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HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA
Jorge Luis Borges
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que estos no eran sus barrios porque él
sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo
traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí
a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida
esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez ‘el Pegador’, era de los que pisaban más fuerte por
Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres
y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un
chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa
le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno
hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y
los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos
que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ese era el Corralero de tantas mentas,
y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota
volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo
supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc,
entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la
redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más consciente y
formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era
la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero
había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el
montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera
muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos
perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche,
cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En
seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta, y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido
a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una
chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha,
mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco
iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose
de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como
si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver.
Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya
estaba el inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que
tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de
fondo, y lo arriaron como un Cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron
trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo
de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso
de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que
vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina
pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y
se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
-Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he
consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí
unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen
el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo
había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en
un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra
del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como
encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar
si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin
alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero
tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a
negarse.
Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la
crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó
el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
-Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió
Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y
fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
-De asco no te carneo -dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los
brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
-Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que
le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de
punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
-¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida! –dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del
tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el
calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el
placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran
así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi
clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más
nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron
un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
-Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo -me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró
el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida -cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo,
un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos- y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre
las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el
castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser
guapo. ¿Basura? La milonga dele loquiar, y dele bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda
al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir
que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me
querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas,
pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían
estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón,
y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y
encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los
del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió. Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya
conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
-Entrá, m'hija -y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse-. ¡Abrí te digo, abrí gaucha
arrastrada, abrí, perra! –se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si
viniera arreándola alguno.
-La está mandando un ánima –dijo el inglés.
-Un muerto, amigo –dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le
abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados -alto, sin ver- y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno
de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron
de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue
punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos
trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando.
Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron
a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y
que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin
embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió
a mi mano, antes que falleciera.
-Tápenme la cara –dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le
curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió
abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese
aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el
Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
-Para morir no se precisa más que estar vivo -dijo una del montón, y otra, pensativa también:
-Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
-Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé
como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con
sorna:
-Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada? –Añadí,
medio desganado de guapo:- ¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a
concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no
cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su
razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán
ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo
levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó
un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso,
después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no
sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La
Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas
habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada
estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en
seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y
filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba
como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
TRABAJO PRÁCTICO
1) Los personajes del cuento. Describa cómo son.
2) Los hechos: ¿Cómo se desarrollan?
3) La violencia: ¿Está presente en este relato? ¿Quiénes la encarnan y cómo?
4) El coraje y el honor: ¿Quélugarocupan en este mundillo? ¿Con qué personajes y actitudes se los identifica?
5) El hombre y la mujer: ¿Qué tipo de relación tienen? ¿Coincide con el de La canción Popular Testimonial?
HISTORIA DE ROSENDO JUÁREZ
(El informe de Brodie, 1970)
SERÍAN LAS ONCE de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y
Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso
en seguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho
tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano
decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los
porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos.
Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos.
El hombre me dijo:
—Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez.
El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar,
sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras
ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en
una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos
infundios.
Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió:
—A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche
venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala
muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener
la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre
del padre que me hizo. Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan
con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en
Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado.
Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el
otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo
a la gente:
—Pierdan cuidado, que ya vuelvo en seguida.
Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me
llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la
derecha del callejón y él iba por la izquierda. Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y
fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo
un momento en el que pudo pasar cualquier cosa al fin le di una puñalada, que fue la última. Sólo
después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil
matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo es taba muy bajo; para ir ganando tiempo, al
finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él
sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y
le dije:
—Parece que el que ha vuelto soy yo.
Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de
sangre.
Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba. A la
oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo.
Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el
calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una
mañana el comisario me mandó a buscar. Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo:
—¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia?
—Si usted lo dice —contesté.
—A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los
testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
—Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder.
—Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar. Si no querés
entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras. Como es de imaginarse,
yo no entendí.
—Si te avenís, te quedas unos días nomás, después te saco y ya don Nicolás Paredes me a asegurado
que te va a arreglar el asunto.
Los días fueron días. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos
vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía
un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a
mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me
probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre
conventillos y mugre, asuntos que no son del interés del público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A
la vuelta ya no se me pegó el vigilante.
Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al
principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía
en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me
tenía fe.
El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a
guardaespaldas. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la
confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento
electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no
fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que
seguían viviendo prendidos a las barbas de Alem. o había un alma que no me respetara. Me agencié
una mujer, la Lujanera, y un alazán colorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo
mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar. No sé si ya se
lo menté a Luis Irala. Unamigo como no hay muchos. Era unhombre ya entrado en años, que nunca le
había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité.
Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con
él. Una mañana vino a verme y me dijo:
—Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino
Aguilera.
Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté:
—Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera.
—Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo.
Me quedé pensando y le dije:
—Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le
importás.
—Y la gente, ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde?
—Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya
no te quiere.
—Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un
hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que
yo ya andaba para viejo.
—Te decía la verdad.
—La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino.
—Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
—¿Creés que le tengo miedo?
—Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te
mata y vas a la Chacarita.
—Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar?
—No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto
a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
—Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
—Entonces, ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés?
No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en
un comercio de Marón y que Rufino lo había muerto.
Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de
amigo, pero me sentía culpable.
Días después del velorio fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo
me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque
sí.
La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos
para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que
llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me
encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los
forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche,
nos pagó a todos unas copas. Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo
andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado
mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la
ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere
entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo;
acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy
arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran:
—Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
—Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has
llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora, ¿estás más tranquilo?
La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano.
Para rematarla, me dijo:
—Rosendo, creo que lo estás precisando.
Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que
pensaran.
Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero.
Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.”
1) Compare este relato con Hombre de la esquina rosada. ¿Qué tienen en común? ¿En qué difieren?
2) La violencia: ¿Está presente en este relato? ¿Quiénes la encarnan y cómo?
3) El coraje y el honor: ¿Qué lugar ocupan en este mundillo? ¿Con qué personajes y actitudes se los identifica?
4) La Ley y el Orden Social: ¿Quiénes los representan? ¿Son positivos o negativos?
5) El hombre y la mujer: ¿Qué tipo de relación tienen? ¿Se corresponde con el de La canción Popular Testimonial?

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  • 1. HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA Jorge Luis Borges A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que estos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez ‘el Pegador’, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ese era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más consciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño. La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta, y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un Cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: -Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
  • 2. Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo. En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras: -Rosendo, creo que lo estarás precisando. A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío. -De asco no te carneo -dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira: -Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre. Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito: -¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida! –dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango. Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio. -Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo -me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más. Me quedé mirando esas cosas de toda la vida -cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos- y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga dele loquiar, y dele bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta. Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió. Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole: -Entrá, m'hija -y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse-. ¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! –se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno. -La está mandando un ánima –dijo el inglés.
  • 3. -Un muerto, amigo –dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados -alto, sin ver- y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. -Tápenme la cara –dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio. -Para morir no se precisa más que estar vivo -dijo una del montón, y otra, pensativa también: -Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas. Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después. -Lo mató la mujer. Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna: -Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada? –Añadí, medio desganado de guapo:- ¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después? El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre. TRABAJO PRÁCTICO 1) Los personajes del cuento. Describa cómo son. 2) Los hechos: ¿Cómo se desarrollan? 3) La violencia: ¿Está presente en este relato? ¿Quiénes la encarnan y cómo? 4) El coraje y el honor: ¿Quélugarocupan en este mundillo? ¿Con qué personajes y actitudes se los identifica? 5) El hombre y la mujer: ¿Qué tipo de relación tienen? ¿Coincide con el de La canción Popular Testimonial?
  • 4. HISTORIA DE ROSENDO JUÁREZ (El informe de Brodie, 1970) SERÍAN LAS ONCE de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso en seguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos. Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos. El hombre me dijo: —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios. Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió: —A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me hizo. Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses. En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo a la gente: —Pierdan cuidado, que ya vuelvo en seguida. Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda. Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento en el que pudo pasar cualquier cosa al fin le di una puñalada, que fue la última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo es taba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y le dije: —Parece que el que ha vuelto soy yo. Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de sangre. Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba. A la oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a buscar. Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo: —¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia? —Si usted lo dice —contesté. —A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez. Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
  • 5. —Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder. —Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar. Si no querés entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras. Como es de imaginarse, yo no entendí. —Si te avenís, te quedas unos días nomás, después te saco y ya don Nicolás Paredes me a asegurado que te va a arreglar el asunto. Los días fueron días. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos vigilantes me acompañó a la calle Cabrera. Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés del público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la vuelta ya no se me pegó el vigilante. Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe. El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a guardaespaldas. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que seguían viviendo prendidos a las barbas de Alem. o había un alma que no me respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán colorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo. Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar. No sé si ya se lo menté a Luis Irala. Unamigo como no hay muchos. Era unhombre ya entrado en años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana vino a verme y me dijo: —Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera. Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté: —Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera. —Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo. Me quedé pensando y le dije: —Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le importás. —Y la gente, ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde? —Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te quiere. —Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que yo ya andaba para viejo. —Te decía la verdad. —La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino. —Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz. —¿Creés que le tengo miedo? —Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita. —Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar? —No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
  • 6. —Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda. —Entonces, ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés? No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un comercio de Marón y que Rufino lo había muerto. Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo, pero me sentía culpable. Días después del velorio fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque sí. La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a todos unas copas. Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran: —Lo que pasa es que no sos más que un cobarde. —Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora, ¿estás más tranquilo? La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo: —Rosendo, creo que lo estás precisando. Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que pensaran. Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero. Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.” 1) Compare este relato con Hombre de la esquina rosada. ¿Qué tienen en común? ¿En qué difieren? 2) La violencia: ¿Está presente en este relato? ¿Quiénes la encarnan y cómo? 3) El coraje y el honor: ¿Qué lugar ocupan en este mundillo? ¿Con qué personajes y actitudes se los identifica? 4) La Ley y el Orden Social: ¿Quiénes los representan? ¿Son positivos o negativos? 5) El hombre y la mujer: ¿Qué tipo de relación tienen? ¿Se corresponde con el de La canción Popular Testimonial?