8. POPULIBROS PERUANOS
1" SERIE
Ciro Alégría: LA SERPIENTE DE ORO
Enrique Solari : COLLACOCHA
Enrique López A,lbújar : NUEVOS CUENTOS ANDINOS
Luis Alberto Sá'nchez: EL PECADO DE OLAZABAL
Miguel Angel Asturias: EL SEÑOR PRESID~NTE
2" SERIE
Ciro Alegría : DUELO DE CABALLEROS
Armando Robles Godoy : VEINTE CASAS EN EL CIELO
Luis E. Valcárcel : TEMPESTAD EN LOS ANDES
Alejo Carpentier : GUERRA DEL TIEMPO
Honorato de Balzac : PAPA GORIOT
3" SERIE
J. M. Arguedas: EL SEXTO
Juan José Vega: LA GUERRA DE LOS WIRACOCHAS
Eduardo Caballero Calderón : EL CRISTO DE ESPÁLDAS
Osear Wilde :- EL RUlSEÑOR Y LA ROSA
Ernest _
Hemingway : EL VIEJO Y EL MAR
9. , Comencé a redactar esta nove-
la en 1957; ·decidí escribirla en
1939.
10.
11. Nos trasladaron de noche. Pas~mos directamente
por una puerta, del pabellón de celdas de la Intendencia
'. al patiO del Sexto.
Desde lejos pudimos ver, a la luz de los focos eléc-
tricos de la ciudad, la mole de la prisión cuyo fondo
apenas iluminado mostraba puentes y muros negros. El
patio era inmenso y no tenía luz. A medida que nos
...'. aproximábamos, el edificio del Sexto crecía. lbamos en
silencio. Ya a unos veinte pasos empezamos a sentir su
fetidez.
Cargábamos nuestras cosas. Yo llevaba un delgado
colchón de lana; era de los más afortunados; otros sólo
tenían frazadas y perjódicos. Marchábamos en fila.
Abrieron la reja con gran cuidado, pero la hicieron chi-
,._, rriar siempre, y cayó después un fuerte golpe sobre el
~ acero. El ruido repercutió en el fondo del penal. Inme-
diatamente -se oyó una voz grave que entonó las pri-
meras notas de la "Marselles~ aprista", y luego otra altí-
.) sima que empezó la "Internacional". Unos segundo_
s
,; después se levañtó un coro de hombres que cantaban,
- compitiendo ,ambos himnos. Ya podíamos ver las bocas
' de las- celdas y la figura de los puentes. El Sexto, con
su tétrico cuerpo estremeciéndose, cantaba., parecía mo-
verse. Nadie en nuestras fil,as cantó; permanecimos en
silencio, escuchando. El hombre que estaba delante de
mí. lloraba. Me tendió la mano, sosteniendo con dificul-
) 9 (
12. EL SEXTO
tad ºsu carga de per"iódicos a la espalda. Me apretó la
111ano; ví su rostro embellecido, sin rastros de su du-
r1·za habitual. Era un preso aprista que me había odia-
do sin conocerme y sin haberme hablado nunca. Lo exa-
1nirn·~ detenidamente, extrañado, _casi aturdido. Creí que -"
al oir la "Marsellesa", entonada por esos pestilentes
muros, me rechazaría aún más. Sabía que era un hom-
bre del Cuzco, de la misma lengua que yo.
-- -¡Adiós! -me dijo- ¡Adiós~
Yo me quedé aún más sorprendido.
¿De quién se despidió? Levantó la mano. Y desfi-
lamos hacia el fondo de la prisión, uno a uno.
Recomenzaron el canto. Me acordé de la gallos de
pelea - de un famoso galpón limeño. Cantaban toda la
noche sin confundirse ni equivocarse jamás. ¿Cómo
sabían en que instante le tocaba su turno a cada uno?
Los presos del S.exto también, en sus disrantes celdas,
seguían las notas de los himnos sin retrasarse - o ade-
lantarse, al unísono, como por instinto. Los guardias y
"sul-'bnes" que nos custodiaron aparentaban calma; na-
die sonrió ni maldijo.
Me tocó de compañero de celda, aquella noche, Ale-
jandro Cámac, un carpintero de las minas de Moroco-
-cha y Cerro, ex-campesino de Sapallanga.
Prendió una vela en cuanto me ,echaron .a su celda.
Tenía un ojo empequeñecido por la in;itación de los pár-
pados. Daba la impresión de ser tuerto. Su ojo izquier-
do, que nadaba en lágrimas, parecía inerte.
-¿Quién es Ud. señor? -me preguntó.
Le dije mi nombre.
-¡Te conozco! -exclamó-. Han pablado de tí
acá. Suerte que haiga sido yo tu compañero para vi-
vir en el Sexto. ¡Suerte mia !
-¡Suer.te mía! -le dije.
Era más de la media noche.
) 10 (
..
13. .EL SEXTO
-Nunca se me cura este ojo -dijo, cuando com-
prendió que lo observaba.
Se lev,Jlntó de la cama, un colchón de paja reforza-
do con periódicos. Se puso de pie.
~Mataremos los chinches -dijo-- aunque son son-
sitos. Después tenderemos tu cama.
Con la vela empezó a quemar las chinches que esta-
ban atracadas en los poros, celdillas y rajaduras del
cemento. Se irguió luego y calentó el muro, para pe-
.. gar allí · la vela. Ví que era alto y flaco; de cabellos
erizados y grues9s. Su cuello delgadísimo causaba
preocupación, parecía de una paloma.
-¿Por qué no cantaron los que veníamos? -le pre- /
gunté. ·
- ¿No sabes? Por lo del Prefecto. . . Hace como un
año mandó sacar a los presos que habían llegado- al
Sexto; a la noche siguiente los hizo, escoger por lista;
los hizo formar acá abajo, en el patio, junto a los excu-
sados. Les amarraron las manos atrás. Y los soplones
les embarraron la boca con el excremento de los vagos.
¡Por Dios! ¡Es cierto! El estaba parado cerca de la
reja. ¿Usted le ha conocido? Era más flaco que yo, de
·anteojos, bien alto, medio jorobado. Miró desde lejos
el castigo. "!Qué no se laven, carajo!", ordenó. "Metán·
los amarrados a las celdas". Había creencia de que lo
matarían después de eso. Pero dicen que está tranqui·
lo ahora, de patrón de haciendas en el mero norte.
-Sí -le dij e-. No se trata de él ¿no es cierto?
- ¡Claro, y seguimos cantando! Y todo el mundo
cantaremos, cuando el cadáver de ese flaco esté pudrién-
dose.
Su ojo sano tenía una expresión dulce y penetrante. ,
- Yo tiendo tu cama, compañero. Hay que saber
tomar la dirección del aire "que entra por la reja, y del
) 11 (
14. I
E 'L sE X To -
andar de estos chinchecitos. Aunque ahora con el frío
están coj udados.
Tendimos la cama. Me preguntó por muchos de los
presos que vinieron conmigo de la Intendencia.
-Ahora sí, aquí nadie sabe cuando saldrá. De la
Intendencia todavía está fácil -dijo, apagó la vela y
se recostó. -
-Hazte la idea, compañero. Todos tenemos aquí de
- 20 meses pe,ra arriba: ¡Buenas noches!
Al amanecer del día siguiente escuché una armoniosa
voz de mujer; cantaba muy cerca de nuestra celda. Me
puse de pie.
Cámac sonreía.
-Es "Rosita' -me dijo-, es un marica ladrón· que
vive sola en una celda, frente de nosotros. ·¡Es un va·
liente! Ya la verás. Vive sola.. Los ases~nos que hay
aquí la respetan. Ha cortado foerte, a J_nuchos. A uno
casi lo destripa. Es decidido. Acepta en su cama a
los que ella no más escoge. Nunca se mete con -asesinos.
"Puñalada" la ha enamorado, ha padecido. Ya vera!;
a "Puñalada". Es un negro grandote, con ojos de asno..
Parece no siente ni rabia ni remordimiento, ni dolor del
cuerpo. ¡Verás! Es -un amo ahí abajo. Su ojo no pa·
rece de gente, demasiado tranquilo. Cuando sufría por
"Rosita" pateaba a los pobrecitos vagos; sacaba el látigo
por cualquier cosa. Se paseaba como animal intranqui~
]e, frente a la reja grande. El es llamador de los pre·
~os. Ya llamará a alguien dentro de un rato. "Rosita"
), 1 tiene todavía en condena, en ascuas. El negro no
puede hacerle nada, porque el marica también tiene su
' Landa.
- ¿Es él quién canta?
-El.
) 12 (
15. EL SEXTO
-Pero su voz es legítimamente de mujer.
-Ella es, pues, mujer. El mundo lo ha hecho así.
Si hubiera nacido en uno de nuestros pueblos de la sie-
rra, su madre le hubiera· acogotado. ¡Eso es maldición
allá! Ni uno de. ellos crece. En Lima se pavonean. Ten-
drán, pues, las dos cosas, pero lo que tiene de hombre
• seguro es mentira; le estorbará. Y aquí canta bonito.
¿Qué dices? _ ,
Cantaba el vals "Anita ven"; lo entonaba con armo-
niosa y cálida voz.
- ¿Es ladrón? -pregunté.
-Famoso~ como Maraví y "Pate'Cabra". Es gran-
de entre los ladrones. Por es.o está aquí, y no lo suel-
tan.
En ese instante oímos ruidos de fierros, lejos.
-Están abriendo las celdas -dijo Cámac. -Mejor
nos levantamos. ·
"Rosita" dejó de cantar; la llovizna que -,caía al
angosto aire del Sexto, marcando ·cada gota pequeñí-
sima de la garúa sobre el cemento manchado, casi mu-
griento del murq, se hizo más patente; la _
voz de mujer
la había difuminado; ahora se agitaba; me recordaba
la ciudad. ¡"En la cárcel también llueve!", dije, y Cámac
se quedó mirándome.
Yo me crié en un pueblo nubloso, sobre una especie
de inmenso andén de las éordilleras. Allí iban a reposar
las nubes. Oíamos cantar a las aves sin verlas ni ver
los árboles donde solían dormir o descansar al medio
día. El canto animaba al mundo así escondido; nos lo
aproximaba mejor que la luz, en la cual nuestras dife-
rencias se aprecian tanto. Recuerdo que pasaba bajo el
gran eucalipto de la plaza, cuando el campo estaba cu-
bierto por las nubes densas. En el silencio y en esa
especie de ceguedad feliz, escuchaba el altísimo ruido
de las hojas y del tronco del inmenso árbol. Y enton-
) 13, (
16. EL SEXTO
ces no había tierra ni cielo ni ser humano distintos. Si
cantaban en ese instante los chihuacos y las palomas,
de voces tan diferentes, el r.anto se destacaha. accnip::t·
ñaba al sonido profundo del árbol que iba del subsuelo
al infinito e invisible cielo.
Lima bajo la llovizna, a pesar de su lobreguez, me
aproximaba siempre, algo, a la plaza nublada de mi aldea
nativa. Me sorprendió, por eso, que la garúa hubiera
- cambiado de naturaleza al canto de mujer oído allí, en-
tre los nichos del Sexto. Y mientras Cámac ii1tentaba
comprender el sentido de mi pregunta ·y de mi pensa-
miento, un grito prolongado se oyó en el St:xto; la últi-
ma vocal fué repetida con voz aguda.
-Es "Puñalada" -me dijo Cámac-. Está llaman-
do a Osborno.
El grito se repetió:
-¡Ques d'ese Osborno o ó ó! ¡Ques d'ese Osbor-
no o ó ó!
Me acostumbré después, en diez o veinte semana$,
' al grito; a la inexplicable tristeza con 'iue el asesino
repetía siempre la última sílaba.
-¡Ques d'cse Sotuar áárr!
-¡Ques d'ese Cortez 'ééss!
- ¡Ques d'ese Casimiro iróóó !
Deformaba los apellidos, los gritaba casi en falsete,
apoyando la voz en la nuca. Todo el Sexto parecía vi-
brar, con su inmundicia y su apariencia de cementerio,
en ese grito agudo que era arrastrado por el aire como el
llanto final de una bestia.
A veces cantaban en coro los vagos o los ladrones, en
sus celdas, acompañándose del ruido de cucharas con
las que marcaban el ritmo. Se excitaban e iban apuran-·
do la voz, mientras la llovizna caía o el sol terrible del
verano pudría los escupitajos, los excrementos, los tra-
pos; no los desperdicios, porque apenas alguien echa-
) 14 (
17. EL SEXTO
ha restos ál -botadero, los vagos más desvalidos se lan-
zaban al depósito de fierro y se quitaban los trocitos
de zanahoria, las cáscaras de papa y de yuca. Las cásca-
ras de naranja las masticaban con locura, y las engu-
llían, sonriendo o sufriendo.
Sobre el coro de los vago.s y el vocerío de los presos
del primer piso, la voz de "Puñalada" hendía el a_
ire,
lo dominaba todo, repercutía en el pecho de los que
estábamos secuestrados en la prisión. No recuerdo que
nadie perman~ciera indiferente al oir las primeras síla-
bas de la llamada; y no solamente porque todos aguar-
daban alguna visita o un encargo, aún -quienes tenían a
padres y camaradas a miles de kilómetros de Lima, co-
mo "Mok'ontullo", y los presos que trajeron de la selva;
sino porque el tono del grito, su monotonía, su última
sílaba se hundía en nosotros, a la luz del sol o bajo la
triste llovizna de los inviernos. "¡Puñalada!" era su
nombre; nadie sabía cuál era el que pusieron a ese negro
gigante en su fe de ·bautismo.
Aquella mañana corrí hasta el extremo del balcón del
tercer piso, para verlo. Estaba apoyado en la gran reja.
Bajé las gradas. Cámac me siguió. El p~tio pululaba
ya de vagos. No me eran desconocidos; eran idénticos
a los que había -xisto en la Intendencia.
Me acerqué a la reja. El negro se fijó en mí. Debi_
llamarle la atención p-
orque bajé a saltos las escaleras.
No miraba jamás directamente; hacía como los ca-
ballos, que por la forma de la cabeza y la inmensidad
de los ojos, nos mir~n por un extremo de ellos. "Puña-
ñalada" era muy alto; en algo influía su estatura, o lo
ayudaba, a dar naturalidad a esa manera como preme-
ditada y despectiva de mirar a la gente. Y como era
negro y la córnea de sus ojos estaba algo oscurecida
por manchas negruzcas, su mirada parecía adormecida
e il).diferente.
) 15 (
18. EL SEXTO
- j Nadie es como él, asesino! -me dijo Cámac, en
·voz baja. -
Tenía la facha y la expresión del maleante típico.
Volv~ó a gritar. .
-¡Ques d'ese Ascarbill-0 billo ó ó!
Pero su voz parecía tener más potencia en d fondo
del penal que allí, a cielo abierto.
-Desde esta reja él controla el ingreso -Oe la coca,
del ron, de los naipes, de las yerbas, y de los nuevos
presós; los escoge. -Son peor_que los indios, estos la-
drones de la costa. Usan yerbas para maleficios, y
chacchan coca, más que un brujo de la sierra -me
dijo Cámac~ siempre en voz baja.
El negro seguía mirándonos.
-¡Vámonos! -dijo Cámac.
-Me quedaré -le dije.
Cámac se retiró un poco hacia la escalera. Yo me
acerqué más a la reja. Vino desde el fondo del penal
un individuo bajo, gordo, achinado; lo acompañaba un
negro joven. El hQmbre bajo se echó a reir a mandí-
bula batiente.
-¡No digas, cabro! -dijo- ¡Vainetilla!
-¡Venga, compañero! -me lla.mó Cámac -No se
mezcle. . , ·
. El hombre gordó ten'ía expresión simpática; la risa
sacudía su cuerpo. Se le veía feliz, como si no estu-
viera entre esos nichos y la pestilencia de los ex_
cre-
mentos.
Cámac me llamó nuevamente; se acercó a mí y me
llevó del brazo.
- -¡Es Maraví ! -dijo-. El otro amo del Sexto.
Tiene tres queridas; ese negrito es uno de ellos. ¡Vá-
monos!
-El ojo sano dPI carpintero ardía. el otro nadaba en lá-
• gnmas espesas.
) 16 (
19. EL S.EX To
~¡Vámonos, amigo! -me rogó.
Temblaba ~u ojo sano, parecía no poder res1stir la
sensación de asco que oprimía todo su rostro. Nos fui-
mos.
-En el segundo piso están los criminales no aveza-
dos -me dijo, al paso-. Son violadores, estafadores,
ladrones no rematados. Hay también un ex-Sargento qe
Lambayeque, acusado de estupro. Estamos viviendo so-
bre el crimen, amigo estudiante; aquí está abajo y noso-
tros ·encima; en Morococha y Cerro es al revés; ellos
'encima, los chupa sangre, abajo l9s trabajadores; ya sea
__ debajo de la tierra, en la mina, o en los barrios de lata.
Porque en Morococha, los indios obreros duermen en
barrios de lata. ¡Cómo aguantan el frío! Ya lós comune-
ros de Jauja no quieren ir; las empresas está!): engan-
chando indios, pobrecitos indios de Huancavelica. J:Ierma-
no 'estudiante, ellos son en esas minas lo que estos vagos
en el Sexto. Lo último. Los gringos escupen sobre ellos.
¡Sobre nosotros no, no tanto! ¿Qué piensas tú~ camara-
da; con qué pensamiento ha~. venido? ¿Tú conoces Moro-
cocha y Cerro? ¿Sabes que en ningún sitio de nuestras
cordilleras hace más frío que en Cerro y Morococha?
¿Para qué sirve a-Ilí un techo de lata? Para esconder
a la gente, que no vean lo que tiemblan. La cuestión
es tapar y chupar la sangre. Los gringos, pues, no son ni
de aquí ni <le allá; son del billete. ¡Esa es su patria!
En la escalera, sl borde del segundo piso se detuvo
para hablar, casi inopinadamente. Me asombré de que
tuviera tanta libertad para hablar en voz alta de asunto
tan peligroso. Aún en la cárcel me parecían temerarias
esas palabras. Estábamos habituados .a cuidarnos, a mi-
rar a nuestro alrededor antes de decir algo en la ciudad.
Cámac había perdido ya esa costumbre. Tenía 23 meses
de secuestro en el penal; había recuperado allí el hábi-
to de la libertad. Y como lo escuchaba, pendiente no
17
20. /
EL SEXTO
sólo de sus pensamientos sino de su ademán y de la
expresión tan qesigual de sus ojos, que parecía dar más
poder de evidencia a cuanto decía, él se detuvo. apoy{m-
dose en las b.
arandas de fierro, y continuó explicándome.
Su ojo sano era c·omo una estrella, .por la limpieza y la
energía; el otro, apagado, nadando en lágrimas, hacía
refulgir mejor, con su tristeza, al ojo sano.
-Sí, compañero. Creo en todo lo que dices; sigue
-le dije-- ¡Te escucho!
-¿No es cierto que el gringo de los trusts no tiene
patria? ¿Dónde, dónde pone su corazón? ¿Sobre qué
, tierra, en qué pueblo? ¿_
Qué cerro o qué río recuerda
en el corazón, como a su madre? ¿Qué hace un hombre
que no ha sido cuidado, cuando era huahua, por la voz
cariñosa de su madre? ¿Un griago que no ha sido cria-
do, propiamente? ¿Entiende usted? ¿Que no na tenido
crianza de una patria, sino del billete, que no huele ni a
México ni a China, ni a Japón, ni a New York, que ni
siquiera·tiene el olor de las lá,~rimas ni de la sangre que
ha costado, ni del azufre del demonio? ¡Estamos jodidos,
porque ellos mandan todavía en el mundo!
-¿No cree usted que aman a los Estados Unidos, o
a su Inglaterra? ¿No cree usted que cada quien ama al
país en que ha nacido? ¿No lo cree usted. compañero?
-le pregunté.
-De esos gringos que he visto en Morococha no lo
creo, compañero. Uno que t~ene a su padre y a su madre
y a su patria y va a otra nación para hacer millones
con la sangre y la tierra extranjen, acaso, si es hombre
.criado por padres y madres, ¿puede escupir al trabaja-
dor que le hace ganar millones? ¿Puede escupirlo?
¡Ahistá! Ese no tiene crianza. Por eso, como maldición,
no hay para él otro apoyo que las balas. ¡Balas y bille-
tes, es la patria del gringo! Y entonces todo se lo quiere
agarrar. · No hay más remedio para él. ¡Están condena-
) 18
21. EL SEXTO
dos! Y nosotros, amigo, estamos bajo los zapatos de los
condenados!
..,-Usted habla de los gringos que ha visto en Moroco-
cha ·y Cerro. P'ero ellos son millones. No confunda ...
-¿Y por qué nos mandan a esos que miran al cholo
no como a gente sino como a perro? Así es, amigo estu-
diante. ·Tú te ves allá, en las minas y, clarito, no en-
cuentras otro camino: o ellos o nosotros. Así nos tratan,
a;í nos miran. Por eso estamos aquí. ¿O usted no?
- Yo también estoy aquí.
-Con "Puñalada" y Maraví que es hijo de ellos,
hijo purito; más de lo que para mí es mi Javiercito, que
a estas horas debe estar llorando de hambre en Moroco-
cha.
-Vámonos -le dije-. Estás cansado.
Sus facciones se habían afilado y su piel empalideció.
Lo ayudé a subir.
-La rabia me hace tener esperanza -me dijo-. Pe-
ro creo me come la sangre.
Lo saludaron muchos en el angosto corredor al que
daban las celdas; pero ninguno se detuvo. Ya estaban
levantados los presos y transitaban, al parecer, afano-
samente, por los angostos pasadizos de las dos alas del
edificio. Tuve la impresión ~exacta de caminar por las
oficinas y corredores de una gran empresa donde todos
iban a sus ocupaciones urgentes. Nuestra celda estaba
muy cerca del alto muro final del Sexto, que daba a la
Avenida Bolivia. Cruzamos todo el corredor. Vi en las
celdas gente que discutía o trabajaba.
- ¡Están ocupados! Ven más tarde -'-escuché decir
en el interior de una celda.
-Has hablado mucho compañero -dijo un hombre
viejo, al vernos pasar. Estaba enfrente, en la otra fila
de celdas.
19 (
22. EL s E X T (1
El hombre viejo apuró el paso, y nos aléanzó, por el
último puente. ·
- ¿Este es el compañero nuevo? -preguntó.
.-Sí -le dije.,
-Has hablado mucho, Cámac; los he estado obser-
vando -dijo. re' · •
-Cierto --contesté--. Ha hablado mucho.
-No ·debiera ql).edarse con un nuevo. Procuramos
tenerlo solo.
-Lo cuidaré -le dije-. Hagamos la prueba.
Me dí cuenta que Cámac estaba enfermo, que por eso
le asaltaban las cosas y los pensamientos con exceso de
hondura. ~- , 1 •
-Señor -le dije al viejo--. ·Que él se recueste so- .
hre mi cama. El tiene un colchón de . paja con perió-
dico; el mío es de lana, muy bueno.
Cámac me miró y aceptó de inmediato. Se echó so-
bre mi cama. Le puse la almohada a la -espalda-. EJ
viejo me tendió la mano.
-Sólo por un rato -dijo.
Comprendí que temía. Pasó una de sus. manos so-
bre la frente de Cámac; lo examinó, sorprendido, mi-
rándolo.
-Este nuevo no es nuevo -dijo Cámac-. ¡Yo te
digo que no es nuevo! Por eso acepto su cama. No te
asustes compañero.
Sonrió el hombre viejo, y salió.
· -Ya hablaremos -dijo.
-Es Pedro -dijo Cámac.
- ¡Ah, el líder obrero!
-Ha estado en Rusia. Dicen los apristas que está
vendido al oro
0
de Moscú.
-Sí, lo he oído. decir. Pero no charlemos. Ya
vuelvo -le dije.
) 20 (
23. EL S~XTO
-¡Un momento, compañero estudiante; ¿tú eres de
la sierra,. no?
-Sí, -le dije-. Soy de un pueblo chico, de que-
brada.
-Se sabe. Pedro tiene miedo de que te contagie.
No estoy para eso todavía. No tengo el bacilo. El médi-
co del penal no examina a nadie; nos mira solamente.
Dice que tengo el hígad(' Pero Pedro sospecha. Yo no.
·He visto enfermarse y padecer a los tísicos hasta que
han muerto. Sé como es. No tengas miedo.
-Tú sabes, compañero que no tengo miedo -le
dije-. Quedas bien en mi cama.
-¡Claro, amigo! Ahora anda; mira bien el Sexto
de día. ¡Convéncete! Ve cómo comienza un día de
trabajo en la cárcel. Porque la Intendencia no es cár-
cel. Es alojamiento no más: ¡Anda afuera, compa-
ñero! El hombre es bien curioso.
Cerca de la puerta de nuestr~ celda me aP,oyé en
las barandas de fierro, y no pude examinar las cosas
con la tranquilidad necesaria. De pie, miré el fondo del
penal; y mientras la hirviente multitud de los vagos y
criminales que deambulaban en el patio bajo murmura-
ba en desorden, pensé en mi compañero de celda. Nadie
me interrumpió; no 'se ocupaban de mí los presos polí-
ticos del tercer piso. Volví a sentirme nuevamente co-
mo en una pequeña y absurda dudad desconocida, de
gente atareada y cosmopolita. Así, toda mi razón y mis
sentimientos volvieron hacia mi compañero de celda.
¿Qué era más impre~ionante en· Cámac: la claridad
de la imagen que tenía del mundo, o los pocos, los muy
pocos medios de los que parecía haberse valido para
llegar a descubrimientos tan categóricos y crueles? Su
facha, sus modales; su modo de tratarme, ya de tú,
ya de usted; su cama de paja reforzada de periódicos;
su saco y pantalón de hechura poblana,_ no guárdaban
) 21 ( "
24. EL SEXTO
relación -la que estamos acostumbrados a ver que se
c~rresponden en Lima- con la cÍaridad de sus refle-
xiones y la belleza de su lenguaje. No f(>huscaba tf~r
minos ni los aliñaba, como los políticos a los que ha-
bía oído h~sta entonces. Era sin duda un agitador, pero
-sus palabras nombraban directamente hechos, e ideas
que nacían de los hechos, como la flor del berro, por
·ejemplo, qpe crece ~e las aguadas.. Sólo que la hierba
no seca el' fango, y las palabras parecían fatigar mor-
talmente a Cámac.
La voz de "Rosita" interrumpió bruscamente mis
reflexiones. Cantó de nuevo, en frente ·mío, desde el
interior de una celda. Luego salió; se arregló con am-
bas manos el peinado y miró a algui"en que debía estar
bajo la celda de Cámac, en el corredor del segundo
piso. . Tenía los labios pintados. Miró un buen rato,
con alborozo y coqueteríá, hacia el segundo piso; giró
después sobre los tacos y entró a la celda; .Caminaba al
modo de las mujeres delgadas que gustan de mover las
caderas y la cintura, provocativamente.
- ¡Es al Sargento! -oí que decían a mi lado-.
¡Ya lo tiene!
Volvió a salir a la puerta.
,,-Los presos comunes y los vagos no se arremolinaron
delante de su celda. No pasó nada especial. Miré largo
rato a uno y otro lado de los corredores y del piso bajo.
"Puñalada" segÚía de pie, alto y sombrío, en la puerta
de la cárcel; Maraví volvía. Pasó frente a "Rosita" .
y lo saludó con la maño, sonriendo siempre. Fue al
único que saludó. Yo regresé a la celda.
-Ese "Rosita" debe querer ralgo -dijo Cámac-.
j No canta así a estas horas! Dicen que está enamorado
del Sargento. ¿Qué salida tiene aquí ese hombre? "Rosi-
ta" coquetea bien. El Sargento es un hombrazo, y viene
por estupro. El negro va rabiar, va rabiar de muerte.
) 22 (
25. EL SEXTO
La luz del crepúsculo iluminaba los inmensos nichos.
Porque la prisión del Sexto es exactamente como la répli-
ca de algún "cuartel" del viejo cementerio de Lima.
El japonés observó, anhelante, que los_huecos de los
antiguos wáteres estaban desocupados; buscó.con la vis-
ta a "Puñalada", a Maravi, al "Colao" y a "Pate'Ca-
bra". No estaban afuera, en el pasadizo.
La luz del día, un inusitado sol de invierno, era ya
triste ahí abajo, en el primer piso, sobre la humedad,
los escupitajos, las manchas verdes de la coca mastica-
da, y más aún junto a los huecos de los excusados.
El japonés corrió hacia uno de los huecos, se bajó
el trapo que le servía de pantalón y, sin atreverse a que-
dar en cuclillas, agachado a medias, se puso a defecar.
Los otros presos comunes que lo vieron le dejaron hacer.
Algunos mira1on hacia las celda~ casi con el mismo te-
rror que el japonés y se agruparon, como formando
una cortina; otros se reían y volvían la vista de los wáte-
res a las celdas. Pe.ro no aparecieron "Puñalada" ni
Maraví ni "Pate'Cabra". El japonés defecó en pocos
segundos; dejó parte de sus excrementos sobre el piso;
no podía tener la puntería ' que los otros, a causa del
miedo. Luego se amarró los pantal~mes, anudando algu-
nas de las muchas puntas de las roturas del trapo.
Lo vi casi feliz. Sonrió ·en la sombra, entre el vaho
que empezaba a brotar de la humedad y la porquería
acumulada en las esquinas de los antiguos tabiques:
Quienes observaron las celdas, a la expectativa, con la
esperanza de que "Puñalada" apareciera, aplaudieron.
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I ,
26. EL SEXTO
El japonés se buscó los sobacos, hurgó con los <ledos
su cuerpo, y empezó, con su costumbre habitual, -a echar
piojos al .suelo. Se apagó el relámpago de dicha que
animó su rostro ;empezó a caminar con la torpeza, co-
mo fingida, con que solía ·andar. Avanzó sonriend_o
hacia quien_
es aplaudieron. Con esa sonrisa fija, humil-
dísima, aplacaba a sus camaradas de prisifu.1; aún, a ve-
ces, a "Puñalada".
En algo, en algo se parecía el rostro de este japonés,'
así ·opacado por la suciedad, al sol inmenso que caía al
mar cerca·de la isla de San Lorenzo.
"¿Qué tienen de semejante, o estoy empezando a
enloquecer?", me preguntaba.
En lbs inviernos de Lima el crepúsculo con sol es
·muy raro. Los inviernos son nublados y fúnebres, y
cuando repentinamente se abre el cielo, al atardecer,
algo queda de la triste humedad en la luz del cre-
púsculo. El sol aparece- inmenso, sin fuerzas; se le
puede contemplar de frente, y quizá por eso su resplan-
dor llega tan profundamente a los seres anhelantes. No-
sotros podíamos verlo desde lo alto del tercer piso del
Sexto; lo veíamos hundirse junto a las rocas de la_isla
·que ennegrecía. Era un sol cuya triste sangre domina-
ba a la luz, y despertaba sospechas irracionales; .yo lo
encontraba semejante al rostro del japonés que se arras-
- traba sonriendo por los rincones de la prisión.
El rostro del japonés del Sexto, con su sonrisa ina-
pagable, trascendía una tristeza que parecía venir de los
confines del mundo, cuando "Puñalada", a puntapiés, n<!
le permitía defecar.
-¡Hirohito carajo; baila! -le gritaba el negro.
Lo empujaba. El japonés pretendía acomodarse so-
bre algún hueco de los _e~-wáteres, y el negro lo volvía!'
a tumbar con el pie. No eran puntapiés verdaderos, por-
24 (
27. EL SEXTO
que con unó habría sido· suficiente para matar a ese
desperdicio humano. Jugaba con él.
El japonés acababa por ensuciarse, echado como es-
taba, sobre sus harapos. El negro se tapaba las narices,
y reía a carcajadas, mientras sus "paqueteros" lo aplau-
dían. Luego él y su grupo se iban a las celdas o conJ_i-
nuaban conversando cerca de la reja.
-Este japonés, ¿por qyé no se ensuciar~ eh cual-
quier otra parte? ¿A qué tiene que venir donde lo ven?
-me preguntó un preso político.
-¿A qué? A defecar. ¡En dónde no lo verían! Ade-
más, cholo, es la disciplina que tienen estos japoneses.
Se morirá todo en -él, sobrevivirá la discipliná. ¡Eso es!
-=-dijo Prieto, un líder aprista. ·
-No lo creo _:_dije yo-. Se defiende así, simple-
mente se defiende. Tiene que darle gusto a "Puñalada?'
y a los otros.
-Hay más de una teoría para esto. Yo diría <JUe es
el Perú que da lugar a que suceda -dijo "Mok'ontullo",
un empleado arequipeño, aprista, que no conocía Lima.
Lo trajeron preso, de noche, directamente al Sexto. , .
-¿El Perú? ¿Qué tiene que ver? -replicó indignado
el preso que había iniciado la conversación.
- ¡Estamos, pues, en el Perú; cholito! ~OJ?.testó
"Mok'ontullo"- "Puñalada" y el General, ¿de dónde
crees que han venido? ¿'Del cielo? ¿Quién los ha engen-
drado?
-Tú dirías también, con ese criterio. que Dios los ha
hecho. ' ·,
-¡Dios!. ¿Entonces., quién? -alegó Prieto con vehe-
mencia- ¿El diablo creador de todas las cosas, del cielo
y de la tierra? ¿Tú no te acuerdas que el Obispo le entre-
ga las llaves del Tabernáculo, . el Jueves Santo, a nues-
tro General Presidente? Y él nos manda aquí, a herma-
narnos "Puñalada" y con "Rosita", y este japonés que
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I
1'
28. EL SEXTO
para maldita su suerte atravesó el Pacífico en busca del ,
Perú ¡que era de oro hace 500 años!
-Y eso que éste no vió cuando "Puñalada" obligó
al "Pianista" a tocar sobre el japonés.
-Si, hermano. Tú tampoco lo viste -se dirigió a
mí, Prieto:--. Les contaré, convie.tte que lo sepan; así
comparan y justiprecian. "Puñalada" tumbó al japonés
junto a los huecos de los wáteres; .y cuando vio que ya
se hacía, llamó a gritos al "Pianista". "¡Ven, mierda;
ven huerequeque !" le gritó. Lo arrastró junto al japonés.
j "Toca sobre su cuerpo, carajo"! -le ordenó- .¡Toca
un vals! '"ldolo". Aunque sea "La ·Cucaracha". "¡Toca,
huerequeque!". Lo hizo arrodillar. '.Y el "Pianista" tocó
sobre las costillas del japonés, mientras el desgraciado
se ensuciaba. El negro se tapó las narices: "¡Toca has-
ta que acabe!", gritaba. El pobrecito siguió recorrien-
do las costilas del japonés, moviendo la cabeza, llevan-
do el compás, con entusiasmo, como has visto que toca el
filo de las barandas. "Puñalada" y sus socios se reían.
Yo tengo en el hígado esas risas, como al buitre de
nuestro buen padre Prometeo. ¿No es cierto?
Prieto miró a "Mok'ontullo". ·
· ~¡Hay que aguantar, hermano! -dijo éste-. A
todos los buitres, hasta la hora exacta. En· Arequipa
está más cerca.
Se persignó "Mok'ontullo", y se fue hacia su celda,
junto al segundo puente_ .
Era alto, de pelo muy castaño, casi dorado en la nuca.
El vigor de su cuerpo, y sus ojos, transmitían esperanza,
aún cuando la emoción lo rendía y se persignaba.
Se fueron también los otros, y quedé solo en el ángu-
lo donde el angosto corredor del piso terminaba, casi
sobre la gran reja y los huecos de los excusados, frente
a la isla.
La luz ~el crepúsculo iluminaba la torre de la iglesia
) 26 (
29. EL SEXTO
de María Auxiliadora. La isla flotaba entre un vapor
rojizo de nubes. La fetidez de los excusado~ y del bo-
tadero subía hasta el patio.
La alta torre de María Auxiliadora, con su reloj, nos
recordaba la ciudad: En las mañan~s, el repique de sus
campanas que el ruido de los claxo}les ensoi:decía, y la ·
·propia c~pula gris pero aguda que :parecía t~n próxima,
casi al alcance de nuestras manos', nos transmitía el
ritmo de la ciudad, su pulso. Pero ien las tardes, a "la
hora puñal", y más, cuando se abríá un crep1J.sculo con
sol, esa torre nos laceraba. ·
"La hora puñal" erá la última del dla, la del encierro.
A las siete en punto venían los guardias a mete.rnos en las
- celdas. Mirábamos, muchos, hacia la ciudad ~ esa hora,
especialmente los que no habíamos. podido acostumbrar-
nos a la rutina de la prisión ·Y vivíamos cada día como
si fuera el primero del secuestro.
"¡Si estuviera allí siquiera la torre de Santo Domingo
o de la Catedral! -decía-. · ¡Y no ésta de cemento, sin
alma, sin lengua, nada más que con alarde de tamaño!".
Valía únicamente porque estaba cerca de Azcona, don-
de los provincianos levantaban casas o chozas junto .a los
algodonales, o metiéndose en los cercados.
-¡Hierve Azcona! -exclamaba-. ¡Hierve! ¡Se ha-
rán dueños los serranos, como Raúl. que ha criado chan-
chos clandestinamente!
De tanto mirar la torre, a esa hora en que empeza-
ba a arreciar el hedor de los excusados y del botadero,
ambas cosas se confundieron en mi memoria: la pestilen-
cia del Sexto y la torre de cemento. -
Y a esa hora precisamente, antes de la hora puñal,
se atrevían a bajar al patio algunos presos políticos,
para caminar a lo largo de la prisión, charlando. Porque
no había luz eléctrica en las celdas, y en el patio podía-
mos ver, en la penumb~a del opaco alumbrado, el cuerpo
27 (
30. , EL SEXTO
de los vagos, ya fatigados aunque buscando siempre
algún desperdicio en el suefo.
Pululaba de gente el patio y el pasadizo, sobre cuyo
aire denso cruzaban los seis puer.tes de-los pisos altos de
la cárcel.
De cuatro en cuatro, o de tres en tres, por lo menos,
entre los presos comunes, ladrones y vagos no penados ni
convictos, paseaban los detenidos políticos. Los vagos nos
miraban; echaban sus piojos sobre el piso o al aire. Pero
había que caminar, y los vagos no ofrecían más peligro
que eI de sus piojos y su lloriqueo. Mendigaban. En el
invierno temblaban de frío. Uno de ellos, un negro, co-
brada diez centavos por exhibir su miembro viril, inmen-
so como el de una bestia de carga. ."¿Se lo saco, señorci- .
to? ¡Sólo diez centavos!", ,rQgabá.
Los grandes asesinos y ladrones no salían sino rara
vez al corredor; a esa hora permanecían en sus celdas,
rodeados de su séquito.
Yo no . bajaba sino. cQn Juan, a quien llamábamos
"Mok'ontullo", y con .Torralba. Los dos tenían una gran
salud. Eran creyentes de ideas opuestas. Nos mirába-
mos y reíamos. Yo les había puesto sus sobrenombres.
-Tienes ojos viperinos -le decía a Torralba.
Porque eran oblicuos sus ojos, negros y con ojeras
que le daban aún más·negrura.
El y mi compañero de celda, Cámac, eran comunistas.
"Mok'ontullo" era aprista.
· Entre la gran reja de ·acero y las celdas de la pri-
sión hab:ía un patio. Cuando construyeron el penal, ins-
talaron los servícios de desagüe -seis wáteres y un bota-
dero- al lado izquierdo del patio. Pero los presos arran-
caron poco a poco la madera que formaba una cortina
delante de las tres filas .de tazas; luego desportillaron y
rompieron los wáteres. Los guardias demolieron los res-
tos a golpe de _
martillo. Se creyó que los sustituirían
) 28 (
31. EL SEXTO
con otros de cemento, pero no pusieron nada; dejaron
sólo los huecos abiertos. Allí defecaban los presos co-
munes, a cuerpo limpio. Los políticos teníamos una du-
cha y un wáter en el ercer piso. Eramos más de trecien-
tos; y hacíamos cola todo el día ante la ducha y el water.
Pero Maraví, "Puñalada", "Rosita", "Pate'Cabra''
y otros grandes del piso bajo, defecaban sobre periódicos,
en sus celdas, y mandaban vaciar los paquetes en los
huecos, con los vagos y aprendices de ladrones que for-
maban el servicio de cada uno de ellos. Eran los "paque-
teros"; otros les llamaban "chasquis", los correos del
Inca.
) 29 ( /
32. . .l'
EL SEXTO
, En pleno corazón de la serranía pe-
ruana, en Apurí:rnac, nació el autor de
· ~stas páginas, José María Arguedas, ha-
~e medio siglo. Ese paisaje físico, y la
presencia del indio peruano, con sus
tradiciones, leyendas y problemas, han
caracterizado toda la obra de Arguedas,
en libros memorables que han circula:..
da° profusamente en el país, mereciendo
algunos de ellos la traducción a varios
1
idiomas.
Arguedas es uno de los máximos ex-
ponentes de la literatura peruana, con
.
,1raíc~s . auténticas en .lo nuestro, en la
naturaleza y en los hombres del ande
y de la .selva,. cuyo drama han perenni-
,; zado en páginas magistrales.
k Agua (1935), Yawar Fiesta (1941), Dia-
l mantes y Pedernales (1954) y Los Ríos 1
1
Profundos son las obras que han con-
'sagrado a' José María Arguedas en los ¡
primeros rangos de la novelística pe- ~
mana 1
Con El Sexto, que POPULIBROS en-
trega en esta colección, José María Ar-
1
guedas se aparta de sus relatos indige- ,"
'
nistas para tocar con maestría un tema i
de hondo dramatismo: el pavqroso pro~ ft
blema de las cárceles peruanas, del que 1
fue testigo cuando fue apresado, por ..
razón de sus ideas, en sus tiempos de
estudiante universitario.
El Sexto ratifica ampliamente los altos
1
méritos de Arguedas en las letras pe•
ruanas.
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AREQUIPA: Librería STUDIUM - General Morán 123
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