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¿Qué son las matemáticas? ¿Para qué sirven? ¿Por qué es importante conocer
su historia? Estas son algunas de las preguntas a las que da respuesta esta obra
que nos narra de forma concisa la historia de esta ciencia desde la Prehistoria
hasta nuestros días. Pero esta narración no es solamente una superposición de
personajes históricos y de sus felices descubrimientos, sino que es una
reivindicación de los componentes emocionales, incluso irracionales, que
muchas veces han acompañado las actitudes apasionadas de estos célebres
personajes que se han empeñado en buscar soluciones a los más diversos
problemas.
Antonio J. Durán destaca y reivindica con este libro la «inmortalidad» de las
ideas matemáticas por encima de otro tipo de lenguajes: «se recordará a
Arquímedes aun cuando Esquilo haya sido olvidado, pues los lenguajes
perecen mientras que las ideas matemáticas no mueren nunca».
Página 2
Antonio J. Durán Guardeño
Crónicas matemáticas
Una breve historia de la ciencia más antigua y sus
personajes
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Titivillus 02.09.2023
Página 3
Antonio J. Durán Guardeño, 2018
Editor digital: Titivillus
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Página 4
Índice de contenido
Cubierta
Crónicas matemáticas
Prólogo muy menudo
Parte I: Qué son las matemáticas y para qué sirven
Capítulo 1: ¿Prudencia contra pasión?
§ 1.1. Apolo y Dionisos
§ 1.2. Las matemáticas y sus circunstancias
§ 1.3. Ramanujan y Hardy
§ 1.4. El infinito
Capítulo 2: ¿Sirvienta o señora?
§ 2.1. En honor del espíritu humano
§ 2.3. Gauss
§ 2.4. La irracional eficacia de las matemáticas
Parte II: Del siglo XVII a las cavernas
Capítulo 3: De la «logística» al álgebra renacentista
§ 3.1. Logística
§ 3.2. El álgebra renacentista italiana
§ 3.3. La aparición de los números complejos
§ 3.4. El álgebra simbólica
Capítulo 4: El paraíso geométrico de los griegos
§ 4.1 Demostrar
§ 4.2. Descubrir
§ 4.3. Explicar el mundo
§ 4.4. La transmisión del legado griego
Capítulo 5: De la geometría analítica al cálculo infinitesimal
§ 5.1. La revolución del siglo XVII
§ 5.2 La geometría analítica
§ 5.3. El cálculo infinitesimal
Parte III: Del siglo XVIII a nuestros días (o casi)
Capítulo 6: Análisis: el lenguaje de la naturaleza
§ 6.1. Domando los infinitésimos
§ 6.2. El esplendor de las ecuaciones diferenciales
§ 6.3. «La alegría matemática del siglo»
§ 6.3.1. Cauchy
§ 6.3.2. Weierstrass y Riemann
§ 6.4. Del cálculo de variaciones al análisis funcional, pasando por la Segunda
Guerra Mundial
Capítulo 7: La geometría del mundo
Página 5
§ 7.1. La geometría proyectiva
§ 7.2. Las geometrías no euclídeas
§ 7.3 La geometría diferencial de Gauss
§ 7.4. Riemann y la geometría: el camino a la relatividad general
§ 7.5. Del programa de Erlangen a la fundamentación de la geometría
euclídea
Capítulo 8: De las ecuaciones al álgebra abstracta, pasando por la teoría de
números
§ 8.1. La resolución de ecuaciones
§ 8.1.1. Galois
§ 8.1.2. Determinantes, matrices, cuaterniones y vectores
§ 8.2. La teoría de números
§ 8.2.1. La demostración del teorema de Fermat
§ 8.2.2. La teoría analítica de números
§ 8.3. El álgebra abstracta
Capítulo 9: Probabilidad, topología y fundamentos
§ 9.1. Probabilidad
§ 9.2. Topología
§ 9.3. Fundamentos
Moraleja final
Bibliografía
Autor
Página 6
Quiero contarles una historia… porque todos tenemos siempre una historia
NINA SIMONE
Página 7
Prólogo muy menudo
En 1976, en el Festival de Jazz de Montreux (Suiza), la cantante y pianista
Nina Simone interpretó una versión libre de la canción Stars de Janis Ian. Fue
una interpretación memorable, profunda e inspirada, que curiosamente
comenzó con una regañina que Nina Simone dirigió a una espectadora que no
acababa de sentarse. En la canción de Janis Ian, que ya contiene una gran
carga emocional y autobiográfica, Simone introdujo bastantes
improvisaciones, sobre todo desde que, hacia la mitad de la canción, tarareó
con un susurro de voz: «Pero lo que quiero decir es esto», y siguió: «Quiero
contarles una historia… porque todos nosotros tenemos una historia». La
expresión «contar una historia» sobrevoló una y otra vez la interpretación de
Simone: «Ellos tienen una historia», «Estoy intentando contarles mi historia»,
«Todos nosotros tenemos siempre una historia»… Muy emotivo, incluso si
tenemos en cuenta que al traducir la letra de la canción al castellano se pierde
el matiz entre las palabras inglesas «story» y «history»; y es «story» el
término que cruza una y otra vez la canción de Janis Ian, y todavía hace sentir
más su peso en la interpretación de Nina Simone.
Vienen a cuento estas reflexiones porque dan el tono de lo que esta breve
historia de las ideas matemáticas pretende ser. No será sólo un libro de
historia, en su acepción primera del diccionario de la RAE: «Narración y
exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean
públicos o privados» —que coincide con el inglés «history»—. También lo
será de historias, en la acepción sexta del diccionario: «Relación de cualquier
aventura o suceso» —y que corresponde con el inglés «story»—; o, por
precisar más, esas historias serán narraciones sobre algunas de las personas
que han hecho matemáticas a lo largo de los últimos tres milenios; historias
sobre las personas pero también sobre sus circunstancias. Y, naturalmente,
esas historias se contarán manteniendo en lo posible sus componentes
emocionales —siempre las tienen, aunque no siempre se cuentan—. Y es que,
desde mi punto de vista, las circunstancias emocionales de las personas que
han dedicado parte de su vida, o su vida entera en algunos casos, a las
Página 8
matemáticas son muy necesarias cuando se trata de narrar historia, aunque sea
breve, de las matemáticas, la ciencia lógica y abstracta por antonomasia.
¿Qué es, pues, lo que un lector va a encontrar en las páginas de esta breve
crónica de las ideas matemáticas y sus protagonistas?
He dividido el libro en tres partes, de las cuales las dos últimas contienen
propiamente una historia de las ideas matemáticas, distribuidas en las diversas
áreas que componen las matemáticas, y siguiendo el orden cronológico, o
casi. Soy un convencido de que las matemáticas son parte de la cultura, por lo
que haré un esfuerzo por encuadrarlas adecuadamente en la historia de la
humanidad, mostrando la influencia que acontecimientos fundamentales,
como la Revolución Francesa o las guerras mundiales del siglo XX, tuvieron
sobre ellas. Además, claro está, de establecer conexiones con otras ciencias
—sobre todo la física— y áreas de la cultura —como la filosofía, o la pintura
—.
He vertebrado la historia tomando el siglo XVII como eje. Antes de ese
siglo las matemáticas consistían esencialmente en dos áreas separadas:
aritmética/álgebra y geometría. Esta situación cambió en el siglo XVII, cuando
la geometría analítica estableció una fuerte conexión entre el álgebra y la
geometría; y, además, nació el cálculo infinitesimal, que luego derivó en el
análisis matemático, la tercera de las áreas fundamentales de las matemáticas.
Esto produjo cambios sustanciales en las matemáticas que se hicieron en
los siglos XVIII y XIX, donde se dio un mestizaje muy enriquecedor —el
análisis se alió con la geometría analítica para producir la geometría
diferencial, por citar sólo un ejemplo—, hasta que la llegada del siglo XX, y la
axiomatización de muchas de las estructuras abstractas surgidas en los dos
siglos anteriores, detuvo y, hasta cierto punto, revirtió ese mestizaje.
Naturalmente, la producción matemática no ha sido uniforme a lo largo de
los más de tres mil años que se recorrerán en la segunda y tercera parte de
este libro, ni homogénea su distribución geográfica. Hubo momentos estelares
como el protagonizado por los griegos entre los siglos V y II a. C., y
momentos de profunda decadencia como los vividos en Europa durante buena
parte de la Edad Media. Aunque sí es cierto que a partir del siglo XVI ha
habido un crecimiento continuado de la producción matemática; lo que
explica que la segunda parte de esta obra abarque de las cavernas al siglo XVII,
y la tercera, del siglo XVIII a nuestros días. O casi, porque conforme nos
adentramos en el siglo XX, la progresiva especialización y abstracción, y el
incremento exponencial de la producción matemática, hacen imposible darle
cabida en una historia breve y básica como esta.
Página 9
Lo que sí he procurado es incluir un catálogo de problemas, todo lo
extenso que me permite el perfil de esta obra, sobre los que se sigue
investigando hoy en día con denuedo, por la sencilla razón de que seguimos
desconociendo su solución. Esto es algo fundamental porque, si bien este es
un libro de historia, las matemáticas son sobre todo futuro: la increíble
vitalidad de que goza hoy esta ciencia milenaria deviene precisamente de un
catálogo interminable de problemas sin resolver. Y, aunque muchos de ellos
vienen de lejos, ese catálogo se renueva continuamente por el propio
desarrollo interno de las matemáticas y, también, por los problemas que el
resto de las ciencias y la tecnología, donde las matemáticas son
fundamentales, le acaban planteando.
El lector atento habrá ya observado que he dejado para el final describir lo
que haré en la primera parte de este libro: será un amplio preámbulo donde
trataré algunos asuntos que no son propiamente historia, pero sí relevantes
tanto para entender las matemáticas como su desarrollo histórico. En la
primera parte describiré qué son las matemáticas y para qué sirven, y discutiré
la importancia que tiene esa componente emocional a la que me refería al
principio de este prólogo. Porque eso marcará la filosofía con que he escrito
este libro: será una breve historia de las ideas matemáticas, pero analizadas en
su contexto histórico y arropadas por sus circunstancias emocionales. Todo lo
cual conformará un mosaico de historias rico e interesante, que va desde que
la humanidad habitaba las cavernas hasta nuestros días.
Quiero señalar por último que este libro es tributario de la docena larga
que, fruto de mis desvelos por la historia y la divulgación de las matemáticas,
en particular, y de la ciencia, en general, he publicado en las últimas dos
décadas. Además, naturalmente, de lo aprendido en historias generales de las
matemáticas y otras ciencias, particulares de alguna de sus áreas o alguno de
sus problemas, estudios biográficos y misceláneas; sin olvidar, claro está, el
débito que tengo con las fuentes originales —por más que a eso se añada la
satisfacción impagable que siempre produce su lectura y consulta—.
Página 10
Parte I
Qué son las matemáticas y para qué sirven
Siendo muy sintéticos y un poco imprecisos, podemos afirmar que las
matemáticas, o al menos lo que se ha venido entendiendo por matemáticas en
el mundo occidental desde los últimos dos milenios y medio, pueden definirse
como la búsqueda y el descubrimiento de secretos ocultos en sistemas de
objetos que responden a un cierto patrón más o menos conocido, secretos que
una vez descubiertos hay que demostrar usando un depurado razonamiento
lógico. Los sistemas de objetos donde se ocultan secretos de interés
matemático pueden ser de lo más variado. Los hay de tipo geométrico, como
triángulos o círculos, o de tipo numérico, como los familiares números 0, 1, 2,
3… que usamos para contar, o las fracciones que con ellos podemos formar, o
los más complicados que usamos para medir distancias —que incluyen los
números irracionales √2, √5 … o los trascendentes como π o e.
Históricamente, estos sistemas geométricos y numéricos fueron los primeros
que se consideraron, pero conforme los siglos iban desgranándose fueron
estudiándose otros más complejos y abstractos.
He aquí dos ejemplos del tipo de secretos que un matemático busca
descubrir en un sistema de objetos que responden a un cierto patrón más o
menos conocido. El primer ejemplo es el de mayor solera histórica de todas
las matemáticas, y afecta a un sistema de objetos geométricos: todos los
triángulos, uno de cuyos ángulos es recto —ese es el patrón conocido—. El
secreto en cuestión oculto en ese sistema de objetos responde a la pregunta:
¿habrá alguna relación especial entre los lados de cada uno de tales
triángulos? La respuesta es que sí y se la conoce como «teorema de
Pitágoras», aunque esa relación era ya conocida por matemáticos babilonios
más de mil años antes del nacimiento de Pitágoras. Lo que establece una
antigüedad de, al menos, tres milenios y medio para ese resultado matemático
—sobre todo esto daré más detalles en la sección § 1.1—.
Página 11
El segundo ejemplo prometido tiene como ambiente el familiar sistema de
los números enteros: el secreto que queremos descubrir consiste en dar con
todos los números enteros que son, a la vez, producto de dos y tres enteros
consecutivos. Es un problema mucho más reciente. La primera referencia que
yo he encontrado es del siglo XX —aunque no descarto que haya sido
considerado algunos siglos, o incluso decenas de siglos, antes—. Lo resolvió
L. J. Mordell en 1963: «El problema me fue propuesto por el profesor Burton
Jones —escribió Mordell—, quien lo recibió del señor Edgar Emerson». Diré
mucho más sobre este problema, y otros parecidos, en la sección § 7.5.
Así pues, los matemáticos nos dedicamos a buscar secretos en sistemas de
objetos más o menos abstractos. Pero hay algo más, algo que tiene que ver
con actitudes de tipo emocional. Habitualmente esa búsqueda de secretos es
apasionada, a veces casi podría calificársela de irracional; la célebre frialdad
lógica de las matemáticas sólo reside en las demostraciones, pero a menudo
brilla por su ausencia en la indagación y descubrimiento de los secretos. Esta
presencia de lo apasionado en las matemáticas se suele pasar por alto en las
historias de esta ciencia, aunque personalmente me parece algo fundamental,
porque, de un lado, lo emocional y lo racional se entrecruzan en las
matemáticas de forma a la vez intrincada e intensa, y es precisamente en esa
mezcla de lo emocional y lo racional donde se esconde la esencia de la
condición humana. La conclusión es que una historia de las matemáticas,
aunque sea breve como esta, que atienda adecuadamente los aspectos
emocionales además de los racionales, puede ayudarnos a comprender algo
mejor nuestra naturaleza como especie.
Si hay un concepto matemático donde se den cita con especial intensidad
estos aspectos emocionales, ese es el de infinito. El infinito es como un nido
de víboras, y a la inteligencia humana le ha costado milenios meter ahí la
mano; para domarlo se han necesitado buenas dosis de pasión, locura,
valentía, ciencia y arte.
A los aspectos emocionales de las matemáticas y al infinito le dedicaré el
primer capítulo de este libro.
El segundo capítulo de esta primera parte estará dedicado a mostrar que
las matemáticas son más que un puro divertimento. A pesar de que, en buena
manera, consisten en elucubrar con objetos cuyo carácter abstracto los aleja
del mundo real que nos rodea, las matemáticas tienen aplicaciones. La
dicotomía entre lo puro y lo aplicado ha transitado toda la historia de las
matemáticas, a veces de forma un tanto esquizofrénica como si de la pugna
entre el doctor Jekyll y el señor Hyde se tratara. Una circunstancia
Página 12
especialmente relevante en esa disputa es hasta qué punto la inmensa utilidad
que las matemáticas tienen para estudiar la naturaleza es sorprendente —el
Nobel de Física Eugene Wigner llegó a calificar esa utilidad de
«irracional»—. Otra cuestión que trataré es la del valor estético de las
matemáticas, porque, a mi entender, las matemáticas son un arte con
aplicaciones, lo que establece una conexión muy íntima con la parte
emocional del ser humano —a la que me refería unas líneas más arriba—, y
aumenta el halo «irracional» que tiene su utilidad para explicar la naturaleza
—como si la paleta de colores que usó Van Gogh pudiera explicar el espectro
de la luz blanca—. Andrés Trapiello escribió: «La poesía es verdad
indemostrable». La poesía pretende, según el diccionario, manifestar la
belleza o el sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa.
Las matemáticas, a fin de cuentas, son verdades demostradas, por lo que su
universo no debe andar demasiado alejado del poético.
No pretendo en estos dos primeros capítulos enhebrar un elaborado
discurso teórico, ni amontonar tesis, argumentos o proclamas; el propósito
será ilustrar mis razones con un puñado de bien escogidos ejemplos que, en
este caso, corresponderán con apuntes biográficos de algunos grandes
matemáticos. Así, en el primer capítulo comparecerán tres de los más grandes
matemáticos del último siglo y medio: Cantor, Hardy y Ramanujan; mientras
que en el segundo capítulo lo harán dos de los situados en el podio supremo:
Arquímedes y Gauss.
Página 13
Capítulo 1
¿Prudencia contra pasión?
§ 1.1. Apolo y Dionisos
No es raro encontrarse con los griegos al comienzo de una historia de las
matemáticas, aunque lo habitual es darse de bruces con «matemáticos
griegos» y no, como es el caso de este libro, con dos «dioses griegos»: Apolo
y Dionisos, representante el primero de los comportamientos serenos y
prudentes, y el segundo de los irracionales y apasionados. Pero para responder
cabalmente a la pregunta «¿qué son las matemáticas?» es imprescindible
procurar que los lectores reflexionen sobre la prudencia y la pasión, y quizá
nada mejor que apelar a la capacidad explicativa y de síntesis de los mitos
griegos para iniciar esa reflexión.
Apolo, después de Zeus, acaso sea el más importante de todos los dioses
griegos; y a pesar de ser, con toda probabilidad, una incorporación asiática, es
el más griego de los dioses. Hijo de Zeus y Leto, a Apolo se le consagró el
santuario más célebre y celebrado de todos los santuarios griegos: el de
Delfos, supuestamente tras matar allí con sus flechas al monstruo-serpiente
Pitón; en el santuario se ubicaba el omphalos, u ombligo del mundo. Según
cuenta Robert Graves en Los mitos griegos: «En la época clásica, la música,
la poesía, la filosofía, la astronomía, las matemáticas, la medicina y la ciencia
se hallaban bajo la dirección de Apolo. Como enemigo de la barbarie,
defendía la moderación en todas las cosas». Sereno, distante, prudente, Apolo
representa el conocimiento contemplativo. Por contra Dionisos —o Baco,
nombre por el que también se le conoce— es el dios más singular del panteón
griego, un dios que tuvo un doble nacimiento o, si se prefiere, una muerte y
posterior resurrección. Sus orígenes son tracios y, de su compleja teogonía, a
mí me interesa resaltar aquí el mito que lo describe como hijo de Zeus y
Perséfone. De niño, Dionisos fue raptado por los titanes; hay distintas
versiones sobre el rapto y los posteriores acontecimientos, pero todas ellas
pintan una cruel y terrible tragedia: con sus rasgos blanqueados con yeso, los
Página 14
titanes engañan al dios niño con regalos y lo atraen utilizando el reflejo de su
rostro infantil en un espejo, después lo descuartizan y devoran asados sus
miembros. Para cuando son alcanzados por el rayo vengador de Zeus y
reducidos a cenizas, sólo queda del horrendo festín el corazón de Dionisos,
que su padre come para devolverlo así a la vida. Muerte y resurrección. Y un
corolario: el nacimiento de los humanos, que nos cuenta así Carlos García
Gual en su Diccionario de mitos: «De la ceniza de los fieros titanes nacieron
los hombres, con un fondo bestial y titánico, pero también con cierta esquirla
dionisíaca. Es decir, con una propensión a la hybris, al desenfreno y a la
violencia, pero con un impulso divino en su alma».
La dimensión ritual y mistérica de lo dionisíaco, que late en el origen del
mito, contrasta con la de los otros dioses griegos, en especial con la serenidad
de Apolo. Tomando como punto de partida esas diferencias entre Apolo y
Dionisos, Friedrich Nietzsche (1844−1900) estableció una dicotomía entre lo
apolíneo y lo dionisíaco. Lo primero, lo propio del dios Apolo, es lo que tiene
mesura y serenidad; es, como escribió Nietzsche: «La libertad bajo la ley». Lo
segundo, lo propio de Dionisos, es el desenfreno, la embriaguez, lo que
desborda la medida y el orden. La prudencia es virtud apolínea, mientras que
la pasión es dionisíaca.
Bertrand Russell, en su magnífica Historia de la filosofía occidental,
insistiendo en la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco escribió:
«Muchas cosas admirables de las obras humanas llevan en sí un elemento de
embriaguez —mental, no alcohólica—, donde la prudencia es barrida por la
pasión. Sin el elemento dionisíaco, la vida carecería de interés; con él, es
peligrosa. La prudencia contra la pasión: este conflicto se extiende por toda la
historia. Es un conflicto en el cual no debíamos tomar parte por uno o por otro
bando resueltamente».
En esa batalla entre prudencia y pasión, ¿de qué parte caerían las
matemáticas? Seguramente son mayoría los que opinan que las matemáticas
son la prudencia contra la pasión. En mi opinión, eso es bastante equivocado,
pues ese conflicto late también, y con muchísima fuerza, en el corazón de un
matemático, porque para hacer matemáticas hay que mantener un exquisito
equilibrio entre prudencia y pasión, lo que es tanto como decir aguantar el
desgarro que producen Apolo y Dionisos tirando cada uno para su lado. Y es
que las matemáticas no son sino un equilibrio inestable entre prudencia y
pasión, una mezcla sutil de cautela y de afición vehemente, un diálogo a
media voz hecho con templanza dialéctica, y un afecto del ánimo
profundamente embriagador y desordenado.
Página 15
Escribía unas páginas más arriba que, en una primera aproximación, las
matemáticas pueden definirse como la búsqueda y descubrimiento de secretos
ocultos en objetos o sistemas de objetos que responden a un cierto patrón más
o menos conocido, secretos que, una vez descubiertos, hay que demostrar
usando la más pura lógica. Explicaré más detalladamente todo esto con un
ejemplo —el teorema de Pitágoras—, para después analizar cómo la
dicotomía entre prudencia y pasión ayuda a entender más cabalmente ese
esquema de lo que son las matemáticas.
El teorema de Pitágoras es uno de los pocos resultados matemáticos que
forman parte de lo que se ha dado en llamar el «imaginario colectivo», esa
supuesta colección de enseñanzas, conocimientos y datos que todos, o casi
todos, albergamos de forma común en nuestra memoria. El teorema establece
que en todo triángulo rectángulo —esto es, uno de sus ángulos es recto— el
lado mayor al cuadrado es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos
lados. Como ya escribí antes, a pesar de llamarse teorema de Pitágoras, esa
relación entre los lados de un triángulo rectángulo era ya conocida por
matemáticos babilonios más de mil años antes del nacimiento de Pitágoras.
En efecto, tenemos constancia escrita de que en Mesopotamia, décadas antes
de que el rey Hammurabi reinara en Babilonia, había matemáticos que sabían
que si los catetos de un triángulo rectángulo miden 3 y 4, entonces su
hipotenusa mide 5; y si estos miden 119 y 120, entonces la hipotenusa mide
169; o si miden 65 y 42, entonces la hipotenusa mide 97. Cabe pues concluir
que los babilonios habían descubierto ese secreto tan bien escondido en un
triángulo rectángulo. Ahora bien, a partir de los primeros matemáticos
griegos, y Pitágoras fue el más importante de ellos —aunque su figura es más
mítica que histórica—, además de descubrir secretos ocultos, el matemático
tiene que hacer algo más: tiene que «demostrar» la veracidad de ese secreto
que dice haber encontrado. Pitágoras y sus seguidores propusieron algo de lo
que no se ha encontrado rastro en ninguna civilización anterior a los griegos.
Primero afirmaron que la relación entre los catetos y la hipotenusa no sólo se
da en unos cuantos triángulos rectángulos, sino en todos los triángulos
rectángulos que puedan existir; y, segundo, proporcionaron una
«demostración» de ese hecho.
Es muy posible que los matemáticos babilonios comprobaran que en
muchos casos concretos de triángulos rectángulos, como los ejemplos
anteriormente citados, se verifica esa relación entre los catetos y la
hipotenusa. Pitágoras, en cambio, se cuestionó si esa propiedad era cierta en
«todos» los triángulos rectángulos. Naturalmente esto es algo muy ambicioso;
Página 16
y hay, además, algo pretencioso en plantearse si la propiedad vale o no en
«todos» los triángulos rectángulos, porque es evidente que no se pueden
dibujar y medir todos los triángulos rectángulos, ¿cómo saber entonces que
esa propiedad se verifica en todos? Consecuente con su pretensión, Pitágoras
propuso entonces que para que este tipo de afirmaciones ambiciosas se
puedan tomar en serio, hay que justificarlas adecuadamente, dar algún tipo de
razón que vaya más allá de comprobar lo que ocurre en unos cuantos casos
particulares. En otras palabras, dar un razonamiento que nos convenza, fuera
de toda duda, de la verdad de nuestra afirmación. Esto es lo que se llama, en
matemáticas, una demostración. En una demostración se parte de uno o varios
hechos evidentes y mediante una cadena de razonamientos, cada uno de los
cuales se deduce lógicamente de los anteriores, se alcanza otro hecho no
evidente cuya verdad queda entonces establecida. Una demostración es algo
cualitativamente muy diferente a la comprobación de unos cuantos casos. Esa
exigencia que los matemáticos griegos se impusieron hace que sus
matemáticas tengan un olor y un sabor muy distinto al que tenían las
matemáticas de babilonios y egipcios. Y ese oler y saber distinto nos está
señalando algo fundamental: que los griegos parieron unas matemáticas
distintas, cualitativamente distintas, a las que hicieron otras culturas
anteriores. Unas matemáticas muchísimo más sofisticadas y ambiciosas, y
cuyas características son prácticamente idénticas a las que nosotros seguimos
haciendo hoy en día.
¿Qué tiene todo esto que ver con la pelea entre la prudencia y la pasión
representadas por la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco? Como
escribí antes, un matemático es un detective que busca secretos, un
descubridor, en suma. Y en el proceso de búsqueda prima el elemento
pasional, dionisíaco, porque en el proceso que lleva a hacer un gran
descubrimiento matemático, como en el que lleva a hacer un descubrimiento
geográfico, hay mucho de aventura. Lo que requiere apasionarse por lo
buscado, una buena dosis de tesón, bastante fe y mucha confianza en que
seremos capaces de encontrarlo —pasión, fe y confianza a menudo bastante
irracionales—; no es raro que también se requieran grandes cantidades de
imaginación, sobre todo para descubrir caminos nuevos que nos lleven al
objetivo cuando encontremos bloqueados los que seguíamos; por supuesto,
requiere energía y cierta embriaguez del espíritu que nos haga más soportable
la fatiga y aleje de nosotros el desaliento.
Pero no sólo se trata de encontrar secretos: una vez descubiertos, esos
secretos tienen que ser demostrados usando la más pura lógica. Y aquí es
Página 17
donde entra en juego el elemento apolíneo de la prudencia, porque cuando de
demostrar se trata, hay que ser fríos, calculadores, escrupulosos con la lógica;
prudentes, en suma.
Si apelamos al diccionario de la RAE, encontraremos que «prudencia» es
«templanza, cautela, moderación», y «sensatez y buen juicio»; mientras que
«pasión» es «cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo» y
«apetito o afición vehemente a una cosa». Es por ello que, en matemáticas,
hay que ser pasionales en la búsqueda de secretos pero prudentes cuando se
trata de establecer su validez mediante una demostración. Lo que nos vuelve a
llevar al enfrentamiento entre lo apolíneo y lo dionisíaco. La demostración
debe estar guiada por la «libertad bajo la ley» lógica, mientras que en la
indagación impera cierta embriaguez y desenfreno que desborda la medida y
el orden.
§ 1.2. Las matemáticas y sus circunstancias
Consideraré ahora otro de los aspectos de las matemáticas más desconocidos
y poco tratados: el conglomerado emocional que las rodea. Si paramos al azar
a alguien por la calle y le preguntamos por la condición humana y las
matemáticas, seguramente diría que son asuntos ajenos uno del otro. Y,
posiblemente, esa sería también la respuesta de más de un matemático. Las
matemáticas tienen fama de ser un conjunto de abstracciones que guardan
poca o ninguna relación con los sentimientos de los humanos. Pero, tal y
como ya apunté unas páginas antes, las matemáticas y sus circunstancias
emocionales son capaces de ayudarnos a revelar lo que somos y, por tanto,
sirven también para que los humanos nos podamos comprender mejor a
nosotros mismos, para profundizar, en suma, en el conocimiento de la
condición humana.
Ya sé que esto suena raro, y que nuestro viandante imaginario dirá que
cómo pueden las matemáticas, que en buena medida no entendió cuando se
las enseñaron en la escuela, hacerle conocer mejor el género humano. Y
seguro que más de un matemático, que sí comprende los misterios de su
ciencia, tampoco alcanzará a ver cómo puede esta iluminar ese pozo oscuro
que es la naturaleza humana. Para los escépticos debo recalcar que esa
capacidad iluminadora la poseen las matemáticas cuando le añadimos sus
circunstancias. Por circunstancias de un teorema, por ejemplo, me refiero a
los entresijos históricos en que se desenvolvieron el autor, o los autores, de
ese teorema, ya fuera la persona que lo conjeturó, aquella que lo demostró o
Página 18
lo refutó, o aquellas otras que intentaron una cosa u otra sin éxito, si alguna
hubo.
Entiendo que las circunstancias de las matemáticas son, en cierta forma,
similares a las circunstancias que describió Ortega y Gasset como compañeras
inseparables para entender el yo. Esas circunstancias de las matemáticas
tienen mucho que ver con la historia de las matemáticas, pero, tal y como yo
lo entiendo, no son la misma cosa.
Ahora puedo precisar algo mejor esa afirmación, inverosímil para nuestro
viandante y dudosa incluso para más de un matemático incrédulo, de que las
matemáticas pueden ayudarnos a entender mejor lo que somos. Yo tengo para
mí que de la confrontación del mundo abstracto de las matemáticas y el
mundo emocional donde moran quienes las descubren o las inventan, se
desprende una luz que puede ayudar a alumbrar las más recónditas
profundidades de la naturaleza humana; no en vano, casi más que ninguna
otra creación humana, las matemáticas son hijas de nuestra mente —en su
forma más descarnada y solitaria—, y, no lo olvidemos, es nuestro cerebro lo
que nos hace ser lo que somos.
Como el lector estará comprobando, ese puente que tienden las
matemáticas entre la parte más abstracta y la más emocional del cerebro
humano es, en cierta forma, consustancial a la dicotomía ya discutida entre lo
apolíneo y lo dionisíaco, o entre prudencia y pasión.
Como expliqué antes, este libro no pretende enhebrar un elaborado
discurso teórico sobre las matemáticas y su historia, ni amontonar razones,
argumentos o proclamas a favor de algunas tesis aquí defendidas. En la
manera de lo posible, su propósito será ilustrarlas con un puñado de bien
escogidos ejemplos, en su mayoría biografías de matemáticos relevantes. Que
el lector después saque sus propias conclusiones. En el caso de la dicotomía
tan fundamental en matemáticas entre la prudencia y la pasión, así como en lo
relativo a sus circunstancias emocionales, hay varios ejemplos de
matemáticos de diversas épocas que se pueden tomar como modelo. Por
diversas razones, una de las cuales es que corresponden a la más cercana
historia de las matemáticas del siglo XX, yo he elegido a G. Harold Hardy
(1877−1947) y Srinivasa Ramanujan (1887−1920). Para resaltar la
complejidad de la naturaleza humana, tan presente en las circunstancias de las
matemáticas, he procurado dotar a los apuntes biográficos de los
matemáticos, en particular a los que siguen de Hardy y Ramanujan, de cierta
tensión narrativa, especialmente en momentos de intensidad emocional —
tanta hay en este caso, que la historia sirvió de guion en 2015 de una película
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británica protagonizada por Dev Patel (Ramanujan) y Jeremy Irons (Hardy); a
mi modo de ver, la película es algo floja y no refleja ni de cerca la
complejidad y profundidad de una historia tan apasionante—.
§ 1.3. Ramanujan y Hardy
En la historia de las matemáticas no escasean los personajes singulares; los ha
habido con una intensa vida emocional, además de científica, rajados otros de
parte a parte por las circunstancias históricas, políticas y sociales que les tocó
en suerte o en desgracia vivir; unos, quizá los más, han tirado a eremíticos
mientras que otros, los menos, no han rehuido fiestas ni saraos. De todos los
matemáticos de primera fila que ha habido a lo largo de la historia,
Ramanujan ha sido, sin duda, el más singular, o por ser más preciso: el más
inexplicable. Precisamente porque en él, el elemento apasionado, lo
dionisíaco, alcanza proporciones difícilmente imaginables. Uno de sus
primeros biógrafos supo condensar en una frase el ímpetu con que transcurrió
su vida: «Como un meteoro, Srinivasa Ramanujan apareció súbitamente en el
firmamento matemático, cruzó raudo la corta duración de su vida, se
consumió y desapareció con igual rapidez».
Nacido en 1887 en un pueblo al sur de Madrás en una familia de
brahmines pobres, Ramanujan fue incapaz de obtener siquiera el equivalente
al título de bachiller, y no tanto por razones económicas, sino porque nunca le
interesó ningún otro estudio que no fueran las matemáticas. Fue un muchacho
«especial» que cayó bajo el embrujo de los números y logró levantar de la
nada un soberbio edificio matemático. Y lo hizo solo, sin la ayuda de nadie,
sentado a la puerta de su casa, escribiendo en una pizarra y borrando con el
codo. Hasta ese momento, su mayor fuente de conocimiento matemático
había sido un singular libro, escrito por George S. Carr y publicado en 1880,
que consistía en unos cinco mil resultados encadenados uno detrás de otro;
resultados que correspondían, mayormente, a fórmulas, ecuaciones o
teoremas agrupados según las áreas más tradicionales y básicas de las
matemáticas: álgebra, geometría, trigonometría, cálculo infinitesimal, etc. El
libro no contenía demostraciones, aunque ocasionalmente se indicaba cómo
unos resultados podían ser deducidos de otros; era, en cierta forma, un libro
anticuado y seguramente inapropiado para aprender matemáticas a finales del
siglo XIX, y que hoy es conocido únicamente porque fue el que inflamó el
apasionado romance que Ramanujan mantuvo con las matemáticas a lo largo
de su muy corta vida.
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Cuando los teoremas y fórmulas de Ramanujan empezaron a trascender, la
pequeña comunidad científica de Madrás —o Chennai, por usar el nombre
actual de la ciudad— fue incapaz de determinar si estaba ante un genio o ante
un loco. Comprendiendo que nadie en su entorno más cercano podía entender
sus fórmulas, Ramanujan decidió enviarlas a Cambridge, centro entonces de
las matemáticas inglesas. Pero ni la primera carta que envió, ni la segunda,
surtieron ningún efecto, porque los catedráticos ingleses a quienes iban
destinadas estaban demasiado ocupados para intentar comprender lo que un
desconocido oficinista del puerto de Madrás les enviaba. La tercera carta cayó
en mejores manos, las de G. Harold Hardy. Tenía entonces treinta y cinco
años y ejercía de pacifista en tiempos de guerra, de estilista de las
matemáticas y de gourmet de los números. Fue, según su propia estimación,
el quinto mejor matemático puro de su tiempo. Lo de establecer rankings era
muy del gusto de Hardy —lo que quizá revele un carácter competitivo—. En
otra ocasión Hardy elaboró un ranking sobre habilidad matemática natural,
donde él mismo se atribuía 25 puntos sobre 100, mientras que a su más
estrecho colaborador, John Littlewood, le atribuyó 30, y al alemán David
Hilbert, el matemático más ilustre de la época, 80. La máxima puntuación de
100 puntos se la otorgó a Srinivasa Ramanujan.
Hardy se tomó el trabajo de leer la carta de Ramanujan, entre sorprendido
e incrédulo por lo que allí estaba escrito —«Ciertamente la carta más
extraordinaria que haya recibido jamás», afirmaría después Hardy—. Pero
hizo más, se tomó la molestia de estudiar a fondo lo que el oficinista indio le
había enviado —para lo que buscó la ayuda de su colega Littlewood—, y
cuando calibró que estaba ante la obra de un genio, removió cielo y tierra
hasta que consiguió llevar a Ramanujan a Cambridge. Lo que no fue fácil,
porque había problemas religiosos que se interponían. Ramanujan, aunque
muy pobre, pertenecía a la casta más selecta de la India, la de los brahmines.
Y un brahmín ortodoxo, y Ramanujan lo era, tenía prohibido cruzar los mares,
algo que se consideraba tan repugnante como comer vaca o casarse con una
viuda. Desobedecer la proscripción de no cruzar los mares significaba
desairar la casta y acarreaba una sentencia de ostracismo: eventuales
problemas para acceder a los templos, negación de ayuda para el funeral de
los familiares muertos, renuncia de las hijas casadas a visitarte por miedo a
contaminarse. Gandhi, que cruzó los mares para estudiar derecho en
Inglaterra unas décadas antes, vivió una situación parecida, y fue excluido de
su casta. De hecho, muchos de los parientes brahmines de Ramanujan no
asistieron a su funeral, porque el proceso de purificación que la madre había
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decidido aplicarle a su hijo cuando volvió de Inglaterra no se pudo realizar
por su pésimo estado de salud.
A Hardy, estos escrúpulos religiosos le disgustaron bastante, porque él era
más que ateo. Dejó de creer en Dios siendo estudiante del Trinity College de
Cambridge. Consecuente como era, le dijo al decano que no volvería a ir a la
capilla, algo obligatorio en el college; a lo que el decano respondió que no se
opondría si, a cambio, Hardy ponía a sus padres en antecedentes. El decano y,
por supuesto, Hardy sabían que estos eran muy religiosos, y que el ateísmo
del hijo les iba a causar dolor. Después de pensarlo mucho, Hardy les escribió
y, efectivamente, les causó gran dolor; como alguien dijo, un dolor que a
nosotros, más de un siglo y cuarto después, nos es difícil imaginar. Así que
Hardy no sólo dejó de creer en Dios, sino que a partir de entonces lo
consideró su enemigo personal. Algo ciertamente incongruente que provocó
más de una anécdota jugosa, como cuando salía bien abrigado y cargado con
un paraguas en las tardes soleadas: no es que Hardy fuera más precavido de la
cuenta, es que pensaba que si Dios lo veía pertrechado con un paraguas no se
iba a tomar la molestia de estropear la tarde con lluvia.
El problema religioso que impedía a Ramanujan cruzar los mares acabó
arreglándose, pero no sin trabajo. La principal guardiana de la ortodoxia
religiosa de Ramanujan fue su madre, la formidable Komalatammal. Ella
había hecho de Ramanujan lo que, en cierta forma, él llegó luego a ser; tal fue
la influencia que buena parte de los gustos del hijo fueron calcados de los de
la madre —astrología, numerología y, naturalmente, gastronomía—. La
semejanza alcanzaba también al parecido físico. Se conservan tres fotografías
de Ramanujan —todas ellas tomadas en Inglaterra— y una de
Komalatammal; suficientes para mostrar que se parecían como dos gotas
de agua, tanto en los rasgos como en la complexión. Komalatammal había
hecho también de su hijo un ferviente brahmín, inculcándole amor, respeto y
veneración por los dioses preferidos de su casta, repulsión por las castas
inferiores, y directamente asco por los parias o intocables, las madres y
abuelas lograban inculcar esa repugnancia por los intocables a base de obligar
a los niños a realizar una complicada, aburrida y larga sesión de baño cada
vez que habían tocado a uno de ellos; «polución» denomina el hinduismo a
ese contacto, y «purificación» al baño ritual necesario para revertiría; en fin,
cosas de las religiones.
Para facilitar la partida de Ramanujan hacia Inglaterra, la diosa tutelar de
la familia indujo en Komalatammal un trance muy vivido en el que vio a
Ramanujan iluminado por un halo y rodeado de sabios europeos, y escuchó
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que la diosa le ordenaba no interponerse entre su hijo y el propósito de su
vida. Para confirmar la visión de su madre, Ramanujan fue en peregrinación a
un templo de la diosa situado a 350 kilómetros al suroeste de Madrás.
Ramanujan estuvo allí tres días, durmiendo en las escalinatas del templo y
contemplando cómo eran exorcizadas un grupo de mujeres. La noche del
último día tuvo un sueño en el que recibió, como si fuera un destello, una
revelación que le eximía del mandato de no cruzar los mares. Aunque, antes
de partir para Inglaterra, Ramanujan tuvo que aprender a marchas forzadas
costumbres occidentales: vestir pantalones, camisas, corbatas y chaquetas,
andar con calcetines y zapatos e, incluso, llevar sombrero; todo lo cual, según
confesión propia, fue una verdadera tortura, porque hasta entonces solía vestir
un ligero y cómodo dhoti, la pieza rectangular de tela que se enrolla a la
cintura y se pliega a través de las piernas hasta formar esa especie de
pantalones holgados típicos de los indios, andaba con sandalias, cuando no
descalzo, y, de vez en cuando, se encasquetaba un turbante. También le
instruyeron en el uso de los cubiertos, pues Ramanujan comía con los dedos,
como solía, y suele todavía, ser habitual en la India. Finalmente sufrió una
humillación adicional; Ramanujan tenía kutumi, o sea, una típica coleta india.
Un amigo de Ramanujan pensó que aquello sería un problema en Inglaterra, y
le persuadió, o acaso le forzó —los primeros biógrafos de Ramanujan no se
ponen de acuerdo sobre esto—, a que se la cortara. Ramanujan lo sintió como
una amputación, hasta el punto de no poder evitar que unas lágrimas se
deslizaran por sus mejillas mientras el barbero procedía. El kutumi tiene cierto
significado religioso, así que Ramanujan ocultó el hecho tanto a su madre
como a su esposa, que no lo supieron hasta su regreso de Inglaterra.
Ramanujan se había casado en 1909, aunque sería mejor decir que su
madre lo había casado. En 1908, la madre de Ramanujan, preocupada por ver
a su hijo sin otra ocupación ni preocupación que hacer números sentado en el
porche de su casa, decidió que las cosas debían cambiar; y la forma de
cambiarlas, entendía ella, era casándolo. No mucho tiempo después había
encontrado una buena candidata; Janaki Ammal (1899−1994) se llamaba, y
pertenecía a una próspera familia venida a menos. Los horóscopos de los
novios parecían favorables, y la boda se celebró en 1909. Como solía suceder
en la India de esos días, y aún sucede hoy a menudo, sobre todo en las zonas
rurales, los novios se conocieron el mismo día de la boda: él tenía entonces
veintiún años y ella once recién cumplidos. Posiblemente la boda fuera ilegal,
pues los ingleses habían ido decretando leyes durante todo el siglo XIX para
intentar evitar la inveterada costumbre india de casar a las niñas antes de la
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pubertad —la ley, evidentemente, no se cumplía, como hoy tampoco se
cumplen, o no siempre ni en todo el territorio indio, las que intentan suprimir
los privilegios y discriminaciones de casta—. Como era habitual en ese tipo
de matrimonios, Janaki siguió viviendo con sus padres mientras fue impúber,
con intermitentes visitas a su familia política; familia que tuvo entonces una
baza más con que presionar a Ramanujan para que buscara trabajo: había
ahora una esposa a la que mantener. Cuando Ramanujan fue contratado en
1912 como oficinista en el puerto de Madrás, Janaki se fue a vivir con él. Con
él y con la suegra. Según recordó la propia Janaki años después,
Komalatammal dormía entre ella y su marido, y cuando regresaba por unos
días a Kumbakonam —donde residía el resto de su familia—, el puesto lo
ocupaba la abuela de Ramanujan. Nada de esto era raro en la India. Janaki
permaneció en la India cuando Ramanujan se fue a Inglaterra.
Allí, a la Universidad de Cambridge en concreto, llegó en 1914, casi
coincidiendo con el comienzo de la primera guerra mundial, y cuando Hardy,
su figura todavía no desgastada por la posición pacifista que mantuvo durante
la guerra, reinaba en todo lo referente a las matemáticas.
Hardy tenía, en opinión de Bertrand Russell, la clase de ojos brillantes que
sólo las personas muy inteligentes tienen. Acaso no fuera un genio como lo
fue Einstein pero, para muchos, tuvo una faceta donde lo superó: su capacidad
para convertir cualquier trabajo intelectual en una obra de arte. Capacidad que
dejó bien patente en un librito que escribió unos años antes de morir, A
Mathematician’s Apology es su título, y, según Graham Greene, es la mejor
descripción de lo que significa ser un artista creador.
Hardy lideró las matemáticas inglesas desde la primera década del siglo
XX hasta el comienzo de la segunda guerra mundial. Autor de más de
trescientos artículos de investigación y once libros, su producción científica
fue muy extensa y cubre casi cualquier rama del análisis matemático y la
teoría de números. Para él las matemáticas tenían mucho de competición —
ser el primero en la historia en resolver un problema de reconocida dificultad
—; su vivencia matemática fue, mayormente, estética. «Las configuraciones
construidas por un matemático, lo mismo que sucede con las de un pintor o un
poeta, deben poseer belleza», escribió en A Mathematician’s Apology. La
pasión que sintió Hardy por las matemáticas lo consumió. Al final de su vida,
cuando ya su energía mental no daba para producir matemáticas, acabó
deprimido e intentó suicidarse.
Hardy recibió una excelente educación inglesa, primero en el colegio de
Surrey, al oeste de Londres, donde sus padres trabajaban como maestros;
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después, con trece años obtuvo el primer puesto de entre 102 candidatos para
estudiar en Winchester, en un prestigioso colegio privado. Y, finalmente,
ingresó con diecinueve años en el Trinity College de Cambridge —el college
donde dos siglos y pico antes se había formado y había trabajado Isaac
Newton—.
Hardy vivió casi exclusivamente por y para las matemáticas. Tuvo el tipo
de frialdad que el imaginario colectivo asocia con lo típicamente inglés,
además de un carácter algo histriónico y excéntrico. Su odio por los espejos
—cuando llegaba a un hotel los tapaba con toallas— le obligaba a afeitarse al
tacto; odio que hizo extensivo a algunos aparatos mecánicos: nunca usó reloj
ni estilográfica. Y tampoco usó el teléfono, salvo en situaciones extremas y
sólo para hablar él. Aparte de las matemáticas, su otra gran afición fue el
criquet, un juego casi tan arcano como las propias matemáticas.
Hardy fue buen amigo de Bertrand Russell, seguidor de sus posturas
pacifistas durante la primera guerra mundial, y un leal defensor de la
integridad y universalidad de la hermandad matemática. El ambiente que se
vivió en Cambridge durante la primera guerra mundial lo decidió a cambiar
de universidad, aceptando en 1919 una cátedra en Oxford. Volvió a
Cambridge doce años después. Echaba de menos estar en el centro de la
matemática inglesa, entonces en Cambridge; y, también, la seguridad que
tenía allí de seguir en su alojamiento del college una vez jubilado. Hardy
permaneció siempre soltero, y los últimos años los pasó cuidado por su
hermana Gertrude, a quien había dejado tuerta jugando de niño
descuidadamente con un bate de criquet —el accidente nunca rompió la
excelente relación que los hermanos mantuvieron toda su vida—.
Hardy fue un gran conversador, aunque acaso su aparente sinceridad y
gracejo tapara más que mostraba; como consecuencia, fue amigo de muchos
pero íntimo de muy pocos, como dijo alguien. Hardy perteneció al exclusivo
club de los Apóstoles, una singular hermandad secreta creada en Cambridge
que contó con miembros de gran solera y prestigio intelectual: Edward M.
Foster, John Maynard Keynes, Bertrand Russell, Ludwig Wittgestein, Lytton
Strachey y otros componentes de lo que luego se llamaría el grupo de
Bloomsbury. «No había tabús —escribió Russell sobre los Apóstoles—, ni
limitaciones, nada se consideraba escandaloso, ni se levantaba ninguna
barrera a la libertad de reflexión y discusión».
A pesar de que muchos de los Apóstoles no fueron homosexuales, una
cierta corriente gay atravesó la hermandad. Foster, Keynes y Strachey lo
fueron y, posiblemente, también Hardy, aunque su discreción hace difícil
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saberlo con certeza. Según Littlewood, con quien colaboró durante cuarenta
años: «Hardy fue un homosexual no practicante»; lo más parecido a un affaire
que se le conoce fue que en 1903 compartió habitaciones y una gata con
Russell Gaye, un experto en clásicos grecolatinos. «Eran absolutamente
inseparables —escribió sobre ellos el marido de Virginia Woolf—, y
raramente se les veía hablando con otra gente» —seis años después Gaye se
suicidó—. «Es difícil saber si Hardy fue un homosexual practicante —
escribió Robert Kanigel en la biografía de Ramanujan—; pudo llevar tanto
una vida asexuada como una intensa vida sexual secreta tan bien oculta que
incluso sus amigos nada supieron de ella y quienes sí supieron nada dijeron».
La única crónica que tenemos de Hardy como actor sexual se refiere a una
reunión de los Apóstoles en 1899, cuando, tras una discusión sobre la
masturbación, se votó si era buena como medio pero mala como fin, a lo que
Hardy votó que sí.
Contamos con un notable testimonio que atestigua el estado de excitación
que la carta de Ramanujan a Hardy creó en este y en su colega Littlewood. Es
de Bertrand Russell; en una carta del 2 de febrero de 1913 dirigida a su
amante Ottoline Morrell le cuenta: «Encontré a Hardy y a Littlewood en un
estado de excitación salvaje, porque creen haber dado con un nuevo Newton,
un oficinista hindú de Madrás que gana 20 libras al año. Escribió a Hardy
contándole algunos resultados que ha obtenido; Hardy piensa que son
magníficos, especialmente si se tiene en cuenta que el hombre sólo tiene
estudios primarios. Hardy ha escrito a la Oficina India y espera tenerlo aquí
pronto. Por ahora, esto es confidencial, pero me entusiasmó la noticia».
La primera guerra mundial trastocó los planes de Hardy sobre Ramanujan.
Este quedó prácticamente aislado en Cambridge con Hardy como única
posibilidad de cooperación matemática; por un lado, Littlewood se incorporó
pronto a la guerra, y, por otro, Hardy tenía en mente conectar a Ramanujan
con el potente grupo alemán de Gotinga que hacía teoría de números —una de
las grandes aficiones de Ramanujan—, cosa que la guerra obviamente
imposibilitó.
Hardy pudo comprobar que Ramanujan era un diamante en bruto: tenía
una intuición monstruosamente afinada para números y fórmulas, aunque
desconocía conceptos y herramientas básicas que cualquier aspirante aplicado
a matemático debe dominar en los primeros años de la carrera. Pero el
milagro se produjo, lo imposible sucedió, porque Ramanujan, que se había
formado matemáticamente a sí mismo en el porche de su casa en el sur
profundo de la India, fue capaz de colaborar fructíferamente y en pie de
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igualdad con Hardy, uno de los más logrados frutos del prestigioso sistema
educativo inglés.
La relación matemática entre Hardy y Ramanujan fue extraordinaria, no
tanto la humana, que fue algo fría; «Ramanujan era indio —escribió Hardy
décadas después—, y supongo que siempre es un poco complicado para un
inglés y un indio entenderse propiamente». Hardy siempre la consideró un
episodio fundamental en su vida: «Mi asociación con Ramanujan —confesó
Hardy en cierta ocasión— ha sido el único incidente romántico de mi vida. A
él le debo más que a nadie en el mundo, con una sola excepción». Y no sólo
eso: Hardy se enorgulleció tanto de haber colaborado con Ramanujan que
situó esa colaboración como una medida de su valía personal: «Todavía me
digo, cuando estoy deprimido o tengo que escuchar a alguien vanidoso y
aburrido: “Bueno, he hecho algo que usted nunca podría haber hecho, que es
haber colaborado tanto con Littlewood como con Ramanujan en, digamos,
igualdad de condiciones”», escribió en A Mathematician’s Apology.
En esa relación la dicotomía entre prudencia y pasión quedó repartida
entre los dos protagonistas, Ramanujan fue el apasionado, el dionisíaco, y
Hardy el prudente, el apolíneo. Analizaré con algo más de detalle este reparto
de roles comentando el más importante de los resultados obtenidos por Hardy
y Ramanujan. El problema en cuestión consiste en calcular las particiones de
un número, o sea, contar las distintas formas en que un determinado número
puede escribirse como suma de otros. El problema aparece propuesto por
Leibniz a uno de sus discípulos científicos en una carta fechada el año 1696.
Pero no fue, sin embargo, hasta mediados del siglo XVIII cuando se hizo algún
progreso, y este vino de manos del gran Leonhard Euler que, aunque encontró
fórmulas para calcular las particiones de forma recurrente, no fue capaz de dar
con una fórmula aproximada para el cálculo de las particiones. El problema,
pues, ya llevaba dos siglos largos preocupando a los mejores matemáticos
cuando Hardy y Ramanujan le hincaron el diente.
Pensemos, por ejemplo, en el número 4; en este caso, mediante un cálculo
directo sencillo podemos escribir
4 = 4,
4 = 3 + 1,
4 = 2 + 2,
4 = 2 + 1 +1,
4 = 1 + 1 + 1 + 1.
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Y no hay más formas de partirlo como suma de otros que esas 5. Para
simplificar, si tenemos un número genérico n, representaremos por p(n) el
número correspondiente a sus particiones; así p(4) = 5.
El número de particiones de un número aumenta considerablemente
conforme el número se hace mayor y, obviamente, cada vez cuesta más
trabajo calcularlo. Antes de la existencia de ordenadores se había calculado
—apoyándose en los trabajos de Euler— que
p(100) = 190.569.292,
p(200) = 3.972.999.029.388.
Pero, ni siquiera usando el más potente de los ordenadores de este mundo,
podríamos seguir calculando el número de particiones correspondiente a
números mucho mayores a base de generarlas todas y contarlas —aun
ayudándose de las fórmulas de Euler—. La solución del problema consiste,
pues, en dar con una fórmula que permita conocer de manera exacta, o al
menos aproximada, las particiones de un número.
En un alarde de espíritu dionisíaco, Ramanujan pensaba que podría ser
capaz de encontrar una fórmula que permitiera calcular de forma exacta el
número de particiones de un número, sin necesidad de calcular antes estas. De
hecho, el germen de esa fórmula estaba ya implícito en su primera carta a
Hardy. Hardy, más mesurado y prudente, pensaba que lo más que se podría
lograr era dar con una buena aproximación.
Y eso fue, precisamente, lo que lograron ambos trabajando juntos en
Cambridge: una fórmula que permite calcular p(n) de forma aproximada. A
pesar de ser obviamente un problema aritmético, ellos usaron técnicas
analíticas para estudiarlo, en la línea que había inaugurado Dirichlet un siglo
antes y que se dio en llamar teoría analítica de números —que será tratada en
la sección § 8.2.2—. Merece la pena escribir aquí esa fórmula —o, al menos,
una versión simplificada—:
donde las letras π y e representan, respectivamente, las dos constantes
matemáticas más célebres. El signo ~ señala que lo que hay del lado izquierdo
se parece al derecho en un cierto y preciso sentido que no hace falta explicar
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aquí. Por ejemplo, el lado derecho de la fórmula anterior para n = 100 vale
190.568.944,8, mientras que para n = 200 vale 3.972.998.993.185,9 …
compárense con los valores exactos de p(100) y p(200) escritos
anteriormente.
Hardy y Ramanujan hicieron algo más, dieron con un procedimiento para,
en sucesivos pasos, acercarse más y más al valor exacto de p(n) —mucho más
de lo que permitía la aproximación escrita más arriba—. En concreto, su
fórmula aproximada les permitió encontrar p(100) y p(200) con un error de
cuatro milésimas —lo que, dado que ambos números son enteros, equivale a
encontrarlos exactamente—. «Esperábamos un resultado bueno —escribió
Hardy muchos años después—, con un error del orden de las decenas, pero
nunca habíamos imaginado alcanzar un resultado tan exacto como ese.»
Hardy estaba tan sorprendido con lo que habían obtenido que su espíritu
prudente empezó a ceder ante las acometidas dionisíacas de Ramanujan, hasta
el punto de que acabó reconociendo que aquel método podía llevarlos a una
fórmula exacta de p(n): «Esos resultados sugieren muy claramente —se lee en
el artículo de Hardy y Ramanujan— que es posible obtener una fórmula para
p(n) que no sólo dé cuenta de su orden de magnitud o su estructura, sino que
también pueda ser usada para calcular su valor exacto para cualquier número
n. Pensamos que esto podría hacerse sin ningún cambio fundamental en
nuestro análisis, aunque requeriría una revisión muy cuidadosa de nuestros
argumentos».
Esa revisión se produjo, de hecho, década y media después; por partida
doble, además. Tanto el matemático alemán Hans Rademacher como el
noruego Atle Selberg revisaron los argumentos de Hardy y Ramanujan y
dieron con la fórmula exacta para las particiones de un número. Rademacher
publicó su fórmula en 1937, pero no así Selberg; Selberg encontró por
casualidad la referencia al artículo de Rademacher, vio allí publicada la
fórmula que él también acababa de encontrar y renunció a publicar sus
resultados. Sin embargo, con ocasión del centenario del nacimiento de
Ramanujan, Selberg habló de sus resultados y sobre por qué, en su opinión,
Hardy y Ramanujan se quedaron tan cerca de dar ellos mismos con la
fórmula. Su veredicto fue clarísimo: «La responsabilidad fue de Hardy: si
hubiera confiado más en Ramanujan tengo pocas dudas de que habrían
acabado encontrando la fórmula exacta». Que es tanto como decir que, en este
caso, la pasión se dejó vencer por la prudencia, y aun llegando muy lejos no
alcanzó el objetivo final ya casi al alcance de las manos.
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Ramanujan estuvo en Inglaterra casi cinco años —durante los cuales se
desarrolló la primera guerra mundial—, aunque los dos últimos los pasó
enfermo e internado en varios sanatorios; la soledad, el clima húmedo de la
campiña inglesa y los rigores de una dieta inflexible —Ramanujan era, por
razones religiosas y culturales, estrictamente vegetariano—, agravada por la
escasez de alimentos apropiados durante la guerra, lo hicieron enfermar de un
mal que ninguno de los varios médicos que lo atendieron supo diagnosticar
adecuadamente.
Ramanujan regresó a la India en 1919, pero lo hizo para morir. Salió de su
país orondo y lozano y volvió consumido por la enfermedad; salió siendo un
desconocido y volvió convertido en celebridad: fue elegido miembro de la
Royal Society de Londres, el miembro más joven de su centenaria historia y
el segundo de nacionalidad india —el primero fue elegido en 1841—, y el
primer indio en ser nombrado fellow del Trinity College de Cambridge; el
Times de Madrás le dedicó un artículo al poco de llegar, donde se podía leer:
«Como alguien en Cambridge ha afirmado, desde Newton no ha habido nadie
igual, lo que, no necesita decirse, es el mayor de los elogios». Ramanujan
murió en abril de 1920 con treinta y dos años de edad. De no haber muerto
«Habría llegado a ser el matemático más grande de su tiempo», por decirlo en
palabras de Hardy.
Además de sus trabajos publicados —mayormente durante su estancia en
Inglaterra—, ya fuera con Hardy o en solitario, Ramanujan dejó una colección
de cuadernos repletos de fórmulas y teoremas. Hasta muy recientemente, la
comunidad matemática no ha llegado a entender el pleno significado de
muchas de las fórmulas de Ramanujan; y ese significado es de tal
transcendencia y profundidad que ha acabado aupándolo al Olimpo de los
más grandes matemáticos de la historia.
En esos cuadernos, el carácter apasionado de Ramanujan para con las
matemáticas, su faceta de Dionisos de los números es absolutamente
deslumbrante y alcanza cotas difícilmente imaginables. Uno de los resultados
donde mejor se aprecia esto es en sus series para el número n.
Dado que el número π no es racional —esto es, no es un cociente de
números enteros—, encontrar aproximaciones fraccionarias o, lo que es igual,
cifras decimales exactas del número π, ha sido una tarea que ha fascinado a
buen número de personas, matemáticos y no, a lo largo de la historia. Aun con
los modernos computadores electrónicos, calcular eficientemente cifras
decimales del número π depende, en buena medida, de la representación de π
que usemos, sobre todo si queremos alcanzar o ir más allá de los varios
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billones de cifras exactas conocidas. Todavía hoy estos cálculos tienen
interés, porque, cada vez que se desarrolla un nuevo procesador electrónico,
una forma de medir su capacidad de cálculo es comprobando la eficacia que
tiene calculando cifras decimales del número π. Y buena parte de las
representaciones de π que hoy se usan para hacer esos cálculos se basan en las
obtenidas por el ingenio prodigioso de Ramanujan.
Calcular cifras exactas del número n requiere disponer de buenas
representaciones de ese número; para conseguir esas representaciones son
necesarias ideas matemáticas a menudo muy brillantes. Una vez se tiene una
de estas representaciones del número π, el proceso del cálculo efectivo de
cifras exactas es ya meramente calculístico y, a menudo, no necesita de
excesivo ingenio, aunque sí del tesón que pone un mulo para hacer girar una
noria —sobre todo en los tiempos donde había que hacer las cuentas a mano
—. El número de cifras exactas y la eficiencia con que se pueden calcular
depende, desde luego, de la facilidad y rapidez para realizar cálculos que la
tecnología permita en un determinado momento; pero, sobre todo, depende de
la representación que se use del número n. Habitualmente ocurre que una
determinada representación agota su capacidad de producir cifras exactas, y
los grandes récords en el cálculo de cifras suelen corresponder más con el
hallazgo de mejores representaciones para n que con el desarrollo de
computadores más potentes.
A lo largo de la historia, algunos de los más grandes matemáticos han
aportado su granito de arena al cálculo de cifras exactas del número n, sobre
todo encontrándole buenas representaciones. Es el caso de Arquímedes, al
que se debe la más célebre aproximación del número π de la Antigüedad,
22/7.
En tiempos más recientes las aproximaciones del número π se han
calculado usando sumas infinitas. Por ejemplo, la primera suma infinita cuyo
valor es el número n la descubrió el escocés James Gregory a mediados del
siglo XVII —redescubierta por Leibniz unos años después—:
La serie de arriba, sin embargo, es pésima para el cálculo aproximado del
número π, debido a que los sumandos decrecen muy lentamente; por ejemplo,
se necesitan sumar cerca de mil términos para encontrar un valor aproximado
mejor que el de Arquímedes.
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El mismísimo Newton desarrolló un procedimiento para encontrar series
muy apropiadas para el cálculo aproximado del número π, y con una de ellas
le calculó varias docenas de decimales. Una variación de las series de Newton
fue usada, poco después, por John Machín, profesor de astronomía en
Londres, para calcular cien cifras decimales exactas del número π —todo un
récord en la época—; la serie en cuestión es la siguiente:
Hasta la irrupción de los modernos computadores a mediados del siglo XX,
se habían calculado poco más de quinientas cifras exactas de n. En 1949,
usando el primero de ellos, el ENIAC, se calcularon más de dos mil; en 1961
ya se habían calculado más de 100.000 —usando un IBM y más de nueve
horas de cálculo—; el primer millón se alcanzó en 1973, hacia 1986 ya se
habían calculado, con un ordenador de la NASA, cerca de treinta millones de
cifras decimales de π, y en los albores del tercer milenio ya son varios de
billones las conocidas —a finales de 2009 se consiguió un récord usando un
ordenador doméstico y más de cuatro meses de computación—.
En mayor o menor medida, todos los cálculos aproximados del número π
llevados a cabo durante los siglos XVIII, XIX y casi todo el siglo XX se basan en
variantes de la serie (1.3). Entonces Ramanujan entró en acción.
Ramanujan produjo casi dos docenas de misteriosas series para el inverso
del número n. He aquí una de ellas donde los sumandos que aparecen en esa
suma son las fracciones obtenidas poniendo n = 0, 1, 2, 3 … en la fórmula
(2n)!3 (5+42n)
(n!)6 212n+4
Esa fórmula, y otras de similar estilo, aparecen misteriosamente en uno de
los cuadernos de Ramanujan, sin ninguna demostración; cosa, por otro lado,
habitual en los cuadernos y en él. En 1914 Ramanujan las publicó en una
revista de investigación inglesa, en esta ocasión con algunas indicaciones de
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cómo componer una demostración, cuyos argumentos principales parecen
salidos de la chistera de un mago y es difícil, si no imposible, entender cómo
se le pudieron ocurrir a Ramanujan. Esas expresiones, de hecho, no fueron
cabalmente entendidas hasta los años ochenta, coincidiendo con el centenario
del nacimiento de Ramanujan y cuando los procedimientos para el cálculo
aproximado del número n recobraron interés a rebufo del vertiginoso
desarrollo de los computadores electrónicos. Con las fórmulas de Ramanujan,
y otras similares que se descubrieron entonces, se consiguió calcular miles de
millones de cifras exactas del número n, lo que permitió alcanzar varios
récords en las cifras conocidas de la más célebre de las constantes
matemáticas.
Pero ¿de dónde sacó Ramanujan sus fórmulas? Esta es una de las
preguntas más inquietantes y llenas de misterio que podemos hacernos sobre
el proceso creativo en ciencia y, en particular, en matemáticas, y sobre la
presencia de elementos dionisíacos en el proceso de descubrimiento
matemático —apasionamiento por lo buscado, tesón irracional para persistir
en la búsqueda, grandes dosis de imaginación e inteligencia, que no excluyen
las connotaciones mágicas, y cierta embriaguez del espíritu—. En este
sentido, Ramanujan es un caso extremo, excepcional, hasta el punto de que,
aun siendo un científico, un matemático, se puede llegar a percibir su
producción más como la obra de un mago que la de un genio. Es precisamente
esa condición de mago de los números, de las fórmulas, una de las
circunstancias que hacen de él el matemático más inexplicable que haya
existido jamás; la otra circunstancia es el hecho de haber conseguido buena
parte de sus descubrimientos sin haber recibido ningún tipo de formación
matemática específica. Y quizá ambas cosas estén inextricablemente unidas
entre sí, y también al carácter dionisíaco de sus descubrimientos.
En 1907, Ramanujan abandonó sus estudios oficiales; tres o cuatro años
antes había caído bajo el embrujo de las matemáticas y desde entonces había
cosechado fracaso tras fracaso académico. Ese mismo año, Ramanujan
empezó a escribir sus «cuadernos». Los «cuadernos» matemáticos de
Ramanujan son uno de los documentos matemáticos más importantes del
siglo XX. En ellos encontramos multitud de fórmulas, prácticamente sin
ninguna demostración o sugerencia de cómo pudo encontrarlas: pura pasión
sin rastro casi de prudencia.
Se conservan tres cuadernos —publicados en dos volúmenes en edición
facsímil en 1957—; el primero tiene casi doscientos folios, el segundo otros
tantos y el tercero apenas veinte. El segundo cuaderno es una copia ampliada
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y mejorada del primero; según comentó uno de sus amigos, Ramanujan se
decidió a hacerla por motivos de seguridad y, al principio, pretendió que fuera
una copia fiel, pero conforme iba copiando no pudo resistir la tentación de
mejorar sus resultados y ampliarlos con otros nuevos.
Tras dejar el instituto en 1907, Ramanujan se dedicó en cuerpo y alma a
las matemáticas. Sin ninguna guía ni otro consejo más allá de su pura
intuición y gusto personal, empezó por recoger en los cuadernos resultados
que seguramente había encontrado durante sus últimos años en el colegio.
Así, los cuadernos comienzan con unas disquisiciones dedicadas a la
construcción de cuadrados mágicos —números insertos en una retícula
cuadrada, la suma de cuyas líneas verticales, horizontales y diagonales es
siempre la misma—.
Pero esos juegos matemáticos de aficionado pronto dieron paso a
problemas matemáticos más complicados y profundos que incluían teoría de
números, sumas y productos infinitos, cálculo de integrales, funciones
especiales, aproximaciones de funciones y otros asuntos de gran enjundia
matemática.
Esos años en que estuvo redactando los cuadernos fueron, en un sentido,
duros para Ramanujan; pero, en otro sentido, quizá los más felices de su vida.
Duros en el sentido económico y material, porque su familia apenas
conseguía dinero para alimentos y, con seguridad, debían quejarse por la
actitud del hijo; no sólo había desaprovechado la oportunidad de obtener un
título que le hubiera facilitado un trabajo bien remunerado —para los
estándares indios—, sino que, además, en vez de buscar trabajo o alguna
ocupación remunerada, se dedicaba a hacer cuentas sentado en el porche de su
casa, y a anotar números y fórmulas en unos cuadernos. La penuria
económica llegó a ser tal que Ramanujan tuvo que ganarse unas rupias dando
clases particulares. El asunto no fue, precisamente, un éxito, pues Ramanujan
se empeñaba en enseñarle a sus alumnos matemáticas superiores en vez de las
que a ellos les exigían en la escuela; y, así, claro está, los alumnos no le
duraban mucho.
Pero fueron, a su vez, los más felices en el plano intelectual, porque
durante esos años Ramanujan se dedicó a lo único por lo que sentía verdadera
pasión: a hacer matemáticas; y a hacerlas compulsivamente. Nada raro, por
otra parte, pues, cuando les coges afición, esa es la única manera de hacer
matemáticas, como sabe cualquiera que a ellas se haya dedicado alguna vez.
«Ramanujan había encontrado un hogar en las matemáticas —escribió Robert
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Kanigel—, tan completamente confortable, además, que difícilmente quería
nunca salir de él. Le satisfacían intelectual, estética y emocionalmente.»
En esos períodos de creación, de profunda concentración, Ramanujan se
olvidaba incluso de comer; pero, en su casa de Kumbakonam, tenía a su
madre y su abuela cuidando de él. La mujer de Ramanujan contó una vez lo
tierno de la escena: «A menudo, las matemáticas le absorbían hasta el punto
de que se olvidaba de las comidas. En algunas ocasiones, su abuela o su
madre le tenían incluso que dar de comer; para no interrumpir la corriente de
su pensamiento, le iban poniendo en la mano bolas de arroz mezclado con
sambhar, rasam o cuajada, que él comía mecánicamente. También les solía
pedir que lo despertaran a media noche, para seguir con su trabajo ayudado
por el silencio y el frescor de la noche».
A partir de 1910, Ramanujan trató de sacar algo de rédito al material
matemático que había conseguido. Con sus cuadernos bajo el brazo, a manera
de tarjeta de presentación, Ramanujan visitó a varios matemáticos indios.
Ninguno llegó a entender las matemáticas de Ramanujan ni, mucho menos,
apreciar su calidad. Tampoco supieron determinar si era un loco o un genio
pero, al menos, Ramanujan logró, tras varias visitas, la ayuda de
Ramachandra Rao. Rao describió años después la escena, tierna y surrealista a
la vez, de su primer encuentro con Ramanujan: «En la plenitud de mi
madurez matemática, condescendí a que Ramanujan me visitara. Un tipo
pequeño y tosco, gordo, mal afeitado y no precisamente limpio, con un rasgo
conspicuo, sus ojos brillantes, entró con un raído cuaderno bajo el brazo.
“Déjame ver el cuaderno”, le pedí. Tras echarle una ojeada le dije: “Mi
conocimiento matemático no da para entender este material”. “Señor, sólo son
unos pocos resultados sencillos”, me contestó. “Serán sencillos, pero me han
dicho que no se encuentran en los libros que se han consultado”, le dije.
Ramanujan era miserablemente pobre, pero no quería ninguna distinción, sólo
tiempo libre. En otras palabras, que se le proveyera de un poco de comida sin
otro compromiso por su parte que seguir con sus ensoñaciones matemáticas».
Rao accedió a pasarle unas pocas rupias de su propio bolsillo, apenas nada,
pero suficiente para que Ramanujan pudiera salir de casa de sus padres en
Kumbakonam y mudarse a una casa mísera y mal ventilada en Madrás.
Allí siguió jugando sin aparente cansancio con números y fórmulas. Para
los cálculos se ayudaba de un pequeño pizarrín de 50 por 30 centímetros —
que todavía hoy se conserva—, que luego solía borrar con el codo; el papel lo
racionaba con el mismo desordenado afán que un avaro aplica a su dinero. El
único esparcimiento de Ramanujan era pasear por la playa de Triplicane al
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frescor de la noche y conversar con sus amigos. Uno de ellos contó luego la
siguiente conversación:
—Ramanujan, todo el mundo dice que eres un genio.
—¿Un genio? Pregúntale mejor a mi codo.
—¿Qué le pasa a tu codo? ¿Por qué lo tienes tan sucio y desollado?
—Es el precio que pago por ser un genio. Día y noche los paso haciendo
cálculos sobre mi pizarra; y he descubierto que borrar con el codo es más
rápido que andar buscando el trapo y borrar con él. Lo malo es que tengo que
borrar cada pocos minutos.
—Pero si tantos cálculos tienes que hacer, ¿por qué usas un pizarrín? ¿Por
qué no usas papel?
—Cuando la comida misma es un problema —contestó Ramanujan—,
¿cómo voy a gastar dinero en papel?
La situación mejoró ligeramente cuando, en marzo de 1912, Ramanujan
consiguió un puesto de contable en el puerto de Madrás. Aunque su voracidad
por el papel continuó: «Unos años después me lo encontré por casualidad
cerca del puerto de Madrás —contó un amigo—, donde Ramanujan trabajaba.
Estaba recogiendo papel de embalar. “Lo necesito para los cálculos que
requieren mis problemas de matemáticas”, me explicó. Después supe que para
ahorrarse papel solía sobrescribir en tinta roja comentarios u otros problemas
sobre lo ya escrito».
A partir de sus comienzos de contable en el puerto de Madrás, sus amigos
indios incrementaron sus esfuerzos para decidir sobre el alcance y la
naturaleza del talento matemático de Ramanujan; todavía no sabían si se las
entendían con un genio, un loco o, simplemente, un habilidoso calculista. Para
averiguarlo implicaron a matemáticos ingleses de la Universidad de Madrás, e
incluso del University College de Londres. Pero lo único que se pudo
conseguir fueron pronunciamientos y recomendaciones vagas, cuando no
equívocas, del tipo de: «Me da la impresión de que tiene cerebro, aunque
quizá sea semejante al de uno de esos calculistas»; o: «Indudablemente tiene
gusto por las matemáticas y parece que habilidad también. Quizá no se le
debería desalentar en su tarea». En vista de que nadie en la India parecía
comprender sus matemáticas, algunos le aconsejaron que escribiera a
Cambridge, o a algún otro lugar similar de Occidente, y pidiera ayuda allí.
Así fue como Ramanujan empezó a enviar cartas a Cambridge, hasta que una
de ellas llegó a las manos de Hardy.
Ramanujan fue matemático, a pesar de lo cual es imposible describir o
entender su trabajo sin que medie una comparación con el proceso de
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creación artística. Podemos pensar que Ramanujan movía los números como
si fueran las cuencas de cristal de un caleidoscopio, y el juego de colores
obtenido lo sustanciaba en una fórmula que era anotada cuidadosamente en
sus cuadernos. O podemos pensar en un poeta que distribuye adjetivos, verbos
y nombres buscando la combinación más adecuada para describir un
sentimiento, una vivencia, un instante, que finalmente quedan atrapados en la
sonoridad de un par de versos; igualmente Ramanujan distribuía números por
aquí y por allá, y dejándose llevar por no se sabe qué tipo de sensibilidad
lograba sintetizar con ellos una fórmula que bien podría describir lo que unos
números sentían por los otros. Podemos también pensar en un compositor,
que teclea notas en un piano buscando la melodía precisa que transforme en
sonido la emoción que en ese momento le cruza el ánimo; y podemos
imaginarnos a Ramanujan pulsando números hasta componer con ellos una
melodía que palpita en el interior de la correspondiente fórmula.
¿Y la lógica, y el razonamiento deductivo propio del discurso
matemático?, preguntará algún lector. Ocurre que no es el razonamiento
deductivo o la lógica rigurosa la mejor manera de explicar las matemáticas de
Ramanujan. En sus cuadernos no hay demostraciones; a veces, pero sólo unas
pocas veces, hay alguna que otra indicación del camino que le llevó a
descubrir sus fórmulas y resultados, pero son estas indicaciones no más que
unos breves bosquejos mayormente oscuros e incomprensibles, un rastro
apenas visible y sumamente complicado de seguir.
Después de la muerte de Ramanujan, han sido varios los matemáticos que
han intentado demostrar las fórmulas que el genio indio incluyó en sus
cuadernos, dedicándole a ello buena parte de sus trayectorias científicas; el
último ha sido Bruce C. Berndt (1939-), profesor de matemáticas de la
Universidad de Illinois, y antes que él ya lo intentaron, entre otros, el propio
Hardy, B. M. Wilson, o G. N. Watson, profesor de la Universidad de
Birmingham. El profesor Berndt ha escrito cinco libros, aparecidos entre 1986
y 1998 —aparte de incontables artículos—, donde pone en orden las
matemáticas contenidas en los cuadernos de Ramanujan; esos cinco libros
abarcan cerca de dos mil quinientas páginas donde se demuestra, con toda la
artillería matemática desarrollada por Occidente en varios siglos, las fórmulas
que Ramanujan encontró trabajando en la más absoluta soledad del sur
profundo de la India. No todo lo que encontró Ramanujan era original; fue
inevitable que redescubriera muchas fórmulas ya conocidas en Occidente.
Hardy estimó que los dos tercios de su producción en India eran
redescubrimientos, aunque a Berndt esta cifra le parece demasiado alta y
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quizá un tercio se ajuste más a la realidad. Lo de redescubrir era inevitable
pues, tal y como vívidamente lo describió Hardy: «Ramanujan sufrió una
desventaja imposible, un pobre y solitario hindú machacándose el cerebro
contra el saber acumulado de Europa».
Después de dedicarle media vida a los cuadernos de Ramanujan, Bruce
Berndt escribió: «Todavía no entiendo sus matemáticas del todo. Puedo ser
capaz de demostrar sus resultados, pero no sé de dónde vienen ni dónde se
acomodan entre las demás matemáticas. Muchas de las conjeturas de
Ramanujan no se han demostrado todavía, pero son muchas más las que
seguimos sin comprender cabalmente. El proceso creativo de Ramanujan
sigue siendo un enigma oculto por una cortina que apenas ha sido
descorrida».
Como apuntó Robert Kanigel, quizá la mejor manera de abordar el genio
matemático de Ramanujan sea apelando a la distinción entre genio científico
ordinario y genio científico mágico que Mark Kac estableció en su
autobiografía: «En ciencia, al igual que en otros campos de la empresa
humana, hay dos clases de genios, los “ordinarios” y los “magos”. Un genio
ordinario es un tipo que sería tan bueno como usted o como yo, en el supuesto
de que nuestra capacidad mejorara en varios órdenes de magnitud. El
funcionamiento de su mente no es ningún misterio. Una vez comprendemos
lo que él ha hecho, nos gana la impresión de que nosotros también lo
podríamos haber hecho. La cosa es diferente con los magos. La forma en que
trabaja su mente es, a todos los efectos, incomprensible. Incluso después de
haber comprendido lo que han hecho, el proceso que han seguido queda en la
más absoluta oscuridad. Rara vez, si alguna, tienen discípulos porque no se
les puede emular, y es terriblemente frustrante para una mente joven y
brillante hacer frente a la forma misteriosa en que la mente de un mago
trabaja». Ramanujan fue uno de estos magos, quizá el de mayor calibre que
han producido las matemáticas.
Comparemos, por ejemplo, las fórmulas anteriores, numeradas con las
etiquetas (1.2), (1.3) y (1.4), para el cálculo del número n. Las dos primeras,
numeradas con las etiquetas (1.2) y (1.3) unas páginas atrás, provienen de la
serie
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En el siglo XIV, el matemático indio Madhawa había reconocido en esa
serie una de las funciones trigonométricas básicas, a la que llamamos
acrotangente; descubrimiento que volvería a hacer el escocés James Gregory
dos siglos y medio después. El valor del arcotangente en 1 es π/4, así que
cuando insertamos en la serie anterior el valor x = 1, obtenemos la serie (1.2)
de James Gregory para π. Como se dijo antes, esa serie es pésima para
calcular cifras decimales del número π, porque los sumandos se hacen
pequeños muy lentamente. Newton tuvo una idea genial, y encontró un truco
para poder usar esa misma serie pero evaluada en un número x mucho más
pequeño que 1. Ahí tiene su origen la serie (1.3) recogida unas páginas atrás:
una simple ojeada muestra que esa serie es una combinación de la que se
obtiene en la serie (1.5) al poner x = 1/5 y x = 1/239. Esa idea de Newton es el
tipo de idea genial ordinaria que uno, a poco que tenga cierto conocimiento
matemático, entiende cuando se la explican.
Las series de Ramanujan, en cambio, corresponden al tipo de idea genial
mágica, totalmente dionisíaca sin elemento apolíneo alguno. Ramanujan sólo
sugirió de forma muy vaga e imprecisa de dónde podrían venir. De hecho, la
primera demostración detallada que permitió empezar a entender cabalmente
las series de Ramanujan se debe a los hermanos Jonathan y Peter Borwein, y
data de mediados de los años ochenta —o sea, tres cuartos de siglo después de
que Ramanujan las encontrara—: «Probablemente las matemáticas todavía no
han sentido el impacto pleno del genio de Ramanujan —escribieron los
Borwein en 1988—. Desafortunadamente Ramanujan solía listar sus
resultados con pocas indicaciones de cómo los había demostrado; así, una
simple línea en sus “cuadernos” puede fácilmente necesitar muchas páginas
de comentarios». A pesar de todo, no entendemos aún por completo el camino
que Ramanujan recorrió hasta dar con sus series. Hardy, sin embargo, insistió
más de una vez en que Ramanujan pensaba como los demás matemáticos; y,
sin embargo, más de una vez también dejó constancia de esa inexplicable
intuición que el genio indio tenía: «Me preocupaba que —escribió Hardy en
cierta ocasión— si le insistía excesivamente sobre la necesidad de demostrar
y otros asuntos parecidos que Ramanujan encontraba fastidiosos, podría
destruir su confianza o romper el hechizo de su inspiración».
Pero ¿y Ramanujan?, pensará algún lector, ¿no explicó nunca de dónde le
venía la inspiración? Ciertamente, alguna que otra vez se refirió a eso, pero
sus razones son un enigma más que una explicación. Un enigma, además, con
tanto sabor religioso que bordea lo grotesco. Algunos de los que conocieron a
Ramanujan nos lo describen como una persona profundamente religiosa,
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mística e, incluso, supersticiosa —valga la redundancia—; uno de ellos, un
profesor indio de matemáticas, llegó a decir: «Fue un místico, un verdadero
místico en el pleno sentido del término. Fue intensamente religioso, casi
supersticioso en algunas prácticas diarias; no tomaba, por ejemplo, comida
que no hubiera sido preparada por alguien de su confianza. Nadie podrá negar
que fue muy intuitivo y que alcanzaba a ver la verdad de las cosas como en un
destello. Veía la verdad y la reconocía, aunque encontraba difícil explicarla a
los demás en términos lógicos». A este profesor, Ramanujan le confesó:
«Señor, una ecuación no tiene sentido para mí a menos que exprese un
pensamiento de Dios». La frase dejó perplejo al profesor, que vio en ella: «La
esencia de la verdad acerca de Dios, del Hombre y del Universo, y al
Ramanujan más verdadero: filósofo, místico y matemático».
Pero, con todo, la explicación más surrealista de la capacidad matemática
de Ramanujan implica de nuevo a la diosa tutelar de su familia. Porque
Ramanujan confesó a algunos amigos que era esa diosa, la que había
provocado las visiones en su madre y en él mismo eximiéndole del mandato
de no cruzar los mares, la que le ayudaba también en sus investigaciones
matemáticas y le confería perspicacia matemática en sueños. Y lo hacía del
modo más sorprendente e inesperado que quepa imaginar: la diosa escribía
fórmulas matemáticas en la lengua de Ramanujan mientras este dormía.
Bastantes de los sueños matemáticos de Ramanujan destilan un ligero
sabor gore; probablemente sea debido a la señal con que el dios que se los
provocaba suele, según los expertos, autentificar los sueños que provoca: esta
señal consiste en ver durante el sueño gotas de sangre que flotan. El sueño
más sanguinario de los que contó Ramanujan coincidió con una ocasión en
que durmió en la misma habitación que un santón: «Su presencia me estimuló
—contó a un amigo el propio Ramanujan—, y mientras dormía tuve una
experiencia poco usual. Había una especie de tamiz rojo formado por lo que
parecía un manantial de sangre que flotaba. Mientras la observaba fijamente,
una mano empezó a escribir en el tamiz. Presté toda mi atención porque esa
mano estaba escribiendo resultados sobre integrales elípticas. Las fórmulas
quedaron prendidas en mi mente. Tan pronto como me desperté me puse
compulsivamente a escribirlas».
Janaki, la mujer de Ramanujan, veía el asunto de la religiosidad de su
marido de otra manera. En una entrevista que le hizo Bruce Berndt en 1984
—Janaki tenía entonces ochenta y tres años— dijo: «Mi marido era un
astrólogo ansioso que disfrutaba haciendo predicciones; de hecho pronosticó
que él mismo moriría antes de cumplir los treinta y cinco años. Pero
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Ramanujan no era particularmente religioso. Nunca tenía tiempo de ir al
templo porque siempre andaba obsesionado con las matemáticas. Mi suegra y
yo teníamos siempre que andar detrás de él para que comiera, porque nunca
encontraba tiempo para comer cuando estaba concentrado con las
matemáticas. Incluso estando en cama mortalmente enfermo, seguía haciendo
matemáticas contra los deseos del médico».
A pesar de que, según Janaki, al final «sólo era piel y huesos», de que
continuamente se quejaba de dolores, la muerte lo sorprendió con el lápiz en
la mano. Como Mozart, al que la muerte se llevó en plena juventud cuando
componía su Réquiem, a Ramanujan la parca lo encontró en pleno proceso
creativo, haciendo matemáticas de la más alta calidad y originalidad,
ayudado, como escribió alguien, «tanto por su reciente colaboración con
Hardy como por el genio excéntrico y salvaje de su juventud».
§ 1.4. El infinito
Como se explicó antes, ese conflicto entre prudencia y pasión que existe en
las matemáticas tiene mucho que ver con la estructura
descubrimiento/demostración. Fueron los griegos los que impusieron la
necesidad de añadir una demostración para validar un descubrimiento
matemático, y esta necesidad les llevó a adentrarse por un camino que las
matemáticas nunca antes habían transitado: pasaron de ser una herramienta
utilitaria para asuntos mundanos —llevar las cuentas de un negocio, calcular
cuánto se separa una escalera de la pared, reconstruir una parcela cuyas lindes
desdibujó la última crecida del Nilo— a un sofisticado constructo intelectual
cuya función primordial debía ser la formación de la mente humana y la
iluminación del mundo perfecto del cual el que nos muestran los sentidos no
es sino una mala copia deformada —Platón dixit—: las matemáticas debían
ser la guía que nos ayudara primero a alcanzar y, después, a movernos en el
mundo perfecto de las ideas. Pero la importancia de la demostración y la
solidez lógica sufrió fuertes vaivenes a lo largo de la historia, como veremos
en la segunda y tercera parte de este libro. Encontramos épocas —o autores—
donde prima la demostración —lo apolíneo— mientras en otras triunfa el
descubrimiento, con o sin demostración —lo dionisíaco—. Eso queda
meridianamente claro cuando se compara la matemática griega con la barroca.
Para los griegos la demostración fue reina, y el elemento dionisíaco por
excelencia de las matemáticas, el infinito, se relegó al ostracismo. En los
siglos XVII y XVIII, lo infinitamente grande y lo infinitesimalmente pequeño
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fueron señores y la demostración escasa. Lo apolíneo empapa la
consideración clásica de la cultura griega, «entendiéndose el término clásico
como equivalente —escribió el filósofo Ferrater Mora—, entre otros, a
“justo”, “mesurado”, “tranquilo”, “bien redondeado”, “perfecto”, etc.»;
calificativos todos ellos que cuadran perfectamente para las matemáticas que
encontramos en los Elementos de Euclides —o, mejor dicho, para la forma en
que Euclides decidió presentarnos esas matemáticas—. Pero a lo «clásico» se
opone lo «romántico»: «Se contraponía así —sigo con Ferrater— la cultura
griega como cultura clásica a la cultura “romántica”, en la que se hacían
intervenir, entre otras cosas, la desmesura y el ansia de infinito». Y aquí
quedan perfectamente descritas las matemáticas del barroco, las de, por citar
acaso el nombre más representativo, Leonhard Euler.
Como acabo de escribir, hay un concepto matemático fundamental donde
se dan la mano las dicotomías prudencia/pasión, descubrir/demostrar: el
infinito, el concepto que, en cierta forma, separa las matemáticas de la lógica,
o de lo que clásicamente se ha entendido por lógica. A él le dedicaré la última
parte de este capítulo.
Que se sepa, los griegos fueron los primeros en tener devaneos con el
infinito; lo que les costó una buena dosis de escándalos, polémicas y disputas.
El infinito estaba implicado en las paradojas de Zenón de Elea, y también en
la irracionalidad de √2 que √2 pueda ser representado por una fracción fue
un resultado que los pitagóricos descubrieron muy pronto y que les causó
gran desconcierto —se darán más detalles en la sección § 4.1—; entre otras
cosas porque detrás se esconde el infinito. Una fracción queda descrita por
dos números enteros: su numerador y su denominador; pueden ser, desde
luego, números de muchísimas cifras, de millones de cifras, pero son dos
números. En cambio √2 no se puede describir de esa forma: puedo marcar
una diferencia pequeñísima, insignificante, y dar una fracción que difiera de
√2 menos que esa diferencia, pero esa fracción no será igual a √2 que se
necesitará otra fracción si quiero disminuir más la diferencia fijada.
Ahí está el infinito: a una fracción seguirá otra y luego otra y otra más
después, y podrán diferir muy poco de √2 casi nada, pero después de una
tendré que dar otra porque no podré encontrar ninguna que sea igual a √2.
Con esos antecedentes, se optó por desgarrar el infinito y separarlo en dos
partes; una apolínea, el infinito en potencia, y otra dionisíaca, el infinito en
acto. El sempiterno «sentido común» aristotélico fue el cuchillo que se usó
para sajar al monstruo. Por un lado era imposible negar la existencia de
procesos que no tienen fin: «En lo pequeño no existe lo extremadamente
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pequeño, sino algo cada vez más pequeño», escribió Anaxágoras, y, también,
«en lo grande siempre hay algo más grande». De manera que Aristóteles, en
el libro III de la Física, le dio carta de naturaleza: «Es claro que la negación
absoluta del infinito es una hipótesis que conduce a consecuencias
imposibles», de manera que «el infinito existe potencialmente», esto es, «el
infinito es o por adición o por división». Ahora bien, el infinito en sí, como
cosa completa, no iba a estar permitido: «No es posible que el infinito exista
como un ser en acto o como una sustancia y un principio. La magnitud no es
actualmente infinita, aunque infinitamente divisible».
Así, la regulación aristotélica impide considerar un segmento como una
colección de infinitos puntos alineados, pero sí permite divisiones del
segmento por la mitad, digamos, tantas veces como se quiera; prohíbe
considerar a los números formando un todo acabado, aunque admite que
existan números tan grandes como se desee. «Esta argumentación no priva a
los matemáticos de sus especulaciones al negar la existencia actual del
infinito —escribió Aristóteles— porque no tienen necesidad de este infinito,
ya que no hacen uso de él, sino sólo, por ejemplo, de una línea finita que se
prolongue tanto como ellos quieran».
El mandato aristotélico formulaba el infinito como una negación: «lo que
no tiene límites». Esta definición por negación aparece claramente en la
etimología griega del término infinito: aneipov —ápeiron—, formado por el
prefijo de negación a, la raíz peiro —límite— y el sufijo neutro n. La
etimología latina es una copia de la griega: infinitio, donde vuelve a aparecer
el prefijo de negación in, la raíz finí —límite— y, finalmente, el sufijo de
abstracción tío. La palabra infinitio fue un «invento» de Cicerón —aparece
por primera vez en su obra De finibus (libro 1, cap. 21)—.
Así, el infinito, en potencia o en acto, fue convertido por Aristóteles en un
monstruo con dos cabezas, y espantó a los griegos hasta elevar el miedo que
le tuvieron al rango de leyenda. Y lo que infundía miedo era tanto enfrentarse
al infinito como contravenir la prohibición de Aristóteles. Y así los
matemáticos griegos respetaron la prohibición aristotélica, aunque con
algunas señaladas excepciones. Una fue la de Arquímedes, aunque esa
rebeldía fue cometida, más o menos, en la «intimidad». Los argumentos de
Arquímedes aparecen en el Método, un libro-carta que Arquímedes envió al
bibliotecario de Alejandría y que estuvo perdido hasta que a principios del
siglo XX se encontró en un palimpsesto de Constantinopla, sobre el Método se
darán más detalles en las secciones § 4.2, § 4.4 y § 5.3.1.
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Cuando en Oriente árabes y asimilados empezaron a recuperar el legado
griego, mantuvieron la prohibición aristotélica con el infinito, pero también
con excepciones. Una de ellas fue Thabit ibn Qurra (s. IX), que hizo unas
reflexiones sobre el infinito sumamente interesantes. Contravino a Aristóteles
afirmando que el infinito en acto es admisible, que la comparación entre
infinitos es también posible —emparejando sus elementos— y, por tanto, es
posible establecer jerarquías de tamaño entre ellos —aunque los ejemplos que
manejó Ibn Qurra fueron algo contradictorios—.
Pero el uso del infinito en acto también contravenía a Euclides, que en sus
Elementos incluye como noción común o axioma que «el todo es mayor que
la parte». Quien supo explicar esto mejor que nadie fue Galileo en sus
Discorsi (1638): puesto que cada número genera un cuadrado distinto —el
dos genera el cuatro, el tres el nueve, el cuatro el dieciséis, etc.— y a su vez
cada cuadrado viene generado por un único número, podemos emparejar los
números con sus cuadrados concluyendo que habrá tantos cuadrados como
números; pero es de todo punto obvio que los números cuadrados son sólo
una parte de los números —el dos, el tres, el cinco, el siete son números pero
no cuadrados— y, en consecuencia, concluimos que hay más números que
cuadrados —el todo es mayor que la parte—. Nos encontramos pues con la
paradoja de que los números son, a la vez, tantos y más que los cuadrados.
Galileo concluía que «los atributos de mayor, menor e igual no se aplican a
los infinitos».
Pero para cuando Galileo hizo estos razonamientos, la prohibición
aristotélica había sido ya superada, y el infinito había penetrado de forma
determinante no sólo en las matemáticas sino también en otros ámbitos de la
cultura. Y fue la de la religión una de las puertas de acceso que usó el infinito.
Precisamente, las elucubraciones de Ibn Qurra sobre el infinito se hicieron
en un contexto religioso: Thabit, que perteneció a la secta de los sabeos
adoradores de astros de Harrán, tuvo un alumno cristiano, y fue discutiendo
con él sobre la controversia teológica relativa a la enumeración de las almas,
y al conocimiento por Dios de la infinidad de seres singulares, donde hizo sus
comentarios sobre el infinito.
El infinito es un adjetivo muy suculento para atribuirlo a la divinidad, más
aun si se trata de calificar los atributos de una divinidad absoluta como la
judeo-cristiana. Los teólogos pronto se dieron cuenta de la utilidad del infinito
en acto para justificar determinados postulados bíblicos. El infinito fue de los
conceptos que requirieron ciertos retoques conforme fue absorbido por el
pensamiento cristiano. Este proceso de absorción de parte de la filosofía
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Cronicas matematicas - Antonio J Duran Guardeno.pdf

  • 1.
  • 2. ¿Qué son las matemáticas? ¿Para qué sirven? ¿Por qué es importante conocer su historia? Estas son algunas de las preguntas a las que da respuesta esta obra que nos narra de forma concisa la historia de esta ciencia desde la Prehistoria hasta nuestros días. Pero esta narración no es solamente una superposición de personajes históricos y de sus felices descubrimientos, sino que es una reivindicación de los componentes emocionales, incluso irracionales, que muchas veces han acompañado las actitudes apasionadas de estos célebres personajes que se han empeñado en buscar soluciones a los más diversos problemas. Antonio J. Durán destaca y reivindica con este libro la «inmortalidad» de las ideas matemáticas por encima de otro tipo de lenguajes: «se recordará a Arquímedes aun cuando Esquilo haya sido olvidado, pues los lenguajes perecen mientras que las ideas matemáticas no mueren nunca». Página 2
  • 3. Antonio J. Durán Guardeño Crónicas matemáticas Una breve historia de la ciencia más antigua y sus personajes ePub r1.0 Titivillus 02.09.2023 Página 3
  • 4. Antonio J. Durán Guardeño, 2018 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Página 4
  • 5. Índice de contenido Cubierta Crónicas matemáticas Prólogo muy menudo Parte I: Qué son las matemáticas y para qué sirven Capítulo 1: ¿Prudencia contra pasión? § 1.1. Apolo y Dionisos § 1.2. Las matemáticas y sus circunstancias § 1.3. Ramanujan y Hardy § 1.4. El infinito Capítulo 2: ¿Sirvienta o señora? § 2.1. En honor del espíritu humano § 2.3. Gauss § 2.4. La irracional eficacia de las matemáticas Parte II: Del siglo XVII a las cavernas Capítulo 3: De la «logística» al álgebra renacentista § 3.1. Logística § 3.2. El álgebra renacentista italiana § 3.3. La aparición de los números complejos § 3.4. El álgebra simbólica Capítulo 4: El paraíso geométrico de los griegos § 4.1 Demostrar § 4.2. Descubrir § 4.3. Explicar el mundo § 4.4. La transmisión del legado griego Capítulo 5: De la geometría analítica al cálculo infinitesimal § 5.1. La revolución del siglo XVII § 5.2 La geometría analítica § 5.3. El cálculo infinitesimal Parte III: Del siglo XVIII a nuestros días (o casi) Capítulo 6: Análisis: el lenguaje de la naturaleza § 6.1. Domando los infinitésimos § 6.2. El esplendor de las ecuaciones diferenciales § 6.3. «La alegría matemática del siglo» § 6.3.1. Cauchy § 6.3.2. Weierstrass y Riemann § 6.4. Del cálculo de variaciones al análisis funcional, pasando por la Segunda Guerra Mundial Capítulo 7: La geometría del mundo Página 5
  • 6. § 7.1. La geometría proyectiva § 7.2. Las geometrías no euclídeas § 7.3 La geometría diferencial de Gauss § 7.4. Riemann y la geometría: el camino a la relatividad general § 7.5. Del programa de Erlangen a la fundamentación de la geometría euclídea Capítulo 8: De las ecuaciones al álgebra abstracta, pasando por la teoría de números § 8.1. La resolución de ecuaciones § 8.1.1. Galois § 8.1.2. Determinantes, matrices, cuaterniones y vectores § 8.2. La teoría de números § 8.2.1. La demostración del teorema de Fermat § 8.2.2. La teoría analítica de números § 8.3. El álgebra abstracta Capítulo 9: Probabilidad, topología y fundamentos § 9.1. Probabilidad § 9.2. Topología § 9.3. Fundamentos Moraleja final Bibliografía Autor Página 6
  • 7. Quiero contarles una historia… porque todos tenemos siempre una historia NINA SIMONE Página 7
  • 8. Prólogo muy menudo En 1976, en el Festival de Jazz de Montreux (Suiza), la cantante y pianista Nina Simone interpretó una versión libre de la canción Stars de Janis Ian. Fue una interpretación memorable, profunda e inspirada, que curiosamente comenzó con una regañina que Nina Simone dirigió a una espectadora que no acababa de sentarse. En la canción de Janis Ian, que ya contiene una gran carga emocional y autobiográfica, Simone introdujo bastantes improvisaciones, sobre todo desde que, hacia la mitad de la canción, tarareó con un susurro de voz: «Pero lo que quiero decir es esto», y siguió: «Quiero contarles una historia… porque todos nosotros tenemos una historia». La expresión «contar una historia» sobrevoló una y otra vez la interpretación de Simone: «Ellos tienen una historia», «Estoy intentando contarles mi historia», «Todos nosotros tenemos siempre una historia»… Muy emotivo, incluso si tenemos en cuenta que al traducir la letra de la canción al castellano se pierde el matiz entre las palabras inglesas «story» y «history»; y es «story» el término que cruza una y otra vez la canción de Janis Ian, y todavía hace sentir más su peso en la interpretación de Nina Simone. Vienen a cuento estas reflexiones porque dan el tono de lo que esta breve historia de las ideas matemáticas pretende ser. No será sólo un libro de historia, en su acepción primera del diccionario de la RAE: «Narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados» —que coincide con el inglés «history»—. También lo será de historias, en la acepción sexta del diccionario: «Relación de cualquier aventura o suceso» —y que corresponde con el inglés «story»—; o, por precisar más, esas historias serán narraciones sobre algunas de las personas que han hecho matemáticas a lo largo de los últimos tres milenios; historias sobre las personas pero también sobre sus circunstancias. Y, naturalmente, esas historias se contarán manteniendo en lo posible sus componentes emocionales —siempre las tienen, aunque no siempre se cuentan—. Y es que, desde mi punto de vista, las circunstancias emocionales de las personas que han dedicado parte de su vida, o su vida entera en algunos casos, a las Página 8
  • 9. matemáticas son muy necesarias cuando se trata de narrar historia, aunque sea breve, de las matemáticas, la ciencia lógica y abstracta por antonomasia. ¿Qué es, pues, lo que un lector va a encontrar en las páginas de esta breve crónica de las ideas matemáticas y sus protagonistas? He dividido el libro en tres partes, de las cuales las dos últimas contienen propiamente una historia de las ideas matemáticas, distribuidas en las diversas áreas que componen las matemáticas, y siguiendo el orden cronológico, o casi. Soy un convencido de que las matemáticas son parte de la cultura, por lo que haré un esfuerzo por encuadrarlas adecuadamente en la historia de la humanidad, mostrando la influencia que acontecimientos fundamentales, como la Revolución Francesa o las guerras mundiales del siglo XX, tuvieron sobre ellas. Además, claro está, de establecer conexiones con otras ciencias —sobre todo la física— y áreas de la cultura —como la filosofía, o la pintura —. He vertebrado la historia tomando el siglo XVII como eje. Antes de ese siglo las matemáticas consistían esencialmente en dos áreas separadas: aritmética/álgebra y geometría. Esta situación cambió en el siglo XVII, cuando la geometría analítica estableció una fuerte conexión entre el álgebra y la geometría; y, además, nació el cálculo infinitesimal, que luego derivó en el análisis matemático, la tercera de las áreas fundamentales de las matemáticas. Esto produjo cambios sustanciales en las matemáticas que se hicieron en los siglos XVIII y XIX, donde se dio un mestizaje muy enriquecedor —el análisis se alió con la geometría analítica para producir la geometría diferencial, por citar sólo un ejemplo—, hasta que la llegada del siglo XX, y la axiomatización de muchas de las estructuras abstractas surgidas en los dos siglos anteriores, detuvo y, hasta cierto punto, revirtió ese mestizaje. Naturalmente, la producción matemática no ha sido uniforme a lo largo de los más de tres mil años que se recorrerán en la segunda y tercera parte de este libro, ni homogénea su distribución geográfica. Hubo momentos estelares como el protagonizado por los griegos entre los siglos V y II a. C., y momentos de profunda decadencia como los vividos en Europa durante buena parte de la Edad Media. Aunque sí es cierto que a partir del siglo XVI ha habido un crecimiento continuado de la producción matemática; lo que explica que la segunda parte de esta obra abarque de las cavernas al siglo XVII, y la tercera, del siglo XVIII a nuestros días. O casi, porque conforme nos adentramos en el siglo XX, la progresiva especialización y abstracción, y el incremento exponencial de la producción matemática, hacen imposible darle cabida en una historia breve y básica como esta. Página 9
  • 10. Lo que sí he procurado es incluir un catálogo de problemas, todo lo extenso que me permite el perfil de esta obra, sobre los que se sigue investigando hoy en día con denuedo, por la sencilla razón de que seguimos desconociendo su solución. Esto es algo fundamental porque, si bien este es un libro de historia, las matemáticas son sobre todo futuro: la increíble vitalidad de que goza hoy esta ciencia milenaria deviene precisamente de un catálogo interminable de problemas sin resolver. Y, aunque muchos de ellos vienen de lejos, ese catálogo se renueva continuamente por el propio desarrollo interno de las matemáticas y, también, por los problemas que el resto de las ciencias y la tecnología, donde las matemáticas son fundamentales, le acaban planteando. El lector atento habrá ya observado que he dejado para el final describir lo que haré en la primera parte de este libro: será un amplio preámbulo donde trataré algunos asuntos que no son propiamente historia, pero sí relevantes tanto para entender las matemáticas como su desarrollo histórico. En la primera parte describiré qué son las matemáticas y para qué sirven, y discutiré la importancia que tiene esa componente emocional a la que me refería al principio de este prólogo. Porque eso marcará la filosofía con que he escrito este libro: será una breve historia de las ideas matemáticas, pero analizadas en su contexto histórico y arropadas por sus circunstancias emocionales. Todo lo cual conformará un mosaico de historias rico e interesante, que va desde que la humanidad habitaba las cavernas hasta nuestros días. Quiero señalar por último que este libro es tributario de la docena larga que, fruto de mis desvelos por la historia y la divulgación de las matemáticas, en particular, y de la ciencia, en general, he publicado en las últimas dos décadas. Además, naturalmente, de lo aprendido en historias generales de las matemáticas y otras ciencias, particulares de alguna de sus áreas o alguno de sus problemas, estudios biográficos y misceláneas; sin olvidar, claro está, el débito que tengo con las fuentes originales —por más que a eso se añada la satisfacción impagable que siempre produce su lectura y consulta—. Página 10
  • 11. Parte I Qué son las matemáticas y para qué sirven Siendo muy sintéticos y un poco imprecisos, podemos afirmar que las matemáticas, o al menos lo que se ha venido entendiendo por matemáticas en el mundo occidental desde los últimos dos milenios y medio, pueden definirse como la búsqueda y el descubrimiento de secretos ocultos en sistemas de objetos que responden a un cierto patrón más o menos conocido, secretos que una vez descubiertos hay que demostrar usando un depurado razonamiento lógico. Los sistemas de objetos donde se ocultan secretos de interés matemático pueden ser de lo más variado. Los hay de tipo geométrico, como triángulos o círculos, o de tipo numérico, como los familiares números 0, 1, 2, 3… que usamos para contar, o las fracciones que con ellos podemos formar, o los más complicados que usamos para medir distancias —que incluyen los números irracionales √2, √5 … o los trascendentes como π o e. Históricamente, estos sistemas geométricos y numéricos fueron los primeros que se consideraron, pero conforme los siglos iban desgranándose fueron estudiándose otros más complejos y abstractos. He aquí dos ejemplos del tipo de secretos que un matemático busca descubrir en un sistema de objetos que responden a un cierto patrón más o menos conocido. El primer ejemplo es el de mayor solera histórica de todas las matemáticas, y afecta a un sistema de objetos geométricos: todos los triángulos, uno de cuyos ángulos es recto —ese es el patrón conocido—. El secreto en cuestión oculto en ese sistema de objetos responde a la pregunta: ¿habrá alguna relación especial entre los lados de cada uno de tales triángulos? La respuesta es que sí y se la conoce como «teorema de Pitágoras», aunque esa relación era ya conocida por matemáticos babilonios más de mil años antes del nacimiento de Pitágoras. Lo que establece una antigüedad de, al menos, tres milenios y medio para ese resultado matemático —sobre todo esto daré más detalles en la sección § 1.1—. Página 11
  • 12. El segundo ejemplo prometido tiene como ambiente el familiar sistema de los números enteros: el secreto que queremos descubrir consiste en dar con todos los números enteros que son, a la vez, producto de dos y tres enteros consecutivos. Es un problema mucho más reciente. La primera referencia que yo he encontrado es del siglo XX —aunque no descarto que haya sido considerado algunos siglos, o incluso decenas de siglos, antes—. Lo resolvió L. J. Mordell en 1963: «El problema me fue propuesto por el profesor Burton Jones —escribió Mordell—, quien lo recibió del señor Edgar Emerson». Diré mucho más sobre este problema, y otros parecidos, en la sección § 7.5. Así pues, los matemáticos nos dedicamos a buscar secretos en sistemas de objetos más o menos abstractos. Pero hay algo más, algo que tiene que ver con actitudes de tipo emocional. Habitualmente esa búsqueda de secretos es apasionada, a veces casi podría calificársela de irracional; la célebre frialdad lógica de las matemáticas sólo reside en las demostraciones, pero a menudo brilla por su ausencia en la indagación y descubrimiento de los secretos. Esta presencia de lo apasionado en las matemáticas se suele pasar por alto en las historias de esta ciencia, aunque personalmente me parece algo fundamental, porque, de un lado, lo emocional y lo racional se entrecruzan en las matemáticas de forma a la vez intrincada e intensa, y es precisamente en esa mezcla de lo emocional y lo racional donde se esconde la esencia de la condición humana. La conclusión es que una historia de las matemáticas, aunque sea breve como esta, que atienda adecuadamente los aspectos emocionales además de los racionales, puede ayudarnos a comprender algo mejor nuestra naturaleza como especie. Si hay un concepto matemático donde se den cita con especial intensidad estos aspectos emocionales, ese es el de infinito. El infinito es como un nido de víboras, y a la inteligencia humana le ha costado milenios meter ahí la mano; para domarlo se han necesitado buenas dosis de pasión, locura, valentía, ciencia y arte. A los aspectos emocionales de las matemáticas y al infinito le dedicaré el primer capítulo de este libro. El segundo capítulo de esta primera parte estará dedicado a mostrar que las matemáticas son más que un puro divertimento. A pesar de que, en buena manera, consisten en elucubrar con objetos cuyo carácter abstracto los aleja del mundo real que nos rodea, las matemáticas tienen aplicaciones. La dicotomía entre lo puro y lo aplicado ha transitado toda la historia de las matemáticas, a veces de forma un tanto esquizofrénica como si de la pugna entre el doctor Jekyll y el señor Hyde se tratara. Una circunstancia Página 12
  • 13. especialmente relevante en esa disputa es hasta qué punto la inmensa utilidad que las matemáticas tienen para estudiar la naturaleza es sorprendente —el Nobel de Física Eugene Wigner llegó a calificar esa utilidad de «irracional»—. Otra cuestión que trataré es la del valor estético de las matemáticas, porque, a mi entender, las matemáticas son un arte con aplicaciones, lo que establece una conexión muy íntima con la parte emocional del ser humano —a la que me refería unas líneas más arriba—, y aumenta el halo «irracional» que tiene su utilidad para explicar la naturaleza —como si la paleta de colores que usó Van Gogh pudiera explicar el espectro de la luz blanca—. Andrés Trapiello escribió: «La poesía es verdad indemostrable». La poesía pretende, según el diccionario, manifestar la belleza o el sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa. Las matemáticas, a fin de cuentas, son verdades demostradas, por lo que su universo no debe andar demasiado alejado del poético. No pretendo en estos dos primeros capítulos enhebrar un elaborado discurso teórico, ni amontonar tesis, argumentos o proclamas; el propósito será ilustrar mis razones con un puñado de bien escogidos ejemplos que, en este caso, corresponderán con apuntes biográficos de algunos grandes matemáticos. Así, en el primer capítulo comparecerán tres de los más grandes matemáticos del último siglo y medio: Cantor, Hardy y Ramanujan; mientras que en el segundo capítulo lo harán dos de los situados en el podio supremo: Arquímedes y Gauss. Página 13
  • 14. Capítulo 1 ¿Prudencia contra pasión? § 1.1. Apolo y Dionisos No es raro encontrarse con los griegos al comienzo de una historia de las matemáticas, aunque lo habitual es darse de bruces con «matemáticos griegos» y no, como es el caso de este libro, con dos «dioses griegos»: Apolo y Dionisos, representante el primero de los comportamientos serenos y prudentes, y el segundo de los irracionales y apasionados. Pero para responder cabalmente a la pregunta «¿qué son las matemáticas?» es imprescindible procurar que los lectores reflexionen sobre la prudencia y la pasión, y quizá nada mejor que apelar a la capacidad explicativa y de síntesis de los mitos griegos para iniciar esa reflexión. Apolo, después de Zeus, acaso sea el más importante de todos los dioses griegos; y a pesar de ser, con toda probabilidad, una incorporación asiática, es el más griego de los dioses. Hijo de Zeus y Leto, a Apolo se le consagró el santuario más célebre y celebrado de todos los santuarios griegos: el de Delfos, supuestamente tras matar allí con sus flechas al monstruo-serpiente Pitón; en el santuario se ubicaba el omphalos, u ombligo del mundo. Según cuenta Robert Graves en Los mitos griegos: «En la época clásica, la música, la poesía, la filosofía, la astronomía, las matemáticas, la medicina y la ciencia se hallaban bajo la dirección de Apolo. Como enemigo de la barbarie, defendía la moderación en todas las cosas». Sereno, distante, prudente, Apolo representa el conocimiento contemplativo. Por contra Dionisos —o Baco, nombre por el que también se le conoce— es el dios más singular del panteón griego, un dios que tuvo un doble nacimiento o, si se prefiere, una muerte y posterior resurrección. Sus orígenes son tracios y, de su compleja teogonía, a mí me interesa resaltar aquí el mito que lo describe como hijo de Zeus y Perséfone. De niño, Dionisos fue raptado por los titanes; hay distintas versiones sobre el rapto y los posteriores acontecimientos, pero todas ellas pintan una cruel y terrible tragedia: con sus rasgos blanqueados con yeso, los Página 14
  • 15. titanes engañan al dios niño con regalos y lo atraen utilizando el reflejo de su rostro infantil en un espejo, después lo descuartizan y devoran asados sus miembros. Para cuando son alcanzados por el rayo vengador de Zeus y reducidos a cenizas, sólo queda del horrendo festín el corazón de Dionisos, que su padre come para devolverlo así a la vida. Muerte y resurrección. Y un corolario: el nacimiento de los humanos, que nos cuenta así Carlos García Gual en su Diccionario de mitos: «De la ceniza de los fieros titanes nacieron los hombres, con un fondo bestial y titánico, pero también con cierta esquirla dionisíaca. Es decir, con una propensión a la hybris, al desenfreno y a la violencia, pero con un impulso divino en su alma». La dimensión ritual y mistérica de lo dionisíaco, que late en el origen del mito, contrasta con la de los otros dioses griegos, en especial con la serenidad de Apolo. Tomando como punto de partida esas diferencias entre Apolo y Dionisos, Friedrich Nietzsche (1844−1900) estableció una dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo primero, lo propio del dios Apolo, es lo que tiene mesura y serenidad; es, como escribió Nietzsche: «La libertad bajo la ley». Lo segundo, lo propio de Dionisos, es el desenfreno, la embriaguez, lo que desborda la medida y el orden. La prudencia es virtud apolínea, mientras que la pasión es dionisíaca. Bertrand Russell, en su magnífica Historia de la filosofía occidental, insistiendo en la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco escribió: «Muchas cosas admirables de las obras humanas llevan en sí un elemento de embriaguez —mental, no alcohólica—, donde la prudencia es barrida por la pasión. Sin el elemento dionisíaco, la vida carecería de interés; con él, es peligrosa. La prudencia contra la pasión: este conflicto se extiende por toda la historia. Es un conflicto en el cual no debíamos tomar parte por uno o por otro bando resueltamente». En esa batalla entre prudencia y pasión, ¿de qué parte caerían las matemáticas? Seguramente son mayoría los que opinan que las matemáticas son la prudencia contra la pasión. En mi opinión, eso es bastante equivocado, pues ese conflicto late también, y con muchísima fuerza, en el corazón de un matemático, porque para hacer matemáticas hay que mantener un exquisito equilibrio entre prudencia y pasión, lo que es tanto como decir aguantar el desgarro que producen Apolo y Dionisos tirando cada uno para su lado. Y es que las matemáticas no son sino un equilibrio inestable entre prudencia y pasión, una mezcla sutil de cautela y de afición vehemente, un diálogo a media voz hecho con templanza dialéctica, y un afecto del ánimo profundamente embriagador y desordenado. Página 15
  • 16. Escribía unas páginas más arriba que, en una primera aproximación, las matemáticas pueden definirse como la búsqueda y descubrimiento de secretos ocultos en objetos o sistemas de objetos que responden a un cierto patrón más o menos conocido, secretos que, una vez descubiertos, hay que demostrar usando la más pura lógica. Explicaré más detalladamente todo esto con un ejemplo —el teorema de Pitágoras—, para después analizar cómo la dicotomía entre prudencia y pasión ayuda a entender más cabalmente ese esquema de lo que son las matemáticas. El teorema de Pitágoras es uno de los pocos resultados matemáticos que forman parte de lo que se ha dado en llamar el «imaginario colectivo», esa supuesta colección de enseñanzas, conocimientos y datos que todos, o casi todos, albergamos de forma común en nuestra memoria. El teorema establece que en todo triángulo rectángulo —esto es, uno de sus ángulos es recto— el lado mayor al cuadrado es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados. Como ya escribí antes, a pesar de llamarse teorema de Pitágoras, esa relación entre los lados de un triángulo rectángulo era ya conocida por matemáticos babilonios más de mil años antes del nacimiento de Pitágoras. En efecto, tenemos constancia escrita de que en Mesopotamia, décadas antes de que el rey Hammurabi reinara en Babilonia, había matemáticos que sabían que si los catetos de un triángulo rectángulo miden 3 y 4, entonces su hipotenusa mide 5; y si estos miden 119 y 120, entonces la hipotenusa mide 169; o si miden 65 y 42, entonces la hipotenusa mide 97. Cabe pues concluir que los babilonios habían descubierto ese secreto tan bien escondido en un triángulo rectángulo. Ahora bien, a partir de los primeros matemáticos griegos, y Pitágoras fue el más importante de ellos —aunque su figura es más mítica que histórica—, además de descubrir secretos ocultos, el matemático tiene que hacer algo más: tiene que «demostrar» la veracidad de ese secreto que dice haber encontrado. Pitágoras y sus seguidores propusieron algo de lo que no se ha encontrado rastro en ninguna civilización anterior a los griegos. Primero afirmaron que la relación entre los catetos y la hipotenusa no sólo se da en unos cuantos triángulos rectángulos, sino en todos los triángulos rectángulos que puedan existir; y, segundo, proporcionaron una «demostración» de ese hecho. Es muy posible que los matemáticos babilonios comprobaran que en muchos casos concretos de triángulos rectángulos, como los ejemplos anteriormente citados, se verifica esa relación entre los catetos y la hipotenusa. Pitágoras, en cambio, se cuestionó si esa propiedad era cierta en «todos» los triángulos rectángulos. Naturalmente esto es algo muy ambicioso; Página 16
  • 17. y hay, además, algo pretencioso en plantearse si la propiedad vale o no en «todos» los triángulos rectángulos, porque es evidente que no se pueden dibujar y medir todos los triángulos rectángulos, ¿cómo saber entonces que esa propiedad se verifica en todos? Consecuente con su pretensión, Pitágoras propuso entonces que para que este tipo de afirmaciones ambiciosas se puedan tomar en serio, hay que justificarlas adecuadamente, dar algún tipo de razón que vaya más allá de comprobar lo que ocurre en unos cuantos casos particulares. En otras palabras, dar un razonamiento que nos convenza, fuera de toda duda, de la verdad de nuestra afirmación. Esto es lo que se llama, en matemáticas, una demostración. En una demostración se parte de uno o varios hechos evidentes y mediante una cadena de razonamientos, cada uno de los cuales se deduce lógicamente de los anteriores, se alcanza otro hecho no evidente cuya verdad queda entonces establecida. Una demostración es algo cualitativamente muy diferente a la comprobación de unos cuantos casos. Esa exigencia que los matemáticos griegos se impusieron hace que sus matemáticas tengan un olor y un sabor muy distinto al que tenían las matemáticas de babilonios y egipcios. Y ese oler y saber distinto nos está señalando algo fundamental: que los griegos parieron unas matemáticas distintas, cualitativamente distintas, a las que hicieron otras culturas anteriores. Unas matemáticas muchísimo más sofisticadas y ambiciosas, y cuyas características son prácticamente idénticas a las que nosotros seguimos haciendo hoy en día. ¿Qué tiene todo esto que ver con la pelea entre la prudencia y la pasión representadas por la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco? Como escribí antes, un matemático es un detective que busca secretos, un descubridor, en suma. Y en el proceso de búsqueda prima el elemento pasional, dionisíaco, porque en el proceso que lleva a hacer un gran descubrimiento matemático, como en el que lleva a hacer un descubrimiento geográfico, hay mucho de aventura. Lo que requiere apasionarse por lo buscado, una buena dosis de tesón, bastante fe y mucha confianza en que seremos capaces de encontrarlo —pasión, fe y confianza a menudo bastante irracionales—; no es raro que también se requieran grandes cantidades de imaginación, sobre todo para descubrir caminos nuevos que nos lleven al objetivo cuando encontremos bloqueados los que seguíamos; por supuesto, requiere energía y cierta embriaguez del espíritu que nos haga más soportable la fatiga y aleje de nosotros el desaliento. Pero no sólo se trata de encontrar secretos: una vez descubiertos, esos secretos tienen que ser demostrados usando la más pura lógica. Y aquí es Página 17
  • 18. donde entra en juego el elemento apolíneo de la prudencia, porque cuando de demostrar se trata, hay que ser fríos, calculadores, escrupulosos con la lógica; prudentes, en suma. Si apelamos al diccionario de la RAE, encontraremos que «prudencia» es «templanza, cautela, moderación», y «sensatez y buen juicio»; mientras que «pasión» es «cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo» y «apetito o afición vehemente a una cosa». Es por ello que, en matemáticas, hay que ser pasionales en la búsqueda de secretos pero prudentes cuando se trata de establecer su validez mediante una demostración. Lo que nos vuelve a llevar al enfrentamiento entre lo apolíneo y lo dionisíaco. La demostración debe estar guiada por la «libertad bajo la ley» lógica, mientras que en la indagación impera cierta embriaguez y desenfreno que desborda la medida y el orden. § 1.2. Las matemáticas y sus circunstancias Consideraré ahora otro de los aspectos de las matemáticas más desconocidos y poco tratados: el conglomerado emocional que las rodea. Si paramos al azar a alguien por la calle y le preguntamos por la condición humana y las matemáticas, seguramente diría que son asuntos ajenos uno del otro. Y, posiblemente, esa sería también la respuesta de más de un matemático. Las matemáticas tienen fama de ser un conjunto de abstracciones que guardan poca o ninguna relación con los sentimientos de los humanos. Pero, tal y como ya apunté unas páginas antes, las matemáticas y sus circunstancias emocionales son capaces de ayudarnos a revelar lo que somos y, por tanto, sirven también para que los humanos nos podamos comprender mejor a nosotros mismos, para profundizar, en suma, en el conocimiento de la condición humana. Ya sé que esto suena raro, y que nuestro viandante imaginario dirá que cómo pueden las matemáticas, que en buena medida no entendió cuando se las enseñaron en la escuela, hacerle conocer mejor el género humano. Y seguro que más de un matemático, que sí comprende los misterios de su ciencia, tampoco alcanzará a ver cómo puede esta iluminar ese pozo oscuro que es la naturaleza humana. Para los escépticos debo recalcar que esa capacidad iluminadora la poseen las matemáticas cuando le añadimos sus circunstancias. Por circunstancias de un teorema, por ejemplo, me refiero a los entresijos históricos en que se desenvolvieron el autor, o los autores, de ese teorema, ya fuera la persona que lo conjeturó, aquella que lo demostró o Página 18
  • 19. lo refutó, o aquellas otras que intentaron una cosa u otra sin éxito, si alguna hubo. Entiendo que las circunstancias de las matemáticas son, en cierta forma, similares a las circunstancias que describió Ortega y Gasset como compañeras inseparables para entender el yo. Esas circunstancias de las matemáticas tienen mucho que ver con la historia de las matemáticas, pero, tal y como yo lo entiendo, no son la misma cosa. Ahora puedo precisar algo mejor esa afirmación, inverosímil para nuestro viandante y dudosa incluso para más de un matemático incrédulo, de que las matemáticas pueden ayudarnos a entender mejor lo que somos. Yo tengo para mí que de la confrontación del mundo abstracto de las matemáticas y el mundo emocional donde moran quienes las descubren o las inventan, se desprende una luz que puede ayudar a alumbrar las más recónditas profundidades de la naturaleza humana; no en vano, casi más que ninguna otra creación humana, las matemáticas son hijas de nuestra mente —en su forma más descarnada y solitaria—, y, no lo olvidemos, es nuestro cerebro lo que nos hace ser lo que somos. Como el lector estará comprobando, ese puente que tienden las matemáticas entre la parte más abstracta y la más emocional del cerebro humano es, en cierta forma, consustancial a la dicotomía ya discutida entre lo apolíneo y lo dionisíaco, o entre prudencia y pasión. Como expliqué antes, este libro no pretende enhebrar un elaborado discurso teórico sobre las matemáticas y su historia, ni amontonar razones, argumentos o proclamas a favor de algunas tesis aquí defendidas. En la manera de lo posible, su propósito será ilustrarlas con un puñado de bien escogidos ejemplos, en su mayoría biografías de matemáticos relevantes. Que el lector después saque sus propias conclusiones. En el caso de la dicotomía tan fundamental en matemáticas entre la prudencia y la pasión, así como en lo relativo a sus circunstancias emocionales, hay varios ejemplos de matemáticos de diversas épocas que se pueden tomar como modelo. Por diversas razones, una de las cuales es que corresponden a la más cercana historia de las matemáticas del siglo XX, yo he elegido a G. Harold Hardy (1877−1947) y Srinivasa Ramanujan (1887−1920). Para resaltar la complejidad de la naturaleza humana, tan presente en las circunstancias de las matemáticas, he procurado dotar a los apuntes biográficos de los matemáticos, en particular a los que siguen de Hardy y Ramanujan, de cierta tensión narrativa, especialmente en momentos de intensidad emocional — tanta hay en este caso, que la historia sirvió de guion en 2015 de una película Página 19
  • 20. británica protagonizada por Dev Patel (Ramanujan) y Jeremy Irons (Hardy); a mi modo de ver, la película es algo floja y no refleja ni de cerca la complejidad y profundidad de una historia tan apasionante—. § 1.3. Ramanujan y Hardy En la historia de las matemáticas no escasean los personajes singulares; los ha habido con una intensa vida emocional, además de científica, rajados otros de parte a parte por las circunstancias históricas, políticas y sociales que les tocó en suerte o en desgracia vivir; unos, quizá los más, han tirado a eremíticos mientras que otros, los menos, no han rehuido fiestas ni saraos. De todos los matemáticos de primera fila que ha habido a lo largo de la historia, Ramanujan ha sido, sin duda, el más singular, o por ser más preciso: el más inexplicable. Precisamente porque en él, el elemento apasionado, lo dionisíaco, alcanza proporciones difícilmente imaginables. Uno de sus primeros biógrafos supo condensar en una frase el ímpetu con que transcurrió su vida: «Como un meteoro, Srinivasa Ramanujan apareció súbitamente en el firmamento matemático, cruzó raudo la corta duración de su vida, se consumió y desapareció con igual rapidez». Nacido en 1887 en un pueblo al sur de Madrás en una familia de brahmines pobres, Ramanujan fue incapaz de obtener siquiera el equivalente al título de bachiller, y no tanto por razones económicas, sino porque nunca le interesó ningún otro estudio que no fueran las matemáticas. Fue un muchacho «especial» que cayó bajo el embrujo de los números y logró levantar de la nada un soberbio edificio matemático. Y lo hizo solo, sin la ayuda de nadie, sentado a la puerta de su casa, escribiendo en una pizarra y borrando con el codo. Hasta ese momento, su mayor fuente de conocimiento matemático había sido un singular libro, escrito por George S. Carr y publicado en 1880, que consistía en unos cinco mil resultados encadenados uno detrás de otro; resultados que correspondían, mayormente, a fórmulas, ecuaciones o teoremas agrupados según las áreas más tradicionales y básicas de las matemáticas: álgebra, geometría, trigonometría, cálculo infinitesimal, etc. El libro no contenía demostraciones, aunque ocasionalmente se indicaba cómo unos resultados podían ser deducidos de otros; era, en cierta forma, un libro anticuado y seguramente inapropiado para aprender matemáticas a finales del siglo XIX, y que hoy es conocido únicamente porque fue el que inflamó el apasionado romance que Ramanujan mantuvo con las matemáticas a lo largo de su muy corta vida. Página 20
  • 21. Cuando los teoremas y fórmulas de Ramanujan empezaron a trascender, la pequeña comunidad científica de Madrás —o Chennai, por usar el nombre actual de la ciudad— fue incapaz de determinar si estaba ante un genio o ante un loco. Comprendiendo que nadie en su entorno más cercano podía entender sus fórmulas, Ramanujan decidió enviarlas a Cambridge, centro entonces de las matemáticas inglesas. Pero ni la primera carta que envió, ni la segunda, surtieron ningún efecto, porque los catedráticos ingleses a quienes iban destinadas estaban demasiado ocupados para intentar comprender lo que un desconocido oficinista del puerto de Madrás les enviaba. La tercera carta cayó en mejores manos, las de G. Harold Hardy. Tenía entonces treinta y cinco años y ejercía de pacifista en tiempos de guerra, de estilista de las matemáticas y de gourmet de los números. Fue, según su propia estimación, el quinto mejor matemático puro de su tiempo. Lo de establecer rankings era muy del gusto de Hardy —lo que quizá revele un carácter competitivo—. En otra ocasión Hardy elaboró un ranking sobre habilidad matemática natural, donde él mismo se atribuía 25 puntos sobre 100, mientras que a su más estrecho colaborador, John Littlewood, le atribuyó 30, y al alemán David Hilbert, el matemático más ilustre de la época, 80. La máxima puntuación de 100 puntos se la otorgó a Srinivasa Ramanujan. Hardy se tomó el trabajo de leer la carta de Ramanujan, entre sorprendido e incrédulo por lo que allí estaba escrito —«Ciertamente la carta más extraordinaria que haya recibido jamás», afirmaría después Hardy—. Pero hizo más, se tomó la molestia de estudiar a fondo lo que el oficinista indio le había enviado —para lo que buscó la ayuda de su colega Littlewood—, y cuando calibró que estaba ante la obra de un genio, removió cielo y tierra hasta que consiguió llevar a Ramanujan a Cambridge. Lo que no fue fácil, porque había problemas religiosos que se interponían. Ramanujan, aunque muy pobre, pertenecía a la casta más selecta de la India, la de los brahmines. Y un brahmín ortodoxo, y Ramanujan lo era, tenía prohibido cruzar los mares, algo que se consideraba tan repugnante como comer vaca o casarse con una viuda. Desobedecer la proscripción de no cruzar los mares significaba desairar la casta y acarreaba una sentencia de ostracismo: eventuales problemas para acceder a los templos, negación de ayuda para el funeral de los familiares muertos, renuncia de las hijas casadas a visitarte por miedo a contaminarse. Gandhi, que cruzó los mares para estudiar derecho en Inglaterra unas décadas antes, vivió una situación parecida, y fue excluido de su casta. De hecho, muchos de los parientes brahmines de Ramanujan no asistieron a su funeral, porque el proceso de purificación que la madre había Página 21
  • 22. decidido aplicarle a su hijo cuando volvió de Inglaterra no se pudo realizar por su pésimo estado de salud. A Hardy, estos escrúpulos religiosos le disgustaron bastante, porque él era más que ateo. Dejó de creer en Dios siendo estudiante del Trinity College de Cambridge. Consecuente como era, le dijo al decano que no volvería a ir a la capilla, algo obligatorio en el college; a lo que el decano respondió que no se opondría si, a cambio, Hardy ponía a sus padres en antecedentes. El decano y, por supuesto, Hardy sabían que estos eran muy religiosos, y que el ateísmo del hijo les iba a causar dolor. Después de pensarlo mucho, Hardy les escribió y, efectivamente, les causó gran dolor; como alguien dijo, un dolor que a nosotros, más de un siglo y cuarto después, nos es difícil imaginar. Así que Hardy no sólo dejó de creer en Dios, sino que a partir de entonces lo consideró su enemigo personal. Algo ciertamente incongruente que provocó más de una anécdota jugosa, como cuando salía bien abrigado y cargado con un paraguas en las tardes soleadas: no es que Hardy fuera más precavido de la cuenta, es que pensaba que si Dios lo veía pertrechado con un paraguas no se iba a tomar la molestia de estropear la tarde con lluvia. El problema religioso que impedía a Ramanujan cruzar los mares acabó arreglándose, pero no sin trabajo. La principal guardiana de la ortodoxia religiosa de Ramanujan fue su madre, la formidable Komalatammal. Ella había hecho de Ramanujan lo que, en cierta forma, él llegó luego a ser; tal fue la influencia que buena parte de los gustos del hijo fueron calcados de los de la madre —astrología, numerología y, naturalmente, gastronomía—. La semejanza alcanzaba también al parecido físico. Se conservan tres fotografías de Ramanujan —todas ellas tomadas en Inglaterra— y una de Komalatammal; suficientes para mostrar que se parecían como dos gotas de agua, tanto en los rasgos como en la complexión. Komalatammal había hecho también de su hijo un ferviente brahmín, inculcándole amor, respeto y veneración por los dioses preferidos de su casta, repulsión por las castas inferiores, y directamente asco por los parias o intocables, las madres y abuelas lograban inculcar esa repugnancia por los intocables a base de obligar a los niños a realizar una complicada, aburrida y larga sesión de baño cada vez que habían tocado a uno de ellos; «polución» denomina el hinduismo a ese contacto, y «purificación» al baño ritual necesario para revertiría; en fin, cosas de las religiones. Para facilitar la partida de Ramanujan hacia Inglaterra, la diosa tutelar de la familia indujo en Komalatammal un trance muy vivido en el que vio a Ramanujan iluminado por un halo y rodeado de sabios europeos, y escuchó Página 22
  • 23. que la diosa le ordenaba no interponerse entre su hijo y el propósito de su vida. Para confirmar la visión de su madre, Ramanujan fue en peregrinación a un templo de la diosa situado a 350 kilómetros al suroeste de Madrás. Ramanujan estuvo allí tres días, durmiendo en las escalinatas del templo y contemplando cómo eran exorcizadas un grupo de mujeres. La noche del último día tuvo un sueño en el que recibió, como si fuera un destello, una revelación que le eximía del mandato de no cruzar los mares. Aunque, antes de partir para Inglaterra, Ramanujan tuvo que aprender a marchas forzadas costumbres occidentales: vestir pantalones, camisas, corbatas y chaquetas, andar con calcetines y zapatos e, incluso, llevar sombrero; todo lo cual, según confesión propia, fue una verdadera tortura, porque hasta entonces solía vestir un ligero y cómodo dhoti, la pieza rectangular de tela que se enrolla a la cintura y se pliega a través de las piernas hasta formar esa especie de pantalones holgados típicos de los indios, andaba con sandalias, cuando no descalzo, y, de vez en cuando, se encasquetaba un turbante. También le instruyeron en el uso de los cubiertos, pues Ramanujan comía con los dedos, como solía, y suele todavía, ser habitual en la India. Finalmente sufrió una humillación adicional; Ramanujan tenía kutumi, o sea, una típica coleta india. Un amigo de Ramanujan pensó que aquello sería un problema en Inglaterra, y le persuadió, o acaso le forzó —los primeros biógrafos de Ramanujan no se ponen de acuerdo sobre esto—, a que se la cortara. Ramanujan lo sintió como una amputación, hasta el punto de no poder evitar que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas mientras el barbero procedía. El kutumi tiene cierto significado religioso, así que Ramanujan ocultó el hecho tanto a su madre como a su esposa, que no lo supieron hasta su regreso de Inglaterra. Ramanujan se había casado en 1909, aunque sería mejor decir que su madre lo había casado. En 1908, la madre de Ramanujan, preocupada por ver a su hijo sin otra ocupación ni preocupación que hacer números sentado en el porche de su casa, decidió que las cosas debían cambiar; y la forma de cambiarlas, entendía ella, era casándolo. No mucho tiempo después había encontrado una buena candidata; Janaki Ammal (1899−1994) se llamaba, y pertenecía a una próspera familia venida a menos. Los horóscopos de los novios parecían favorables, y la boda se celebró en 1909. Como solía suceder en la India de esos días, y aún sucede hoy a menudo, sobre todo en las zonas rurales, los novios se conocieron el mismo día de la boda: él tenía entonces veintiún años y ella once recién cumplidos. Posiblemente la boda fuera ilegal, pues los ingleses habían ido decretando leyes durante todo el siglo XIX para intentar evitar la inveterada costumbre india de casar a las niñas antes de la Página 23
  • 24. pubertad —la ley, evidentemente, no se cumplía, como hoy tampoco se cumplen, o no siempre ni en todo el territorio indio, las que intentan suprimir los privilegios y discriminaciones de casta—. Como era habitual en ese tipo de matrimonios, Janaki siguió viviendo con sus padres mientras fue impúber, con intermitentes visitas a su familia política; familia que tuvo entonces una baza más con que presionar a Ramanujan para que buscara trabajo: había ahora una esposa a la que mantener. Cuando Ramanujan fue contratado en 1912 como oficinista en el puerto de Madrás, Janaki se fue a vivir con él. Con él y con la suegra. Según recordó la propia Janaki años después, Komalatammal dormía entre ella y su marido, y cuando regresaba por unos días a Kumbakonam —donde residía el resto de su familia—, el puesto lo ocupaba la abuela de Ramanujan. Nada de esto era raro en la India. Janaki permaneció en la India cuando Ramanujan se fue a Inglaterra. Allí, a la Universidad de Cambridge en concreto, llegó en 1914, casi coincidiendo con el comienzo de la primera guerra mundial, y cuando Hardy, su figura todavía no desgastada por la posición pacifista que mantuvo durante la guerra, reinaba en todo lo referente a las matemáticas. Hardy tenía, en opinión de Bertrand Russell, la clase de ojos brillantes que sólo las personas muy inteligentes tienen. Acaso no fuera un genio como lo fue Einstein pero, para muchos, tuvo una faceta donde lo superó: su capacidad para convertir cualquier trabajo intelectual en una obra de arte. Capacidad que dejó bien patente en un librito que escribió unos años antes de morir, A Mathematician’s Apology es su título, y, según Graham Greene, es la mejor descripción de lo que significa ser un artista creador. Hardy lideró las matemáticas inglesas desde la primera década del siglo XX hasta el comienzo de la segunda guerra mundial. Autor de más de trescientos artículos de investigación y once libros, su producción científica fue muy extensa y cubre casi cualquier rama del análisis matemático y la teoría de números. Para él las matemáticas tenían mucho de competición — ser el primero en la historia en resolver un problema de reconocida dificultad —; su vivencia matemática fue, mayormente, estética. «Las configuraciones construidas por un matemático, lo mismo que sucede con las de un pintor o un poeta, deben poseer belleza», escribió en A Mathematician’s Apology. La pasión que sintió Hardy por las matemáticas lo consumió. Al final de su vida, cuando ya su energía mental no daba para producir matemáticas, acabó deprimido e intentó suicidarse. Hardy recibió una excelente educación inglesa, primero en el colegio de Surrey, al oeste de Londres, donde sus padres trabajaban como maestros; Página 24
  • 25. después, con trece años obtuvo el primer puesto de entre 102 candidatos para estudiar en Winchester, en un prestigioso colegio privado. Y, finalmente, ingresó con diecinueve años en el Trinity College de Cambridge —el college donde dos siglos y pico antes se había formado y había trabajado Isaac Newton—. Hardy vivió casi exclusivamente por y para las matemáticas. Tuvo el tipo de frialdad que el imaginario colectivo asocia con lo típicamente inglés, además de un carácter algo histriónico y excéntrico. Su odio por los espejos —cuando llegaba a un hotel los tapaba con toallas— le obligaba a afeitarse al tacto; odio que hizo extensivo a algunos aparatos mecánicos: nunca usó reloj ni estilográfica. Y tampoco usó el teléfono, salvo en situaciones extremas y sólo para hablar él. Aparte de las matemáticas, su otra gran afición fue el criquet, un juego casi tan arcano como las propias matemáticas. Hardy fue buen amigo de Bertrand Russell, seguidor de sus posturas pacifistas durante la primera guerra mundial, y un leal defensor de la integridad y universalidad de la hermandad matemática. El ambiente que se vivió en Cambridge durante la primera guerra mundial lo decidió a cambiar de universidad, aceptando en 1919 una cátedra en Oxford. Volvió a Cambridge doce años después. Echaba de menos estar en el centro de la matemática inglesa, entonces en Cambridge; y, también, la seguridad que tenía allí de seguir en su alojamiento del college una vez jubilado. Hardy permaneció siempre soltero, y los últimos años los pasó cuidado por su hermana Gertrude, a quien había dejado tuerta jugando de niño descuidadamente con un bate de criquet —el accidente nunca rompió la excelente relación que los hermanos mantuvieron toda su vida—. Hardy fue un gran conversador, aunque acaso su aparente sinceridad y gracejo tapara más que mostraba; como consecuencia, fue amigo de muchos pero íntimo de muy pocos, como dijo alguien. Hardy perteneció al exclusivo club de los Apóstoles, una singular hermandad secreta creada en Cambridge que contó con miembros de gran solera y prestigio intelectual: Edward M. Foster, John Maynard Keynes, Bertrand Russell, Ludwig Wittgestein, Lytton Strachey y otros componentes de lo que luego se llamaría el grupo de Bloomsbury. «No había tabús —escribió Russell sobre los Apóstoles—, ni limitaciones, nada se consideraba escandaloso, ni se levantaba ninguna barrera a la libertad de reflexión y discusión». A pesar de que muchos de los Apóstoles no fueron homosexuales, una cierta corriente gay atravesó la hermandad. Foster, Keynes y Strachey lo fueron y, posiblemente, también Hardy, aunque su discreción hace difícil Página 25
  • 26. saberlo con certeza. Según Littlewood, con quien colaboró durante cuarenta años: «Hardy fue un homosexual no practicante»; lo más parecido a un affaire que se le conoce fue que en 1903 compartió habitaciones y una gata con Russell Gaye, un experto en clásicos grecolatinos. «Eran absolutamente inseparables —escribió sobre ellos el marido de Virginia Woolf—, y raramente se les veía hablando con otra gente» —seis años después Gaye se suicidó—. «Es difícil saber si Hardy fue un homosexual practicante — escribió Robert Kanigel en la biografía de Ramanujan—; pudo llevar tanto una vida asexuada como una intensa vida sexual secreta tan bien oculta que incluso sus amigos nada supieron de ella y quienes sí supieron nada dijeron». La única crónica que tenemos de Hardy como actor sexual se refiere a una reunión de los Apóstoles en 1899, cuando, tras una discusión sobre la masturbación, se votó si era buena como medio pero mala como fin, a lo que Hardy votó que sí. Contamos con un notable testimonio que atestigua el estado de excitación que la carta de Ramanujan a Hardy creó en este y en su colega Littlewood. Es de Bertrand Russell; en una carta del 2 de febrero de 1913 dirigida a su amante Ottoline Morrell le cuenta: «Encontré a Hardy y a Littlewood en un estado de excitación salvaje, porque creen haber dado con un nuevo Newton, un oficinista hindú de Madrás que gana 20 libras al año. Escribió a Hardy contándole algunos resultados que ha obtenido; Hardy piensa que son magníficos, especialmente si se tiene en cuenta que el hombre sólo tiene estudios primarios. Hardy ha escrito a la Oficina India y espera tenerlo aquí pronto. Por ahora, esto es confidencial, pero me entusiasmó la noticia». La primera guerra mundial trastocó los planes de Hardy sobre Ramanujan. Este quedó prácticamente aislado en Cambridge con Hardy como única posibilidad de cooperación matemática; por un lado, Littlewood se incorporó pronto a la guerra, y, por otro, Hardy tenía en mente conectar a Ramanujan con el potente grupo alemán de Gotinga que hacía teoría de números —una de las grandes aficiones de Ramanujan—, cosa que la guerra obviamente imposibilitó. Hardy pudo comprobar que Ramanujan era un diamante en bruto: tenía una intuición monstruosamente afinada para números y fórmulas, aunque desconocía conceptos y herramientas básicas que cualquier aspirante aplicado a matemático debe dominar en los primeros años de la carrera. Pero el milagro se produjo, lo imposible sucedió, porque Ramanujan, que se había formado matemáticamente a sí mismo en el porche de su casa en el sur profundo de la India, fue capaz de colaborar fructíferamente y en pie de Página 26
  • 27. igualdad con Hardy, uno de los más logrados frutos del prestigioso sistema educativo inglés. La relación matemática entre Hardy y Ramanujan fue extraordinaria, no tanto la humana, que fue algo fría; «Ramanujan era indio —escribió Hardy décadas después—, y supongo que siempre es un poco complicado para un inglés y un indio entenderse propiamente». Hardy siempre la consideró un episodio fundamental en su vida: «Mi asociación con Ramanujan —confesó Hardy en cierta ocasión— ha sido el único incidente romántico de mi vida. A él le debo más que a nadie en el mundo, con una sola excepción». Y no sólo eso: Hardy se enorgulleció tanto de haber colaborado con Ramanujan que situó esa colaboración como una medida de su valía personal: «Todavía me digo, cuando estoy deprimido o tengo que escuchar a alguien vanidoso y aburrido: “Bueno, he hecho algo que usted nunca podría haber hecho, que es haber colaborado tanto con Littlewood como con Ramanujan en, digamos, igualdad de condiciones”», escribió en A Mathematician’s Apology. En esa relación la dicotomía entre prudencia y pasión quedó repartida entre los dos protagonistas, Ramanujan fue el apasionado, el dionisíaco, y Hardy el prudente, el apolíneo. Analizaré con algo más de detalle este reparto de roles comentando el más importante de los resultados obtenidos por Hardy y Ramanujan. El problema en cuestión consiste en calcular las particiones de un número, o sea, contar las distintas formas en que un determinado número puede escribirse como suma de otros. El problema aparece propuesto por Leibniz a uno de sus discípulos científicos en una carta fechada el año 1696. Pero no fue, sin embargo, hasta mediados del siglo XVIII cuando se hizo algún progreso, y este vino de manos del gran Leonhard Euler que, aunque encontró fórmulas para calcular las particiones de forma recurrente, no fue capaz de dar con una fórmula aproximada para el cálculo de las particiones. El problema, pues, ya llevaba dos siglos largos preocupando a los mejores matemáticos cuando Hardy y Ramanujan le hincaron el diente. Pensemos, por ejemplo, en el número 4; en este caso, mediante un cálculo directo sencillo podemos escribir 4 = 4, 4 = 3 + 1, 4 = 2 + 2, 4 = 2 + 1 +1, 4 = 1 + 1 + 1 + 1. Página 27
  • 28. Y no hay más formas de partirlo como suma de otros que esas 5. Para simplificar, si tenemos un número genérico n, representaremos por p(n) el número correspondiente a sus particiones; así p(4) = 5. El número de particiones de un número aumenta considerablemente conforme el número se hace mayor y, obviamente, cada vez cuesta más trabajo calcularlo. Antes de la existencia de ordenadores se había calculado —apoyándose en los trabajos de Euler— que p(100) = 190.569.292, p(200) = 3.972.999.029.388. Pero, ni siquiera usando el más potente de los ordenadores de este mundo, podríamos seguir calculando el número de particiones correspondiente a números mucho mayores a base de generarlas todas y contarlas —aun ayudándose de las fórmulas de Euler—. La solución del problema consiste, pues, en dar con una fórmula que permita conocer de manera exacta, o al menos aproximada, las particiones de un número. En un alarde de espíritu dionisíaco, Ramanujan pensaba que podría ser capaz de encontrar una fórmula que permitiera calcular de forma exacta el número de particiones de un número, sin necesidad de calcular antes estas. De hecho, el germen de esa fórmula estaba ya implícito en su primera carta a Hardy. Hardy, más mesurado y prudente, pensaba que lo más que se podría lograr era dar con una buena aproximación. Y eso fue, precisamente, lo que lograron ambos trabajando juntos en Cambridge: una fórmula que permite calcular p(n) de forma aproximada. A pesar de ser obviamente un problema aritmético, ellos usaron técnicas analíticas para estudiarlo, en la línea que había inaugurado Dirichlet un siglo antes y que se dio en llamar teoría analítica de números —que será tratada en la sección § 8.2.2—. Merece la pena escribir aquí esa fórmula —o, al menos, una versión simplificada—: donde las letras π y e representan, respectivamente, las dos constantes matemáticas más célebres. El signo ~ señala que lo que hay del lado izquierdo se parece al derecho en un cierto y preciso sentido que no hace falta explicar Página 28
  • 29. aquí. Por ejemplo, el lado derecho de la fórmula anterior para n = 100 vale 190.568.944,8, mientras que para n = 200 vale 3.972.998.993.185,9 … compárense con los valores exactos de p(100) y p(200) escritos anteriormente. Hardy y Ramanujan hicieron algo más, dieron con un procedimiento para, en sucesivos pasos, acercarse más y más al valor exacto de p(n) —mucho más de lo que permitía la aproximación escrita más arriba—. En concreto, su fórmula aproximada les permitió encontrar p(100) y p(200) con un error de cuatro milésimas —lo que, dado que ambos números son enteros, equivale a encontrarlos exactamente—. «Esperábamos un resultado bueno —escribió Hardy muchos años después—, con un error del orden de las decenas, pero nunca habíamos imaginado alcanzar un resultado tan exacto como ese.» Hardy estaba tan sorprendido con lo que habían obtenido que su espíritu prudente empezó a ceder ante las acometidas dionisíacas de Ramanujan, hasta el punto de que acabó reconociendo que aquel método podía llevarlos a una fórmula exacta de p(n): «Esos resultados sugieren muy claramente —se lee en el artículo de Hardy y Ramanujan— que es posible obtener una fórmula para p(n) que no sólo dé cuenta de su orden de magnitud o su estructura, sino que también pueda ser usada para calcular su valor exacto para cualquier número n. Pensamos que esto podría hacerse sin ningún cambio fundamental en nuestro análisis, aunque requeriría una revisión muy cuidadosa de nuestros argumentos». Esa revisión se produjo, de hecho, década y media después; por partida doble, además. Tanto el matemático alemán Hans Rademacher como el noruego Atle Selberg revisaron los argumentos de Hardy y Ramanujan y dieron con la fórmula exacta para las particiones de un número. Rademacher publicó su fórmula en 1937, pero no así Selberg; Selberg encontró por casualidad la referencia al artículo de Rademacher, vio allí publicada la fórmula que él también acababa de encontrar y renunció a publicar sus resultados. Sin embargo, con ocasión del centenario del nacimiento de Ramanujan, Selberg habló de sus resultados y sobre por qué, en su opinión, Hardy y Ramanujan se quedaron tan cerca de dar ellos mismos con la fórmula. Su veredicto fue clarísimo: «La responsabilidad fue de Hardy: si hubiera confiado más en Ramanujan tengo pocas dudas de que habrían acabado encontrando la fórmula exacta». Que es tanto como decir que, en este caso, la pasión se dejó vencer por la prudencia, y aun llegando muy lejos no alcanzó el objetivo final ya casi al alcance de las manos. Página 29
  • 30. Ramanujan estuvo en Inglaterra casi cinco años —durante los cuales se desarrolló la primera guerra mundial—, aunque los dos últimos los pasó enfermo e internado en varios sanatorios; la soledad, el clima húmedo de la campiña inglesa y los rigores de una dieta inflexible —Ramanujan era, por razones religiosas y culturales, estrictamente vegetariano—, agravada por la escasez de alimentos apropiados durante la guerra, lo hicieron enfermar de un mal que ninguno de los varios médicos que lo atendieron supo diagnosticar adecuadamente. Ramanujan regresó a la India en 1919, pero lo hizo para morir. Salió de su país orondo y lozano y volvió consumido por la enfermedad; salió siendo un desconocido y volvió convertido en celebridad: fue elegido miembro de la Royal Society de Londres, el miembro más joven de su centenaria historia y el segundo de nacionalidad india —el primero fue elegido en 1841—, y el primer indio en ser nombrado fellow del Trinity College de Cambridge; el Times de Madrás le dedicó un artículo al poco de llegar, donde se podía leer: «Como alguien en Cambridge ha afirmado, desde Newton no ha habido nadie igual, lo que, no necesita decirse, es el mayor de los elogios». Ramanujan murió en abril de 1920 con treinta y dos años de edad. De no haber muerto «Habría llegado a ser el matemático más grande de su tiempo», por decirlo en palabras de Hardy. Además de sus trabajos publicados —mayormente durante su estancia en Inglaterra—, ya fuera con Hardy o en solitario, Ramanujan dejó una colección de cuadernos repletos de fórmulas y teoremas. Hasta muy recientemente, la comunidad matemática no ha llegado a entender el pleno significado de muchas de las fórmulas de Ramanujan; y ese significado es de tal transcendencia y profundidad que ha acabado aupándolo al Olimpo de los más grandes matemáticos de la historia. En esos cuadernos, el carácter apasionado de Ramanujan para con las matemáticas, su faceta de Dionisos de los números es absolutamente deslumbrante y alcanza cotas difícilmente imaginables. Uno de los resultados donde mejor se aprecia esto es en sus series para el número n. Dado que el número π no es racional —esto es, no es un cociente de números enteros—, encontrar aproximaciones fraccionarias o, lo que es igual, cifras decimales exactas del número π, ha sido una tarea que ha fascinado a buen número de personas, matemáticos y no, a lo largo de la historia. Aun con los modernos computadores electrónicos, calcular eficientemente cifras decimales del número π depende, en buena medida, de la representación de π que usemos, sobre todo si queremos alcanzar o ir más allá de los varios Página 30
  • 31. billones de cifras exactas conocidas. Todavía hoy estos cálculos tienen interés, porque, cada vez que se desarrolla un nuevo procesador electrónico, una forma de medir su capacidad de cálculo es comprobando la eficacia que tiene calculando cifras decimales del número π. Y buena parte de las representaciones de π que hoy se usan para hacer esos cálculos se basan en las obtenidas por el ingenio prodigioso de Ramanujan. Calcular cifras exactas del número n requiere disponer de buenas representaciones de ese número; para conseguir esas representaciones son necesarias ideas matemáticas a menudo muy brillantes. Una vez se tiene una de estas representaciones del número π, el proceso del cálculo efectivo de cifras exactas es ya meramente calculístico y, a menudo, no necesita de excesivo ingenio, aunque sí del tesón que pone un mulo para hacer girar una noria —sobre todo en los tiempos donde había que hacer las cuentas a mano —. El número de cifras exactas y la eficiencia con que se pueden calcular depende, desde luego, de la facilidad y rapidez para realizar cálculos que la tecnología permita en un determinado momento; pero, sobre todo, depende de la representación que se use del número n. Habitualmente ocurre que una determinada representación agota su capacidad de producir cifras exactas, y los grandes récords en el cálculo de cifras suelen corresponder más con el hallazgo de mejores representaciones para n que con el desarrollo de computadores más potentes. A lo largo de la historia, algunos de los más grandes matemáticos han aportado su granito de arena al cálculo de cifras exactas del número n, sobre todo encontrándole buenas representaciones. Es el caso de Arquímedes, al que se debe la más célebre aproximación del número π de la Antigüedad, 22/7. En tiempos más recientes las aproximaciones del número π se han calculado usando sumas infinitas. Por ejemplo, la primera suma infinita cuyo valor es el número n la descubrió el escocés James Gregory a mediados del siglo XVII —redescubierta por Leibniz unos años después—: La serie de arriba, sin embargo, es pésima para el cálculo aproximado del número π, debido a que los sumandos decrecen muy lentamente; por ejemplo, se necesitan sumar cerca de mil términos para encontrar un valor aproximado mejor que el de Arquímedes. Página 31
  • 32. El mismísimo Newton desarrolló un procedimiento para encontrar series muy apropiadas para el cálculo aproximado del número π, y con una de ellas le calculó varias docenas de decimales. Una variación de las series de Newton fue usada, poco después, por John Machín, profesor de astronomía en Londres, para calcular cien cifras decimales exactas del número π —todo un récord en la época—; la serie en cuestión es la siguiente: Hasta la irrupción de los modernos computadores a mediados del siglo XX, se habían calculado poco más de quinientas cifras exactas de n. En 1949, usando el primero de ellos, el ENIAC, se calcularon más de dos mil; en 1961 ya se habían calculado más de 100.000 —usando un IBM y más de nueve horas de cálculo—; el primer millón se alcanzó en 1973, hacia 1986 ya se habían calculado, con un ordenador de la NASA, cerca de treinta millones de cifras decimales de π, y en los albores del tercer milenio ya son varios de billones las conocidas —a finales de 2009 se consiguió un récord usando un ordenador doméstico y más de cuatro meses de computación—. En mayor o menor medida, todos los cálculos aproximados del número π llevados a cabo durante los siglos XVIII, XIX y casi todo el siglo XX se basan en variantes de la serie (1.3). Entonces Ramanujan entró en acción. Ramanujan produjo casi dos docenas de misteriosas series para el inverso del número n. He aquí una de ellas donde los sumandos que aparecen en esa suma son las fracciones obtenidas poniendo n = 0, 1, 2, 3 … en la fórmula (2n)!3 (5+42n) (n!)6 212n+4 Esa fórmula, y otras de similar estilo, aparecen misteriosamente en uno de los cuadernos de Ramanujan, sin ninguna demostración; cosa, por otro lado, habitual en los cuadernos y en él. En 1914 Ramanujan las publicó en una revista de investigación inglesa, en esta ocasión con algunas indicaciones de Página 32
  • 33. cómo componer una demostración, cuyos argumentos principales parecen salidos de la chistera de un mago y es difícil, si no imposible, entender cómo se le pudieron ocurrir a Ramanujan. Esas expresiones, de hecho, no fueron cabalmente entendidas hasta los años ochenta, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Ramanujan y cuando los procedimientos para el cálculo aproximado del número n recobraron interés a rebufo del vertiginoso desarrollo de los computadores electrónicos. Con las fórmulas de Ramanujan, y otras similares que se descubrieron entonces, se consiguió calcular miles de millones de cifras exactas del número n, lo que permitió alcanzar varios récords en las cifras conocidas de la más célebre de las constantes matemáticas. Pero ¿de dónde sacó Ramanujan sus fórmulas? Esta es una de las preguntas más inquietantes y llenas de misterio que podemos hacernos sobre el proceso creativo en ciencia y, en particular, en matemáticas, y sobre la presencia de elementos dionisíacos en el proceso de descubrimiento matemático —apasionamiento por lo buscado, tesón irracional para persistir en la búsqueda, grandes dosis de imaginación e inteligencia, que no excluyen las connotaciones mágicas, y cierta embriaguez del espíritu—. En este sentido, Ramanujan es un caso extremo, excepcional, hasta el punto de que, aun siendo un científico, un matemático, se puede llegar a percibir su producción más como la obra de un mago que la de un genio. Es precisamente esa condición de mago de los números, de las fórmulas, una de las circunstancias que hacen de él el matemático más inexplicable que haya existido jamás; la otra circunstancia es el hecho de haber conseguido buena parte de sus descubrimientos sin haber recibido ningún tipo de formación matemática específica. Y quizá ambas cosas estén inextricablemente unidas entre sí, y también al carácter dionisíaco de sus descubrimientos. En 1907, Ramanujan abandonó sus estudios oficiales; tres o cuatro años antes había caído bajo el embrujo de las matemáticas y desde entonces había cosechado fracaso tras fracaso académico. Ese mismo año, Ramanujan empezó a escribir sus «cuadernos». Los «cuadernos» matemáticos de Ramanujan son uno de los documentos matemáticos más importantes del siglo XX. En ellos encontramos multitud de fórmulas, prácticamente sin ninguna demostración o sugerencia de cómo pudo encontrarlas: pura pasión sin rastro casi de prudencia. Se conservan tres cuadernos —publicados en dos volúmenes en edición facsímil en 1957—; el primero tiene casi doscientos folios, el segundo otros tantos y el tercero apenas veinte. El segundo cuaderno es una copia ampliada Página 33
  • 34. y mejorada del primero; según comentó uno de sus amigos, Ramanujan se decidió a hacerla por motivos de seguridad y, al principio, pretendió que fuera una copia fiel, pero conforme iba copiando no pudo resistir la tentación de mejorar sus resultados y ampliarlos con otros nuevos. Tras dejar el instituto en 1907, Ramanujan se dedicó en cuerpo y alma a las matemáticas. Sin ninguna guía ni otro consejo más allá de su pura intuición y gusto personal, empezó por recoger en los cuadernos resultados que seguramente había encontrado durante sus últimos años en el colegio. Así, los cuadernos comienzan con unas disquisiciones dedicadas a la construcción de cuadrados mágicos —números insertos en una retícula cuadrada, la suma de cuyas líneas verticales, horizontales y diagonales es siempre la misma—. Pero esos juegos matemáticos de aficionado pronto dieron paso a problemas matemáticos más complicados y profundos que incluían teoría de números, sumas y productos infinitos, cálculo de integrales, funciones especiales, aproximaciones de funciones y otros asuntos de gran enjundia matemática. Esos años en que estuvo redactando los cuadernos fueron, en un sentido, duros para Ramanujan; pero, en otro sentido, quizá los más felices de su vida. Duros en el sentido económico y material, porque su familia apenas conseguía dinero para alimentos y, con seguridad, debían quejarse por la actitud del hijo; no sólo había desaprovechado la oportunidad de obtener un título que le hubiera facilitado un trabajo bien remunerado —para los estándares indios—, sino que, además, en vez de buscar trabajo o alguna ocupación remunerada, se dedicaba a hacer cuentas sentado en el porche de su casa, y a anotar números y fórmulas en unos cuadernos. La penuria económica llegó a ser tal que Ramanujan tuvo que ganarse unas rupias dando clases particulares. El asunto no fue, precisamente, un éxito, pues Ramanujan se empeñaba en enseñarle a sus alumnos matemáticas superiores en vez de las que a ellos les exigían en la escuela; y, así, claro está, los alumnos no le duraban mucho. Pero fueron, a su vez, los más felices en el plano intelectual, porque durante esos años Ramanujan se dedicó a lo único por lo que sentía verdadera pasión: a hacer matemáticas; y a hacerlas compulsivamente. Nada raro, por otra parte, pues, cuando les coges afición, esa es la única manera de hacer matemáticas, como sabe cualquiera que a ellas se haya dedicado alguna vez. «Ramanujan había encontrado un hogar en las matemáticas —escribió Robert Página 34
  • 35. Kanigel—, tan completamente confortable, además, que difícilmente quería nunca salir de él. Le satisfacían intelectual, estética y emocionalmente.» En esos períodos de creación, de profunda concentración, Ramanujan se olvidaba incluso de comer; pero, en su casa de Kumbakonam, tenía a su madre y su abuela cuidando de él. La mujer de Ramanujan contó una vez lo tierno de la escena: «A menudo, las matemáticas le absorbían hasta el punto de que se olvidaba de las comidas. En algunas ocasiones, su abuela o su madre le tenían incluso que dar de comer; para no interrumpir la corriente de su pensamiento, le iban poniendo en la mano bolas de arroz mezclado con sambhar, rasam o cuajada, que él comía mecánicamente. También les solía pedir que lo despertaran a media noche, para seguir con su trabajo ayudado por el silencio y el frescor de la noche». A partir de 1910, Ramanujan trató de sacar algo de rédito al material matemático que había conseguido. Con sus cuadernos bajo el brazo, a manera de tarjeta de presentación, Ramanujan visitó a varios matemáticos indios. Ninguno llegó a entender las matemáticas de Ramanujan ni, mucho menos, apreciar su calidad. Tampoco supieron determinar si era un loco o un genio pero, al menos, Ramanujan logró, tras varias visitas, la ayuda de Ramachandra Rao. Rao describió años después la escena, tierna y surrealista a la vez, de su primer encuentro con Ramanujan: «En la plenitud de mi madurez matemática, condescendí a que Ramanujan me visitara. Un tipo pequeño y tosco, gordo, mal afeitado y no precisamente limpio, con un rasgo conspicuo, sus ojos brillantes, entró con un raído cuaderno bajo el brazo. “Déjame ver el cuaderno”, le pedí. Tras echarle una ojeada le dije: “Mi conocimiento matemático no da para entender este material”. “Señor, sólo son unos pocos resultados sencillos”, me contestó. “Serán sencillos, pero me han dicho que no se encuentran en los libros que se han consultado”, le dije. Ramanujan era miserablemente pobre, pero no quería ninguna distinción, sólo tiempo libre. En otras palabras, que se le proveyera de un poco de comida sin otro compromiso por su parte que seguir con sus ensoñaciones matemáticas». Rao accedió a pasarle unas pocas rupias de su propio bolsillo, apenas nada, pero suficiente para que Ramanujan pudiera salir de casa de sus padres en Kumbakonam y mudarse a una casa mísera y mal ventilada en Madrás. Allí siguió jugando sin aparente cansancio con números y fórmulas. Para los cálculos se ayudaba de un pequeño pizarrín de 50 por 30 centímetros — que todavía hoy se conserva—, que luego solía borrar con el codo; el papel lo racionaba con el mismo desordenado afán que un avaro aplica a su dinero. El único esparcimiento de Ramanujan era pasear por la playa de Triplicane al Página 35
  • 36. frescor de la noche y conversar con sus amigos. Uno de ellos contó luego la siguiente conversación: —Ramanujan, todo el mundo dice que eres un genio. —¿Un genio? Pregúntale mejor a mi codo. —¿Qué le pasa a tu codo? ¿Por qué lo tienes tan sucio y desollado? —Es el precio que pago por ser un genio. Día y noche los paso haciendo cálculos sobre mi pizarra; y he descubierto que borrar con el codo es más rápido que andar buscando el trapo y borrar con él. Lo malo es que tengo que borrar cada pocos minutos. —Pero si tantos cálculos tienes que hacer, ¿por qué usas un pizarrín? ¿Por qué no usas papel? —Cuando la comida misma es un problema —contestó Ramanujan—, ¿cómo voy a gastar dinero en papel? La situación mejoró ligeramente cuando, en marzo de 1912, Ramanujan consiguió un puesto de contable en el puerto de Madrás. Aunque su voracidad por el papel continuó: «Unos años después me lo encontré por casualidad cerca del puerto de Madrás —contó un amigo—, donde Ramanujan trabajaba. Estaba recogiendo papel de embalar. “Lo necesito para los cálculos que requieren mis problemas de matemáticas”, me explicó. Después supe que para ahorrarse papel solía sobrescribir en tinta roja comentarios u otros problemas sobre lo ya escrito». A partir de sus comienzos de contable en el puerto de Madrás, sus amigos indios incrementaron sus esfuerzos para decidir sobre el alcance y la naturaleza del talento matemático de Ramanujan; todavía no sabían si se las entendían con un genio, un loco o, simplemente, un habilidoso calculista. Para averiguarlo implicaron a matemáticos ingleses de la Universidad de Madrás, e incluso del University College de Londres. Pero lo único que se pudo conseguir fueron pronunciamientos y recomendaciones vagas, cuando no equívocas, del tipo de: «Me da la impresión de que tiene cerebro, aunque quizá sea semejante al de uno de esos calculistas»; o: «Indudablemente tiene gusto por las matemáticas y parece que habilidad también. Quizá no se le debería desalentar en su tarea». En vista de que nadie en la India parecía comprender sus matemáticas, algunos le aconsejaron que escribiera a Cambridge, o a algún otro lugar similar de Occidente, y pidiera ayuda allí. Así fue como Ramanujan empezó a enviar cartas a Cambridge, hasta que una de ellas llegó a las manos de Hardy. Ramanujan fue matemático, a pesar de lo cual es imposible describir o entender su trabajo sin que medie una comparación con el proceso de Página 36
  • 37. creación artística. Podemos pensar que Ramanujan movía los números como si fueran las cuencas de cristal de un caleidoscopio, y el juego de colores obtenido lo sustanciaba en una fórmula que era anotada cuidadosamente en sus cuadernos. O podemos pensar en un poeta que distribuye adjetivos, verbos y nombres buscando la combinación más adecuada para describir un sentimiento, una vivencia, un instante, que finalmente quedan atrapados en la sonoridad de un par de versos; igualmente Ramanujan distribuía números por aquí y por allá, y dejándose llevar por no se sabe qué tipo de sensibilidad lograba sintetizar con ellos una fórmula que bien podría describir lo que unos números sentían por los otros. Podemos también pensar en un compositor, que teclea notas en un piano buscando la melodía precisa que transforme en sonido la emoción que en ese momento le cruza el ánimo; y podemos imaginarnos a Ramanujan pulsando números hasta componer con ellos una melodía que palpita en el interior de la correspondiente fórmula. ¿Y la lógica, y el razonamiento deductivo propio del discurso matemático?, preguntará algún lector. Ocurre que no es el razonamiento deductivo o la lógica rigurosa la mejor manera de explicar las matemáticas de Ramanujan. En sus cuadernos no hay demostraciones; a veces, pero sólo unas pocas veces, hay alguna que otra indicación del camino que le llevó a descubrir sus fórmulas y resultados, pero son estas indicaciones no más que unos breves bosquejos mayormente oscuros e incomprensibles, un rastro apenas visible y sumamente complicado de seguir. Después de la muerte de Ramanujan, han sido varios los matemáticos que han intentado demostrar las fórmulas que el genio indio incluyó en sus cuadernos, dedicándole a ello buena parte de sus trayectorias científicas; el último ha sido Bruce C. Berndt (1939-), profesor de matemáticas de la Universidad de Illinois, y antes que él ya lo intentaron, entre otros, el propio Hardy, B. M. Wilson, o G. N. Watson, profesor de la Universidad de Birmingham. El profesor Berndt ha escrito cinco libros, aparecidos entre 1986 y 1998 —aparte de incontables artículos—, donde pone en orden las matemáticas contenidas en los cuadernos de Ramanujan; esos cinco libros abarcan cerca de dos mil quinientas páginas donde se demuestra, con toda la artillería matemática desarrollada por Occidente en varios siglos, las fórmulas que Ramanujan encontró trabajando en la más absoluta soledad del sur profundo de la India. No todo lo que encontró Ramanujan era original; fue inevitable que redescubriera muchas fórmulas ya conocidas en Occidente. Hardy estimó que los dos tercios de su producción en India eran redescubrimientos, aunque a Berndt esta cifra le parece demasiado alta y Página 37
  • 38. quizá un tercio se ajuste más a la realidad. Lo de redescubrir era inevitable pues, tal y como vívidamente lo describió Hardy: «Ramanujan sufrió una desventaja imposible, un pobre y solitario hindú machacándose el cerebro contra el saber acumulado de Europa». Después de dedicarle media vida a los cuadernos de Ramanujan, Bruce Berndt escribió: «Todavía no entiendo sus matemáticas del todo. Puedo ser capaz de demostrar sus resultados, pero no sé de dónde vienen ni dónde se acomodan entre las demás matemáticas. Muchas de las conjeturas de Ramanujan no se han demostrado todavía, pero son muchas más las que seguimos sin comprender cabalmente. El proceso creativo de Ramanujan sigue siendo un enigma oculto por una cortina que apenas ha sido descorrida». Como apuntó Robert Kanigel, quizá la mejor manera de abordar el genio matemático de Ramanujan sea apelando a la distinción entre genio científico ordinario y genio científico mágico que Mark Kac estableció en su autobiografía: «En ciencia, al igual que en otros campos de la empresa humana, hay dos clases de genios, los “ordinarios” y los “magos”. Un genio ordinario es un tipo que sería tan bueno como usted o como yo, en el supuesto de que nuestra capacidad mejorara en varios órdenes de magnitud. El funcionamiento de su mente no es ningún misterio. Una vez comprendemos lo que él ha hecho, nos gana la impresión de que nosotros también lo podríamos haber hecho. La cosa es diferente con los magos. La forma en que trabaja su mente es, a todos los efectos, incomprensible. Incluso después de haber comprendido lo que han hecho, el proceso que han seguido queda en la más absoluta oscuridad. Rara vez, si alguna, tienen discípulos porque no se les puede emular, y es terriblemente frustrante para una mente joven y brillante hacer frente a la forma misteriosa en que la mente de un mago trabaja». Ramanujan fue uno de estos magos, quizá el de mayor calibre que han producido las matemáticas. Comparemos, por ejemplo, las fórmulas anteriores, numeradas con las etiquetas (1.2), (1.3) y (1.4), para el cálculo del número n. Las dos primeras, numeradas con las etiquetas (1.2) y (1.3) unas páginas atrás, provienen de la serie Página 38
  • 39. En el siglo XIV, el matemático indio Madhawa había reconocido en esa serie una de las funciones trigonométricas básicas, a la que llamamos acrotangente; descubrimiento que volvería a hacer el escocés James Gregory dos siglos y medio después. El valor del arcotangente en 1 es π/4, así que cuando insertamos en la serie anterior el valor x = 1, obtenemos la serie (1.2) de James Gregory para π. Como se dijo antes, esa serie es pésima para calcular cifras decimales del número π, porque los sumandos se hacen pequeños muy lentamente. Newton tuvo una idea genial, y encontró un truco para poder usar esa misma serie pero evaluada en un número x mucho más pequeño que 1. Ahí tiene su origen la serie (1.3) recogida unas páginas atrás: una simple ojeada muestra que esa serie es una combinación de la que se obtiene en la serie (1.5) al poner x = 1/5 y x = 1/239. Esa idea de Newton es el tipo de idea genial ordinaria que uno, a poco que tenga cierto conocimiento matemático, entiende cuando se la explican. Las series de Ramanujan, en cambio, corresponden al tipo de idea genial mágica, totalmente dionisíaca sin elemento apolíneo alguno. Ramanujan sólo sugirió de forma muy vaga e imprecisa de dónde podrían venir. De hecho, la primera demostración detallada que permitió empezar a entender cabalmente las series de Ramanujan se debe a los hermanos Jonathan y Peter Borwein, y data de mediados de los años ochenta —o sea, tres cuartos de siglo después de que Ramanujan las encontrara—: «Probablemente las matemáticas todavía no han sentido el impacto pleno del genio de Ramanujan —escribieron los Borwein en 1988—. Desafortunadamente Ramanujan solía listar sus resultados con pocas indicaciones de cómo los había demostrado; así, una simple línea en sus “cuadernos” puede fácilmente necesitar muchas páginas de comentarios». A pesar de todo, no entendemos aún por completo el camino que Ramanujan recorrió hasta dar con sus series. Hardy, sin embargo, insistió más de una vez en que Ramanujan pensaba como los demás matemáticos; y, sin embargo, más de una vez también dejó constancia de esa inexplicable intuición que el genio indio tenía: «Me preocupaba que —escribió Hardy en cierta ocasión— si le insistía excesivamente sobre la necesidad de demostrar y otros asuntos parecidos que Ramanujan encontraba fastidiosos, podría destruir su confianza o romper el hechizo de su inspiración». Pero ¿y Ramanujan?, pensará algún lector, ¿no explicó nunca de dónde le venía la inspiración? Ciertamente, alguna que otra vez se refirió a eso, pero sus razones son un enigma más que una explicación. Un enigma, además, con tanto sabor religioso que bordea lo grotesco. Algunos de los que conocieron a Ramanujan nos lo describen como una persona profundamente religiosa, Página 39
  • 40. mística e, incluso, supersticiosa —valga la redundancia—; uno de ellos, un profesor indio de matemáticas, llegó a decir: «Fue un místico, un verdadero místico en el pleno sentido del término. Fue intensamente religioso, casi supersticioso en algunas prácticas diarias; no tomaba, por ejemplo, comida que no hubiera sido preparada por alguien de su confianza. Nadie podrá negar que fue muy intuitivo y que alcanzaba a ver la verdad de las cosas como en un destello. Veía la verdad y la reconocía, aunque encontraba difícil explicarla a los demás en términos lógicos». A este profesor, Ramanujan le confesó: «Señor, una ecuación no tiene sentido para mí a menos que exprese un pensamiento de Dios». La frase dejó perplejo al profesor, que vio en ella: «La esencia de la verdad acerca de Dios, del Hombre y del Universo, y al Ramanujan más verdadero: filósofo, místico y matemático». Pero, con todo, la explicación más surrealista de la capacidad matemática de Ramanujan implica de nuevo a la diosa tutelar de su familia. Porque Ramanujan confesó a algunos amigos que era esa diosa, la que había provocado las visiones en su madre y en él mismo eximiéndole del mandato de no cruzar los mares, la que le ayudaba también en sus investigaciones matemáticas y le confería perspicacia matemática en sueños. Y lo hacía del modo más sorprendente e inesperado que quepa imaginar: la diosa escribía fórmulas matemáticas en la lengua de Ramanujan mientras este dormía. Bastantes de los sueños matemáticos de Ramanujan destilan un ligero sabor gore; probablemente sea debido a la señal con que el dios que se los provocaba suele, según los expertos, autentificar los sueños que provoca: esta señal consiste en ver durante el sueño gotas de sangre que flotan. El sueño más sanguinario de los que contó Ramanujan coincidió con una ocasión en que durmió en la misma habitación que un santón: «Su presencia me estimuló —contó a un amigo el propio Ramanujan—, y mientras dormía tuve una experiencia poco usual. Había una especie de tamiz rojo formado por lo que parecía un manantial de sangre que flotaba. Mientras la observaba fijamente, una mano empezó a escribir en el tamiz. Presté toda mi atención porque esa mano estaba escribiendo resultados sobre integrales elípticas. Las fórmulas quedaron prendidas en mi mente. Tan pronto como me desperté me puse compulsivamente a escribirlas». Janaki, la mujer de Ramanujan, veía el asunto de la religiosidad de su marido de otra manera. En una entrevista que le hizo Bruce Berndt en 1984 —Janaki tenía entonces ochenta y tres años— dijo: «Mi marido era un astrólogo ansioso que disfrutaba haciendo predicciones; de hecho pronosticó que él mismo moriría antes de cumplir los treinta y cinco años. Pero Página 40
  • 41. Ramanujan no era particularmente religioso. Nunca tenía tiempo de ir al templo porque siempre andaba obsesionado con las matemáticas. Mi suegra y yo teníamos siempre que andar detrás de él para que comiera, porque nunca encontraba tiempo para comer cuando estaba concentrado con las matemáticas. Incluso estando en cama mortalmente enfermo, seguía haciendo matemáticas contra los deseos del médico». A pesar de que, según Janaki, al final «sólo era piel y huesos», de que continuamente se quejaba de dolores, la muerte lo sorprendió con el lápiz en la mano. Como Mozart, al que la muerte se llevó en plena juventud cuando componía su Réquiem, a Ramanujan la parca lo encontró en pleno proceso creativo, haciendo matemáticas de la más alta calidad y originalidad, ayudado, como escribió alguien, «tanto por su reciente colaboración con Hardy como por el genio excéntrico y salvaje de su juventud». § 1.4. El infinito Como se explicó antes, ese conflicto entre prudencia y pasión que existe en las matemáticas tiene mucho que ver con la estructura descubrimiento/demostración. Fueron los griegos los que impusieron la necesidad de añadir una demostración para validar un descubrimiento matemático, y esta necesidad les llevó a adentrarse por un camino que las matemáticas nunca antes habían transitado: pasaron de ser una herramienta utilitaria para asuntos mundanos —llevar las cuentas de un negocio, calcular cuánto se separa una escalera de la pared, reconstruir una parcela cuyas lindes desdibujó la última crecida del Nilo— a un sofisticado constructo intelectual cuya función primordial debía ser la formación de la mente humana y la iluminación del mundo perfecto del cual el que nos muestran los sentidos no es sino una mala copia deformada —Platón dixit—: las matemáticas debían ser la guía que nos ayudara primero a alcanzar y, después, a movernos en el mundo perfecto de las ideas. Pero la importancia de la demostración y la solidez lógica sufrió fuertes vaivenes a lo largo de la historia, como veremos en la segunda y tercera parte de este libro. Encontramos épocas —o autores— donde prima la demostración —lo apolíneo— mientras en otras triunfa el descubrimiento, con o sin demostración —lo dionisíaco—. Eso queda meridianamente claro cuando se compara la matemática griega con la barroca. Para los griegos la demostración fue reina, y el elemento dionisíaco por excelencia de las matemáticas, el infinito, se relegó al ostracismo. En los siglos XVII y XVIII, lo infinitamente grande y lo infinitesimalmente pequeño Página 41
  • 42. fueron señores y la demostración escasa. Lo apolíneo empapa la consideración clásica de la cultura griega, «entendiéndose el término clásico como equivalente —escribió el filósofo Ferrater Mora—, entre otros, a “justo”, “mesurado”, “tranquilo”, “bien redondeado”, “perfecto”, etc.»; calificativos todos ellos que cuadran perfectamente para las matemáticas que encontramos en los Elementos de Euclides —o, mejor dicho, para la forma en que Euclides decidió presentarnos esas matemáticas—. Pero a lo «clásico» se opone lo «romántico»: «Se contraponía así —sigo con Ferrater— la cultura griega como cultura clásica a la cultura “romántica”, en la que se hacían intervenir, entre otras cosas, la desmesura y el ansia de infinito». Y aquí quedan perfectamente descritas las matemáticas del barroco, las de, por citar acaso el nombre más representativo, Leonhard Euler. Como acabo de escribir, hay un concepto matemático fundamental donde se dan la mano las dicotomías prudencia/pasión, descubrir/demostrar: el infinito, el concepto que, en cierta forma, separa las matemáticas de la lógica, o de lo que clásicamente se ha entendido por lógica. A él le dedicaré la última parte de este capítulo. Que se sepa, los griegos fueron los primeros en tener devaneos con el infinito; lo que les costó una buena dosis de escándalos, polémicas y disputas. El infinito estaba implicado en las paradojas de Zenón de Elea, y también en la irracionalidad de √2 que √2 pueda ser representado por una fracción fue un resultado que los pitagóricos descubrieron muy pronto y que les causó gran desconcierto —se darán más detalles en la sección § 4.1—; entre otras cosas porque detrás se esconde el infinito. Una fracción queda descrita por dos números enteros: su numerador y su denominador; pueden ser, desde luego, números de muchísimas cifras, de millones de cifras, pero son dos números. En cambio √2 no se puede describir de esa forma: puedo marcar una diferencia pequeñísima, insignificante, y dar una fracción que difiera de √2 menos que esa diferencia, pero esa fracción no será igual a √2 que se necesitará otra fracción si quiero disminuir más la diferencia fijada. Ahí está el infinito: a una fracción seguirá otra y luego otra y otra más después, y podrán diferir muy poco de √2 casi nada, pero después de una tendré que dar otra porque no podré encontrar ninguna que sea igual a √2. Con esos antecedentes, se optó por desgarrar el infinito y separarlo en dos partes; una apolínea, el infinito en potencia, y otra dionisíaca, el infinito en acto. El sempiterno «sentido común» aristotélico fue el cuchillo que se usó para sajar al monstruo. Por un lado era imposible negar la existencia de procesos que no tienen fin: «En lo pequeño no existe lo extremadamente Página 42
  • 43. pequeño, sino algo cada vez más pequeño», escribió Anaxágoras, y, también, «en lo grande siempre hay algo más grande». De manera que Aristóteles, en el libro III de la Física, le dio carta de naturaleza: «Es claro que la negación absoluta del infinito es una hipótesis que conduce a consecuencias imposibles», de manera que «el infinito existe potencialmente», esto es, «el infinito es o por adición o por división». Ahora bien, el infinito en sí, como cosa completa, no iba a estar permitido: «No es posible que el infinito exista como un ser en acto o como una sustancia y un principio. La magnitud no es actualmente infinita, aunque infinitamente divisible». Así, la regulación aristotélica impide considerar un segmento como una colección de infinitos puntos alineados, pero sí permite divisiones del segmento por la mitad, digamos, tantas veces como se quiera; prohíbe considerar a los números formando un todo acabado, aunque admite que existan números tan grandes como se desee. «Esta argumentación no priva a los matemáticos de sus especulaciones al negar la existencia actual del infinito —escribió Aristóteles— porque no tienen necesidad de este infinito, ya que no hacen uso de él, sino sólo, por ejemplo, de una línea finita que se prolongue tanto como ellos quieran». El mandato aristotélico formulaba el infinito como una negación: «lo que no tiene límites». Esta definición por negación aparece claramente en la etimología griega del término infinito: aneipov —ápeiron—, formado por el prefijo de negación a, la raíz peiro —límite— y el sufijo neutro n. La etimología latina es una copia de la griega: infinitio, donde vuelve a aparecer el prefijo de negación in, la raíz finí —límite— y, finalmente, el sufijo de abstracción tío. La palabra infinitio fue un «invento» de Cicerón —aparece por primera vez en su obra De finibus (libro 1, cap. 21)—. Así, el infinito, en potencia o en acto, fue convertido por Aristóteles en un monstruo con dos cabezas, y espantó a los griegos hasta elevar el miedo que le tuvieron al rango de leyenda. Y lo que infundía miedo era tanto enfrentarse al infinito como contravenir la prohibición de Aristóteles. Y así los matemáticos griegos respetaron la prohibición aristotélica, aunque con algunas señaladas excepciones. Una fue la de Arquímedes, aunque esa rebeldía fue cometida, más o menos, en la «intimidad». Los argumentos de Arquímedes aparecen en el Método, un libro-carta que Arquímedes envió al bibliotecario de Alejandría y que estuvo perdido hasta que a principios del siglo XX se encontró en un palimpsesto de Constantinopla, sobre el Método se darán más detalles en las secciones § 4.2, § 4.4 y § 5.3.1. Página 43
  • 44. Cuando en Oriente árabes y asimilados empezaron a recuperar el legado griego, mantuvieron la prohibición aristotélica con el infinito, pero también con excepciones. Una de ellas fue Thabit ibn Qurra (s. IX), que hizo unas reflexiones sobre el infinito sumamente interesantes. Contravino a Aristóteles afirmando que el infinito en acto es admisible, que la comparación entre infinitos es también posible —emparejando sus elementos— y, por tanto, es posible establecer jerarquías de tamaño entre ellos —aunque los ejemplos que manejó Ibn Qurra fueron algo contradictorios—. Pero el uso del infinito en acto también contravenía a Euclides, que en sus Elementos incluye como noción común o axioma que «el todo es mayor que la parte». Quien supo explicar esto mejor que nadie fue Galileo en sus Discorsi (1638): puesto que cada número genera un cuadrado distinto —el dos genera el cuatro, el tres el nueve, el cuatro el dieciséis, etc.— y a su vez cada cuadrado viene generado por un único número, podemos emparejar los números con sus cuadrados concluyendo que habrá tantos cuadrados como números; pero es de todo punto obvio que los números cuadrados son sólo una parte de los números —el dos, el tres, el cinco, el siete son números pero no cuadrados— y, en consecuencia, concluimos que hay más números que cuadrados —el todo es mayor que la parte—. Nos encontramos pues con la paradoja de que los números son, a la vez, tantos y más que los cuadrados. Galileo concluía que «los atributos de mayor, menor e igual no se aplican a los infinitos». Pero para cuando Galileo hizo estos razonamientos, la prohibición aristotélica había sido ya superada, y el infinito había penetrado de forma determinante no sólo en las matemáticas sino también en otros ámbitos de la cultura. Y fue la de la religión una de las puertas de acceso que usó el infinito. Precisamente, las elucubraciones de Ibn Qurra sobre el infinito se hicieron en un contexto religioso: Thabit, que perteneció a la secta de los sabeos adoradores de astros de Harrán, tuvo un alumno cristiano, y fue discutiendo con él sobre la controversia teológica relativa a la enumeración de las almas, y al conocimiento por Dios de la infinidad de seres singulares, donde hizo sus comentarios sobre el infinito. El infinito es un adjetivo muy suculento para atribuirlo a la divinidad, más aun si se trata de calificar los atributos de una divinidad absoluta como la judeo-cristiana. Los teólogos pronto se dieron cuenta de la utilidad del infinito en acto para justificar determinados postulados bíblicos. El infinito fue de los conceptos que requirieron ciertos retoques conforme fue absorbido por el pensamiento cristiano. Este proceso de absorción de parte de la filosofía Página 44