El documento discute cómo la ciencia surge del asombro ante el mundo y cómo las leyes fundamentales que gobiernan fenómenos como la gravitación y las reacciones químicas siguen siendo sorprendentes a pesar de ser bien conocidas. Aunque algunas visiones ven el mundo como mecánico y ordenado, en realidad las razones por las cuales las cosas funcionan como lo hacen son desconocidas. Incluso autores como Chesterton mantenían una actitud de asombro ante el orden del universo.
ACERTIJO DE CARRERA OLÍMPICA DE SUMA DE LABERINTOS. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
El+Asombro
1. El Asombro
La lechuza de Atenea y la ciencia.
Los griegos tomaron la lechuza como símbolo de la filosofía, porque sólo pueden ser
sabios quienes se asombran ante el mundo, como parece hacerlo ella con sus ojos tan
abiertos continuamente. Por eso la representaban junto a Atenea, la diosa de la
sabiduría, como siguieron haciendo los romanos con Minerva. Para Ortega y Gasset,
podría simbolizar también a la ciencia, surgida siempre del intento de responder a
preguntas que nadie puede hacerse sin sentir antes sorpresa y fascinación ante las cosas.
Sin duda estaría de acuerdo Einstein, para quien la experiencia del misterio del mundo
era la más maravillosa que se pueda sentir, como expresaba en su frase: [“la experiencia
más bella y profunda que puede tener el hombre es el sentido de lo misterioso…
percibir que tras lo que podemos experimentar, se oculta algo asequible a nuestro
espíritu, algo cuya belleza y sublimidad se alcanza sólo indirectamente y a modo de
pálido reflejo, es religiosidad”. 1 ]
Esto puede parecer extraño a muchos, pues pervive todavía la creencia
decimonónica de que la ciencia, al reducirlo todo a reglas y números, ha matado la
maravilla del mundo. Desde esa percepción, no hay nada de qué asombrarse: sabemos
muy bien cómo son las cosas y por qué se comportan así desde que se han descubierto
las leyes básicas de la materia –faltan algunas, pero acabarán por ser conocidas antes o
después, seguramente pronto-. No cabe ya la sorpresa.
Hay dos posturas intelectuales sobre las que se apoya esa visión desencantada
del mundo: el mecanicismo y el positivismo. Por un lado, los grades éxitos de la
astronomía del XIX convencieron a muchos de que ya teníamos la clave absoluta del
comportamiento de la materia: todo parecía seguir las bellas y eficaces leyes del
movimiento descubiertas por Newton. Si bien era difícil a veces aplicarlas
efectivamente a situaciones complicadas, eso parecía tan sólo una cuestión técnica,
resoluble en el futuro con el descubrimiento de mejores métodos matemáticos. Ya eran
conocidas las leyes fundamentales: a la naturaleza no le quedaba ya ninguna carta bajo
la manga.
Las posturas positivistas tampoco dejan lugar para el asombro; según ellas el
mundo es así y no hay nada más. El orden y el desorden son meras invenciones
humanas, útiles para clasificar los datos de la experiencia, las ideas tales como armonía
de las leyes naturales no tienen ningún sentido.
Pero, incluso desde cualquiera de estos dos puntos de vista, hay que admitir que
el mundo o nuestras observaciones sobre él obedecen leyes o siguen pautas simples y no
sabemos por qué. Más aún: no tenemos ni la menor idea. Una primera mirada al mundo
detecta muchas regularidades: el Sol sale todos los días, los cristales de nieve son muy
parecidos aquí y allí, el agua hierve siempre a cien grados al nivel del mar, la gravedad
mantiene constante su mismo valor en cada punto del mapa y varía ligeramente de un
lugar a otro siguiendo una regla muy sencilla, los animales y plantas se parecen a sus
padres… La ciencia es capaz de reducirlas todas a esquemas básicos –las leyes de los
átomos o de la electricidad o de la herencia biológica-, pero sigue siendo sorprendente
que esas pocas leyes tengan una validez tan universal. Tanto que me parece pueril
despacharla diciendo simplemente que la idea de orden es sólo una invención humana
impuesta a la naturaleza.
1
A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona, 1980, p.35
2. La tierra se mueve siguiendo la misma ley de la Gravitación que nos obliga a
permanecer pegados al suelo. Es algo tan familiar y habitual que parece difícil imaginar
un mundo en que ocurriese de otro modo. ¿Cómo sorprenderse de algo tan
consuetudinario? Todos hemos repetido la ley de la Gravitación Universal de Newton
en nuestros estudios, aquello de “dos cuerpos se atraen con una fuerza directamente
proporcional al producto de sus masas e inversamente al cuadrado de su distancia”. La
Tierra y el Sol se atraen igual que lo hace la Tierra y mi cuerpo o Júpiter y el Sol o
nuestra galaxia Vía Lactea y la de Andrómeda. Con un poco de matemáticas –de las
más simples- es posible deducir de esa idea cómo son las órbitas de los planetas o el
movimiento de los cuerpos en la superficie de la Tierra. En algo tan asumido que no
reparamos en lo sorprendente que es.
Muchos porqués
Pero, pesando un poco, vemos que no hay realmente una razón para que ocurra así. Yo
lo he enseñando durante muchos años y cada vez lo encuentro más prodigioso. Y no
aminora nada mi asombro el saber que esa ley de la Gravitación puede deducirse de otra
más profunda debida a Einstein, según la cual no existe ninguna fuerza entre el Sol y los
planetas, sino que estos se mueven puramente por inercia, siguiendo trayectorias de
mínima distancia en un espacio-tiempo curvado por las presencias de las masas. Muy al
contrario, eso me parece aún más portentoso, pues, ¿por qué se curva el espacio?,
¿cómo es posible que la geometría dependa de la materia?, ¿por qué siguen las masas
esas trayectorias y no otras? y, sobre todo, ¿por qué siguen una ley y no están
dominadas por el azar ciego?
Y si de los astros o la materia inerte pasamos a la vida, la sensación de maravilla
estalla literalmente. Pues las explicaciones de los fenómenos vitales de la biología
mediante reacciones químicas resultan aún más sorprendentes. Veamos por qué.
En una reacción química dos o más átomos se unen y forman una nueva
configuración, gracias a las fuerzas electromagnéticas atractivas entre sus electrones y
sus núcleos. Todos hemos repetido también en la escuela la ley de Coulomb, que
expresa la fuerza entre esas partículas. Es análoga a la de Newton, pero con cargas
eléctricas en vez de masas, aunque en este caso puede ser repulsiva. Ocurre además que
los electrones tienen un movimiento de rotación, el llamado spin, de manera que las
fuerzas entre ellos dependen asimismo de su spin relativo. Aunque es necesario un
cierto lenguaje técnico para expresar el detalle de esas fuerzas, sí podemos decir que,
cuando hay dos electrones, la ley es muy sencilla. Cuando hay muchos, la situación se
complica y llega a ser endemoniadamente compleja. Sin embargo, de esa enorme
acumulación de miles de electrones surgen estructuras que sirven de base a la vida.
¿Cómo puede ser que de unas fuerzas tan sencillas entre los componentes, se consiga,
mediante la agregación de muchos, hacer funcionar un hígado, que el ojo vea, que los
genes transmitan la herencia o que el cerebro piense? Algunos interpretan el quimismo
vital como una especie de degradación de la vida, al nivel de una vulgar máquina que no
puede sorprendernos por nada. Pero me parece que cabe la postura contraria,
interpretándolo más bien como un ennoblecimiento de la materia, a la que debemos ver
como una fuente de maravilla ilimitada.
Decía Max Planck: “el progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo
misterio cada vez que se cree haber aclarado una cuestión fundamental” 2 y Einstein: “lo
más incomprensible del mundo es que sea comprensible”. Pero ocurre que, en la
sociedad de hoy, mucha gente ha perdido el sentido de lo prodigioso, a pesar de que
basta, para recuperarlo, con pensar en el sistema solar o en cualquier humilde hierba.
2
M. Planck, ¿A dónde va la ciencia?, Losada, Buenos Aires, 1961
3. El escritor inglés G. K. Chesterton era una persona que vivía con intensidad su
asombro ante el orden del mundo, desde su fascinación radical. Lo expresaba diciendo
“yo no doy el mundo por supuesto” 3 . O sea: no hay ninguna razón para que las cosas se
comporten necesariamente como lo hacen.
Su autobiografía contiene muchos pasajes en los que expresa su sorpresa ante el
vivir.
En su novela El hombre que fue Jueves, 4 un anarquista reivindica el caos y el
desorden como formas más intensas de la vida, argumentando que, si los pasajeros del
metro de Londres tienen cara de aburrimiento, ello se debe a que conocen muy bien lo
que va a ocurrir: saben qué estación seguirá a cualquier otra, que tras Sloan Square
llegará Victoria y no Baker Street. Otro personaje llamado Gabriel Syme, expresando la
postura del propio Chesterton, le contesta: “cada vez que llega un tren a su estación, el
hombre ha ganado una batalla contra el caos. El caos es aburrido: por que él un tren
podría llegar igual a Baker Street o a Bagdad… el hombre es un mago y toda su magia
consiste en que dice Victoria y resulta que llega a Victoria”. Por eso toma Martin
Gardner a Chesterton como una representación de la postura de un científico: la
naturaleza es una maga, porque consigue hacer siempre las mismas cosas. Pues
asombrarse ante el mundo, sentir satisacción y sorpresa por lo que ocurre, significa no
darlo por supuesto.
Fragmento tomado de:
Fernandez-Rañada, A., 1995, Los muchos rostros de la ciencia. Nobel pp. 93-99
3
G. K. Chesterton, Autobiography, Sed and Ward, New Cork, 1936
4
G. K. Chesterton, El hombre que fue jueves, Alianza, Madrid, 1987