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ERNESTO «CHE» GUEVARA
1
Resumen del argumento y datos biográficos. La biografía de Ernesto
Guevara de la Serna, el «Che», ha sido escrita y reescrita infinidad de ve-
ces, casi desde el momento mismo de su muerte en 1967, como habrá
ocasión de señalar más adelante. Aunque las palabras que se le han dedi-
cado han sido muchas más de mil, la potencia simbólica de esa figura —
preciso es reconocerlo desde el principio— se basa, sobre todo, en una
imagen, en un preciso encuadre de una foto tomada por azar en 1960 por
el cubano Alberto Díaz («Korda»), conocida por el título de «Guerrillero
Heroico» y reproducida sin parar también a partir de la desaparición del
modelo. Conviene recordar, entonces, con algún detalle el trayecto vital
del personaje, a fin de recuperar el lugar o los lugares que esa imagen ha
podido quizá usurpar.
El hombre más tarde conocido como el «Che» había nacido en Rosa-
rio el 14 de mayo de 1928 (y la «novela familiar» indica que, al parecer, la
partida de nacimiento retrasó un mes la fecha de nacimiento, hasta el 14
de junio, por razones de conveniencia «social», pues la madre se encontra-
ba embarazada antes del matrimonio). Fue el mayor de los cinco hijos de
Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna. La familia tenía una posición
social relativamente acomodada, con rentas procedentes de plantaciones
de mate en Misiones o astilleros en el Río de la Plata, que propiciaban una
en Leonardo Romero Tobar (ed.): Temas literarios hispánicos (II), Zaragoza, Prensas Universitarias,
2014, pp. 101-154.
186 Daniel Mesa Gancedo
residencia intermitente entre Buenos Aires y Caraguataí (en la provincia
de Misiones). La infancia de Ernesto Guevara está marcada, así, por las
constantes mudanzas, y también por el asma, que padecía desde los 2 años
y lo acompañará toda su vida. Esa afección motiva el traslado en 1932 de
la familia a la ciudad de Altagracia (en la provincia de Córdoba), de clima
más seco. La enfermedad impedirá que el pequeño Guevara asista con re-
gularidad a la escuela, y será su madre quien se ocupe de su formación en
esos primeros años. Los Guevara vivirán en Córdoba hasta 1947; allí rea-
lizará Ernesto sus estudios secundarios y conocerá a sus primeros amigos,
entre ellos Alberto Granado y Carlos «Calica» Ferrer, con quienes realiza-
rá años más tarde sendos viajes por América Latina. Los ataques de asma
lo martirizan desde muy niño, obligándole a tratamientos y regímenes
severos, y a un modo de vida que propició su afición a la lectura, la escri-
tura o el ajedrez. El asma también, según todos sus biógrafos, forjó un
carácter marcado por la disciplina, el autocontrol y el afán por superar
cualquier límite físico.
En Altagracia y Córdoba conocerá el joven Guevara a algunos exilia-
dos de la Guerra Civil española (como Manuel de Falla), por los que sen-
tirá gran simpatía, y también a agentes y luego refugiados nazis, a los que
su padre, aliadófilo durante la Segunda Guerra Mundial, vigilaba, a veces
con la ayuda de Ernesto. A pesar de que su formación secundaria se pro-
duce en un momento de grandes cambios políticos en Argentina (con el
ascenso del peronismo, desde 1946), Ernesto no tendrá ninguna actividad
política pública ni en Córdoba, ni posteriormente en Buenos Aires, adon-
de la familia se había trasladado en 1947, tras liquidar el padre sus propie-
dades y dedicarse, con escasa fortuna, al negocio inmobiliario en Córdo-
ba. Ernesto todavía permaneció unos meses trabajando en la capital del
interior; pero cuando enferma su abuela —a la que estaba muy unido— se
trasladó también a Buenos Aires, donde, en 1948, tras la muerte de la
abuela, comenzará a estudiar medicina. Ese mismo año sus padres se sepa-
ran, a pesar de lo cual seguirán compartiendo el mismo domicilio. Ernes-
to simultanea los estudios con el trabajo de asistente en una clínica espe-
cializada en alergias. En la facultad conoce a Berta («Tita») Infante, con
quien mantendrá amistad toda su vida. Empieza a jugar al rugby y a editar
una revista especializada en ese deporte, donde publicará crónicas con el
seudónimo de «Chang-Cho» (variación de uno de sus apodos, el «Chan-
cho», merecido, al parecer, por su escaso aprecio por la higiene). Sus lectu-
Ernesto «Che» Guevara 187
ras filosóficas empiezan a llevarle al descubrimiento de la obra de Marx.
En 1950 se enamora de María del Carmen («Chichina») Ferreira, hija de
una acomodada familia cordobesa, con quien mantendrá una relación du-
rante dos años, pese a la oposición de los padres de ella.
En esa época comienzan sus viajes: en 1950 viaja por el interior de
Argentina en una bicicleta con motor (a su regreso posa para un anuncio
publicitario de la marca); en 1951 se enrola como médico en un buque de
YPF, lo que le permite recorrer la costa atlántica sudamericana desde Tie-
rra del Fuego a Trinidad. En 1952 inicia con su amigo cordobés Alberto
Granado (seis años mayor que él) su primer gran viaje continental: entre
enero y agosto de ese año, recorren en una moto (y, posteriormente, en
autobuses, lanchas o hidroaviones) el sur de Argentina, Chile, Bolivia,
Perú, Brasil, Colombia y Venezuela. Conoce las condiciones de vida de los
mineros bolivianos en Chuquicamata; se maravilla ante las ruinas de Mac-
chu Picchu; trabaja en leprosarios a las afueras de Lima y a orillas del
Amazonas. Granado consigue trabajo en un leprosario de Caracas, pero
Ernesto decide regresar a Buenos Aires para terminar sus estudios de me-
dicina y lo hace en un avión que pasaba por Miami, donde permanecerá
una temporada. A partir del diario de ese viaje, redactará unas Notas, en
cuyo prefacio reconoce que el «vagar sin rumbo» por la «Mayúscula Amé-
rica» le ha cambiado más de lo que creía.
En 1953 recibe el título de médico y poco después, en julio, parte en
nuevo viaje continental, acompañado ahora de su otro gran amigo cordo-
bés, Carlos («Calica») Ferrer. En tren se dirigen a La Paz (Bolivia); luego,
vuelven a recorrer el Perú, y pasan a Ecuador, acompañados de un grupo de
argentinos cada vez más numeroso, entre los que se encuentra Ricardo Rojo
(quien más tarde escribiría una de las primeras biografías del Che). En di-
ciembre de 1953, tras un periplo más o menos accidentado por Centroamé-
rica, Ernesto llega a Guatemala para conocer el desarrollo de la revolución
que había puesto en marcha Jacobo Arbenz. Permanecerá en el país unos
nueve meses, con dificultades para obtener trabajo; vivirá de cerca el con-
flicto que las reformas de Arbenz desató frente a los intereses norteamerica-
nos y condujeron al golpe de Estado de junio de 1954 y la posterior invasión
estadounidense. Allí conoce a Hilda Gadea, exiliada peruana, y a otros
exiliados cubanos, que habían participado en el asalto fracasado al Cuartel
Moncada en 1953, primer intento de derrocar la dictadura que Fulgencio
188 Daniel Mesa Gancedo
Batista había instaurado el año anterior. Entre ellos se encontraba Antonio
(«Ñico») López, que se convertirá en gran amigo de Ernesto y a quien se
atribuye haberle impuesto el sobrenombre del «Che», por la frecuencia con
la que usaba esa interjección. Las cartas que envía a su familia desde Gua-
temala empiezan a revelar la fragua del revolucionario.
En septiembre de 1954, tras pasar una temporada refugiado en la
Embajada argentina en Guatemala, huyendo de la represión desencadena-
da por el golpe triunfante de Castillo de Armas, sale hacia México. Allí
trabajará como fotógrafo y como alergista en un hospital; se casará con
Hilda Gadea; entrará en contacto con más exiliados cubanos, entre los
cuales se contará —a partir de mitad de 1955— Fidel Castro (recién am-
nistiado por Batista), quien de inmediato le ofrecerá unirse a sus proyectos
revolucionarios. En febrero de 1956 se inicia el entrenamiento de los inte-
grantes del denominado «Movimiento del 26 de julio», que planea invadir
Cuba. Poco después nace la primera hija del Che y Hilda Gadea, y Gue-
vara cierra el diario que había iniciado al partir de Buenos Aires en 1952
afirmando que 1956 puede ser un año importante para su futuro.
En junio de 1956 la cúpula del «Movimiento 26 de julio» es encarce-
lada en México, y Guevara corre la misma suerte. El argentino se confiesa
comunista, lo que, unido a problemas con su documentación, retrasará su
puesta en libertad, que Castro procuró por todos los medios y, finalmente,
logró. Así las cosas, en noviembre de 1956, una expedición de 82 hombres
parte desde México a bordo del yate Granma con la intención de instalar
en tierra cubana la base del movimiento revolucionario, que pretenderá
derrocar la dictadura de Batista.
El desembarco fue un desastre y poco después los revolucionarios
cayeron en una emboscada que redujo al grupo a poco más de una docena
de hombres, posteriormente reagrupados en la Sierra Maestra, al sudeste
de la isla. Rápidamente se organizó el apoyo urbano en todo el país. Gue-
vara, que se había incorporado al Movimiento como médico, pronto se
convirtió en soldado y ganará jerarquía rápidamente, a causa de su actitud
en los combates y su disciplina y rigor en la organización de la guerrilla. A
principios de 1957 empieza a fraguarse su imagen de implacable represor
de la traición, pues se encargó personalmente de ejecutar a un delator, ante
la indecisión de sus compañeros. Simultáneamente, los servicios médicos
que, gracias al Che, la guerrilla podía ofrecer a los campesinos de la zona
Ernesto «Che» Guevara 189
van granjeando nuevas simpatías. A mediados de 1957, el ejército revolu-
cionario se divide en dos columnas, a cargo, respectivamente, de Fidel
Castro y el Che Guevara, ascendido en ese momento a comandante. En la
zona que irá poco a poco controlando establecerá una mínima infraestruc-
tura de mantenimiento, información y apoyo. A principios de 1958 pon-
drá en marcha Radio Rebelde. El proceso de expansión del movimiento
revolucionario hace que Castro encargue al Che tareas en la retaguardia,
como el adiestramiento y formación de guerrilleros novatos, que no pare-
cieron satisfacerle demasiado, pero que organizó con su rigor habitual. En
ese momento, entabla una relación con una campesina llamada Zoila Ro-
dríguez García.
Tras una ofensiva fracasada del ejército batistiano, a mediados de
1958, Sierra Maestra queda en poder de los revolucionarios, que deciden
extender el movimiento al resto de la isla. El Che y Camilo Cienfuegos se
dirigen hacia el norte, con el objetivo de conquistar Santa Clara, mientras
que Fidel Castro y su hermano Raúl se encargarán de conquistar Santiago
de Cuba en el sureste. En su base de la sierra del Escambray, Guevara co-
noce a la guerrillera Aleida March, que más tarde se convertirá en su se-
gunda esposa. Comienza entonces a fraguarse el núcleo de colaboradores
más estrecho, que tras el triunfo de la revolución constituirá una especie
de guardia personal y que, en algún caso, le acompañará posteriormente
en sus otras expediciones revolucionarias al Congo y a Bolivia.
A fines de diciembre de 1958, el Che toma Santa Clara (derrotando a
un ejército diez veces más numeroso y que contaba con el apoyo de un tren
blindado). A raíz de esa victoria, el camino hacia La Habana quedaba ex-
pedito. Batista abandona Cuba el 1 de enero de 1959 y las tropas revolu-
cionarias se concentrarán, finalmente, en la capital en los días inmediatos.
Tras la toma del poder, los revolucionarios forman nuevo gobierno,
explícitamente anticomunista. Castro permanece como jefe de las fuerzas
armadas y Guevara como jefe, hasta junio de 1959, de la fortaleza de La
Cabaña, el lugar donde se encerró y ejecutó a gran número de partidarios
de Batista. El Che también forma parte del grupo secreto dirigido por
Castro y encargado de elaborar las directrices del nuevo gobierno. Por sus
méritos durante la guerra, Castro le otorga la ciudadanía cubana. Más
tarde se hace cargo del Ministerio de Industria y luego será presidente del
Banco Nacional. Convencido de que EE. UU. no permitirá la implemen-
190 Daniel Mesa Gancedo
tación de una política revolucionaria, el Che será partidario de tomar me-
didas radicales: depurar el Gobierno de elementos conservadores, contro-
lar el Ejército, acercarse a la URSS y apoyar movimientos guerrilleros en
otras zonas de América Latina. Impulsará la reforma agraria; pondrá en
marcha la agencia de noticias Prensa Latina, dirigida por el argentino Jor-
ge Masetti (a quien en 1963 el Che enviará a Argentina para promover una
insurrección que no tardaría en fracasar).
En mayo de 1959, el Che se divorcia de Hilda Gadea y se casa con
Aleida March, con quien tendrá cuatro hijos. En junio inicia uno de sus
primeros viajes oficiales, con el fin de abrir nuevos mercados para el azú-
car: visita Egipto, Indonesia, India y Yugoslavia, y a partir de entonces
Cuba inicia relaciones comerciales con la URSS. A finales de 1960 reali-
zará otra gira por países socialistas: Checoslovaquia, URSS, China, Corea
del Norte y la Alemania Oriental. Conoce a todos los dirigentes, y además
a la germano-argentina Heidi Tamara Bunke, que poco después viajaría a
Cuba y, con el sobrenombre de «Tania», se convertirá en una pieza clave en
la expansión del foco guerrillero que el Che quería difundir por América.
A partir de 1960 empieza a desarrollar públicamente su concepto del
hombre nuevo socialista, caracterizado por la austeridad extrema y la entre-
ga al bien colectivo, de las que el Che trató de dar ejemplo máximo parti-
cipando habitualmente en tareas de trabajo voluntario y renunciando ex-
presamente a cualquier privilegio económico o material que hubiera
podido corresponderle por razón de sus cargos. Durante su visita a La
Habana ese mismo año, Jean Paul Sartre lo calificará como el «ser huma-
no más completo de nuestra época». De marzo de ese año es también la
foto que le hizo Alberto Korda y que se convertirá en la imagen más difun-
dida del siglo xx.
A principios de 1961 EE. UU. rompe relaciones diplomáticas con
Cuba y unos meses después auspicia una invasión de exiliados anticastris-
tas en Playa Girón (bahía de Cochinos), que concluyó en el fracaso. John
F. Kennedy impulsa posteriormente la Alianza para el Progreso, con obje-
to de contribuir al desarrollo latinoamericano y contrarrestar las simpatías
ideológicas hacia la revolución cubana. La iniciativa se hizo pública en una
reunión de la OEA en Punta del Este (Uruguay) a la que asistió el Che. Sin
rechazar el plan norteamericano, planteó, no obstante, que EE. UU. debía
dar pasos hacia una mayor libertad comercial y mayor industrialización en
Ernesto «Che» Guevara 191
América Latina. Ese viaje fue aprovechado por el Che para reunirse con
los presidentes de Brasil (Jânio Quadros) y Argentina (Arturo Frondizi),
derrocados poco después por sendos golpes militares, que entre otras razo-
nes adujeron el «peligroso» acercamiento de esos políticos a la figura del
Che. Tras la derrota de Playa Girón, la CIA había puesto también en mar-
cha planes de sabotaje contra el Gobierno cubano y Cuba es expulsada de
la OEA. En ese contexto, llega el acuerdo con la URSS para instalar misi-
les nucleares en la isla que disuadan a EE. UU. de nuevos intentos de in-
vasión. El Che fue uno de los principales valedores de ese tratado y mostró
su decepción cuando a finales de 1962 Kennedy y Kruschev llegaron a un
acuerdo para retirar sus respectivos arsenales nucleares de Turquía y Cuba.
Guevara incrementa a partir de ese momento su interés en la interna-
cionalización de la revolución, mediante el establecimiento de focos gue-
rrilleros en diversos países. El apoyo de la lucha armada le reportó la rup-
tura con la mayoría de los partidos comunistas de la región, partidarios de
la toma pacífica del poder. El objetivo que más interesaba a Guevara en ese
proceso era Argentina. En 1963 envió a un grupo de guerrilleros a Salta,
al norte del país, comandados por Jorge Masetti, como se ha dicho. El Che
tenía intención de unirse a ellos a la mayor brevedad, pero el grupo fue
aniquilado (en combate o por detenciones y desapariciones) en 1964 antes
incluso de poder terminar de organizarse. Ese fracaso hizo que el Che
empezara a considerar la posibilidad de exportar la revolución a otros paí-
ses e incluso a otros continentes, como África, que en lo sucesivo será ob-
jeto central de sus reflexiones y su acción, como reveló en su famosa inter-
vención en la sede de la ONU en Nueva York a fines de 1964.
Para entonces el Che ya tenía decidido abandonar el Gobierno en
Cuba e incorporarse personalmente a otras iniciativas guerrilleras. Sus pa-
sos se dirigieron al Congo (donde, tras el asesinato del presidente Patrice
Lumumba en 1961, actuaba una guerrilla con base en Tanzania). A prin-
cipios de 1965 viaja por África, Europa y China, sondeando las posibilida-
des de establecer un foco guerrillero. Poco después desaparece de la vida
pública y escribe una carta de despedida dirigida a Castro, que debía darse
a conocer solo en el caso de que el Che muriera o fuera capturado, y en la
que renunciaba a todos sus cargos, incluso a la nacionalidad cubana, y
desvinculaba a su Gobierno de toda responsabilidad en su aventura guerri-
llera. Es la carta que concluye con la frase «Hasta la victoria. Siempre pa-
192 Daniel Mesa Gancedo
tria o muerte», convertida desde entonces en un topos guevariano (alterado
como «Hasta la victoria siempre», según explica Tristán Bauer en su docu-
mental Che, el hombre nuevo, 2010).
Caracterizado como «Ramón Benítez», empresario español, el Che
abandona Cuba y llega a Tanzania en abril de 1965, sin avisar a los líderes
rebeldes congoleños. Se inicia así su aventura africana que constituirá,
como el mismo Che anota en sus diarios del momento, la «historia de un
fracaso». El desconocimiento de la lengua, del contexto político y de las
costumbres de los habitantes convirtió esa aventura en un desastre que
concluyó con una retirada precipitada en noviembre de 1965. Pero Castro,
para acallar rumores, había leído ya públicamente la despedida del Che en
octubre, lo que prácticamente cancelaba todas sus posibilidades de regre-
sar a Cuba. De todos modos, el Che, cuya madre, además, había muerto
mientras él estaba en el Congo, se encontraba ya en una vía sin retorno
hacia el cumplimiento del destino revolucionario que se había impuesto
tiempo atrás.
El regreso clandestino a Cuba en julio de 1966 (pasando por Tanza-
nia y ocultándose cinco meses en Praga —uno de los periodos menos do-
cumentados de su vida, que Abel Posse ha recreado en una novela—) solo
estuvo destinado a preparar otra aventura guerrillera. De nuevo, el Che
hubiera querido que el objetivo fuera Argentina, pero le convencieron de
que resultaría más adecuado implantar el foco en Bolivia, cerca de la fron-
tera con su país de origen. De nuevo disfrazado de comerciante español, se
despide de su familia en noviembre de 1966 y parte hacia la Bolivia gober-
nada por el dictador René Barrientos.
El grupo formado por cubanos, bolivianos, peruanos y argentinos se
ubica al sudeste del país, cerca del río Ñancahuazú. Los problemas para el
grupo comenzaron ya a la hora de elegir su ubicación, pues la zona según
parece era muy poco adecuada para instalar un foco guerrillero clandesti-
no. Por otro lado, en ningún momento consiguieron el apoyo del partido
comunista boliviano ni lograron la simpatía de los campesinos. Como en
África, de nuevo el desconocimiento del contexto geopolítico y eventuales
fallas de comunicación jugarían en contra del proyecto del Che. A princi-
pios de 1967 fueron detectados por el ejército boliviano y comenzó una
dinámica de huida y combate que redundaría, a partir de abril, en la sepa-
ración del grupo en dos columnas que no volverían a encontrarse. En la
Ernesto «Che» Guevara 193
que no comandaba el Che iba la única mujer del grupo: Tamara Bunke,
«Tania», que desde años atrás había ejercido labores de espionaje en La Paz
para facilitar la instalación de la guerrilla, y había terminado incorporán-
dose a ella —contra la voluntad del Che—. En el grupo del Che estuvie-
ron por un tiempo el intelectual francés Régis Debray y el pintor argenti-
no Ciro Bustos, que fueron apresados al intentar abandonar la guerrilla
para dedicarse a labores de apoyo en otros lugares. Estas y otras detencio-
nes facilitaron la información clave para detectar y, finalmente, acabar con
los guerrilleros. Las comunicaciones de estos con el exterior eran ya para
entonces inexistentes y el Che solo pudo dar a conocer un «Mensaje para
los pueblos del mundo» leído en la reunión de la Tricontinental (La Haba-
na, 16 de abril de 1967), donde —contra el deseo de «coexistencia pacífi-
ca» proclamado por las grandes potencias y asumido por los partidos co-
munistas ortodoxos— el Che hace explícito desde el comienzo su
propósito de «crear dos, tres… muchos Vietnam» al objeto de terminar
con el imperialismo norteamericano.
A finales de agosto de 1967 el ejército boliviano, ya para entonces con
apoyo de la CIA, embosca y acaba en el Vado del Yeso con todos los inte-
grantes de la segunda columna. Desde finales de septiembre, la columna
del Che es igualmente cercada y tras un primer combate en que mueren
algunos guerrilleros, el 8 de octubre los supervivientes (ya de hace tiempo
asediados por el hambre y las enfermedades) son sorprendidos en la Que-
brada del Churo. El Che vuelve a dividir su grupo y envía por delante a los
más débiles (que en su mayoría se salvarán), mientras intenta contener el
ataque del ejército. Resultará herido en el combate y, finalmente, apresado
junto con otro guerrillero boliviano. Son trasladados al pueblo cercano de
La Higuera y encerrados en una escuela, junto con los cadáveres de com-
pañeros. El ejército se incauta de todas sus pertenencias, incluido el diario
de campaña, que a partir de entonces se convertirá en un objeto disputado
por todos los actores del conflicto. El 9 de octubre el Gobierno boliviano
anuncia que el Che ha muerto en combate el día anterior; pero en realidad
hasta el mediodía el presidente no da la orden de ejecución. Ya para enton-
ces hay algún agente de la CIA en La Higuera (el cubano-norteamericano
Félix Rodríguez), aunque no es seguro que EE. UU. estuviera de acuerdo
con la ejecución del Che (quien, al ser apresado, ya habría advertido a sus
captores, según algunas versiones: «valgo más vivo que muerto»). Rodrí-
guez interroga al Che, le comunica que va a ser fusilado, le toma las últi-
194 Daniel Mesa Gancedo
mas fotografías con vida y transmite la orden de ejecución al sargento
boliviano Mario Terán (con la advertencia de que no le dispare a la cabeza,
para que parezca que ha muerto en combate), quien la cumple al parecer
animado por la propia víctima (que, según otras historias, justo antes ha-
bía tenido presencia de ánimo para corregir ante la maestra de La Higuera,
una falta de ortografía presente en la pizarra de la escuela). El cadáver es
trasladado en helicóptero al pueblo cercano de Vallegrande, donde será
exhibido públicamente durante dos días, de lo cual queda constancia en
numerosas fotografías, entre ellas las más famosas de Fredy Alborta. Con
los ojos abiertos, el cadáver les recuerda a algunas monjas presentes el cuer-
po de Cristo; otras mujeres, se dice, recortan ya mechones de sus cabellos
para conservarlos como reliquias. Comienza el culto de «San Ernesto de la
Higuera». El Gobierno boliviano había decidido hacer desaparecer el ca-
dáver, pero para confirmar la identificación se le amputan las manos.
Aunque, al parecer, se consideró la posibilidad de incinerar el cadáver, fi-
nalmente por diversas razones, fue inhumado en un lugar desconocido,
hasta que en 1995, el general retirado Mario Vargas Salinas, declaró a uno
de los biógrafos más reputados del Che, Jon Lee Anderson, que estuvo
presente en el enterramiento del Che y otros seis guerrilleros, y que cono-
cía el lugar: una pista de aterrizaje abandonada en Vallegrande. Dos años
después, en 1997, coincidiendo con el trigésimo aniversario de su muerte,
un equipo de científicos cubanos y argentinos desenterró los restos supues-
tos del Che y sus compañeros y fueron trasladados a Cuba y depositados
en un mausoleo en Santa Clara. A pesar de ello, algunos periodistas y
otros supuestos testigos ponen en duda que los restos recuperados sean los
del Che.
En 1967 la noticia de su muerte se difundió de inmediato y empezó a
construirse el mito. El diario de Bolivia fue recuperado —no sin intri-
gas— por las autoridades cubanas y publicado enseguida para evitar la
manipulación por parte de la CIA. Se distribuyeron millones de copias
gratuitas en Cuba y pronto fue traducido a varios idiomas. Poco después,
el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli hará el póster del «Guerrillero
Heroico» a partir de la foto de Korda, que empezará a difundirse sin con-
trol en el contexto de las revueltas de 1968. A partir de esos dos elementos,
el valor simbólico del Che no dejará de crecer en las décadas sucesivas.
Ernesto «Che» Guevara 195
Fuentes biográficas básicas1
a) Egodocumentos
Los textos biográficos sobre Ernesto «Che» Guevara son, literal-
mente, incontables y esta no podrá ni pretenderá ser una reseña exhaus-
tiva. Si se intentan ordenar por la condición de sus autores, hay que ha-
blar, en primer lugar, de los textos autobiográficos. Ernesto Guevara
llevó un diario desde muy joven, sobre todo a partir del momento en que
se «echa al camino» y empieza a recorrer Latinoamérica. Los textos más
antiguos (referidos al viaje por Argentina en 1950) aparecen indirecta-
mente citados por su padre en Mi hijo el Che (1968). El primer viaje
continental (1951-1952) dio lugar, como se ha dicho, a unas notas que se
editaron por primera vez en 1993 y fueron la base para la película de
Walter Salles, Diarios de motocicleta, título que han repetido ulteriores
ediciones. El diario del segundo viaje continental (1953-1956) era cono-
cido solo indirectamente hasta que se publicó en 2007, con el título Otra
vez. Las notas sobre la campaña revolucionaria en Cuba solo eran cono-
cidas a partir de su reelaboración (en muchas ocasiones ficcional) en el
libro Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), pero en 1995 se editaron
junto con los diarios de Raúl Castro y en 2011, ya de forma autónoma,
con el título Diario de un combatiente. En 1999 se había publicado tam-
bién la versión reelaborada de las notas de la campaña africana con el
título Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo. El diario de su última
campaña, la boliviana, fue —según se acaba de ver— el primero en edi-
tarse, en 1968. Recientemente se ha facilitado el acceso público al origi-
nal manuscrito y se pueden consultar diversas ediciones más o menos
críticas o incluso facsimilares on-line. Hay que tener presente que la di-
fusión de todos esos documentos autobiográficos ha sido y es cuidadosa-
mente controlada por las autoridades cubanas.
1 A partir de este momento, el trabajo se ha apoyado, además de en la lectura direc-
ta de los textos que se comentan con mayor detalle, en la consulta de numerosos catálogos
y sitios web, particularmente del imprescindible WorldCat (que a menudo ha permitido
llegar a otras fuentes virtuales, cuya pertinencia se ha intentado aquilatar en todo caso) en
donde se encontrarán los datos bibliográficos que aquí no pueden consignarse por razones
de espacio.
196 Daniel Mesa Gancedo
Habría que añadir a esos documentos autobiográficos los numerosos
textos epistolares: las cartas a su familia, sobre todo al padre, la madre o a
alguna tía, que se habían incluido en algunas ediciones de los diarios o en
testimonios biográficos de personas cercanas. El corpus más recientemen-
te editado lo constituyen sus cartas a su amiga de la Universidad Tita In-
fante (editadas por Adys Cupull y Froilán González en Bolivia en 2009,
con el título de Cálida presencia). La mayoría de los textos editados y algu-
nos inéditos se encuentran en diversas páginas web, entre las que destaca
por su exhaustividad la de la Cátedra Che Guevara en Argentina.
b) Testimonios
En segundo lugar, hay que considerar los testimonios de personas que
tuvieron contacto directo con el Che en algún momento de su vida. Los
testimonios y documentos del padre, Ernesto Guevara Lynch, fueron re-
cogidos en Mi hijo el Che (1968) y Aquí va un soldado de América (1987).
Los amigos argentinos que lo acompañaron en distintos momentos de sus
viajes también publicaron luego sus recuerdos. Entre los primeros, más
tempranos hay que consignar Mi amigo el Che de Ricardo Rojo (1968),
aunque su relación fue muy ocasional durante el segundo viaje por Amé-
rica, y hay quien dice que el título es más bien una hipérbole oportunista.
Alberto Granado (compañero del primer viaje americano) publicó en 1980
Con el Che por Sudamérica, basado en su propio diario, que complementa
las notas de Guevara. Recientemente, Carlos «Calica» Ferrer ha publicado
sus recuerdos del segundo viaje (De Ernesto al Che, 2005). En relación con
ese Che más o menos «privado», resultan fundamentales para años poste-
riores los testimonios de sus dos esposas, muy diferentes en su plantea-
miento: Hilda Gadea (Che Guevara. Años decisivos, 1972) y Aleida March
(Evocación. Mi vida al lado del Che, 2008).
En cuanto a la vida pública, hay también, desde luego, innumerables
testimonios. Acerca de la campaña cubana, Mariano Rodríguez Herrera
recopiló en 1982 una colección (Ellos lucharon con el Che) y también puede
ser útil, como recuerdan algunos biógrafos, el recuento de algunos viajeros
que pasaron por La Habana poco después de la revolución y publicaron
enseguida sus impresiones, como es el caso de la francesa Ania Francos (La
Fête cubaine, 1962), quien a juicio de Kalfon empezó a fijar cierta vertien-
te del mito del Che en afirmaciones como la que sigue:
Ernesto «Che» Guevara 197
El Che Guevara es el que más me impresiona. Recupero mis emocio-
nes de adolescente. […] Recuerdo lo que me decía una amiga argentina:
«Todas las chicas de América Latina están enamoradas del Che. Es apues-
to y romántico, con grandes ojos negros y una barbita enmarañada. ¡Es
Saint Just! ¡El más radical! ¡Y es asmático! […] (apud Pierre Kalfon, Che.
Ernesto Guevara: una leyenda de nuestro siglo, Barcelona, Círculo de Lecto-
res, 1997: 343).
Uno de los más destacados participantes en la rebelión de Sierra
Maestra —luego distanciado del régimen castrista— fue Carlos Franqui,
quien dejó también su testimonio (Diario de la revolución cubana, 1976).
Las entrevistas que el periodista argentino Jorge Masetti realizó al Che en
las montañas cubanas aparecen en las memorias póstumas de aquel (reco-
gidas por Rodolfo Walsh, Los que luchan y los que lloran, 1968).
Igualmente necesarios son los testimonios de quienes estuvieron jun-
to al Che en aventuras posteriores, como Jorge Serguera Riverí («Papito»),
que en 1997 recopiló sus recuerdos de la campaña africana en un volumen
(Caminos del Che: datos inéditos de su vida) o el cubano Artiles García,
quien en 2009 recogió otros testimonios sobre esa campaña en El año que
volvimos a nacer. Pero quizá el episodio que más textos ha generado, de
todo tipo, ha sido, desde luego, la campaña boliviana. Pronto se publica-
ron los diarios de algunos combatientes: en 1968 aparecieron en inglés los
de Eliseo Reyes Rodríguez («Rolando»), Israel Reyes («Braulio») y Harry
Villegas («Pombo»). Luego se retradujeron al español en Argentina (Dia-
rios de Bolivia, 1971). Los dos primeros guerrilleros mencionados murie-
ron en Bolivia, pero Pombo sobrevivió, y con su diario y los testimonios
de otros dos cubanos supervivientes (Leonardo Tamayo «Urbano» y Dariel
Alarcón Ramírez «Benigno»), el periodista italiano Saverio Tutino cons-
truyó un volumen que publicó en 1970 con el título de Il Che in Bolivia.
Más tarde (1996) el propio Pombo se responsabilizaría de publicar su dia-
rio y sus recuerdos (Pombo, un hombre de la guerrilla del Che). Urbano re-
pitió y amplió su testimonio mucho más tarde ante el periodista José Ma-
nuel Mayo (En la guerrilla junto al Che, 2002) y Benigno había hecho lo
propio ante la venezolana Elisabeth Burgos en sus Memorias de un soldado
cubano (1997). Este último es también la fuente principal de Mariano
Rodríguez Herrera en Diario de guerra: la última travesía del Che y Benig-
no en Bolivia (2012).
198 Daniel Mesa Gancedo
Temprana fue la publicación de algunos testimonios de guerrilleros
bolivianos supervivientes, muy cercanos al Che, como Guido Peredo
(«Inti»), quien en 1970 sacó a la luz Mi campaña con el Che. Algunos espe-
cialistas, no obstante, consideran este testimonio, directamente, como una
falsificación (Humberto Vázquez Viaña, desde 1971, pero ampliamente
en el trabajo Mi campaña junto al Che, atribuida a Inti Peredo, es una fal-
sificación, 2012). Rodríguez Herrera reconstruyó la odisea de esos supervi-
vientes en Escape a balazos: los sobrevivientes del Che (2004).
Supervivientes de esa guerrilla boliviana, en otras circunstancias, fue-
ron el francés Régis Debray y el argentino Ciro Bustos. Ambos intentaron
abandonar la selva con el consentimiento del Che, pero pronto fueron
detenidos por el ejército. Hay todavía cierta controversia sobre la influen-
cia de sus testimonios en la ulterior captura del Che. Ambos fueron libe-
rados en 1970. Debray defendería luego durante algunos años el papel de
la guerrilla en Latinoamérica (aunque después cambiaría de opinión) y su
experiencia estaría siempre presente en sus textos memorialísticos. Según
Kalfon, los mejores para acercarse a su imagen del Che son La guérilla du
Che (1974), Les masques (1987) y Loués soient nos seigneurs (1996). Bustos,
sin embargo, guardó silencio durante muchos años y arrostró la considera-
ción de «traidor» hasta que en 2007 decidió publicar su versión de los he-
chos (El Che quiere verte. La historia jamás contada del Che Guevara en
Bolivia).
Sobre la campaña boliviana y el final del Che Guevara hay abundan-
tes testimonios por el lado de los militares que participaron en la captura.
Entre ellos está el agente cubano-estadounidense de la CIA que de algún
modo fiscalizó el proceso de ejecución, Félix I. Rodríguez, cuya autobio-
grafía se publicó en inglés en colaboración con John Weisman (Shadow
Warrior, 1989; trad. 1991). También interesa conocer la versión de Mario
Vargas Salinas (El Che: mito y realidad, 1988), quien más tarde —como
queda dicho— declararía haber sido testigo del enterramiento del Che y
permitiría el hallazgo de los restos. Por último, tienen cierta proyección los
testimonios recogidos por el general Saucedo Parada en 1987 (No dispa-
ren… soy el Che), y el de Gary Prado Salmón, uno de los militares que
capturó al Che y que mantuvo algún diálogo con él poco antes de morir
(Cómo capturé al Che, 1987; La guerrilla inmolada, 1987). Resulta curiosa
también la investigación llevada a cabo por Reginaldo Ustariz (Vida,
Ernesto «Che» Guevara 199
muerte y resurrección del Che, 2002), uno de los médicos que pudo contem-
plar el cadáver del Che en La Higuera y fue el primero en cuestionar la
versión oficial de la muerte en combate. Rafael Cerrato (Amanecer en La
Higuera: los secretos tras la muerte del Che Guevara, 2012) indaga en aspec-
tos poco conocidos del suceso, combinando testimonios de Rodríguez y
«Benigno» (y revelando que con el tiempo estos dos combatientes llegaron
a ser amigos). Por su parte, Mario J. Cereghino y Vincenzo Basile han
publicado documentos desclasificados de la CIA en relación con el final
del guerrillero (Che Guevara top secret: la guerriglia boliviana nei documen-
ti del Dipartimento di Stato e della CIA, 2006; trad. 2008). Algunas de las
consecuencias de esos sucesos (el destino de los asesinos) han encontrado
desarrollo en biografías de otros personajes (Jürgen Schreiber, La mujer
que vengó al Che Guevara: la historia de Monika Ertl, 2010).
Estas referencias a testimonios de personas cercanas al Che no esta-
rían completas sin consignar, al menos, alguna de las obras más significa-
tivas relacionadas con el otro caudillo de la revolución cubana, Fidel Cas-
tro, a pesar de que su objetividad, como puede imaginarse, resulta todavía
bastante cuestionada. Entre los numerosos libros, pueden citarse las bio-
grafías de Tad Szulc (Castro. Trente ans de pouvoir absolu, 1987) o Norber-
to Fuentes (La autobiografía de Fidel Castro, 2004-2007) y las conversacio-
nes mantenidas con el italiano Gianni Minà (Habla Fidel, 1988) o el libro
de Ignacio Ramonet (Cien horas con Fidel, 2006), construido en gran par-
te sobre discursos de Castro. Además, puede verse el libro organizado por
Rodríguez Cruz (Che y Fidel: una amistad entrañable, 2004) o el compila-
do por David Deutschmann (Che en la memoria de Fidel Castro, 2007).
c) Biografías
En 1997, coincidiendo con el trigésimo aniversario de la muerte del
Che y casi con la aparición de sus restos, se publicaron cuatro biografías
que se han convertido desde entonces (con revisiones y ediciones ulteriores
cada una de ellas) en textos de referencia: dos fueron escritas directamente
en español, las de los mexicanos Paco Ignacio Taibo II (Ernesto Guevara,
también conocido como el Che) y la de Jorge G. Castañeda (La vida en rojo.
Una biografía del Che Guevara); otra en inglés, la de Jon Lee Anderson
(Che Guevara: a revolutionary life), y otra en francés, la de Pierre Kalfon
(Che. Ernesto Guevara: une légende du siècle), pero ambas fueron traducidas
200 Daniel Mesa Gancedo
de inmediato al español. Todas son exhaustivas y ricas en fotos y docu-
mentos, se han actualizado en eventuales reediciones, e incluso, a estas
alturas, dialogan entre sí y hasta se complementan, como señaló Rafael
Rojas, en una reseña de la de Castañeda:
Entre las montañas de papeles dedicadas a reforzar o debilitar el mito
guevarista se salvan, a mi juicio, cuatro biografías: la de Jon Lee Anderson,
la de Paco Ignacio Taibo II, la de Pierre Kalfon y la de Jorge Castañeda.
Cada una tiene su particular virtud. Es como si los cuatro biógrafos se
hubieran distribuido el trabajo para captar eso que los griegos llamaban el
areté del personaje. Anderson describe la construcción cultural del mito,
Taibo su apasionante y caprichosa psicología, Kalfon su mundo literario y
Castañeda su política («El Símbolo rendido. Una lectura de La vida en
rojo…», 1998, Nexos en línea, http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo
&Article=2100466).
Esta caracterización es, desde luego, algo escasa para volúmenes que
rondan, en cada caso, las 600 páginas. Difieren además en su estilo: las de
Taibo y Kalfon están escritas en presente, lo que simula una cercanía con
el personaje y una pretendida agilidad narrativa, no siempre lograda. Tai-
bo, por su parte, utiliza muy generosamente palabras del Che, que trans-
cribe en cursiva (lo que en alguna ocasión le ha valido el calificativo de
«estilo evangélico») y adopta en ocasiones un tono coloquial que puede
atraer a ciertos lectores, pero menoscaba la objetividad del discurso. Algo
parecido ocurre en ocasiones en el enfoque irónico de Kalfon, frente a
determinadas actitudes de su personaje. Anderson y Castañeda son los
más rigurosos, desde ese punto de vista, y los que parecen haber realizado
también una más rigurosa labor documental (a menudo con referencia a
papeles inéditos y «desclasificados») que atestiguan en sus numerosas y
extensas notas. Anderson y Kalfon, por su parte, aportan la utilidad aña-
dida de sintetizar sus fuentes en bibliografías finales, algo que se echa de
menos en las de Taibo y Castañeda.
Pero los acercamientos biográficos a la figura del Che se habían ini-
ciado ya al poco de su muerte (como recuerda el trabajo de Germán Sán-
chez Otero, «Las biografías del Che Guevara», accesible en internet). Una
de las primeras y más exhaustivas fue la argentina de Hugo Gambini (Che
Guevara, 1968), muy reeditada posteriormente, al parecer sin corrección
de errores comprensibles en su momento (como señaló Wilfredo Penco en
Ernesto «Che» Guevara 201
«Literatura sobre el Che», también en Internet). De 1968 son otras biogra-
fías menos extensas: la peruana de Carlos J. Villar-Borda (Che Guevara. Su
vida y su muerte), la chilena de U. H. Martínez (Che: antecedentes biográfi-
cos del comandante Ernesto «Che» Guevara), las españolas de Horacio Da-
niel Rodríguez (Che Guevara. ¿Aventura o revolución?) y Andrés Sorel
(Vida y obra de Ernesto Che Guevara, publicada en París) o la italiana de
Franco Pierini (Che Guevara), y algo posteriores las primeras en inglés, de
gran difusión y rápida traducción: las de Daniel James (Che Guevara: a
biography, 1969; trad. 1971), quien ya había editado en 1968 y en inglés los
diarios de los guerrilleros bolivianos, y la de Andrew Sinclair (Che Gueva-
ra, 1970; trad. 1973).
Las aportaciones biográficas significativas se incrementaron desde fi-
nales de la década de los ochenta: llaman la atención especialmente los
numerosos trabajos biográficos de los cubanos Adys Cupull y Froilán
González (hasta 23 referencias pueden hallarse en los catálogos), que, sin
embargo, a juicio de Kalfon, adoptan una perspectiva más bien hagiográ-
fica, aunque han conseguido revelar algunos documentos (si bien, a pesar
de su carácter más o menos oficial, no incluyen testimonios de Aleida
March o los hermanos Castro). Por fin, entre las biografías anteriores a
1997, una de las más citadas es la del periodista francés Jean Cormier (Che
Guevara, 1995; trad. 1997), que utiliza testimonios de la hija mayor del
Che, Hilda Guevara, y Alberto Granado, y de las posteriores a ese «año
admirable» destaca la del psicoanalista argentino Pacho O’Donnell (Che:
la vida por un mundo mejor, 2003), basada en entrevistas y documentos
originales.
d) Biografías noveladas y collages biográficos
Un último grupo de obras biográficas lo constituye un ingente núme-
ro de textos de condición diversa. Hay biografías noveladas, en tercera
persona, pero con recreación de escenas y diálogos, como la bastante tem-
prana del cubano Luis Ortega (Yo soy el Che. El hombre visto desde adentro,
1970; reed. 2009), y más recientemente se empiezan a extender obras que
combinan testimonios orales con textos literarios y fotografías (Matilde
Sánchez, Che, sueño rebelde, 2003; Alicia Elizundia, Bajo la piel del Che,
2005) u otras que, basándose en el profundo conocimiento del tema por
parte del autor, deciden recomponer el material documental pasándolo
202 Daniel Mesa Gancedo
por el filtro de la ficción, construyendo una especie de novela polifónica y
fragmentaria, sobre los últimos días del Che y su proyección ulterior (Juan
Ignacio Siles, Los últimos días del Che: que el sueño era tan grande, 2002).
2
Estudios dedicados al tema. En comparación con la profusión de docu-
mentos biográficos, los estudios sobre la proyección literaria de la figura
del Che son un tanto escasos. Ni siquiera es fácil encontrar una sistemati-
zación bibliográfica sobre lo que se ha escrito acerca del personaje. Lo más
útil es la brevísima compilación de Penco, antes citada.
Si se intenta sistematizar un poco la aproximación a la bibliografía
sobre esta figura, cabría atender, en primer lugar, a los estudios que han
intentado analizar el pensamiento del Che y aquellos que han analizado su
condición mítica. Esa línea se inaugura poco después de la muerte del
personaje, con trabajos como los de Roberto Fernández Retamar («Intro-
ducción al pensamiento del Che», 1968) o Michael Löwy (La pensée de
Che Guevara, 1970). Ya para entonces aparece la entrada «guevarismo» (a
cargo de Antonio Melis) en el Diccionario teórico-ideológico publicado en
Italia en 1970 (trad. 1975). Un poco más tarde Juan Maestre Alfonso (El
Che y Latinoamérica, 1979) indagó en la influencia del contexto socio-
político latinoamericano en la formación de ese pensamiento.
Desde una perspectiva marxista, netamente favorable a ese pensamien-
to y esa condición mítica son de reseñar los numerosos trabajos que el argen-
tino Néstor Kohan ha dedicado a analizar textos del Che (Che Guevara. El
sujeto y el poder, 2005) o a sintetizar interpretaciones de esa figura («Che
Guevara, ¿un mito en disputa?», 2008). En una línea semejante se sitúa el
trabajo de Martín Linares («Che. El mito», 1998). Más visibilidad, sin em-
bargo, han alcanzado en estos últimos tiempos los trabajos que se enfrentan
al personaje desde una perspectiva crítica o francamente hostil. Inger Enk-
vist (Iconos latinoamericanos. Nueve mitos del populismo del siglo XX, 2008),
Juan José Sebreli (Comediantes y mártires, 2008) y Enrique Krauze (Redento-
res, 2011) lo incluyen en sus panoramas desmitificadores, en todos los casos
al lado de Eva Perón, y a menudo de Castro y García Márquez, pero también
de Gardel, Maradona o incluso Pablo Escobar. Desde una perspectiva per-
sonal, más o menos ponderada, Jacobo Machover intenta algo parecido en
Ernesto «Che» Guevara 203
La cara oculta del Che. Desmitificación de un héroe romántico (2008), una
biografía que subraya sobre todo las implicaciones del Che en las ejecuciones
durante y después del alzamiento en Cuba, así como su dogmatismo ideoló-
gico y el rigor de su carácter. Roberto Luque (Yo, el mejor de todos. Biografía
no autorizada del Che Guevara, 1994) también había adoptado un enfoque
semejante en una obra escrita y publicada en Miami. En ese mismo contex-
to surgen los juicios condenatorios sin paliativos que Álvaro Vargas Llosa ha
publicado en diferentes trabajos («La máquina de matar. El Che Guevara, de
agitador comunista a marca capitalista», 2007). Algo menos sangrantes son
artículos incluidos en las páginas de la misma revista (Letras Libres) por au-
tores como Félix Romeo («El Che S. A.», 2007) o Rafael Gumucio («El Che
o la revolución sin calorías», 2003), que se limitan a criticar la comercializa-
ción exacerbada del icono, no sin subrayar eventualmente su «lado oscuro».
Desde un enfoque académico, más ponderado y limitado localmente, ha-
bían también explorado Luis Rivera-Pérez y Jorge Calles-Santillana ese pro-
ceso de desmitificación en el contexto estadounidense («The death and resu-
rrection of Ernesto Che Guevara: US media and the deconstruction of a
revolutionary life», 1998).
Resulta incuestionable —como dije al principio— que en el proceso
de mitificación de la figura del Che tuvo una importancia capital la repre-
sentación iconográfica, especialmente a partir de la famosísima foto que
Korda le tomó el 5 de marzo de 1960, un tanto azarosamente, en el entie-
rro de las víctimas de la explosión del vapor La Coubre. Esa foto, al pare-
cer, es la imagen más reproducida del siglo xx, aunque su difusión solo
comenzó a partir de la conversión en póster, por parte de Giangiacomo
Feltrinelli pocos días después de la muerte del Che. La historia la recuer-
dan muchos, pero de primera mano —y con bastante inquina hacia Kor-
da— la escribió en 2001, Cabrera Infante, en una crónica titulada «La
verdad sobre el póster del Che» (2001), en la que no duda en afirmar pro-
vocativamente que «la característica física más acusada del Che (a quien
conocí el 3 de enero de 1959) fue su fotogenia desde su campaña de las
sierras cubanas hasta su muerte en Bolivia». En efecto, no menos podero-
sas iconográficamente resultaron las fotos del cadáver del Che realizadas
por Freddy Alborta en La Higuera.
A la primera foto y sus múltiples derivaciones se le han dedicado ex-
posiciones (Che: Revolutionary & Icon / Che: Revolución y mercado; comi-
204 Daniel Mesa Gancedo
sariada por Trisha Ziff entre 2005 y 2007, con un catálogo que incluye
textos, entre otros, de Rodrigo Fresán), vídeos (Chevolución, también rea-
lizado por Ziff, 2008) y libros de arte (Jorge Alderete y Gustavo Álvarez
Núñez: ¡El Che vive!, 2013). También Iván de la Nuez le dedica páginas
interesantes en su análisis de las relaciones entre los intelectuales de iz-
quierda y la revolución cubana (Fantasía roja. Los intelectuales de izquier-
das y la revolución cubana, 2006).
Las fotos posmortem fueron objeto de un proyecto multimedia por
parte del autor argentino Leandro Katz (1997), que dio lugar a una pelí-
cula (El día que me quieras) y un libro (Los fantasmas de Ñancahuazú),
donde se recogían ensayos de diversos autores, entre ellos el texto de John
Berger («Che Guevara, mort», 1968), que al parecer fue el primero en des-
tacar el parecido de algunas de las fotos de Alborta (las más difundidas)
con cuadros famosos (como Lección de anatomía de Rembrandt, o el Cris-
to muerto de Andrea Mantegna). La «cristificación» del Che (a partir de las
circunstancias y la «escenografía» de su muerte) ha sido estudiada por Siles
(«San Ernesto de la Higuera», en Carlos Soria Galvarro (ed.), El Che en
Bolivia. Documentos y testimonios. Tomo 5: Pensamiento boliviano, 2005) o
por David Kunzle («Chesucristo. Fusions, Myths, and Realities», 2008).
La conexión y el diálogo entre los dos «momentos» iconográficos del
Che la ha estudiado Verushka Alvizuri («Chevolución, Chesucristo. His-
toria de un ícono en dos clichés», 2012). Alejandro Bruzual y Elena Car-
dona (El rostro de Prometeo resistente: cine e iconografía del Che Guevara,
2007) han ampliado el foco a otras fotografías y al cine, y Lucas Berone
(«Del Diario del Che a la historieta del hombre nuevo», 2010) se ha ocu-
pado de su representación en cómic.
Tras lo visto hasta ahora, resulta extraordinariamente llamativo que
no exista ningún estudio general y exhaustivo sobre las representaciones
literarias de la figura del Che. Hay, ciertamente, estudios que han prestado
atención a la figura del Che como escritor (él mismo reconoció esa voca-
ción en una carta a Ernesto Sábato, y sus manuscritos han sido reconoci-
dos «patrimonio de la humanidad» por la UNESCO en 2013). Ya José
Antonio Portuondo publicó a finales de 1967 un breve artículo ocupándo-
se de la escritura del Che («Notas preliminares sobre el Che escritor»), y un
análisis psicológico de sus escritos poéticos y narrativos llevó recientemen-
te a la argentina Vargas M. Corpa (El discurso literario del Che Guevara: la
Ernesto «Che» Guevara 205
agonía de otra voz, 2004) a conclusiones poco halagüeñas sobre las verda-
deras motivaciones de su acción.
También han suscitado interés las lecturas de Guevara. En 2005 Ri-
cardo Piglia publicó un ensayo «Ernesto Guevara, rastros de lectura» (in-
cluido en El último lector), que desde entonces se ha convertido en un texto
de referencia. El planteamiento de Piglia abarca, no obstante, también la
relación activa del Che con la escritura, y el lugar que esa doble relación con
lo que podríamos llamar la textualidad ocupaba en su programa personal
de acción revolucionaria. Conviene señalar que este ensayo recoge y amplía
conclusiones que Piglia había ya esbozado en una colección poco difundida
que compiló en 1968, titulada lacónica y elocuentemente Yo, donde apare-
cían textos personales de escritores argentinos, en una serie que comenzaba
por Rosas y concluía precisamente por Guevara, pasando por Sarmiento,
Mansilla, Yrigoyen, Arlt, Perón o Cortázar, entre otros.
A pesar de esa ocasional inclusión del Che en un cierto y sui generis
canon argentino, su figura como escritor o —lo que aquí interesa más—
su aparición como tema ha resultado, paradójicamente, poco frecuente en
las contextualizaciones nacionales que podrían considerarse más cercanas
al personaje. El muy accesible Diccionario de la literatura cubana, publica-
do por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias
de Cuba (albergado en el portal Cervantes Virtual), le dedica una muy
extensa entrada con generosa bibliografía, pero nada dice de su posible
aparición como personaje o tema. Prontuarios antiguos y recientes sobre la
«narrativa de la revolución cubana», como la antología compilada por Ca-
ballero Bonald en 1968 o el ensayo de Adriana Méndez Ródenas («La na-
rrativa de la Revolución cubana. La imagen histórica», 2002), no recogen
ninguna mención a la plasmación literaria de esa figura. Tampoco (hasta
donde conozco) ha merecido acercamientos desde el ámbito crítico argen-
tino, a pesar de que algunos de los textos más relevantes, como habrá
ocasión de ver, tienen ese origen.
Llama la atención, en cambio, la relativa frecuencia con que la crítica
boliviana (el tercer ámbito de integración latinoamericana del Che) se ha
ocupado, sobre todo a partir de los años noventa, de la influencia de esa
figura en su literatura. Probablemente, ello tiene que ver con el peso que
tuvo, en una literatura que podría considerarse «menor» —en el sentido
deleuziano—, el acontecimiento histórico «mayor» que fue el origen de la
206 Daniel Mesa Gancedo
guerrilla en ese país, a partir de la acción de un personaje que ya ostentaba
una condición cuasi mítica, y, de modo aún más importante, el significa-
do simbólico que su muerte adquirió, ligada para siempre a un determina-
do espacio. En ese sentido, destaca sobre todo el trabajo de Juan Ignacio
Siles, que a partir de su investigación doctoral (Hombre nuevo y reino de
Dios: Antecedentes ideológicos de la narrativa boliviana de la guerrilla, 1992)
construyó su ensayo La guerrilla del Che y la narrativa boliviana (1996), y
más tarde reelaboraría —como se ha indicado— sus materiales en una
obra de testimonio ficcionalizado (Los últimos días del Che, 2002). Le ha-
bía precedido en su intento Óscar Rivera-Rodas, quien en 1972 ya había
dedicado algunas páginas a la «narrativa de la guerrilla» (puede verse un
extracto en la compilación citada antes de Soria Galvarro, 2005). En 1987
(y con posteriores ampliaciones) Ramiro Barrenechea Zambrana compiló
y prologó una antología titulada El Che en la poesía boliviana (el prólogo
también lo reproduce Soria Galvarro).
Aparte de estos defectivos panoramas nacionales, hasta donde conoz-
co solo dos estudios pretenden enfrentarse a un análisis exhaustivo de la
presencia del Che en la literatura. Sin embargo, su ambición excede los
logros que pueden reflejar en una extensión bastante reducida y, probable-
mente, a causa de las condiciones de producción. El primero es el ensayo
de José Ortega (Che Guevara: tema literario y mito político, 1999), editado
a cuenta del autor, con una redacción más que deficiente y una impresión
plagada de erratas. Desde una perspectiva inequívocamente maravillada
por el personaje (a quien cree aplicable la caracterización del «héroe» de
Joseph Campbell), dedica, no obstante, más de un tercio de sus escasas 80
páginas a acumular caóticamente informaciones sobre la revolución en
Bolivia, y la mayor parte del resto del texto a mencionar apenas, y en el
mejor de los casos a resumir confusamente, obras que evocan de un modo
u otro la presencia del Che, casi exclusivamente durante la campaña boli-
viana (incluyendo textos en los que el Che no aparece), aunque de modo
un tanto extemporáneo incluye referencias a los Pasajes de la guerra revo-
lucionaria del propio Guevara y mínimas noticias sobre la novela de Abel
Posse (Los cuadernos de Praga) y una obra teatral de Max Aub (El cerco), así
como algunos textos escritos en inglés.
El trabajo de Iva Beznoskova promete en su título (Ernesto Che Gue-
vara como el protagonista en la literatura latinoamericana, 2013) mucho
Ernesto «Che» Guevara 207
más de lo que puede dar, por su condición de (inmaduro) trabajo de diplo-
ma. En apenas 70 páginas escritas en un español bastante mejorable, ape-
nas tiene lugar para hacer una brevísima semblanza del personaje y a pre-
sentar cuatro comentarios muy «escolares» sobre los consabidos textos de
Piglia, Cortázar y Posse (de especial interés para la autora, porque escribe
su trabajo en la República Checa), además del de una reciente novela bra-
sileña, de Marcelo Ferroni (Método práctico de guerrilla, 2012).
Otros estudios más breves ofrecen, sin embargo, resultados más inte-
resantes. Graciela Mántaras («El Che en la poesía y en el cuento», 2002),
tras un repaso general de poemas escritos por y sobre el Che, se concentra
—con datos e interesantes interpretaciones— en cuatro textos rioplaten-
ses, en su mayoría poco conocidos (tres uruguayos: los de Gutiérrez, Lago
y Eyherabide —que se mencionarán más adelante—), además de «Reu-
nión» de Cortázar. Más reciente y más amplio en su propósito es el de
Cecilia López Badano («Los rostros ficcionales del Che Guevara», 2010),
que hace dialogar textos audiovisuales y literarios: entre los primeros, con-
sidera el musical Evita de Alan Parker y los dos recientes (y discutidos)
biopics de Soderbergh (Che, el argentino y Che: Guerrilla). Entre los segun-
dos, dedica cierta atención a los que podrían considerarse los dos textos
«clásicos» sobre el Che de la tradición hispánica (otra vez «Reunión» de
Cortázar y el ensayo de Piglia), además de comentar el travelogue nor-
teamericano de Patrick Symmes (Chasing Che: a motorcycle journey in
search of the Guevara Legend, 2000), cuyo éxito, al parecer, sirvió de im-
pulso a la película de Walter Salles, Diarios de motocicleta. López Badano
menciona, además, la aparición ocasional de referencias al Che en algunas
novelas cubanas que no suelen aparecer en los repertorios sobre el tema,
como Las iniciales de la tierra (de Jesús Díaz, 1987) o Caracol Beach (de
Eliseo Alberto, 1998).
Algunos autores concretos, sin embargo, han merecido atención pri-
vilegiada por su tratamiento de la figura del Che: es muy interesante la
comparación entre Lezama y el Che que lleva a cabo Gerardo Muñoz («El
holocausto de la imagen: leer a Lezama Lima con el Che Guevara», 2011)
y también el análisis que Silka Freire hace del drama Compañero del mexi-
cano Vicente Leñero («El Che Guevara en el teatro latinoamericano […]»,
2007). En cambio, resulta sorprendente y artificiosamente inflado (con
una nueva recensión de la teoría cortazariana del cuento, con un glosario,
208 Daniel Mesa Gancedo
con paráfrasis biográficas) el estudio monográfico (que incluye edición del
cuento) que Soledad Pérez Abadín (Cortázar y Che Guevara: Lectura de
«Reunión», 2012) dedica al cuento de Cortázar.
3
Tratamiento diacrónico del tema en la literatura
Ficción. La máxima proyección pública de la actividad del Che coin-
cide, casi exactamente, con el auge del boom de la narrativa hispanoameri-
cana. A pesar de su inmensa popularidad casi inmediata, en el marco del
atractivo que emanaba del triunfo de la revolución cubana, sin embargo,
su incorporación al imaginario literario solo se produjo tras su muerte, con
alguna notabilísima excepción: el conocidísimo cuento «Reunión», que
Julio Cortázar escribió al poco de regresar de su primer viaje a Cuba a
principios de 1963. Las cartas del autor argentino (recientemente publica-
das) son muy reveladoras del proceso de gestación y recepción inmediata
de ese relato. El 30 de abril de 1963 le dice a su traductora francesa, Laure
Guille-Bataillon, que acaba de escribirlo. Se publicó en Revista de la Uni-
versidad de México en abril de 1964 y luego se incluyó en Todos los fuegos el
fuego (1966). Antes de esa publicación en libro, que le dará mayor proyec-
ción, Cortázar ya había comentado con algunos corresponsales que tenía
noticia de que el propio Che había leído el cuento y que no le había «inte-
resado» (con cierta condescendencia, admite que él —en el lugar del
Che— hubiera reaccionado igual). A raíz de esa lectura, el propio Cortá-
zar ofrece una primera interpretación de su propia manipulación del per-
sonaje en una carta a Fernández Retamar:
Me divirtió mucho la historia de tu conversación con el Che en el
avión [volviendo de Praga]. […] Es natural que al Che mi cuento le resulte
poco interesante (no lo dices tú, pero yo había recibido otras noticias que
me lo hacen suponer). Una sola cosa cuenta, y es que en ese relato no hay
nada «personal». ¿Qué puedo yo saber del Che, y de lo que sentía o pensa-
ba mientras se abría paso hacia la Sierra Maestra? La verdad es que en ese
cuento él es un poco (mutatis mutandis, naturalmente) lo que fue Charlie
Parker en «El perseguidor». Catalizadores, símbolos de grandes fuerzas, de
maravillosos momentos del hombre. El poeta, el cuentista, los elige sin
pedirles permiso; ellos son ya de todos, porque por un momento han su-
perado la mera condición del individuo (3 de julio de 1965).
Ernesto «Che» Guevara 209
También le había declarado al mismo corresponsal que el relato se
inspiraba en otro del propio Che (incluido en Pasajes de la guerra revolu-
cionaria) y a Jean L. Andreu le confesará, pocos días antes de la muerte del
Che (3 de octubre de 1967), que había querido mejorarlo, pues le había
decepcionado el «pobre» tratamiento literario que el guerrillero había dado
a tan interesante materia histórica. El cuento, en efecto, es una especie de
alegoría, con simbolismos musicales y cristianos explícitos (la sinfonía La
caza, de Mozart; alusiones a la cruz), que evoca el desembarco catastrófico
de los revolucionarios del Granma en Cuba. Cortázar no utiliza los nom-
bres reales de los personajes, pero sí transcribe unas líneas del texto del
Che al inicio del relato, que vuelven inequívoca la identificación. El texto
es eufórico, pues concluye en la expectativa del triunfo de la revolución,
equiparado al «allegro» de la sinfonía mozartiana. En 2007 se publicó una
versión del relato ilustrada por el argentino Enrique Breccia.
Pocos más son los textos que suelen mencionar los acercamientos a la
figura del Che, desde el punto de vista literario, para esta primera fase, con
el personaje todavía vivo. Pero aún, por poco, un cuento del boliviano
Adolfo Cáceres Romero debe considerarse en este momento si solo se
atiende al criterio cronológico. Se trata de «La emboscada» (1967), que
inaugura el género de la narrativa boliviana de la guerrilla. Relata la tram-
pa en la que cae un grupo guerrillero, inspirándose en noticias periodísti-
cas sobre la persecución en Vado del Yeso, que acabó con casi la mitad de
los hombres del Che, entre ellos la única mujer, «Tania» (Tamara Bunke),
aludida como «la Capitana» en el relato. Esa emboscada y esas noticias
fueron anteriores, como se sabe, a la muerte del Che; sin embargo, el cuen-
to ficcionaliza la muerte del «jefe» y el intento de esconder sus huesos, por
parte del único superviviente, intento que se verá frustrado por culpa de
otros guerrilleros desertores.
Con la muerte del Che se multiplica la escritura sobre el personaje.
Por un lado, su vertiente ficcional se concentra, sobre todo, en la recién
mencionada «narrativa boliviana de la guerrilla», que constituye, según los
especialistas, casi un género en sí mismo, marcado por una orientación
fundamentalmente «neorrealista», pero con alguna originalidad formal
(multiplicidad y simultaneidad de puntos de vista, fragmentarismo), que,
anticipada en el relato de Cáceres Romero, encuentra desarrollo en otros
cuentos y novelas posteriores. Por otro lado, podrían considerarse la infi-
210 Daniel Mesa Gancedo
nidad de testimonios de narradores e intelectuales de todo el mundo, entre
los cuales, desde luego, se cuentan numerosísimos de origen latinoameri-
cano. Por último, podría considerarse en esta fase «elegíaca» el desborde
poético que se produjo casi desde el momento mismo de la muerte del
Che. A esos textos, grosso modo, cronísticos y también a los poéticos y tea-
trales les dedicaré aquí atención aparte.
En el ámbito de la narrativa boliviana, pues, tras el cuento recién ci-
tado de Cáceres, suelen mencionarse las colecciones de Néstor Taboada
Terán, Mientras se oficia el escarnio (1968), que incluye algún relato al pa-
recer inspirado en la figura del Che («La campesina y el guerrillero») o
Ñancahuazú de Jesús Lara (1969), integrada por diez relatos en torno a la
figura de Inti Peredo, yerno del autor y lugarteniente del Che. Pero el tex-
to más significativo es la novela de Renato Prada Oropeza Los fundadores
del alba (1969). Escrita en 1967, obtuvo el Premio Casa de las Américas de
ese año. Cuenta la historia de Javier, un joven burgués boliviano que, tras
abandonar el seminario, se enrola en una guerrilla, que —aunque no se
diga explícitamente— es la del Che, a quien se nombra solo como «el Jefe»
(aunque se alude a su enfermedad y al diario). La historia se cuenta desde
una triple perspectiva (la del guerrillero, pero también la de los soldados y
los campesinos), alternando tiempos y voces, y resulta interesante, aunque
a veces excesivamente didáctica.
Los ecos de la muerte del Che siguieron escuchándose en algunas
ficciones breves de los primeros años setenta, y ya en otros contextos lati-
noamericanos. Los uruguayos Gley Eyherabide y Sylvia Lago le dedicaron
sendos cuentos, como recordó Mántaras (en artículo antes citado). El pri-
mero, en «La vieja de las cabras» (escrito en 1968 y publicado en Marcha,
en 1970, y luego recogido en El tigre y otros cuentos, 1987), evoca uno de
los últimos episodios del diario del Che: el encuentro con una mujer que
pastorea unas cabras y que es retenida por los guerrilleros para evitar la
delación. También en Marcha, ya en 1971, publicó Sylvia Lago «Antes del
silencio» (luego recogido en Las flores conjuradas, 1972). Sin mencionarlo,
pero de modo evidente para quien conoce el episodio, cuenta la muerte del
Che en segunda persona dirigida a una joven maestra boliviana, trasunto
de una de las últimas personas que lo vio con vida.
La misma elipsis de identidad elige el argentino Haroldo Conti para su
relato titulado «Con gringo» (publicado en Casa de las Américas, 1972).
Ernesto «Che» Guevara 211
Una vez más, se reconstruye en presente la ejecución del Che, desde la pers-
pectiva de un campesino de La Higuera, que hace verosímil la ignorancia
de la identidad de la víctima, siempre mencionada como «el hombre».
A diferencia del estilo elusivo de estas recreaciones, el hispano-argen-
tino José Blanco Amor, en su cuento largo «El hombre nuevo» (publicado
en la revista mexicana Cuadernos Americanos en 1970 y luego recogido en
Los virtuosos, 1976) recrea —tras un epígrafe en el que se relaciona el títu-
lo con su fuente paulina— los últimos días de la guerrilla en Ñancahuazu
y la ejecución del Che utilizando los nombres reales (salvo alguno que
parece error), y construyendo una ficción biográfica en la que Guevara
relata su juventud a Régis Debray, quien en un momento dado piensa:
«Ese hombre era carne literaria todo él». Luego imagina alguna escena
romántico-erótica entre el Che y Tania y, tras citar y comentar el diario
desde una perspectiva omnisciente, con reiteradas comparaciones con
Don Quijote, concluye con un diálogo teatral entre el Che y los soldados
que lo detuvieron.
Como reflejan algunas páginas del cuento de Blanco Amor, ya desde
temprano la ficción empieza a manifestar interés por otros episodios de la
vida del Che, más allá de la aventura y desventura boliviana. Si en aquel
caso eran los viajes por América, el uruguayo Carlos María Gutiérrez
(quien había entrevistado al Che en Sierra Maestra) recrea la visita del Che
a Punta del Este en 1961, y una posible conspiración fascista para acabar
con su vida, en un cuento que (según Mántaras, en el artículo antes cita-
do) pasó por diferentes versiones: desde una primitiva de 1968 («Joven
demócrata»), hasta la definitiva de 1991 titulada «Snapshots» (en Los ejér-
citos inciertos), pasando por una intermedia titulada «Telefoto exclusiva»
(1973).
En fechas cercanas, la argentina Marta Lynch publicó su interesante
(y quizá desconcertante) novela El cruce del río (1972). Aunque tampoco se
menciona para nada al Che, la trama recrea (en su primera parte, «El río»)
los avatares de una guerrilla en la frontera entre Bolivia y Argentina, que
si bien podría recordar el proyecto del Che que quiso materializarse hacia
1963 —dirigido por Masetti—, se revela como ficticio desde la elección
misma de topónimos inventados. Hay un líder llamado Rafael (que podría
ser el trasunto del Che), pero el punto de vista es el del joven argentino
Pablo, que relata fragmentariamente sus días en la selva, hasta que muere
212 Daniel Mesa Gancedo
en un enfrentamiento con el ejército, haciéndose pasar por el líder, para
que este pueda huir. La segunda parte de la novela («La madre») adopta
una perspectiva melodramática y paródica para reconstruir (en primera
persona) la vida de la madre de Pablo, mujer «alienada» y —fundamental-
mente, según el relato— adúltera, que solo al final parece recobrar cierta
dignidad al fingir no reconocer el cadáver de su hijo para que la lucha del
«jefe» pueda continuar. Siendo un interesante tour de force estilístico, la
novela se resiente quizá del excesivo contraste entre los enfoques de cada
una de las partes.
Algo posterior es el cuento «Tres docenas de ropa sucia del doctor»
(1974; incluido en Ella sigue moviendo las caderas, 1979, y también en El
amante sonámbulo, 2009) del ecuatoriano Carlos Carrión en el que el Che
aparece ya convertido en icono, pues la trama consiste en la fascinación de
un niño boliviano con la figura del guerrillero. Dándose cuenta del signi-
ficado emancipador de la imagen, el niño decide colgar un póster en la
pared de la residencia del obispo, cuando va a repartir la ropa que lava su
madre casi analfabeta. Pero los militares lo observan y el relato termina
haciendo sentir el peso de su amenaza.
Fuera de textos como los comentados hasta ahora, en la década de los
setenta el Che «histórico» empieza a aparecer mencionado en narraciones
extensas, casi como un elemento fundamental para caracterizar la época.
Así ocurre en El gran solitario de Palacio del mexicano René Avilés Fabila
(1971) o de modo incluso más intenso en Abbadón el exterminador de Er-
nesto Sábato (1974), que dedica unas cuantas páginas a recrear, una vez
más, la aventura boliviana del Che, por medio de un personaje que supues-
tamente la compartió. Ese mismo año, Guillermo Cabrera Infante publica
su colección de «estampas» de historia-ficción cubana Vista del amanecer
en el Trópico (1974), donde se puede sospechar la sombra del Che tras el
personaje del «médico» que aparece en una de las viñetas: «Al principio no
lo tomaron en serio. Era el médico, está bien, pero es muy delicado, y de
todas maneras, sus manos son demasiado finas para la guerra». También
condice con su biografía el gusto por la música y sus intentos de educar a
otros, aunque se desvía otra singularidad: «Era el único que no llevaba
barba entre los oficiales». Por contraste, llama quizá la atención que Car-
pentier (que había dedicado un elogio mayúsculo al «héroe de América» en
el número homenaje de Casa de las Américas de 1968) no incluya ninguna
Ernesto «Che» Guevara 213
mención especial en las páginas dedicadas a la revolución cubana de su
novela La consagración de la primavera (1979), y solo quepa contarlo entre
los «barbudos» a los que la novela presenta en un momento dado como
hombres de otra «especie».
La década de los ochenta parece constituir un primer reflujo en el
interés de la narrativa hispanoamericana por el Che. Apenas podrían con-
signarse dos colecciones de cuentos poco conocidas, una cubana, que pre-
tende un recorrido por toda su trayectoria (Mi llamada es…, de Ezequiel
Vieta, 1982); y otra ecuatoriana que recrea, una vez más, la aventura en
Bolivia (El fuego entre la niebla, de Vicente Carrión, 1986). Por alguna
página, de Las iniciales de la tierra (del cubano Jesús Díaz, 1987, aunque
escrita al parecer a principios de los setenta), la figura del Che se pasea,
heroica y fantasmal, asistiendo a las víctimas de la explosión del buque La
Coubre en el puerto de La Habana, en 1960. Según López Badano (en
artículo antes citado), no obstante, Carlos, el joven protagonista de esa
novela, «opera como una parodia del Che, carente de sus dotes, pero si-
guiendo, sin rumbo, un modelo que le queda grande».
Como se vio al hablar de los materiales biográficos, la última década
del siglo xx comporta un revulsivo en el interés por la figura del Che y ello
se refleja también en la ficción. Anterior a 1997, y por tanto a la publica-
ción de las biografías de Anderson, Castañeda, Kalfon y Taibo, aunque
quizá —como ellas— relacionada con el 25.º aniversario de la muerte del
Che, en un contexto global de crisis del socialismo, es Guerrilleros (una
salida al mar para Bolivia) (1993) del entonces joven escritor y periodista
argentino Rubén Mira, que no volvería a escribir novela. Tuvo escasa di-
fusión (solo sería reeditada en 2007) y fue considerada desde el principio
una rareza de culto. Mira inventa una guerrilla que en 1984 pretende re-
producir —incluso por medios tecnológicos— la última expedición del
Che: se ubica en el mismo lugar; los protagonistas adoptan los nombres de
los guerrilleros sesentistas; se rigen por el diario guevariano (que el narra-
dor también emula en la primera parte del texto)… Pero, además, preten-
den evitar sus errores asimilando sus memorias a las de los guerrilleros
originales, mediante el uso de una máquina que funciona a base de cocaí-
na. El resumen es difícil porque, en un estilo sincopado se mezclan des-
cripciones de delirantes proyectos industriales, con multitud de historias
paralelas y abundantes escenas de tinte surrealista. La novela, considerada
214 Daniel Mesa Gancedo
como «el primer aporte honesto a la creación de un ciber punk latinoame-
ricano», es un precedente claro de algunas parodias posteriores.
También argentina, pero absolutamente distinta, es Los cuadernos de
Praga (1998) del ya entonces exitoso novelista Abel Posse, especializado en
recreaciones de personajes históricos. Publicada después del boom biográ-
fico sobre el Che, obtiene una proyección internacional notable y aspira a
convertirse en best seller explotando el expediente de cubrir los «huecos»
adonde no llegan las biografías, imaginar una etapa poco conocida de un
personaje muy conocido (los meses que pasó en Praga, de regreso del Con-
go, los únicos casi para los que no hay documentos autobiográficos), y
combinando, por supuesto, el esquema del thriller político con la aventura
romántica y el conocimiento «turístico» de un lugar casi mágico. Resulta
innegable el oficio de Posse para construir un relato atractivo, impostando
pastiches diarísticos y epistolares, mezclando tiempos —1966 y 1992— y
perspectivas —la del Che, con diferentes identidades que dialogan entre
sí; la del propio autor, investigando sobre él; la de testigos que lo conocie-
ron en diferentes periodos—. Sin embargo, el personaje no logra despertar
demasiado interés: es un héroe tópicamente quijotesco, idealizado y escin-
dido, marcado por el asma (a la que se da significado cuasi alegórico), que
a veces parece dudar de su destino, pero solo para reforzar sus decisiones.
Parte del oficio de Posse se refleja en la inclusión de autocomentarios (re-
feridos a los supuestos documentos manejados, pero que en realidad se
aplican a la novela, bien como crítica o como propaganda):
—Es muy heterogéneo. Yo creí que sería más político, más preciso.
[…] Me dijo: —Es desparejo. Se ve que escribía más o menos como se es-
criben cartas. Con cierta libertad que nos permite saltar de un tema a otro.
Es muy personal. A veces, demasiado íntimo. Sin embargo, hay algunos
temas de importancia política (124).
Estoy seguro de que los Cuadernos van a interesar. Tienen apreciacio-
nes curiosísimas, inesperadas. Es la escritura del ocio, no el eterno parte de
acción de otros diarios. Si Guevara hubiese sobrevivido, sería escritor
(201).
Para certificar su «verosimilitud histórica», el texto se arropa con pró-
logo, epílogo, agradecimientos, dramatis personae y una mínima biografía
del Che.
Ernesto «Che» Guevara 215
El repaso de las ficciones sobre Guevara en los noventa concluye con
un breve relato del mexicano Leo Mendoza, muy difundido en Internet:
«Borges y el Che» (1999). Haciendo honor a su título, el cuento es una
fantasía metatextual en la que tras imaginar una (inexistente) relación en-
tre Borges y el Che, el narrador declara haber encontrado un cuento, en
una hoja suelta en un libro de Borges, en el que se relata que el Che no
murió en Bolivia, sino que siguió viviendo como funcionario, sin poder
revelar su identidad. El recurso posmoderno a la figura de un Che redivivo
(como tantos mitos pop) ya aparecía ocasionalmente en la novela de Rubén
Mira y en otras ficciones no hispánicas.
El tratamiento ficcional del Che en el siglo xxi comienza en una no-
vela compleja de la venezolana Milagros Mata Gil, El diario íntimo de
Francisca Malabar (2002). La trama reconstruye la vida y los proyectos de
la escritora mencionada en el título. Entre estos últimos se encuentra una
novela sobre la figura del Che (a la que se refiere como la «novela sobre El
Pitirre»), de la que se transcriben apuntes del diario y también fragmentos
que se ilustran con fotos muy conocidas del Che. Además, se insinúa una
relación biográfica de la protagonista con Ernesto Guevara, pues el nom-
bre de este —y el de Alberto Granado— figura como asistente a su naci-
miento en 1950 —aunque sabemos que su paso por Venezuela fue poste-
rior—.
También el Che es un personaje secundario en la polémica novela del
argentino Jorge Lanata Muertos de amor (2007) —desautorizada ideológi-
camente incluso por algunos de los que cedieron sus testimonios al au-
tor—. Ahí se relata la experiencia de Jorge Masetti como responsable del
foco guerrillero en Salta entre 1963-1964, y se recrea la entrevista que años
antes había tenido con Guevara en Sierra Maestra. Además, en todo mo-
mento se considera su presencia como la del controlador absoluto de la
experiencia salteña, a menudo a través de la metáfora del jugador de aje-
drez (un rasgo recurrente en las biografías del Che).
No han sido pocas las novelas argentinas que en lo que va de siglo se
han ocupado de diversos aspectos de la figura del Che: Jorge Luis Lavalle
recrea la infancia del pequeño Ernesto en Che-Mitaí. Mi niño… Ernesto
(2005), a partir sobre todo del testimonio del padre (Mi hijo el Che). Mar-
tín Sánchez, en Sueños tardíos con el Che (2008), construye un experimen-
to en el que un admirador del Che intenta comunicarse oníricamente con
216 Daniel Mesa Gancedo
él, pero antes visita los sueños que el guerrillero pudo tener en su última
noche.
Pero, sin duda, la última gran novela sobre el Che es Un yuppie en la
columna del Che Guevara del también argentino Carlos Gamerro (2011).
Continuación de La aventura de los bustos de Eva (2004), protagonizada
por el mismo personaje, Ernesto Marroné, ejecutivo desclasado, converti-
do a su pesar en guerrillero, en esta ocasión se reconstruye el intento de
montar un foco revolucionario en el Delta del Tigre, siguiendo paso a paso
el ejemplo del Che, cuyo diario es leído con aplicación por Marroné y re-
plicado en su propio diario. En esto se parece, desde luego, a Guerrilleros
de Rubén Mira (novela que el propio Gamerro había elogiado de modo
entusiasta, y autor a quien Un yuppie… va dedicada). Pero lo que en Mira
era psicodelia surrealista es en Gamerro parodia barroca que termina en
tragedia. El personaje, que rememora su pasado revolucionario tras con-
templar un póster del Che en la habitación de su hijo, pasa de infiltrado en
la guerrilla con el objetivo de liberar a su patrón secuestrado (el mismo
Tamerlán de La aventura…) a líder enamorado en el Delta, y luego a con-
vencido y aterrado guerrillero urbano durante la dictadura, para, una vez
detenido, convertirse en torturador a la fuerza, y, al final, de nuevo en la-
cayo de su abyecto patrón, siempre como juguete de un destino que está
fuera de su control. La novela parodia la teoría de la guerrilla al comparar-
la con métodos tomados de libros de autoayuda, o desarma dialécticamen-
te la práctica del Che en boca del diabólico empresario que había planeado
su propio secuestro. La conclusión es, aparentemente, moralizante: los
guerrilleros —explica Marroné a su hijo— se derrotaron a sí mismos, por-
que no querían «morir al pedo» siguiendo un ejemplo imposible.
Un cuento del también argentino Marcelo Birmajer, «La remera del
Che» (2013) sintetiza una perspectiva desencantada semejante en el monó-
logo de un padre de 50 años a su hija de 25 cuando ella le quiere regalar
una camiseta con la imagen del Che. El padre la rechaza diciendo que ser
«revolucionario», como pretende la hija, no es un trabajo, y que el verda-
dero «héroe» es él, que nunca mintió y trabajó toda su vida.
Si ese «desencanto» se detecta en la mayoría de los autores argentinos
que escriben sobre el personaje en los últimos años, no puede ocultarse que
todavía hay lecturas mitificantes más recientes de otra procedencia. El
boliviano Víctor Montoya (exiliado en Suecia desde muy joven) publica en
Ernesto «Che» Guevara 217
2008 «Yo maté al Che», otro monólogo, en esta ocasión del sargento que
disparó contra el guerrillero en la escuela de La Higuera, que confiesa
haber disparado contra la «inmortalidad» y haber generado un mito, que
en realidad acabó con su propia vida, pues nunca pudo contar a nadie su
crimen o, en cualquier caso, nunca le creyeron, mientras veía como el aura
de su supuesta víctima no hacía más que crecer.
El también boliviano, mucho más conocido, Edmundo Paz Soldán
incluye referencias ocasionales al Che en sus primeras novelas, que recrean
el conflicto sociopolítico de su país en la transición del siglo xx al xxi:
Sueños digitales (2000) se desencadena a partir de la potencia icónica de la
famosa foto de Korda, que el protagonista fusiona por juego con el cuerpo
de Raquel Welch, en un híbrido virtual que será el germen de toda una
trama basada en el simulacro. En La materia del deseo (2002), más realista,
el Che aparece como modelo de conducta de algunos personajes, especial-
mente del padre del protagonista, miembro de la generación que en Boli-
via quiso prolongar la lucha guerrillera después del Che y, como él, se vio
abocada a la muerte. Por fin, en El delirio de Turing (2003) la presencia es
más tenue y solo aparece ya casi como «signo»: su diario es la clave de cier-
tas comunicaciones subversivas (que el protagonista es capaza de descifrar)
o es también la lectura preferida de una joven tópicamente insumisa.
Habría que citar también dos novelas españolas muy recientes que
—con aire de pretendido best-seller— abundan (para mal) en la perspecti-
va mitificante. En una, Lágrimas rojas. Tania, compañera del Che (2007),
de la periodista Margarita Espuña Cerezo, Guevara es personaje secunda-
rio de una autobiografía novelada (e inverosímil desde el punto de vista
estructural) de la famosa guerrillera germano-argentina. El guerrillero
reaparece cada vez que parece necesario (y a veces cuando no), siguiendo
sus eventuales encuentros con la protagonista. Es un personaje «de una
pieza»: héroe viril, fascinante y admirable, casi una estatua viviente.
Por su parte, el joven sevillano Fernando Otero obtuvo un importan-
te premio con su primera novela: Donde la muerte te encuentre (2012), que
es —reconocidamente— expresión de una fascinación personal del autor
por el personaje. La novela no elude incongruencias y esquematismos para
contar una historia de «investigación», mezclada con la ineludible trama
sentimental: el protagonista —¿trasunto del autor?— va a Cuba para ter-
minar una tesis doctoral sobre la (trillada, aunque no se diga) hipótesis de
218 Daniel Mesa Gancedo
que el Che fue traicionado en Bolivia por los propios cubanos. A partir de
ahí, es fácil imaginar el desarrollo: documentos secretos, paranoias simé-
tricas (del protagonista y del poder estatal cubano), erotismo supuesta-
mente exótico, nobleza de sentimientos, fracaso aparente y apoteosis final
del protagonista en todos sus frentes (académico, político y sentimental),
que atribuye el mérito a la prédica igualitaria del propio Che, a quien rei-
teradamente se califica de «héroe romántico».
Para concluir y completar el repaso de la ficcionalización de la figura
del Che no me parece irrelevante dedicar un excurso a su presencia en la
narrativa en otras lenguas distintas del español, dado el alcance internacio-
nal del mito. Si ese proceso había comenzado justo después de la muerte
del Che en el ámbito de la literatura hispanoamericana desde una perspec-
tiva neorrealista e ideológicamente combativa (la «novela de la guerrilla»
boliviana), la proyección en otras literaturas fue también inmediata, aun-
que con distinto planteamiento.
Por orden cronológico, conviene recordar Operation Che Guevara
(1969) de John Messman, que forma parte de una serie de novelas de
quiosco protagonizadas por el espía Nick Carter, encargado en esta oca-
sión de buscar a un Che que —quizá— no murió en Bolivia. Se sitúa esta
novela en el origen de un conjunto de ficciones bélicas, más o menos deli-
rantes, casi siempre de origen norteamericano, en las que la CIA tiene un
papel preponderante. En esa línea están también See You Later Alligator
(1985; trad. Proyecto Caimán, 1986) de William F. Buckley, o, más recien-
temente, I, Che Guevara publicada por el senador norteamericano Gary
Hart, bajo el seudónimo de John Blackthorn (2000), fantasía futurista, al
parecer, en la que —de nuevo— un sobreviviente Che vuelve a Cuba para
las primeras elecciones democráticas. En 2001, W E. B. Griffin publica
Special Ops (2001) recreación ficcional de las campañas africana y bolivia-
na del Che, desde una perspectiva antiguerrillera. Igual prevención contra
la herencia guevarista parece alentar en The Guevara Legacy (2001) de J. C.
Parker, veterano de Vietnam, que conecta la captura del Che con la ame-
naza del terrorismo islamista. Por su parte, Chuck Pfarrer recrea en el
best-seller Killing Che (2007) la captura y muerte del guerrillero, privile-
giando el papel de un agente de la CIA que atenúa la torpeza del ejército
boliviano y domina en todo momento a un ingenuo Guevara. Al margen
de esa serie bélica, pero relacionada con ella por su carácter de thriller po-
Ernesto «Che» Guevara 219
dría situarse la novela italiana Le mani del Che (1996), de Ivo Scanner
(seudónimo de Fabio Giovanni), que recreará el enigma de las manos am-
putadas al cadáver.
Un planteamiento más ampliamente biográfico adoptan otra serie de
novelas que desde la década de los setenta recrean episodios de la vida del
Che, casi todas con punto de partida en la muerte, como La septième mort
du Che, de Joseph Marsant (1976; trad. 1979); Che: Meine Träume Kennen
Keine Grenzen, de Horst-Eckart De Gross y Klaus-Peter Wolf (1982); o,
quizá la más extensa, ambiciosa de toda esta serie, y también la más cono-
cida, al menos en el mundo hispano: The death of Che Guevara: a Novel,
de Jay Cantor (1983; trad. 1985). Esa tendencia biográfica ha continuado
en el siglo xxi en títulos como Crosscurrents, de William A. Silverman
(2002), que presenta a un Che buscando apoyos para su proyecto revolu-
cionario continental; o La dernière aventure du Che, de Michel Liard
(2003), novela «política de aventuras» que recrea una vez más la campaña
boliviana. Más interesante resulta —con centro en el mismo episodio—
Método prático da guerrilha, del brasileño Marcelo Ferroni (2010, trad.
2012), que inventa un guerrillero brasileño incorporado al grupo de Ñan-
cahuazu para «completar» el relato de esa aventura, mezclando lo histórico
y lo ficticio.
Podrían considerarse relacionados con esas ficciones biográficas otros
relatos basados en testimonios de personas que conocieron al Che. Así es
el cuento «Brief Encounters with Che Guevara» (2006), de Ben Fountain,
o la novela Tu sai dov’è il Che?, de Renzo Casali, centrada en una investi-
gación personal y contemporánea al parecer sobre el periodo praguense y
los inicios de la campaña boliviana. El francés Kristian Marciniak en
Cuba mi amor (2010) recrea su propia estancia en Cuba durante la revolu-
ción, dando importante lugar al Che.
Con estos relatos (auto)biográficos se relacionan, por su parte, las fic-
ciones que tienen como protagonistas a personajes para quienes el Che es
una figura admirable e imitable, a la que, de un modo u otro, pretenden
encontrar (como en el caso de la novela de Fernando Otero antes comen-
tada), aunque sea simbólicamente. Así aparece en Le ceneri del Che, de
Athos Bigongiali (1996), en la que el protagonista, que ha encontrado al
Che en sueños pocos días después de su muerte, viaja todos los años a
Bolivia para recorrer sus pasos. Otra novela italiana La via del Che: il mito
220 Daniel Mesa Gancedo
di Ernesto Guevara e la sua ombra (2007), de Dario Fertilio, mezcla la re-
flexión sobre los ideales perdidos de un intelectual sexagenario que viaja a
Cuba, con la revelación de supuestos nuevos documentos que permitirían
reconstruir una nueva imagen del Che. Algo distinta es A Girl like Che
Guevara, de Teresa Dovalpage (2004), novela de formación que narra la
historia de Lourdes, una adolescente cubana durante los años ochenta, que
toma al Che como modelo de conducta. En la misma tradición «latina»,
Ana Menéndez en Loving Che (2003; trad. Por amor al Che, 2005) cuenta
la historia de una joven cubana criada en Miami por su abuelo, que vuelve
a la isla para encontrar las huellas de su madre, quien habría sido compa-
ñera del Che. En A Kiss for Señor Guevara (2010), de Terence Clarke, es la
joven boliviana Alma la que hará todo lo posible para conocer al Che en el
momento de su captura. El último título del que tengo noticia que podría
situarse en esta serie es Che Guevara habite au 7e étage (2008, trad. 2013),
de Bertrand Solet, novela infantil sobre la dura vida en un suburbio de
Marsella, en la que tres niños inventan que el guerrillero es su vecino (y
siguen su ejemplo) para defenderse de los abusos de unos pandilleros.
Este rápido e incompleto repaso podría concluir con los libros de via-
je relacionados con la figura del Che, que también han tenido enorme re-
percusión en otras lenguas distintas del español. En ese sentido, ha resul-
tado privilegiado el primer viaje americano del Che y Granado en
1951-1952. Según se vio, Patrick Symmes publica en 2000 Chasing Che: a
motorcycle journey in search of the Guevara Legend, que deja testimonio de
una recreación personal de aquel viaje. Su éxito editorial parece provocar
la película de Walter Salles —según López Badano— y se adelanta a otras
obras como la de Barbara L. C. Brodman, Looking for Mr. Guevara (2001),
que al parecer fue la primera que tuvo una idea semejante (en 1997) y la
llevó a un blog, que solo más tarde se convertiría en libro. Por fin, desde
una perspectiva novelesca y no autobiográfica, el francés Christian Moire
se sitúa en la misma estela con su recuento del viaje en Celui qui n’était pas
encore le Che (2007).
Crónica literaria. En esa línea no ficcional recién evocada, conviene
situar las diferentes modulaciones cronísticas de la figura del Che, en la
pluma de escritores de renombre. Quizá el primer texto de esas caracterís-
ticas que conviene mencionar, porque en él la figura del Che empieza a
cobrar rasgos cuasi fantásticos, se dio también al principio en otra lengua:
Ernesto «Che» Guevara 221
se trata de las crónicas que Jean-Paul Sartre publicó en francés en France-
Soir al hilo de su visita a Cuba en 1960 y que el mismo año se traducirían
al español en Cuba, con el título Huracán sobre el azúcar. Allí el Che se
eleva casi como el paradigma del revolucionario sobre-humano: joven,
enérgico, que no necesita dormir ni casi comer, pero —además, en su
caso— un héroe «intelectual», ilustrado, que puede mantener (en francés
y a medianoche) un diálogo fascinante con dos mandarines de la cultura
occidental del momento como eran Sartre y Simone de Beauvoir. Después
de la muerte del Che, Sartre sintetizaría su fascinación por el Che en una
frase que se haría célebre (y no eludiría a veces la ridiculización): «El Che
fue el hombre más completo de su tiempo».
En español, sintió una fascinación semejante el argentino Ezequiel
Martínez Estrada. Su texto «Che Guevara, capitán del pueblo» (1963) es
la crónica de un discurso del Che, ante el cual este oyente reacciona «con
unción más que con curiosidad, lo confieso, […] lo admiré en su actitud
de tribuno de la plebe, docto y circunspecto como un patricio». A conti-
nuación, reseña la entrevista que mantuvo con el personaje, quien le dejó
la impresión de que ya se había convertido en un símbolo, al punto que
Martínez Estrada juzga esa experiencia como una «revelación» que aún se
atreve a interpretar dentro de parámetros cristianos.
Al conocerse la muerte del Che, fueron inmediatos los testimonios de
autores hispanoamericanos que apoyaban la causa cubana. Entre los pri-
meros, quizá se cuenta la conferencia que pronunció Ernesto Sábato en
París, en noviembre de 1967, titulada «Homenaje a Ernesto Guevara» (que
se recogería luego en su libro Itinerario, 1969). El mismo mes, el también
argentino Abelardo Castillo publicaba su homenaje, «Matar la muerte», en
la revista porteña El Escarabajo de Oro. Poco más tarde, el número 46 de
la revista Casa de las Américas (enero-febrero, 1968), dedicado a la memo-
ria del Che, se convertiría en un recopilatorio impresionante de firmas
admirativas: Carpentier, Cortázar, Dalton, Fernández Retamar, Lezama
Lima, Urondo o Walsh (por solo nombrar a los hispanoamericanos más
conocidos) dejaron allí sus mensajes o sus recuerdos. A pesar de las dife-
rencias de tono, el sentido de todos esos textos (en prosa y también en
verso, como se verá luego) era coincidente: el Che «no ha muerto»; en
realidad, sus ejecutores le han dado «nueva vida». La incredulidad, el sen-
timiento de fraternidad, y, a veces, de culpa trasciende esa escritura. Un
222 Daniel Mesa Gancedo
poco más tarde, Vargas Llosa publicaría una reseña inmediata del diario
del Che (agosto de 1968), que sirve como referencia para medir la transfor-
mación ideológica del peruano: en ese momento, todavía la admiración es
absoluta, al punto de considerar que el Che solo puede compararse con
Bolívar y Martí.
En los años setenta, algunas memorias y crónicas de nombres mayo-
res de la literatura o el periodismo hispanoamericano prestan al «guerrille-
ro heroico» una atención particular. El chileno Jorge Edwards incluye en
sus memorias de la estancia como embajador en Cuba (Persona non grata,
1973) páginas de su propio diario en las que realiza un retrato del Che en
1964, cuando lo conoció en Ginebra y le sorprendió su actitud «innecesa-
riamente agresiva y poco diplomática», aunque finalmente le reconoce
«que fue consecuente con cada uno de sus actos y de sus palabras». Neru-
da, por su parte, dedica varias páginas de su Confieso que he vivido (1974)
a recordar la muerte del Che (criticando muchos de los versos escritos para
lamentarla, afirmando que él todavía no ha escrito los suyos y enorgulle-
ciéndose de ser el único poeta mencionado en el diario de Bolivia y de que
el Che leyera su Canto general a los guerrilleros cubanos). Tras evocar una
conversación que mantuvo con él en La Habana, Neruda discrepa sobre su
concepción de la guerra y concluye: «yo sigo viendo en el Che Guevara
aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, jun-
to a sus armas, un sitio para la poesía».
Un poco más tarde, en 1977, con ocasión del 10.º aniversario de la
muerte del Che, García Márquez escribe quizá la primera crónica sobre
uno de los episodios menos trabajados hasta entonces, su aventura africa-
na, y la titula «Los meses de tinieblas. El Che en el Congo». La evocación
es, desde luego, admirativa (y quizá un tanto afectada por el anacronismo:
pues afirma que cuando fue al Congo la imagen del Che ya colgaba en las
paredes de medio mundo, lo que no ocurriría, seguramente, hasta después
de su muerte) y por eso llama la atención que el colombiano no le dedica-
ra más atención en otros textos.
En la década de los 80 el Che comparece en proyectos de recreación
seudohistórica, como el celebérrimo friso cronológico del uruguayo
Eduardo Galeano Memoria del fuego (III. El siglo del viento, 1986): allí
están la invasión de Guatemala, la guerra en Cuba, la conferencia paname-
ricana en Punta del Este o la campaña boliviana. De igual manera, las
Ernesto «Che» Guevara 223
singulares memorias cubanas que Cabrera Infante recoge en Mea Cuba
(1994) incluyen textos en su mayoría escritos en la década de 1980, y en
muchos es evocada la figura del Che: degradado a nombre —mal pronun-
ciado— de tienda de ropa en Londres; como alguien que nunca amó a La
Habana; como objeto de deseo de Allen Ginsberg en su visita a Cuba;
como anarquista suicida y mártir, más que como guerrillero heroico.
Los años noventa empiezan a mostrar un enfoque revisionista o con-
memorativo en textos de este género. En 1992, a los 25 años de su desapa-
rición, Vargas Llosa publicó un artículo titulado «La muerte del Che» (lue-
go incluido en Desafíos a la libertad). A diferencia de otros textos más
antiguos, el tono ya no es elogioso: si en 1968 lo había comparado con
Bolívar y Martí, ahora lo hunde en el panteón de «momias» de la historia
y repudia su apología de la violencia, aunque reconoce que su atractivo
perdura, por su coherencia ideológica y su desprendimiento, y lamenta que
se haya perdido el idealismo que Guevara podría representar. Aprovecha
Vargas Llosa para recordar que nunca habló con él en sus visitas a Cuba,
pero que en 1964 alojó a su madre en París.
El mexicano Fabricio Mejía Madrid (el «mejor cronista de su genera-
ción» según Jon Lee Anderson) escribe en 1997 «El entierro del Che Gue-
vara» (incluido en Días contados. Crónicas sobre la eternidad de este presente,
2012), breve relato de su accidentada visita a Santa Clara para cubrir como
periodista el traslado de los restos del Che desde Bolivia. La ocasión pro-
picia una visión distanciada e irónica de las dificultades para moverse en
un mundo vigilado y empobrecido.
Cabrera Infante, por su parte, escribe en 1998 un texto sobre la visita
de Juan Pablo II a Cuba (incluido en la segunda edición de Mea Cuba,
1999), en el que atenúa el elogio que, al parecer, este dedicó al Che y re-
cuerda que había fusilado a muchos católicos en La Cabaña al triunfar la
revolución.
Fuera de la ficción, la figura del Che ha seguido preocupando a reco-
nocidos narradores hispanoamericanos en lo que va de siglo xxi. El argen-
tino Fogwill publica un singular e irónico «Homenaje al Che» en 2005, en
el que, tras repasar algunos significados de la palabra che termina explican-
do «el de la película de la motocicleta»: «un mito tan dúctil como el pro-
nombre «él», que puede identificar a cualquier cosa de género neutro o
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ERNESTO CHE GUEVARA Vida política. resumen

  • 1. ERNESTO «CHE» GUEVARA 1 Resumen del argumento y datos biográficos. La biografía de Ernesto Guevara de la Serna, el «Che», ha sido escrita y reescrita infinidad de ve- ces, casi desde el momento mismo de su muerte en 1967, como habrá ocasión de señalar más adelante. Aunque las palabras que se le han dedi- cado han sido muchas más de mil, la potencia simbólica de esa figura — preciso es reconocerlo desde el principio— se basa, sobre todo, en una imagen, en un preciso encuadre de una foto tomada por azar en 1960 por el cubano Alberto Díaz («Korda»), conocida por el título de «Guerrillero Heroico» y reproducida sin parar también a partir de la desaparición del modelo. Conviene recordar, entonces, con algún detalle el trayecto vital del personaje, a fin de recuperar el lugar o los lugares que esa imagen ha podido quizá usurpar. El hombre más tarde conocido como el «Che» había nacido en Rosa- rio el 14 de mayo de 1928 (y la «novela familiar» indica que, al parecer, la partida de nacimiento retrasó un mes la fecha de nacimiento, hasta el 14 de junio, por razones de conveniencia «social», pues la madre se encontra- ba embarazada antes del matrimonio). Fue el mayor de los cinco hijos de Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna. La familia tenía una posición social relativamente acomodada, con rentas procedentes de plantaciones de mate en Misiones o astilleros en el Río de la Plata, que propiciaban una en Leonardo Romero Tobar (ed.): Temas literarios hispánicos (II), Zaragoza, Prensas Universitarias, 2014, pp. 101-154.
  • 2. 186 Daniel Mesa Gancedo residencia intermitente entre Buenos Aires y Caraguataí (en la provincia de Misiones). La infancia de Ernesto Guevara está marcada, así, por las constantes mudanzas, y también por el asma, que padecía desde los 2 años y lo acompañará toda su vida. Esa afección motiva el traslado en 1932 de la familia a la ciudad de Altagracia (en la provincia de Córdoba), de clima más seco. La enfermedad impedirá que el pequeño Guevara asista con re- gularidad a la escuela, y será su madre quien se ocupe de su formación en esos primeros años. Los Guevara vivirán en Córdoba hasta 1947; allí rea- lizará Ernesto sus estudios secundarios y conocerá a sus primeros amigos, entre ellos Alberto Granado y Carlos «Calica» Ferrer, con quienes realiza- rá años más tarde sendos viajes por América Latina. Los ataques de asma lo martirizan desde muy niño, obligándole a tratamientos y regímenes severos, y a un modo de vida que propició su afición a la lectura, la escri- tura o el ajedrez. El asma también, según todos sus biógrafos, forjó un carácter marcado por la disciplina, el autocontrol y el afán por superar cualquier límite físico. En Altagracia y Córdoba conocerá el joven Guevara a algunos exilia- dos de la Guerra Civil española (como Manuel de Falla), por los que sen- tirá gran simpatía, y también a agentes y luego refugiados nazis, a los que su padre, aliadófilo durante la Segunda Guerra Mundial, vigilaba, a veces con la ayuda de Ernesto. A pesar de que su formación secundaria se pro- duce en un momento de grandes cambios políticos en Argentina (con el ascenso del peronismo, desde 1946), Ernesto no tendrá ninguna actividad política pública ni en Córdoba, ni posteriormente en Buenos Aires, adon- de la familia se había trasladado en 1947, tras liquidar el padre sus propie- dades y dedicarse, con escasa fortuna, al negocio inmobiliario en Córdo- ba. Ernesto todavía permaneció unos meses trabajando en la capital del interior; pero cuando enferma su abuela —a la que estaba muy unido— se trasladó también a Buenos Aires, donde, en 1948, tras la muerte de la abuela, comenzará a estudiar medicina. Ese mismo año sus padres se sepa- ran, a pesar de lo cual seguirán compartiendo el mismo domicilio. Ernes- to simultanea los estudios con el trabajo de asistente en una clínica espe- cializada en alergias. En la facultad conoce a Berta («Tita») Infante, con quien mantendrá amistad toda su vida. Empieza a jugar al rugby y a editar una revista especializada en ese deporte, donde publicará crónicas con el seudónimo de «Chang-Cho» (variación de uno de sus apodos, el «Chan- cho», merecido, al parecer, por su escaso aprecio por la higiene). Sus lectu-
  • 3. Ernesto «Che» Guevara 187 ras filosóficas empiezan a llevarle al descubrimiento de la obra de Marx. En 1950 se enamora de María del Carmen («Chichina») Ferreira, hija de una acomodada familia cordobesa, con quien mantendrá una relación du- rante dos años, pese a la oposición de los padres de ella. En esa época comienzan sus viajes: en 1950 viaja por el interior de Argentina en una bicicleta con motor (a su regreso posa para un anuncio publicitario de la marca); en 1951 se enrola como médico en un buque de YPF, lo que le permite recorrer la costa atlántica sudamericana desde Tie- rra del Fuego a Trinidad. En 1952 inicia con su amigo cordobés Alberto Granado (seis años mayor que él) su primer gran viaje continental: entre enero y agosto de ese año, recorren en una moto (y, posteriormente, en autobuses, lanchas o hidroaviones) el sur de Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Brasil, Colombia y Venezuela. Conoce las condiciones de vida de los mineros bolivianos en Chuquicamata; se maravilla ante las ruinas de Mac- chu Picchu; trabaja en leprosarios a las afueras de Lima y a orillas del Amazonas. Granado consigue trabajo en un leprosario de Caracas, pero Ernesto decide regresar a Buenos Aires para terminar sus estudios de me- dicina y lo hace en un avión que pasaba por Miami, donde permanecerá una temporada. A partir del diario de ese viaje, redactará unas Notas, en cuyo prefacio reconoce que el «vagar sin rumbo» por la «Mayúscula Amé- rica» le ha cambiado más de lo que creía. En 1953 recibe el título de médico y poco después, en julio, parte en nuevo viaje continental, acompañado ahora de su otro gran amigo cordo- bés, Carlos («Calica») Ferrer. En tren se dirigen a La Paz (Bolivia); luego, vuelven a recorrer el Perú, y pasan a Ecuador, acompañados de un grupo de argentinos cada vez más numeroso, entre los que se encuentra Ricardo Rojo (quien más tarde escribiría una de las primeras biografías del Che). En di- ciembre de 1953, tras un periplo más o menos accidentado por Centroamé- rica, Ernesto llega a Guatemala para conocer el desarrollo de la revolución que había puesto en marcha Jacobo Arbenz. Permanecerá en el país unos nueve meses, con dificultades para obtener trabajo; vivirá de cerca el con- flicto que las reformas de Arbenz desató frente a los intereses norteamerica- nos y condujeron al golpe de Estado de junio de 1954 y la posterior invasión estadounidense. Allí conoce a Hilda Gadea, exiliada peruana, y a otros exiliados cubanos, que habían participado en el asalto fracasado al Cuartel Moncada en 1953, primer intento de derrocar la dictadura que Fulgencio
  • 4. 188 Daniel Mesa Gancedo Batista había instaurado el año anterior. Entre ellos se encontraba Antonio («Ñico») López, que se convertirá en gran amigo de Ernesto y a quien se atribuye haberle impuesto el sobrenombre del «Che», por la frecuencia con la que usaba esa interjección. Las cartas que envía a su familia desde Gua- temala empiezan a revelar la fragua del revolucionario. En septiembre de 1954, tras pasar una temporada refugiado en la Embajada argentina en Guatemala, huyendo de la represión desencadena- da por el golpe triunfante de Castillo de Armas, sale hacia México. Allí trabajará como fotógrafo y como alergista en un hospital; se casará con Hilda Gadea; entrará en contacto con más exiliados cubanos, entre los cuales se contará —a partir de mitad de 1955— Fidel Castro (recién am- nistiado por Batista), quien de inmediato le ofrecerá unirse a sus proyectos revolucionarios. En febrero de 1956 se inicia el entrenamiento de los inte- grantes del denominado «Movimiento del 26 de julio», que planea invadir Cuba. Poco después nace la primera hija del Che y Hilda Gadea, y Gue- vara cierra el diario que había iniciado al partir de Buenos Aires en 1952 afirmando que 1956 puede ser un año importante para su futuro. En junio de 1956 la cúpula del «Movimiento 26 de julio» es encarce- lada en México, y Guevara corre la misma suerte. El argentino se confiesa comunista, lo que, unido a problemas con su documentación, retrasará su puesta en libertad, que Castro procuró por todos los medios y, finalmente, logró. Así las cosas, en noviembre de 1956, una expedición de 82 hombres parte desde México a bordo del yate Granma con la intención de instalar en tierra cubana la base del movimiento revolucionario, que pretenderá derrocar la dictadura de Batista. El desembarco fue un desastre y poco después los revolucionarios cayeron en una emboscada que redujo al grupo a poco más de una docena de hombres, posteriormente reagrupados en la Sierra Maestra, al sudeste de la isla. Rápidamente se organizó el apoyo urbano en todo el país. Gue- vara, que se había incorporado al Movimiento como médico, pronto se convirtió en soldado y ganará jerarquía rápidamente, a causa de su actitud en los combates y su disciplina y rigor en la organización de la guerrilla. A principios de 1957 empieza a fraguarse su imagen de implacable represor de la traición, pues se encargó personalmente de ejecutar a un delator, ante la indecisión de sus compañeros. Simultáneamente, los servicios médicos que, gracias al Che, la guerrilla podía ofrecer a los campesinos de la zona
  • 5. Ernesto «Che» Guevara 189 van granjeando nuevas simpatías. A mediados de 1957, el ejército revolu- cionario se divide en dos columnas, a cargo, respectivamente, de Fidel Castro y el Che Guevara, ascendido en ese momento a comandante. En la zona que irá poco a poco controlando establecerá una mínima infraestruc- tura de mantenimiento, información y apoyo. A principios de 1958 pon- drá en marcha Radio Rebelde. El proceso de expansión del movimiento revolucionario hace que Castro encargue al Che tareas en la retaguardia, como el adiestramiento y formación de guerrilleros novatos, que no pare- cieron satisfacerle demasiado, pero que organizó con su rigor habitual. En ese momento, entabla una relación con una campesina llamada Zoila Ro- dríguez García. Tras una ofensiva fracasada del ejército batistiano, a mediados de 1958, Sierra Maestra queda en poder de los revolucionarios, que deciden extender el movimiento al resto de la isla. El Che y Camilo Cienfuegos se dirigen hacia el norte, con el objetivo de conquistar Santa Clara, mientras que Fidel Castro y su hermano Raúl se encargarán de conquistar Santiago de Cuba en el sureste. En su base de la sierra del Escambray, Guevara co- noce a la guerrillera Aleida March, que más tarde se convertirá en su se- gunda esposa. Comienza entonces a fraguarse el núcleo de colaboradores más estrecho, que tras el triunfo de la revolución constituirá una especie de guardia personal y que, en algún caso, le acompañará posteriormente en sus otras expediciones revolucionarias al Congo y a Bolivia. A fines de diciembre de 1958, el Che toma Santa Clara (derrotando a un ejército diez veces más numeroso y que contaba con el apoyo de un tren blindado). A raíz de esa victoria, el camino hacia La Habana quedaba ex- pedito. Batista abandona Cuba el 1 de enero de 1959 y las tropas revolu- cionarias se concentrarán, finalmente, en la capital en los días inmediatos. Tras la toma del poder, los revolucionarios forman nuevo gobierno, explícitamente anticomunista. Castro permanece como jefe de las fuerzas armadas y Guevara como jefe, hasta junio de 1959, de la fortaleza de La Cabaña, el lugar donde se encerró y ejecutó a gran número de partidarios de Batista. El Che también forma parte del grupo secreto dirigido por Castro y encargado de elaborar las directrices del nuevo gobierno. Por sus méritos durante la guerra, Castro le otorga la ciudadanía cubana. Más tarde se hace cargo del Ministerio de Industria y luego será presidente del Banco Nacional. Convencido de que EE. UU. no permitirá la implemen-
  • 6. 190 Daniel Mesa Gancedo tación de una política revolucionaria, el Che será partidario de tomar me- didas radicales: depurar el Gobierno de elementos conservadores, contro- lar el Ejército, acercarse a la URSS y apoyar movimientos guerrilleros en otras zonas de América Latina. Impulsará la reforma agraria; pondrá en marcha la agencia de noticias Prensa Latina, dirigida por el argentino Jor- ge Masetti (a quien en 1963 el Che enviará a Argentina para promover una insurrección que no tardaría en fracasar). En mayo de 1959, el Che se divorcia de Hilda Gadea y se casa con Aleida March, con quien tendrá cuatro hijos. En junio inicia uno de sus primeros viajes oficiales, con el fin de abrir nuevos mercados para el azú- car: visita Egipto, Indonesia, India y Yugoslavia, y a partir de entonces Cuba inicia relaciones comerciales con la URSS. A finales de 1960 reali- zará otra gira por países socialistas: Checoslovaquia, URSS, China, Corea del Norte y la Alemania Oriental. Conoce a todos los dirigentes, y además a la germano-argentina Heidi Tamara Bunke, que poco después viajaría a Cuba y, con el sobrenombre de «Tania», se convertirá en una pieza clave en la expansión del foco guerrillero que el Che quería difundir por América. A partir de 1960 empieza a desarrollar públicamente su concepto del hombre nuevo socialista, caracterizado por la austeridad extrema y la entre- ga al bien colectivo, de las que el Che trató de dar ejemplo máximo parti- cipando habitualmente en tareas de trabajo voluntario y renunciando ex- presamente a cualquier privilegio económico o material que hubiera podido corresponderle por razón de sus cargos. Durante su visita a La Habana ese mismo año, Jean Paul Sartre lo calificará como el «ser huma- no más completo de nuestra época». De marzo de ese año es también la foto que le hizo Alberto Korda y que se convertirá en la imagen más difun- dida del siglo xx. A principios de 1961 EE. UU. rompe relaciones diplomáticas con Cuba y unos meses después auspicia una invasión de exiliados anticastris- tas en Playa Girón (bahía de Cochinos), que concluyó en el fracaso. John F. Kennedy impulsa posteriormente la Alianza para el Progreso, con obje- to de contribuir al desarrollo latinoamericano y contrarrestar las simpatías ideológicas hacia la revolución cubana. La iniciativa se hizo pública en una reunión de la OEA en Punta del Este (Uruguay) a la que asistió el Che. Sin rechazar el plan norteamericano, planteó, no obstante, que EE. UU. debía dar pasos hacia una mayor libertad comercial y mayor industrialización en
  • 7. Ernesto «Che» Guevara 191 América Latina. Ese viaje fue aprovechado por el Che para reunirse con los presidentes de Brasil (Jânio Quadros) y Argentina (Arturo Frondizi), derrocados poco después por sendos golpes militares, que entre otras razo- nes adujeron el «peligroso» acercamiento de esos políticos a la figura del Che. Tras la derrota de Playa Girón, la CIA había puesto también en mar- cha planes de sabotaje contra el Gobierno cubano y Cuba es expulsada de la OEA. En ese contexto, llega el acuerdo con la URSS para instalar misi- les nucleares en la isla que disuadan a EE. UU. de nuevos intentos de in- vasión. El Che fue uno de los principales valedores de ese tratado y mostró su decepción cuando a finales de 1962 Kennedy y Kruschev llegaron a un acuerdo para retirar sus respectivos arsenales nucleares de Turquía y Cuba. Guevara incrementa a partir de ese momento su interés en la interna- cionalización de la revolución, mediante el establecimiento de focos gue- rrilleros en diversos países. El apoyo de la lucha armada le reportó la rup- tura con la mayoría de los partidos comunistas de la región, partidarios de la toma pacífica del poder. El objetivo que más interesaba a Guevara en ese proceso era Argentina. En 1963 envió a un grupo de guerrilleros a Salta, al norte del país, comandados por Jorge Masetti, como se ha dicho. El Che tenía intención de unirse a ellos a la mayor brevedad, pero el grupo fue aniquilado (en combate o por detenciones y desapariciones) en 1964 antes incluso de poder terminar de organizarse. Ese fracaso hizo que el Che empezara a considerar la posibilidad de exportar la revolución a otros paí- ses e incluso a otros continentes, como África, que en lo sucesivo será ob- jeto central de sus reflexiones y su acción, como reveló en su famosa inter- vención en la sede de la ONU en Nueva York a fines de 1964. Para entonces el Che ya tenía decidido abandonar el Gobierno en Cuba e incorporarse personalmente a otras iniciativas guerrilleras. Sus pa- sos se dirigieron al Congo (donde, tras el asesinato del presidente Patrice Lumumba en 1961, actuaba una guerrilla con base en Tanzania). A prin- cipios de 1965 viaja por África, Europa y China, sondeando las posibilida- des de establecer un foco guerrillero. Poco después desaparece de la vida pública y escribe una carta de despedida dirigida a Castro, que debía darse a conocer solo en el caso de que el Che muriera o fuera capturado, y en la que renunciaba a todos sus cargos, incluso a la nacionalidad cubana, y desvinculaba a su Gobierno de toda responsabilidad en su aventura guerri- llera. Es la carta que concluye con la frase «Hasta la victoria. Siempre pa-
  • 8. 192 Daniel Mesa Gancedo tria o muerte», convertida desde entonces en un topos guevariano (alterado como «Hasta la victoria siempre», según explica Tristán Bauer en su docu- mental Che, el hombre nuevo, 2010). Caracterizado como «Ramón Benítez», empresario español, el Che abandona Cuba y llega a Tanzania en abril de 1965, sin avisar a los líderes rebeldes congoleños. Se inicia así su aventura africana que constituirá, como el mismo Che anota en sus diarios del momento, la «historia de un fracaso». El desconocimiento de la lengua, del contexto político y de las costumbres de los habitantes convirtió esa aventura en un desastre que concluyó con una retirada precipitada en noviembre de 1965. Pero Castro, para acallar rumores, había leído ya públicamente la despedida del Che en octubre, lo que prácticamente cancelaba todas sus posibilidades de regre- sar a Cuba. De todos modos, el Che, cuya madre, además, había muerto mientras él estaba en el Congo, se encontraba ya en una vía sin retorno hacia el cumplimiento del destino revolucionario que se había impuesto tiempo atrás. El regreso clandestino a Cuba en julio de 1966 (pasando por Tanza- nia y ocultándose cinco meses en Praga —uno de los periodos menos do- cumentados de su vida, que Abel Posse ha recreado en una novela—) solo estuvo destinado a preparar otra aventura guerrillera. De nuevo, el Che hubiera querido que el objetivo fuera Argentina, pero le convencieron de que resultaría más adecuado implantar el foco en Bolivia, cerca de la fron- tera con su país de origen. De nuevo disfrazado de comerciante español, se despide de su familia en noviembre de 1966 y parte hacia la Bolivia gober- nada por el dictador René Barrientos. El grupo formado por cubanos, bolivianos, peruanos y argentinos se ubica al sudeste del país, cerca del río Ñancahuazú. Los problemas para el grupo comenzaron ya a la hora de elegir su ubicación, pues la zona según parece era muy poco adecuada para instalar un foco guerrillero clandesti- no. Por otro lado, en ningún momento consiguieron el apoyo del partido comunista boliviano ni lograron la simpatía de los campesinos. Como en África, de nuevo el desconocimiento del contexto geopolítico y eventuales fallas de comunicación jugarían en contra del proyecto del Che. A princi- pios de 1967 fueron detectados por el ejército boliviano y comenzó una dinámica de huida y combate que redundaría, a partir de abril, en la sepa- ración del grupo en dos columnas que no volverían a encontrarse. En la
  • 9. Ernesto «Che» Guevara 193 que no comandaba el Che iba la única mujer del grupo: Tamara Bunke, «Tania», que desde años atrás había ejercido labores de espionaje en La Paz para facilitar la instalación de la guerrilla, y había terminado incorporán- dose a ella —contra la voluntad del Che—. En el grupo del Che estuvie- ron por un tiempo el intelectual francés Régis Debray y el pintor argenti- no Ciro Bustos, que fueron apresados al intentar abandonar la guerrilla para dedicarse a labores de apoyo en otros lugares. Estas y otras detencio- nes facilitaron la información clave para detectar y, finalmente, acabar con los guerrilleros. Las comunicaciones de estos con el exterior eran ya para entonces inexistentes y el Che solo pudo dar a conocer un «Mensaje para los pueblos del mundo» leído en la reunión de la Tricontinental (La Haba- na, 16 de abril de 1967), donde —contra el deseo de «coexistencia pacífi- ca» proclamado por las grandes potencias y asumido por los partidos co- munistas ortodoxos— el Che hace explícito desde el comienzo su propósito de «crear dos, tres… muchos Vietnam» al objeto de terminar con el imperialismo norteamericano. A finales de agosto de 1967 el ejército boliviano, ya para entonces con apoyo de la CIA, embosca y acaba en el Vado del Yeso con todos los inte- grantes de la segunda columna. Desde finales de septiembre, la columna del Che es igualmente cercada y tras un primer combate en que mueren algunos guerrilleros, el 8 de octubre los supervivientes (ya de hace tiempo asediados por el hambre y las enfermedades) son sorprendidos en la Que- brada del Churo. El Che vuelve a dividir su grupo y envía por delante a los más débiles (que en su mayoría se salvarán), mientras intenta contener el ataque del ejército. Resultará herido en el combate y, finalmente, apresado junto con otro guerrillero boliviano. Son trasladados al pueblo cercano de La Higuera y encerrados en una escuela, junto con los cadáveres de com- pañeros. El ejército se incauta de todas sus pertenencias, incluido el diario de campaña, que a partir de entonces se convertirá en un objeto disputado por todos los actores del conflicto. El 9 de octubre el Gobierno boliviano anuncia que el Che ha muerto en combate el día anterior; pero en realidad hasta el mediodía el presidente no da la orden de ejecución. Ya para enton- ces hay algún agente de la CIA en La Higuera (el cubano-norteamericano Félix Rodríguez), aunque no es seguro que EE. UU. estuviera de acuerdo con la ejecución del Che (quien, al ser apresado, ya habría advertido a sus captores, según algunas versiones: «valgo más vivo que muerto»). Rodrí- guez interroga al Che, le comunica que va a ser fusilado, le toma las últi-
  • 10. 194 Daniel Mesa Gancedo mas fotografías con vida y transmite la orden de ejecución al sargento boliviano Mario Terán (con la advertencia de que no le dispare a la cabeza, para que parezca que ha muerto en combate), quien la cumple al parecer animado por la propia víctima (que, según otras historias, justo antes ha- bía tenido presencia de ánimo para corregir ante la maestra de La Higuera, una falta de ortografía presente en la pizarra de la escuela). El cadáver es trasladado en helicóptero al pueblo cercano de Vallegrande, donde será exhibido públicamente durante dos días, de lo cual queda constancia en numerosas fotografías, entre ellas las más famosas de Fredy Alborta. Con los ojos abiertos, el cadáver les recuerda a algunas monjas presentes el cuer- po de Cristo; otras mujeres, se dice, recortan ya mechones de sus cabellos para conservarlos como reliquias. Comienza el culto de «San Ernesto de la Higuera». El Gobierno boliviano había decidido hacer desaparecer el ca- dáver, pero para confirmar la identificación se le amputan las manos. Aunque, al parecer, se consideró la posibilidad de incinerar el cadáver, fi- nalmente por diversas razones, fue inhumado en un lugar desconocido, hasta que en 1995, el general retirado Mario Vargas Salinas, declaró a uno de los biógrafos más reputados del Che, Jon Lee Anderson, que estuvo presente en el enterramiento del Che y otros seis guerrilleros, y que cono- cía el lugar: una pista de aterrizaje abandonada en Vallegrande. Dos años después, en 1997, coincidiendo con el trigésimo aniversario de su muerte, un equipo de científicos cubanos y argentinos desenterró los restos supues- tos del Che y sus compañeros y fueron trasladados a Cuba y depositados en un mausoleo en Santa Clara. A pesar de ello, algunos periodistas y otros supuestos testigos ponen en duda que los restos recuperados sean los del Che. En 1967 la noticia de su muerte se difundió de inmediato y empezó a construirse el mito. El diario de Bolivia fue recuperado —no sin intri- gas— por las autoridades cubanas y publicado enseguida para evitar la manipulación por parte de la CIA. Se distribuyeron millones de copias gratuitas en Cuba y pronto fue traducido a varios idiomas. Poco después, el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli hará el póster del «Guerrillero Heroico» a partir de la foto de Korda, que empezará a difundirse sin con- trol en el contexto de las revueltas de 1968. A partir de esos dos elementos, el valor simbólico del Che no dejará de crecer en las décadas sucesivas.
  • 11. Ernesto «Che» Guevara 195 Fuentes biográficas básicas1 a) Egodocumentos Los textos biográficos sobre Ernesto «Che» Guevara son, literal- mente, incontables y esta no podrá ni pretenderá ser una reseña exhaus- tiva. Si se intentan ordenar por la condición de sus autores, hay que ha- blar, en primer lugar, de los textos autobiográficos. Ernesto Guevara llevó un diario desde muy joven, sobre todo a partir del momento en que se «echa al camino» y empieza a recorrer Latinoamérica. Los textos más antiguos (referidos al viaje por Argentina en 1950) aparecen indirecta- mente citados por su padre en Mi hijo el Che (1968). El primer viaje continental (1951-1952) dio lugar, como se ha dicho, a unas notas que se editaron por primera vez en 1993 y fueron la base para la película de Walter Salles, Diarios de motocicleta, título que han repetido ulteriores ediciones. El diario del segundo viaje continental (1953-1956) era cono- cido solo indirectamente hasta que se publicó en 2007, con el título Otra vez. Las notas sobre la campaña revolucionaria en Cuba solo eran cono- cidas a partir de su reelaboración (en muchas ocasiones ficcional) en el libro Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), pero en 1995 se editaron junto con los diarios de Raúl Castro y en 2011, ya de forma autónoma, con el título Diario de un combatiente. En 1999 se había publicado tam- bién la versión reelaborada de las notas de la campaña africana con el título Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo. El diario de su última campaña, la boliviana, fue —según se acaba de ver— el primero en edi- tarse, en 1968. Recientemente se ha facilitado el acceso público al origi- nal manuscrito y se pueden consultar diversas ediciones más o menos críticas o incluso facsimilares on-line. Hay que tener presente que la di- fusión de todos esos documentos autobiográficos ha sido y es cuidadosa- mente controlada por las autoridades cubanas. 1 A partir de este momento, el trabajo se ha apoyado, además de en la lectura direc- ta de los textos que se comentan con mayor detalle, en la consulta de numerosos catálogos y sitios web, particularmente del imprescindible WorldCat (que a menudo ha permitido llegar a otras fuentes virtuales, cuya pertinencia se ha intentado aquilatar en todo caso) en donde se encontrarán los datos bibliográficos que aquí no pueden consignarse por razones de espacio.
  • 12. 196 Daniel Mesa Gancedo Habría que añadir a esos documentos autobiográficos los numerosos textos epistolares: las cartas a su familia, sobre todo al padre, la madre o a alguna tía, que se habían incluido en algunas ediciones de los diarios o en testimonios biográficos de personas cercanas. El corpus más recientemen- te editado lo constituyen sus cartas a su amiga de la Universidad Tita In- fante (editadas por Adys Cupull y Froilán González en Bolivia en 2009, con el título de Cálida presencia). La mayoría de los textos editados y algu- nos inéditos se encuentran en diversas páginas web, entre las que destaca por su exhaustividad la de la Cátedra Che Guevara en Argentina. b) Testimonios En segundo lugar, hay que considerar los testimonios de personas que tuvieron contacto directo con el Che en algún momento de su vida. Los testimonios y documentos del padre, Ernesto Guevara Lynch, fueron re- cogidos en Mi hijo el Che (1968) y Aquí va un soldado de América (1987). Los amigos argentinos que lo acompañaron en distintos momentos de sus viajes también publicaron luego sus recuerdos. Entre los primeros, más tempranos hay que consignar Mi amigo el Che de Ricardo Rojo (1968), aunque su relación fue muy ocasional durante el segundo viaje por Amé- rica, y hay quien dice que el título es más bien una hipérbole oportunista. Alberto Granado (compañero del primer viaje americano) publicó en 1980 Con el Che por Sudamérica, basado en su propio diario, que complementa las notas de Guevara. Recientemente, Carlos «Calica» Ferrer ha publicado sus recuerdos del segundo viaje (De Ernesto al Che, 2005). En relación con ese Che más o menos «privado», resultan fundamentales para años poste- riores los testimonios de sus dos esposas, muy diferentes en su plantea- miento: Hilda Gadea (Che Guevara. Años decisivos, 1972) y Aleida March (Evocación. Mi vida al lado del Che, 2008). En cuanto a la vida pública, hay también, desde luego, innumerables testimonios. Acerca de la campaña cubana, Mariano Rodríguez Herrera recopiló en 1982 una colección (Ellos lucharon con el Che) y también puede ser útil, como recuerdan algunos biógrafos, el recuento de algunos viajeros que pasaron por La Habana poco después de la revolución y publicaron enseguida sus impresiones, como es el caso de la francesa Ania Francos (La Fête cubaine, 1962), quien a juicio de Kalfon empezó a fijar cierta vertien- te del mito del Che en afirmaciones como la que sigue:
  • 13. Ernesto «Che» Guevara 197 El Che Guevara es el que más me impresiona. Recupero mis emocio- nes de adolescente. […] Recuerdo lo que me decía una amiga argentina: «Todas las chicas de América Latina están enamoradas del Che. Es apues- to y romántico, con grandes ojos negros y una barbita enmarañada. ¡Es Saint Just! ¡El más radical! ¡Y es asmático! […] (apud Pierre Kalfon, Che. Ernesto Guevara: una leyenda de nuestro siglo, Barcelona, Círculo de Lecto- res, 1997: 343). Uno de los más destacados participantes en la rebelión de Sierra Maestra —luego distanciado del régimen castrista— fue Carlos Franqui, quien dejó también su testimonio (Diario de la revolución cubana, 1976). Las entrevistas que el periodista argentino Jorge Masetti realizó al Che en las montañas cubanas aparecen en las memorias póstumas de aquel (reco- gidas por Rodolfo Walsh, Los que luchan y los que lloran, 1968). Igualmente necesarios son los testimonios de quienes estuvieron jun- to al Che en aventuras posteriores, como Jorge Serguera Riverí («Papito»), que en 1997 recopiló sus recuerdos de la campaña africana en un volumen (Caminos del Che: datos inéditos de su vida) o el cubano Artiles García, quien en 2009 recogió otros testimonios sobre esa campaña en El año que volvimos a nacer. Pero quizá el episodio que más textos ha generado, de todo tipo, ha sido, desde luego, la campaña boliviana. Pronto se publica- ron los diarios de algunos combatientes: en 1968 aparecieron en inglés los de Eliseo Reyes Rodríguez («Rolando»), Israel Reyes («Braulio») y Harry Villegas («Pombo»). Luego se retradujeron al español en Argentina (Dia- rios de Bolivia, 1971). Los dos primeros guerrilleros mencionados murie- ron en Bolivia, pero Pombo sobrevivió, y con su diario y los testimonios de otros dos cubanos supervivientes (Leonardo Tamayo «Urbano» y Dariel Alarcón Ramírez «Benigno»), el periodista italiano Saverio Tutino cons- truyó un volumen que publicó en 1970 con el título de Il Che in Bolivia. Más tarde (1996) el propio Pombo se responsabilizaría de publicar su dia- rio y sus recuerdos (Pombo, un hombre de la guerrilla del Che). Urbano re- pitió y amplió su testimonio mucho más tarde ante el periodista José Ma- nuel Mayo (En la guerrilla junto al Che, 2002) y Benigno había hecho lo propio ante la venezolana Elisabeth Burgos en sus Memorias de un soldado cubano (1997). Este último es también la fuente principal de Mariano Rodríguez Herrera en Diario de guerra: la última travesía del Che y Benig- no en Bolivia (2012).
  • 14. 198 Daniel Mesa Gancedo Temprana fue la publicación de algunos testimonios de guerrilleros bolivianos supervivientes, muy cercanos al Che, como Guido Peredo («Inti»), quien en 1970 sacó a la luz Mi campaña con el Che. Algunos espe- cialistas, no obstante, consideran este testimonio, directamente, como una falsificación (Humberto Vázquez Viaña, desde 1971, pero ampliamente en el trabajo Mi campaña junto al Che, atribuida a Inti Peredo, es una fal- sificación, 2012). Rodríguez Herrera reconstruyó la odisea de esos supervi- vientes en Escape a balazos: los sobrevivientes del Che (2004). Supervivientes de esa guerrilla boliviana, en otras circunstancias, fue- ron el francés Régis Debray y el argentino Ciro Bustos. Ambos intentaron abandonar la selva con el consentimiento del Che, pero pronto fueron detenidos por el ejército. Hay todavía cierta controversia sobre la influen- cia de sus testimonios en la ulterior captura del Che. Ambos fueron libe- rados en 1970. Debray defendería luego durante algunos años el papel de la guerrilla en Latinoamérica (aunque después cambiaría de opinión) y su experiencia estaría siempre presente en sus textos memorialísticos. Según Kalfon, los mejores para acercarse a su imagen del Che son La guérilla du Che (1974), Les masques (1987) y Loués soient nos seigneurs (1996). Bustos, sin embargo, guardó silencio durante muchos años y arrostró la considera- ción de «traidor» hasta que en 2007 decidió publicar su versión de los he- chos (El Che quiere verte. La historia jamás contada del Che Guevara en Bolivia). Sobre la campaña boliviana y el final del Che Guevara hay abundan- tes testimonios por el lado de los militares que participaron en la captura. Entre ellos está el agente cubano-estadounidense de la CIA que de algún modo fiscalizó el proceso de ejecución, Félix I. Rodríguez, cuya autobio- grafía se publicó en inglés en colaboración con John Weisman (Shadow Warrior, 1989; trad. 1991). También interesa conocer la versión de Mario Vargas Salinas (El Che: mito y realidad, 1988), quien más tarde —como queda dicho— declararía haber sido testigo del enterramiento del Che y permitiría el hallazgo de los restos. Por último, tienen cierta proyección los testimonios recogidos por el general Saucedo Parada en 1987 (No dispa- ren… soy el Che), y el de Gary Prado Salmón, uno de los militares que capturó al Che y que mantuvo algún diálogo con él poco antes de morir (Cómo capturé al Che, 1987; La guerrilla inmolada, 1987). Resulta curiosa también la investigación llevada a cabo por Reginaldo Ustariz (Vida,
  • 15. Ernesto «Che» Guevara 199 muerte y resurrección del Che, 2002), uno de los médicos que pudo contem- plar el cadáver del Che en La Higuera y fue el primero en cuestionar la versión oficial de la muerte en combate. Rafael Cerrato (Amanecer en La Higuera: los secretos tras la muerte del Che Guevara, 2012) indaga en aspec- tos poco conocidos del suceso, combinando testimonios de Rodríguez y «Benigno» (y revelando que con el tiempo estos dos combatientes llegaron a ser amigos). Por su parte, Mario J. Cereghino y Vincenzo Basile han publicado documentos desclasificados de la CIA en relación con el final del guerrillero (Che Guevara top secret: la guerriglia boliviana nei documen- ti del Dipartimento di Stato e della CIA, 2006; trad. 2008). Algunas de las consecuencias de esos sucesos (el destino de los asesinos) han encontrado desarrollo en biografías de otros personajes (Jürgen Schreiber, La mujer que vengó al Che Guevara: la historia de Monika Ertl, 2010). Estas referencias a testimonios de personas cercanas al Che no esta- rían completas sin consignar, al menos, alguna de las obras más significa- tivas relacionadas con el otro caudillo de la revolución cubana, Fidel Cas- tro, a pesar de que su objetividad, como puede imaginarse, resulta todavía bastante cuestionada. Entre los numerosos libros, pueden citarse las bio- grafías de Tad Szulc (Castro. Trente ans de pouvoir absolu, 1987) o Norber- to Fuentes (La autobiografía de Fidel Castro, 2004-2007) y las conversacio- nes mantenidas con el italiano Gianni Minà (Habla Fidel, 1988) o el libro de Ignacio Ramonet (Cien horas con Fidel, 2006), construido en gran par- te sobre discursos de Castro. Además, puede verse el libro organizado por Rodríguez Cruz (Che y Fidel: una amistad entrañable, 2004) o el compila- do por David Deutschmann (Che en la memoria de Fidel Castro, 2007). c) Biografías En 1997, coincidiendo con el trigésimo aniversario de la muerte del Che y casi con la aparición de sus restos, se publicaron cuatro biografías que se han convertido desde entonces (con revisiones y ediciones ulteriores cada una de ellas) en textos de referencia: dos fueron escritas directamente en español, las de los mexicanos Paco Ignacio Taibo II (Ernesto Guevara, también conocido como el Che) y la de Jorge G. Castañeda (La vida en rojo. Una biografía del Che Guevara); otra en inglés, la de Jon Lee Anderson (Che Guevara: a revolutionary life), y otra en francés, la de Pierre Kalfon (Che. Ernesto Guevara: une légende du siècle), pero ambas fueron traducidas
  • 16. 200 Daniel Mesa Gancedo de inmediato al español. Todas son exhaustivas y ricas en fotos y docu- mentos, se han actualizado en eventuales reediciones, e incluso, a estas alturas, dialogan entre sí y hasta se complementan, como señaló Rafael Rojas, en una reseña de la de Castañeda: Entre las montañas de papeles dedicadas a reforzar o debilitar el mito guevarista se salvan, a mi juicio, cuatro biografías: la de Jon Lee Anderson, la de Paco Ignacio Taibo II, la de Pierre Kalfon y la de Jorge Castañeda. Cada una tiene su particular virtud. Es como si los cuatro biógrafos se hubieran distribuido el trabajo para captar eso que los griegos llamaban el areté del personaje. Anderson describe la construcción cultural del mito, Taibo su apasionante y caprichosa psicología, Kalfon su mundo literario y Castañeda su política («El Símbolo rendido. Una lectura de La vida en rojo…», 1998, Nexos en línea, http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo &Article=2100466). Esta caracterización es, desde luego, algo escasa para volúmenes que rondan, en cada caso, las 600 páginas. Difieren además en su estilo: las de Taibo y Kalfon están escritas en presente, lo que simula una cercanía con el personaje y una pretendida agilidad narrativa, no siempre lograda. Tai- bo, por su parte, utiliza muy generosamente palabras del Che, que trans- cribe en cursiva (lo que en alguna ocasión le ha valido el calificativo de «estilo evangélico») y adopta en ocasiones un tono coloquial que puede atraer a ciertos lectores, pero menoscaba la objetividad del discurso. Algo parecido ocurre en ocasiones en el enfoque irónico de Kalfon, frente a determinadas actitudes de su personaje. Anderson y Castañeda son los más rigurosos, desde ese punto de vista, y los que parecen haber realizado también una más rigurosa labor documental (a menudo con referencia a papeles inéditos y «desclasificados») que atestiguan en sus numerosas y extensas notas. Anderson y Kalfon, por su parte, aportan la utilidad aña- dida de sintetizar sus fuentes en bibliografías finales, algo que se echa de menos en las de Taibo y Castañeda. Pero los acercamientos biográficos a la figura del Che se habían ini- ciado ya al poco de su muerte (como recuerda el trabajo de Germán Sán- chez Otero, «Las biografías del Che Guevara», accesible en internet). Una de las primeras y más exhaustivas fue la argentina de Hugo Gambini (Che Guevara, 1968), muy reeditada posteriormente, al parecer sin corrección de errores comprensibles en su momento (como señaló Wilfredo Penco en
  • 17. Ernesto «Che» Guevara 201 «Literatura sobre el Che», también en Internet). De 1968 son otras biogra- fías menos extensas: la peruana de Carlos J. Villar-Borda (Che Guevara. Su vida y su muerte), la chilena de U. H. Martínez (Che: antecedentes biográfi- cos del comandante Ernesto «Che» Guevara), las españolas de Horacio Da- niel Rodríguez (Che Guevara. ¿Aventura o revolución?) y Andrés Sorel (Vida y obra de Ernesto Che Guevara, publicada en París) o la italiana de Franco Pierini (Che Guevara), y algo posteriores las primeras en inglés, de gran difusión y rápida traducción: las de Daniel James (Che Guevara: a biography, 1969; trad. 1971), quien ya había editado en 1968 y en inglés los diarios de los guerrilleros bolivianos, y la de Andrew Sinclair (Che Gueva- ra, 1970; trad. 1973). Las aportaciones biográficas significativas se incrementaron desde fi- nales de la década de los ochenta: llaman la atención especialmente los numerosos trabajos biográficos de los cubanos Adys Cupull y Froilán González (hasta 23 referencias pueden hallarse en los catálogos), que, sin embargo, a juicio de Kalfon, adoptan una perspectiva más bien hagiográ- fica, aunque han conseguido revelar algunos documentos (si bien, a pesar de su carácter más o menos oficial, no incluyen testimonios de Aleida March o los hermanos Castro). Por fin, entre las biografías anteriores a 1997, una de las más citadas es la del periodista francés Jean Cormier (Che Guevara, 1995; trad. 1997), que utiliza testimonios de la hija mayor del Che, Hilda Guevara, y Alberto Granado, y de las posteriores a ese «año admirable» destaca la del psicoanalista argentino Pacho O’Donnell (Che: la vida por un mundo mejor, 2003), basada en entrevistas y documentos originales. d) Biografías noveladas y collages biográficos Un último grupo de obras biográficas lo constituye un ingente núme- ro de textos de condición diversa. Hay biografías noveladas, en tercera persona, pero con recreación de escenas y diálogos, como la bastante tem- prana del cubano Luis Ortega (Yo soy el Che. El hombre visto desde adentro, 1970; reed. 2009), y más recientemente se empiezan a extender obras que combinan testimonios orales con textos literarios y fotografías (Matilde Sánchez, Che, sueño rebelde, 2003; Alicia Elizundia, Bajo la piel del Che, 2005) u otras que, basándose en el profundo conocimiento del tema por parte del autor, deciden recomponer el material documental pasándolo
  • 18. 202 Daniel Mesa Gancedo por el filtro de la ficción, construyendo una especie de novela polifónica y fragmentaria, sobre los últimos días del Che y su proyección ulterior (Juan Ignacio Siles, Los últimos días del Che: que el sueño era tan grande, 2002). 2 Estudios dedicados al tema. En comparación con la profusión de docu- mentos biográficos, los estudios sobre la proyección literaria de la figura del Che son un tanto escasos. Ni siquiera es fácil encontrar una sistemati- zación bibliográfica sobre lo que se ha escrito acerca del personaje. Lo más útil es la brevísima compilación de Penco, antes citada. Si se intenta sistematizar un poco la aproximación a la bibliografía sobre esta figura, cabría atender, en primer lugar, a los estudios que han intentado analizar el pensamiento del Che y aquellos que han analizado su condición mítica. Esa línea se inaugura poco después de la muerte del personaje, con trabajos como los de Roberto Fernández Retamar («Intro- ducción al pensamiento del Che», 1968) o Michael Löwy (La pensée de Che Guevara, 1970). Ya para entonces aparece la entrada «guevarismo» (a cargo de Antonio Melis) en el Diccionario teórico-ideológico publicado en Italia en 1970 (trad. 1975). Un poco más tarde Juan Maestre Alfonso (El Che y Latinoamérica, 1979) indagó en la influencia del contexto socio- político latinoamericano en la formación de ese pensamiento. Desde una perspectiva marxista, netamente favorable a ese pensamien- to y esa condición mítica son de reseñar los numerosos trabajos que el argen- tino Néstor Kohan ha dedicado a analizar textos del Che (Che Guevara. El sujeto y el poder, 2005) o a sintetizar interpretaciones de esa figura («Che Guevara, ¿un mito en disputa?», 2008). En una línea semejante se sitúa el trabajo de Martín Linares («Che. El mito», 1998). Más visibilidad, sin em- bargo, han alcanzado en estos últimos tiempos los trabajos que se enfrentan al personaje desde una perspectiva crítica o francamente hostil. Inger Enk- vist (Iconos latinoamericanos. Nueve mitos del populismo del siglo XX, 2008), Juan José Sebreli (Comediantes y mártires, 2008) y Enrique Krauze (Redento- res, 2011) lo incluyen en sus panoramas desmitificadores, en todos los casos al lado de Eva Perón, y a menudo de Castro y García Márquez, pero también de Gardel, Maradona o incluso Pablo Escobar. Desde una perspectiva per- sonal, más o menos ponderada, Jacobo Machover intenta algo parecido en
  • 19. Ernesto «Che» Guevara 203 La cara oculta del Che. Desmitificación de un héroe romántico (2008), una biografía que subraya sobre todo las implicaciones del Che en las ejecuciones durante y después del alzamiento en Cuba, así como su dogmatismo ideoló- gico y el rigor de su carácter. Roberto Luque (Yo, el mejor de todos. Biografía no autorizada del Che Guevara, 1994) también había adoptado un enfoque semejante en una obra escrita y publicada en Miami. En ese mismo contex- to surgen los juicios condenatorios sin paliativos que Álvaro Vargas Llosa ha publicado en diferentes trabajos («La máquina de matar. El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista», 2007). Algo menos sangrantes son artículos incluidos en las páginas de la misma revista (Letras Libres) por au- tores como Félix Romeo («El Che S. A.», 2007) o Rafael Gumucio («El Che o la revolución sin calorías», 2003), que se limitan a criticar la comercializa- ción exacerbada del icono, no sin subrayar eventualmente su «lado oscuro». Desde un enfoque académico, más ponderado y limitado localmente, ha- bían también explorado Luis Rivera-Pérez y Jorge Calles-Santillana ese pro- ceso de desmitificación en el contexto estadounidense («The death and resu- rrection of Ernesto Che Guevara: US media and the deconstruction of a revolutionary life», 1998). Resulta incuestionable —como dije al principio— que en el proceso de mitificación de la figura del Che tuvo una importancia capital la repre- sentación iconográfica, especialmente a partir de la famosísima foto que Korda le tomó el 5 de marzo de 1960, un tanto azarosamente, en el entie- rro de las víctimas de la explosión del vapor La Coubre. Esa foto, al pare- cer, es la imagen más reproducida del siglo xx, aunque su difusión solo comenzó a partir de la conversión en póster, por parte de Giangiacomo Feltrinelli pocos días después de la muerte del Che. La historia la recuer- dan muchos, pero de primera mano —y con bastante inquina hacia Kor- da— la escribió en 2001, Cabrera Infante, en una crónica titulada «La verdad sobre el póster del Che» (2001), en la que no duda en afirmar pro- vocativamente que «la característica física más acusada del Che (a quien conocí el 3 de enero de 1959) fue su fotogenia desde su campaña de las sierras cubanas hasta su muerte en Bolivia». En efecto, no menos podero- sas iconográficamente resultaron las fotos del cadáver del Che realizadas por Freddy Alborta en La Higuera. A la primera foto y sus múltiples derivaciones se le han dedicado ex- posiciones (Che: Revolutionary & Icon / Che: Revolución y mercado; comi-
  • 20. 204 Daniel Mesa Gancedo sariada por Trisha Ziff entre 2005 y 2007, con un catálogo que incluye textos, entre otros, de Rodrigo Fresán), vídeos (Chevolución, también rea- lizado por Ziff, 2008) y libros de arte (Jorge Alderete y Gustavo Álvarez Núñez: ¡El Che vive!, 2013). También Iván de la Nuez le dedica páginas interesantes en su análisis de las relaciones entre los intelectuales de iz- quierda y la revolución cubana (Fantasía roja. Los intelectuales de izquier- das y la revolución cubana, 2006). Las fotos posmortem fueron objeto de un proyecto multimedia por parte del autor argentino Leandro Katz (1997), que dio lugar a una pelí- cula (El día que me quieras) y un libro (Los fantasmas de Ñancahuazú), donde se recogían ensayos de diversos autores, entre ellos el texto de John Berger («Che Guevara, mort», 1968), que al parecer fue el primero en des- tacar el parecido de algunas de las fotos de Alborta (las más difundidas) con cuadros famosos (como Lección de anatomía de Rembrandt, o el Cris- to muerto de Andrea Mantegna). La «cristificación» del Che (a partir de las circunstancias y la «escenografía» de su muerte) ha sido estudiada por Siles («San Ernesto de la Higuera», en Carlos Soria Galvarro (ed.), El Che en Bolivia. Documentos y testimonios. Tomo 5: Pensamiento boliviano, 2005) o por David Kunzle («Chesucristo. Fusions, Myths, and Realities», 2008). La conexión y el diálogo entre los dos «momentos» iconográficos del Che la ha estudiado Verushka Alvizuri («Chevolución, Chesucristo. His- toria de un ícono en dos clichés», 2012). Alejandro Bruzual y Elena Car- dona (El rostro de Prometeo resistente: cine e iconografía del Che Guevara, 2007) han ampliado el foco a otras fotografías y al cine, y Lucas Berone («Del Diario del Che a la historieta del hombre nuevo», 2010) se ha ocu- pado de su representación en cómic. Tras lo visto hasta ahora, resulta extraordinariamente llamativo que no exista ningún estudio general y exhaustivo sobre las representaciones literarias de la figura del Che. Hay, ciertamente, estudios que han prestado atención a la figura del Che como escritor (él mismo reconoció esa voca- ción en una carta a Ernesto Sábato, y sus manuscritos han sido reconoci- dos «patrimonio de la humanidad» por la UNESCO en 2013). Ya José Antonio Portuondo publicó a finales de 1967 un breve artículo ocupándo- se de la escritura del Che («Notas preliminares sobre el Che escritor»), y un análisis psicológico de sus escritos poéticos y narrativos llevó recientemen- te a la argentina Vargas M. Corpa (El discurso literario del Che Guevara: la
  • 21. Ernesto «Che» Guevara 205 agonía de otra voz, 2004) a conclusiones poco halagüeñas sobre las verda- deras motivaciones de su acción. También han suscitado interés las lecturas de Guevara. En 2005 Ri- cardo Piglia publicó un ensayo «Ernesto Guevara, rastros de lectura» (in- cluido en El último lector), que desde entonces se ha convertido en un texto de referencia. El planteamiento de Piglia abarca, no obstante, también la relación activa del Che con la escritura, y el lugar que esa doble relación con lo que podríamos llamar la textualidad ocupaba en su programa personal de acción revolucionaria. Conviene señalar que este ensayo recoge y amplía conclusiones que Piglia había ya esbozado en una colección poco difundida que compiló en 1968, titulada lacónica y elocuentemente Yo, donde apare- cían textos personales de escritores argentinos, en una serie que comenzaba por Rosas y concluía precisamente por Guevara, pasando por Sarmiento, Mansilla, Yrigoyen, Arlt, Perón o Cortázar, entre otros. A pesar de esa ocasional inclusión del Che en un cierto y sui generis canon argentino, su figura como escritor o —lo que aquí interesa más— su aparición como tema ha resultado, paradójicamente, poco frecuente en las contextualizaciones nacionales que podrían considerarse más cercanas al personaje. El muy accesible Diccionario de la literatura cubana, publica- do por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba (albergado en el portal Cervantes Virtual), le dedica una muy extensa entrada con generosa bibliografía, pero nada dice de su posible aparición como personaje o tema. Prontuarios antiguos y recientes sobre la «narrativa de la revolución cubana», como la antología compilada por Ca- ballero Bonald en 1968 o el ensayo de Adriana Méndez Ródenas («La na- rrativa de la Revolución cubana. La imagen histórica», 2002), no recogen ninguna mención a la plasmación literaria de esa figura. Tampoco (hasta donde conozco) ha merecido acercamientos desde el ámbito crítico argen- tino, a pesar de que algunos de los textos más relevantes, como habrá ocasión de ver, tienen ese origen. Llama la atención, en cambio, la relativa frecuencia con que la crítica boliviana (el tercer ámbito de integración latinoamericana del Che) se ha ocupado, sobre todo a partir de los años noventa, de la influencia de esa figura en su literatura. Probablemente, ello tiene que ver con el peso que tuvo, en una literatura que podría considerarse «menor» —en el sentido deleuziano—, el acontecimiento histórico «mayor» que fue el origen de la
  • 22. 206 Daniel Mesa Gancedo guerrilla en ese país, a partir de la acción de un personaje que ya ostentaba una condición cuasi mítica, y, de modo aún más importante, el significa- do simbólico que su muerte adquirió, ligada para siempre a un determina- do espacio. En ese sentido, destaca sobre todo el trabajo de Juan Ignacio Siles, que a partir de su investigación doctoral (Hombre nuevo y reino de Dios: Antecedentes ideológicos de la narrativa boliviana de la guerrilla, 1992) construyó su ensayo La guerrilla del Che y la narrativa boliviana (1996), y más tarde reelaboraría —como se ha indicado— sus materiales en una obra de testimonio ficcionalizado (Los últimos días del Che, 2002). Le ha- bía precedido en su intento Óscar Rivera-Rodas, quien en 1972 ya había dedicado algunas páginas a la «narrativa de la guerrilla» (puede verse un extracto en la compilación citada antes de Soria Galvarro, 2005). En 1987 (y con posteriores ampliaciones) Ramiro Barrenechea Zambrana compiló y prologó una antología titulada El Che en la poesía boliviana (el prólogo también lo reproduce Soria Galvarro). Aparte de estos defectivos panoramas nacionales, hasta donde conoz- co solo dos estudios pretenden enfrentarse a un análisis exhaustivo de la presencia del Che en la literatura. Sin embargo, su ambición excede los logros que pueden reflejar en una extensión bastante reducida y, probable- mente, a causa de las condiciones de producción. El primero es el ensayo de José Ortega (Che Guevara: tema literario y mito político, 1999), editado a cuenta del autor, con una redacción más que deficiente y una impresión plagada de erratas. Desde una perspectiva inequívocamente maravillada por el personaje (a quien cree aplicable la caracterización del «héroe» de Joseph Campbell), dedica, no obstante, más de un tercio de sus escasas 80 páginas a acumular caóticamente informaciones sobre la revolución en Bolivia, y la mayor parte del resto del texto a mencionar apenas, y en el mejor de los casos a resumir confusamente, obras que evocan de un modo u otro la presencia del Che, casi exclusivamente durante la campaña boli- viana (incluyendo textos en los que el Che no aparece), aunque de modo un tanto extemporáneo incluye referencias a los Pasajes de la guerra revo- lucionaria del propio Guevara y mínimas noticias sobre la novela de Abel Posse (Los cuadernos de Praga) y una obra teatral de Max Aub (El cerco), así como algunos textos escritos en inglés. El trabajo de Iva Beznoskova promete en su título (Ernesto Che Gue- vara como el protagonista en la literatura latinoamericana, 2013) mucho
  • 23. Ernesto «Che» Guevara 207 más de lo que puede dar, por su condición de (inmaduro) trabajo de diplo- ma. En apenas 70 páginas escritas en un español bastante mejorable, ape- nas tiene lugar para hacer una brevísima semblanza del personaje y a pre- sentar cuatro comentarios muy «escolares» sobre los consabidos textos de Piglia, Cortázar y Posse (de especial interés para la autora, porque escribe su trabajo en la República Checa), además del de una reciente novela bra- sileña, de Marcelo Ferroni (Método práctico de guerrilla, 2012). Otros estudios más breves ofrecen, sin embargo, resultados más inte- resantes. Graciela Mántaras («El Che en la poesía y en el cuento», 2002), tras un repaso general de poemas escritos por y sobre el Che, se concentra —con datos e interesantes interpretaciones— en cuatro textos rioplaten- ses, en su mayoría poco conocidos (tres uruguayos: los de Gutiérrez, Lago y Eyherabide —que se mencionarán más adelante—), además de «Reu- nión» de Cortázar. Más reciente y más amplio en su propósito es el de Cecilia López Badano («Los rostros ficcionales del Che Guevara», 2010), que hace dialogar textos audiovisuales y literarios: entre los primeros, con- sidera el musical Evita de Alan Parker y los dos recientes (y discutidos) biopics de Soderbergh (Che, el argentino y Che: Guerrilla). Entre los segun- dos, dedica cierta atención a los que podrían considerarse los dos textos «clásicos» sobre el Che de la tradición hispánica (otra vez «Reunión» de Cortázar y el ensayo de Piglia), además de comentar el travelogue nor- teamericano de Patrick Symmes (Chasing Che: a motorcycle journey in search of the Guevara Legend, 2000), cuyo éxito, al parecer, sirvió de im- pulso a la película de Walter Salles, Diarios de motocicleta. López Badano menciona, además, la aparición ocasional de referencias al Che en algunas novelas cubanas que no suelen aparecer en los repertorios sobre el tema, como Las iniciales de la tierra (de Jesús Díaz, 1987) o Caracol Beach (de Eliseo Alberto, 1998). Algunos autores concretos, sin embargo, han merecido atención pri- vilegiada por su tratamiento de la figura del Che: es muy interesante la comparación entre Lezama y el Che que lleva a cabo Gerardo Muñoz («El holocausto de la imagen: leer a Lezama Lima con el Che Guevara», 2011) y también el análisis que Silka Freire hace del drama Compañero del mexi- cano Vicente Leñero («El Che Guevara en el teatro latinoamericano […]», 2007). En cambio, resulta sorprendente y artificiosamente inflado (con una nueva recensión de la teoría cortazariana del cuento, con un glosario,
  • 24. 208 Daniel Mesa Gancedo con paráfrasis biográficas) el estudio monográfico (que incluye edición del cuento) que Soledad Pérez Abadín (Cortázar y Che Guevara: Lectura de «Reunión», 2012) dedica al cuento de Cortázar. 3 Tratamiento diacrónico del tema en la literatura Ficción. La máxima proyección pública de la actividad del Che coin- cide, casi exactamente, con el auge del boom de la narrativa hispanoameri- cana. A pesar de su inmensa popularidad casi inmediata, en el marco del atractivo que emanaba del triunfo de la revolución cubana, sin embargo, su incorporación al imaginario literario solo se produjo tras su muerte, con alguna notabilísima excepción: el conocidísimo cuento «Reunión», que Julio Cortázar escribió al poco de regresar de su primer viaje a Cuba a principios de 1963. Las cartas del autor argentino (recientemente publica- das) son muy reveladoras del proceso de gestación y recepción inmediata de ese relato. El 30 de abril de 1963 le dice a su traductora francesa, Laure Guille-Bataillon, que acaba de escribirlo. Se publicó en Revista de la Uni- versidad de México en abril de 1964 y luego se incluyó en Todos los fuegos el fuego (1966). Antes de esa publicación en libro, que le dará mayor proyec- ción, Cortázar ya había comentado con algunos corresponsales que tenía noticia de que el propio Che había leído el cuento y que no le había «inte- resado» (con cierta condescendencia, admite que él —en el lugar del Che— hubiera reaccionado igual). A raíz de esa lectura, el propio Cortá- zar ofrece una primera interpretación de su propia manipulación del per- sonaje en una carta a Fernández Retamar: Me divirtió mucho la historia de tu conversación con el Che en el avión [volviendo de Praga]. […] Es natural que al Che mi cuento le resulte poco interesante (no lo dices tú, pero yo había recibido otras noticias que me lo hacen suponer). Una sola cosa cuenta, y es que en ese relato no hay nada «personal». ¿Qué puedo yo saber del Che, y de lo que sentía o pensa- ba mientras se abría paso hacia la Sierra Maestra? La verdad es que en ese cuento él es un poco (mutatis mutandis, naturalmente) lo que fue Charlie Parker en «El perseguidor». Catalizadores, símbolos de grandes fuerzas, de maravillosos momentos del hombre. El poeta, el cuentista, los elige sin pedirles permiso; ellos son ya de todos, porque por un momento han su- perado la mera condición del individuo (3 de julio de 1965).
  • 25. Ernesto «Che» Guevara 209 También le había declarado al mismo corresponsal que el relato se inspiraba en otro del propio Che (incluido en Pasajes de la guerra revolu- cionaria) y a Jean L. Andreu le confesará, pocos días antes de la muerte del Che (3 de octubre de 1967), que había querido mejorarlo, pues le había decepcionado el «pobre» tratamiento literario que el guerrillero había dado a tan interesante materia histórica. El cuento, en efecto, es una especie de alegoría, con simbolismos musicales y cristianos explícitos (la sinfonía La caza, de Mozart; alusiones a la cruz), que evoca el desembarco catastrófico de los revolucionarios del Granma en Cuba. Cortázar no utiliza los nom- bres reales de los personajes, pero sí transcribe unas líneas del texto del Che al inicio del relato, que vuelven inequívoca la identificación. El texto es eufórico, pues concluye en la expectativa del triunfo de la revolución, equiparado al «allegro» de la sinfonía mozartiana. En 2007 se publicó una versión del relato ilustrada por el argentino Enrique Breccia. Pocos más son los textos que suelen mencionar los acercamientos a la figura del Che, desde el punto de vista literario, para esta primera fase, con el personaje todavía vivo. Pero aún, por poco, un cuento del boliviano Adolfo Cáceres Romero debe considerarse en este momento si solo se atiende al criterio cronológico. Se trata de «La emboscada» (1967), que inaugura el género de la narrativa boliviana de la guerrilla. Relata la tram- pa en la que cae un grupo guerrillero, inspirándose en noticias periodísti- cas sobre la persecución en Vado del Yeso, que acabó con casi la mitad de los hombres del Che, entre ellos la única mujer, «Tania» (Tamara Bunke), aludida como «la Capitana» en el relato. Esa emboscada y esas noticias fueron anteriores, como se sabe, a la muerte del Che; sin embargo, el cuen- to ficcionaliza la muerte del «jefe» y el intento de esconder sus huesos, por parte del único superviviente, intento que se verá frustrado por culpa de otros guerrilleros desertores. Con la muerte del Che se multiplica la escritura sobre el personaje. Por un lado, su vertiente ficcional se concentra, sobre todo, en la recién mencionada «narrativa boliviana de la guerrilla», que constituye, según los especialistas, casi un género en sí mismo, marcado por una orientación fundamentalmente «neorrealista», pero con alguna originalidad formal (multiplicidad y simultaneidad de puntos de vista, fragmentarismo), que, anticipada en el relato de Cáceres Romero, encuentra desarrollo en otros cuentos y novelas posteriores. Por otro lado, podrían considerarse la infi-
  • 26. 210 Daniel Mesa Gancedo nidad de testimonios de narradores e intelectuales de todo el mundo, entre los cuales, desde luego, se cuentan numerosísimos de origen latinoameri- cano. Por último, podría considerarse en esta fase «elegíaca» el desborde poético que se produjo casi desde el momento mismo de la muerte del Che. A esos textos, grosso modo, cronísticos y también a los poéticos y tea- trales les dedicaré aquí atención aparte. En el ámbito de la narrativa boliviana, pues, tras el cuento recién ci- tado de Cáceres, suelen mencionarse las colecciones de Néstor Taboada Terán, Mientras se oficia el escarnio (1968), que incluye algún relato al pa- recer inspirado en la figura del Che («La campesina y el guerrillero») o Ñancahuazú de Jesús Lara (1969), integrada por diez relatos en torno a la figura de Inti Peredo, yerno del autor y lugarteniente del Che. Pero el tex- to más significativo es la novela de Renato Prada Oropeza Los fundadores del alba (1969). Escrita en 1967, obtuvo el Premio Casa de las Américas de ese año. Cuenta la historia de Javier, un joven burgués boliviano que, tras abandonar el seminario, se enrola en una guerrilla, que —aunque no se diga explícitamente— es la del Che, a quien se nombra solo como «el Jefe» (aunque se alude a su enfermedad y al diario). La historia se cuenta desde una triple perspectiva (la del guerrillero, pero también la de los soldados y los campesinos), alternando tiempos y voces, y resulta interesante, aunque a veces excesivamente didáctica. Los ecos de la muerte del Che siguieron escuchándose en algunas ficciones breves de los primeros años setenta, y ya en otros contextos lati- noamericanos. Los uruguayos Gley Eyherabide y Sylvia Lago le dedicaron sendos cuentos, como recordó Mántaras (en artículo antes citado). El pri- mero, en «La vieja de las cabras» (escrito en 1968 y publicado en Marcha, en 1970, y luego recogido en El tigre y otros cuentos, 1987), evoca uno de los últimos episodios del diario del Che: el encuentro con una mujer que pastorea unas cabras y que es retenida por los guerrilleros para evitar la delación. También en Marcha, ya en 1971, publicó Sylvia Lago «Antes del silencio» (luego recogido en Las flores conjuradas, 1972). Sin mencionarlo, pero de modo evidente para quien conoce el episodio, cuenta la muerte del Che en segunda persona dirigida a una joven maestra boliviana, trasunto de una de las últimas personas que lo vio con vida. La misma elipsis de identidad elige el argentino Haroldo Conti para su relato titulado «Con gringo» (publicado en Casa de las Américas, 1972).
  • 27. Ernesto «Che» Guevara 211 Una vez más, se reconstruye en presente la ejecución del Che, desde la pers- pectiva de un campesino de La Higuera, que hace verosímil la ignorancia de la identidad de la víctima, siempre mencionada como «el hombre». A diferencia del estilo elusivo de estas recreaciones, el hispano-argen- tino José Blanco Amor, en su cuento largo «El hombre nuevo» (publicado en la revista mexicana Cuadernos Americanos en 1970 y luego recogido en Los virtuosos, 1976) recrea —tras un epígrafe en el que se relaciona el títu- lo con su fuente paulina— los últimos días de la guerrilla en Ñancahuazu y la ejecución del Che utilizando los nombres reales (salvo alguno que parece error), y construyendo una ficción biográfica en la que Guevara relata su juventud a Régis Debray, quien en un momento dado piensa: «Ese hombre era carne literaria todo él». Luego imagina alguna escena romántico-erótica entre el Che y Tania y, tras citar y comentar el diario desde una perspectiva omnisciente, con reiteradas comparaciones con Don Quijote, concluye con un diálogo teatral entre el Che y los soldados que lo detuvieron. Como reflejan algunas páginas del cuento de Blanco Amor, ya desde temprano la ficción empieza a manifestar interés por otros episodios de la vida del Che, más allá de la aventura y desventura boliviana. Si en aquel caso eran los viajes por América, el uruguayo Carlos María Gutiérrez (quien había entrevistado al Che en Sierra Maestra) recrea la visita del Che a Punta del Este en 1961, y una posible conspiración fascista para acabar con su vida, en un cuento que (según Mántaras, en el artículo antes cita- do) pasó por diferentes versiones: desde una primitiva de 1968 («Joven demócrata»), hasta la definitiva de 1991 titulada «Snapshots» (en Los ejér- citos inciertos), pasando por una intermedia titulada «Telefoto exclusiva» (1973). En fechas cercanas, la argentina Marta Lynch publicó su interesante (y quizá desconcertante) novela El cruce del río (1972). Aunque tampoco se menciona para nada al Che, la trama recrea (en su primera parte, «El río») los avatares de una guerrilla en la frontera entre Bolivia y Argentina, que si bien podría recordar el proyecto del Che que quiso materializarse hacia 1963 —dirigido por Masetti—, se revela como ficticio desde la elección misma de topónimos inventados. Hay un líder llamado Rafael (que podría ser el trasunto del Che), pero el punto de vista es el del joven argentino Pablo, que relata fragmentariamente sus días en la selva, hasta que muere
  • 28. 212 Daniel Mesa Gancedo en un enfrentamiento con el ejército, haciéndose pasar por el líder, para que este pueda huir. La segunda parte de la novela («La madre») adopta una perspectiva melodramática y paródica para reconstruir (en primera persona) la vida de la madre de Pablo, mujer «alienada» y —fundamental- mente, según el relato— adúltera, que solo al final parece recobrar cierta dignidad al fingir no reconocer el cadáver de su hijo para que la lucha del «jefe» pueda continuar. Siendo un interesante tour de force estilístico, la novela se resiente quizá del excesivo contraste entre los enfoques de cada una de las partes. Algo posterior es el cuento «Tres docenas de ropa sucia del doctor» (1974; incluido en Ella sigue moviendo las caderas, 1979, y también en El amante sonámbulo, 2009) del ecuatoriano Carlos Carrión en el que el Che aparece ya convertido en icono, pues la trama consiste en la fascinación de un niño boliviano con la figura del guerrillero. Dándose cuenta del signi- ficado emancipador de la imagen, el niño decide colgar un póster en la pared de la residencia del obispo, cuando va a repartir la ropa que lava su madre casi analfabeta. Pero los militares lo observan y el relato termina haciendo sentir el peso de su amenaza. Fuera de textos como los comentados hasta ahora, en la década de los setenta el Che «histórico» empieza a aparecer mencionado en narraciones extensas, casi como un elemento fundamental para caracterizar la época. Así ocurre en El gran solitario de Palacio del mexicano René Avilés Fabila (1971) o de modo incluso más intenso en Abbadón el exterminador de Er- nesto Sábato (1974), que dedica unas cuantas páginas a recrear, una vez más, la aventura boliviana del Che, por medio de un personaje que supues- tamente la compartió. Ese mismo año, Guillermo Cabrera Infante publica su colección de «estampas» de historia-ficción cubana Vista del amanecer en el Trópico (1974), donde se puede sospechar la sombra del Che tras el personaje del «médico» que aparece en una de las viñetas: «Al principio no lo tomaron en serio. Era el médico, está bien, pero es muy delicado, y de todas maneras, sus manos son demasiado finas para la guerra». También condice con su biografía el gusto por la música y sus intentos de educar a otros, aunque se desvía otra singularidad: «Era el único que no llevaba barba entre los oficiales». Por contraste, llama quizá la atención que Car- pentier (que había dedicado un elogio mayúsculo al «héroe de América» en el número homenaje de Casa de las Américas de 1968) no incluya ninguna
  • 29. Ernesto «Che» Guevara 213 mención especial en las páginas dedicadas a la revolución cubana de su novela La consagración de la primavera (1979), y solo quepa contarlo entre los «barbudos» a los que la novela presenta en un momento dado como hombres de otra «especie». La década de los ochenta parece constituir un primer reflujo en el interés de la narrativa hispanoamericana por el Che. Apenas podrían con- signarse dos colecciones de cuentos poco conocidas, una cubana, que pre- tende un recorrido por toda su trayectoria (Mi llamada es…, de Ezequiel Vieta, 1982); y otra ecuatoriana que recrea, una vez más, la aventura en Bolivia (El fuego entre la niebla, de Vicente Carrión, 1986). Por alguna página, de Las iniciales de la tierra (del cubano Jesús Díaz, 1987, aunque escrita al parecer a principios de los setenta), la figura del Che se pasea, heroica y fantasmal, asistiendo a las víctimas de la explosión del buque La Coubre en el puerto de La Habana, en 1960. Según López Badano (en artículo antes citado), no obstante, Carlos, el joven protagonista de esa novela, «opera como una parodia del Che, carente de sus dotes, pero si- guiendo, sin rumbo, un modelo que le queda grande». Como se vio al hablar de los materiales biográficos, la última década del siglo xx comporta un revulsivo en el interés por la figura del Che y ello se refleja también en la ficción. Anterior a 1997, y por tanto a la publica- ción de las biografías de Anderson, Castañeda, Kalfon y Taibo, aunque quizá —como ellas— relacionada con el 25.º aniversario de la muerte del Che, en un contexto global de crisis del socialismo, es Guerrilleros (una salida al mar para Bolivia) (1993) del entonces joven escritor y periodista argentino Rubén Mira, que no volvería a escribir novela. Tuvo escasa di- fusión (solo sería reeditada en 2007) y fue considerada desde el principio una rareza de culto. Mira inventa una guerrilla que en 1984 pretende re- producir —incluso por medios tecnológicos— la última expedición del Che: se ubica en el mismo lugar; los protagonistas adoptan los nombres de los guerrilleros sesentistas; se rigen por el diario guevariano (que el narra- dor también emula en la primera parte del texto)… Pero, además, preten- den evitar sus errores asimilando sus memorias a las de los guerrilleros originales, mediante el uso de una máquina que funciona a base de cocaí- na. El resumen es difícil porque, en un estilo sincopado se mezclan des- cripciones de delirantes proyectos industriales, con multitud de historias paralelas y abundantes escenas de tinte surrealista. La novela, considerada
  • 30. 214 Daniel Mesa Gancedo como «el primer aporte honesto a la creación de un ciber punk latinoame- ricano», es un precedente claro de algunas parodias posteriores. También argentina, pero absolutamente distinta, es Los cuadernos de Praga (1998) del ya entonces exitoso novelista Abel Posse, especializado en recreaciones de personajes históricos. Publicada después del boom biográ- fico sobre el Che, obtiene una proyección internacional notable y aspira a convertirse en best seller explotando el expediente de cubrir los «huecos» adonde no llegan las biografías, imaginar una etapa poco conocida de un personaje muy conocido (los meses que pasó en Praga, de regreso del Con- go, los únicos casi para los que no hay documentos autobiográficos), y combinando, por supuesto, el esquema del thriller político con la aventura romántica y el conocimiento «turístico» de un lugar casi mágico. Resulta innegable el oficio de Posse para construir un relato atractivo, impostando pastiches diarísticos y epistolares, mezclando tiempos —1966 y 1992— y perspectivas —la del Che, con diferentes identidades que dialogan entre sí; la del propio autor, investigando sobre él; la de testigos que lo conocie- ron en diferentes periodos—. Sin embargo, el personaje no logra despertar demasiado interés: es un héroe tópicamente quijotesco, idealizado y escin- dido, marcado por el asma (a la que se da significado cuasi alegórico), que a veces parece dudar de su destino, pero solo para reforzar sus decisiones. Parte del oficio de Posse se refleja en la inclusión de autocomentarios (re- feridos a los supuestos documentos manejados, pero que en realidad se aplican a la novela, bien como crítica o como propaganda): —Es muy heterogéneo. Yo creí que sería más político, más preciso. […] Me dijo: —Es desparejo. Se ve que escribía más o menos como se es- criben cartas. Con cierta libertad que nos permite saltar de un tema a otro. Es muy personal. A veces, demasiado íntimo. Sin embargo, hay algunos temas de importancia política (124). Estoy seguro de que los Cuadernos van a interesar. Tienen apreciacio- nes curiosísimas, inesperadas. Es la escritura del ocio, no el eterno parte de acción de otros diarios. Si Guevara hubiese sobrevivido, sería escritor (201). Para certificar su «verosimilitud histórica», el texto se arropa con pró- logo, epílogo, agradecimientos, dramatis personae y una mínima biografía del Che.
  • 31. Ernesto «Che» Guevara 215 El repaso de las ficciones sobre Guevara en los noventa concluye con un breve relato del mexicano Leo Mendoza, muy difundido en Internet: «Borges y el Che» (1999). Haciendo honor a su título, el cuento es una fantasía metatextual en la que tras imaginar una (inexistente) relación en- tre Borges y el Che, el narrador declara haber encontrado un cuento, en una hoja suelta en un libro de Borges, en el que se relata que el Che no murió en Bolivia, sino que siguió viviendo como funcionario, sin poder revelar su identidad. El recurso posmoderno a la figura de un Che redivivo (como tantos mitos pop) ya aparecía ocasionalmente en la novela de Rubén Mira y en otras ficciones no hispánicas. El tratamiento ficcional del Che en el siglo xxi comienza en una no- vela compleja de la venezolana Milagros Mata Gil, El diario íntimo de Francisca Malabar (2002). La trama reconstruye la vida y los proyectos de la escritora mencionada en el título. Entre estos últimos se encuentra una novela sobre la figura del Che (a la que se refiere como la «novela sobre El Pitirre»), de la que se transcriben apuntes del diario y también fragmentos que se ilustran con fotos muy conocidas del Che. Además, se insinúa una relación biográfica de la protagonista con Ernesto Guevara, pues el nom- bre de este —y el de Alberto Granado— figura como asistente a su naci- miento en 1950 —aunque sabemos que su paso por Venezuela fue poste- rior—. También el Che es un personaje secundario en la polémica novela del argentino Jorge Lanata Muertos de amor (2007) —desautorizada ideológi- camente incluso por algunos de los que cedieron sus testimonios al au- tor—. Ahí se relata la experiencia de Jorge Masetti como responsable del foco guerrillero en Salta entre 1963-1964, y se recrea la entrevista que años antes había tenido con Guevara en Sierra Maestra. Además, en todo mo- mento se considera su presencia como la del controlador absoluto de la experiencia salteña, a menudo a través de la metáfora del jugador de aje- drez (un rasgo recurrente en las biografías del Che). No han sido pocas las novelas argentinas que en lo que va de siglo se han ocupado de diversos aspectos de la figura del Che: Jorge Luis Lavalle recrea la infancia del pequeño Ernesto en Che-Mitaí. Mi niño… Ernesto (2005), a partir sobre todo del testimonio del padre (Mi hijo el Che). Mar- tín Sánchez, en Sueños tardíos con el Che (2008), construye un experimen- to en el que un admirador del Che intenta comunicarse oníricamente con
  • 32. 216 Daniel Mesa Gancedo él, pero antes visita los sueños que el guerrillero pudo tener en su última noche. Pero, sin duda, la última gran novela sobre el Che es Un yuppie en la columna del Che Guevara del también argentino Carlos Gamerro (2011). Continuación de La aventura de los bustos de Eva (2004), protagonizada por el mismo personaje, Ernesto Marroné, ejecutivo desclasado, converti- do a su pesar en guerrillero, en esta ocasión se reconstruye el intento de montar un foco revolucionario en el Delta del Tigre, siguiendo paso a paso el ejemplo del Che, cuyo diario es leído con aplicación por Marroné y re- plicado en su propio diario. En esto se parece, desde luego, a Guerrilleros de Rubén Mira (novela que el propio Gamerro había elogiado de modo entusiasta, y autor a quien Un yuppie… va dedicada). Pero lo que en Mira era psicodelia surrealista es en Gamerro parodia barroca que termina en tragedia. El personaje, que rememora su pasado revolucionario tras con- templar un póster del Che en la habitación de su hijo, pasa de infiltrado en la guerrilla con el objetivo de liberar a su patrón secuestrado (el mismo Tamerlán de La aventura…) a líder enamorado en el Delta, y luego a con- vencido y aterrado guerrillero urbano durante la dictadura, para, una vez detenido, convertirse en torturador a la fuerza, y, al final, de nuevo en la- cayo de su abyecto patrón, siempre como juguete de un destino que está fuera de su control. La novela parodia la teoría de la guerrilla al comparar- la con métodos tomados de libros de autoayuda, o desarma dialécticamen- te la práctica del Che en boca del diabólico empresario que había planeado su propio secuestro. La conclusión es, aparentemente, moralizante: los guerrilleros —explica Marroné a su hijo— se derrotaron a sí mismos, por- que no querían «morir al pedo» siguiendo un ejemplo imposible. Un cuento del también argentino Marcelo Birmajer, «La remera del Che» (2013) sintetiza una perspectiva desencantada semejante en el monó- logo de un padre de 50 años a su hija de 25 cuando ella le quiere regalar una camiseta con la imagen del Che. El padre la rechaza diciendo que ser «revolucionario», como pretende la hija, no es un trabajo, y que el verda- dero «héroe» es él, que nunca mintió y trabajó toda su vida. Si ese «desencanto» se detecta en la mayoría de los autores argentinos que escriben sobre el personaje en los últimos años, no puede ocultarse que todavía hay lecturas mitificantes más recientes de otra procedencia. El boliviano Víctor Montoya (exiliado en Suecia desde muy joven) publica en
  • 33. Ernesto «Che» Guevara 217 2008 «Yo maté al Che», otro monólogo, en esta ocasión del sargento que disparó contra el guerrillero en la escuela de La Higuera, que confiesa haber disparado contra la «inmortalidad» y haber generado un mito, que en realidad acabó con su propia vida, pues nunca pudo contar a nadie su crimen o, en cualquier caso, nunca le creyeron, mientras veía como el aura de su supuesta víctima no hacía más que crecer. El también boliviano, mucho más conocido, Edmundo Paz Soldán incluye referencias ocasionales al Che en sus primeras novelas, que recrean el conflicto sociopolítico de su país en la transición del siglo xx al xxi: Sueños digitales (2000) se desencadena a partir de la potencia icónica de la famosa foto de Korda, que el protagonista fusiona por juego con el cuerpo de Raquel Welch, en un híbrido virtual que será el germen de toda una trama basada en el simulacro. En La materia del deseo (2002), más realista, el Che aparece como modelo de conducta de algunos personajes, especial- mente del padre del protagonista, miembro de la generación que en Boli- via quiso prolongar la lucha guerrillera después del Che y, como él, se vio abocada a la muerte. Por fin, en El delirio de Turing (2003) la presencia es más tenue y solo aparece ya casi como «signo»: su diario es la clave de cier- tas comunicaciones subversivas (que el protagonista es capaza de descifrar) o es también la lectura preferida de una joven tópicamente insumisa. Habría que citar también dos novelas españolas muy recientes que —con aire de pretendido best-seller— abundan (para mal) en la perspecti- va mitificante. En una, Lágrimas rojas. Tania, compañera del Che (2007), de la periodista Margarita Espuña Cerezo, Guevara es personaje secunda- rio de una autobiografía novelada (e inverosímil desde el punto de vista estructural) de la famosa guerrillera germano-argentina. El guerrillero reaparece cada vez que parece necesario (y a veces cuando no), siguiendo sus eventuales encuentros con la protagonista. Es un personaje «de una pieza»: héroe viril, fascinante y admirable, casi una estatua viviente. Por su parte, el joven sevillano Fernando Otero obtuvo un importan- te premio con su primera novela: Donde la muerte te encuentre (2012), que es —reconocidamente— expresión de una fascinación personal del autor por el personaje. La novela no elude incongruencias y esquematismos para contar una historia de «investigación», mezclada con la ineludible trama sentimental: el protagonista —¿trasunto del autor?— va a Cuba para ter- minar una tesis doctoral sobre la (trillada, aunque no se diga) hipótesis de
  • 34. 218 Daniel Mesa Gancedo que el Che fue traicionado en Bolivia por los propios cubanos. A partir de ahí, es fácil imaginar el desarrollo: documentos secretos, paranoias simé- tricas (del protagonista y del poder estatal cubano), erotismo supuesta- mente exótico, nobleza de sentimientos, fracaso aparente y apoteosis final del protagonista en todos sus frentes (académico, político y sentimental), que atribuye el mérito a la prédica igualitaria del propio Che, a quien rei- teradamente se califica de «héroe romántico». Para concluir y completar el repaso de la ficcionalización de la figura del Che no me parece irrelevante dedicar un excurso a su presencia en la narrativa en otras lenguas distintas del español, dado el alcance internacio- nal del mito. Si ese proceso había comenzado justo después de la muerte del Che en el ámbito de la literatura hispanoamericana desde una perspec- tiva neorrealista e ideológicamente combativa (la «novela de la guerrilla» boliviana), la proyección en otras literaturas fue también inmediata, aun- que con distinto planteamiento. Por orden cronológico, conviene recordar Operation Che Guevara (1969) de John Messman, que forma parte de una serie de novelas de quiosco protagonizadas por el espía Nick Carter, encargado en esta oca- sión de buscar a un Che que —quizá— no murió en Bolivia. Se sitúa esta novela en el origen de un conjunto de ficciones bélicas, más o menos deli- rantes, casi siempre de origen norteamericano, en las que la CIA tiene un papel preponderante. En esa línea están también See You Later Alligator (1985; trad. Proyecto Caimán, 1986) de William F. Buckley, o, más recien- temente, I, Che Guevara publicada por el senador norteamericano Gary Hart, bajo el seudónimo de John Blackthorn (2000), fantasía futurista, al parecer, en la que —de nuevo— un sobreviviente Che vuelve a Cuba para las primeras elecciones democráticas. En 2001, W E. B. Griffin publica Special Ops (2001) recreación ficcional de las campañas africana y bolivia- na del Che, desde una perspectiva antiguerrillera. Igual prevención contra la herencia guevarista parece alentar en The Guevara Legacy (2001) de J. C. Parker, veterano de Vietnam, que conecta la captura del Che con la ame- naza del terrorismo islamista. Por su parte, Chuck Pfarrer recrea en el best-seller Killing Che (2007) la captura y muerte del guerrillero, privile- giando el papel de un agente de la CIA que atenúa la torpeza del ejército boliviano y domina en todo momento a un ingenuo Guevara. Al margen de esa serie bélica, pero relacionada con ella por su carácter de thriller po-
  • 35. Ernesto «Che» Guevara 219 dría situarse la novela italiana Le mani del Che (1996), de Ivo Scanner (seudónimo de Fabio Giovanni), que recreará el enigma de las manos am- putadas al cadáver. Un planteamiento más ampliamente biográfico adoptan otra serie de novelas que desde la década de los setenta recrean episodios de la vida del Che, casi todas con punto de partida en la muerte, como La septième mort du Che, de Joseph Marsant (1976; trad. 1979); Che: Meine Träume Kennen Keine Grenzen, de Horst-Eckart De Gross y Klaus-Peter Wolf (1982); o, quizá la más extensa, ambiciosa de toda esta serie, y también la más cono- cida, al menos en el mundo hispano: The death of Che Guevara: a Novel, de Jay Cantor (1983; trad. 1985). Esa tendencia biográfica ha continuado en el siglo xxi en títulos como Crosscurrents, de William A. Silverman (2002), que presenta a un Che buscando apoyos para su proyecto revolu- cionario continental; o La dernière aventure du Che, de Michel Liard (2003), novela «política de aventuras» que recrea una vez más la campaña boliviana. Más interesante resulta —con centro en el mismo episodio— Método prático da guerrilha, del brasileño Marcelo Ferroni (2010, trad. 2012), que inventa un guerrillero brasileño incorporado al grupo de Ñan- cahuazu para «completar» el relato de esa aventura, mezclando lo histórico y lo ficticio. Podrían considerarse relacionados con esas ficciones biográficas otros relatos basados en testimonios de personas que conocieron al Che. Así es el cuento «Brief Encounters with Che Guevara» (2006), de Ben Fountain, o la novela Tu sai dov’è il Che?, de Renzo Casali, centrada en una investi- gación personal y contemporánea al parecer sobre el periodo praguense y los inicios de la campaña boliviana. El francés Kristian Marciniak en Cuba mi amor (2010) recrea su propia estancia en Cuba durante la revolu- ción, dando importante lugar al Che. Con estos relatos (auto)biográficos se relacionan, por su parte, las fic- ciones que tienen como protagonistas a personajes para quienes el Che es una figura admirable e imitable, a la que, de un modo u otro, pretenden encontrar (como en el caso de la novela de Fernando Otero antes comen- tada), aunque sea simbólicamente. Así aparece en Le ceneri del Che, de Athos Bigongiali (1996), en la que el protagonista, que ha encontrado al Che en sueños pocos días después de su muerte, viaja todos los años a Bolivia para recorrer sus pasos. Otra novela italiana La via del Che: il mito
  • 36. 220 Daniel Mesa Gancedo di Ernesto Guevara e la sua ombra (2007), de Dario Fertilio, mezcla la re- flexión sobre los ideales perdidos de un intelectual sexagenario que viaja a Cuba, con la revelación de supuestos nuevos documentos que permitirían reconstruir una nueva imagen del Che. Algo distinta es A Girl like Che Guevara, de Teresa Dovalpage (2004), novela de formación que narra la historia de Lourdes, una adolescente cubana durante los años ochenta, que toma al Che como modelo de conducta. En la misma tradición «latina», Ana Menéndez en Loving Che (2003; trad. Por amor al Che, 2005) cuenta la historia de una joven cubana criada en Miami por su abuelo, que vuelve a la isla para encontrar las huellas de su madre, quien habría sido compa- ñera del Che. En A Kiss for Señor Guevara (2010), de Terence Clarke, es la joven boliviana Alma la que hará todo lo posible para conocer al Che en el momento de su captura. El último título del que tengo noticia que podría situarse en esta serie es Che Guevara habite au 7e étage (2008, trad. 2013), de Bertrand Solet, novela infantil sobre la dura vida en un suburbio de Marsella, en la que tres niños inventan que el guerrillero es su vecino (y siguen su ejemplo) para defenderse de los abusos de unos pandilleros. Este rápido e incompleto repaso podría concluir con los libros de via- je relacionados con la figura del Che, que también han tenido enorme re- percusión en otras lenguas distintas del español. En ese sentido, ha resul- tado privilegiado el primer viaje americano del Che y Granado en 1951-1952. Según se vio, Patrick Symmes publica en 2000 Chasing Che: a motorcycle journey in search of the Guevara Legend, que deja testimonio de una recreación personal de aquel viaje. Su éxito editorial parece provocar la película de Walter Salles —según López Badano— y se adelanta a otras obras como la de Barbara L. C. Brodman, Looking for Mr. Guevara (2001), que al parecer fue la primera que tuvo una idea semejante (en 1997) y la llevó a un blog, que solo más tarde se convertiría en libro. Por fin, desde una perspectiva novelesca y no autobiográfica, el francés Christian Moire se sitúa en la misma estela con su recuento del viaje en Celui qui n’était pas encore le Che (2007). Crónica literaria. En esa línea no ficcional recién evocada, conviene situar las diferentes modulaciones cronísticas de la figura del Che, en la pluma de escritores de renombre. Quizá el primer texto de esas caracterís- ticas que conviene mencionar, porque en él la figura del Che empieza a cobrar rasgos cuasi fantásticos, se dio también al principio en otra lengua:
  • 37. Ernesto «Che» Guevara 221 se trata de las crónicas que Jean-Paul Sartre publicó en francés en France- Soir al hilo de su visita a Cuba en 1960 y que el mismo año se traducirían al español en Cuba, con el título Huracán sobre el azúcar. Allí el Che se eleva casi como el paradigma del revolucionario sobre-humano: joven, enérgico, que no necesita dormir ni casi comer, pero —además, en su caso— un héroe «intelectual», ilustrado, que puede mantener (en francés y a medianoche) un diálogo fascinante con dos mandarines de la cultura occidental del momento como eran Sartre y Simone de Beauvoir. Después de la muerte del Che, Sartre sintetizaría su fascinación por el Che en una frase que se haría célebre (y no eludiría a veces la ridiculización): «El Che fue el hombre más completo de su tiempo». En español, sintió una fascinación semejante el argentino Ezequiel Martínez Estrada. Su texto «Che Guevara, capitán del pueblo» (1963) es la crónica de un discurso del Che, ante el cual este oyente reacciona «con unción más que con curiosidad, lo confieso, […] lo admiré en su actitud de tribuno de la plebe, docto y circunspecto como un patricio». A conti- nuación, reseña la entrevista que mantuvo con el personaje, quien le dejó la impresión de que ya se había convertido en un símbolo, al punto que Martínez Estrada juzga esa experiencia como una «revelación» que aún se atreve a interpretar dentro de parámetros cristianos. Al conocerse la muerte del Che, fueron inmediatos los testimonios de autores hispanoamericanos que apoyaban la causa cubana. Entre los pri- meros, quizá se cuenta la conferencia que pronunció Ernesto Sábato en París, en noviembre de 1967, titulada «Homenaje a Ernesto Guevara» (que se recogería luego en su libro Itinerario, 1969). El mismo mes, el también argentino Abelardo Castillo publicaba su homenaje, «Matar la muerte», en la revista porteña El Escarabajo de Oro. Poco más tarde, el número 46 de la revista Casa de las Américas (enero-febrero, 1968), dedicado a la memo- ria del Che, se convertiría en un recopilatorio impresionante de firmas admirativas: Carpentier, Cortázar, Dalton, Fernández Retamar, Lezama Lima, Urondo o Walsh (por solo nombrar a los hispanoamericanos más conocidos) dejaron allí sus mensajes o sus recuerdos. A pesar de las dife- rencias de tono, el sentido de todos esos textos (en prosa y también en verso, como se verá luego) era coincidente: el Che «no ha muerto»; en realidad, sus ejecutores le han dado «nueva vida». La incredulidad, el sen- timiento de fraternidad, y, a veces, de culpa trasciende esa escritura. Un
  • 38. 222 Daniel Mesa Gancedo poco más tarde, Vargas Llosa publicaría una reseña inmediata del diario del Che (agosto de 1968), que sirve como referencia para medir la transfor- mación ideológica del peruano: en ese momento, todavía la admiración es absoluta, al punto de considerar que el Che solo puede compararse con Bolívar y Martí. En los años setenta, algunas memorias y crónicas de nombres mayo- res de la literatura o el periodismo hispanoamericano prestan al «guerrille- ro heroico» una atención particular. El chileno Jorge Edwards incluye en sus memorias de la estancia como embajador en Cuba (Persona non grata, 1973) páginas de su propio diario en las que realiza un retrato del Che en 1964, cuando lo conoció en Ginebra y le sorprendió su actitud «innecesa- riamente agresiva y poco diplomática», aunque finalmente le reconoce «que fue consecuente con cada uno de sus actos y de sus palabras». Neru- da, por su parte, dedica varias páginas de su Confieso que he vivido (1974) a recordar la muerte del Che (criticando muchos de los versos escritos para lamentarla, afirmando que él todavía no ha escrito los suyos y enorgulle- ciéndose de ser el único poeta mencionado en el diario de Bolivia y de que el Che leyera su Canto general a los guerrilleros cubanos). Tras evocar una conversación que mantuvo con él en La Habana, Neruda discrepa sobre su concepción de la guerra y concluye: «yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, jun- to a sus armas, un sitio para la poesía». Un poco más tarde, en 1977, con ocasión del 10.º aniversario de la muerte del Che, García Márquez escribe quizá la primera crónica sobre uno de los episodios menos trabajados hasta entonces, su aventura africa- na, y la titula «Los meses de tinieblas. El Che en el Congo». La evocación es, desde luego, admirativa (y quizá un tanto afectada por el anacronismo: pues afirma que cuando fue al Congo la imagen del Che ya colgaba en las paredes de medio mundo, lo que no ocurriría, seguramente, hasta después de su muerte) y por eso llama la atención que el colombiano no le dedica- ra más atención en otros textos. En la década de los 80 el Che comparece en proyectos de recreación seudohistórica, como el celebérrimo friso cronológico del uruguayo Eduardo Galeano Memoria del fuego (III. El siglo del viento, 1986): allí están la invasión de Guatemala, la guerra en Cuba, la conferencia paname- ricana en Punta del Este o la campaña boliviana. De igual manera, las
  • 39. Ernesto «Che» Guevara 223 singulares memorias cubanas que Cabrera Infante recoge en Mea Cuba (1994) incluyen textos en su mayoría escritos en la década de 1980, y en muchos es evocada la figura del Che: degradado a nombre —mal pronun- ciado— de tienda de ropa en Londres; como alguien que nunca amó a La Habana; como objeto de deseo de Allen Ginsberg en su visita a Cuba; como anarquista suicida y mártir, más que como guerrillero heroico. Los años noventa empiezan a mostrar un enfoque revisionista o con- memorativo en textos de este género. En 1992, a los 25 años de su desapa- rición, Vargas Llosa publicó un artículo titulado «La muerte del Che» (lue- go incluido en Desafíos a la libertad). A diferencia de otros textos más antiguos, el tono ya no es elogioso: si en 1968 lo había comparado con Bolívar y Martí, ahora lo hunde en el panteón de «momias» de la historia y repudia su apología de la violencia, aunque reconoce que su atractivo perdura, por su coherencia ideológica y su desprendimiento, y lamenta que se haya perdido el idealismo que Guevara podría representar. Aprovecha Vargas Llosa para recordar que nunca habló con él en sus visitas a Cuba, pero que en 1964 alojó a su madre en París. El mexicano Fabricio Mejía Madrid (el «mejor cronista de su genera- ción» según Jon Lee Anderson) escribe en 1997 «El entierro del Che Gue- vara» (incluido en Días contados. Crónicas sobre la eternidad de este presente, 2012), breve relato de su accidentada visita a Santa Clara para cubrir como periodista el traslado de los restos del Che desde Bolivia. La ocasión pro- picia una visión distanciada e irónica de las dificultades para moverse en un mundo vigilado y empobrecido. Cabrera Infante, por su parte, escribe en 1998 un texto sobre la visita de Juan Pablo II a Cuba (incluido en la segunda edición de Mea Cuba, 1999), en el que atenúa el elogio que, al parecer, este dedicó al Che y re- cuerda que había fusilado a muchos católicos en La Cabaña al triunfar la revolución. Fuera de la ficción, la figura del Che ha seguido preocupando a reco- nocidos narradores hispanoamericanos en lo que va de siglo xxi. El argen- tino Fogwill publica un singular e irónico «Homenaje al Che» en 2005, en el que, tras repasar algunos significados de la palabra che termina explican- do «el de la película de la motocicleta»: «un mito tan dúctil como el pro- nombre «él», que puede identificar a cualquier cosa de género neutro o