor a encontrarlo deficiente, banal o
carente de las cualidades que uno quisiera adjudicar a
sus propias ideas. Esto es particularmente válido en el
campo de la investigación psicoanalítica, donde los con-
ceptos son permanentemente cuestionados y ampliados,
7
en un intento de abarcar con ellos fenómenos clínicos
que ya no parecen corroborar los conceptos clásicos.
Al releer, pues, Alegato por cíerta anormalidad, com-
probé con agrado que mi actitud hacia mi labor y hacia
mis pacientes apenas si ha cambiado a lo largo de los
años, pero también quedé sorprendida al reparar en las
hipótesis teóricas que siguieron germinando en mi
mente y me impulsaron a nuevas observaciones y elabo-
raciones. Mientras repasaba el liuro como lo haría un
crítico a quien se le hubiera encargado una reseña, pude
recoger una impresión general acerca de la motivación
subyacente que me llevó a abordar al mismo tiempo tan-
tas y tan controvertibles cuestiones teóricas complejas.
En el "Prefacio" de la primera edición ya mencioné los
sentimientos de incomodidad y malestar que me insta~
ron a redactar estas notas: la sensación de no compren-
der lo que estaba pasando (o lo que no estaba pasando)
en la situación analítica. A veces esto derivaba de la
intrincada relación transferencial-contratransferencia!
con cierto tipo de pacientes, que daba origen a estados
de malestar emocional y de cuestionamiento intelectual.
Con frecuencia esto promovía en mí el deseo de escribir
con la esperanza de lograr así una mejor comprensión de
la realidad psíquica de mis pacientes, con sus poderosos,
aunque paradójicos, dramas interiores, así como el de
tantear las barreras creadas por mi propio mundo
interno. No se me escapaba mi inquietud por el hecho de
estar aprisionada dentro de conceptos teóricos venera-
bles, que tal vez fueran el impedimento para tratar de
hallar solución a problemas clínicos complejos. Estos
conceptos abarcaban toda una gama, desde el perma-
nente examen de las pulsiones instintivas y sus desti-
nos, hasta el desafío a dicotomías tales como las de lo
edípico y lo preedípico, o las que oponían el conflicto
mental a la deficiencia psíquica, o las teorías de las rela-
8
ciones objetales a las perspectivas interpersonales. Tam-
poco creía en la validez de considerar a la perversión
simplemente como el negativo de la neurosis, ni en la
concepción según la cual neurosis y psicosis pertenecen
a dos mundos totalmente separados. Quería, con cau-
tela, abrir nuevos territorios, proponer otras hipótesis y
enfoques clínicos diferentes.
Lo que se enuncia con menos claridad, tanto en el
"Prefacio" de la primera edición como en el resto del
libro, es la actitud polémica que está en la base de estos
cuestionamientos, la marcha de protesta teórica contra
gran parte de lo que me habían enseñado a considerar
sacrosanto tanto en la teoría como en la práctica del psi-
coanálisis. ¿Quién se atrevería. a discrepar despreocupa~
damente con Freud? Pese a los veinte años transcurri-
dos desde mis primeros pasos vacilantes en el campo
profesional, yo seguía pensando que criticar a Freud
equivalía a un delito de lesa majestad. ¿Y cómo podía
pretender desafiar a los teóricos posteriores a él que
tanto habían contribuido a mi creciente comprensión de
las complejidades de la psique humana y a mis propias
observaciones clínicas? Sin embargo, había diversos
aspectos de las teorías de Klein, Lacan, Hartmann, Win-
nicott, Bion y Kohut que no me satisfacían. Desde mi
temprana adolescencia, las influencias familiares me
habían vuelto algo irreverente, y esto sin duda promovía
aún más mi reacción alérgica ante cualquier huella de
religiosidad presente en las diversas escuelas de pensa-
miento psicoanalítico.
Esta mirada retrospectiva me llevó a advertir, enton-
ces, que muchos de los temas tratados en el libro (así
como en los seminarios que sirvieron de base a varios
capítulos) tenían como propósito criticar la idealización
de la teoría y poner de relieve cuán peligroso era invali-
dar las ideas personales sobre el trabajo propio, adhi-
9
riendo con excesiva tozudez a ciertas consignas metapsi-
cológicas y clínicas. Me daba cuenta de que el terrorismo
teórico, si bien puede ser a veces tranquilizador para los
candidatos en formación, ejercía una influencia inhibi-
dora en los jóvenes analistas que sólo contaban para
orientarse con unos pocos años de experiencia, y les
impediría hallar en el futuro explicaciones creativas
para los fenómenos clínicos novedosos que, aunque no
invalidaran los conceptos vigentes, tampoco encontra-
ban respuesta en éstos.
Yo admitía mi deuda fundamental con la metapsico-
logía freudiana (sin la cual, aún hoy lo sostengo, es
imposible "pensar psicoanalíticamente"), pero objetaba,
con cierta timidez, su teoría de las aberraciones sexua-
les, su enfoque normativo de las relaciones amorosas
adultas, su concepción más bien endeble de la sublima-
ción y sus restrictivos puntos de vista acerca de la
sexualidad femenina. En una vena similar, no me ani-
maba del todo a criticar el enfoque solipsista de Klein
sobre las primeras relaciones objetales, y lo que yo lla-
maba, irreverentemente, su modelo "digestivo" de la
astructura psíquica. Al mismo tiempo, no me satisfacía
la visión "desencarnada" de Lacan sobre la humanidad,
puesta de manifiesto en su modelo lingüístico del
inconsciente. Apreciaba la insistencia de Lacan en el
papel estructurante del padre, tanto en la fantasía como
en lo que él define como estructura simbólica, pero me
molestaba su aparente desdén de la temprana díada
madre-hijo, así como su oclusión del nexo entre el cuerpo
y la mente y su descuido del afecto. Klein, por su lado,
parecía haber prestado poca atención al papel del padre
y su significación en el inconsciente de la madre, con
respecto a su efecto en la estructura psíquica temprana.
Si bien yo admiraba la forma en que Winnicott había
invertido la posición kleiniana tomando en cuenta las
10
primeras transacciones entre la madre y el bebé, y su
reconocimiento de que algunas madres no eran "sufi-
cientemente buenas" en lo que atañe a responder a las
necesidades del lactante, me desconcertaba su escaso
énfasis en el papel fundamental que tiene la relación
entre el padre y la madre para la organización psíquica
del niño pequeño. Las investigaciones de Bion me resul-
taron enormemente estimulantes, pero perturbadoras
por su intelectualidad, que por momentos oscurecía, a
mi juicio, la naturaleza de la relación analítica. El inte-
rés de Kohut por el "sí-mismo", según él lo concebía, y
por la importancia de la patología narcisista, me irrita-
ban en no menor medida, a raíz de su aparente senti-
mentalismo y de que echaba por la borda conceptos bási-
cos, como los de la teoría de la libido o el papel de la
sexualidad infantil, sin ofrecer a cambio, desde mi punto
de vista, sustitutos satisfactorios. Me fue muy esclarece-
dor el nuevo territorio abierto por Kernberg con su
exploración de la patología fronteriza y narcisista, y
valoré la necesidad por él expresada de poner orden en
el caos del funcionamiento psíquico, pero su exhaustiva
categorización de los estados clínicos me pareció limi-
tante; con él, como con muchos otros investigadores cre-
ativos, tuve la impresión de que a veces se perdía de
vista al analizando -un ser como nosotros, que lucha
por hallar soluciones a las dificultades que le plantea el
hecho de ser humano-. Pero a pesar de todo, jamás se
me habría ocurrido enfrentarme abiertamente a estos
pensadores, ya que tenía aguda conciencia de mis pro-
pias limitaciones. Lo que hice -ahora lo advierto- fue
tratar de que mis ideas y mis ejemplos clínicos se
enfrentaran con ellos por mí.
En verdad, mis sentimientos más intensos hacia los
pensadores analíticos mencionados en esta lista (que de
ningún modo es exhaustiva) se vinculan con el entu-
11
siasmo del descubrimiento, pues todos ellos me inspira-
ron ulteriores reflexiones. Mi insatisfacción por sus ine-
vitables limitaciones no anula en absoluto la deuda que
tengo para con ellos. Lo opuesto a la admiración, como
ocurre con el amor, no es la crítica o el rechazo, sino la
indiferencia. Yo estaba y sigo estando lejos de permane-
cer indiferente ante estos pensadores constructivos, y en
cambio les estoy sumamente agradecida por haberme
obligado a pensar, por más que, después de muchas bús-
quedas, he rechazado algunos de sus hallazgos a la par
que incorporaba otros a mi metapsicología privada.
Me llevó algunos años darme cuenta de que mis crí-
ticas principales se dirigían a los seguidores ciegos,
complacientes, de los fundadores de las escuelas psicoa-
nalíticas, los discípulos devotos que parecen olvidar que
una teoría, por definición, es sólo una serie de postula-
dos que no fueron probados jamás. (Si fuese de otro
modo, nuestras teorías sobre el funcionamiento psíquico
serían leyes, no teorías, y por ende sólo con enorme difi-
cultad podrían ser impugnadas.) Esta actitud reveren-
cial hacia la teoría y los teóricos psicoanalíticos, si bien
puede fomentar el esfuerzo por corroborar los conceptos
teóricos existentes, es una amenaza constante contra la
capacidad de observación clínica y el cuestionamiento
teórico creador si sus adherentes caen en la trampa de
convertirse a la fe de los líderes carismáticos y de sus
teorías.
Esta actitud mía polémica, que no fui capaz de asu-
mir plenamente en mis primeros intentos de objetar
conceptos venerables, inevitablemente me lleva a pre-
guntarme por las metas y finalidades que inconsciente-
mente afectan mis propias investigaciones clínicas y teó-
ricas. ¿En qué se funda, por ejemplo, mi tendencia a las
actitudes iconoclastas, presente desde mi niñez, y a otor-
gar en consecuencia un alto valor, en mí vida profesio-
12
--
--
nal, a un enfoque ecuménico del pensamiento psicoana-
lítico? Dejando de lado el origen de estas tendencias, el
hecho de que recibiera mi formación analítica en un
idioma que no era mi lengua natal, y que debí esfor-
zarme por dominar, tuvo un efecto considerable al incul-
carme que, como decía Pascal, las palabras sirven para
encubrir nuestros pensamientos en vez de servir para
comunicarlos. Hay teorías altisonantes que, cuando se
las examina con cuidado, se parecen en ocasiones a la
hazaña de partir un coco: tras la enérgica división, uno
descubre apenas una cantidad muy pequeña de líquido
ahí dentro, de un sabor casi imperceptible.
En diversas oportunidades se me acusó, por ejemplo,
de atreverme a utilizar conceptos teóricos kleinianos o
lacanianos siendo que yo no me identificaba en modo
alguno como analista kleiniana o lacaniana, ni en la teo-
ría ni en la práctica. Con igual sorpresa noté que otros
me criticaban por ser una clínica y teórica "ecléctica".
En rigor. me considero, como profesional, una freudiana
clásica, y si bien mis hipótesis pueden poner en tela de
juicio algunos de los conceptos más venerados por
Freud, entiendo que son una extensión de sus puntos de
vísta básicos, teóricos y clínicos. Pero me siento impul-
sada a agregar... jque la misma afirmación harían los
kleinianos, lacanianos, hartmannianos, winnicottíanos y
kohutianos, así corno los adherentes a casi todas las
demás escuelas de pensamiento psicoanalítico1 En la
medida en que todos nos zambullimos en el misterioso
funcionamiento de la psique humana y estamos de-
cididos a buscar la verdad en este campo escurridizo,
pertenecemos a la misma familia. El cambio psíquico se
produce en todas las variantes de tratamiento psicoana-
lítico, por más que lo practiquen profesionales con con-
ceptos teóricos y enfoques técnicos sumamente divergen-
tes entre sí. El hecho de que cada escuela proponga una
13
teoría distinta para explicar los cambios producidos en
el curso del tratamiento sugiere que las transformacio-
nes en la organización psíquica y las curas sintomáticas
resultantes ¡no se deben a nuestras teorías sobre dichos
fenómenos! Quizá la explicación del cambio psíquico se
nos escape por siempre.
A los lectores que ya están familiarizados con los
libros posteriores a Alegato por cierta anormalidad tal
vez les interese conocer los antecedentes, en materia de
experiencia y reflexión, que son el fundamento de mis
obras posteriores. Esto es particularmente notorio en mi
intento por demostrar, con referencia a las teorías de
raíz clásica sobre la perversión, que las desviaciones
sexuales no pueden entenderse mera mente como el
negativo de las construcciones neuróticas (inquisición
que prosiguió en Theatres of the Mind), así como en mi
actitud de sondeo frente a las teorías establecidas que
dan cuenta de los fenómenos psicosomáticos (retomada
en Theatres ofthe Body). En ciertos aspectos el presente
libro y Theatres of the Mind se complementan, por
cuanto este ljbro ilustra con más detalle una teoría clí-
nica general que me resultó útil para abordar a los ana-
lizandos cuya estructura psíquica presenta un desafío
particular en el encuentro psicoanalítico.
Agosto de 1989
14
PREFACIO
Para un psicoanalista, publicar un libro "de psicoa-
nálísis" significa también publicarse, revelar un frag-
mento de sí mismo.
Este libro expone el trayecto de una reflexión de
muchos años, resultado de una experiencia compartida
con mis pacientes. Pues un psicoanálisis no debe asimi-
larse a una situación en la que una persona "analiza" a
otra. Más bien es el análisis de una revelación entre dos
personas: el analista vivirá a su modo, con su propia
fuerza y su propia debilidad, lo que sus analizantes
experimentan, se identificará por turno con cada uno de
ellos y con los seres que han marcado sus vidas, y lo
hará a través de un conocimiento de sí mismo, siempre
parcial. A veces, la intimidad de esta experiencia es
mayori más intensa que la que el analista ha conocido
en la relación con sus parientes.. .
¿Qué me impulsó a escribir los diversos textos que
componen este libro? La necesidad de escribir no se me
impone en los momentos en los que siento mayor placer
por ser analista sino más bien en aquellos en los que
15
debo superar obstáculos para recuperar ese placer. La
relación íntima en la que se encuentran dos individuos
para comprender mejor la problemática de uno de ellos
desencadena una experiencia innovadora en la cual algo
puede ser puesto en palabras por primera vez en la his-
toria del sujeto, y por primera vez también ser pensado
y experimentado. Pero las complejidades de la relación
son tales que en cada análisis surgen "tiempos muertos"
en los que este proceso se detiene. Y a veces se traba
totalmente, colocando tanto al analista como al anali-
zante en una situación de incomodidad. Así, cada vez
que me encontraba en dificultades, que ya no compren-
dfa nada o no lograba comunicar lo que había compren-
dido o, lo que es más perturbador aún, cuando tenía la
impresión de haber comprendido, de haber compartido
mi comprensión y, a pesar de nuestros esfuerzos combi-
nados, el proceso analítico no se desencadenaba con los
caxnbios profundos que es capaz de inducir, entonces me
ponía a escribir. Al principio realicé este trabajo de reíle·
xión pensando en los jóvenes analistas que se estaban
formando. El primer tema de mis seminarios fue la re)a.
ción de transferencia y contratransferencia, tema que
permitía llevar siempre más lejos la pregunta por aque-
Jlo que pone al analista en dificultades en su práctica y
lo que corre el riesgo de escapar al proceso analítico;
cuestionamiento siempre retomado de las limitaciones
del analista, del analizante y, por último, del mismo
método psicoanalítico. El analista queda fácilmente
preso en su propia formación. Su saber específico, adqui-
rido por los afectos de la transferencia y fuertemente
marcado por ellos, corre el riesgo no sólo de propagar
cierto terrorismo teórico -lo cual obstaculiza la libertad
de pensar y de cuestionar- sino también de entorpecer
su práctica. Todo lo que al analista le ha faltado explo-
rar en su psicoanálisis personal se encuentra en el ori·
16
-
gen de su ceguera y su sordera frente a sus futuros
pacientes. De modo que si quiere acompañar a sus anali-
zantes tan lejos como sea posible, debe examinar conti-
:nuamente sus afectos contratransferenciales.
Este interés primero ha dejado sus huellas en casi
todos los capítulos de este libro. Pero el estudio de la
relación analítica no es lo único que abre el camino a la
exploración de lo que hace fracasar el trabajo del ana-
lista. Desde muy temprano, mi atención fue atraída por
un cambio sutil surgido en la naturaleza de la demanda
de análisis y por el hecho, constatado igualmente por un
gran número de mis colegas, de que el "buen neurótico
clásico" (si es que su existencia en estado puro es algo
más que un simple artificio de la teoría psicoanalítica)
empezaba a escasear. Hoy en día nos encontramos más
bien con pacientes que padecen problemas de carácter,
que se expresan la mayoría de las veces por medio de
conductas sintomáticas que he calificado como "actos-
síntoma". Los actos-síntoma, haciendo las veces de lo
reprimido, ocupan el lugar de la elaboración psíquica tal
como se la observa detrás de los síntomas neuróticos. Un
cambio semejante, debido en parte al interés creciente
por la experiencia analítica, tiene el efecto de llevar al
análisis a pacientes que en los primeros tiempos del psi-
coanálisis no hubieran sido considerados como "indica-
ciones". Pero también en nuestros días las curas analíti-
cas duran varios años, lo que da a los "neuróticos" el
tiempo suficiente para descubrir su dimensión "psicó-
tica", la que se esconde en los rasgos del carácter, en las
manifestaciones psicosomáticas, en la inhibición de las
aspiraciones creadoras. Paralelamente, he podido cons-
tatar que el "buen neurótico", con su "yo fuerte", resulta
con frecuencia totalmente inaccesible al proceso analí-
tico, mientras otros, de estructura laxa, narcisista, pro-
yectiva, los de "yo débil", convertían su análisis en una
17
aventura fructífera y fascinante para sí mismos y para
su analista. Estos pacíentes, a los que no puedo clasifi-
car pues su sintomatología es muy diversificada -lla-
mémosles los "casos dificiles"-, me han llevado a com-
prender, por el encarnizamiento mismo de su resistencia
al análisis, al cual sin embargo se aferran con violencia,
que su coraza caracterológica tenfa la función de prote-
ger sus vidas, y no sólo su sexualidad, como sucede con
la sintomatología neurótica. Es verdad que todo síntoma
es un intento de autocuración, pero, en esos analizantes
difíciles, los síntomas sirven como escudo contra la indi-
ferenciación, la pérdida de identidad, la implosión frag-
mentadora del otro. Para salvaguardar el derecho a
existir, solo o con otro, sin temor de perderse, de hun-
dirse en la depresión o disolverse en la angustia, se crea
un edificio psíqu1co construido por la magia infantil,
megalomaníaca e impotente: medios de niño para hacer
frente a una vida de adulto. Esta forma de vivir puede
aparecer a los ojos de los demás como una existencia
loca o incoherente, y e1 sujeto como inexplicablemente
actuando o ausente en exceso; pero quien habita este
edificio, por más que su estructura oprimente torne la
existencia casi insoportable, no renunciará a él alegre-
mente (salvo que haya decidido quitarse la vida). Pues
al menos, al abrigo de este edificio, le es posible sobrevi-
vir.
Este libro se abre allí donde comienza mi cuestiona-
miento de la creatividad psíquica, con una pregunta por
la perversión sexual. La solidez de la construcción cons-
tituida por la perversión ha opacado su significación
interna. Sin embargo, es un terreno muy familiar para
el psicoanálisis. ¿No consagró ya Freud en 1905, en los
Tres ensayos, un capítulo magistral a las "aberraciones
sexuales"? No hago más que redescubrir todo lo que de
18
allí se deriva: la angustia de castración; los aconteci-
mientos traumáticos de la infancia que, en el análisis,
apuntalan el sentido del fantasma amenazante; la pre-
genitalidad y la tolerancia de sus expresiones eróticas
que los neuróticos niegan; el retorno del ataque super-
yoico rechazado por el sujeto, volviendo del exterior con
fuerza persecutoria. Mis pacientes me ayudaban a
reconstruir sus vidas de niño, a escuchar en sus propias
palabras las claves que daban sentido a su invención
erótica, a su elección de objeto, a sus estrechos objeti-
vos. Pero sus sufrimientos continuaban, y su desviación
también. Por más que encontrase en la famosa fórmula
"la neurosis es el negativo de la perversión" que es enri-
quecedora -fórmula que la experiencia clínica siempre
confirma- me parecía insuficiente para comprender lo
que hay de inquebrantable y compulsivo en la organiza-
ción perversa. La hipótesis económica de la "energía
libidinal", hipótesis que tan bien ilumina el síntoma
neurótico con sus satisfacciones secretas, no explica del
mismo modo los caminos complejos de la desviación
sexual, que constituye la economía de una construcción
neurótica. Dicho de otra forma, esta desviación (= una
vía distinta) no es un simple desvío en el camino del
placer. Una dimensión evocadora de la desesperación,
una necesidad vital se entremezclan en la práctica per-
versa, adelantándose al deseo; o más bien, es un deseo
diferente el que se expresa y, muy frecuentemente,
puede prescindir tanto de la resolución orgástica como
de la relación amorosa. Allí la amenaza que pesa sobre
la sexualidad es más antigua: concierne al derecho a
una existencia separada y a un pensamiento indepen-
diente. Se trata de la angustia originaria, del peligro de
desaparecer en el otro y de desear esta desaparición,
esta muerte psíquica ante la cual el ser infantil y frágil
inventará lo que sea para escapar. Así nacen tanto las
19
creaciones de la sexualidad perversa como la perversi-
dad cruel que intenta·por medios eróticos controlar el
peligro que representa el otro. Algunos, presos en la
trampa de su deseo de vivir y su imposibilidad de
hacerlo sin violencia, encuentran en la no-sexualidad
un guión y una escena para la acción susceptibles de
contener esta violencia, también con una expresión eró-
tica que les permite una vida sexual, aunque muy
intrincada, y un contacto con sus semejantes, aunque
muy parcial. Así se evita a la vez el peligro de perder
todo derecho al deseo y el peligro de perderse en la rela-
ción con el otro. Por el contrario, en este encuentro,
queda recuperada la imagen de sí, con una identidad
propia y sin que nadie muera. Pues el encarnizamiento
por destruir al objeto amenazador apunta al mismo
tiempo a los objetos originarios más amados. Este
drama da la medida de la hazaña del niño que crea
estas invenciones, creaciones imaginarias que, en el
segundo tiempo del deseo, se convertirán en perversio-
nes sexuales.
Así, este libro comienza con la historia de M. B., o
más bíen con un trozo de su historia analítica que sólo
intenta ilustrar una hipótesis. Todo lo que era exclusivo
de B. no figura en estas páginas; sólo lo que tenía en
común con otros que, como él, sufrieron una misma
angustia y semejante desesperación. Este dolor insoste-
nible, más allá de la "angustia de castración" qi1e sub-
yace a la sintornatología del neurótico (y que tampoco
falta en estos pacientes), atañe a la muerte psíquica en
la que el yo del discurso corre el riesgo de perder sus
señales narcisistas identificatorias. Erigir una muralla
contra este derrumbamiento, muro cuyas primeras pie-
dras han sido colocadas en el transcurso de la primera
infancia, con todo lo que implica de tambaleante e
inquebrantable a la vez, es dar al comportamiento eró-
20
tico, piedra angular de este arcaico edificio, una dimen-
sión pavorosa e ineluctable.
En un capítulo más teórico (cap. 2) he intentado pre-
cisar esta problemática y definir el funcionamiento psí-
quico que permite mantener este frágil equilibrio.
Esta primera pregunta por la perversión abre otros
interrogantes. Muchas perversiones sexuales son en el
fondo sistemas insólitos de masturbación, lo que me con-
dujo a una reflexión sobre la masturbación como fenó·
meno universal en el ser humano, y sobre su rol como
expresión privilegiada de la bisexualidad psíquica y la
omnipotencia erótica de todo ser. Entre los dioses y las
lombrices, Hermafrodita ocupa un lugar imaginario
(cap. 4).
En "Creación y desviación sexual" (cap. 5) abordo el
problema de lo que liga la sublimación y la perversión y
de lo que las distingue, pregunta que para rnf está lejos
de haber recibido una respuesta definitiva.
Partiendo de la noción de una sexualidad "adictiva"
-de la sexualidad como droga-, he llegado a pregun-
tarme si muchas relaciones sexuales, que por su forma
no pueden considerarse desviaciones, no jugaban un
papel semejante en la economía psíquica del yo. De allí
la idea de señalar en la regresión psicosomática una
forma de sexualidad y de relación "adictiva". En efecto,
he dedicado mi interés a aquellos que, si bien mostraban
una problemática de fondo idéntica a la que se descubre
en el interior de la desviación sexual, no han podido
encontrar este ensayo de autocuración, o bien, habién-
dolo encontrado, no han podido retenerlo. La sesión ana-
lítica relatada en "Cuerpo y discurso" (cap. 10) aporta
un ejemplo de la pérdida de las soluciones económicas
de este tipo.
Estas observaciones han desembocado en los proble~
mas de la economía narcisista y sus permutaciones
21
eventuales en quienes luchan para salvaguardar su
identidad como sujeto. Querer sondear la profundidad
de las angustias psicóticas de despedazamiento, de pér-
dida de identidad, es un trabajo de espeleólogo psíquico~
trabajo en una angustia compartida para seguir una
senda que se abre sobre un vacío tan aterrador que todo
camino parece bueno para escapar de él~ fuga hacia los
otros, tragados como una droga; fuga ante los otros en
una autarquía narcisista; y, cuando el intento de anidar
en el otro, de enroscarse sobre sí mismo, conduce siem~
pre a un abismo cuya profundidad no puede medir el
espíritu, precipitación en actos automutilantes o toxico-
manfacos, con la fuga última hacia el suicidio en el hori-
zonte.
No nos asombramos entonces al observar, en aque-
llos cuya demanda de análisis está sustentada por seme-
jante sufrimiento, una resistencia feroz contra el proto-
colo de la cura psicoanalítica con su invitación a decirlo
todo, a experimentarlo todo, sin recurrir a la actuación.
No me refiero aquí a esas curas llamadas de "psicotera-
pia psicoanalítica", en las que el analista se muestra
reservado de entrada respecto de la capacidad del
demandante para utilizar la relación analítica, para
poder contener y elaborar las emociones intensas susci-
tadas en ella, para soportar comunicaciones que no son
sino interpretaciones. A decir verdad, emprender seme-
jante aventura supone una buena dosis de salud mental.
Pues sucede que muchos pacientes se comprometen en
un análisis a causa de síntomas'neuróticos pero la parte
psicótica prevalece en ellos por encima de la dimensión
neurótica de la personalidad. La defensa contra las
angustias psicóticas amenaza interponerse constante-
mente entre el analista y el analizante, desencadenando
pasajes a la acción que difícilmente pueden traducirse
en palabras; o peor aún, análisis en apariencia tranqui-
22
los o tormentosos pero vacíos, en los que las sesiones se
suceden y se asemejan sin producir ningún cambio en el
interior de la relación analítica.
Ineluctablemente, descubrí que estos pacientes
movilizan en el analista sus propios temores y defensas
psicóticas; en efecto, cuando el trabajo se estanca, es el
analista quien corre el riesgo de perder sus señales iden-
tificatorias, es decir, de perder su identidad de analista.
Subrepticiamente descubre que ya no "funciona". Tra-
yecto del análisis en el que es necesario inventar algo
para no verse atrapado en una relación de fuerzas inter-
minable; y aquí comienza el cuestionamiento de sí
mismo, y el núcleo de nuevas hipótesis de trabajo: una
nueva forma de intervenir, un gesto en lugar de una
interpretación, otra manera de escuchar y, en todos los
casos, una reflexión profundizada sobre sí mismo, sobre
el otro y sobre la pareja que forman. Este aspecto de la
aventura psicoanalítica, del lado del analista, se expresa
particularmente en los capítulos: "El anti-analizando en
el análisis" (cap. 6) y "La contratransferencia y la comu-
nicación primitiva" (cap. 7).
Pero el autoanálisis sólo nos da explicaciones parcia-
les. ¿Por qué logré devolver a la vida a Annabelle Borne,
personaje central de la "Comunicación primitiva" y por
qué fracasé tan lamentablemente en hacer otro tanto
por Mme. O. de "El anti-analizando"? ¡Habrá que creer
que la contratransferencia siempre obstruye la visión!
No es sorprendente descubrir que la relación analítica
que establecen estos analizantes encuentra su corres-
pondencia en las relaciones incoherentes que mantienen
con su entorno. Pero se supone que el analista descu-
brirá en esta incoherencia un sentido, y así es. En
segundo plano, siempre se descubren las relaciones inco-
herentes de la primera infancia, relaciones alternativa-
mente gratificadoras y frustrantes, consteladas con
23
experiencias de abandono, de perversión, de enferme-
dad, de muerte, que han contribuido a hundir al niño en
duelos imposibles y a poner en peligro su vida psíquica.
El pequeño sujeto, preso en las redes de fondo del
inconsciente parental o de una realidad traumática,
padece la ira y la mortificación narcisistas, las que, per-
maneciendo enquistadas hasta la edad adulta logran
ajustarle solapadamente las cuentas, a pesar de la
defensa masiva contra los impulsos destructores. Si se
evita una "solución" psicótica, los mecanismos primiti-
vos se infiltrarán de todas maneras en cualquier rela-
ción. Estos sujetos terminan finalmente perdiendo la
esperanza de poder vivir una relación de amor que no
sea destruida por el odio. ¿Destrucción de sí, destrucción
del otro? En este mundo de relación fusiona!, es exacta-
mente Jo mismo. Mientras tanto, la repetición incansa-
ble confinna al sujeto la certeza de que, en cada nuevo
encuentro será rechazado, deniwado, abandonado, trai-
cionado. Entra entonces en un círculo que comienza con
Ja idealización del objeto que aportaría supuestamente
la satisfacción total, seguida del furor y de fantasmas
asesinos cuando sobreviene el desfallecimiento del otro.
En su obstinación por establecer una relación indisolu-
ble y eterna, crea un lazo fusiona! imaginario, imagen
especular que, inevitablemente, se revelará como inade-
cuada para la espera imposible. La alondra*, presa en la
trampa de su propio deseo, descubre entonces una
fuerza sobrepoderosa para apartarse del otro -superfi-
cie reflectante- y romper el espejo. Y en ese preciso
momento es su propia imagen la que vuela en pedazos.
El sujeto, ahogado por la angustia, se retrotrae ante Ja
"' Juego de palabras con ulouette (alondra) y miroir (espejo):
umiroir a alouettes" significa espejuelo, trozo curvo de madera con
espejitos incrustados que se usa para atraer a las alondras y cazar-
las. [T.)
24
vida, se aparta del prójimo y se autorrecrimina, diri·
giéndose amargos reproches. Frente a semejante desas-
tre, algunos no se aventuran más en el universo de los
otros, no se exponen nunca más a la dependencia servil,
al temor constante de perder, no sólo el objeto deseado
sino también el objeto-reflejo, garantía de la existencia y
seguridad de que la vida vale la pena de ser vívida. En
"Narciso en busca de una fuente" (cap. 8) he intentado
hacer sensibles, por medio de algunos fragmentos de
análisis, los dos desenlaces de este conflicto psíquico
vital, aparentemente opuestos. Si una de las soluciones
apunta al dominio tan absoluto como sea posible de· sí
mismo, la otra persigue el control absoluto del objeto, y
cada una intenta a su modo evitar la amenaza de la
muerte psíquica.
Mis reflexiones sobre la libido narcisista con su pre·
caria economía me han enfrentado a sus expresiones
más arcaicas que son también, curiosamente, sus expre-
siones más banales: las "creaciones" psicosomáticas,
manifestaciones del espíritu humano que, luchando cie-
gamente por la vida, toman como aparato de pensa-
miento este ordenador implacable que es el soma, y de
ese modo se ubican del lado de la muerte. Esta falla en
la psique, que la escinde del soma, no es la falta signifi-
cable que suscita el deseo y la creatividad y que induce
los síntomas neuróticos y psicóticos, las perversiones y
los actos-síntomas, todos ellos testimonio de la creativi·
dad psíquica. Cuando el que encuentra la respuesta a
los conflictos psíquicos es el soma solo, su creación es
por definición y literalmente, inenarrable. Aquí el ana-
lista está a la escucha de lo inefable, de una nada indeci-
ble, metáfora de la muerte. Los capítulos de este libro
que tratan del psicósoma en psicoanálisis (caps. 9 al 12)
adelantan nociones sumamente hipotéticas. Novalis dice
en alguna parte: "Las hipótesis son redes de pescar;
25
quien no las arroje nada recogerá". Yo he tendido, por
tanto, algunas redes... a la espera de que otros me ayu-
den a recogerlas y a evaluar lo que contienen. Esta
región limite de lo analizable me ha llevado a una apre-
ciación de la vitalidad psíquica en todas sus formas.
¿Crear o morir? ¿Es ésta la elección final? Entre las
prohibiciones y lo imposible que estructuran la mente
humana, el derecho de paso se adquiere arduamente, y
el precio que se paga es más diversificado de lo que se
piensa. Entre la promesa de la infancia y las realizacio-
nes de una vida de adulto, hay más que los escollos de la
neurosis, la psicosis y los actos·síntoma. El niño inces·
tuoso y el niño de pecho megalómano que exigen sus
derechos en tales creaciones tal vez han evitado otro
destino, el del niño que supo adecuarse demasiado
pronto y demasiado bien al mundo de los mayores, con
riesgo de perderse en una sobreadaptación a la realidad
exterior, en una "normalidad patológica" tan dolorosa
con sus apagados colores como los caminos de la locura.
Si el niño agazapado en el fondo del hombre es la
causa de su sufrimiento psíquico, también es la fuente
del arte y de la poesía de la existencia, la promesa siem-
pre presente de una nueva mirada, develamiento de lo
insólito en lo cotidiano, protección contra las caídas y
locura secreta contra el espectro de la "normalidad nor-
malizante" de una vida exclusivamente "adulta". Es
necesario saber comunicarse con este niño mágico narci-
sista, so pena de asfixiarlo. Asistir a la expansión de
este intercambio es una experiencia conmovedora, ser
testigo de su fracaso, una tragedia. Es éste el senti-
miento que quisiera transmitir en el capítulo que cierra
este libro y que le da su título: "Alegato por cierta anor-
malidad''.
Cada hombre en su complejidad psíquica es una obra
26
maestra, cada análisis es una odisea. Mis analizantes no
dejan de asombrarme, de enseñarme, de emocionarme.
Este libro está dedicado a todos aquellos que me han
permitido acompañarlos en su viaje.
27
; 1
l
l. LA ESCENA SEXUAL
Y EL ESPECTADOR ANONIMO
-¿La vida? Es un juego cuyas reglas conozco bien.
Que gane o que pierda, no me importa en absoluto. Diga-
mos más bien que la vida me divierte.
Si alguien escuchara estas palabras se sorprendería
de la voz grave y entrecortada del hombre que las pro-
nuncia, de la rigidez de su cuerpo y sobre todo de la
expresión de su rostro, que no refleja en absoluto la
diversión que, según sus palabras, Ia vida le ofrece.
¿Qué significa semejante negación de la importancia de
la vida, e incluso del sujeto mismo? Un desafío, cierta-
mente. ¿Pero dirigido a quién y por qué motivo? Esta
frase, lanzada como una profesión de fe de la cual se
siente orgulloso, muestra, sin saberlo el paciente, su
intento desesperado por dar un sentido a la vida, y más
exactamente a su vida. Podría traducirse de esta
manera: "Es necesario que mi vida sea vivida como un
juego para que pueda vivirla". Por otra parte, él añade:
-Tomar mi vida en serio sería correr un riesgo
insensato. Y sin saber por qué.
Si su vida no es más que un juego, se convierte en un
29
-
peligro, en transgresión cuyo castigo será la castracíón,
la afánisis, la muerte. Al elegir el juego como modus
vivendi, M. B. ha optado finalmente por la vida, que en
adelante vivirá sólo bajo una forma lúdica. Y esto, con
respecto a cualquier faceta de su vida: trabajos profesio-
nales, amistades o vida sexual. Y de la misma forma,
por la variante del juego, él se autoriza la experiencia de
un análisis. "¿Juego bien el juego del psicoanálisis?",
preguntará durante los primeros minutos de su primera
sesión.
Gracias a esta cobertura lúdica, pudo, desde el
comienzo del aná1isis, revelar la sombra de una verdad
opuesta a aquella que mostraba durante sus primeras
entrevistas.
-Mi vida es una degradación continua. Mi trabajo
intelectual está siempre retrasado y sólo lo termino en
caso de urgencia; frente a mi público tengo la impresión
constante de hacer trampa... y un miedo que no me deja,
miedo de ser desenmascarado un día y condenado... A
propósito, tengo que hablarle de mis pequeñas obsesiones
sexuales.
En las sesiones siguientes, el paciente utilizaba este
último tema como un juego, dejando escapar de vez en
cuando fragmentos de frases en relación con su vida
sexual y preguntando si yo había "comprendido", sí o no.
En realidad, lo que él llamaba su juego sexual, consistía
en pegar a su amiga con un látigo en una puesta en
escena ritual y detallada. De esta manera podía esperar
el goce.
-Y ahora le muestro mi degradación sexual. Es algo
que sobrepasa mi comprensión... pero no piense que yo
querría abstenerme. Son mis juegos favoritos.
A decir verdad, en esta sesión, se podría haber sos-
pechado que a pesar de su protesta contra la degrada-
ción, no quería en absoluto modificar su vida erótica.
30
Utilizaba esta última, en su mismo discurso, si no para
negar, para controlar el miedo de ser "desenmascarado y
condenado" por un delito no conocido.
En lo que concierne a su trabajo expresaba, por el
contrario, el deseo de cambiar. Pero al tratar de remar-
car su impresión de nulidad en ese campo, mostraba la
fuerte interdependencia entre sus inhibiciones profesio-
nales y su sexualidad. Cuando hablaba de sus dificulta-
des para tomar su trabajo en serio, su lenguaje se
impregnaba, a menudo, de una imaginería evocadora de
fantasmas inquietantes asociados al acto sexual genital.
-Soy incapaz de lanzarme, de penetrar en mi tra·
bajo. Como si no me atreviera a ir hasta el final. Jamás
toco el fondo. Para zambullirme, tengo que hacerlo con
los ojos cerrados... ¡pero de todas maneras lo logro!
Tengo cantidad de pequeños trucos para tener éxito. Pri·
mero me pongo en una situación en donde no puedo
retroceder. Estoy obligado, entonces, a ir hasta el final. ..
El hecho de que los otros me miren, me obliga a produ·
cir. ¡Delante del público produzco siempre!
''Los pequeños trucos para tener éxito" en su vida
social encontraban su simétrico en la puesta en escena
fetichista (látigo, vestimenta ritual), pero, en ese
ámbito, "los otros que miraban" no eran fácilmente iden-
tificables. La mirada del otro, presentada generalmente
como la mirada de un público anónimo, se convirtió casi
en un personaje en el discurso de M. B. Gracias a éste,
transformaba sus tareas profesionales en realizaciones
brillantes, siempre producto del último minuto, con lo
que ganaba un "momento de goce", trabajo que no impe-
día el sentimiento irreal de planear "sobre toda su pro-
ducción". Un sentimiento de fracaso y de depresión
ganaba terreno sobre la impresión más bien triunfante
de jugar la vida, mientras que los otros, "la gente bien",
se tomaban en serio.
31
-Esta impresión de irrealidad forma parte dt!l
juego. A veces me pregunto si no es un juego de niños el
mío. Debo confesar que siempre hice creer a los demás
que, por tomarse la vida tan en serio, eran ellos los niños
y era yo quien podía decirles la verdad.
¿Pero de qué verdad se trataba? El paciente estaba
lejos de poder precisarlo, sino para decir que, en lo que
se refiere a jugar, él jugaba realmente y con pleno
conocimiento de causa, que él no era inocente. ¿Y de
qué juego se trataba? Eso tampoco era evidente. M. B.
habría estado de acuerdo con la idea de Claparede de
que "el juego es una persecución libre de metas ficti-
cias" y habría agregado enseguida que esta definición
del juego caracterizaba perfectamente su concepción
de la vida. ¿No había presentado, acaso, todas sus
metas bajo un tiempo ficticio? ¿Podría permitirse
alguna vez obrar «realmente"? Pero su juego·de-la-
vida comprendía también una dimensión de prestidigi-
tación que implicaba la mirada del otro. Los otros, al
contrario de él, debían creerle, tenían que dejarse
engañar como el niño engañado por el adulto. De esta
manera proyectaba en los otros su propia confusíón,
gracias a la cual, el adulto jugaba y el niño, mistifi-
cado y serio, miraba. Protegido por su identidad de
prestidigitador, siempre se ha visto como alguien "orí~
ginal" que podía permitirse extravíos y no hacer caso
de las obligaciones sociales, reservadas a los otros (a
los niños serios, juiciosos). Ahora bien, a través de su
discurso analítico comenzó a considerarse bajo una
mirada nueva.
-Por primera vez me ueo como alguien inmutable,
rfgido. Controlo todo lo que hago. ¿Acaso alguna vez (en
mi vida) me entregué a un solo gesto espontáneo?... .e
incluso, veo claramente que me ínmouilizo frente a todo
intento por mi parte de salirme de esto. Hace un año no
32
lo hubiera creído. Pero, ¿quiero salirme de esto o no?
Q ., ?
¿ uien soy yo....
Después de un corto silencio, retomó el tema habi-
tual: no había hecho nada en toda la semana... durante
meses... desde hacía años. Después de cada logro, se
lamentaba aún más de su fracaso y de su degradación.
Durante 1a misma sesión, al esbozo de la idea de "salirse
de eso" continuaban las protestas por su fracaso. Me
limité a decirle que quería tranquilizarme; aportaba las
pruebas de su 1nocencía. No "penetraba". De hecho,
tanto en su trabajo como en sus juegos sexuales, apla-
zaba indefinidamente el desenlace, el goce. E incluso en
esto, se desligaba de toda responsabilidad afirmando
que actuaba bajo coacción.
El paciente comenzaba a vislumbrar que el juego,
ese juego desarmante que era su vida, tenía reglas de
las cuales él era esclavo, cosa que nunca había percibido
antes. Toda su relación "con el público", su deseo de bri-
llar, de presentarse mistificándose, mostraban la exis-
tencia de un fantasma potente e inmutable, cuyo sentido
él no reconocía. La puesta en escena (rígida también) de
sus fantasmas eróticos, al menos en cuanto a su reflejo
consciente, fue precisándose, poco a poco, durante el
curso de las sesiones. Sus fantasmas se referían siempre
a dos personajes femeninos, por ejemplo el de una mujer
que pega a una niña en sus nalgas desnudas. "¿Y el
público?", le pregunté yo un día, refiriéndome a todo lo
que él había dicho sobre la importancia del público. Sor-
prendido por esta pregunta, contestó: "¿Pero cómo sabe
usted que el público juega un papel importante?". Mi
intervención inaugura un período angustiante en el dis-
curso del paciente. Como fantasma de la mirada, ese
público no tarda en instalarse en la relación analítica
bajo la forma de resistencia.
-¿Quién es usted que me mira y a la que yo no veo?
33
--
¿A quién le hablo?... Ahora estoy obligado a tomarla en
serio y tengo horror de eso. ¿Sabe?, ¡todo esto no me
divierte más!
-¿Y qué pasa si el psicoanálisis no le divierte más,
si no es más un juego?
Las palabras vacío y abismo, -responde- me vie-
nen a la mente. No veo nada más. Es el enloquecimiento.
El, que se cuidaba de toda expresión de angustia, se
apresura a agregar;
-Aunque, fíjese bien, yo tengo una gran capacidad
para soportar el enloquecimiento.
- ¿Se podría decir que usted hace un juego del enlo-
quecimiento mismo?
Después de un largo silencio, respondió: -Yo hago
sólo eso... con mi acuerdo... hasta el momento en que yo
no puedo retroceder... Soy como alguien que juega con
la muerte.
Se quedó en silencio, y le hice notar que se había
callado evocando la idea de la muerte.
-Mire usted, ya no pensaba más en mi trabajo, sino
en mis juegos sexuales. El látigo es una fuente de
angustia, pero es también el medio de suprimirla.
Si bien el látigo despierta en mi paciente la angustia
ligada a la amenaza de castración, es también el ele-
mento del juego que sirve para controlar esta angustia.
Aquí, la castración, toma la imagen de un sexo feme-
nino, representado como "el abismo" -a la vez amenaza
narcisista y alusión al padre: doble amenaza, entonces,
para el pequeño que juega a la sexualidad.
La continuación de estas asociaciones era instructiva
a este propósito. "¿Hay alguna relación entre el enloque-
cimiento y el asco?", preguntó. "Pienso en el asco que
tengo del interior de la mujer." B. trata de protegerse
contra la angustia del "abismo", inclinándose a una
defensa anal.
34
--
-No tocar el sexo de la mujer. Tampoco verlo. Sin
embargo, al esconder ese sexo asqueroso, me gustamos-
trarlo.
-¿A quién? -Con una risa seca respondió:
-Sin duda a mi "público anónimo"... Me siento
inquieto al decirle esto. El enloquecimiento, por así
decir, está allí.
-¿Por qué?
-{Prosigue rápidamente) ¡Pero esto marcha bien, de
todas maneras, porque la angustia aumenta mi goce!
Lo cual le hace percibir que la angustia, el enloquecí-
miento, forman parte integrante del juego, sexual u
otro, y que esta angustia está ligada al espectador
anónimo.
Resumiendo, se trate de sus trabajos, de su relación
amorosa, de su necesidad de fascinar y dominar a la
gente, o de sus juegos masturbatorios delante del espejo,
la puesta en escena se ofrece siempre a la misma
mirada. En las semanas siguientes, fue posible delimi-
tar con más precisión el papel del "espectador anónimo"
a través de la relación transferencial. Un día me explicó
detenidamente que ya no le era posible hablar de sus
fantasmas y de sus prácticas sexuales sin una respuesta
de mi parte. Ya que se tortura para contarlos, necesita
estar seguro de que esto vale la pena. Así, escuchar el
relato de su actuación sexual debía ser mi deseo, y lo
escuchado, un placer para mí. Se me ofrecía el papel del
voyeurista. Esta interpretación le pareció "exacta e
inquietante" y agregó: "Es realmente cierto, puesto que
me dije: y bueno, si quiere escuchar todo esto, se va a
decepcionar. Le ocultaré lo que me gusta". Entonces,
necesidad de engañar. Es necesario que el otro mire, pero
también es necesario abusar de su mirada. Es lo que
muestra la puesta en escena del fantasma. El argu-
mento trataba, tal vez con algunas variaciones, de un
35
castigo, siendo la víctima, además, inocente (él "pene-
tra", es sólo un juego). El inocente-culpable será azotado
públicamente frente a "una multitud". Esta multitud se
redujo a un "desconocido" en el discurso analítico. El
desconocido, que lo ve castigarse, se confunde en un pri-
mer momento respecto del significado de lo que ve, por-
que lo que se presenta como un castigo es la condición
misma del goce sexual. Además, incluido sin saberlo
como participante de la escena del goce, el espectador
resulta, a raíz de este hecho, doblemente engañado.·
Pero no se nos escapa que el paciente abusa en primer
lugar de sí mismo. Su insistencia en convencerse de que
"el otro quiere ser azotado" (en el juego compartido o en
las historias fantaseadas) muestra la importancia que
se le da al goce del compañero, goce que se requiere para
validar su actuación y sus medios. Sólo el otro puede
validar el fantasma, según el cual aquí se trata del
secreto mismo del goce sexual (el juego debe hacerse
verdad), y reconocer los poderes efectivos del látigo, sexo
ficticio-fetiche. El segundo engaño consiste en conside-
rar al otro como fuente exclusiva de validación, cuando
ésta reside en uno mismo y sólo se sitúa en el otro por
proyección. M. B. logró comprender que azotando a su
amiga no hacía más que identificarse con el deseo de
"ser azotada" que él le imputaba. Esta toma de concien-
cia le permitió revelarme que a veces se azotaba a sí
mismo. Más tarde llegó a hablar del placer de "ser pene-
trado por el dolor", descubriendo así un fastasma homo-
sexual, hasta ese momento reprimido. En un cierto nivel
imaginario, las marcas del látigo testimoniaban una
castración, castración lúdica, e incluso burlada, puesto
que por ella se llegaba al placer, al mismo tiempo que el
dolor era representado como algo penetrante, penetra-
ción a su vez fantaseada como la posesión del falo
paterno deseado por la madre. "Ahora comprendo
36
-decía- que me disfrace de mujer para convertirme en
hombre. Quiero adquirir un pene especial. Pero, ¿qué
quiere decir? ¿Soy homosexual, entonces?" Aquí también
se equivocaba, porque en su actuación sexual, si bien
manifiestamente no había vagina, tampoco había pene.
Había ciertamente una significación homosexual, como
había una significación heterosexual, pero sobre todo, lo
que estaba camuflado (realmente por el disfraz de la
puesta en escena, y psíquicamente por la renegación)
era la diferencia entre los sexos y su significación. La re~
lación sexual se reducía a un juego de nalgas azotadas,
con lo que ilustraba bien el papel de la denegación su-
brayado por Freud en sus escritos sobre el fetichismo.
De esta manera, al disfrazar los órganos sexuales y su
función, B. denegaba que el uno tenía por destino com-
pletar al otro. La necesidad de ocultar la identidad origi-
naria de los participantes presentes en el juego y los
fantasmas asociados, parecía aún más importante. El
fantasma que pone en escena dos personajes femeninos
bajo la mirada de un desconocido, indica bien una trans-
posición particular de la constelación edípica.
Ha llegado el momento de -centrar nuestro interés en
los padres de M. B., o en la manera como él quería pre-
sentarlos. A decir verdad, dejaba salir con cuentagotas
los detalles de su pasado. Así, durante dos años, dejó
que yo ignorara si su padre estaba muerto o vivo, si te-
nía hermanos y hermanas. Al escucharlo parecía hijo
único, hijo que no parecía tener tampoco una historia.
Poco a poco, sin embargo, emergió el retrato de suma-
dre, o más exactamente el retrato de la pareja que él,
pequeño, formaba con ella.
-Con mis pantalones cortos color pastel, aunque ya
estuviera fuera de edad, era para ella el pequeño Prínci-
pe Azul. De alguna manera era contra mi padre... mi
37
madre y yo hacíamos causa común contra él... Ella me
repetía a menudo que yo era un verdadero machito...
Era muy ambiciosa para conmigo. Su mayor deseo era
que yo me pareciera un día a su padre. Era un escritor, y
ella lo admiraba sin límites... grande, fuerte; todo lo
opuesto a mi padre. Usted me hizo notar que mi padre
estaba ausente en todo lo que yo decía de mi familia.
Pero es la realidad. ¡El no contaba! Evidentemente
estaba siempre allí, como una ausencia permanente...
Tampoco veo a mi abuelo, me acuerdo de él sólo por los
relatos de mi madre... Había una historia a propósito de
él que ella me contaba con frecuencia. Un día mi abuelo
la persiguió con un látigo y ella se escapó al baño del jar-
dín... Yo me veo en el jardín del abuelo soñando des-
pierto. Me pasaba las horas así.
Más tarde supe que B., niño de nueve años, soñaba
ya, en el jardín del abuelo, con los mismos fantasmas
eróticos, salvo por algunos detalles, que treinta años
más tarde sostenían su placer sexual. Algunos objetos
de la puesta en escena ritual, una camisa de un color
determinado, un zapato de cierta forma, no eran otros
que los que llevaba su madre en el momento de la
escena del látigo; años más tarde quedarán como un
medío potente para excitar su deseo. ¿Pero cuál es ese
deseo? Desde ese momento del que el recuerdo-pantalla
es testigo, el látigo estaba impregnado de la significa-
ción de ese hecho, a la vez violento y excitante, que el
pequeño imaginaba entre madre ·y abuelo. ¿Y a qué
podría remitir ese látigo sino al deseo de la madre del
pene paterno, pene valorizado, idealizado, exclusivo,
único modelo posible? La frase tan a menudo escuchada,
"eres un verdadero machito", no representaba en abso-
luto para el hijo una comparación con su propio padre;
esta imagen, por el contrario supuestamente desvalori-
zada a los ojos de Ja madre, no evocaba sino una imagen
38
marcada de castración, de un signo negativo, de una
ausencia. No era seguramente allí en donde podía bus-
car el falo, sino más bien del lado de la madre. Había
que pasar por ella para encontrar el eventual acceso. De
esta manera, B. había operado una separación a nivel de
sus identificaciones viriles. En su manera de vivir, toda
realización de su creatividad (mientras que algunas de
sus actividades sociales eran un intento de imitar al
abuelo idealizado) era posible sólo si se identificaba con
un padre castrado y desvalorizado, enmascarando su
depresión con la ficción del juego. Por otro lado, en su
vida erótica, se identificaba con un padre ideal, el abuelo
fálico, provisto de látigo, y en un nivel más profunda-
mente reprimido, como lo hemos visto, se identificaba
con su madre, la única que tenía derecho al falo paterno.
La puesta en escena fetichista servía de máscara para
evitar la decepción y el sentimiento de vacío. En una
atmósfera mezclada de delícia y angustia, B. se imagi-
naba penetrado por el látigo, representación del pene
del abuelo; para acceder a él, se disfrazaba de la única
mujer que podía pretenderlo. Este juego erótico, con-
viene recordarlo, estaba a.su vez negado en la puesta en
escena, de tal manera que su propio deseo sólo era asu-
mído a través de su amiga.
Identificándose así, con el placer de esta madre-sus-
tituta que recibe el látígo, llegaba a gozar. Por medio de
este rodeo recuperaba el falo narcisístico del que se sen-
tía desprovisto.
El fantasma que consiste en absorber mágicamente
un pene muy valorizado no tiene, en sí mismo, nada de
insólito en el estadio anal. El acceso a la potencia fálica
en esta fase está representado en el imaginario de los
niños de ambos sexos como una incorporación anal del
pene del padre. (La clínica nos ofrece repetidos ejemplos
y los juegos de niños lo ilustran explícitamente.) Pero la
39
actitud del niño frente a su deseo (del falo) y frente a su
fantasma (de la incorporación del pene paterno) se orga-
niza en función de su relación con los dos progenitores.
El deseo será vivido corno algo permitido, en cuyo caso
podrá integrarse al yo y abrir el camino hacia una
sexualidad adulta o, por el contrario, será vivido como
algo prohibido y peligroso que implica el riesgo de cas-
tración por parte del padre, de la madre o del mismo
niño. En cuanto a mi paciente, el deseo sólo estaba per-
mitido bajo la forma de juego, juego que más tarde se
convirtió en la respuesta al enigma de la sexualidad.
Esta "solución" es la que estructuraría el conjunto de su
vida psíquica.
Más tarde, el paciente llegó a recordar el senti-
miento doloroso de ser diferente de Jos demás niños. Se
volvió a ver entre un grupo de niños de nueve años, de
su edad: en medio de un mundo infantil de gritos ale-
gres y juegos compartidos, él, completamente aturdido,
buscaba desesperadamente a su madre.
- Yo la quería sólo a ella... nínguna otra cosa con-
taba para mí... Esos chicos, yo no los comprendía. ¡Ni
quería comprenderlos!
"Comprenderlos" hubiera significado identificarse con
sus metas, y al mismo tiempo renunciar al lugar de Prín-
cipe Azul que ocupaba junto a su madre, esta reina madre
de su país interior, donde no había sitio para ningún rey.
Treinta años después de este incidente, "hacer como
los otros" equivaldrá siempre a castrarse; "ser aceptado
por los otros" querrá decir perderse. Pasaríamos así al
lado de los hermanos, y de los padres. Correr un riesgo
semejante sería perder toda esperanza de poseer el
secreto fálico de su madre, de conseguir algún día aque-
llo con lo cual podría colmarla. La imagen de un padre
ideal, inefable y todopoderoso se perdería también; pér-
dida de un misterio, de un dios, de lo sagrado.
40
-
-
Más grave aún, B. corría el riesgo de ver su identi-
dad subjetiva hundida en la nada, puesto que mantenía
dicha identidad a través de los ojos de su madre. Por
intermedio de ella, tenía que adquirir los atributos viri-
les. El deseo de amar a su padre, de identificarse con él,
de introyectar una imagen paterna fálica propia, estaba
prohibido por la madre y debía quedar como algo incons-
ciente. De esta manera, B. jamás podrá renunciar a su
madre, única garantía de su integridad narcisística y de
su identidad sexual.
La orientación del análisis hacia la inserción del
padre en su historia le provocaba de inmediato angus-
tia; sistemáticamente buscaba refugio en las imágenes
tiernas y nostálgicas del paraíso materno, y siempre se
encontraba en el mismo atolladero. "A veces, cuando era
chico, se me hacía un nudo en la garganta, y cuando no
podía soportar más, iba al encuentro de mi madre para
llorar en su hombro. Un solo gesto suyo, y todo pasaba.
Esas lágrimas eran una delicia. Pero llegó un momento,
hacia los nueve años, en que .ya no era posible pedir eso.
¡Entonces estuve obligado a tragarme ese nudo!... Más
tarde, erigí un sistema donde podía bastarme íntegra-
mente a mí mismo que se convirtió en mi ideal. Todo mi
sistema estaba ya en práctica desde los nueve años. Por
qué nueve años, no lo sé... ¡Pero ahora quiero sarlirme
de esto, usted entiende!... Toda mi vida esperé un mila-
gro, algo que transformara en real lo irreal de mi exis-
tencia, algo que diera un sentido a mi dolor... Estoy per-
dido en un universo del que no conozco las reglas del
juego." Al dejar caer por un momento su máscara lúdica,
revela, sin saberlo, su situación edípica distorsionada
que da solamente un sentido parcial a su propia imagen,
a sus deseos y al papel que desempeñan los otros.
Buscando salir del juego, prosigue: "Haría falta una
catástrofe que me sacara de mis fracasos, de mis enga-
41
ños, un acontecimiento que me colocara entre la espada
y la pared. Habíamos visto una vez que había en mí un
rechazo a correr riesgos, a someterme a pruebas. Es ver-
dad. Yo hago un rodeo... y me encuentro del otro lado sin
haber pasado el examen".
-¿Lo que le obliga a continuar haciendo trampa y a
estar al acecho para no ser descubierto?
-Exactamente. ¡Estoy harto' Quiero acabar con mi
imagen de usurpador, con ese fanlasma de mí mismo. Si
sólo pudiera hacer lo que realmente tengo ganas de ha-
cer, y sentir que los otros existen realmente... pero no,
yo soy aquel que pasa por debajo. Busco siempre un pa-
saje secreto. Sólo una catástrofe podría destruir mi mon-
taje. (Después de un largo silencio continúa) No sé por
qué pienso en la guerra.
-He aquí una catástrofe que le solucionó bastantes
cosas.
- Sí. Durante la ausencia de mi padre sentí que
me convertía en un hombre. Como un pez en el agua.
Pero espero sin cesar la catástrofe verdadera. ¡Estoy
frustrado de mi catástrofe! No sé por qué, pero esto me
parece profundamente cierto.. . Es como si nunca hu-
biera firmado un tratado con mi enemigo. ¡Por temor a
ser humillado! Y es como si me hubiera ído a escondi-
das.
-Su tratado, ¿lo ratificó usted mismo?
-Sí, ¡es falso! Como todos mis diplomas y mis lo-
gros. Tudo es falso. Y ahora espero que usted provoque la
catástrofe, que diga algo que me trastorne completa-
mente...
La "catástrofe" tan esperada exige el renunciamien-
to, tanto a la omnipotencia del deseo como al objeto in-
cestuoso en beneficio del padre y, finalmente, la sumi-
sión a las cláusulas del "tratado humillante" como única
salida posible. Ahora bien, M. B. había arreglado de otro
42
.....
-
modo el camino de salida del Edipo. Convirtiendo a su
padre en alguien "inexistente" -gracias a la competen-
cia materna- podía conservar la ilusión de ser el único
~bjeto de amor de la madre. Los "falsos diplomas" le
otorgaban privilegios, ciertamente, pero le costaban
caros. En efecto, a pesar de su depresión que iba en
aumento, no podía renunciar sin pena a sus falsos diplo-
mas, ni evocar sin angustia la catástrofe. Buscaba una
respuesta en la mirada de los otros;
-Soy capaz de ser una estrella, siempre y cuando
tenga al público delante de mí. La estrella existe sólo a
través de los ojos del otro. Hago trampa como se debe,
actúo mi papel.
Pero en otros momentos todo esto le parecía vacío, y
entonces armaba largas historias eróticas:
-Mi amiga escribió a su madre que yo le he pegado
y que me niego a admitir que lo sepa todo el mundo. Ella
sabe que los vecinos están al tanto y dice que le da lo
mismo... Usted tiene razón, ¡el "público" es indispensa-
ble!
Detrás de la mirada cómplice del compañero o de las
confidencias compartidas entre dos mujeres o en el juego
masturbatorio frente al espejo, inevitablemente se
encontraba el fantasma de la otra mirada. "Ese X que lo
mira todo es el punto culminante de mí angustia y de mi
placer." En la sesión que siguió a esta reflexión, trajo un
sueño:
-Yo estaba en la casa de mi infancia, y usted estaba
conmigo en la cama. Usted decía: "Esas aureolas en la
sábana son culpa mía. Se pueden ver". Y agregaba con
una voz solemne esta frase: "Nosotros dos nos inquieta·
mos". Era al mismo tiempo excitante y aterrador.
Entre las diferentes interpretaciones posibles, era
evidente que el analista remplazaba aquí a la madre en
tanto que objeto del deseo sexual; que "la falta" era
43
para remitir aparentemente a esta imagen materna, y
que se recurría a un tercer personaje frente al cual los
otros dos se inquietaban. Esta referencia al padre es
angtistiante porque este último puede castrar al hijo
incestuoso, pero, al mismo tiempo, es excitante, porque
el padre es engañado con la complicidad madre-hijo.
Espontápeamente, al pensar en la casa representada en
el sueño, recuerda a su madre confiándole sus disputas
con el padre. Aquel día no veía la relación entre el
sueño y esta asociación de ideas. Al evocar, sin nom-
brarlo, aquel "frente al cual uno se inquieta", dejaba
vacante el lugar de este otro destinado a notar las man-
chas en la sábana para saber así que había sido enga-
ñado. Y su desprecio se trasladó a todos los padres, a la
masa anónima. He aquí que una vez más jugaba con
sus falsos diplomas:
-Acabo de pensar que estoy superadaptado a los
otros. Yo nunca farfullo... porque lo que hacen los otros
nQ tiene ningún sentido para mí. O soy yo, quizás, el que
le quita todo el sentido. De todas maneras tengo horror
de las cosas colectivas. Las evito desde que tenía seis
años. Siempre me hizo falta un máximo de independen-
cia con respecto a los otros. Beber, comer, masturbarme,
fantasear, eso es mi mundo real, mi mundo y sólo mío.
Es el mundo imaginario, incestuoso, del niño y de la
madre, en el que el Otro queda excluido. La referencia
paterna, referencia a la que B. ha "quitado el sentido" es
proyectada, aquí en los otros (la "gente bien", los castra-
dos). En adelante, su mundo aparece corno dividido en
dos: de un lado, en donde están los otros, todo es engaño
para él. Allí hay que controlar todo, y no farfullar nunca;
del otro lado, es el mundo "real", íntimo y sensual
(beber, comer, masturbarse). Allí está solo. Puse en pala-
bras el bosquejo que él me daba, desde hacía algunas
sesiones, de los respectivos cuadros, de esos dos mundos:
44
--
1
uno desafectado, desinvestido, controlado y mantenido a
distancia, y el otro, reino del deseo sexual donde él es el
único soberano.
-Es cierto, pero estoy harto. No quiero más. Tengo
miedo de farfullar en el "mundo de los otros". Si pudiera
hacerlo, aventurarme entre ellos, ser uno de ellos... En
todas partes estoy solo. Incluso con mi a.miga. Ella no
sabe lo que pasa realmente. Además me avergüenza de-
cirlo, pero nunca le concedí el poder de hacerme sufrir.
Esta última frase era paradigma de su relación con
los otros, incluida la posición que trataba de mantener
en la relación analítica. Ahora revelaba que su amiga,
sustituto de la madre seductora y complaciente pero
controlable, era también de temer; detrás de la imagen
de la madre complaciente aparece la imagen de la que
puede hacer sufrir, de 1a que engaña haciendo creer en
la realidad de las ilusiones infantiles.
Durante el transcurso del tercer año de su análisis,
M. B. se encontraba cada vez más amenazado por modi-
ficaciones en su manera de trabajar y en su vida sexual.
-No me gusta decírselo, pero desde hace algún
tiempo trabajo mejor. Me sentí libre de hacer lo que
quería y también de que eso me diera placer. Parece ne-
cio, pero nunca en mi vida he sentido esto. Para que yo
hiciera algo, tenía que estar desprovisto de valor, como
un juego. Admitir que yo pueda tener ganas de crear, y
que esto tenga valor, me da vértigo... Estoy resentidQ
con usted por esto. Ese éxito [se trataba de un éxito lite-
rarioj se lo debo a usted de alguna manera y eso me mo-
lesta.
Cualquier éxito en ese nivel implicaba un doble peli-
gro. En el nivel de la fantasía "triunfar con el placer"
equivalía inconscientemente a una erección, y provocaba
inmediatamente la angustia de castración. En el regis-
tro de la relación, suscitaba el miedo de tener necesidad
45
de1 otro, de no "bastarse a sí mismo", de estar final-
mente expuesto a los deseos y juicios de los otros.
Por esta razón, después de cada confesión de triunfo
recurría a la misma defensa y podía pasar una sesión
entera agobiándose por "no hacer nada", por ser un des-
perdicio, un condenado del destino. Al hacerle notar que
parecía querer "probar su inocencia" otra vez, respondió:
-Ah, sí. No quise decírselo, pero desde hace algún
tiempo hago el amor de otra manera, normalmente y con
placer.
Vivir "de verdad", hacer un trabajo serio, hacer el
amor con placer, todo eso era sin embargo peligroso
todavía, y podía conducirlo a una interdependencia aún
temida. Paralelamente, su discurso analítico hacía más
vivaces los recuerdos vagos de su infancia. El padre
había sido más importante de lo que él pensaba, y la
imagen tierna y complaciente de la madre se impreg-
naba de hostilidad.
Antes de citar un último fragmento clínico quisiera
resumir ciertos elementos que conciernen a la constela-
ción edípica, tal corno comenzaban a aparecer a través
de su historia.
El conflicto edípico y la amenaza de castración no
habían encontrado más que una solución preventiva.
Ese rodeo del Edipo se mantenía gracias a dos procesos
defensivos mayores: la denegación y el disfraz de
'juego''. Esas dos formas de defensa se referían esencial-
mente a la amenaza de castración, e intentaban recrear
un simulacro de la pareja. En las imagos parentales, el
padre está marcado por un signo negativo en beneficio
de una imago materna ambigua que condensa los atri-
butos de los dos sexos, mientras que el miedo y el odio
que puede suscitar tal imagen quedan reprimidos gra·
cías a la idealización. En este Edipo "interpenetrado", la
46
madre se convierte en la que seduce y prohíbe a la vez.
Atrae todo hacia ella y se erige en obstáculo para la
satisfacción del deseo. Es contradictoria para el niño.
Pero también es la garantía de una ilusión. El niño ter-
mina por creer que podría evitar el destino inscrito en la
problemática edípica. Encerrado en un callejón cuya
salida exigiría la identificación con el padre, se consi-
dera como el elegido de la madre, y este hecho le hace
pensar que puede eludir el drama humano. Obtiene el
diploma sin pasar el examen, pero lo obtiene -y es aquí
en donde comienza su amarga verdad- con la condición
de no utilizarlo jamás. Ese diploma falso, arrancado a
un padre negado, es sin embargo la única referencia que
le permite salir de la psicosis. Convertido en rey de car-
tón con un cetro ficticio para proteger su identidad, de
ahora en adelante debe hacer creer a los otros que lo
falso es lo verdadero. Sólo puede hacer trampas al
mundo ~al público, al compañero sexual-, de la misma
manera como en su fantasía engañó a su padre. En ade-
lante, el miedo de ser desenmascarado y castigado por
este engaño será su perpetua preocupación. Debe con-
trolar todo. A la angustia de perder esta frágil identi-
dad, se suma el miedo a perder el control, no sólo de él
:mismo sino también del Otro frente a1 cual se mantiene
la identidad engañosa, y también el miedo a perder el
control de los otros, de ese mundo de donde siempre
puede surgir la imagen de aquel que cuestionaría el fun-
damento de su situación de rey elegido. De esta manera,
la instancia paterna, con todo lo que suscita de angus-
tiante, es proyectada fuera del campo del sujeto y man-
tenida a distancia.
Sin embargo, el control de sí mismo y del objeto no
basta para contener la angustia de castración tan viva
en pacientes como éstos. Otras defensas ayudan a soste-
ner el delicado equilibrio de esta solución inadecuada
47
del Edipo, especialmente una regresión en cuanto a lat.
miras de la vida pulsionaL Dominio, control, humilla-
ción y desconfianza juegan un papel predominante. De
hecho, la analidad marca con un sello imborrable la
estructura "perversa". La escena primaria, denegada en
cuanto a su significación genital, toma el aspecto de una
lucha narcisista-anal. El orgasmo, convertido en e1 equi-
valente de una pérdida de control, debe ser, si no evi-
tado, postergado infinitamente, para ser vivido por pro-
curacíón, a través del goce del compañero. Vemos aquí
una manera particular de controlar }a angustia de cas-
tración. Así, en vez de afirmar su identidad sexual a tra-
vés de sus actos, el sujeto logra a lo sumo sítuarse en el
espacio y en el tiempo, convencerse de no haber des-
truido su objeto ni de haber sido destruido por él. Esa
realización de fuerza, de tipo anal, que el sujeto vive en
su juego sexual y en su relación con el mundo sirve para
protegerlo de las angustias depresivas y persecutorias,
confiriendo a su actuación un carácter compulsivo y
ritual.
Este trozo de análisis revela otro aspecto de la orga-
nización anal: la importancia del secreto en la actuación
perversa. La angustia ligada a lo visible -el pene o su
ausencia- se reduce considerablemente por desplaza-
miento hacia lo invisible. El objeto anal, que escapa a la
vista, al mismo tiempo permite al sujeto preservar la fic-
ción de poseer un pene secreto y de mantener un lazo
oculto, erótico, con la madre. Como todo secreto, puede
ser a veces revelado, a veces ocultado en los juegos
sexuales, y de esta manera se convierte en la creación de
un "culto", en el soporte de un "saber" esotérico, inope-
rante e infalible.
Pero el juego de dos no es suficiente para validar el
falo anal y su significación. Algún testigo debe dar un
sentido al amor secreto entre madre e hijo. Este testigo
48
--
- ·
será el padre, humillado y engañado como lo fue antes el
niño, frente a la escena primaria. Este padre-voyeurista
es, sin embargo, objeto de una doble corriente pulsional
en la puesta en escena imaginaria. El es también la
solución mágica de la identificación homosexual, etapa
frustrada en la evolución del sujeto. Así, si bien Ja pri-
mera imagen del padre r efleja a un ser castrado, la
segunda es la imagen de un padre idealizado, dotado de
un pene incastrable, capaz de colmar a la madre. Pero a
ese padre se lo mantiene siempre fuera de alcance. El
juego, la magia y la prestidigitación serán los únicos
medios para identificarse con él. Esta división del objeto
paterno muestra el fracaso decisivo de toda tentativa de
identificación con el padre.
No obstante, este fracaso sólo se produce en presen-
cia de un terreno favorable, lo que nos remite inevitable-
mente a la relación materna precoz y a la existencia de
una infraestructura depresiva que a su vez debe ser
compensada con una actuación febril. Pero el acceso a
este material primario únicamente es posible después
que el sujeto haya podido incluir en su discurso otra ver-
dad que la que han labrado la negación y la renegación.
En este preciso punto retomaré el análisis de M. B.
para citar un pasaje breve que ha abierto el camino a la
actualización de fantasías y sentimientos profunda-
mente enterrados. Aquel día me h ablaba de un senti-
miento de rabia contra su madre.
-Siempre su padre. Es ella la que quería parecerse
a él. Siempre me dijo que quiso ser un niño. Supuesta-
men te, yo er a ese niño. La muer te d e mi abuelo ha
debido marcarme, y sin embargo no la recuerdo. Espere,
debía tener seis años. Cuando mi abuelo murió, mi her-
mano ya caminaba. (Luego de un breve silencio, conti-
nuó.) No comprendo este odio que siento por mi madre.
Ella sólo quería mi bien. Después de todo, si me quería
49
para ella sola es porque me amaba. Y el hecho de que no
me haya dejado acercarme a mí padre, no basta para
explicar mi odio.
Yo repetí: Cuando mi abuelo murió, mi hermano ya
caminaba.
-No comprendo.
-¿Usted me dice que su madre lo adoraba, que lo
quería para ella sola?
-¡Seguro! Y digo que no es razón suficiente para
odiarla.
-La razón puede ser que, en realidad, deseaba algo
más que a usted. Cuando su padre tan amado murió, su
bebé ocupaba ya su lugar. ¿Qué representaba este her·
manito, fruto de una unión supuestamente inexistente
entre su madre y su padre? ¿Qué pasa con la nulidad de
su padre? Además es la primera vez que me habla de un
hermano.
-Pero... ¡yo soy el mayor de cinco hermanosl
-¿Entonces, ella lo engañó más de una vez?
Las edades fatídicas de los seis, de los nueve años de
amargas decepciones marcadas por la llegada de herma·
nos menores, ponían fecha al montaje "del sistema",
pero la renegación hacía que esos nacimientos no fueran
significativos. El látigo, falo ficticio, pene ideal del
abuelo que el paciente quiso imaginar como el objeto pri·
vilegiado del deseo materno, servía también para encu·
brir el papel que jugaban el padre y su pene en la vida
de la madre y en el nacimiento de los hermanos. Sea lo
que fuere el deseo de su madre, finalmente se descubría
la verdad de su propio deseo de niño: que su madre
viviera sólo para él.
En las sesiones siguientes, otros recuerdos de la
infancia se infiltraban en su discurso. Ante todo, el cua·
dro de la maternidad surgió con el candor de una ima-
gen de Epinal. B., niño de seis años, mira fijamente, en
50
el primer plano, al bebé en la falda de su madre. Ella lo
tiene "allí, donde no hay que mirar", delante de su sexo,
y lo único que se ve del hermanito son las nalgas desnu-
das. Pegado a ella, disimula el "abismo"_ La evocación de
esta imagen, en donde se confunden las nalgas desnu-
das del hermano con los pechos de la madre, dirige el
discurso de B. hacia el universo de la madre y hacia las
antiguas tinieblas del deseo. En este nivel arcaico, las
nalgas azotadas no sólo tenían por función imitar Ja fan-
tasía de castración sino también disfrazar su deseo de
venganza contra los pechos maternos infieles.
Al sentimiento de haber sido engañado, humillado,
estafado por sus objetos más amados, a la salida del
complejo de Edipo, se sumaba la tortura de una angus-
tia más profunda, la de haber arrancado los pechos a la
madre y haber destruido la fuente misma de vida.
Pacientes como éstos lucharán toda su vida contra este
fantasma para no tener que conocerlo. El sujeto, como lo
hemos mostrado en este pasaje clínico, dirá que sólo por
jugar lleva a cabo su relación amorosa y sus proyectos
personales, que de esta manera serán únicamente reali-
zaciones mágicas del deseo, y se convencerá de que la
vida no es más que un juego, un juego en el cual, bastán-
dose a sí mismo, se lo puede controlar. Aparenta libe-
rarse del objeto en toda situación, negando todo deseo y
toda necesidad del otro, actuando como si el pecho
materno le perteneciera siempre. Basta con quitarle a la
vida su aspecto serio, para estar fuera del alcance de la
decepción, de la depresión y de la culpabilidad. Al juego
de la renegación y del control de la angustia de castra·
ción, propia de la etapa fálica, se suma una renegación
masiva de la impresión de vacío y de muerte interior, y
el juego se orienta hacia el control de la castración
materna, de la angustia de muerte.
En esta descripción se habrá reconocido, aproximada-
51
mente, lo que Melanie Klein ha llamado defensa maní-
aca. Vemos aquí, en efecto, una de las principales defen-
sas que caracterizan de manera notoria a la organización
de la cual nos ocupamos. De la renegación masiva, pro-
pia de esta defensa, el sujeto obtiene un beneficio doble:
• A nivel edípico clásíco, se hace creer que lo que
más lo aterra, la castración, es el hecho más excitante
que pueda haber.
• A nivel narcístico primario, evita enfrentar una
culpabilidad insostenible, que podría llegar a cuestionar
hasta la catexia de su vida.
Cuando la defensa lúdico-erótica se quiebra, cuando
el juego se transforma en una realidad dolorosa y depre-
siva, el sujeto pedirá la ayuda del psicoanálisis, no para
desembarazarse de su actividad sexual sino para adqui-
rir el derecho de nojugar más a vivir con el fin de sobre-
vivir.
Me limitaré, apoyándome en este ejemplo clínico, a
poner de relieve ciertos aspectos de la constelación edí-
pica en la perversión, especialmente las fantasías funda-
mentales que este Edipo particular origina, y los medios
económicos, a través de los cuales se mantienen los pun-
tos de referencia de la identidad subjetiva.
• La fantasía que apunta a la castración fálica de la
imagen paterna esconde otra, destinada a la destrucción
de la madre nutricia o de sus cualidades fálicas, y al ani-
quilamiento de la existencia de los hermanos menores,
signo de la complementariedad de los padres y de la fer-
tilidad de la madre. Si bien la primera fantasía suscita
angustias ligadas a la amenaza de castración para el
sujeto, la segunda moviliza angustias ligadas a la
muerte, la depresión y la desintegración psíquica.
52
-
r1
• Los dos deseos con sus angustias propias son
sobrellevados de manera compulsiva, gracias a una acti-
¡ vidad sexual que toma la forma de un juego, y gracias a
i una relación con el otro, el objeto sexual, que será regida
1 por las mismas defensas: renegación y negación, esci-
¡ sión, proyección y regresión anal, defensa maníaca.
! • El "juego", igual que para los niños, tiene como
' función controlar los acontecimientos traumáticos del
pasado y permitir, de esta manera, que se haga lo que
está "prohibido de verdad". En la perversión, el sujeto
juega a través del placer del otro, tanto a ser el único
que goza del pene paterno, como a ser el único que goza
del pecho materno. El juego permite así una recupera-
ción lúdica de los objetos perdidos y, al mismo tiempo, el
castigo por estos deseos.
• En el caso presentado aquí, los objetos deseados-
odiados originales (pene paterno, pecho-y-vientre mater-
nos) están disfrazados por el desplazamiento hacia el
látigo y las nalgas, desde donde pueden ser controlados,
castrados y luego devueltos a la vida. Atacar y controlar
estos objetos sexuales a través de sus representaciones
parciales es una manera de probar que viven siempre, y
que el hijo se encuentra a salvo de su venganza y de su
propia culpabilidad.
• Si bien la puesta en escena perversa constituye un
desafío (al padre, al mundo), también es un intento de
recuperar al padre negado, en tanto que objeto interno
perdido. Engañar y humillar al padre es, a pesar de
todo, una manera de hacerlo existir, y de dar un sentido
a su existencia. La finalidad de la actividad erótica
perversa, bajo cualquier aspecto que se presente, es
siempre captar la mirada del espectador anónimo. Gra-
cias a la sombra de este tercero, el sujeto puede conser-
var la integTidad de su identidad psíquica y conjurar el
peligro perpetuo de depresión y de angustia persecuto-
53
ria, donde el sentimiento de la identidad subjetiva corre
el riesgo de caer en el vacío, la nada de la madre todopo-
derosa e ilimitada: la psicosis. Este es el destino que le
espera al sujeto si se evade de la parálisis que traba
todas sus relaciones objetales y sus realizaciones subli-
madas, si su vida sexual deja de ser una danza sobre la
cuerda, un juego de equilibrio angustiante. Porque el
espectador sólo cede su lugar al espectro de la muerte.
54
2. ESCENA PRIMARIA
Y ARGUMENTO PERVERSO
Antes de examinar el significado inconsciente de la
perversión sexual y la eventual existencia de elementos
específicos de tal organización, quisiera delimitar este
concepto clínico con respecto a las estructuras, tanto
neurótica como psicótica. Esto es difícil, porque un acto
"'perverso" en la vida sexual no permite deducir necesa-
riamente una organización estable. Se encuentran abe-
rraciones sexuales en pacientes con estructuras psíqui-
cas diferentes, y el mismo acto sexual puede encerrar
funciones y significaciones diversas. La naturaleza de
los fantasmas que acompañan a las relaciones sexuales
o a la masturbación, no puede informarnos demasiado
sobre la perversión porque no existen fastasmas especí-
ficamente "perversos". Lo propio del neurótico es más
bien una riqueza de fantaseo erótico en todos los niveles.
Además, el individuo cuya vida sexual se centra alrede-
dor de una perversión manifiesta y organizada, a
menudo da pruebas de una vida fantasiosa pertícular-
mente pobre; su estructura superyoica le permite imagi-
nar relaciones sexuales sólo con una perspectiva limi-
55
tada (Sachs, 1923). E incluso, su economía libidinal está
constituida de tal manera, que comúnmente se siente
empujado a "actuar" una gran parte de lo que imagina.
Finalmente el desviado sexual tiene poca libertad de
expresión erótica, ya sea en actos o en fantasías. No
podemos tampoco designar como dotados de una organi-
zación perversa a estos pacientes que -a menudo, de
estructura histérica- se han lanzado a aventuras
homosexuales sin futuro, ni tampoco a los obsesivos que
nos relatan efímeros hechos perversos de su vida, tales
como experiencias fetichistas o eróticas anales. Estas
experiencias tienen una significación y una función cua-
litativamente diferentes de las que revisten en el des-
viado sexual. En este último, la expresión erótica rituali-
zada constituye un rasgo esencial de su estabilidad
psíquica, y una gran parte de su existencia se desarrolla
alrededor de ella. De igual modo, se puede distinguir el
desviado sexual de pacientes psicóticos. Estos últimos
buscan a veces relaciones perversas como un intento de
escapar a una angustia psicótica (angustia de fragmen-
tación, delirios), encontrando así los límites de su cuerpo
y de su sentimiento de identidad a través de un contacto
erótico. Estos factores se pueden encontrar también en
el perverso, pero no constituyen los elementos más
importantes.
Finalmente, no es tan simple apreciar lo que es per-
verso y lo que no lo es. Y, suponiendo que lo lográramos,
es más fácil definir lo que entendemos por perversión
que lo que entendemos por "perverso". Desde muy tem-
prano, a Freud le llamó la atención el hecho de que
todos podríamos ser considerados como perversos; bajo
una capa neurótico-normal todos conservamos los restos
de un niño perverso-polimorfo. Las actividades que
habitualmente consideramos como perversas -voyeu-
56
paz
rismo, fetichismo, exhibicionismo, interés por una varie-
dad de zonas erógenas- podrían formar parte de la
experiencia de una relación amorosa normal. Partiendo
de este punto de vista, uno de los factores que podrían
caracterizar al perverso es que no puede elegir; su sexua-
lidad es fundamentalmente compulsiva. No elige ser per-
verso ni tampoco la forma de su perversión -como el
obsesivo no elige sus obsesiones, ni el histérico sus cefa-
leas o sus fobias-. El elemento compulsivo en la sexua-
lidad aberrante infunde su marca a la relación de objeto,
y el objeto sexual pasa a desempeñar un papel circuns-
crito y severamente controlado, incluso anónimo. El otro
miembro de la pareja, aunque muy a menudo es redu-
cido a un objeto parcial, está considerablemente inves-
tido y cumple una función mágica. Pero se podría decír
lo mismo de una relación amorosa genital en la que la
ilusión nunca falta. 1 Dicho de otra manera, así como el
psicótico busca en el contacto erótico un refuerzo contra
la angustia y un soporte para su yo, el heterosexual neu-
rótico-normal busca, él también, en sus relaciones
sexuales un refuerzo narcisista y un reaseguro destina·
dos a protegerlo de los golpes que le asesta la vida. En
todo individuo que hace el amor, existe la fantasía omni-
potente de reparación de sí mismo y del otro. Sin
embargo, en la mayoría de los casos, este factor no es el
único; el interés y el amor que sentimos por el otro,
fuera de la relación sexual, tienen también una gran
importancia. De esta manera, 1a relación sexual, en la
economía libidinal del sujeto "normal", desempeña un
papel dinámico diferente del de las personalidades per-
versas o psicóticas.
No hablaré aquí de lo que comúnmente se llama
l. L<i concerniente a la noción de "bisexualidadn, en tanto ele-
mento universal de la sexualidad humana, será nuestro punto de
partida en el capítulo 4.
57
"carácter perverso" ni de acting-out, como la toxicoma-
nía o 1a delincuencia, que finalmente muestran una eco-
nomía parecida a la que se revela en las anomalías
sexuales; vemos en ellas diferentes intentos de resolver
los mismos conflictos inconscientes fundamentales.
Estas otras categorías clínicas, comúnmente llamadas
"perversiones sociales", etc., se distinguen de las per-
versiones sexuales por el hecho de que no exigen una
erotización consciente de las defensas; el fin perseguido
no es el placer sexual. En este trabajo espero poder
extraer ciertos elementos propios de la estructura psí-
quica que encontramos de una manera relativamente
constante en todos los desviados sexuales. Fijaré parti-
cularmente mi atención en la relación del sujeto y de su
acto con la escena primaria (este concepto comprende
para mí, el conjunto de los fantasmas inconscientes que
conciernen a la relación sexual, y Ja mitología personal
de cada uno en lo que concierne a h>s imagos parenta-
les).
ANTECEDENTES DE ESTE ESTUDIO
Comencé a interesarme en la significación incons-
cíente de las desviaciones sexuales a raíz de una de esas
coincidencias que se descubren en la práctica analítica
de cada uno: me encontré con tres pacientes homosexua-
les en análisis al mismo tiempo. Antes que esos análisis,
muy prolongados, hubieran llegado a término, había
comenzado dos más. Todas estas pacientes sufrían in-
tensos períodos de depresión en los momentos de fracaso
en sus relaciones amorosas o en su trabajo. (Todas ejer-
cían una profesión liberal o una actividad artística, y
ninguna obtenía resultados satisfactorios. A veces, éste
era el motivo consciente que les hacía buscar una ayuda
58
.....
en el análisis. Ninguna vino a verme a causa de su
homosexualidad.)
En estos cuadros clínicos, caracterizados por una
mezcla de manifestaciones neuróticas y psicóticas, ter-
miné por comprender que las relaciones sexuales de
estas analizantes eran a menudo una comedia delirante
en la que la pareja desempeñaba el papel mágico de un
muro de protección contra la amenaza de depresión o de
una pérdida de identidad, y también contra ataques
imaginarios de los hombres. La relación misma, muy
ambivalente, también estaba amenazada constante-
mente desde el interior.
Además de estas similitudes en cuanto a la estruc-
tura del yo y en cuanto a los mecanismos de defensa uti-
lizados para mantener un equilibrio precario, estas
pacientes presentaban otro gran parecido en la manera
como describían a sus padres, al menos durante los pri-
meros años de su análisis. El cuadro presentado mos-
traba un padre que no cumplía con su función paterna, y
una madre que cumplía demasiado con la suya. Sor-
prendida por este curioso reparto de buenas y malas
cualidades, según una línea de demarcación sexual,
traté de despejar los lazos existentes entre el fantasma
edípico y la elección de un objeto homosexual concer-
nientes al papel de la homosexualidad en el manteni-
miento del equilibrio psíquico y de la identi.da.d del yo
(McDougall, 1964, 1970).
Podríamos resumir de la siguiente manera la econo-
mía psíquica de la homosexualidad femenina: es un
intento por salvaguardar el equilibrio narcisista frente a
una necesidad constante de escapar a la relación peli-
grosa y simbiótica, reclamada por la imago materna, y
al mismo tiempo mantener una identificación incons-
ciente con el padre, elemento esencial en esta estructura
frágil. Cualquiera que sea el precio, esta identificación
59
.............
ayuda al homosexual a protegerse contra la depresión o
contra estados psicóticos de disociación, y contribuye de
esta manera a mantener la cohesión de su yo.
Comencé a interesarme en el hecho de que los
pacientes homosexuales hombres presentaban en su
mayoría los mismos elementos estructurales que las
mujeres homosexuales, particularmente en lo que con·
cierne a su mundo de imagos y a la escisión afectiva de
los objetos según una línea sexual. Pero mientras la
mujer intenta encontrar lo esencial de su propia femini-
dad en su pareja idealizada, el homosexual hombre
busca un pene idealizado en otro hombre. Los aspectos
destructores y peligrosos del padre del mismo sexo se
proyectan, en cada caso, en el sexo opuesto. L-0s homose-
xuales de ambos sexos buscan inconscientemente una
protección contra la madre primaria "oral" o "anal" de
las fases pregenitales, y tanto unos como otros intentan
desesperadamente mantener una cierta "barrera fálica"
-por intermedio de la identificación (en el caso de la
niña) o de la elección del objeto (en el caso del niño)-
creando así un objeto idealizado, interno o externo, que
sirve de instancia paterna y hace las veces del falo sim-
bólico, aunque el padre real sea considerado como un ser
sin valor, ausente, incluso muerto.
Posteriormente encontré esta misma organización
edípica desequilibrada, y la estructura inconsciente que
le corresponde, en pacientes fetichistas y masoquistas, y
en los aportes clínicos de algunos de mis colegas a pro-
pósito de casos semejantes. Continué interesándome por
el destino de la imago paterna y por el papel simbólico
del falo en la estructuración de tales personalidades, lo
que me ha permitido estudiar más en detalle los ataques
sádicos imaginados contra los padres, particularmente
contra la madre idealizada, que se revelaban, tal como
el contenido latente de un sueño, a través del acto
60
,....
sexual de estos analizantes. En el capítulo anter!or
hemos resumido este aspecto a través del estudio clínico
de M. B. quien, desde su adolescencia, llevaba vestidos
rituales y se azotaba las nalgas para alcanzar el
orgasmo; cuando fue adulto, pidió a su compañera
sexual que llevara los vestidos simbólicos y que aceptara
ser azotada. Como es frecuente en las anomalías sexua·
les, la naturaleza del lazo erótico era más importante
que el papel que desempeñaba cada uno de los compañe-
ros sexuales en esta ocasión. La vida profesional de este
analizante estaba sometida a las mismas complicaciones
que su vida sexual: no podía desarrollarse sin angustia y
sin un mínimo necesario de puesta en escena. (Los con-
flictos y las interdicciones que marcan la vida sexual de
estos sujetos provocan casi siempre dificultades análo-
gas en su trabajo -a menudo un trabajo intelectual y
creador- que en consecuencia corre el riesgo de sufrir
inhibiciones graves.) Análisis como éstos muestran cla-
ramente cómo una sexualidad aberrante puede servir de
defensa "maníaca" contra las angustias depresivas o
persecutorias.
Los rasgos esenciales que se extraen del fragmento
del análisis de M. B. pueden encontrarse en todas las
desviaciones sexuales y permiten diferenciarlas de las
organizaciones neuróticas y psicóticas. No quiero decir
con esto que las múltiples formas que puede adoptar la
solución sexual perversa no tengan significación propia
en sí mismas, ni afinidades particulares unas con otras.
Excepto su interés teórico, estas diferencias y similitu-
des son importantes para la comprensión analítica de
semejantes pacientes: por ejemplo, la relación entre el
fetichismo y el travestismo, o el estrecho vínculo entre el
fetichismo y los objetivos sadomasoquistas, e igual-
mente la relación del voyeurismo con el exhibicionismo.
También es significativa la distinción entre todas estas
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  • 1.
  • 2. Joyce McDougall ALEGATO POR UNA CIERTA ANORMALIDAD 'PAIDOS Buenos Aires • Barcelona • México
  • 3. INDICE Prefacio a la edición inglesa de 1990.................................... 7 Prefacio................................................................................... 15 1. La escena sexual y el espectador anónimo .................... 29 2. Escena primaria y argumento perverso......................... 55 Antecedentes de este estudio.......................................... 58 El final de la infancia ... ................................................... 65 Argumento perverso y escena del sueño ............................ 69 Tema y variaciones........................................................... 71 3. El dilema homosexual: estud[o de la homosexualidad femenina ........................................................................... 91 Historia edípica y estructura edípica ............................. 97 La imagen del padre ........................................................ 99 La imagen de la madre .................................................... 110 La envidia del pene y el concepto de falo...................... 121 La mujer homosexual y el pene...................................... 126 La relación homosexual................................................... 131 Estructura edípica y defensas del yo.............................. 137 4. La masturbación y el ideal hermafrodita....................... 145 El pecho materno y la sexualidad................................... 147 El hombre y la masturbación .......................................... 154 Masturbación y psicoanálisis.......................................... 162 5. Creación y desviación sexual.......................................... 169 5
  • 4. 6. El anti-analizando en análisis......................................... 199 7. La contratransferencia y la comunicación primitiva.... 225 Sobrevivir es fácil. Lo duro es saber vivir. Annabelle Borne ................................................................................. 240 La comunicación primitiva ............................................. 246 El papel de la contratransferencia .................................. 256 8. Narciso en busca de una reflexión.................................. 269 9. El psicosoma y el proceso psicoanalítico....................... 301 El individuo psicosomátíco............................................. 307 Psique y soma en la teoría psicoanalítica ...................... 310 Observaciones y especulaciones..................................... 335 Relaciones sexuales y objetales....................................... 338 Defensa somática y defensa neurótica ........................... 350 El cuerpo como objeto psíquico...................................... 356 10. El cuerpo y el lenguaje, y el lenguaje del cuerpo.......... 361 11. El dolor psíquico y el psicosoma .................................... 379 12. Tres cuerpos y tres cabezas ............................................. 405 13. Alegato por una cierta anormalidad.............................. 415 Referencias bibliográficas..................................................... 435 6
  • 5. PREFACIO A LA EDICION INGLESA DE 1990 Me siento sumamente complacida de que este libro se publique por primera vez en Gran Bretaña, gracias a Jos incansables y denodados esfuerzos de Robert Young, de la casa editora Free Association Books, quien luchan- do contra viento y marea obtuvo los derechos de publica- ción una década después de que la obra apareciera en inglés en Estados Unidos. La nQticia de esta nueva edici6n me llevó a releer Alegato por cierta anormalidad por primera vez desde que yo misma terminé su traducción del francés al inglés. Rara vez un autor lee de nuevo una de sus obras publicadas, quizá porque, según dicen que dijo Picasso, "la única obra que cuenta es la que todavía no se ha hecho"; pero esta reticencia puede deberse tam- bién a una negativa a redescubrir y reconsiderar lo que se escribió, por temor a encontrarlo deficiente, banal o carente de las cualidades que uno quisiera adjudicar a sus propias ideas. Esto es particularmente válido en el campo de la investigación psicoanalítica, donde los con- ceptos son permanentemente cuestionados y ampliados, 7
  • 6. en un intento de abarcar con ellos fenómenos clínicos que ya no parecen corroborar los conceptos clásicos. Al releer, pues, Alegato por cíerta anormalidad, com- probé con agrado que mi actitud hacia mi labor y hacia mis pacientes apenas si ha cambiado a lo largo de los años, pero también quedé sorprendida al reparar en las hipótesis teóricas que siguieron germinando en mi mente y me impulsaron a nuevas observaciones y elabo- raciones. Mientras repasaba el liuro como lo haría un crítico a quien se le hubiera encargado una reseña, pude recoger una impresión general acerca de la motivación subyacente que me llevó a abordar al mismo tiempo tan- tas y tan controvertibles cuestiones teóricas complejas. En el "Prefacio" de la primera edición ya mencioné los sentimientos de incomodidad y malestar que me insta~ ron a redactar estas notas: la sensación de no compren- der lo que estaba pasando (o lo que no estaba pasando) en la situación analítica. A veces esto derivaba de la intrincada relación transferencial-contratransferencia! con cierto tipo de pacientes, que daba origen a estados de malestar emocional y de cuestionamiento intelectual. Con frecuencia esto promovía en mí el deseo de escribir con la esperanza de lograr así una mejor comprensión de la realidad psíquica de mis pacientes, con sus poderosos, aunque paradójicos, dramas interiores, así como el de tantear las barreras creadas por mi propio mundo interno. No se me escapaba mi inquietud por el hecho de estar aprisionada dentro de conceptos teóricos venera- bles, que tal vez fueran el impedimento para tratar de hallar solución a problemas clínicos complejos. Estos conceptos abarcaban toda una gama, desde el perma- nente examen de las pulsiones instintivas y sus desti- nos, hasta el desafío a dicotomías tales como las de lo edípico y lo preedípico, o las que oponían el conflicto mental a la deficiencia psíquica, o las teorías de las rela- 8
  • 7. ciones objetales a las perspectivas interpersonales. Tam- poco creía en la validez de considerar a la perversión simplemente como el negativo de la neurosis, ni en la concepción según la cual neurosis y psicosis pertenecen a dos mundos totalmente separados. Quería, con cau- tela, abrir nuevos territorios, proponer otras hipótesis y enfoques clínicos diferentes. Lo que se enuncia con menos claridad, tanto en el "Prefacio" de la primera edición como en el resto del libro, es la actitud polémica que está en la base de estos cuestionamientos, la marcha de protesta teórica contra gran parte de lo que me habían enseñado a considerar sacrosanto tanto en la teoría como en la práctica del psi- coanálisis. ¿Quién se atrevería. a discrepar despreocupa~ damente con Freud? Pese a los veinte años transcurri- dos desde mis primeros pasos vacilantes en el campo profesional, yo seguía pensando que criticar a Freud equivalía a un delito de lesa majestad. ¿Y cómo podía pretender desafiar a los teóricos posteriores a él que tanto habían contribuido a mi creciente comprensión de las complejidades de la psique humana y a mis propias observaciones clínicas? Sin embargo, había diversos aspectos de las teorías de Klein, Lacan, Hartmann, Win- nicott, Bion y Kohut que no me satisfacían. Desde mi temprana adolescencia, las influencias familiares me habían vuelto algo irreverente, y esto sin duda promovía aún más mi reacción alérgica ante cualquier huella de religiosidad presente en las diversas escuelas de pensa- miento psicoanalítico. Esta mirada retrospectiva me llevó a advertir, enton- ces, que muchos de los temas tratados en el libro (así como en los seminarios que sirvieron de base a varios capítulos) tenían como propósito criticar la idealización de la teoría y poner de relieve cuán peligroso era invali- dar las ideas personales sobre el trabajo propio, adhi- 9
  • 8. riendo con excesiva tozudez a ciertas consignas metapsi- cológicas y clínicas. Me daba cuenta de que el terrorismo teórico, si bien puede ser a veces tranquilizador para los candidatos en formación, ejercía una influencia inhibi- dora en los jóvenes analistas que sólo contaban para orientarse con unos pocos años de experiencia, y les impediría hallar en el futuro explicaciones creativas para los fenómenos clínicos novedosos que, aunque no invalidaran los conceptos vigentes, tampoco encontra- ban respuesta en éstos. Yo admitía mi deuda fundamental con la metapsico- logía freudiana (sin la cual, aún hoy lo sostengo, es imposible "pensar psicoanalíticamente"), pero objetaba, con cierta timidez, su teoría de las aberraciones sexua- les, su enfoque normativo de las relaciones amorosas adultas, su concepción más bien endeble de la sublima- ción y sus restrictivos puntos de vista acerca de la sexualidad femenina. En una vena similar, no me ani- maba del todo a criticar el enfoque solipsista de Klein sobre las primeras relaciones objetales, y lo que yo lla- maba, irreverentemente, su modelo "digestivo" de la astructura psíquica. Al mismo tiempo, no me satisfacía la visión "desencarnada" de Lacan sobre la humanidad, puesta de manifiesto en su modelo lingüístico del inconsciente. Apreciaba la insistencia de Lacan en el papel estructurante del padre, tanto en la fantasía como en lo que él define como estructura simbólica, pero me molestaba su aparente desdén de la temprana díada madre-hijo, así como su oclusión del nexo entre el cuerpo y la mente y su descuido del afecto. Klein, por su lado, parecía haber prestado poca atención al papel del padre y su significación en el inconsciente de la madre, con respecto a su efecto en la estructura psíquica temprana. Si bien yo admiraba la forma en que Winnicott había invertido la posición kleiniana tomando en cuenta las 10
  • 9. primeras transacciones entre la madre y el bebé, y su reconocimiento de que algunas madres no eran "sufi- cientemente buenas" en lo que atañe a responder a las necesidades del lactante, me desconcertaba su escaso énfasis en el papel fundamental que tiene la relación entre el padre y la madre para la organización psíquica del niño pequeño. Las investigaciones de Bion me resul- taron enormemente estimulantes, pero perturbadoras por su intelectualidad, que por momentos oscurecía, a mi juicio, la naturaleza de la relación analítica. El inte- rés de Kohut por el "sí-mismo", según él lo concebía, y por la importancia de la patología narcisista, me irrita- ban en no menor medida, a raíz de su aparente senti- mentalismo y de que echaba por la borda conceptos bási- cos, como los de la teoría de la libido o el papel de la sexualidad infantil, sin ofrecer a cambio, desde mi punto de vista, sustitutos satisfactorios. Me fue muy esclarece- dor el nuevo territorio abierto por Kernberg con su exploración de la patología fronteriza y narcisista, y valoré la necesidad por él expresada de poner orden en el caos del funcionamiento psíquico, pero su exhaustiva categorización de los estados clínicos me pareció limi- tante; con él, como con muchos otros investigadores cre- ativos, tuve la impresión de que a veces se perdía de vista al analizando -un ser como nosotros, que lucha por hallar soluciones a las dificultades que le plantea el hecho de ser humano-. Pero a pesar de todo, jamás se me habría ocurrido enfrentarme abiertamente a estos pensadores, ya que tenía aguda conciencia de mis pro- pias limitaciones. Lo que hice -ahora lo advierto- fue tratar de que mis ideas y mis ejemplos clínicos se enfrentaran con ellos por mí. En verdad, mis sentimientos más intensos hacia los pensadores analíticos mencionados en esta lista (que de ningún modo es exhaustiva) se vinculan con el entu- 11
  • 10. siasmo del descubrimiento, pues todos ellos me inspira- ron ulteriores reflexiones. Mi insatisfacción por sus ine- vitables limitaciones no anula en absoluto la deuda que tengo para con ellos. Lo opuesto a la admiración, como ocurre con el amor, no es la crítica o el rechazo, sino la indiferencia. Yo estaba y sigo estando lejos de permane- cer indiferente ante estos pensadores constructivos, y en cambio les estoy sumamente agradecida por haberme obligado a pensar, por más que, después de muchas bús- quedas, he rechazado algunos de sus hallazgos a la par que incorporaba otros a mi metapsicología privada. Me llevó algunos años darme cuenta de que mis crí- ticas principales se dirigían a los seguidores ciegos, complacientes, de los fundadores de las escuelas psicoa- nalíticas, los discípulos devotos que parecen olvidar que una teoría, por definición, es sólo una serie de postula- dos que no fueron probados jamás. (Si fuese de otro modo, nuestras teorías sobre el funcionamiento psíquico serían leyes, no teorías, y por ende sólo con enorme difi- cultad podrían ser impugnadas.) Esta actitud reveren- cial hacia la teoría y los teóricos psicoanalíticos, si bien puede fomentar el esfuerzo por corroborar los conceptos teóricos existentes, es una amenaza constante contra la capacidad de observación clínica y el cuestionamiento teórico creador si sus adherentes caen en la trampa de convertirse a la fe de los líderes carismáticos y de sus teorías. Esta actitud mía polémica, que no fui capaz de asu- mir plenamente en mis primeros intentos de objetar conceptos venerables, inevitablemente me lleva a pre- guntarme por las metas y finalidades que inconsciente- mente afectan mis propias investigaciones clínicas y teó- ricas. ¿En qué se funda, por ejemplo, mi tendencia a las actitudes iconoclastas, presente desde mi niñez, y a otor- gar en consecuencia un alto valor, en mí vida profesio- 12 --
  • 11. -- nal, a un enfoque ecuménico del pensamiento psicoana- lítico? Dejando de lado el origen de estas tendencias, el hecho de que recibiera mi formación analítica en un idioma que no era mi lengua natal, y que debí esfor- zarme por dominar, tuvo un efecto considerable al incul- carme que, como decía Pascal, las palabras sirven para encubrir nuestros pensamientos en vez de servir para comunicarlos. Hay teorías altisonantes que, cuando se las examina con cuidado, se parecen en ocasiones a la hazaña de partir un coco: tras la enérgica división, uno descubre apenas una cantidad muy pequeña de líquido ahí dentro, de un sabor casi imperceptible. En diversas oportunidades se me acusó, por ejemplo, de atreverme a utilizar conceptos teóricos kleinianos o lacanianos siendo que yo no me identificaba en modo alguno como analista kleiniana o lacaniana, ni en la teo- ría ni en la práctica. Con igual sorpresa noté que otros me criticaban por ser una clínica y teórica "ecléctica". En rigor. me considero, como profesional, una freudiana clásica, y si bien mis hipótesis pueden poner en tela de juicio algunos de los conceptos más venerados por Freud, entiendo que son una extensión de sus puntos de vísta básicos, teóricos y clínicos. Pero me siento impul- sada a agregar... jque la misma afirmación harían los kleinianos, lacanianos, hartmannianos, winnicottíanos y kohutianos, así corno los adherentes a casi todas las demás escuelas de pensamiento psicoanalítico1 En la medida en que todos nos zambullimos en el misterioso funcionamiento de la psique humana y estamos de- cididos a buscar la verdad en este campo escurridizo, pertenecemos a la misma familia. El cambio psíquico se produce en todas las variantes de tratamiento psicoana- lítico, por más que lo practiquen profesionales con con- ceptos teóricos y enfoques técnicos sumamente divergen- tes entre sí. El hecho de que cada escuela proponga una 13
  • 12. teoría distinta para explicar los cambios producidos en el curso del tratamiento sugiere que las transformacio- nes en la organización psíquica y las curas sintomáticas resultantes ¡no se deben a nuestras teorías sobre dichos fenómenos! Quizá la explicación del cambio psíquico se nos escape por siempre. A los lectores que ya están familiarizados con los libros posteriores a Alegato por cierta anormalidad tal vez les interese conocer los antecedentes, en materia de experiencia y reflexión, que son el fundamento de mis obras posteriores. Esto es particularmente notorio en mi intento por demostrar, con referencia a las teorías de raíz clásica sobre la perversión, que las desviaciones sexuales no pueden entenderse mera mente como el negativo de las construcciones neuróticas (inquisición que prosiguió en Theatres of the Mind), así como en mi actitud de sondeo frente a las teorías establecidas que dan cuenta de los fenómenos psicosomáticos (retomada en Theatres ofthe Body). En ciertos aspectos el presente libro y Theatres of the Mind se complementan, por cuanto este ljbro ilustra con más detalle una teoría clí- nica general que me resultó útil para abordar a los ana- lizandos cuya estructura psíquica presenta un desafío particular en el encuentro psicoanalítico. Agosto de 1989 14
  • 13. PREFACIO Para un psicoanalista, publicar un libro "de psicoa- nálísis" significa también publicarse, revelar un frag- mento de sí mismo. Este libro expone el trayecto de una reflexión de muchos años, resultado de una experiencia compartida con mis pacientes. Pues un psicoanálisis no debe asimi- larse a una situación en la que una persona "analiza" a otra. Más bien es el análisis de una revelación entre dos personas: el analista vivirá a su modo, con su propia fuerza y su propia debilidad, lo que sus analizantes experimentan, se identificará por turno con cada uno de ellos y con los seres que han marcado sus vidas, y lo hará a través de un conocimiento de sí mismo, siempre parcial. A veces, la intimidad de esta experiencia es mayori más intensa que la que el analista ha conocido en la relación con sus parientes.. . ¿Qué me impulsó a escribir los diversos textos que componen este libro? La necesidad de escribir no se me impone en los momentos en los que siento mayor placer por ser analista sino más bien en aquellos en los que 15
  • 14. debo superar obstáculos para recuperar ese placer. La relación íntima en la que se encuentran dos individuos para comprender mejor la problemática de uno de ellos desencadena una experiencia innovadora en la cual algo puede ser puesto en palabras por primera vez en la his- toria del sujeto, y por primera vez también ser pensado y experimentado. Pero las complejidades de la relación son tales que en cada análisis surgen "tiempos muertos" en los que este proceso se detiene. Y a veces se traba totalmente, colocando tanto al analista como al anali- zante en una situación de incomodidad. Así, cada vez que me encontraba en dificultades, que ya no compren- dfa nada o no lograba comunicar lo que había compren- dido o, lo que es más perturbador aún, cuando tenía la impresión de haber comprendido, de haber compartido mi comprensión y, a pesar de nuestros esfuerzos combi- nados, el proceso analítico no se desencadenaba con los caxnbios profundos que es capaz de inducir, entonces me ponía a escribir. Al principio realicé este trabajo de reíle· xión pensando en los jóvenes analistas que se estaban formando. El primer tema de mis seminarios fue la re)a. ción de transferencia y contratransferencia, tema que permitía llevar siempre más lejos la pregunta por aque- Jlo que pone al analista en dificultades en su práctica y lo que corre el riesgo de escapar al proceso analítico; cuestionamiento siempre retomado de las limitaciones del analista, del analizante y, por último, del mismo método psicoanalítico. El analista queda fácilmente preso en su propia formación. Su saber específico, adqui- rido por los afectos de la transferencia y fuertemente marcado por ellos, corre el riesgo no sólo de propagar cierto terrorismo teórico -lo cual obstaculiza la libertad de pensar y de cuestionar- sino también de entorpecer su práctica. Todo lo que al analista le ha faltado explo- rar en su psicoanálisis personal se encuentra en el ori· 16
  • 15. - gen de su ceguera y su sordera frente a sus futuros pacientes. De modo que si quiere acompañar a sus anali- zantes tan lejos como sea posible, debe examinar conti- :nuamente sus afectos contratransferenciales. Este interés primero ha dejado sus huellas en casi todos los capítulos de este libro. Pero el estudio de la relación analítica no es lo único que abre el camino a la exploración de lo que hace fracasar el trabajo del ana- lista. Desde muy temprano, mi atención fue atraída por un cambio sutil surgido en la naturaleza de la demanda de análisis y por el hecho, constatado igualmente por un gran número de mis colegas, de que el "buen neurótico clásico" (si es que su existencia en estado puro es algo más que un simple artificio de la teoría psicoanalítica) empezaba a escasear. Hoy en día nos encontramos más bien con pacientes que padecen problemas de carácter, que se expresan la mayoría de las veces por medio de conductas sintomáticas que he calificado como "actos- síntoma". Los actos-síntoma, haciendo las veces de lo reprimido, ocupan el lugar de la elaboración psíquica tal como se la observa detrás de los síntomas neuróticos. Un cambio semejante, debido en parte al interés creciente por la experiencia analítica, tiene el efecto de llevar al análisis a pacientes que en los primeros tiempos del psi- coanálisis no hubieran sido considerados como "indica- ciones". Pero también en nuestros días las curas analíti- cas duran varios años, lo que da a los "neuróticos" el tiempo suficiente para descubrir su dimensión "psicó- tica", la que se esconde en los rasgos del carácter, en las manifestaciones psicosomáticas, en la inhibición de las aspiraciones creadoras. Paralelamente, he podido cons- tatar que el "buen neurótico", con su "yo fuerte", resulta con frecuencia totalmente inaccesible al proceso analí- tico, mientras otros, de estructura laxa, narcisista, pro- yectiva, los de "yo débil", convertían su análisis en una 17
  • 16. aventura fructífera y fascinante para sí mismos y para su analista. Estos pacíentes, a los que no puedo clasifi- car pues su sintomatología es muy diversificada -lla- mémosles los "casos dificiles"-, me han llevado a com- prender, por el encarnizamiento mismo de su resistencia al análisis, al cual sin embargo se aferran con violencia, que su coraza caracterológica tenfa la función de prote- ger sus vidas, y no sólo su sexualidad, como sucede con la sintomatología neurótica. Es verdad que todo síntoma es un intento de autocuración, pero, en esos analizantes difíciles, los síntomas sirven como escudo contra la indi- ferenciación, la pérdida de identidad, la implosión frag- mentadora del otro. Para salvaguardar el derecho a existir, solo o con otro, sin temor de perderse, de hun- dirse en la depresión o disolverse en la angustia, se crea un edificio psíqu1co construido por la magia infantil, megalomaníaca e impotente: medios de niño para hacer frente a una vida de adulto. Esta forma de vivir puede aparecer a los ojos de los demás como una existencia loca o incoherente, y e1 sujeto como inexplicablemente actuando o ausente en exceso; pero quien habita este edificio, por más que su estructura oprimente torne la existencia casi insoportable, no renunciará a él alegre- mente (salvo que haya decidido quitarse la vida). Pues al menos, al abrigo de este edificio, le es posible sobrevi- vir. Este libro se abre allí donde comienza mi cuestiona- miento de la creatividad psíquica, con una pregunta por la perversión sexual. La solidez de la construcción cons- tituida por la perversión ha opacado su significación interna. Sin embargo, es un terreno muy familiar para el psicoanálisis. ¿No consagró ya Freud en 1905, en los Tres ensayos, un capítulo magistral a las "aberraciones sexuales"? No hago más que redescubrir todo lo que de 18
  • 17. allí se deriva: la angustia de castración; los aconteci- mientos traumáticos de la infancia que, en el análisis, apuntalan el sentido del fantasma amenazante; la pre- genitalidad y la tolerancia de sus expresiones eróticas que los neuróticos niegan; el retorno del ataque super- yoico rechazado por el sujeto, volviendo del exterior con fuerza persecutoria. Mis pacientes me ayudaban a reconstruir sus vidas de niño, a escuchar en sus propias palabras las claves que daban sentido a su invención erótica, a su elección de objeto, a sus estrechos objeti- vos. Pero sus sufrimientos continuaban, y su desviación también. Por más que encontrase en la famosa fórmula "la neurosis es el negativo de la perversión" que es enri- quecedora -fórmula que la experiencia clínica siempre confirma- me parecía insuficiente para comprender lo que hay de inquebrantable y compulsivo en la organiza- ción perversa. La hipótesis económica de la "energía libidinal", hipótesis que tan bien ilumina el síntoma neurótico con sus satisfacciones secretas, no explica del mismo modo los caminos complejos de la desviación sexual, que constituye la economía de una construcción neurótica. Dicho de otra forma, esta desviación (= una vía distinta) no es un simple desvío en el camino del placer. Una dimensión evocadora de la desesperación, una necesidad vital se entremezclan en la práctica per- versa, adelantándose al deseo; o más bien, es un deseo diferente el que se expresa y, muy frecuentemente, puede prescindir tanto de la resolución orgástica como de la relación amorosa. Allí la amenaza que pesa sobre la sexualidad es más antigua: concierne al derecho a una existencia separada y a un pensamiento indepen- diente. Se trata de la angustia originaria, del peligro de desaparecer en el otro y de desear esta desaparición, esta muerte psíquica ante la cual el ser infantil y frágil inventará lo que sea para escapar. Así nacen tanto las 19
  • 18. creaciones de la sexualidad perversa como la perversi- dad cruel que intenta·por medios eróticos controlar el peligro que representa el otro. Algunos, presos en la trampa de su deseo de vivir y su imposibilidad de hacerlo sin violencia, encuentran en la no-sexualidad un guión y una escena para la acción susceptibles de contener esta violencia, también con una expresión eró- tica que les permite una vida sexual, aunque muy intrincada, y un contacto con sus semejantes, aunque muy parcial. Así se evita a la vez el peligro de perder todo derecho al deseo y el peligro de perderse en la rela- ción con el otro. Por el contrario, en este encuentro, queda recuperada la imagen de sí, con una identidad propia y sin que nadie muera. Pues el encarnizamiento por destruir al objeto amenazador apunta al mismo tiempo a los objetos originarios más amados. Este drama da la medida de la hazaña del niño que crea estas invenciones, creaciones imaginarias que, en el segundo tiempo del deseo, se convertirán en perversio- nes sexuales. Así, este libro comienza con la historia de M. B., o más bíen con un trozo de su historia analítica que sólo intenta ilustrar una hipótesis. Todo lo que era exclusivo de B. no figura en estas páginas; sólo lo que tenía en común con otros que, como él, sufrieron una misma angustia y semejante desesperación. Este dolor insoste- nible, más allá de la "angustia de castración" qi1e sub- yace a la sintornatología del neurótico (y que tampoco falta en estos pacientes), atañe a la muerte psíquica en la que el yo del discurso corre el riesgo de perder sus señales narcisistas identificatorias. Erigir una muralla contra este derrumbamiento, muro cuyas primeras pie- dras han sido colocadas en el transcurso de la primera infancia, con todo lo que implica de tambaleante e inquebrantable a la vez, es dar al comportamiento eró- 20
  • 19. tico, piedra angular de este arcaico edificio, una dimen- sión pavorosa e ineluctable. En un capítulo más teórico (cap. 2) he intentado pre- cisar esta problemática y definir el funcionamiento psí- quico que permite mantener este frágil equilibrio. Esta primera pregunta por la perversión abre otros interrogantes. Muchas perversiones sexuales son en el fondo sistemas insólitos de masturbación, lo que me con- dujo a una reflexión sobre la masturbación como fenó· meno universal en el ser humano, y sobre su rol como expresión privilegiada de la bisexualidad psíquica y la omnipotencia erótica de todo ser. Entre los dioses y las lombrices, Hermafrodita ocupa un lugar imaginario (cap. 4). En "Creación y desviación sexual" (cap. 5) abordo el problema de lo que liga la sublimación y la perversión y de lo que las distingue, pregunta que para rnf está lejos de haber recibido una respuesta definitiva. Partiendo de la noción de una sexualidad "adictiva" -de la sexualidad como droga-, he llegado a pregun- tarme si muchas relaciones sexuales, que por su forma no pueden considerarse desviaciones, no jugaban un papel semejante en la economía psíquica del yo. De allí la idea de señalar en la regresión psicosomática una forma de sexualidad y de relación "adictiva". En efecto, he dedicado mi interés a aquellos que, si bien mostraban una problemática de fondo idéntica a la que se descubre en el interior de la desviación sexual, no han podido encontrar este ensayo de autocuración, o bien, habién- dolo encontrado, no han podido retenerlo. La sesión ana- lítica relatada en "Cuerpo y discurso" (cap. 10) aporta un ejemplo de la pérdida de las soluciones económicas de este tipo. Estas observaciones han desembocado en los proble~ mas de la economía narcisista y sus permutaciones 21
  • 20. eventuales en quienes luchan para salvaguardar su identidad como sujeto. Querer sondear la profundidad de las angustias psicóticas de despedazamiento, de pér- dida de identidad, es un trabajo de espeleólogo psíquico~ trabajo en una angustia compartida para seguir una senda que se abre sobre un vacío tan aterrador que todo camino parece bueno para escapar de él~ fuga hacia los otros, tragados como una droga; fuga ante los otros en una autarquía narcisista; y, cuando el intento de anidar en el otro, de enroscarse sobre sí mismo, conduce siem~ pre a un abismo cuya profundidad no puede medir el espíritu, precipitación en actos automutilantes o toxico- manfacos, con la fuga última hacia el suicidio en el hori- zonte. No nos asombramos entonces al observar, en aque- llos cuya demanda de análisis está sustentada por seme- jante sufrimiento, una resistencia feroz contra el proto- colo de la cura psicoanalítica con su invitación a decirlo todo, a experimentarlo todo, sin recurrir a la actuación. No me refiero aquí a esas curas llamadas de "psicotera- pia psicoanalítica", en las que el analista se muestra reservado de entrada respecto de la capacidad del demandante para utilizar la relación analítica, para poder contener y elaborar las emociones intensas susci- tadas en ella, para soportar comunicaciones que no son sino interpretaciones. A decir verdad, emprender seme- jante aventura supone una buena dosis de salud mental. Pues sucede que muchos pacientes se comprometen en un análisis a causa de síntomas'neuróticos pero la parte psicótica prevalece en ellos por encima de la dimensión neurótica de la personalidad. La defensa contra las angustias psicóticas amenaza interponerse constante- mente entre el analista y el analizante, desencadenando pasajes a la acción que difícilmente pueden traducirse en palabras; o peor aún, análisis en apariencia tranqui- 22
  • 21. los o tormentosos pero vacíos, en los que las sesiones se suceden y se asemejan sin producir ningún cambio en el interior de la relación analítica. Ineluctablemente, descubrí que estos pacientes movilizan en el analista sus propios temores y defensas psicóticas; en efecto, cuando el trabajo se estanca, es el analista quien corre el riesgo de perder sus señales iden- tificatorias, es decir, de perder su identidad de analista. Subrepticiamente descubre que ya no "funciona". Tra- yecto del análisis en el que es necesario inventar algo para no verse atrapado en una relación de fuerzas inter- minable; y aquí comienza el cuestionamiento de sí mismo, y el núcleo de nuevas hipótesis de trabajo: una nueva forma de intervenir, un gesto en lugar de una interpretación, otra manera de escuchar y, en todos los casos, una reflexión profundizada sobre sí mismo, sobre el otro y sobre la pareja que forman. Este aspecto de la aventura psicoanalítica, del lado del analista, se expresa particularmente en los capítulos: "El anti-analizando en el análisis" (cap. 6) y "La contratransferencia y la comu- nicación primitiva" (cap. 7). Pero el autoanálisis sólo nos da explicaciones parcia- les. ¿Por qué logré devolver a la vida a Annabelle Borne, personaje central de la "Comunicación primitiva" y por qué fracasé tan lamentablemente en hacer otro tanto por Mme. O. de "El anti-analizando"? ¡Habrá que creer que la contratransferencia siempre obstruye la visión! No es sorprendente descubrir que la relación analítica que establecen estos analizantes encuentra su corres- pondencia en las relaciones incoherentes que mantienen con su entorno. Pero se supone que el analista descu- brirá en esta incoherencia un sentido, y así es. En segundo plano, siempre se descubren las relaciones inco- herentes de la primera infancia, relaciones alternativa- mente gratificadoras y frustrantes, consteladas con 23
  • 22. experiencias de abandono, de perversión, de enferme- dad, de muerte, que han contribuido a hundir al niño en duelos imposibles y a poner en peligro su vida psíquica. El pequeño sujeto, preso en las redes de fondo del inconsciente parental o de una realidad traumática, padece la ira y la mortificación narcisistas, las que, per- maneciendo enquistadas hasta la edad adulta logran ajustarle solapadamente las cuentas, a pesar de la defensa masiva contra los impulsos destructores. Si se evita una "solución" psicótica, los mecanismos primiti- vos se infiltrarán de todas maneras en cualquier rela- ción. Estos sujetos terminan finalmente perdiendo la esperanza de poder vivir una relación de amor que no sea destruida por el odio. ¿Destrucción de sí, destrucción del otro? En este mundo de relación fusiona!, es exacta- mente Jo mismo. Mientras tanto, la repetición incansa- ble confinna al sujeto la certeza de que, en cada nuevo encuentro será rechazado, deniwado, abandonado, trai- cionado. Entra entonces en un círculo que comienza con Ja idealización del objeto que aportaría supuestamente la satisfacción total, seguida del furor y de fantasmas asesinos cuando sobreviene el desfallecimiento del otro. En su obstinación por establecer una relación indisolu- ble y eterna, crea un lazo fusiona! imaginario, imagen especular que, inevitablemente, se revelará como inade- cuada para la espera imposible. La alondra*, presa en la trampa de su propio deseo, descubre entonces una fuerza sobrepoderosa para apartarse del otro -superfi- cie reflectante- y romper el espejo. Y en ese preciso momento es su propia imagen la que vuela en pedazos. El sujeto, ahogado por la angustia, se retrotrae ante Ja "' Juego de palabras con ulouette (alondra) y miroir (espejo): umiroir a alouettes" significa espejuelo, trozo curvo de madera con espejitos incrustados que se usa para atraer a las alondras y cazar- las. [T.) 24
  • 23. vida, se aparta del prójimo y se autorrecrimina, diri· giéndose amargos reproches. Frente a semejante desas- tre, algunos no se aventuran más en el universo de los otros, no se exponen nunca más a la dependencia servil, al temor constante de perder, no sólo el objeto deseado sino también el objeto-reflejo, garantía de la existencia y seguridad de que la vida vale la pena de ser vívida. En "Narciso en busca de una fuente" (cap. 8) he intentado hacer sensibles, por medio de algunos fragmentos de análisis, los dos desenlaces de este conflicto psíquico vital, aparentemente opuestos. Si una de las soluciones apunta al dominio tan absoluto como sea posible de· sí mismo, la otra persigue el control absoluto del objeto, y cada una intenta a su modo evitar la amenaza de la muerte psíquica. Mis reflexiones sobre la libido narcisista con su pre· caria economía me han enfrentado a sus expresiones más arcaicas que son también, curiosamente, sus expre- siones más banales: las "creaciones" psicosomáticas, manifestaciones del espíritu humano que, luchando cie- gamente por la vida, toman como aparato de pensa- miento este ordenador implacable que es el soma, y de ese modo se ubican del lado de la muerte. Esta falla en la psique, que la escinde del soma, no es la falta signifi- cable que suscita el deseo y la creatividad y que induce los síntomas neuróticos y psicóticos, las perversiones y los actos-síntomas, todos ellos testimonio de la creativi· dad psíquica. Cuando el que encuentra la respuesta a los conflictos psíquicos es el soma solo, su creación es por definición y literalmente, inenarrable. Aquí el ana- lista está a la escucha de lo inefable, de una nada indeci- ble, metáfora de la muerte. Los capítulos de este libro que tratan del psicósoma en psicoanálisis (caps. 9 al 12) adelantan nociones sumamente hipotéticas. Novalis dice en alguna parte: "Las hipótesis son redes de pescar; 25
  • 24. quien no las arroje nada recogerá". Yo he tendido, por tanto, algunas redes... a la espera de que otros me ayu- den a recogerlas y a evaluar lo que contienen. Esta región limite de lo analizable me ha llevado a una apre- ciación de la vitalidad psíquica en todas sus formas. ¿Crear o morir? ¿Es ésta la elección final? Entre las prohibiciones y lo imposible que estructuran la mente humana, el derecho de paso se adquiere arduamente, y el precio que se paga es más diversificado de lo que se piensa. Entre la promesa de la infancia y las realizacio- nes de una vida de adulto, hay más que los escollos de la neurosis, la psicosis y los actos·síntoma. El niño inces· tuoso y el niño de pecho megalómano que exigen sus derechos en tales creaciones tal vez han evitado otro destino, el del niño que supo adecuarse demasiado pronto y demasiado bien al mundo de los mayores, con riesgo de perderse en una sobreadaptación a la realidad exterior, en una "normalidad patológica" tan dolorosa con sus apagados colores como los caminos de la locura. Si el niño agazapado en el fondo del hombre es la causa de su sufrimiento psíquico, también es la fuente del arte y de la poesía de la existencia, la promesa siem- pre presente de una nueva mirada, develamiento de lo insólito en lo cotidiano, protección contra las caídas y locura secreta contra el espectro de la "normalidad nor- malizante" de una vida exclusivamente "adulta". Es necesario saber comunicarse con este niño mágico narci- sista, so pena de asfixiarlo. Asistir a la expansión de este intercambio es una experiencia conmovedora, ser testigo de su fracaso, una tragedia. Es éste el senti- miento que quisiera transmitir en el capítulo que cierra este libro y que le da su título: "Alegato por cierta anor- malidad''. Cada hombre en su complejidad psíquica es una obra 26
  • 25. maestra, cada análisis es una odisea. Mis analizantes no dejan de asombrarme, de enseñarme, de emocionarme. Este libro está dedicado a todos aquellos que me han permitido acompañarlos en su viaje. 27
  • 26. ; 1 l l. LA ESCENA SEXUAL Y EL ESPECTADOR ANONIMO -¿La vida? Es un juego cuyas reglas conozco bien. Que gane o que pierda, no me importa en absoluto. Diga- mos más bien que la vida me divierte. Si alguien escuchara estas palabras se sorprendería de la voz grave y entrecortada del hombre que las pro- nuncia, de la rigidez de su cuerpo y sobre todo de la expresión de su rostro, que no refleja en absoluto la diversión que, según sus palabras, Ia vida le ofrece. ¿Qué significa semejante negación de la importancia de la vida, e incluso del sujeto mismo? Un desafío, cierta- mente. ¿Pero dirigido a quién y por qué motivo? Esta frase, lanzada como una profesión de fe de la cual se siente orgulloso, muestra, sin saberlo el paciente, su intento desesperado por dar un sentido a la vida, y más exactamente a su vida. Podría traducirse de esta manera: "Es necesario que mi vida sea vivida como un juego para que pueda vivirla". Por otra parte, él añade: -Tomar mi vida en serio sería correr un riesgo insensato. Y sin saber por qué. Si su vida no es más que un juego, se convierte en un 29
  • 27. - peligro, en transgresión cuyo castigo será la castracíón, la afánisis, la muerte. Al elegir el juego como modus vivendi, M. B. ha optado finalmente por la vida, que en adelante vivirá sólo bajo una forma lúdica. Y esto, con respecto a cualquier faceta de su vida: trabajos profesio- nales, amistades o vida sexual. Y de la misma forma, por la variante del juego, él se autoriza la experiencia de un análisis. "¿Juego bien el juego del psicoanálisis?", preguntará durante los primeros minutos de su primera sesión. Gracias a esta cobertura lúdica, pudo, desde el comienzo del aná1isis, revelar la sombra de una verdad opuesta a aquella que mostraba durante sus primeras entrevistas. -Mi vida es una degradación continua. Mi trabajo intelectual está siempre retrasado y sólo lo termino en caso de urgencia; frente a mi público tengo la impresión constante de hacer trampa... y un miedo que no me deja, miedo de ser desenmascarado un día y condenado... A propósito, tengo que hablarle de mis pequeñas obsesiones sexuales. En las sesiones siguientes, el paciente utilizaba este último tema como un juego, dejando escapar de vez en cuando fragmentos de frases en relación con su vida sexual y preguntando si yo había "comprendido", sí o no. En realidad, lo que él llamaba su juego sexual, consistía en pegar a su amiga con un látigo en una puesta en escena ritual y detallada. De esta manera podía esperar el goce. -Y ahora le muestro mi degradación sexual. Es algo que sobrepasa mi comprensión... pero no piense que yo querría abstenerme. Son mis juegos favoritos. A decir verdad, en esta sesión, se podría haber sos- pechado que a pesar de su protesta contra la degrada- ción, no quería en absoluto modificar su vida erótica. 30
  • 28. Utilizaba esta última, en su mismo discurso, si no para negar, para controlar el miedo de ser "desenmascarado y condenado" por un delito no conocido. En lo que concierne a su trabajo expresaba, por el contrario, el deseo de cambiar. Pero al tratar de remar- car su impresión de nulidad en ese campo, mostraba la fuerte interdependencia entre sus inhibiciones profesio- nales y su sexualidad. Cuando hablaba de sus dificulta- des para tomar su trabajo en serio, su lenguaje se impregnaba, a menudo, de una imaginería evocadora de fantasmas inquietantes asociados al acto sexual genital. -Soy incapaz de lanzarme, de penetrar en mi tra· bajo. Como si no me atreviera a ir hasta el final. Jamás toco el fondo. Para zambullirme, tengo que hacerlo con los ojos cerrados... ¡pero de todas maneras lo logro! Tengo cantidad de pequeños trucos para tener éxito. Pri· mero me pongo en una situación en donde no puedo retroceder. Estoy obligado, entonces, a ir hasta el final. .. El hecho de que los otros me miren, me obliga a produ· cir. ¡Delante del público produzco siempre! ''Los pequeños trucos para tener éxito" en su vida social encontraban su simétrico en la puesta en escena fetichista (látigo, vestimenta ritual), pero, en ese ámbito, "los otros que miraban" no eran fácilmente iden- tificables. La mirada del otro, presentada generalmente como la mirada de un público anónimo, se convirtió casi en un personaje en el discurso de M. B. Gracias a éste, transformaba sus tareas profesionales en realizaciones brillantes, siempre producto del último minuto, con lo que ganaba un "momento de goce", trabajo que no impe- día el sentimiento irreal de planear "sobre toda su pro- ducción". Un sentimiento de fracaso y de depresión ganaba terreno sobre la impresión más bien triunfante de jugar la vida, mientras que los otros, "la gente bien", se tomaban en serio. 31
  • 29. -Esta impresión de irrealidad forma parte dt!l juego. A veces me pregunto si no es un juego de niños el mío. Debo confesar que siempre hice creer a los demás que, por tomarse la vida tan en serio, eran ellos los niños y era yo quien podía decirles la verdad. ¿Pero de qué verdad se trataba? El paciente estaba lejos de poder precisarlo, sino para decir que, en lo que se refiere a jugar, él jugaba realmente y con pleno conocimiento de causa, que él no era inocente. ¿Y de qué juego se trataba? Eso tampoco era evidente. M. B. habría estado de acuerdo con la idea de Claparede de que "el juego es una persecución libre de metas ficti- cias" y habría agregado enseguida que esta definición del juego caracterizaba perfectamente su concepción de la vida. ¿No había presentado, acaso, todas sus metas bajo un tiempo ficticio? ¿Podría permitirse alguna vez obrar «realmente"? Pero su juego·de-la- vida comprendía también una dimensión de prestidigi- tación que implicaba la mirada del otro. Los otros, al contrario de él, debían creerle, tenían que dejarse engañar como el niño engañado por el adulto. De esta manera proyectaba en los otros su propia confusíón, gracias a la cual, el adulto jugaba y el niño, mistifi- cado y serio, miraba. Protegido por su identidad de prestidigitador, siempre se ha visto como alguien "orí~ ginal" que podía permitirse extravíos y no hacer caso de las obligaciones sociales, reservadas a los otros (a los niños serios, juiciosos). Ahora bien, a través de su discurso analítico comenzó a considerarse bajo una mirada nueva. -Por primera vez me ueo como alguien inmutable, rfgido. Controlo todo lo que hago. ¿Acaso alguna vez (en mi vida) me entregué a un solo gesto espontáneo?... .e incluso, veo claramente que me ínmouilizo frente a todo intento por mi parte de salirme de esto. Hace un año no 32
  • 30. lo hubiera creído. Pero, ¿quiero salirme de esto o no? Q ., ? ¿ uien soy yo.... Después de un corto silencio, retomó el tema habi- tual: no había hecho nada en toda la semana... durante meses... desde hacía años. Después de cada logro, se lamentaba aún más de su fracaso y de su degradación. Durante 1a misma sesión, al esbozo de la idea de "salirse de eso" continuaban las protestas por su fracaso. Me limité a decirle que quería tranquilizarme; aportaba las pruebas de su 1nocencía. No "penetraba". De hecho, tanto en su trabajo como en sus juegos sexuales, apla- zaba indefinidamente el desenlace, el goce. E incluso en esto, se desligaba de toda responsabilidad afirmando que actuaba bajo coacción. El paciente comenzaba a vislumbrar que el juego, ese juego desarmante que era su vida, tenía reglas de las cuales él era esclavo, cosa que nunca había percibido antes. Toda su relación "con el público", su deseo de bri- llar, de presentarse mistificándose, mostraban la exis- tencia de un fantasma potente e inmutable, cuyo sentido él no reconocía. La puesta en escena (rígida también) de sus fantasmas eróticos, al menos en cuanto a su reflejo consciente, fue precisándose, poco a poco, durante el curso de las sesiones. Sus fantasmas se referían siempre a dos personajes femeninos, por ejemplo el de una mujer que pega a una niña en sus nalgas desnudas. "¿Y el público?", le pregunté yo un día, refiriéndome a todo lo que él había dicho sobre la importancia del público. Sor- prendido por esta pregunta, contestó: "¿Pero cómo sabe usted que el público juega un papel importante?". Mi intervención inaugura un período angustiante en el dis- curso del paciente. Como fantasma de la mirada, ese público no tarda en instalarse en la relación analítica bajo la forma de resistencia. -¿Quién es usted que me mira y a la que yo no veo? 33
  • 31. -- ¿A quién le hablo?... Ahora estoy obligado a tomarla en serio y tengo horror de eso. ¿Sabe?, ¡todo esto no me divierte más! -¿Y qué pasa si el psicoanálisis no le divierte más, si no es más un juego? Las palabras vacío y abismo, -responde- me vie- nen a la mente. No veo nada más. Es el enloquecimiento. El, que se cuidaba de toda expresión de angustia, se apresura a agregar; -Aunque, fíjese bien, yo tengo una gran capacidad para soportar el enloquecimiento. - ¿Se podría decir que usted hace un juego del enlo- quecimiento mismo? Después de un largo silencio, respondió: -Yo hago sólo eso... con mi acuerdo... hasta el momento en que yo no puedo retroceder... Soy como alguien que juega con la muerte. Se quedó en silencio, y le hice notar que se había callado evocando la idea de la muerte. -Mire usted, ya no pensaba más en mi trabajo, sino en mis juegos sexuales. El látigo es una fuente de angustia, pero es también el medio de suprimirla. Si bien el látigo despierta en mi paciente la angustia ligada a la amenaza de castración, es también el ele- mento del juego que sirve para controlar esta angustia. Aquí, la castración, toma la imagen de un sexo feme- nino, representado como "el abismo" -a la vez amenaza narcisista y alusión al padre: doble amenaza, entonces, para el pequeño que juega a la sexualidad. La continuación de estas asociaciones era instructiva a este propósito. "¿Hay alguna relación entre el enloque- cimiento y el asco?", preguntó. "Pienso en el asco que tengo del interior de la mujer." B. trata de protegerse contra la angustia del "abismo", inclinándose a una defensa anal. 34
  • 32. -- -No tocar el sexo de la mujer. Tampoco verlo. Sin embargo, al esconder ese sexo asqueroso, me gustamos- trarlo. -¿A quién? -Con una risa seca respondió: -Sin duda a mi "público anónimo"... Me siento inquieto al decirle esto. El enloquecimiento, por así decir, está allí. -¿Por qué? -{Prosigue rápidamente) ¡Pero esto marcha bien, de todas maneras, porque la angustia aumenta mi goce! Lo cual le hace percibir que la angustia, el enloquecí- miento, forman parte integrante del juego, sexual u otro, y que esta angustia está ligada al espectador anónimo. Resumiendo, se trate de sus trabajos, de su relación amorosa, de su necesidad de fascinar y dominar a la gente, o de sus juegos masturbatorios delante del espejo, la puesta en escena se ofrece siempre a la misma mirada. En las semanas siguientes, fue posible delimi- tar con más precisión el papel del "espectador anónimo" a través de la relación transferencial. Un día me explicó detenidamente que ya no le era posible hablar de sus fantasmas y de sus prácticas sexuales sin una respuesta de mi parte. Ya que se tortura para contarlos, necesita estar seguro de que esto vale la pena. Así, escuchar el relato de su actuación sexual debía ser mi deseo, y lo escuchado, un placer para mí. Se me ofrecía el papel del voyeurista. Esta interpretación le pareció "exacta e inquietante" y agregó: "Es realmente cierto, puesto que me dije: y bueno, si quiere escuchar todo esto, se va a decepcionar. Le ocultaré lo que me gusta". Entonces, necesidad de engañar. Es necesario que el otro mire, pero también es necesario abusar de su mirada. Es lo que muestra la puesta en escena del fantasma. El argu- mento trataba, tal vez con algunas variaciones, de un 35
  • 33. castigo, siendo la víctima, además, inocente (él "pene- tra", es sólo un juego). El inocente-culpable será azotado públicamente frente a "una multitud". Esta multitud se redujo a un "desconocido" en el discurso analítico. El desconocido, que lo ve castigarse, se confunde en un pri- mer momento respecto del significado de lo que ve, por- que lo que se presenta como un castigo es la condición misma del goce sexual. Además, incluido sin saberlo como participante de la escena del goce, el espectador resulta, a raíz de este hecho, doblemente engañado.· Pero no se nos escapa que el paciente abusa en primer lugar de sí mismo. Su insistencia en convencerse de que "el otro quiere ser azotado" (en el juego compartido o en las historias fantaseadas) muestra la importancia que se le da al goce del compañero, goce que se requiere para validar su actuación y sus medios. Sólo el otro puede validar el fantasma, según el cual aquí se trata del secreto mismo del goce sexual (el juego debe hacerse verdad), y reconocer los poderes efectivos del látigo, sexo ficticio-fetiche. El segundo engaño consiste en conside- rar al otro como fuente exclusiva de validación, cuando ésta reside en uno mismo y sólo se sitúa en el otro por proyección. M. B. logró comprender que azotando a su amiga no hacía más que identificarse con el deseo de "ser azotada" que él le imputaba. Esta toma de concien- cia le permitió revelarme que a veces se azotaba a sí mismo. Más tarde llegó a hablar del placer de "ser pene- trado por el dolor", descubriendo así un fastasma homo- sexual, hasta ese momento reprimido. En un cierto nivel imaginario, las marcas del látigo testimoniaban una castración, castración lúdica, e incluso burlada, puesto que por ella se llegaba al placer, al mismo tiempo que el dolor era representado como algo penetrante, penetra- ción a su vez fantaseada como la posesión del falo paterno deseado por la madre. "Ahora comprendo 36
  • 34. -decía- que me disfrace de mujer para convertirme en hombre. Quiero adquirir un pene especial. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Soy homosexual, entonces?" Aquí también se equivocaba, porque en su actuación sexual, si bien manifiestamente no había vagina, tampoco había pene. Había ciertamente una significación homosexual, como había una significación heterosexual, pero sobre todo, lo que estaba camuflado (realmente por el disfraz de la puesta en escena, y psíquicamente por la renegación) era la diferencia entre los sexos y su significación. La re~ lación sexual se reducía a un juego de nalgas azotadas, con lo que ilustraba bien el papel de la denegación su- brayado por Freud en sus escritos sobre el fetichismo. De esta manera, al disfrazar los órganos sexuales y su función, B. denegaba que el uno tenía por destino com- pletar al otro. La necesidad de ocultar la identidad origi- naria de los participantes presentes en el juego y los fantasmas asociados, parecía aún más importante. El fantasma que pone en escena dos personajes femeninos bajo la mirada de un desconocido, indica bien una trans- posición particular de la constelación edípica. Ha llegado el momento de -centrar nuestro interés en los padres de M. B., o en la manera como él quería pre- sentarlos. A decir verdad, dejaba salir con cuentagotas los detalles de su pasado. Así, durante dos años, dejó que yo ignorara si su padre estaba muerto o vivo, si te- nía hermanos y hermanas. Al escucharlo parecía hijo único, hijo que no parecía tener tampoco una historia. Poco a poco, sin embargo, emergió el retrato de suma- dre, o más exactamente el retrato de la pareja que él, pequeño, formaba con ella. -Con mis pantalones cortos color pastel, aunque ya estuviera fuera de edad, era para ella el pequeño Prínci- pe Azul. De alguna manera era contra mi padre... mi 37
  • 35. madre y yo hacíamos causa común contra él... Ella me repetía a menudo que yo era un verdadero machito... Era muy ambiciosa para conmigo. Su mayor deseo era que yo me pareciera un día a su padre. Era un escritor, y ella lo admiraba sin límites... grande, fuerte; todo lo opuesto a mi padre. Usted me hizo notar que mi padre estaba ausente en todo lo que yo decía de mi familia. Pero es la realidad. ¡El no contaba! Evidentemente estaba siempre allí, como una ausencia permanente... Tampoco veo a mi abuelo, me acuerdo de él sólo por los relatos de mi madre... Había una historia a propósito de él que ella me contaba con frecuencia. Un día mi abuelo la persiguió con un látigo y ella se escapó al baño del jar- dín... Yo me veo en el jardín del abuelo soñando des- pierto. Me pasaba las horas así. Más tarde supe que B., niño de nueve años, soñaba ya, en el jardín del abuelo, con los mismos fantasmas eróticos, salvo por algunos detalles, que treinta años más tarde sostenían su placer sexual. Algunos objetos de la puesta en escena ritual, una camisa de un color determinado, un zapato de cierta forma, no eran otros que los que llevaba su madre en el momento de la escena del látigo; años más tarde quedarán como un medío potente para excitar su deseo. ¿Pero cuál es ese deseo? Desde ese momento del que el recuerdo-pantalla es testigo, el látigo estaba impregnado de la significa- ción de ese hecho, a la vez violento y excitante, que el pequeño imaginaba entre madre ·y abuelo. ¿Y a qué podría remitir ese látigo sino al deseo de la madre del pene paterno, pene valorizado, idealizado, exclusivo, único modelo posible? La frase tan a menudo escuchada, "eres un verdadero machito", no representaba en abso- luto para el hijo una comparación con su propio padre; esta imagen, por el contrario supuestamente desvalori- zada a los ojos de Ja madre, no evocaba sino una imagen 38
  • 36. marcada de castración, de un signo negativo, de una ausencia. No era seguramente allí en donde podía bus- car el falo, sino más bien del lado de la madre. Había que pasar por ella para encontrar el eventual acceso. De esta manera, B. había operado una separación a nivel de sus identificaciones viriles. En su manera de vivir, toda realización de su creatividad (mientras que algunas de sus actividades sociales eran un intento de imitar al abuelo idealizado) era posible sólo si se identificaba con un padre castrado y desvalorizado, enmascarando su depresión con la ficción del juego. Por otro lado, en su vida erótica, se identificaba con un padre ideal, el abuelo fálico, provisto de látigo, y en un nivel más profunda- mente reprimido, como lo hemos visto, se identificaba con su madre, la única que tenía derecho al falo paterno. La puesta en escena fetichista servía de máscara para evitar la decepción y el sentimiento de vacío. En una atmósfera mezclada de delícia y angustia, B. se imagi- naba penetrado por el látigo, representación del pene del abuelo; para acceder a él, se disfrazaba de la única mujer que podía pretenderlo. Este juego erótico, con- viene recordarlo, estaba a.su vez negado en la puesta en escena, de tal manera que su propio deseo sólo era asu- mído a través de su amiga. Identificándose así, con el placer de esta madre-sus- tituta que recibe el látígo, llegaba a gozar. Por medio de este rodeo recuperaba el falo narcisístico del que se sen- tía desprovisto. El fantasma que consiste en absorber mágicamente un pene muy valorizado no tiene, en sí mismo, nada de insólito en el estadio anal. El acceso a la potencia fálica en esta fase está representado en el imaginario de los niños de ambos sexos como una incorporación anal del pene del padre. (La clínica nos ofrece repetidos ejemplos y los juegos de niños lo ilustran explícitamente.) Pero la 39
  • 37. actitud del niño frente a su deseo (del falo) y frente a su fantasma (de la incorporación del pene paterno) se orga- niza en función de su relación con los dos progenitores. El deseo será vivido corno algo permitido, en cuyo caso podrá integrarse al yo y abrir el camino hacia una sexualidad adulta o, por el contrario, será vivido como algo prohibido y peligroso que implica el riesgo de cas- tración por parte del padre, de la madre o del mismo niño. En cuanto a mi paciente, el deseo sólo estaba per- mitido bajo la forma de juego, juego que más tarde se convirtió en la respuesta al enigma de la sexualidad. Esta "solución" es la que estructuraría el conjunto de su vida psíquica. Más tarde, el paciente llegó a recordar el senti- miento doloroso de ser diferente de Jos demás niños. Se volvió a ver entre un grupo de niños de nueve años, de su edad: en medio de un mundo infantil de gritos ale- gres y juegos compartidos, él, completamente aturdido, buscaba desesperadamente a su madre. - Yo la quería sólo a ella... nínguna otra cosa con- taba para mí... Esos chicos, yo no los comprendía. ¡Ni quería comprenderlos! "Comprenderlos" hubiera significado identificarse con sus metas, y al mismo tiempo renunciar al lugar de Prín- cipe Azul que ocupaba junto a su madre, esta reina madre de su país interior, donde no había sitio para ningún rey. Treinta años después de este incidente, "hacer como los otros" equivaldrá siempre a castrarse; "ser aceptado por los otros" querrá decir perderse. Pasaríamos así al lado de los hermanos, y de los padres. Correr un riesgo semejante sería perder toda esperanza de poseer el secreto fálico de su madre, de conseguir algún día aque- llo con lo cual podría colmarla. La imagen de un padre ideal, inefable y todopoderoso se perdería también; pér- dida de un misterio, de un dios, de lo sagrado. 40 -
  • 38. - Más grave aún, B. corría el riesgo de ver su identi- dad subjetiva hundida en la nada, puesto que mantenía dicha identidad a través de los ojos de su madre. Por intermedio de ella, tenía que adquirir los atributos viri- les. El deseo de amar a su padre, de identificarse con él, de introyectar una imagen paterna fálica propia, estaba prohibido por la madre y debía quedar como algo incons- ciente. De esta manera, B. jamás podrá renunciar a su madre, única garantía de su integridad narcisística y de su identidad sexual. La orientación del análisis hacia la inserción del padre en su historia le provocaba de inmediato angus- tia; sistemáticamente buscaba refugio en las imágenes tiernas y nostálgicas del paraíso materno, y siempre se encontraba en el mismo atolladero. "A veces, cuando era chico, se me hacía un nudo en la garganta, y cuando no podía soportar más, iba al encuentro de mi madre para llorar en su hombro. Un solo gesto suyo, y todo pasaba. Esas lágrimas eran una delicia. Pero llegó un momento, hacia los nueve años, en que .ya no era posible pedir eso. ¡Entonces estuve obligado a tragarme ese nudo!... Más tarde, erigí un sistema donde podía bastarme íntegra- mente a mí mismo que se convirtió en mi ideal. Todo mi sistema estaba ya en práctica desde los nueve años. Por qué nueve años, no lo sé... ¡Pero ahora quiero sarlirme de esto, usted entiende!... Toda mi vida esperé un mila- gro, algo que transformara en real lo irreal de mi exis- tencia, algo que diera un sentido a mi dolor... Estoy per- dido en un universo del que no conozco las reglas del juego." Al dejar caer por un momento su máscara lúdica, revela, sin saberlo, su situación edípica distorsionada que da solamente un sentido parcial a su propia imagen, a sus deseos y al papel que desempeñan los otros. Buscando salir del juego, prosigue: "Haría falta una catástrofe que me sacara de mis fracasos, de mis enga- 41
  • 39. ños, un acontecimiento que me colocara entre la espada y la pared. Habíamos visto una vez que había en mí un rechazo a correr riesgos, a someterme a pruebas. Es ver- dad. Yo hago un rodeo... y me encuentro del otro lado sin haber pasado el examen". -¿Lo que le obliga a continuar haciendo trampa y a estar al acecho para no ser descubierto? -Exactamente. ¡Estoy harto' Quiero acabar con mi imagen de usurpador, con ese fanlasma de mí mismo. Si sólo pudiera hacer lo que realmente tengo ganas de ha- cer, y sentir que los otros existen realmente... pero no, yo soy aquel que pasa por debajo. Busco siempre un pa- saje secreto. Sólo una catástrofe podría destruir mi mon- taje. (Después de un largo silencio continúa) No sé por qué pienso en la guerra. -He aquí una catástrofe que le solucionó bastantes cosas. - Sí. Durante la ausencia de mi padre sentí que me convertía en un hombre. Como un pez en el agua. Pero espero sin cesar la catástrofe verdadera. ¡Estoy frustrado de mi catástrofe! No sé por qué, pero esto me parece profundamente cierto.. . Es como si nunca hu- biera firmado un tratado con mi enemigo. ¡Por temor a ser humillado! Y es como si me hubiera ído a escondi- das. -Su tratado, ¿lo ratificó usted mismo? -Sí, ¡es falso! Como todos mis diplomas y mis lo- gros. Tudo es falso. Y ahora espero que usted provoque la catástrofe, que diga algo que me trastorne completa- mente... La "catástrofe" tan esperada exige el renunciamien- to, tanto a la omnipotencia del deseo como al objeto in- cestuoso en beneficio del padre y, finalmente, la sumi- sión a las cláusulas del "tratado humillante" como única salida posible. Ahora bien, M. B. había arreglado de otro 42 .....
  • 40. - modo el camino de salida del Edipo. Convirtiendo a su padre en alguien "inexistente" -gracias a la competen- cia materna- podía conservar la ilusión de ser el único ~bjeto de amor de la madre. Los "falsos diplomas" le otorgaban privilegios, ciertamente, pero le costaban caros. En efecto, a pesar de su depresión que iba en aumento, no podía renunciar sin pena a sus falsos diplo- mas, ni evocar sin angustia la catástrofe. Buscaba una respuesta en la mirada de los otros; -Soy capaz de ser una estrella, siempre y cuando tenga al público delante de mí. La estrella existe sólo a través de los ojos del otro. Hago trampa como se debe, actúo mi papel. Pero en otros momentos todo esto le parecía vacío, y entonces armaba largas historias eróticas: -Mi amiga escribió a su madre que yo le he pegado y que me niego a admitir que lo sepa todo el mundo. Ella sabe que los vecinos están al tanto y dice que le da lo mismo... Usted tiene razón, ¡el "público" es indispensa- ble! Detrás de la mirada cómplice del compañero o de las confidencias compartidas entre dos mujeres o en el juego masturbatorio frente al espejo, inevitablemente se encontraba el fantasma de la otra mirada. "Ese X que lo mira todo es el punto culminante de mí angustia y de mi placer." En la sesión que siguió a esta reflexión, trajo un sueño: -Yo estaba en la casa de mi infancia, y usted estaba conmigo en la cama. Usted decía: "Esas aureolas en la sábana son culpa mía. Se pueden ver". Y agregaba con una voz solemne esta frase: "Nosotros dos nos inquieta· mos". Era al mismo tiempo excitante y aterrador. Entre las diferentes interpretaciones posibles, era evidente que el analista remplazaba aquí a la madre en tanto que objeto del deseo sexual; que "la falta" era 43
  • 41. para remitir aparentemente a esta imagen materna, y que se recurría a un tercer personaje frente al cual los otros dos se inquietaban. Esta referencia al padre es angtistiante porque este último puede castrar al hijo incestuoso, pero, al mismo tiempo, es excitante, porque el padre es engañado con la complicidad madre-hijo. Espontápeamente, al pensar en la casa representada en el sueño, recuerda a su madre confiándole sus disputas con el padre. Aquel día no veía la relación entre el sueño y esta asociación de ideas. Al evocar, sin nom- brarlo, aquel "frente al cual uno se inquieta", dejaba vacante el lugar de este otro destinado a notar las man- chas en la sábana para saber así que había sido enga- ñado. Y su desprecio se trasladó a todos los padres, a la masa anónima. He aquí que una vez más jugaba con sus falsos diplomas: -Acabo de pensar que estoy superadaptado a los otros. Yo nunca farfullo... porque lo que hacen los otros nQ tiene ningún sentido para mí. O soy yo, quizás, el que le quita todo el sentido. De todas maneras tengo horror de las cosas colectivas. Las evito desde que tenía seis años. Siempre me hizo falta un máximo de independen- cia con respecto a los otros. Beber, comer, masturbarme, fantasear, eso es mi mundo real, mi mundo y sólo mío. Es el mundo imaginario, incestuoso, del niño y de la madre, en el que el Otro queda excluido. La referencia paterna, referencia a la que B. ha "quitado el sentido" es proyectada, aquí en los otros (la "gente bien", los castra- dos). En adelante, su mundo aparece corno dividido en dos: de un lado, en donde están los otros, todo es engaño para él. Allí hay que controlar todo, y no farfullar nunca; del otro lado, es el mundo "real", íntimo y sensual (beber, comer, masturbarse). Allí está solo. Puse en pala- bras el bosquejo que él me daba, desde hacía algunas sesiones, de los respectivos cuadros, de esos dos mundos: 44
  • 42. -- 1 uno desafectado, desinvestido, controlado y mantenido a distancia, y el otro, reino del deseo sexual donde él es el único soberano. -Es cierto, pero estoy harto. No quiero más. Tengo miedo de farfullar en el "mundo de los otros". Si pudiera hacerlo, aventurarme entre ellos, ser uno de ellos... En todas partes estoy solo. Incluso con mi a.miga. Ella no sabe lo que pasa realmente. Además me avergüenza de- cirlo, pero nunca le concedí el poder de hacerme sufrir. Esta última frase era paradigma de su relación con los otros, incluida la posición que trataba de mantener en la relación analítica. Ahora revelaba que su amiga, sustituto de la madre seductora y complaciente pero controlable, era también de temer; detrás de la imagen de la madre complaciente aparece la imagen de la que puede hacer sufrir, de 1a que engaña haciendo creer en la realidad de las ilusiones infantiles. Durante el transcurso del tercer año de su análisis, M. B. se encontraba cada vez más amenazado por modi- ficaciones en su manera de trabajar y en su vida sexual. -No me gusta decírselo, pero desde hace algún tiempo trabajo mejor. Me sentí libre de hacer lo que quería y también de que eso me diera placer. Parece ne- cio, pero nunca en mi vida he sentido esto. Para que yo hiciera algo, tenía que estar desprovisto de valor, como un juego. Admitir que yo pueda tener ganas de crear, y que esto tenga valor, me da vértigo... Estoy resentidQ con usted por esto. Ese éxito [se trataba de un éxito lite- rarioj se lo debo a usted de alguna manera y eso me mo- lesta. Cualquier éxito en ese nivel implicaba un doble peli- gro. En el nivel de la fantasía "triunfar con el placer" equivalía inconscientemente a una erección, y provocaba inmediatamente la angustia de castración. En el regis- tro de la relación, suscitaba el miedo de tener necesidad 45
  • 43. de1 otro, de no "bastarse a sí mismo", de estar final- mente expuesto a los deseos y juicios de los otros. Por esta razón, después de cada confesión de triunfo recurría a la misma defensa y podía pasar una sesión entera agobiándose por "no hacer nada", por ser un des- perdicio, un condenado del destino. Al hacerle notar que parecía querer "probar su inocencia" otra vez, respondió: -Ah, sí. No quise decírselo, pero desde hace algún tiempo hago el amor de otra manera, normalmente y con placer. Vivir "de verdad", hacer un trabajo serio, hacer el amor con placer, todo eso era sin embargo peligroso todavía, y podía conducirlo a una interdependencia aún temida. Paralelamente, su discurso analítico hacía más vivaces los recuerdos vagos de su infancia. El padre había sido más importante de lo que él pensaba, y la imagen tierna y complaciente de la madre se impreg- naba de hostilidad. Antes de citar un último fragmento clínico quisiera resumir ciertos elementos que conciernen a la constela- ción edípica, tal corno comenzaban a aparecer a través de su historia. El conflicto edípico y la amenaza de castración no habían encontrado más que una solución preventiva. Ese rodeo del Edipo se mantenía gracias a dos procesos defensivos mayores: la denegación y el disfraz de 'juego''. Esas dos formas de defensa se referían esencial- mente a la amenaza de castración, e intentaban recrear un simulacro de la pareja. En las imagos parentales, el padre está marcado por un signo negativo en beneficio de una imago materna ambigua que condensa los atri- butos de los dos sexos, mientras que el miedo y el odio que puede suscitar tal imagen quedan reprimidos gra· cías a la idealización. En este Edipo "interpenetrado", la 46
  • 44. madre se convierte en la que seduce y prohíbe a la vez. Atrae todo hacia ella y se erige en obstáculo para la satisfacción del deseo. Es contradictoria para el niño. Pero también es la garantía de una ilusión. El niño ter- mina por creer que podría evitar el destino inscrito en la problemática edípica. Encerrado en un callejón cuya salida exigiría la identificación con el padre, se consi- dera como el elegido de la madre, y este hecho le hace pensar que puede eludir el drama humano. Obtiene el diploma sin pasar el examen, pero lo obtiene -y es aquí en donde comienza su amarga verdad- con la condición de no utilizarlo jamás. Ese diploma falso, arrancado a un padre negado, es sin embargo la única referencia que le permite salir de la psicosis. Convertido en rey de car- tón con un cetro ficticio para proteger su identidad, de ahora en adelante debe hacer creer a los otros que lo falso es lo verdadero. Sólo puede hacer trampas al mundo ~al público, al compañero sexual-, de la misma manera como en su fantasía engañó a su padre. En ade- lante, el miedo de ser desenmascarado y castigado por este engaño será su perpetua preocupación. Debe con- trolar todo. A la angustia de perder esta frágil identi- dad, se suma el miedo a perder el control, no sólo de él :mismo sino también del Otro frente a1 cual se mantiene la identidad engañosa, y también el miedo a perder el control de los otros, de ese mundo de donde siempre puede surgir la imagen de aquel que cuestionaría el fun- damento de su situación de rey elegido. De esta manera, la instancia paterna, con todo lo que suscita de angus- tiante, es proyectada fuera del campo del sujeto y man- tenida a distancia. Sin embargo, el control de sí mismo y del objeto no basta para contener la angustia de castración tan viva en pacientes como éstos. Otras defensas ayudan a soste- ner el delicado equilibrio de esta solución inadecuada 47
  • 45. del Edipo, especialmente una regresión en cuanto a lat. miras de la vida pulsionaL Dominio, control, humilla- ción y desconfianza juegan un papel predominante. De hecho, la analidad marca con un sello imborrable la estructura "perversa". La escena primaria, denegada en cuanto a su significación genital, toma el aspecto de una lucha narcisista-anal. El orgasmo, convertido en e1 equi- valente de una pérdida de control, debe ser, si no evi- tado, postergado infinitamente, para ser vivido por pro- curacíón, a través del goce del compañero. Vemos aquí una manera particular de controlar }a angustia de cas- tración. Así, en vez de afirmar su identidad sexual a tra- vés de sus actos, el sujeto logra a lo sumo sítuarse en el espacio y en el tiempo, convencerse de no haber des- truido su objeto ni de haber sido destruido por él. Esa realización de fuerza, de tipo anal, que el sujeto vive en su juego sexual y en su relación con el mundo sirve para protegerlo de las angustias depresivas y persecutorias, confiriendo a su actuación un carácter compulsivo y ritual. Este trozo de análisis revela otro aspecto de la orga- nización anal: la importancia del secreto en la actuación perversa. La angustia ligada a lo visible -el pene o su ausencia- se reduce considerablemente por desplaza- miento hacia lo invisible. El objeto anal, que escapa a la vista, al mismo tiempo permite al sujeto preservar la fic- ción de poseer un pene secreto y de mantener un lazo oculto, erótico, con la madre. Como todo secreto, puede ser a veces revelado, a veces ocultado en los juegos sexuales, y de esta manera se convierte en la creación de un "culto", en el soporte de un "saber" esotérico, inope- rante e infalible. Pero el juego de dos no es suficiente para validar el falo anal y su significación. Algún testigo debe dar un sentido al amor secreto entre madre e hijo. Este testigo 48 --
  • 46. - · será el padre, humillado y engañado como lo fue antes el niño, frente a la escena primaria. Este padre-voyeurista es, sin embargo, objeto de una doble corriente pulsional en la puesta en escena imaginaria. El es también la solución mágica de la identificación homosexual, etapa frustrada en la evolución del sujeto. Así, si bien Ja pri- mera imagen del padre r efleja a un ser castrado, la segunda es la imagen de un padre idealizado, dotado de un pene incastrable, capaz de colmar a la madre. Pero a ese padre se lo mantiene siempre fuera de alcance. El juego, la magia y la prestidigitación serán los únicos medios para identificarse con él. Esta división del objeto paterno muestra el fracaso decisivo de toda tentativa de identificación con el padre. No obstante, este fracaso sólo se produce en presen- cia de un terreno favorable, lo que nos remite inevitable- mente a la relación materna precoz y a la existencia de una infraestructura depresiva que a su vez debe ser compensada con una actuación febril. Pero el acceso a este material primario únicamente es posible después que el sujeto haya podido incluir en su discurso otra ver- dad que la que han labrado la negación y la renegación. En este preciso punto retomaré el análisis de M. B. para citar un pasaje breve que ha abierto el camino a la actualización de fantasías y sentimientos profunda- mente enterrados. Aquel día me h ablaba de un senti- miento de rabia contra su madre. -Siempre su padre. Es ella la que quería parecerse a él. Siempre me dijo que quiso ser un niño. Supuesta- men te, yo er a ese niño. La muer te d e mi abuelo ha debido marcarme, y sin embargo no la recuerdo. Espere, debía tener seis años. Cuando mi abuelo murió, mi her- mano ya caminaba. (Luego de un breve silencio, conti- nuó.) No comprendo este odio que siento por mi madre. Ella sólo quería mi bien. Después de todo, si me quería 49
  • 47. para ella sola es porque me amaba. Y el hecho de que no me haya dejado acercarme a mí padre, no basta para explicar mi odio. Yo repetí: Cuando mi abuelo murió, mi hermano ya caminaba. -No comprendo. -¿Usted me dice que su madre lo adoraba, que lo quería para ella sola? -¡Seguro! Y digo que no es razón suficiente para odiarla. -La razón puede ser que, en realidad, deseaba algo más que a usted. Cuando su padre tan amado murió, su bebé ocupaba ya su lugar. ¿Qué representaba este her· manito, fruto de una unión supuestamente inexistente entre su madre y su padre? ¿Qué pasa con la nulidad de su padre? Además es la primera vez que me habla de un hermano. -Pero... ¡yo soy el mayor de cinco hermanosl -¿Entonces, ella lo engañó más de una vez? Las edades fatídicas de los seis, de los nueve años de amargas decepciones marcadas por la llegada de herma· nos menores, ponían fecha al montaje "del sistema", pero la renegación hacía que esos nacimientos no fueran significativos. El látigo, falo ficticio, pene ideal del abuelo que el paciente quiso imaginar como el objeto pri· vilegiado del deseo materno, servía también para encu· brir el papel que jugaban el padre y su pene en la vida de la madre y en el nacimiento de los hermanos. Sea lo que fuere el deseo de su madre, finalmente se descubría la verdad de su propio deseo de niño: que su madre viviera sólo para él. En las sesiones siguientes, otros recuerdos de la infancia se infiltraban en su discurso. Ante todo, el cua· dro de la maternidad surgió con el candor de una ima- gen de Epinal. B., niño de seis años, mira fijamente, en 50
  • 48. el primer plano, al bebé en la falda de su madre. Ella lo tiene "allí, donde no hay que mirar", delante de su sexo, y lo único que se ve del hermanito son las nalgas desnu- das. Pegado a ella, disimula el "abismo"_ La evocación de esta imagen, en donde se confunden las nalgas desnu- das del hermano con los pechos de la madre, dirige el discurso de B. hacia el universo de la madre y hacia las antiguas tinieblas del deseo. En este nivel arcaico, las nalgas azotadas no sólo tenían por función imitar Ja fan- tasía de castración sino también disfrazar su deseo de venganza contra los pechos maternos infieles. Al sentimiento de haber sido engañado, humillado, estafado por sus objetos más amados, a la salida del complejo de Edipo, se sumaba la tortura de una angus- tia más profunda, la de haber arrancado los pechos a la madre y haber destruido la fuente misma de vida. Pacientes como éstos lucharán toda su vida contra este fantasma para no tener que conocerlo. El sujeto, como lo hemos mostrado en este pasaje clínico, dirá que sólo por jugar lleva a cabo su relación amorosa y sus proyectos personales, que de esta manera serán únicamente reali- zaciones mágicas del deseo, y se convencerá de que la vida no es más que un juego, un juego en el cual, bastán- dose a sí mismo, se lo puede controlar. Aparenta libe- rarse del objeto en toda situación, negando todo deseo y toda necesidad del otro, actuando como si el pecho materno le perteneciera siempre. Basta con quitarle a la vida su aspecto serio, para estar fuera del alcance de la decepción, de la depresión y de la culpabilidad. Al juego de la renegación y del control de la angustia de castra· ción, propia de la etapa fálica, se suma una renegación masiva de la impresión de vacío y de muerte interior, y el juego se orienta hacia el control de la castración materna, de la angustia de muerte. En esta descripción se habrá reconocido, aproximada- 51
  • 49. mente, lo que Melanie Klein ha llamado defensa maní- aca. Vemos aquí, en efecto, una de las principales defen- sas que caracterizan de manera notoria a la organización de la cual nos ocupamos. De la renegación masiva, pro- pia de esta defensa, el sujeto obtiene un beneficio doble: • A nivel edípico clásíco, se hace creer que lo que más lo aterra, la castración, es el hecho más excitante que pueda haber. • A nivel narcístico primario, evita enfrentar una culpabilidad insostenible, que podría llegar a cuestionar hasta la catexia de su vida. Cuando la defensa lúdico-erótica se quiebra, cuando el juego se transforma en una realidad dolorosa y depre- siva, el sujeto pedirá la ayuda del psicoanálisis, no para desembarazarse de su actividad sexual sino para adqui- rir el derecho de nojugar más a vivir con el fin de sobre- vivir. Me limitaré, apoyándome en este ejemplo clínico, a poner de relieve ciertos aspectos de la constelación edí- pica en la perversión, especialmente las fantasías funda- mentales que este Edipo particular origina, y los medios económicos, a través de los cuales se mantienen los pun- tos de referencia de la identidad subjetiva. • La fantasía que apunta a la castración fálica de la imagen paterna esconde otra, destinada a la destrucción de la madre nutricia o de sus cualidades fálicas, y al ani- quilamiento de la existencia de los hermanos menores, signo de la complementariedad de los padres y de la fer- tilidad de la madre. Si bien la primera fantasía suscita angustias ligadas a la amenaza de castración para el sujeto, la segunda moviliza angustias ligadas a la muerte, la depresión y la desintegración psíquica. 52 -
  • 50. r1 • Los dos deseos con sus angustias propias son sobrellevados de manera compulsiva, gracias a una acti- ¡ vidad sexual que toma la forma de un juego, y gracias a i una relación con el otro, el objeto sexual, que será regida 1 por las mismas defensas: renegación y negación, esci- ¡ sión, proyección y regresión anal, defensa maníaca. ! • El "juego", igual que para los niños, tiene como ' función controlar los acontecimientos traumáticos del pasado y permitir, de esta manera, que se haga lo que está "prohibido de verdad". En la perversión, el sujeto juega a través del placer del otro, tanto a ser el único que goza del pene paterno, como a ser el único que goza del pecho materno. El juego permite así una recupera- ción lúdica de los objetos perdidos y, al mismo tiempo, el castigo por estos deseos. • En el caso presentado aquí, los objetos deseados- odiados originales (pene paterno, pecho-y-vientre mater- nos) están disfrazados por el desplazamiento hacia el látigo y las nalgas, desde donde pueden ser controlados, castrados y luego devueltos a la vida. Atacar y controlar estos objetos sexuales a través de sus representaciones parciales es una manera de probar que viven siempre, y que el hijo se encuentra a salvo de su venganza y de su propia culpabilidad. • Si bien la puesta en escena perversa constituye un desafío (al padre, al mundo), también es un intento de recuperar al padre negado, en tanto que objeto interno perdido. Engañar y humillar al padre es, a pesar de todo, una manera de hacerlo existir, y de dar un sentido a su existencia. La finalidad de la actividad erótica perversa, bajo cualquier aspecto que se presente, es siempre captar la mirada del espectador anónimo. Gra- cias a la sombra de este tercero, el sujeto puede conser- var la integTidad de su identidad psíquica y conjurar el peligro perpetuo de depresión y de angustia persecuto- 53
  • 51. ria, donde el sentimiento de la identidad subjetiva corre el riesgo de caer en el vacío, la nada de la madre todopo- derosa e ilimitada: la psicosis. Este es el destino que le espera al sujeto si se evade de la parálisis que traba todas sus relaciones objetales y sus realizaciones subli- madas, si su vida sexual deja de ser una danza sobre la cuerda, un juego de equilibrio angustiante. Porque el espectador sólo cede su lugar al espectro de la muerte. 54
  • 52. 2. ESCENA PRIMARIA Y ARGUMENTO PERVERSO Antes de examinar el significado inconsciente de la perversión sexual y la eventual existencia de elementos específicos de tal organización, quisiera delimitar este concepto clínico con respecto a las estructuras, tanto neurótica como psicótica. Esto es difícil, porque un acto "'perverso" en la vida sexual no permite deducir necesa- riamente una organización estable. Se encuentran abe- rraciones sexuales en pacientes con estructuras psíqui- cas diferentes, y el mismo acto sexual puede encerrar funciones y significaciones diversas. La naturaleza de los fantasmas que acompañan a las relaciones sexuales o a la masturbación, no puede informarnos demasiado sobre la perversión porque no existen fastasmas especí- ficamente "perversos". Lo propio del neurótico es más bien una riqueza de fantaseo erótico en todos los niveles. Además, el individuo cuya vida sexual se centra alrede- dor de una perversión manifiesta y organizada, a menudo da pruebas de una vida fantasiosa pertícular- mente pobre; su estructura superyoica le permite imagi- nar relaciones sexuales sólo con una perspectiva limi- 55
  • 53. tada (Sachs, 1923). E incluso, su economía libidinal está constituida de tal manera, que comúnmente se siente empujado a "actuar" una gran parte de lo que imagina. Finalmente el desviado sexual tiene poca libertad de expresión erótica, ya sea en actos o en fantasías. No podemos tampoco designar como dotados de una organi- zación perversa a estos pacientes que -a menudo, de estructura histérica- se han lanzado a aventuras homosexuales sin futuro, ni tampoco a los obsesivos que nos relatan efímeros hechos perversos de su vida, tales como experiencias fetichistas o eróticas anales. Estas experiencias tienen una significación y una función cua- litativamente diferentes de las que revisten en el des- viado sexual. En este último, la expresión erótica rituali- zada constituye un rasgo esencial de su estabilidad psíquica, y una gran parte de su existencia se desarrolla alrededor de ella. De igual modo, se puede distinguir el desviado sexual de pacientes psicóticos. Estos últimos buscan a veces relaciones perversas como un intento de escapar a una angustia psicótica (angustia de fragmen- tación, delirios), encontrando así los límites de su cuerpo y de su sentimiento de identidad a través de un contacto erótico. Estos factores se pueden encontrar también en el perverso, pero no constituyen los elementos más importantes. Finalmente, no es tan simple apreciar lo que es per- verso y lo que no lo es. Y, suponiendo que lo lográramos, es más fácil definir lo que entendemos por perversión que lo que entendemos por "perverso". Desde muy tem- prano, a Freud le llamó la atención el hecho de que todos podríamos ser considerados como perversos; bajo una capa neurótico-normal todos conservamos los restos de un niño perverso-polimorfo. Las actividades que habitualmente consideramos como perversas -voyeu- 56
  • 54. paz rismo, fetichismo, exhibicionismo, interés por una varie- dad de zonas erógenas- podrían formar parte de la experiencia de una relación amorosa normal. Partiendo de este punto de vista, uno de los factores que podrían caracterizar al perverso es que no puede elegir; su sexua- lidad es fundamentalmente compulsiva. No elige ser per- verso ni tampoco la forma de su perversión -como el obsesivo no elige sus obsesiones, ni el histérico sus cefa- leas o sus fobias-. El elemento compulsivo en la sexua- lidad aberrante infunde su marca a la relación de objeto, y el objeto sexual pasa a desempeñar un papel circuns- crito y severamente controlado, incluso anónimo. El otro miembro de la pareja, aunque muy a menudo es redu- cido a un objeto parcial, está considerablemente inves- tido y cumple una función mágica. Pero se podría decír lo mismo de una relación amorosa genital en la que la ilusión nunca falta. 1 Dicho de otra manera, así como el psicótico busca en el contacto erótico un refuerzo contra la angustia y un soporte para su yo, el heterosexual neu- rótico-normal busca, él también, en sus relaciones sexuales un refuerzo narcisista y un reaseguro destina· dos a protegerlo de los golpes que le asesta la vida. En todo individuo que hace el amor, existe la fantasía omni- potente de reparación de sí mismo y del otro. Sin embargo, en la mayoría de los casos, este factor no es el único; el interés y el amor que sentimos por el otro, fuera de la relación sexual, tienen también una gran importancia. De esta manera, 1a relación sexual, en la economía libidinal del sujeto "normal", desempeña un papel dinámico diferente del de las personalidades per- versas o psicóticas. No hablaré aquí de lo que comúnmente se llama l. L<i concerniente a la noción de "bisexualidadn, en tanto ele- mento universal de la sexualidad humana, será nuestro punto de partida en el capítulo 4. 57
  • 55. "carácter perverso" ni de acting-out, como la toxicoma- nía o 1a delincuencia, que finalmente muestran una eco- nomía parecida a la que se revela en las anomalías sexuales; vemos en ellas diferentes intentos de resolver los mismos conflictos inconscientes fundamentales. Estas otras categorías clínicas, comúnmente llamadas "perversiones sociales", etc., se distinguen de las per- versiones sexuales por el hecho de que no exigen una erotización consciente de las defensas; el fin perseguido no es el placer sexual. En este trabajo espero poder extraer ciertos elementos propios de la estructura psí- quica que encontramos de una manera relativamente constante en todos los desviados sexuales. Fijaré parti- cularmente mi atención en la relación del sujeto y de su acto con la escena primaria (este concepto comprende para mí, el conjunto de los fantasmas inconscientes que conciernen a la relación sexual, y Ja mitología personal de cada uno en lo que concierne a h>s imagos parenta- les). ANTECEDENTES DE ESTE ESTUDIO Comencé a interesarme en la significación incons- cíente de las desviaciones sexuales a raíz de una de esas coincidencias que se descubren en la práctica analítica de cada uno: me encontré con tres pacientes homosexua- les en análisis al mismo tiempo. Antes que esos análisis, muy prolongados, hubieran llegado a término, había comenzado dos más. Todas estas pacientes sufrían in- tensos períodos de depresión en los momentos de fracaso en sus relaciones amorosas o en su trabajo. (Todas ejer- cían una profesión liberal o una actividad artística, y ninguna obtenía resultados satisfactorios. A veces, éste era el motivo consciente que les hacía buscar una ayuda 58 .....
  • 56. en el análisis. Ninguna vino a verme a causa de su homosexualidad.) En estos cuadros clínicos, caracterizados por una mezcla de manifestaciones neuróticas y psicóticas, ter- miné por comprender que las relaciones sexuales de estas analizantes eran a menudo una comedia delirante en la que la pareja desempeñaba el papel mágico de un muro de protección contra la amenaza de depresión o de una pérdida de identidad, y también contra ataques imaginarios de los hombres. La relación misma, muy ambivalente, también estaba amenazada constante- mente desde el interior. Además de estas similitudes en cuanto a la estruc- tura del yo y en cuanto a los mecanismos de defensa uti- lizados para mantener un equilibrio precario, estas pacientes presentaban otro gran parecido en la manera como describían a sus padres, al menos durante los pri- meros años de su análisis. El cuadro presentado mos- traba un padre que no cumplía con su función paterna, y una madre que cumplía demasiado con la suya. Sor- prendida por este curioso reparto de buenas y malas cualidades, según una línea de demarcación sexual, traté de despejar los lazos existentes entre el fantasma edípico y la elección de un objeto homosexual concer- nientes al papel de la homosexualidad en el manteni- miento del equilibrio psíquico y de la identi.da.d del yo (McDougall, 1964, 1970). Podríamos resumir de la siguiente manera la econo- mía psíquica de la homosexualidad femenina: es un intento por salvaguardar el equilibrio narcisista frente a una necesidad constante de escapar a la relación peli- grosa y simbiótica, reclamada por la imago materna, y al mismo tiempo mantener una identificación incons- ciente con el padre, elemento esencial en esta estructura frágil. Cualquiera que sea el precio, esta identificación 59
  • 57. ............. ayuda al homosexual a protegerse contra la depresión o contra estados psicóticos de disociación, y contribuye de esta manera a mantener la cohesión de su yo. Comencé a interesarme en el hecho de que los pacientes homosexuales hombres presentaban en su mayoría los mismos elementos estructurales que las mujeres homosexuales, particularmente en lo que con· cierne a su mundo de imagos y a la escisión afectiva de los objetos según una línea sexual. Pero mientras la mujer intenta encontrar lo esencial de su propia femini- dad en su pareja idealizada, el homosexual hombre busca un pene idealizado en otro hombre. Los aspectos destructores y peligrosos del padre del mismo sexo se proyectan, en cada caso, en el sexo opuesto. L-0s homose- xuales de ambos sexos buscan inconscientemente una protección contra la madre primaria "oral" o "anal" de las fases pregenitales, y tanto unos como otros intentan desesperadamente mantener una cierta "barrera fálica" -por intermedio de la identificación (en el caso de la niña) o de la elección del objeto (en el caso del niño)- creando así un objeto idealizado, interno o externo, que sirve de instancia paterna y hace las veces del falo sim- bólico, aunque el padre real sea considerado como un ser sin valor, ausente, incluso muerto. Posteriormente encontré esta misma organización edípica desequilibrada, y la estructura inconsciente que le corresponde, en pacientes fetichistas y masoquistas, y en los aportes clínicos de algunos de mis colegas a pro- pósito de casos semejantes. Continué interesándome por el destino de la imago paterna y por el papel simbólico del falo en la estructuración de tales personalidades, lo que me ha permitido estudiar más en detalle los ataques sádicos imaginados contra los padres, particularmente contra la madre idealizada, que se revelaban, tal como el contenido latente de un sueño, a través del acto 60
  • 58. ,.... sexual de estos analizantes. En el capítulo anter!or hemos resumido este aspecto a través del estudio clínico de M. B. quien, desde su adolescencia, llevaba vestidos rituales y se azotaba las nalgas para alcanzar el orgasmo; cuando fue adulto, pidió a su compañera sexual que llevara los vestidos simbólicos y que aceptara ser azotada. Como es frecuente en las anomalías sexua· les, la naturaleza del lazo erótico era más importante que el papel que desempeñaba cada uno de los compañe- ros sexuales en esta ocasión. La vida profesional de este analizante estaba sometida a las mismas complicaciones que su vida sexual: no podía desarrollarse sin angustia y sin un mínimo necesario de puesta en escena. (Los con- flictos y las interdicciones que marcan la vida sexual de estos sujetos provocan casi siempre dificultades análo- gas en su trabajo -a menudo un trabajo intelectual y creador- que en consecuencia corre el riesgo de sufrir inhibiciones graves.) Análisis como éstos muestran cla- ramente cómo una sexualidad aberrante puede servir de defensa "maníaca" contra las angustias depresivas o persecutorias. Los rasgos esenciales que se extraen del fragmento del análisis de M. B. pueden encontrarse en todas las desviaciones sexuales y permiten diferenciarlas de las organizaciones neuróticas y psicóticas. No quiero decir con esto que las múltiples formas que puede adoptar la solución sexual perversa no tengan significación propia en sí mismas, ni afinidades particulares unas con otras. Excepto su interés teórico, estas diferencias y similitu- des son importantes para la comprensión analítica de semejantes pacientes: por ejemplo, la relación entre el fetichismo y el travestismo, o el estrecho vínculo entre el fetichismo y los objetivos sadomasoquistas, e igual- mente la relación del voyeurismo con el exhibicionismo. También es significativa la distinción entre todas estas 61