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ALEXANDER NAIME
Editor
J UÁ R E Z
BICENTENARIO
COLECCIÓN MAYOR
ESTADO DE MÉXICO: PATRIMONIO DE UN PUEBLO
2006
Alexander Naime
Augusto Isla
Patricia Galeana
Carlos Monsiváis
Antonia Pi Suñer Llorens
David Huerta
Alfonso Sánchez Arteche
Hugo Gutiérrez Vega
Ignacio Sosa
Edmundo González Llaca
Rubén Bonifaz Nuño
BIBLIOTECA MEXI UENSE DEL BICENTENARIO
© ALEXANDER NAIME ET AL. / Juárez bicentenario
Primera edición: 2006
DR © GOBIERNO DEL ESTADO DE MÉXICO
Lerdo poniente 101, 3er piso, puerta 304
Toluca, Estado de México, C.P. 50000
consejoeditorialedomex@yahoo.com.mx
consejoeditorial@edomex.gob.mx
ISBN 968-484-663-0 (colección)
ISBN 968-484-657-6
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Pública Estatal No. CE: 205/1/160/06/1
Compromiso
Programa editorial del
Gobierno del Estado de México
Enrique Peña Nieto
Gobernador Constitucional
Consejo Editorial: Humberto Benítez Treviño, Isidro Muñoz Rivera, Luis Videgaray Caso,
Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez, Alexander Naime.
Comité Técnico Editorial: Augusto Isla Estrada, Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez
Pichardo.
Impreso en México
Printed in Mexico
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de
interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y
la grabación, sin la previa autorización del Gobierno del Estado de México.
9
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
PREFACIO
SIN LA MENOR DUDA los liberales del siglo XIX constituyen la ge-
neración más brillante y honesta de nuestra zarandeada historia
cultural y política. La encabezó un indio zapoteco llamado Benito
Juárez García quien fue líder, pero nunca exigió incondicionali-
dad y supo escuchar las críticas, muchas veces exaltadas, de sus
compañeros de generación y de lucha política. Siguiendo esa acti-
tud de apego a la razón y de respeto a la crítica, esta recopilación
de textos quiere entregar a los lectores algunos aspectos contras-
tados de la vida y de la obra del autor del más claro y preciso pro-
yecto de nación que ha tenido nuestro país.
Abre este conjunto de ensayos Alexander Naime, quien ma-
liciosamente se formula una serie de preguntas sobre el sentido
de la conmemoración, pues se trata de un personaje que, como él
mismo dice, provoca “tanto apasionadas defensas como denos-
taciones”; un personaje que, sin embargo, tiene una dimensión
histórica “indiscutible” por haber sido el protagonista de un mo-
mento decisivo en la historia mexicana y que, por ello, soporta
todas las lecturas posibles. Sus decisiones políticas han sido tan
trascendentales como la rica simbología que las acompaña y de
la cual Naime señala algunos ejemplos extraídos de Apuntes para
mis hijos.
Augusto Isla admira y critica al hombre que luchó contra
la intervención solicitada por los conservadores y creó las insti-
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
tuciones indispensables para garantizar la salud de un régimen
republicano que intentó conciliar las leyes con la justicia y en-
contró en el laicismo la mejor y más justa forma de convivencia
social. Isla nos dice que la gran virtud de Juárez fue la de en-
tender “el kairos, el momento justo de actuar, de intervenir en el
cauce histórico”. En esto consisten su notable genio político, su
voluntad de servicio a la república y la rica sustancia de su pro-
yecto civilizatorio.
Patricia Galeana rinde un bien argumentado homenaje al
fundador de un Estado laico que suprimió las “supervivencias
coloniales”. En su ensayo destaca las principales cualidades del
hombre y del político: una inteligencia serena, un carácter firme,
una actitud perseverante y una probidad ejemplar.
Para Carlos Monsiváis, Juárez es “un vencedor insólito” y,
en su discurso pronunciado en Guelatao, analiza las arduas em-
presas de las que el político liberal salió triunfador a pesar de la
inercia histórica que impedía la modernización del país. Nos ha-
bla, además, del error cometido por la izquierda mexicana al des-
prenderse de sus raíces del siglo XIX.
Antonia Pi Suñer Llorens desbroza los terrenos de la bio-
grafía oficial de Juárez para librarlos del contraproducente y cam-
panudo tono hagiográfico y analiza los rasgos principales del
hombre y del mito; mientras que David Huerta, guiado por el es-
píritu de Plutarco, plantea la biografía de Juárez desde una pers-
pectiva inteligente y novedosa.
Alfonso Sánchez Arteche estudia tres facetas de la persona-
lidad del líder social: su origen indígena, su talante liberal y su
pertenencia a la masonería que, en esa época, era un movimiento
de avanzada dedicado a promover la modernización de la cultura
y de las instituciones sociopolíticas. El autor de este prefacio ex-
11
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
pone diez razones para admirar a nuestro “Presidente vitalicio”,
como lo llama Pellicer, y alaba su austeridad republicana.
Por su parte, Ignacio Sosa desentraña algunos aspectos
poco claros de las reformas sociales juaristas y que se prestan
a la controversia. Recuerda, entre otras y contrastadas opinio-
nes, la de Justo Sierra quien afirmó que la obra de Juárez es “la
única semilla del orden constitucional”. Edmundo González Lla-
ca combina la admiración con el sentido del humor para hablar
de la “perfección” de Juárez, ese mito que lo ha deshumanizado y
convertido en estatua de jardín público. Insiste en que, al margen
de las canonizaciones, el pensamiento de Juárez está cargado de
vida y sigue siendo un manantial de ideas y de afirmaciones del
pensamiento crítico.
Termina esta recopilación con el inmenso poema de Rubén
Bonifaz Nuño, “Principio para un canto a Juárez”. Nuestro gran
poeta nos da las palabras finales de este prefacio cuando habla de
la madurez del gran liberal:
“Se volvió grande y fuerte y doloroso”.
Éste es un acertado resumen (la condensación de la poesía
lo hace posible) de la vida y la obra de nuestro presidente, Benito
Juárez García.
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Copilco el Bajo, verano de 2006
JUÁREZ: LA SOSPECHA
Y LOS SÍMBOLOS
Alexander Naime
15
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
D
OS MIL SEIS, bicentenario de Juárez. En 1806, año de su naci-
miento, el régimen colonial iniciaba su decadencia y nue-
vas relaciones sociales comenzaban a emerger. El mundo
de entonces se reacomodaba: fuerzas y actores sociales surgían,
movimientos independentistas y libertarios, así como nuevas ideas
perfilaban la renovación. Las naciones de Occidente reclamaban un
nuevo orden. Juárez perteneció, hasta su muerte, a ese tiempo de
cambios del que, sin duda, fue protagonista.
¿Por qué recordarlo a doscientos años de su nacimiento?,
¿cuál es el propósito de estudiarlo, de volver sobre el personaje de
manera recurrente?, ¿lo es la visita cotidiana que se realiza ante el
panteón de los héroes para revisar las carencias del presente?, ¿lo
es para recrear al hombre que dejara como legado una manera de
hacer política, un estilo de negociación y un modo de ejercer el po-
der?, ¿lo es para revalorar su figura histórica a la luz de los aconte-
cimientos de hoy?, ¿para imponerle otros valores y darle un nuevo
sentido a su papel en la historia? ¿La celebración sólo se reduce al
discurso cívico, muchas veces hueco y coyuntural, frente a los al-
tares de la patria erigidos en su honor? O también ¿para destacar
valores de los que adolecen las políticas actuales? ¿A qué Juárez res-
catar a la luz del presente? ¿Al personaje y sus circunstancias?, ¿al
genio político que leyó adecuadamente los tiempos que vivió?, ¿a la
leyenda del indio que llegó a ser presidente?, ¿al principal represen-
16
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
tante de la construcción de la modernidad mexicana?, ¿a quien la
muerte le llegó a tiempo para impedirle perpetuarse en el poder y
rescatar así su figura histórica?, ¿a quien simbólicamente materiali-
zó la reforma en su propia familia? ¿Quizá fortalecer el debate casi
permanente para quitarle el bronce a su figura para convertirlo en
barro y desmoronarlo? O bien ¿como un estímulo para la reflexión,
para el cambio?
El significado de su figura en la historiografía mexicana ha
ocupado la imaginación de quienes se aproximan a ella. Su cons-
trucción como icono, basado en conjeturas fundadas o en aparien-
cias, por el carácter simbólico de muchos de sus actos tanto en su
vida pública como en la privada, se ha ido adecuando no sólo a
tiempos y visiones de la historia, sino incluso a lecturas e interpre-
taciones que han comprendido todo el espectro ideológico y político
mexicano. Las aproximaciones al personaje provocan tanto apasio-
nadas defensas como denostaciones. Parece una figura errante en el
tiempo, siempre en búsqueda de significados, de lecturas, de inter-
pretaciones, muchas veces sacadas del contexto que le correspon-
de. Convertido en personaje intemporal, su dimensión histórica se
proyecta a prácticamente todos los ámbitos de la vida pública mexi-
cana. Su leyenda forma parte de la construcción del imaginario co-
lectivo: Juárez como síntesis del acceso a la modernidad en la que la
conformación de un ser nacional se resumía en él: su vida privada
como la síntesis de una sociedad multicultural en busca de su defi-
nición, su vida pública como el primer paso para la construcción de
un Estado nacional.
Su dimensión histórica es incuestionable. Como ningún otro
personaje de la historia moderna de México, muchas fases de su
vida han pasado a ser leyenda; sin embargo, su interpretación como
personaje histórico siempre está bajo sospecha –así son los perso-
17
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
najes fundacionales. Juárez lo fue porque con su figura sintetiza un
tiempo–. Sus lecturas se hacen inagotables: la sospecha, como bús-
queda de significados, está siempre en la base de su conocimiento.
La percepción del personaje, muchas veces precedida de prejuicios,
se saca de su circunstancia y se proyecta en las concepciones de
quien lo interpreta: un hecho soporta múltiples interpretaciones, el
discurso se estructura en función del lector o del poder.
La biografía muchas veces se agota y aísla al personaje, lo
limita, le pone fronteras, lo estigmatiza, lo marca, lo convierte en
bronce y lo hace vulnerable porque el historiador, el analista, siem-
pre tiene el privilegio de decidir, de cortar, de esculpir la figura, de
darle rostro, o rostros, de hacerlo único o múltiple.
En la historiografía mexicana una y otra vez se vuelve so-
bre el valor histórico del personaje; su presencia y su legado tienen
siempre un lugar en el imaginario colectivo: unas veces le dan sen-
tido de identidad a una comunidad política que la busca de manera
casi permanente; otras, se convierten en instrumento de legitima-
ción de actores políticos, y otras más como paradigma ciudadano.
La figura de Juárez ha soportado múltiples lecturas. Frente a
Juárez impasible, su historia siempre inquieta.
No lo es en vano.
Juárez fue protagonista de uno de los momentos más aciagos
de la historia mexicana en la que varios episodios se confunden: la
reforma, la intervención, el imperio, la formación de una sociedad
civil y de un Estado que dejaron marcadas varias de las caracterís-
ticas de la conformación política de la posteridad.
Juárez y su generación respondieron a un tiempo mexicano
complejo en donde la definición de una nación, conformada por
muchas, se empezaba a perfilar y se construían en paralelo ins-
tituciones estatales con una idea de sociedad civil, de ciudadano
18
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
en ciernes, y la manera de organizar a las nuevas fuerzas sociales
emergentes impulsadas por el nuevo orden naciente. Era una joven
república que en la voz de sus protagonistas adquiría mayor madu-
rez: la palabra les dio la posteridad. Los hechos, la razón.
¿COINCIDENCIA DE TIEMPOS?
Dos mil seis no ha sido un año cualquiera en la historia de México.
La sucesión en el poder ha dejado al descubierto muchas deficien-
cias, muchos de los anacronismos de un sistema político que tiene
que reinventarse a partir no sólo de la revisión de la historia, sino
también de una concepción de futuro en donde se deben reacomo-
dar los nuevos actores políticos.
La revisión de la época de la Reforma, los debates que la acom-
pañaron son sin duda un referente útil para replantear el presente.
¿Coincidencia de tiempos?
La revisión del pasado es necesaria para extraer lecciones
para el presente. Los paralelismos de los tiempos son inevitables.
Juárez no puede ser analizado fuera de sus circunstancias, como
tampoco su legado puede dejar de ponderarse en momentos de ne-
cesaria transformación de las instituciones del Estado.
Este año abre una coyuntura para volver a pensar en el Esta-
do mexicano, en sus instituciones y en sus actores políticos. En el
reacomodo necesario de las fuerzas sociales bien vale revisar a Juá-
rez y a su tiempo, buscar los principios de una nueva organización
del Estado y una nueva base ética que le dé nuevos significados a la
política. La celebración tiene así sentido para que no sólo quede en
los escritorios de los académicos, en las mesas de debate o en dis-
cursos oficiales que lo reivindican, tratando de apropiarse de esta
19
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
figura histórica. Una revisión circular de la historia permite anali-
zar el presente con las épocas fundacionales.
La búsqueda de paralelismos parece entonces inevitable.
¿Qué rasgos se pueden distinguir del ciclo político de Juárez y los
tiempos mexicanos que corren?, ¿la revisión del Estado mexicano se
puede hacer a partir de supuestos similares?, ¿puede la época de la
Reforma ser un referente para analizar la realidad actual y trans-
formarla? El pasado se puede reacomodar en función de las necesi-
dades del presente, en muchos sentidos éste puede ser el papel de la
historia, de la descripción y análisis de los hechos pasados.
Dos tiempos distantes en el devenir histórico de México pa-
recen confluir: en la época actual, como en el pasado, el mundo se
reacomoda, los imperios se expanden y reclaman una nueva orga-
nización de los Estados; a la globalización le corresponden las accio-
nes expansionistas de muchos Estados; hoy como ayer, las fuerzas
políticas participan en la definición del poder en México: las igle-
sias incrementan su presencia en la vida pública, los grupos econó-
micos se constituyen en verdaderos actores políticos en defensa de
sus intereses; el papel del ciudadano es limitado; ambas etapas tie-
nen sociedades civiles débiles frente a los factores de poder fuertes;
persiste un ejercicio patrimonialista del poder, más notorio en las
regiones que en el centro.
Los paralelismos, en realidades tan distantes en el tiempo, tie-
nen una diferencia fundamental: mientras quienes encabezaron la
reforma tenían referentes ideológicos identificados, los nuevos acto-
res se sumen en el pragmatismo y no tienen referentes para organi-
zar adecuadamente al Estado ni para encauzar las fuerzas sociales.
La orfandad ideológica de Occidente se refleja en el desconcierto de
los actores políticos mexicanos. La sociedad actual carece de su pro-
pia definición. El contraste y los paralelismos son evidentes, por ello,
20
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
la figura de Juárez, porque es la expresión de un cambio histórico,
tiene la fuerza, en varios sentidos, de una imagen simbólica: es icono
en la historia nacional y símbolo también en su tiempo.
Como icono de la historia, en Juárez se ve la totalidad de una
época, el todo se ve en el fragmento y el fragmento mismo lleva al
todo, como señala Bouchot: “la capacidad que tiene el icono, como
signo, de hacernos pasar del signo a la totalidad”.
El estudio del periodo de la Reforma no se comprendería sin
la presencia de Juárez, él mismo sería incomprensible sin la Refor-
ma, sin esa generación que la construyó y sentó las bases del mo-
derno Estado mexicano.
Por esa razón, al representar a la época, Juárez reúne los atri-
butos de toda una época fundacional para la historia mexicana. Pa-
reciera que los atributos de otros personajes, nunca menores, como
Ocampo, Zarco, Lerdo, Altamirano, Prieto, se sintetizan y se reflejan
en la personalidad de Juárez. El icono cruza las épocas de manera
transversal por los valores que encarna y que lo hacían aprehensi-
ble. Por eso el Juárez de bronce, que no es sino el tránsito de lo cor-
póreo a lo incorpóreo, es la representación simbólica de una época,
que, para comprenderla en su totalidad, se fragmenta en su figu-
ra. En Juárez se concentra una manera de pensar, una concepción
del mundo que le dio sentido a una sociedad que emergía, que co-
menzaba a construir una identidad, un sentido de pertenencia y de
comunidad, en las que se sintetizaban las visiones del mundo indí-
gena y criollo con las de la modernidad liberal.
En Juárez se sintetiza la idea de un Estado-nación moderno
con la construcción de libertades en la que se definen los espacios
que le corresponden no sólo a los actores políticos y económicos
sino también a los individuos transformados en ciudadanos. Pero
aunque el símbolo está exhibido en público, se esconde. Se hace
21
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
entonces objeto de múltiples lecturas y significados: se hace com-
plejo, se hace múltiple. Así, las lecturas positivas o negativas con-
tribuyen a fortalecer el icono, el Juárez de Bulnes, el de Justo Sierra,
el del porfirismo –que justifica el culto como elemento de legiti-
mación del poder– pueden ser tan distintos: el icono se constituye
en un elemento de cultura y figura emblemática.
Al esconderse, al ser misterio, al icono se le escudriña, se le
interroga hasta la intimidad para descubrir su propia naturaleza.
Se convierte en un personaje inacabado que la sociedad reinventa
en la medida en que carece de referentes históricos que le den sen-
tido. La intencionalidad del personaje entonces se vuelve múltiple,
intemporal, variada: las múltiples lecturas nunca lo debilitan sino
que lo refuerzan como elemento de cultura.
Al traerlo al presente, el icono Juárez reacomoda su pasado y
reafirma su presencia y su carácter simbólico. Se idealiza y se cons-
tituye no sólo en personaje histórico sino en referente moral.
LOS SÍMBOLOS DESDE EL PODER
Señala Georges Balandier que todo poder tiene inherente una proli-
feración simbólica que no puede ejercerse sobre las personas
si no recurre, además de la obligación legitimada, a los medios
simbólicos y a lo imaginario. El acceso al poder político es, a la
vez, acceso a la fuerza de las instituciones y a la fuerza de los
símbolos y de las imágenes.
El ejercicio del poder y la vida privada de Juárez están llenos
de símbolos: sus propios testimonios y el efecto de su acción públi-
ca dan cuenta de ello.
22
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
El valor histórico del sujeto se refuerza si, durante el tiempo
del ejercicio del poder, el mundo simbólico se transfiere a otras ins-
tancias sociales o de poder para transformarse en paradigmas de
comportamiento, de emulación, que induzcan comportamientos di-
ferenciados que puedan romper cánones, rutinas o costumbres, es
decir que trastocan un mundo simbólico para construir otro nuevo.
A la transformación de las instituciones la acompaña la trans-
formación en el mundo simbólico. El 24 de marzo de 1861 el gober-
nador provisional del Estado de México, Manuel F. Soto, quien se
adhirió a la reforma con Melchor Ocampo y fuera diputado al Cons-
tituyente del 57, expidió un decreto en el que suprime tratamientos
anacrónicos a los servidores públicos y en el que, con un sentido más re-
publicano, cuestiona y suprime los “tratamientos inventados por los
déspotas tiranos” y establece que “en una república democrática no
hay distinciones y que todos deben conformarse con el título de ciu-
dadanos” para “desterrar todos los hábitos de servidumbre que nos
legó el gobierno colonial” en el cual se derogaban las leyes y decretos
que “concedían tratamientos al gobernador y demás funcionarios del
Estado así como el de señor que se han usado hasta aquí en las comu-
nicaciones oficiales, las cuales se sustituirán por el título de ciudada-
no” y agrega que en todas las comunicaciones se pondrá “primero, al
ciudadano; segundo, el nombre y apellido de la persona; y tercero, el
empleo que desempeñe”. En su artículo cuarto señalaba que “se pro-
híbe a todas las autoridades del Estado el que permitan se les bese la
mano, como abusivamente se acostumbraba en algunos lugares”. Un
mundo simbólico, una manera cultural de ser frente al poder que se
sustituía por otro que reflejaba un nuevo sistema de relaciones.
Se ha dicho que el ejercicio del poder siempre va acompañado
de manifestaciones simbólicas, y es a través éstas, de las formas de
expresión corporal, de la manera de ser, del uso del lenguaje, de
23
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
la gesticulación, de hechos observables por el ciudadano común,
como el hombre político y sus decisiones adquieren trascendencia
para el ciudadano, para el analista que las observa y para el his-
toriador, quien al reconstruir la memoria, busca significados que
le permitan aprehender mejor al sujeto y sus circunstancias para
constituirlos en objetos del quehacer histórico.
Un comportamiento simbólico puede reforzar una decisión
política, una ley expedida o una posición ideológica; puede expli-
car una manera de gobernar y una visión del uso del poder. No en
pocas ocasiones a lo largo de la historia la construcción de una figu-
ra política se hace con base en los símbolos que la rodean y que no
pocas veces refuerzan la congruencia política de los actores y, otras,
señalan sus contradicciones.
El mundo simbólico, sea conciente o inconsciente, define al
actor político. Juárez, en su comportamiento político, contribuyó a
sustentar la construcción del mito dentro de la historiografía mexi-
cana. Sin muchos de sus hechos simbólicos tal vez su figura no tu-
viera la fortaleza que tiene en el imaginario colectivo mexicano. La
reproducción de la leyenda parte de hechos que la hacen compren-
sible y cercana tanto a lo cotidiano como a lo extraordinario en pro-
cesos casi simultáneos.
Las lecturas a las que ha estado sujeta la personalidad de Juá-
rez están llenas de simbolismo. Sin duda, el hecho simbólico más
importante de Juárez lo constituye él mismo: el indígena que ascien-
de en la escala social y logra constituirse en el elemento clave en la
construcción del moderno Estado mexicano, hasta su actitud como
padre y esposo amoroso alejada de las impertinencias del poder. Del
hombre moreno, monolingüe, que alcanza a través de la educación la
primera magistratura del país, hasta su vestimenta –siempre de levi-
ta como símbolo de la modernidad– y su obsesiva manía por la lim-
24
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
pieza corporal, su apego a la disciplina del trabajo que le hacía llegar
a su oficina, cuando era gobernador de Oaxaca, “siempre con la cam-
panada de las nueve”.
Su simbolismo es tan fuerte, que su figura laica forma par-
te de los referentes distintivos de la nacionalidad mexicana y del
mundo que se fue esculpiendo, de cuya historia es el personaje
principal. Su vida pública y lo común de su vida privada, como lo
muestran sus intercambios epistolares, son dos líneas convergentes
en la construcción de su figura histórica.
Sin embargo, sus hechos políticos y los símbolos que lo acom-
pañan en su actitud en la vida pública narran mejor al hombre como
sujeto de la historia. Muchas de sus decisiones políticas trascenden-
tes las acompañó de hechos simbólicos que las reforzaban, como él
mismo narra en Apuntes para mis hijos.
Unas están relacionadas con las costumbres y modos del po-
der, y otras con la aplicación de las leyes.
De entre los modos del Poder: No fue al Te Deum y se cambió
el sombrero:
era costumbre autorizada por la ley... que cuando tomaba
poseción (sic) el gobernador, éste concurría con todas las demás
autoridades al Te Deum que se cantaba en la Catedral a cuya
puerta principal salían a recibirlo los canónigos.
Tiempo antes, el 23 de noviembre de 1855, Juárez había ex-
pedido la Ley de Administración de Justicia en la que diferencia
el fuero eclesiástico y el civil. La expedición de la Ley hizo que la
Iglesia considerara a muchos gobernantes como “hereges y esco-
mulgados (sic)”. Así que los canónigos de Oaxaca aprovecharon el
incidente y proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no reci-
25
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
birlo y obligarlo a usar la fuerza pública y que su administración se
iniciara con hechos de violencia. Sin embargo, Juárez escribe:
aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar
procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre
ceremonial de poseción (sic) de los gobernadores me autorizaban
para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la
asistencia al Te Deum, no por temor a los canónigos, sino por la
convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil
no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica...
Más adelante dice, en ese cambio de las formas simbólicas del
poder, que había costumbres
que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de
los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en
sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de
una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador
abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de
los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados
y sin aparato de ninguna especie... Tengo el gusto de que los
gobernantes de Oajaca han seguido mi ejemplo.
De entre los símbolos en la aplicación de las leyes: El entierro de su
hija y la compra de una casa. La obediencia a la ley en una sociedad
que empezaba a delinear sus primeros trazos en la modernidad po-
lítica se presentaba como requisito indispensable para los nuevos
términos de convivencia de una sociedad en la que se rompía un
orden y nacía otro. La lucha entre éstos pareció intuirla Juárez al
ajustar su vida privada al nuevo orden que se gestaba en México.
26
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Dos hechos lo ejemplifican. En 1850 muere su hija Guadalupe a la
edad de dos años
y aunque la ley que prohibía el enterramiento de los cadáveres en
los templos exceptuaba a la familia del gobernador del Estado, no
quise –dice en los Apuntes...– hacer uso de esta gracia y yo mismo
llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel, que está
situado a extramuros de la ciudad para dar ejemplo de obediencia
a la ley que las preocupaciones nulificaban con perjuicio de la
salubridad pública.
El segundo fue el hecho de que después de expedida la ley
sobre desamortización de los bienes que administraba el clero, con-
cebida por Miguel Lerdo de Tejada, dice Juárez,
creí mi deber hacer cumplir la ley no sólo con medidas del resorte
de la autoridad, sino con el ejemplo para alentar a los que por
un escrúpulo infundado se retraían de usar del beneficio que les
concedía la ley.
Así que pidió la adjudicación de un capital para la adquisi-
ción de una casa en la calle Coronel de la ciudad de Oaxaca.
El deceo (sic) de hacer efectiva esta reforma y no la mira de
especular me guió para hacer esta operación. Había capitales
de más consideración en que pude practicarla, pero no era ese
mi objeto.
Desde el mundo de lo simbólico, como se ha pretendido mos-
trar, la figura de Juárez soporta varias lecturas: una él mismo como
27
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
personaje de una época, otra como generador de símbolos –expre-
sión de las generaciones de su tiempo– que determinó una manera
de ser del poder político en México.
Como símbolo, como mito, como icono, algunas veces se con-
funde al personaje con su tiempo; otras, se hace del tiempo el del
personaje, en una totalidad en la cual el contexto se nubla y se aísla
del análisis a actores individuales o colectivos, sucesos regionales,
locales y externos.
El mundo simbólico creado por y en torno a Juárez es una de
las características de la modernidad mexicana del siglo XIX. Pasar
del símbolo al sujeto histórico es uno de los retos que aún se plan-
tean: el personaje sigue bajo sospecha.
LA ESCALERA DEL DESEO
Augusto Isla
31
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
¡Q
UÉ HOMBRE MÁS GUAPO!, exclamó una mujer refiriéndose
a mi padre que, encaramado en la plataforma de un
camión, representaba al archiduque Maximiliano de
Habsburgo en la famosa cabalgata que cada 23 de diciembre reco-
rría las calles principales de Querétaro, mi ciudad natal. Querétaro:
el último refugio del segundo Imperio, donde el austriaco pasó sus
días postreros, agobiado por el ejército republicano, la disentería
y acaso el arrepentimiento de haber emprendido tan descabella-
da aventura. Él, el engañado; el títere de un imperio, de su mujer;
él, víctima de su ineptitud y su delirio, ¿se deleitó siquiera alguna
vez, por instantes, con esos crepúsculos que maravillaron a Borges?
Entre compadecida y reaccionaria, la ciudad prodigó sus afectos al
emperador, que acabó siendo parte de su patrimonio turístico. Aquí
durmió, aquí lo juzgaron, aquí fue fusilado. El príncipe dejó su hue-
lla. Conozco gente que todavía hoy ordena la celebración de una
misa para recordar su muerte.
“Mira que un hombre tan hermoso, tan inteligente, venir a morir
aquí, en un país lejano, de gente tan ingrata y a manos de un indio he-
reje que no se conmovió con las lágrimas de la princesa de Salm Salm
ni con la presencia de los pequeños hijos de Miramón. Razón tiene el
señor obispo en decir que cuando Juárez murió las puertas del infierno
se abrieron de par en par”. Con discursos semejantes crecí y –no lo nie-
go– la biografía del distraído Habsburgo excitó mi fantasía adolescen-
32
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
te: una hermosa pareja de enamorados dispuesta a abandonar un
castillo de ensueño para salvar a México de la ignominia. Ayuna de
una cultura laica, de buenas escuelas públicas, la ciudad de Queré-
taro propiciaba esos desvaríos.
Mi admiración a Juárez llegó tarde, nacida de una curiosidad
más cercana a la indagación histórica que a una memoria colectiva
adocenada por el embalsamamiento virtual del héroe zapoteco; por
ese culto a su narciso que contamina a México con imágenes casi
todas horrendas, destacando entre ellas la que el gobierno federal
erigió en Querétaro en 1967 para conmemorar el centenario de la
restauración de la república. La adopción oficial del personaje du-
rante el siglo XX se tradujo en la proliferación de espacios que lle-
van el nombre de Juárez: ciudades, municipios, parques, escuelas,
mercados, calles…, como si se tratara de un conjuro, aunque bien
sabemos que en el trasfondo de esa exageración habita una gran
hipocresía: cuántos funcionarios hay que rinden sincero tributo al
indio oaxaqueño, pero sólo Dios sabe cuántos más creen salvar su
reputación levantándole falsos altares. Recuerdo a Gracián: “el en-
carecer es ramo del mentir, y piérdese en ello el crédito de buen
gusto, que es grande, y el de entendido, que es mayor”.
Nada tengo contra el mármol, la piedra, el bronce, el lienzo;
con ellos se esculpe y dibuja el evangelio cívico. Juárez está bien allí,
erguido, impasible, siempre idéntico a sí mismo, fiel a su investidu-
ra, como lo pide el mito fundacional de una nación tan vulnerable y
pobre como la nuestra. Pero nada me dice –el icono por excelencia de
nuestra historia– sobre la verdad o al menos un poco de certidum-
bre acerca de lo que fue. Y si a tal compulsión idólatra se añaden las
complejidades del personaje y los enredos de su tiempo, la dificultad
de la pesquisa crece. Aún estando en vida don Benito, en 1870, Ma-
nuel Payno pronosticaba, con gran intuición, el juicio contradictorio
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
que, acerca del hombre de Guelatao, nos daría la posteridad. Por un
lado, aparecería como quien “se alzó con el poder y estableció la dic-
tadura atacando en su base y en sus más esenciales fundamentos la
carta constitucional”; por otro, surgiría radiante como la mano pro-
digiosa que separó Iglesia y Estado, como el representante digno del
progreso, justo, firme, lleno de fe, que combatió inflexible con los
enemigos de la patria. Sin embargo, Payno confiaba en que un día
Juárez tendría “su vestido propio, sus propias dimensiones, su tono
y colorido verdaderos y naturales”. Al parecer, ese día no ha llegado.
Recientemente, dos de los personajes más importantes de nuestra
vida pública han esgrimido sus diferencias empleando, simbólica-
mente, la figura de Juárez, uno, despreciándolo; el otro mostrando
en un templete su retrato. Con Juárez en el centro de sus disputas,
ambos, además de haber hecho el ridículo, han puesto en evidencia
la carencia de mesura, de un consenso de gratitud.
No faltan historiadores y biógrafos en busca de equilibrios.
Pero si de suyo la materia histórica no los obsequia, semejante pre-
tensión sólo da pie a valoraciones espurias o bien a disparates como
el de Rabasa quien yuxtapone dos palabras enemigas para definir
al Benemérito. ¿Un dictador democrático? ¿Democrático sin institu-
ciones viables, sin esos acuerdos fundamentales que a gritos recla-
maba Mariano Otero? Tal vez dictador lo fue, mas no en el sentido
abominable de las dictaduras totalitarias contemporáneas sino en
el de la antigua Roma, es decir, de la dictadura como institución
merced a la cual se concedían poderes excepcionales a un hom-
bre para ocuparse de los asuntos públicos en situaciones de emer-
gencia, como los que otorgó el Senado a Pompeyo para combatir a
Mitrídates y de cuya defensa se hizo cargo Cicerón en su primer
discurso público. Como presidente, Juárez gozó, por así decirlo, de
facultades extraordinarias en varias ocasiones, pero también supo
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
renunciar a ellas afortunadamente; más aún, de buena o mala gana,
compartió el poder con el Congreso que no dejó de hostilizarlo e,
incluso, con nefastos caciques regionales como Santiago Vidaurri.
Si a definiciones vamos, ¿por qué no la de un patricio re-
publicano? Juárez se distinguió entre sus conciudadanos por
una actuación pública por lo general reciamente patriótica, pero
no exenta de inflexiones bochornosas como el tratado McLane-
Ocampo. Y era conciente de ello, de esa nobleza, que le conferían
sus denuedos, a tal punto que desconfiaba del vulgo “que rara vez
examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre admi-
ra y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario”. Desdeña-
ba al vulgo; adulaba al pueblo, a la opinión pública como fuentes
de poder. ¿Dónde encontrar la diferencia? Nuestras minorías ilus-
tradas, al referirse a las masas, no eran precisamente generosas.
Recordemos a Payno: el pueblo mexicano era un pueblo “move-
dizo, acostumbrado durante cincuenta años a los pronunciamien-
tos y a la guerra civil”. Patricio en una república apenas larvada,
a menudo naufragando en sus desórdenes, ebria de confusión. El
propio Juárez, tan propenso a hacer un fetiche de la ley, asumió
por un tiempo, a la vez, la presidencia de la Corte y la cartera de
gobernación violentando con semejante incongruencia el princi-
pio de separación de poderes.
Admitamos, pues, que la complejidad del personaje objeta
cualquier definición en unas cuantas palabras. El patricio repu-
blicano fue también un perseguido, un exiliado romántico, un pe-
dagogo, un servidor público probo, un hombre de Estado y, si se
quiere, corrigiéndome ahora mismo, un demócrata, no en el sentido
en el que entendemos actualmente tal atributo, sino en el de alguien
que combatió el régimen teocrático, de ese alguien que se propu-
so separar Iglesia y Estado y demolió viejos ceremoniales, pues en
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
aquella Oaxaca suya dejó de cantarse el Te Deum “cuando el gober-
nador toma posesión, movido por la convicción que tenía de que
los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a
ninguna ceremonia religiosa”; de ese alguien que, en fin, construye
y difunde una nueva retórica, un léxico republicano y patriota, un
nuevo modo de argumentar, hecho de palabras como constitución,
ley, patria, nación, libertad, progreso, es decir, un tejido simbólico
que codifica el nuevo discurso político, a menudo resuelto en un es-
tilo aforístico tan citable como peligroso, pues si leemos, por ejem-
plo, fuera de contexto, aquello de que “el respeto al derecho ajeno
es la paz”, podríamos justificar el derecho a acumular infinitas ri-
quezas a costa del sufrimiento de los demás. De modo que su apo-
tegma pacifista alusivo a las relaciones internacionales, podría dar
pie a la defensa de las más oprobiosas desigualdades. Cuidémonos
entonces de invocar sin ton ni son las palabras del de Guelatao, so-
bre todo ahora que los conservadores están de vuelta, decididos a
demostrarnos que la historia no sigue un curso lineal y que, para
fortuna de sus intereses, toda barbarie es posible.
Juárez sería el demócrata que, paradójicamente, reinventa
una cultura autoritaria, libre ya de las cadenas religiosas, pero aho-
ra atada a la figura señera del padre, del presidente, de esa meta-
morfosis del tlatoani, del que habla bien, defiende y salva la patria.
Y Juárez, el gobernante, sería también, paradójicamente, el indígena
que, burlando el racismo, se convierte en el gran escenógrafo y ac-
tor de nuestra modernidad política, aquel que no necesita ya de las
consagraciones propias de los “reyes de teatro”; aquel que, en rico
despliegue simbólico, se hace reconocer en toda su fuerza dramática,
ora enterrando a su pequeña hija como un ciudadano cualquiera, ora
afirmando su energía cuando niega el perdón al intruso o cuando
su gobierno masacra a los sublevados de la Ciudadela.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Pasiones, imprecisiones, lugares comunes trenzan, pues, el
enigma de ese gran señor mexicano. El lugar más común: acaso el
relato de una vida que va de la humildísima cuna al más alto sitial,
merced a la educación; ésta favorece, es verdad, la movilidad as-
cendente, pero no en toda circunstancia. Basta ver hoy a millones
de jóvenes bien formados, pero a la deriva, sin porvenir alguno.
Ciertamente, la educación del oaxaqueño era notable para su tiem-
po, así diga Altamirano que era “escasa e imperfecta”. Las discipli-
nas humanísticas –filosofía y jurisprudencia– dieron claridad a su
mente; las lenguas le abrieron ventanas al mundo: leía en latín, en
francés, en inglés. Pero en el ascenso de nuestro personaje influ-
yeron también la protección bondadosa de los desconocidos como
Antonio Salanueva, y la fuerza tutelar de las nuevas fraternidades
–como la masonería en la cual lo inició Francisco Banuet– que bro-
taron en medio de aquella “sociedad enteramente dominada por la
ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones”, a decir del
propio Juárez. Y no olvido esa “casa de prostitución” –así llamaban
los reaccionarios al Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca–, recep-
táculo y espacio de trasmisión de los ideales liberales, creado por
decreto del Congreso local del que formaban parte eclesiásticos de
mente abierta a las ciencias y a las humanidades, e inaugurado el 8
de enero de 1827. Allí se formaron las nuevas elites; allí se inscribió
Juárez por recomendación de Miguel Méndez y allí creció en forta-
leza moral e intelectual.
Me detengo en la palabra “preocupaciones”; en ella se con-
densa tanto la formulación de la crítica a su tiempo como la cons-
trucción del nuevo sujeto ético que encarna en él, e incluso su
concepción pedagógica. En sus Apuntes para mis hijos y en varias
cartas dirigidas a su yerno Pedro Santacilia, a cuyo cargo estuvo
su familia durante la intervención francesa, alude a ellas como una
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
esclavitud del alma, pues ya le recomienda que “cuide que sus hi-
jos se impregnen de las preocupaciones que producen las prácticas
supersticiosas”, ya le suplica que no los ponga
bajo la dirección de ningún jesuita ni de ningún sectario de
alguna religión, que aprendan a filosofar, esto es, que aprendan a
investigar el porqué o la razón de las cosas para que en su tránsito
por este mundo tengan por guía la verdad y no los errores y
preocupaciones que hacen infelices y desgraciados a los hombres
y a los pueblos.
Este Juárez, padre y pedagogo, me lleva a Rousseau, a sus con-
sejos para la educación de Emilio: “que vea con sus propios ojos, que
sienta con su corazón, que ninguna autoridad lo gobierne si no es la
de su propia razón”. Digamos que su mentor, Antonio Salanueva,
representa ese momento de transición en el cual un mundo caduca y
otro despierta, pues “aunque muy dedicado a la devoción y las prác-
ticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación
de la juventud”; Juárez, en cambio, encarna, sin ambigüedades, el
nuevo ethos, no obstante los resabios de un vocabulario católico, ma-
nifiesto en palabras como sagrados deberes, Providencia, el Todo-
poderoso, santa causa, sacrificio… La laicidad que vive y proclama
funda un nuevo sujeto ético, basado en la libertad de conciencia y la
igualdad ciudadana. Ese ethos no configura propiamente un sistema,
sino un conjunto de principios que nutre una nueva espiritualidad
no inscrita ya en la religión sino en el discernir filosófico, en la ra-
zón, en una exigencia de lucidez, en la autonomía del yo.
Me atrevo a pensar que su orfandad familiar propicia su li-
bertad. No camina hacia ella; avanza en ella. Se fuga para dejar
atrás las “preocupaciones”, es decir, los prejuicios, los miedos, las
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
culpas; en fin, para encontrarse. Lo que en él madura no es un hom-
bre de fe –la palabra fe irrumpe en él a menudo, pero no alude a
la creencia religiosa, en cambio sí a la confianza en su obrar–, sino
un hombre de deseo. Deseo como el esfuerzo de la humana criatu-
ra por “perseverar en su ser”, según palabras de Spinoza. Cuando
en sus memorias recuerda aquel 17 de diciembre de 1818 en que se
fuga de su casa a los doce años de edad, nos dice “el deseo fue supe-
rior al sentimiento”. El deseo lo mueve a ser alguien, por algo, para
los otros; el nuevo ethos lo ilumina: es rudimentario pero suficien-
te; le exige ser virtuoso, reflexivo, sin prejuicios, despreocupado,
observante de la ley, patriota, cumplidor del deber; todo eso que lo
convierte en buen hombre y buen ciudadano, rebelde contra las in-
justicias, contra la opresión de lo que él llama “las clases privilegia-
das”. Guiado por ese faro –liberal y masónico a un tiempo–, gana
fama y escala todos los peldaños hasta llegar a ser el primero entre
los suyos. La biografía moral de Juárez describe la persistencia de
hábitos y gestos: es puntual, austero; viste siempre de negro como
un ave solemne y triste, pues ese ethos, aunque con nuevas raíces,
conserva esencias puritanas. Le obsesionan los dictados de la con-
ciencia, el cumplimiento del deber, el sentido del honor, el imperio
de la moral: los atentados contra ésta “reclaman del gobierno las
medidas que caben en sus atribuciones, para que (…) se restablezca
y se consolide”. Y ya sabemos cuánto aborrecía a aquellos funciona-
rios públicos que se entregan “al ocio y a la disipación”
Esos imperativos que merodean los rigores kantianos no ha-
cen de Juárez un mojigato. ¿De qué fuentes extrae Andrés Henestro-
sa la certeza de que “nunca reía”, de que “jamás traicionó el pacto
sagrado del matrimonio”? ¿Por qué olvidar que era él, y no otro,
quien prefería el baile a los golpes de pecho? ¿Quién nos dice que,
como no queriendo la cosa, don Benito no se permitió en una de
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
esas tantas noches lejos de la llama de Margarita un poco de ale-
gría sexual? No logra exaltar a un personaje público ese querer per-
suadirnos de una castidad ridícula como si se tratara de la vida de
un santo afligido por ese voto, o como si ésta fuera una garantía de
prudencia en la conducción de la vida pública: se rumora que Geor-
ge W. Bush es un paterfamilias ejemplar, lo cual no es obstáculo
para dar rienda suelta a sus pulsiones genocidas.
El moralismo laico de Juárez que finalmente debería impor-
tarnos no es aquel concerniente a la abstinencia sexual tan estimada
por la iglesia católica, sino aquel que busca construir un paradig-
ma ciudadano basado en el altruismo, en la honradez, en el respeto
a los demás, en el darse a los otros hasta el extremo del sacrificio.
El Juárez liberal rechaza al individualismo a ultranza: “el egoísta,
lo mismo que el esclavo no tiene patria ni honor. Amigo de su bien
privado y ciego tributario de sus propias pasiones no atiende al bien
de los demás”. Digamos que a ese ethos moralista, libremente elegi-
do, Juárez se mantuvo fiel hasta cierto punto en el transcurrir de su
deseo de aprender, de ser. Pero cuando alcanza la cima, el ethos libe-
ral se estrella contra la razón del Estado, que le impone sus cóleras,
sus tribulaciones, sus excesos. Queda poco de aquellos preceptos de
juventud, algunas astillas. Sobre sus hombros enlutados lleva la re-
pública, con dolor, pues dada la gravedad de las circunstancias “el
poder nada tiene de halagüeño”, según su propio dicho. La trillada
frase de que el poder corrompe, no tiene cabida aquí: el poder se pa-
dece, pues “el gobernante no es el hombre que goza y se prepara un
porvenir de dicha y de ventura; es, así, el primero en el sufrimien-
to y en el trabajo”. El poder no corrompe a Juárez, pero sí tuerce el
destino de su deseo anclado en un ethos solidario. ¿Los “deberes sa-
grados” del estadista acrecientan su amor propio hasta el punto de
que la patria se convierte en el espejo de su narcisismo? Permítase-
40
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
me parafrasear a Montaigne: Juárez, el poderoso, se hunde en una
servidumbre atroz, ya no tiene nada suyo, se debe a los demás, pero
también a un Estado que le exige el empleo de un látigo indeseable.
Indudablemente, pesan sobre quien detenta el poder –en el
sentido más visible, es decir, el sentido político– responsabilidades
agobiantes no sólo porque sus determinaciones afectan a otros mu-
chos seres humanos, sino porque esas mismas determinaciones sue-
len enredar al poderoso en devastadores conflictos de conciencia, a
no ser que llegue a la comprensión de que la política es un arte regi-
do por reglas propias, distintas a las del código moral. Nadie como
Maquiavelo ha expuesto mejor este drama: lo que moralmente nos
parece virtuoso puede causar la ruina del Estado y lo que se anto-
ja vicio puede traer su bienestar. Como si un relámpago lo cegara,
quien manda se ve frecuentemente arrastrado a obrar contra esos
principios tan caros al buen ciudadano común, contra la caridad,
para decirlo en términos cristianos. Por eso, Maquiavelo recomienda
al príncipe “que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las
circunstancias y que (…) no se aparte del bien mientras pueda, pero
que, en caso de necesidad no titubee en entrar en el mal”.
Por la razón de Estado –entiéndase la salud de la república–,
Juárez descarga golpes sobre el espíritu de sus amigos y adjetiva con
crueldad su legítima disidencia, pero también sobre la carne de sus
adversarios. En la cumbre de su poder, el corazón de aquel hombre
se endurece; ya no lo gobierna el deseo regido por un ethos personal,
sino el imperativo de un orden superior siempre a punto del co-
lapso. Sus últimos días como gobernante fueron amargos. A pesar
de su discurso pacifista, no consiguió ni paz ni desarrollo. El bando-
lerismo, las sublevaciones militares, la economía devastada, la des-
confianza del capital extranjero pusieron a la defensiva al estadista
constructor. El Juárez de mayor brillo lo encontramos en el combate,
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
en la resistencia, en sus movimientos huidizos. Tal vez a su pesar,
respondió con violencia excesiva: la mano del látigo acabó prevale-
ciendo sobre la mano de la flor. Lo imagino exhausto, en un callejón
sin salida; no podía gobernar a sus anchas, ni entregar el poder: adi-
vinaba la crueldad de los militares y la debilidad de los civiles.
El deseo acarrea grandes gracias y desgracias. Desde la razón
de Estado, como un pequeño Zeus moreno, Juárez crea y destruye,
destruye y crea, con un instinto crecido de estadista implacable.
Para comenzar, y a despecho de la ternura que algunos le atribu-
yen, destruye a su familia; lejos de su patria, Margarita le confiesa
cuán desgraciada es por la pérdida de dos de sus hijos. En aquel
Nueva York, seguramente helado, a donde ha ido a dar con su fami-
lia durante la intervención francesa, la pobre mujer se consume en
la hoguera de la culpabilidad:
yo tengo la culpa que se hayan muerto; este remordimiento me
hace sufrir mucho y creo que esto me mata; no encuentro remedio
y sólo me tranquiliza, por algunos momentos, que me he de
morir y prefiero mil veces la muerte a la vida que tengo; me es
insoportable sin ti y sin mis hijos; tú te acuerdas del miedo que le
tenía a la muerte, pues ahora es la única que me dará consuelo.
Muerte que nada espera, pues bajo el influjo de un renuncia-
miento a la fe católica, se ve en el más absoluto desamparo, ya que
confiesa en otra carta: “si yo creyera que mis hijos eran felices y es-
taban en el cielo, no sufriría tanto como sufro”. Que nadie me venga
con el relato edificante del buen esposo y buen padre. Por algo Sófo-
cles contrapuso los intereses de la polis y los del oikos, Creonte repre-
sentaba los unos; Antígona, los otros. Los órdenes de la ciudad y el
hogar suelen plantear dilemas desgarradores. No se trata de arrojar
42
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
piedras de culpa sobre nadie: son simplemente las fatalidades de la
humana tragedia. Juárez deseaba una patria feliz, pero tuvo que sa-
crificar la dicha de los seres más amados.
He dicho que destruye y crea: instituciones que son la colum-
na vertebral de nuestra vida civilizada. Admitamos que ni las ideas
ni el programa son suyos. Como lo sostiene Carlos Pereyra, estaban
allí, esperando su acometida. El programa de reformas de 1833 an-
ticipa las leyes de 1859: la libertad de opiniones, la abolición de los
privilegios del clero y la milicia, la nacionalización de los bienes
eclesiásticos, la erradicación del monopolio del clero en la educa-
ción… Pero sólo el genio político de Juárez entendió el kairos, el mo-
mento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico. Cuando
suscribe las Leyes de Reforma, Juárez no extiende brazo y mano con
esa firmeza inhumana con que José Clemente Orozco lo pinta como
si la extremidad grotesca no le perteneciera; lo hace en cambio con
mano trémula, de político sabio. Los que le rodeaban entonces, des-
esperaban por la demora porque no eran ellos quienes asumían tan
grave responsabilidad, porque no eran ellos los mediadores entre el
ideal y la práctica política. Honda reflexión, largos insomnios debie-
ron haber precedido una determinación de ese vuelo. Está en jue-
go el alma del estadista, del gran pastor de la república, esa misma
alma múltiple que han plasmado en muros, lienzos, grabados los
artistas de México: el Juárez altivo de González Camarena, el Juárez
combativo de Méndez, el Juárez pleno de sosegada belleza como lo
vio Pelegrín Clavé, el que está en medio de los talentos devastadores
de Ramírez y Altamirano según la insidiosa mirada de Diego Rive-
ra, el Juárez cruel que estrangula una tortuga según la visión lúdica
e irreverente de Toledo. Aunque ningún hombre se atreve a decir
todo sobre sí mismo, es una lástima que sus Apuntes para mis hijos
se hayan detenido en 1857. De haberlos continuado, ¿lo comprende-
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
ríamos mejor? Lo dudo. El texto, probablemente redactado antes de
1867 –pues se refiere en presente a Juan Álvarez, “patriota sincero y
desinteresado”, quien muere en ese año–, es pobre en introspección
y análisis. Bastaría preguntarse por qué deja en tinieblas ese perio-
do de un año y medio de exilio en Nueva Orleans. ¿O es que nada
tenía que decir a sus hijos acerca de lo que vivió y observó? Silen-
cios, exageraciones –como aquella “repugnancia” precoz a la carrera
eclesiástica–, pero sobre todo al acento puesto en el acontecer políti-
co, delatan a un personaje más atento al devenir de la patria que al
de sí mismo. ¿Se miró alguna vez en el espejo no para mantener el
decoro de su investidura sino para hurgar en los secretos del alma?
¿Alguna vez lloró de gozo de sólo imaginar el curso de los astros?
¿Bendijo sus mañanas, ese don acaso dilapidado por apremio de re-
finar el nuevo espectáculo del poder?
No puedo evitar compadecer a Juárez, al propio tiempo que
admirarlo. Lo admiro como debe admirarlo cualquier mexicano bien
nacido, por haber colocado los cimientos de ese Estado nacional laico
que nos preserva, de una tolerancia que a todos permite construir li-
bre y dignamente su vida. Ni siquiera hay que ver en su liberalismo
“la falla mayor” de excluir a los indígenas en su tradicional vivir y a
los conservadores. Excluir no es la palabra, don Benito los combate,
porque ambos se oponen a su idea de una nación moderna, fuerte y
próspera. En la famosa carta que dirige a Maximiliano, se refiere a sus
orígenes, a esas “masas oscuras del pueblo” de donde había salido:
oscuridad que quiere decir ignorancia, miseria, usos y costumbres
que inhiben la libertad de la persona. La mentalidad conservadora
tanto de los indígenas como de los monarquistas y clerofílicos re-
tardaban la modernidad. No lo culpemos por tales consideraciones.
Después de todo, ningún hombre puede rebasar ese absoluto que de-
limita su tiempo; salvo unos cuantos visionarios y críticos radicales
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
a quienes la humanidad debe su progreso político y moral, nacemos,
vivimos y morimos humillados bajo ciertas formas de entendimiento
que a menudo la posteridad juzga alevosamente.
Cuántas veces no he leído a propósito del comunitarismo in-
dígena que los liberales decimonónicos se equivocaron. Con toda
justificación indigna que un Bulnes haya afirmado, enfermo de ra-
cismo, que una de las debilidades del país se debía a la inferioridad
de los indios, pero Juárez no pensó de esa manera. Viéndose a sí
mismo, en su enorme potencial, creía que “la ignorancia general de
la clase indígena” podía ser destituida por la vía de la instrucción,
que en ésta el indígena encontraría su redención histórica, como
individuo claro está. Y con la misma convicción, estimaba que era
“imposible moralmente hablando que la reacción triunfara”. Juárez
no era un visionario, pero sí el estadista que aspiraba a poner en la
escena histórica los ideales más avanzados en su tiempo y circuns-
tancia, lo cual no es poca cosa.
Las limitaciones del entendimiento acerca de un problema
social no son errores; expresan solamente ese grado de compren-
sión que alcanzan los seres humanos reclusos en un tiempo dado.
¿Por qué pedir más a los liberales que, no obstante su diversidad,
coincidían felizmente en la ruptura con un mundo de prejuicios, fa-
natismos, privilegios y abusos? Abusos generados por la cultura he-
gemónica y también por la subalterna, por la Iglesia lo mismo que
por las autoridades indígenas, tan opresivas la una como las otras.
Alejandro de Humboldt, en su Ensayo Político sobre el Reino de la Nue-
va España, puso en relevancia esa doble dominación: “…el alcalde in-
dio ejerce su poder con una dureza tanto mayor, cuando está seguro
de ser sostenido por el cura y el subdelegado español”. La esclavitud
a la que estaban sometidos los indígenas, desde tiempos inmemo-
rables, había destruido su imaginación; incluso en las artes, en las
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
cuales se mostraban tan hábiles, repetían cánones inmutables. Pero
Humboldt también confiaba en que esas aptitudes un día tomarían
otro aliento de la mano de un gobierno regenerador. ¿No sería éste,
el gobierno liberal, el que justamente encabezaba el hombre de Gue-
latao? No se puede negar que ese gobierno regenerador percibió so-
lamente un aspecto de la causa indígena y, en ese sentido, redujo el
reclamo de la tenencia comunal de la tierra a una guerra de castas.
Reducción que es congruente con un ethos que, tácitamente, afirma
la superioridad del Occidente burgués y sus conceptos sobre la pro-
piedad privada. De modo que incluso la aspiración juarista de re-
dimir al indio no deja de parecernos, a la luz de los movimientos
campesinos de la Revolución mexicana, como un planteamiento cul-
tural afectado por un cierto colonialismo. Pero aún dentro de esa li-
mitación, los pasos dados en términos civilizatorios son enormes, no
importa que haya habido de por medio la compasión de un De Las
Casas o el desdén de un Sepúlveda, protagonistas de aquella famosa
polémica del siglo XVI detrás de la cual hay un acuerdo esencial: la
integración de los indígenas al cristianismo.
Concluyo. Tampoco hay que ver en Juárez un anticlerical, sino
a un anticlericalista que se opuso a una equivocada voluntad de do-
minio: al separar Iglesia y Estado, restituyó a ambos poderes, reli-
gioso y político, su independencia recíproca. A la postre a ambos
favoreció. Nada más ni nada menos.
Y lo compadezco porque, fiel a mi talante romanticista, com-
parto su sufrimiento, su exilio, su radical soledad, ya torciendo puros,
ya abriendo caminos de la patria en mitad de un campo enzarzado,
ya con el pecho llagado en el último intento de dar vida a su corazón
moribundo; porque también quisiera estar seguro que ese héroe trá-
gico que nos dejó tan altos legados de laicidad y tolerancia, conoció
también los momentos perfectos que producen la dicha de vivir.
JUÁREZ, FUNDADOR
DE UN ESTADO LAICO
Patricia Galeana
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
E
L TIEMPO EJE DE LA HISTORIA de México fue la llamada gran dé-
cada nacional de 1857 a 1867. En este periodo el país se es-
cindió y coexistieron dos gobiernos, después de una guerra
civil de tres años, y una intervención extranjera de un lustro madu-
ró el sentimiento de nacionalidad del pueblo mexicano.
En esta etapa decisiva de México, Benito Juárez, un abogado
liberal originario de la nación zapoteca, encabezó a la generación
más brillante que tuvo el país en el proceso de construcción de su
Estado nacional.
Fue entonces cuando se definió el ser republicano y laico de
su Estado y se suprimieron las supervivencias coloniales que ha-
bían subsistido medio siglo después de la Independencia.
Juárez superó los obstáculos de discriminación étnica y mar-
ginación social, así como las circunstancias adversas del momento
histórico que le tocó vivir y logró hacer del país una nación sobera-
na, fundar un Estado republicano y laico, y una sociedad civil. Por
ello es una figura señera en la historia de México.
Aunque en los libros de texto, desde el inicio de la vida escolar,
Juárez aparece como paradigma de superación, su figura heroifica-
da se ha considerado un mito. La mayoría de los jóvenes mexicanos
no creen que su obra haya sido admirable, sino producto de la mani-
pulación de la historia oficialista, que enalteció a falsos héroes para
alimentar discursos demagógicos de políticos oportunistas.
50
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Al primer centenario de su muerte, 1972 fue designado como
el año de Juárez. Éste fue quizá uno de los momentos en que la exal-
tación oficial de Juárez llegó a su clímax. El exceso de publicidad
convirtió al destacado oaxaqueño en tema trillado, los nutridos dis-
cursos y conferencias que sobre él se dieron provocaron su rechazo.
Hay otro motivo importante para que no sólo sembrara indi-
ferencia, sino animadversión frente a la figura del adusto hombre
de negro: la condenación injusta y maniquea que de su persona y
obra han hecho la Iglesia y los conservadores. Ello muestra la igno-
rancia o tergiversación que se ha hecho de la obra juarista, pues una
de las preocupaciones del líder de la Reforma fue tratar de conciliar
su fe religiosa con su credo político.1
La historiografía conservadora, que ha proliferado de la dé-
cada de los noventas a la fecha, ha responsabilizado a los liberales
decimonónicos de todos los males del país, confundiéndolos con
los neoliberales actuales. En un aparente afán revisionista desa-
cralizador –más bien iconoclasta–, han proliferado los estudios so-
bre los conservadores vencidos entonces, triunfadores de hoy.
Además, la imagen que se ha proyectado de Juárez en los me-
dios de difusión masiva a las nuevas generaciones ha sido muy po-
bre. No se le ha representado con la fuerza de su carácter, sino como
a un hombre permanentemente atribulado, con el ceño fruncido,
aturdido, abrumado, sumido en la depresión, el temor y la angustia.
Lo que produjo un sentimiento más de lástima que de admiración.2
Analicemos brevemente su vida y su obra, para ver hasta qué
punto Juárez representa a uno de los hombres cuya leyenda heroica
sí corresponde con su biografía. Por lo que es digno de encabezar
1
Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM, 1972, 590 pp.
2
V.g. El carruaje.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
el panteón cívico, que tienen todos los pueblos, muestra del reco-
nocimiento por los antepasados. Esos héroes son tanto más reales
cuanto más desarrollado se encuentre el conocimiento histórico y el
nivel cultural de los pueblos.
Para ubicar la obra juarista en su dimensión real, hay que
analizar su circunstancia y los obstáculos que tuvo que vencer para
realizarla. A pesar de ser un indígena zapoteco, hijo de campesinos
humildes, huérfano a los tres años, sin hablar el español sino hasta
su adolescencia, pudo destacar, primero como estudiante, después
como profesionista y por último como hombre de Estado. Estos da-
tos biográficos que hemos oído en múltiples ocasiones, no dejan de
ser admirables.
Una inteligencia serena, un carácter firme y ser perseveran-
te fueron sus características más sobresalientes que, unidas a una
probidad ejemplar, lo llevaron al éxito en su vida pública y privada.
En orden personal hizo valer la fuerza de su personalidad, sobre-
poniéndose a los prejuicios sociales de su época: logró casarse con
la hija de los patrones de la casa en que servía su hermana como
trabajadora doméstica.
En su afán por el conocimiento como vía de superación per-
sonal, se destacó en todos sus estudios. En el Instituto de Ciencias y
Artes de Oaxaca fue el primer abogado titulado y también un dis-
tinguido profesor, lo mismo de física que de derecho canónico, civil
y penal. Después fue su director.
Como abogado, litigó a favor de las comunidades indígenas.
Pronto pasó a la vida política, primero como diputado federal y
después como gobernador de su estado. Su obra como el más alto
funcionario de su entidad muestra su capacidad de organización.
Su eficiente gestión impulsó la educación y no sólo dejó importan-
tes mejoras materiales, sino que logró el equilibrio económico. Todo
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
ello en la difícil época de la posguerra, después de la invasión nor-
teamericana de 1846 a 1848.
Por su oposición al régimen personal y arbitrario del caudi-
llo militar Antonio López de Santa Anna, quien ocupó once veces
la presidencia en un periodo de 20 años, Juárez fue confinado a las
tinajas de San Juan de Ulúa y después expulsado del país.
Exiliado en Nueva Orleans, se reunió con un selecto grupo de
liberales, también desterrados por el régimen, entre los que se encon-
traban Ponciano Arriaga, José María Mata y Melchor Ocampo. Den-
tro de aquel grupo, Juárez representaba al hombre sencillo, de pocas
palabras, solícito con sus compañeros y modesto en sus actitudes.
Melchor Ocampo, liberal partidario del liberalismo utópico,
se convertiría en el brazo derecho de Juárez en su primera etapa
presidencial.
En 1854 estalló la revolución para sacar del poder definitiva-
mente a Santa Anna. Juárez se trasladó a la zona misma de la lucha,
cerca de Juan Álvarez, que junto con Comonfort eran las cabezas
del movimiento. La revolución se diseminó por todo el país y a su
triunfo hizo posible que el grupo de liberales exiliados en Nueva
Orleans llegara al poder.
Sin el caudillo militar en el escenario nacional, esta nueva ge-
neración de liberales intentaría establecer su proyecto de Estado na-
cional. Antes de que se reuniera el Congreso y se elaborara una
nueva Constitución, se empezaron a dar una serie de leyes tendien-
tes a reformar las estructuras del país.
Los liberales tenían la convicción de que había que cambiar
radicalmente la organización de la sociedad para consolidar al Es-
tado. Sólo así se lograría la estabilidad política y salir de la ban-
carrota económica en que se encontraba sumido el país desde su
Independencia.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
El territorio con forma de cuerno de la abundancia, que había
dado a la Corona de España las tres cuartas partes de sus ingresos,
no se había podido recuperar después de una guerra de once años
por la independencia. Se había tenido que recurrir a préstamos del
extranjero desde el primer día de vida independiente. El país se
debatía entre las luchas políticas y las invasiones extranjeras. Pri-
mero un intento de reconquista, a continuación la incursión de los
acreedores franceses y después la guerra de conquista perpetrada
por los vecinos del norte que arrancó a México más de la mitad de
su territorio. Estos acontecimientos no dieron lugar a los mexicanos
para organizarse.
En las luchas políticas había dos tendencias ideológicas do-
minantes: la liberal y la conservadora. La liberal fue partidaria del
cambio, primero en la insurgencia, después defendió a la repúbli-
ca, al federalismo y luchó por la Reforma. La conservadora, ene-
miga del cambio, fue la defensora del statu quo, de sus riquezas y
privilegios. Optó primero por la monarquía y después, ante el es-
tablecimiento de la república, prefirió el sistema centralista. Los
liberales representaban la modernidad; los conservadores, la tra-
dición. Ambos deseaban la estabilidad política por medio de un
gobierno fuerte, cuya autoridad se hiciera respetar, considerando
que resuelto el problema político, el económico y el social se resol-
verían por añadidura.3
El casus belli que provocó el enfrentamiento que tuvo lugar
en los años que van de 1857 a 1867 fue la participación política de
la Iglesia y del ejército. Los conservadores consideraban que estas
corporaciones debían de mantener una situación privilegiada den-
3
Edmundo O’Gorman, México. El trauma de su historia, México, UNAM, 1977,
195 pp.
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JUÁREZ
BICENT
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tro de la sociedad, participar en los asuntos públicos, tener sus pro-
pias leyes, tribunales distintos a los del resto de la sociedad, con los
que se ejercería coacción para el cobro de obvenciones parroquia-
les, conservar sus propiedades intocables, sostener el monopolio de
la educación y la intolerancia religiosa. Exactamente lo opuesto al
proyecto liberal que luchaba por las libertades de cultos y de pren-
sa, la separación entre la Iglesia y el Estado, el fortalecimiento de la
autoridad civil, la secularización de la sociedad y la circulación de
la riqueza.
Mientras los conservadores consideraban que todas esas cos-
tumbres y tradiciones debían mantenerse inmutables, los liberales
querían que se acabaran los privilegios de cualquier clase; que los
sacerdotes se dedicaran a la religión y no a la vida política, que el
ejército defendiera la soberanía nacional pero que no usara su fuer-
za para detentar el poder contra la propia sociedad, que hubiera
igualdad frente a la ley, que los fieles pagaran a la Iglesia lo que
pudieran y quisieran; es decir, que hubiera libertad en toda la ex-
tensión de la palabra, para creer, cada quien según su conciencia le
dictara, sin coacción de ninguna clase, y para expresarse la prensa,
sin limitación alguna.
Juárez y los liberales de su época estuvieron conscientes de
que para crear un Estado soberano había que acabar con la exis-
tencia de un Estado dentro de otro. Las corporaciones eclesiástica
y militar tenían el poder real y el Estado no podía institucionalizar
su autoridad.
Si bien la independencia política de España se había consu-
mado en 1821, subsistían las estructuras coloniales tanto en el orden
político y económico como en el social y cultural, que impedían el
establecimiento de un Estado nacional; lo que existía era un Estado
estamental.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Se considera nacional al Estado en que una comunidad se orga-
niza y logra una acción conjunta, primero para establecer un Estado
de derecho, o sea un gobierno conforme a la ley, y una organización
estatal que coincida con la existencia de una nación integrada.
La primera manifestación del Estado se dio desde que, en
plena guerra de Independencia, Morelos tuvo el dominio de una
porción del territorio mexicano y se promulgó la Constitución de
1814, que fue aplicada, así de manera parcial. Este primer intento
sucumbió. Después, al lograrse la independencia de España, sur-
gió formalmente el Estado mexicano por existir un territorio y
una población independientes; pero ningún gobierno logró con-
solidarse.
Existían muchos obstáculos para la formación del Estado
mexicano. Desde lo accidentado del terreno, situación que dificul-
taba la comunicación entre sus diversos núcleos de población que
permanecían aislados unos de otros; la falta de instrucción de la
mayoría de los mexicanos, que no sabía leer ni escribir, hasta la ac-
titud autoritaria de caudillos militares, jerarcas eclesiásticos, caci-
ques y jefes indígenas.
Mientras el Estado no lograba consolidarse y el gobierno no
podía hacerse obedecer, caía uno y entraba otro sin que ninguno
lograra realizar efectivamente un programa, ni aplicar las distintas
constituciones que se fueron sucediendo, aumentando paulatina-
mente el endeudamiento de México. La Iglesia y el ejército eran las
dos únicas instituciones fuertes que existían en el país. Ambas se
habían visto favorecidas con la Independencia y eran el obstáculo
principal para la formación del Estado nacional.
La Iglesia era la única institución organizada que existía en
medio de la anarquía que vivía el país y, ante la bancarrota del era-
rio, constituía una corporación rica dentro de un Estado pobre.
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JUÁREZ
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ENARIO
La clerecía había conservado las propiedades y privilegios de
la época colonial. Con la Independencia se había emancipado de la
tutela del Estado español que, por medio del Patronato Regio, ha-
bía convertido a los reyes de España en los patronos de la Iglesia en
todas sus colonias. Por ello, el monarca podía intervenir en la or-
ganización interna de la Iglesia, nombrando obispos y disponiendo
la erección de parroquias. Se dio así una mezcla entre los asuntos
políticos y religiosos, ya que el rey intervenía en los asuntos de la
Iglesia y ésta en los asuntos del Estado. Hubo eclesiásticos que fue-
ron incluso virreyes. La Iglesia tenía el monopolio religioso y edu-
cativo y llevaba el registro de la sociedad, a través de los actos de
bautismo y defunción.
Por todo lo anterior, la utilización de la investidura sacer-
dotal para fines ajenos a la religión, llamado clericalismo, quedó
arraigada en la actividad pública y fue difícil pasar de un Estado
estamental corporativista y patrimonial a un Estado nacional, so-
berano y laico.
La Iglesia condenó a la insurgencia y excomulgó a sus segui-
dores; después se negó a reconocer la Independencia de México
por estar en connivencia con los reyes de España. Su fuerza polí-
tica se agigantó con la Independencia, ya que, además de eman-
ciparse del Regio Patronato, alimentó al movimiento insurgente,
primero con caudillos como Hidalgo, Morelos y Matamoros –entre
otros muchos–, y después en la contrarrevolución que propició la
consumación de la Independencia. Fue en la iglesia de San Felipe
Neri, hoy conocida como La Profesa, donde se llevaron a cabo los
planes para consumarla, con la participación del propio inquisidor.
Aun cuando Agustín de Iturbide hizo su propio plan de consuma-
ción, la fuerza política de la Iglesia se vio asegurada y fortalecida,
tanto por su participación política en la Independencia, en ambos
57
JUÁREZ
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grupos beligerantes, cuanto por conservar intactos sus privilegios
y el monopolio cultural.
El ejército, por su parte, también se vio favorecido con la
guerra de Independencia, como suele suceder con todos los ejérci-
tos en todas las guerras. Después, ante la amenaza de reconquista
por parte de España y más tarde por las invasiones imperialistas
extranjeras de franceses y norteamericanos, el ejército se hizo in-
dispensable y fue creciendo en número y fuerza política, consti-
tuyendo una carga enorme para la economía del Estado. Por otro
lado, no sólo existía el ejército oficial, sino grupos armados locales,
ya que los conflictos políticos se resolvían con las armas en la mano
en el campo de batalla, al margen de la Constitución.
Por todo lo anterior, el Estado era débil y tanto conservadores
como liberales buscaban cómo fortalecerlo. Los liberales considera-
ban que para que el Estado fuera soberano debía independizarse de
las corporaciones, y para ello había que acabar con la fuerza política
de la Iglesia y del ejército, reduciendo a cada una de estas institucio-
nes a lo que debería de ser su campo de acción. Consideraban, ade-
más, que con la circulación de los bienes eclesiásticos se activaría la
economía y el Estado podría salir de la bancarrota en que se hallaba
sumido. Iglesia y ejército hicieron causa común ante los intentos re-
formistas de los liberales al grito de “Religión y Fueros”.
Por su parte los conservadores preferían traer capital extran-
jero para lograr el desarrollo económico del país; no sólo estaban de
acuerdo con la participación política del clero y el ejército, sino que
defendían sus fueros, bienes y privilegios.
En 1833, José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías en-
cabezaron el primer movimiento de Reforma. Querían fortalecer
al Estado asimilando a la Iglesia, con el propósito de acabar con la
existencia de un Estado dentro de otro. Pretendieron la seculariza-
58
JUÁREZ
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ENARIO
ción de las propiedades eclesiásticas para hacer circular la riqueza,
para crear una clase media de pequeños propietarios que sirvieran
de apoyo al nuevo gobierno. Se eximiría a la población del pago de
obvenciones parroquiales y el Estado se haría cargo del manteni-
miento del culto religioso, para liberar de esa carga económica a las
clases marginadas. Pretendían vencer a la Iglesia como poder polí-
tico, económico y cultural. Para ello crearían un sistema educativo
que quitara al clero el monopolio de la educación.
Este intento fracasó porque el caudillo del ejército, Antonio
López de Santa Anna, al ver la impopularidad de las medidas re-
formistas las derogó. Posteriormente, Santa Anna acabó por esta-
blecer un gobierno personal, que llevó a sus opositores al encierro
y al destierro, más que al entierro, como vimos con el caso del
mismo Juárez.
Derrocado Santa Anna, y una vez en el poder, la nueva gene-
ración de liberales se radicalizó al calor de la lucha y realizó una
reforma del Estado más profunda.
El historiador católico Martín Quirarte, en su estudio El pro-
blema religioso en México,4
considera que la Iglesia no supo aprove-
char el aviso de la primera reforma para darse cuenta de que los
tiempos habían cambiado y que no era posible conservar la situa-
ción privilegiada de la época colonial. Por otra parte, destaca la im-
portante obra social de la institución eclesiástica, tanto en materia
educativa como en asistencia social, sosteniendo hospitales y orfa-
natorios que el Estado en plena crisis económica habría sido inca-
paz de mantener. Pero hace un reconocimiento de la obra de Juárez,
al separar los asuntos de la Iglesia y del Estado, con lo cual se cons-
tituyó en el fundador de una sociedad civil y de un Estado laico.
4
Martín Quirarte, El problema religioso en México, México, INAH, 1967, 408 pp.
59
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Quirarte considera a Juárez un ejemplo de ponderación y ecuanimi-
dad, digno de ser emulado.
Juárez inició su obra reformista desde que ocupó el Ministe-
rio de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Juan Álvarez.
La ley de Justicia expedida en 1855, conocida como Ley Juárez, fue
un primer intento por lograr la igualdad de los mexicanos ante la
ley. Se evitó que los tribunales eclesiásticos y militares juzgaran a
civiles y que conocieran delitos del orden común, Los cuales pasa-
ron a la jurisdicción estatal.
Esta primera medida provocó la reacción inmediata de los
conservadores y del clero. Álvarez dejó en manos de Comonfort
reprimir el levantamiento armado que al grito de “Religión y Fue-
ros” inició Francisco Ortega, cura de Zacapoaxtla, Puebla, secunda-
do por los militares Luis Gonzaga Osollo, Francisco Güitrón y Juan
Olloqui, en diciembre de 1855.
El propio obispo de Puebla, Pelagio Antonio Labastida y Dáva-
los, y su brazo derecho, Francisco Miranda, patrocinaron el levanta-
miento del general conservador Antonio Haro y Tamariz. Ello llevó
a Comonfort a radicalizarse y pasó de la secularización a la nacio-
nalización de los bienes del obispado de Puebla. Comonfort era un
moderado que había promovido la participación de los propios repre-
sentantes del clero y del ejército en el gobierno, provocando la renun-
cia del jefe del gabinete liberal, Melchor Ocampo, quien consideró que
la revolución estaba entrando en el camino de las transacciones.
Desde este momento hasta junio de 1867, la Iglesia, la mayor
parte de los militares y los conservadores clericales, estuvieron en
pie de lucha para defender sus privilegios y evitar el triunfo del
liberalismo.
En 1857 se promulgó una nueva Constitución, donde los libe-
rales incluyeron parte de sus ideas. En primer lugar se restableció el
60
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
sistema federal. El poder legislativo se integró en una sola Cámara
que tenía preeminencia sobre el ejecutivo. La parte esencial de la
Constitución fue el capítulo de las garantías individuales que esta-
blecía la libertad de enseñanza, trabajo, prensa e igualdad frente a
la ley. Por otra parte limitó los bienes de la Iglesia a los indispensa-
bles para impartir el culto. Se otorgó al Estado la facultad para le-
gislar en la materia y quedó suprimida la intolerancia religiosa al
no incluirse por vez primera en una constitución mexicana, por lo
que quedaba implícita la libertad de cultos.
El Constituyente de 1857 suprimió la vicepresidencia, que
sólo había servido para que el vicepresidente le disputara el poder
al presidente en funciones. El nuevo texto constitucional dispuso
que al faltar el jefe del Ejecutivo, el presidente de la Suprema Corte
se hiciera cargo de éste. Comonfort fue electo presidente de la Re-
pública conforme a esta Constitución y Juárez, presidente de la Su-
prema Corte de Justicia.
La Constitución dejó insatisfechos a todos. Los liberales no
lograron hacer todas las reformas que hubieran querido y los con-
servadores estaban en contra de las que se habían incorporado. No
obstante, esta Constitución fue un gran paso hacia el triunfo del
programa liberal. La reacción no se hizo esperar, se desató la gue-
rra civil.
Comonfort trató de conciliar los intereses opuestos, quedan-
do mal con conservadores y liberales. Finalmente dio un golpe de
Estado, por considerar que la Constitución dejaba maniatado al Eje-
cutivo y que no podía gobernar. Es así que Juárez llegó a la primera
magistratura del país.
Juárez tomó las riendas del gobierno con la convicción de que
se debía respetar el orden constitucional legítimamente constitui-
do, que la legalidad y las instituciones no podían ser manejadas
61
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
como patrimonio personal de los individuos en el poder. Estable-
ció su gobierno en Guanajuato, pues la ciudad de México quedó
dominada por los conservadores. Se inició así la llamada Guerra
de Reforma, que duró tres años y que fue sin duda la más san-
grienta que sufrió el país desde su independencia. La nación se es-
cindió y coexistieron dos gobiernos durante una década.
Como la mayor parte de los militares estaban del lado de los
conservadores, al principio la balanza pareció inclinarse a su favor;
sobre todo, contaban con el apoyo económico y moral de la Iglesia,
que condenó la Constitución de 1857 por considerarla contraria a
la religión. Excomulgó a todo aquel que habiendo jurado su cum-
plimiento no se retractara. Cada triunfo conservador era celebrado
con una misa de acción de gracias.
Al calor de la guerra, las posiciones se radicalizaron y Juárez
decretó en Veracruz las llamadas Leyes de Reforma, nacionalizan-
do los bienes de la Iglesia, para que el enemigo no contara con esa
fuente de recursos. Se decretó la separación entre la Iglesia y el Es-
tado, prohibiéndose a los funcionarios públicos asistir oficialmente
a las ceremonias religiosas, como corresponde a un Estado laico en
que los asuntos de la religión competen a la conciencia individual
y no deben mezclarse con los del Estado. También se establecieron
el registro y el matrimonio civiles, así como la secularización de
los cementerios.
Finalmente se decretó la libertad de cultos en diciembre de
1860, cuando el triunfo de los liberales era un hecho. No se había
querido dar a la Iglesia más elementos para argumentar que se tra-
taba de una guerra de religión, cuando era una batalla política. To-
dos los liberales eran católicos, incluyendo al mismo Juárez, pero
eran anticlericales. Hay que recordar que la propia Iglesia en mu-
chos momentos de su historia ha condenado al clericalismo, utili-
62
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
zación de la calidad sacerdotal para asuntos ajenos a la religión.5
Seguramente convencidos de la afirmación de que si a la Iglesia se
le convierte en fortaleza, como fortaleza será tomada.6
Obras ponderadas de miembros de la Iglesia, como la de Jesús
Gutiérrez Casillas, consideran que lo mejor que le podía pasar a la
Iglesia era estar separada de los avatares políticos, para poder cum-
plir con su función, ya que cuando ambos poderes van de la mano
también caen juntos.
Es importante señalar que muchas de estas medidas fueron
producto de la guerra. Juárez y Ocampo, su brazo derecho, hubie-
ran querido llevar a cabo la reforma en tiempos de paz. Nunca tu-
vieron la intención de perseguir a la Iglesia, menos aún de atacar a
la religión. Su afán era vencerla como poder político y establecer un
Estado nacional.
Juárez y sus seguidores sufrieron todo tipo de privaciones du-
rante la guerra. El presidente estuvo incluso a punto de ser asesina-
do en Guadalajara, antes de establecerse en Veracruz. La fortaleza
de su carácter forjado en una vida de lucha le permitió sobreponer-
se a las condiciones más adversas. No flaqueó cuando muchos lo
hicieron. Hubo quienes le pidieron su renuncia para pactar la paz
con los conservadores, pero Juárez se mantuvo firme defendiendo
la legitimidad del régimen constitucional.
La Guerra de Reforma terminó con el triunfo de los libera-
les en la Batalla de Calpulalpan, al concluir el año de 1860; pero la
5
Ives M. Congar, Sacerdocio y laicado, España, Edición Estela, 1964, p. 47. Define al
clericalismo político como la “utilización de la influencia que debemos a nuestro sa-
cerdocio y a nuestra misión, en beneficio de las fuerzas políticas”.
6
El abate Testory exhorta: “¿Queréis que nuestra iglesia sea respetada? [...] no os
pesareis de que como a una fortaleza se le trate”. Abate Testory, El Imperio y el clero
mexicano, México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1865, p. 6-7.
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JUÁREZ
BICENT
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sociedad seguía dividida. Los odios se habían acrecentado con la
lucha fratricida y los vencidos prefirieron recurrir al auxilio extran-
jero antes que permitir el triunfo de sus opositores.
Eclesiásticos, militares y civiles conservadores e incluso algu-
nos liberales moderados, convencidos de la ineficacia del sistema
republicano, del matiz que fuera, decidieron establecer una monar-
quía. Sólo así se lograría la estabilidad política, una buena adminis-
tración propiciaría la prosperidad económica anhelada por todos.
Deseaban traer un príncipe extranjero, en la creencia de que el fra-
caso del Primer Imperio se había debido a la falta de alcurnia de
Agustín de Iturbide. Se necesitaba un rey de verdad. Como aquí no
lo había, tenían que importarlo de Europa. Por ello, los monarquis-
tas mexicanos pusieron a México en manos del imperialismo fran-
cés personificado por Napoleón III. Sin embargo, hay que reconocer
que tanto del lado conservador como del liberal hubo hombres ho-
nestos que con sincero patriotismo creyeron en su proyecto de go-
bierno como el mejor para el país.
El elegido de Napoleón, Maximiliano, resultó también un li-
beral. Su imperio constituyó un nuevo impacto del liberalismo eu-
ropeo en México, que contribuyó a la consolidación de la Reforma
juarista y tuvo el efecto de ser un factor de integración que contri-
buyó a la consolidación del Estado nacional.
El Segundo Imperio ratificó las leyes dictadas por Juárez en
Veracruz e hizo una mezcla entre las reformas de 1833 y 1859.7
Por
una parte pretendió ejercer el Regio Patronato como un derecho,
por ser un príncipe católico; pero al mismo tiempo ratificó la na-
cionalización de los bienes del clero, suprimió las obvenciones pa-
7
Patricia Galeana, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio, México,
IIH/UNAM, 1991, p. 143.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
rroquiales y dio libertad de cultos y de prensa, llevando a cabo una
tercera reforma, desde la perspectiva de un príncipe católico. Es ex-
plicable que, por su formación de europeo liberal y moderno, Maxi-
miliano haya puesto en práctica una política común en la Francia
de su época y en Austria desde los tiempos de su abuelo José II.
Los mexicanos vieron desconcertados cómo los llamados por
la Iglesia “salvadores de la religión” aprobaban las leyes “satáni-
cas” de Juárez, que la Iglesia había presentado como causa del mal
necesario de la intervención francesa, para evitar el mal mayor del
triunfo del liberalismo.
Después de la ocupación militar más larga que ha sufrido
el México independiente –más de cinco años–, el pueblo mexica-
no identificó como un conjunto a las bayonetas francesas, a la mo-
narquía, a los jerarcas eclesiásticos y al imperialismo extranjero.
Así, los mexicanos voltearon los ojos al gobierno que representó el
triunfo de la república, el Estado nacional.
La Guerra de Reforma y la lucha contra la ocupación france-
sa sirvieron como catalizadores para que los mexicanos definieran
su identidad comunitaria y por ende su organización como nación.
Por eso se puede asegurar que es en ese momento cuando surge en
México la idea del Estado nacional.
La injerencia de la Iglesia y del ejército en los asuntos políti-
cos del país fue un obstáculo para que México definiera el carácter
nacional de su sociedad. Un Estado soberano supone la negación de
cualquier subordinación a otra potestad. Para que esa independen-
cia absoluta se produzca es necesaria la existencia de una sociedad
civil autónoma de los dictámenes e intereses de corporaciones de
toda índole.
El proyecto liberal de nación implicó la organización de un
Estado soberano, civil y laico con un sistema republicano, federal y
65
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
democrático. Quedó liquidada definitivamente la opción conserva-
dora del Imperio y el Estado confesional.
Juárez logró el establecimiento de una sociedad civil, base de
la soberanía y elemento indispensable del Estado nacional. Al aca-
bar con los privilegios de la Iglesia y del ejército, al darse la separa-
ción entre Iglesia y Estado y al decretarse la libertad de cultos, creó
un Estado laico. Estableció la igualdad frente a la ley y, en el ámbito
cultural, el fin del monopolio educativo por parte de la Iglesia.
Juárez se erigió en el defensor de la independencia y soberanía
nacionales, del respeto al marco jurídico y de la libertad. Asumió en
su persona toda la responsabilidad del Estado. Con la Constitución
como bandera, estableció como meta la idea del gobierno como rec-
tor eficiente de la sociedad; para dar estabilidad política a la nación,
institucionalizó la autoridad gubernamental.
Juárez creó un Estado laico; los resultados de su lucha han
llegado hasta nuestro presente en la separación de la Iglesia y del
Estado, en la existencia de una sociedad civil, en la independencia
de la institución eclesiástica, en la exclusión del clero de la vida po-
lítica, ampliamente justificada por nuestra historia, y en la ausencia
de relaciones con el Vaticano, hasta las reformas de 1992.
De ahí lo admirable de la figura de Juárez, pues, sin dejar de
ser creyente, acabó con el clericalismo en un supremo intento por
conciliar su fe católica con su credo político.8
Gracias a la separación
entre Iglesia y Estado, en México la religión no puede ser utilizada
como medio de manipulación política.
Juárez encarnó también la reivindicación étnica y por su pro-
bidad personal logró hacerse respetar y obedecer por los militares.
8
Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM-Dirección General de
Publicaciones, 1972, p. 43 (Nueva Biblioteca Mexicana, 32).
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
Ningún civil en tiempos de paz y menos de guerra logró antes se-
mejante proeza. Baste sólo una de estas razones para que sea nece-
sario estudiarle.
Sin embargo, Juárez ha sido utilizado como bandera política
tanto por conservadores clericales como por liberales puros. Unos
lo han satanizado, tergiversando su obra, y otros lo han exaltado
hasta la deificación, haciendo otro tanto. En nuestro tiempo presen-
te, por encontrarse en riesgo el Estado laico, la conmemoración del
bicentenario de su nacimiento ha cobrado mayor importancia. De
ahí la vigencia del juarismo. Ha resurgido la necesidad de difundir
su obra y reconocer que Juárez superó el claroscuro de la política
para trascender como estadista.
EN EL BICENTENARIO
DEL NACIMIENTO
DE BENITO JUÁREZ
Carlos Monsiváis
71
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
M
e siento profundamente honrado al hablar aquí, en el pue-
blo de San Pablo Guelatao, habitado hace dos siglos por
veinte familias y hoy el centro de un vasto homenaje na-
cional. No necesito decirles a los habitantes de Guelatao lo que saben
considerablemente mejor que yo, la manera de acudir a la carga sim-
bólica de este lugar para olvidar de inmediato los problemas de sus ha-
bitantes. En este lugar por más de un siglo las promesas han hecho las
veces de tarjetas de visita.
Juárez, el paisano de paisanos, ha sido demasiadas veces el
pretexto del turismo político-electoral. De todos nosotros, y muy es-
pecialmente de ustedes, depende que se interrumpa para siempre la
celebración del ritual con sus características fatales: rutina, indiferencia,
derroche provisional, demagogia. A casi dos siglos de su nacimiento,
Juárez, los habitantes de Guelatao y el país entero merecen el homenaje
más preciso: el análisis de su herencia y de su significado histórico.
* * *
Juárez, uno de los grandes creadores de la nación, no es un mártir
ni un prisionero de su tiempo. Al cabo de tantos hechos trágicos y
N. del E.: Texto leído en San Pablo Guelatao, Oaxaca, el día 21 de marzo de 2006.
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JUÁREZ
BICENT
ENARIO
épicos, y de las conjuras y las traiciones, él es un vencedor insóli-
to, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor.
Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la
educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los
problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su par-
tido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores,
a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al
imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los libe-
rales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persi-
gue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza; y sus enemigos
quieren hacer de su encono el sinónimo de la adversidad; no obstante
todo esto, permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por
defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado.
* * *
A Juárez, el conservadurismo le dedica la campaña de linchamiento
moral más feroz de la historia de México. Los ejemplos son inter-
minables, y entre ellos se cuentan los cuentos de fantasmas que la
derecha confesional quiere ofrecer como Historia de México. Allí
Juárez resulta literalmente “la Bestia Apocalíptica”, “el esbirro de
los norteamericanos”, “el Anticristo”. En la colección de “Últimos
Momentos de los Réprobos” debe incluirse un relato predilecto de
las parroquias: Juárez en su agonía dice al demonio: “No me lleves
antes de que me convierta a la verdadera fe”.
Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo
personal de Dios, y las señoras decentes, al extremar su pudor y
desdén, en vez de advertir “voy al baño”, musitaban: “Voy a ver a
Juárez”. En los colegios particulares, durante casi un siglo, se en-
73
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
tonan cancioncitas pueriles: “Muera Juárez que fue sinvergüenza”,
y en las reuniones se le satiriza: “Benito Juárez/ vendía tamales/
en los portales/ de La Merced”. Antes de la revolución de 1910, en
los pueblos manejados por los conservadores y sus confesores de
planta, lo primero que se exige a los presidentes municipales es ti-
rar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y en 1948,
por ejemplo, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado
en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juá-
rez, que consiste en una larga cauda de insultos a don Benito. (La
derecha sí que se toma en serio las estatuas.) En la histeria, un ora-
dor le dice al Benemérito: “No eres digno de ver las caras de hom-
bres honrados”, y le escupe al producto marmóreo, al que se venda
de inmediato con tal de cancelar la mirada deshonesta. Todavía en
1993 unos obispos, al rechazar la posibilidad del pago de impuestos
de su iglesia, argumentan: “No nos toca pagar. Que nos abonen algo
de lo que nos quitó Juárez”. Eso para no mencionar las andanadas
de la derecha del siglo XXI, que ha pretendido un tanto vanamente
hacer a un lado a Juárez para remplazarlo con las ambicioncitas de
Iturbide. Como le dijo a unos diputados al parecer sarcásticamente
un político encumbrado a principios de este sexenio: “Sí, sí, sí, jóve-
nes, Juárez, Juárez, Juárez, Juárez”. Y con esta muestra de memoria
onomástica creyó clausurar un mito y promover la revancha histó-
rica. Me lo imagino cantando: “Juárez sí debió de morir”.
* * *
¿A quién extraña en América Latina y en el mundo entero, a propó-
sito de los héroes tutelares de cada país, la sobreabundancia de re-
cordatorios de su fama? Esto ha sido la norma, no lo deseable, sino lo
74
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
inevitable. En el siglo XIX, en el proyecto de secularizar a la sociedad
y de puntualizar las exigencias de la nación soberana, se requiere el
canje de lealtades. Donde había santos, hay héroes; a las peregrina-
ciones se añaden los días de fiesta cívica, y a los patriotas culminan-
tes “de primero, segundo y tercer nivel” se les otorga la titularidad
de los nombres de ciudades, avenidas, calles, plazas, instituciones,
medallas, premios, películas, alegorías, consignación en murales y
cuadros, en grabados y portadas de libros. Y el resultado de la ubi-
cuidad de Juárez ha sido la implantación muy eficaz de un patriota
excepcional y el olvido o el relegamiento de lo específico de una lu-
cha y del sentido de su liberalismo radical, de su intransigencia, de su
anticlericalismo tan cristiano. Homenaje mata mensaje, podría decir-
se, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por
eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que
se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio
y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados
de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy
probablemente su nombre de pila.
* * *
En la era de Santa Anna, Juárez se forma profesional y políticamen-
te contra la corriente, desde la humildad, el estudio, el silencio, la
forja del carácter, todas las virtudes personales anteriores a la Auto-
ayuda. Santa Anna, que lo odia y lo destierra, lo recuerda con des-
precio escénico:
Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca,
en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de
75
JUÁREZ
BICENT
ENARIO
manta, en la casa del licenciado Manuel Embides... Asombraba
que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México
como todos saben.
Este autorretrato del racismo se origina en el desconocimien-
to del temple del ser menospreciado. A Juárez ni lo humilla ni lo en-
sombrece su origen. El racismo insiste en considerarlo inferior, y él
convierte en estímulos las cargas del desprecio. Si Juárez no apoya
explícitamente la causa indígena y es a momentos muy severo con
los suyos, su mero arribo a la Presidencia exhibe la abyección de los
prejuicios. Un indígena Presidente de la República envía a todos los
racistas a dar vueltas como presos dantescos en los círculos de la
incomprensión y la rabia.
* * *
Panorama sumario de las condiciones del país hasta 1857, un tan-
to telegráfico: Ingobernabilidad. Escasas nociones de lo nacional.
Patriotismo intenso en algunos sectores, casi inexistente en otros.
Miseria y pobreza intolerables. Erario sin fondos. Comunicaciones
muy escasas. Corrupción extrema en el sistema judicial. Ejérci-
tos muy precarios. Minorías que luchan por imponer a las masas
el proyecto nacional. Analfabetismo generalizado. Gran influencia
del pensamiento de la Revolución Francesa y del federalismo nor-
teamericano. Clero y conservadores que insisten: Si se permite la
existencia de otra fe religiosa, la nación se condena al oprobio.
* * *
JUÁREZ BICENTENARIO
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JUÁREZ BICENTENARIO

  • 2. J UÁ R E Z BICENTENARIO COLECCIÓN MAYOR ESTADO DE MÉXICO: PATRIMONIO DE UN PUEBLO 2006 Alexander Naime Augusto Isla Patricia Galeana Carlos Monsiváis Antonia Pi Suñer Llorens David Huerta Alfonso Sánchez Arteche Hugo Gutiérrez Vega Ignacio Sosa Edmundo González Llaca Rubén Bonifaz Nuño BIBLIOTECA MEXI UENSE DEL BICENTENARIO
  • 3. © ALEXANDER NAIME ET AL. / Juárez bicentenario Primera edición: 2006 DR © GOBIERNO DEL ESTADO DE MÉXICO Lerdo poniente 101, 3er piso, puerta 304 Toluca, Estado de México, C.P. 50000 consejoeditorialedomex@yahoo.com.mx consejoeditorial@edomex.gob.mx ISBN 968-484-663-0 (colección) ISBN 968-484-657-6 Autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal No. CE: 205/1/160/06/1 Compromiso Programa editorial del Gobierno del Estado de México Enrique Peña Nieto Gobernador Constitucional Consejo Editorial: Humberto Benítez Treviño, Isidro Muñoz Rivera, Luis Videgaray Caso, Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez, Alexander Naime. Comité Técnico Editorial: Augusto Isla Estrada, Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez Pichardo. Impreso en México Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización del Gobierno del Estado de México.
  • 4.
  • 5. 9 JUÁREZ BICENT ENARIO PREFACIO SIN LA MENOR DUDA los liberales del siglo XIX constituyen la ge- neración más brillante y honesta de nuestra zarandeada historia cultural y política. La encabezó un indio zapoteco llamado Benito Juárez García quien fue líder, pero nunca exigió incondicionali- dad y supo escuchar las críticas, muchas veces exaltadas, de sus compañeros de generación y de lucha política. Siguiendo esa acti- tud de apego a la razón y de respeto a la crítica, esta recopilación de textos quiere entregar a los lectores algunos aspectos contras- tados de la vida y de la obra del autor del más claro y preciso pro- yecto de nación que ha tenido nuestro país. Abre este conjunto de ensayos Alexander Naime, quien ma- liciosamente se formula una serie de preguntas sobre el sentido de la conmemoración, pues se trata de un personaje que, como él mismo dice, provoca “tanto apasionadas defensas como denos- taciones”; un personaje que, sin embargo, tiene una dimensión histórica “indiscutible” por haber sido el protagonista de un mo- mento decisivo en la historia mexicana y que, por ello, soporta todas las lecturas posibles. Sus decisiones políticas han sido tan trascendentales como la rica simbología que las acompaña y de la cual Naime señala algunos ejemplos extraídos de Apuntes para mis hijos. Augusto Isla admira y critica al hombre que luchó contra la intervención solicitada por los conservadores y creó las insti-
  • 6. 10 JUÁREZ BICENT ENARIO tuciones indispensables para garantizar la salud de un régimen republicano que intentó conciliar las leyes con la justicia y en- contró en el laicismo la mejor y más justa forma de convivencia social. Isla nos dice que la gran virtud de Juárez fue la de en- tender “el kairos, el momento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico”. En esto consisten su notable genio político, su voluntad de servicio a la república y la rica sustancia de su pro- yecto civilizatorio. Patricia Galeana rinde un bien argumentado homenaje al fundador de un Estado laico que suprimió las “supervivencias coloniales”. En su ensayo destaca las principales cualidades del hombre y del político: una inteligencia serena, un carácter firme, una actitud perseverante y una probidad ejemplar. Para Carlos Monsiváis, Juárez es “un vencedor insólito” y, en su discurso pronunciado en Guelatao, analiza las arduas em- presas de las que el político liberal salió triunfador a pesar de la inercia histórica que impedía la modernización del país. Nos ha- bla, además, del error cometido por la izquierda mexicana al des- prenderse de sus raíces del siglo XIX. Antonia Pi Suñer Llorens desbroza los terrenos de la bio- grafía oficial de Juárez para librarlos del contraproducente y cam- panudo tono hagiográfico y analiza los rasgos principales del hombre y del mito; mientras que David Huerta, guiado por el es- píritu de Plutarco, plantea la biografía de Juárez desde una pers- pectiva inteligente y novedosa. Alfonso Sánchez Arteche estudia tres facetas de la persona- lidad del líder social: su origen indígena, su talante liberal y su pertenencia a la masonería que, en esa época, era un movimiento de avanzada dedicado a promover la modernización de la cultura y de las instituciones sociopolíticas. El autor de este prefacio ex-
  • 7. 11 JUÁREZ BICENT ENARIO pone diez razones para admirar a nuestro “Presidente vitalicio”, como lo llama Pellicer, y alaba su austeridad republicana. Por su parte, Ignacio Sosa desentraña algunos aspectos poco claros de las reformas sociales juaristas y que se prestan a la controversia. Recuerda, entre otras y contrastadas opinio- nes, la de Justo Sierra quien afirmó que la obra de Juárez es “la única semilla del orden constitucional”. Edmundo González Lla- ca combina la admiración con el sentido del humor para hablar de la “perfección” de Juárez, ese mito que lo ha deshumanizado y convertido en estatua de jardín público. Insiste en que, al margen de las canonizaciones, el pensamiento de Juárez está cargado de vida y sigue siendo un manantial de ideas y de afirmaciones del pensamiento crítico. Termina esta recopilación con el inmenso poema de Rubén Bonifaz Nuño, “Principio para un canto a Juárez”. Nuestro gran poeta nos da las palabras finales de este prefacio cuando habla de la madurez del gran liberal: “Se volvió grande y fuerte y doloroso”. Éste es un acertado resumen (la condensación de la poesía lo hace posible) de la vida y la obra de nuestro presidente, Benito Juárez García. HUGO GUTIÉRREZ VEGA Copilco el Bajo, verano de 2006
  • 8.
  • 9. JUÁREZ: LA SOSPECHA Y LOS SÍMBOLOS Alexander Naime
  • 10. 15 JUÁREZ BICENT ENARIO D OS MIL SEIS, bicentenario de Juárez. En 1806, año de su naci- miento, el régimen colonial iniciaba su decadencia y nue- vas relaciones sociales comenzaban a emerger. El mundo de entonces se reacomodaba: fuerzas y actores sociales surgían, movimientos independentistas y libertarios, así como nuevas ideas perfilaban la renovación. Las naciones de Occidente reclamaban un nuevo orden. Juárez perteneció, hasta su muerte, a ese tiempo de cambios del que, sin duda, fue protagonista. ¿Por qué recordarlo a doscientos años de su nacimiento?, ¿cuál es el propósito de estudiarlo, de volver sobre el personaje de manera recurrente?, ¿lo es la visita cotidiana que se realiza ante el panteón de los héroes para revisar las carencias del presente?, ¿lo es para recrear al hombre que dejara como legado una manera de hacer política, un estilo de negociación y un modo de ejercer el po- der?, ¿lo es para revalorar su figura histórica a la luz de los aconte- cimientos de hoy?, ¿para imponerle otros valores y darle un nuevo sentido a su papel en la historia? ¿La celebración sólo se reduce al discurso cívico, muchas veces hueco y coyuntural, frente a los al- tares de la patria erigidos en su honor? O también ¿para destacar valores de los que adolecen las políticas actuales? ¿A qué Juárez res- catar a la luz del presente? ¿Al personaje y sus circunstancias?, ¿al genio político que leyó adecuadamente los tiempos que vivió?, ¿a la leyenda del indio que llegó a ser presidente?, ¿al principal represen-
  • 11. 16 JUÁREZ BICENT ENARIO tante de la construcción de la modernidad mexicana?, ¿a quien la muerte le llegó a tiempo para impedirle perpetuarse en el poder y rescatar así su figura histórica?, ¿a quien simbólicamente materiali- zó la reforma en su propia familia? ¿Quizá fortalecer el debate casi permanente para quitarle el bronce a su figura para convertirlo en barro y desmoronarlo? O bien ¿como un estímulo para la reflexión, para el cambio? El significado de su figura en la historiografía mexicana ha ocupado la imaginación de quienes se aproximan a ella. Su cons- trucción como icono, basado en conjeturas fundadas o en aparien- cias, por el carácter simbólico de muchos de sus actos tanto en su vida pública como en la privada, se ha ido adecuando no sólo a tiempos y visiones de la historia, sino incluso a lecturas e interpre- taciones que han comprendido todo el espectro ideológico y político mexicano. Las aproximaciones al personaje provocan tanto apasio- nadas defensas como denostaciones. Parece una figura errante en el tiempo, siempre en búsqueda de significados, de lecturas, de inter- pretaciones, muchas veces sacadas del contexto que le correspon- de. Convertido en personaje intemporal, su dimensión histórica se proyecta a prácticamente todos los ámbitos de la vida pública mexi- cana. Su leyenda forma parte de la construcción del imaginario co- lectivo: Juárez como síntesis del acceso a la modernidad en la que la conformación de un ser nacional se resumía en él: su vida privada como la síntesis de una sociedad multicultural en busca de su defi- nición, su vida pública como el primer paso para la construcción de un Estado nacional. Su dimensión histórica es incuestionable. Como ningún otro personaje de la historia moderna de México, muchas fases de su vida han pasado a ser leyenda; sin embargo, su interpretación como personaje histórico siempre está bajo sospecha –así son los perso-
  • 12. 17 JUÁREZ BICENT ENARIO najes fundacionales. Juárez lo fue porque con su figura sintetiza un tiempo–. Sus lecturas se hacen inagotables: la sospecha, como bús- queda de significados, está siempre en la base de su conocimiento. La percepción del personaje, muchas veces precedida de prejuicios, se saca de su circunstancia y se proyecta en las concepciones de quien lo interpreta: un hecho soporta múltiples interpretaciones, el discurso se estructura en función del lector o del poder. La biografía muchas veces se agota y aísla al personaje, lo limita, le pone fronteras, lo estigmatiza, lo marca, lo convierte en bronce y lo hace vulnerable porque el historiador, el analista, siem- pre tiene el privilegio de decidir, de cortar, de esculpir la figura, de darle rostro, o rostros, de hacerlo único o múltiple. En la historiografía mexicana una y otra vez se vuelve so- bre el valor histórico del personaje; su presencia y su legado tienen siempre un lugar en el imaginario colectivo: unas veces le dan sen- tido de identidad a una comunidad política que la busca de manera casi permanente; otras, se convierten en instrumento de legitima- ción de actores políticos, y otras más como paradigma ciudadano. La figura de Juárez ha soportado múltiples lecturas. Frente a Juárez impasible, su historia siempre inquieta. No lo es en vano. Juárez fue protagonista de uno de los momentos más aciagos de la historia mexicana en la que varios episodios se confunden: la reforma, la intervención, el imperio, la formación de una sociedad civil y de un Estado que dejaron marcadas varias de las caracterís- ticas de la conformación política de la posteridad. Juárez y su generación respondieron a un tiempo mexicano complejo en donde la definición de una nación, conformada por muchas, se empezaba a perfilar y se construían en paralelo ins- tituciones estatales con una idea de sociedad civil, de ciudadano
  • 13. 18 JUÁREZ BICENT ENARIO en ciernes, y la manera de organizar a las nuevas fuerzas sociales emergentes impulsadas por el nuevo orden naciente. Era una joven república que en la voz de sus protagonistas adquiría mayor madu- rez: la palabra les dio la posteridad. Los hechos, la razón. ¿COINCIDENCIA DE TIEMPOS? Dos mil seis no ha sido un año cualquiera en la historia de México. La sucesión en el poder ha dejado al descubierto muchas deficien- cias, muchos de los anacronismos de un sistema político que tiene que reinventarse a partir no sólo de la revisión de la historia, sino también de una concepción de futuro en donde se deben reacomo- dar los nuevos actores políticos. La revisión de la época de la Reforma, los debates que la acom- pañaron son sin duda un referente útil para replantear el presente. ¿Coincidencia de tiempos? La revisión del pasado es necesaria para extraer lecciones para el presente. Los paralelismos de los tiempos son inevitables. Juárez no puede ser analizado fuera de sus circunstancias, como tampoco su legado puede dejar de ponderarse en momentos de ne- cesaria transformación de las instituciones del Estado. Este año abre una coyuntura para volver a pensar en el Esta- do mexicano, en sus instituciones y en sus actores políticos. En el reacomodo necesario de las fuerzas sociales bien vale revisar a Juá- rez y a su tiempo, buscar los principios de una nueva organización del Estado y una nueva base ética que le dé nuevos significados a la política. La celebración tiene así sentido para que no sólo quede en los escritorios de los académicos, en las mesas de debate o en dis- cursos oficiales que lo reivindican, tratando de apropiarse de esta
  • 14. 19 JUÁREZ BICENT ENARIO figura histórica. Una revisión circular de la historia permite anali- zar el presente con las épocas fundacionales. La búsqueda de paralelismos parece entonces inevitable. ¿Qué rasgos se pueden distinguir del ciclo político de Juárez y los tiempos mexicanos que corren?, ¿la revisión del Estado mexicano se puede hacer a partir de supuestos similares?, ¿puede la época de la Reforma ser un referente para analizar la realidad actual y trans- formarla? El pasado se puede reacomodar en función de las necesi- dades del presente, en muchos sentidos éste puede ser el papel de la historia, de la descripción y análisis de los hechos pasados. Dos tiempos distantes en el devenir histórico de México pa- recen confluir: en la época actual, como en el pasado, el mundo se reacomoda, los imperios se expanden y reclaman una nueva orga- nización de los Estados; a la globalización le corresponden las accio- nes expansionistas de muchos Estados; hoy como ayer, las fuerzas políticas participan en la definición del poder en México: las igle- sias incrementan su presencia en la vida pública, los grupos econó- micos se constituyen en verdaderos actores políticos en defensa de sus intereses; el papel del ciudadano es limitado; ambas etapas tie- nen sociedades civiles débiles frente a los factores de poder fuertes; persiste un ejercicio patrimonialista del poder, más notorio en las regiones que en el centro. Los paralelismos, en realidades tan distantes en el tiempo, tie- nen una diferencia fundamental: mientras quienes encabezaron la reforma tenían referentes ideológicos identificados, los nuevos acto- res se sumen en el pragmatismo y no tienen referentes para organi- zar adecuadamente al Estado ni para encauzar las fuerzas sociales. La orfandad ideológica de Occidente se refleja en el desconcierto de los actores políticos mexicanos. La sociedad actual carece de su pro- pia definición. El contraste y los paralelismos son evidentes, por ello,
  • 15. 20 JUÁREZ BICENT ENARIO la figura de Juárez, porque es la expresión de un cambio histórico, tiene la fuerza, en varios sentidos, de una imagen simbólica: es icono en la historia nacional y símbolo también en su tiempo. Como icono de la historia, en Juárez se ve la totalidad de una época, el todo se ve en el fragmento y el fragmento mismo lleva al todo, como señala Bouchot: “la capacidad que tiene el icono, como signo, de hacernos pasar del signo a la totalidad”. El estudio del periodo de la Reforma no se comprendería sin la presencia de Juárez, él mismo sería incomprensible sin la Refor- ma, sin esa generación que la construyó y sentó las bases del mo- derno Estado mexicano. Por esa razón, al representar a la época, Juárez reúne los atri- butos de toda una época fundacional para la historia mexicana. Pa- reciera que los atributos de otros personajes, nunca menores, como Ocampo, Zarco, Lerdo, Altamirano, Prieto, se sintetizan y se reflejan en la personalidad de Juárez. El icono cruza las épocas de manera transversal por los valores que encarna y que lo hacían aprehensi- ble. Por eso el Juárez de bronce, que no es sino el tránsito de lo cor- póreo a lo incorpóreo, es la representación simbólica de una época, que, para comprenderla en su totalidad, se fragmenta en su figu- ra. En Juárez se concentra una manera de pensar, una concepción del mundo que le dio sentido a una sociedad que emergía, que co- menzaba a construir una identidad, un sentido de pertenencia y de comunidad, en las que se sintetizaban las visiones del mundo indí- gena y criollo con las de la modernidad liberal. En Juárez se sintetiza la idea de un Estado-nación moderno con la construcción de libertades en la que se definen los espacios que le corresponden no sólo a los actores políticos y económicos sino también a los individuos transformados en ciudadanos. Pero aunque el símbolo está exhibido en público, se esconde. Se hace
  • 16. 21 JUÁREZ BICENT ENARIO entonces objeto de múltiples lecturas y significados: se hace com- plejo, se hace múltiple. Así, las lecturas positivas o negativas con- tribuyen a fortalecer el icono, el Juárez de Bulnes, el de Justo Sierra, el del porfirismo –que justifica el culto como elemento de legiti- mación del poder– pueden ser tan distintos: el icono se constituye en un elemento de cultura y figura emblemática. Al esconderse, al ser misterio, al icono se le escudriña, se le interroga hasta la intimidad para descubrir su propia naturaleza. Se convierte en un personaje inacabado que la sociedad reinventa en la medida en que carece de referentes históricos que le den sen- tido. La intencionalidad del personaje entonces se vuelve múltiple, intemporal, variada: las múltiples lecturas nunca lo debilitan sino que lo refuerzan como elemento de cultura. Al traerlo al presente, el icono Juárez reacomoda su pasado y reafirma su presencia y su carácter simbólico. Se idealiza y se cons- tituye no sólo en personaje histórico sino en referente moral. LOS SÍMBOLOS DESDE EL PODER Señala Georges Balandier que todo poder tiene inherente una proli- feración simbólica que no puede ejercerse sobre las personas si no recurre, además de la obligación legitimada, a los medios simbólicos y a lo imaginario. El acceso al poder político es, a la vez, acceso a la fuerza de las instituciones y a la fuerza de los símbolos y de las imágenes. El ejercicio del poder y la vida privada de Juárez están llenos de símbolos: sus propios testimonios y el efecto de su acción públi- ca dan cuenta de ello.
  • 17. 22 JUÁREZ BICENT ENARIO El valor histórico del sujeto se refuerza si, durante el tiempo del ejercicio del poder, el mundo simbólico se transfiere a otras ins- tancias sociales o de poder para transformarse en paradigmas de comportamiento, de emulación, que induzcan comportamientos di- ferenciados que puedan romper cánones, rutinas o costumbres, es decir que trastocan un mundo simbólico para construir otro nuevo. A la transformación de las instituciones la acompaña la trans- formación en el mundo simbólico. El 24 de marzo de 1861 el gober- nador provisional del Estado de México, Manuel F. Soto, quien se adhirió a la reforma con Melchor Ocampo y fuera diputado al Cons- tituyente del 57, expidió un decreto en el que suprime tratamientos anacrónicos a los servidores públicos y en el que, con un sentido más re- publicano, cuestiona y suprime los “tratamientos inventados por los déspotas tiranos” y establece que “en una república democrática no hay distinciones y que todos deben conformarse con el título de ciu- dadanos” para “desterrar todos los hábitos de servidumbre que nos legó el gobierno colonial” en el cual se derogaban las leyes y decretos que “concedían tratamientos al gobernador y demás funcionarios del Estado así como el de señor que se han usado hasta aquí en las comu- nicaciones oficiales, las cuales se sustituirán por el título de ciudada- no” y agrega que en todas las comunicaciones se pondrá “primero, al ciudadano; segundo, el nombre y apellido de la persona; y tercero, el empleo que desempeñe”. En su artículo cuarto señalaba que “se pro- híbe a todas las autoridades del Estado el que permitan se les bese la mano, como abusivamente se acostumbraba en algunos lugares”. Un mundo simbólico, una manera cultural de ser frente al poder que se sustituía por otro que reflejaba un nuevo sistema de relaciones. Se ha dicho que el ejercicio del poder siempre va acompañado de manifestaciones simbólicas, y es a través éstas, de las formas de expresión corporal, de la manera de ser, del uso del lenguaje, de
  • 18. 23 JUÁREZ BICENT ENARIO la gesticulación, de hechos observables por el ciudadano común, como el hombre político y sus decisiones adquieren trascendencia para el ciudadano, para el analista que las observa y para el his- toriador, quien al reconstruir la memoria, busca significados que le permitan aprehender mejor al sujeto y sus circunstancias para constituirlos en objetos del quehacer histórico. Un comportamiento simbólico puede reforzar una decisión política, una ley expedida o una posición ideológica; puede expli- car una manera de gobernar y una visión del uso del poder. No en pocas ocasiones a lo largo de la historia la construcción de una figu- ra política se hace con base en los símbolos que la rodean y que no pocas veces refuerzan la congruencia política de los actores y, otras, señalan sus contradicciones. El mundo simbólico, sea conciente o inconsciente, define al actor político. Juárez, en su comportamiento político, contribuyó a sustentar la construcción del mito dentro de la historiografía mexi- cana. Sin muchos de sus hechos simbólicos tal vez su figura no tu- viera la fortaleza que tiene en el imaginario colectivo mexicano. La reproducción de la leyenda parte de hechos que la hacen compren- sible y cercana tanto a lo cotidiano como a lo extraordinario en pro- cesos casi simultáneos. Las lecturas a las que ha estado sujeta la personalidad de Juá- rez están llenas de simbolismo. Sin duda, el hecho simbólico más importante de Juárez lo constituye él mismo: el indígena que ascien- de en la escala social y logra constituirse en el elemento clave en la construcción del moderno Estado mexicano, hasta su actitud como padre y esposo amoroso alejada de las impertinencias del poder. Del hombre moreno, monolingüe, que alcanza a través de la educación la primera magistratura del país, hasta su vestimenta –siempre de levi- ta como símbolo de la modernidad– y su obsesiva manía por la lim-
  • 19. 24 JUÁREZ BICENT ENARIO pieza corporal, su apego a la disciplina del trabajo que le hacía llegar a su oficina, cuando era gobernador de Oaxaca, “siempre con la cam- panada de las nueve”. Su simbolismo es tan fuerte, que su figura laica forma par- te de los referentes distintivos de la nacionalidad mexicana y del mundo que se fue esculpiendo, de cuya historia es el personaje principal. Su vida pública y lo común de su vida privada, como lo muestran sus intercambios epistolares, son dos líneas convergentes en la construcción de su figura histórica. Sin embargo, sus hechos políticos y los símbolos que lo acom- pañan en su actitud en la vida pública narran mejor al hombre como sujeto de la historia. Muchas de sus decisiones políticas trascenden- tes las acompañó de hechos simbólicos que las reforzaban, como él mismo narra en Apuntes para mis hijos. Unas están relacionadas con las costumbres y modos del po- der, y otras con la aplicación de las leyes. De entre los modos del Poder: No fue al Te Deum y se cambió el sombrero: era costumbre autorizada por la ley... que cuando tomaba poseción (sic) el gobernador, éste concurría con todas las demás autoridades al Te Deum que se cantaba en la Catedral a cuya puerta principal salían a recibirlo los canónigos. Tiempo antes, el 23 de noviembre de 1855, Juárez había ex- pedido la Ley de Administración de Justicia en la que diferencia el fuero eclesiástico y el civil. La expedición de la Ley hizo que la Iglesia considerara a muchos gobernantes como “hereges y esco- mulgados (sic)”. Así que los canónigos de Oaxaca aprovecharon el incidente y proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no reci-
  • 20. 25 JUÁREZ BICENT ENARIO birlo y obligarlo a usar la fuerza pública y que su administración se iniciara con hechos de violencia. Sin embargo, Juárez escribe: aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre ceremonial de poseción (sic) de los gobernadores me autorizaban para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la asistencia al Te Deum, no por temor a los canónigos, sino por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica... Más adelante dice, en ese cambio de las formas simbólicas del poder, que había costumbres que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie... Tengo el gusto de que los gobernantes de Oajaca han seguido mi ejemplo. De entre los símbolos en la aplicación de las leyes: El entierro de su hija y la compra de una casa. La obediencia a la ley en una sociedad que empezaba a delinear sus primeros trazos en la modernidad po- lítica se presentaba como requisito indispensable para los nuevos términos de convivencia de una sociedad en la que se rompía un orden y nacía otro. La lucha entre éstos pareció intuirla Juárez al ajustar su vida privada al nuevo orden que se gestaba en México.
  • 21. 26 JUÁREZ BICENT ENARIO Dos hechos lo ejemplifican. En 1850 muere su hija Guadalupe a la edad de dos años y aunque la ley que prohibía el enterramiento de los cadáveres en los templos exceptuaba a la familia del gobernador del Estado, no quise –dice en los Apuntes...– hacer uso de esta gracia y yo mismo llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel, que está situado a extramuros de la ciudad para dar ejemplo de obediencia a la ley que las preocupaciones nulificaban con perjuicio de la salubridad pública. El segundo fue el hecho de que después de expedida la ley sobre desamortización de los bienes que administraba el clero, con- cebida por Miguel Lerdo de Tejada, dice Juárez, creí mi deber hacer cumplir la ley no sólo con medidas del resorte de la autoridad, sino con el ejemplo para alentar a los que por un escrúpulo infundado se retraían de usar del beneficio que les concedía la ley. Así que pidió la adjudicación de un capital para la adquisi- ción de una casa en la calle Coronel de la ciudad de Oaxaca. El deceo (sic) de hacer efectiva esta reforma y no la mira de especular me guió para hacer esta operación. Había capitales de más consideración en que pude practicarla, pero no era ese mi objeto. Desde el mundo de lo simbólico, como se ha pretendido mos- trar, la figura de Juárez soporta varias lecturas: una él mismo como
  • 22. 27 JUÁREZ BICENT ENARIO personaje de una época, otra como generador de símbolos –expre- sión de las generaciones de su tiempo– que determinó una manera de ser del poder político en México. Como símbolo, como mito, como icono, algunas veces se con- funde al personaje con su tiempo; otras, se hace del tiempo el del personaje, en una totalidad en la cual el contexto se nubla y se aísla del análisis a actores individuales o colectivos, sucesos regionales, locales y externos. El mundo simbólico creado por y en torno a Juárez es una de las características de la modernidad mexicana del siglo XIX. Pasar del símbolo al sujeto histórico es uno de los retos que aún se plan- tean: el personaje sigue bajo sospecha.
  • 23.
  • 24. LA ESCALERA DEL DESEO Augusto Isla
  • 25. 31 JUÁREZ BICENT ENARIO ¡Q UÉ HOMBRE MÁS GUAPO!, exclamó una mujer refiriéndose a mi padre que, encaramado en la plataforma de un camión, representaba al archiduque Maximiliano de Habsburgo en la famosa cabalgata que cada 23 de diciembre reco- rría las calles principales de Querétaro, mi ciudad natal. Querétaro: el último refugio del segundo Imperio, donde el austriaco pasó sus días postreros, agobiado por el ejército republicano, la disentería y acaso el arrepentimiento de haber emprendido tan descabella- da aventura. Él, el engañado; el títere de un imperio, de su mujer; él, víctima de su ineptitud y su delirio, ¿se deleitó siquiera alguna vez, por instantes, con esos crepúsculos que maravillaron a Borges? Entre compadecida y reaccionaria, la ciudad prodigó sus afectos al emperador, que acabó siendo parte de su patrimonio turístico. Aquí durmió, aquí lo juzgaron, aquí fue fusilado. El príncipe dejó su hue- lla. Conozco gente que todavía hoy ordena la celebración de una misa para recordar su muerte. “Mira que un hombre tan hermoso, tan inteligente, venir a morir aquí, en un país lejano, de gente tan ingrata y a manos de un indio he- reje que no se conmovió con las lágrimas de la princesa de Salm Salm ni con la presencia de los pequeños hijos de Miramón. Razón tiene el señor obispo en decir que cuando Juárez murió las puertas del infierno se abrieron de par en par”. Con discursos semejantes crecí y –no lo nie- go– la biografía del distraído Habsburgo excitó mi fantasía adolescen-
  • 26. 32 JUÁREZ BICENT ENARIO te: una hermosa pareja de enamorados dispuesta a abandonar un castillo de ensueño para salvar a México de la ignominia. Ayuna de una cultura laica, de buenas escuelas públicas, la ciudad de Queré- taro propiciaba esos desvaríos. Mi admiración a Juárez llegó tarde, nacida de una curiosidad más cercana a la indagación histórica que a una memoria colectiva adocenada por el embalsamamiento virtual del héroe zapoteco; por ese culto a su narciso que contamina a México con imágenes casi todas horrendas, destacando entre ellas la que el gobierno federal erigió en Querétaro en 1967 para conmemorar el centenario de la restauración de la república. La adopción oficial del personaje du- rante el siglo XX se tradujo en la proliferación de espacios que lle- van el nombre de Juárez: ciudades, municipios, parques, escuelas, mercados, calles…, como si se tratara de un conjuro, aunque bien sabemos que en el trasfondo de esa exageración habita una gran hipocresía: cuántos funcionarios hay que rinden sincero tributo al indio oaxaqueño, pero sólo Dios sabe cuántos más creen salvar su reputación levantándole falsos altares. Recuerdo a Gracián: “el en- carecer es ramo del mentir, y piérdese en ello el crédito de buen gusto, que es grande, y el de entendido, que es mayor”. Nada tengo contra el mármol, la piedra, el bronce, el lienzo; con ellos se esculpe y dibuja el evangelio cívico. Juárez está bien allí, erguido, impasible, siempre idéntico a sí mismo, fiel a su investidu- ra, como lo pide el mito fundacional de una nación tan vulnerable y pobre como la nuestra. Pero nada me dice –el icono por excelencia de nuestra historia– sobre la verdad o al menos un poco de certidum- bre acerca de lo que fue. Y si a tal compulsión idólatra se añaden las complejidades del personaje y los enredos de su tiempo, la dificultad de la pesquisa crece. Aún estando en vida don Benito, en 1870, Ma- nuel Payno pronosticaba, con gran intuición, el juicio contradictorio
  • 27. 33 JUÁREZ BICENT ENARIO que, acerca del hombre de Guelatao, nos daría la posteridad. Por un lado, aparecería como quien “se alzó con el poder y estableció la dic- tadura atacando en su base y en sus más esenciales fundamentos la carta constitucional”; por otro, surgiría radiante como la mano pro- digiosa que separó Iglesia y Estado, como el representante digno del progreso, justo, firme, lleno de fe, que combatió inflexible con los enemigos de la patria. Sin embargo, Payno confiaba en que un día Juárez tendría “su vestido propio, sus propias dimensiones, su tono y colorido verdaderos y naturales”. Al parecer, ese día no ha llegado. Recientemente, dos de los personajes más importantes de nuestra vida pública han esgrimido sus diferencias empleando, simbólica- mente, la figura de Juárez, uno, despreciándolo; el otro mostrando en un templete su retrato. Con Juárez en el centro de sus disputas, ambos, además de haber hecho el ridículo, han puesto en evidencia la carencia de mesura, de un consenso de gratitud. No faltan historiadores y biógrafos en busca de equilibrios. Pero si de suyo la materia histórica no los obsequia, semejante pre- tensión sólo da pie a valoraciones espurias o bien a disparates como el de Rabasa quien yuxtapone dos palabras enemigas para definir al Benemérito. ¿Un dictador democrático? ¿Democrático sin institu- ciones viables, sin esos acuerdos fundamentales que a gritos recla- maba Mariano Otero? Tal vez dictador lo fue, mas no en el sentido abominable de las dictaduras totalitarias contemporáneas sino en el de la antigua Roma, es decir, de la dictadura como institución merced a la cual se concedían poderes excepcionales a un hom- bre para ocuparse de los asuntos públicos en situaciones de emer- gencia, como los que otorgó el Senado a Pompeyo para combatir a Mitrídates y de cuya defensa se hizo cargo Cicerón en su primer discurso público. Como presidente, Juárez gozó, por así decirlo, de facultades extraordinarias en varias ocasiones, pero también supo
  • 28. 34 JUÁREZ BICENT ENARIO renunciar a ellas afortunadamente; más aún, de buena o mala gana, compartió el poder con el Congreso que no dejó de hostilizarlo e, incluso, con nefastos caciques regionales como Santiago Vidaurri. Si a definiciones vamos, ¿por qué no la de un patricio re- publicano? Juárez se distinguió entre sus conciudadanos por una actuación pública por lo general reciamente patriótica, pero no exenta de inflexiones bochornosas como el tratado McLane- Ocampo. Y era conciente de ello, de esa nobleza, que le conferían sus denuedos, a tal punto que desconfiaba del vulgo “que rara vez examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre admi- ra y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario”. Desdeña- ba al vulgo; adulaba al pueblo, a la opinión pública como fuentes de poder. ¿Dónde encontrar la diferencia? Nuestras minorías ilus- tradas, al referirse a las masas, no eran precisamente generosas. Recordemos a Payno: el pueblo mexicano era un pueblo “move- dizo, acostumbrado durante cincuenta años a los pronunciamien- tos y a la guerra civil”. Patricio en una república apenas larvada, a menudo naufragando en sus desórdenes, ebria de confusión. El propio Juárez, tan propenso a hacer un fetiche de la ley, asumió por un tiempo, a la vez, la presidencia de la Corte y la cartera de gobernación violentando con semejante incongruencia el princi- pio de separación de poderes. Admitamos, pues, que la complejidad del personaje objeta cualquier definición en unas cuantas palabras. El patricio repu- blicano fue también un perseguido, un exiliado romántico, un pe- dagogo, un servidor público probo, un hombre de Estado y, si se quiere, corrigiéndome ahora mismo, un demócrata, no en el sentido en el que entendemos actualmente tal atributo, sino en el de alguien que combatió el régimen teocrático, de ese alguien que se propu- so separar Iglesia y Estado y demolió viejos ceremoniales, pues en
  • 29. 35 JUÁREZ BICENT ENARIO aquella Oaxaca suya dejó de cantarse el Te Deum “cuando el gober- nador toma posesión, movido por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia religiosa”; de ese alguien que, en fin, construye y difunde una nueva retórica, un léxico republicano y patriota, un nuevo modo de argumentar, hecho de palabras como constitución, ley, patria, nación, libertad, progreso, es decir, un tejido simbólico que codifica el nuevo discurso político, a menudo resuelto en un es- tilo aforístico tan citable como peligroso, pues si leemos, por ejem- plo, fuera de contexto, aquello de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, podríamos justificar el derecho a acumular infinitas ri- quezas a costa del sufrimiento de los demás. De modo que su apo- tegma pacifista alusivo a las relaciones internacionales, podría dar pie a la defensa de las más oprobiosas desigualdades. Cuidémonos entonces de invocar sin ton ni son las palabras del de Guelatao, so- bre todo ahora que los conservadores están de vuelta, decididos a demostrarnos que la historia no sigue un curso lineal y que, para fortuna de sus intereses, toda barbarie es posible. Juárez sería el demócrata que, paradójicamente, reinventa una cultura autoritaria, libre ya de las cadenas religiosas, pero aho- ra atada a la figura señera del padre, del presidente, de esa meta- morfosis del tlatoani, del que habla bien, defiende y salva la patria. Y Juárez, el gobernante, sería también, paradójicamente, el indígena que, burlando el racismo, se convierte en el gran escenógrafo y ac- tor de nuestra modernidad política, aquel que no necesita ya de las consagraciones propias de los “reyes de teatro”; aquel que, en rico despliegue simbólico, se hace reconocer en toda su fuerza dramática, ora enterrando a su pequeña hija como un ciudadano cualquiera, ora afirmando su energía cuando niega el perdón al intruso o cuando su gobierno masacra a los sublevados de la Ciudadela.
  • 30. 36 JUÁREZ BICENT ENARIO Pasiones, imprecisiones, lugares comunes trenzan, pues, el enigma de ese gran señor mexicano. El lugar más común: acaso el relato de una vida que va de la humildísima cuna al más alto sitial, merced a la educación; ésta favorece, es verdad, la movilidad as- cendente, pero no en toda circunstancia. Basta ver hoy a millones de jóvenes bien formados, pero a la deriva, sin porvenir alguno. Ciertamente, la educación del oaxaqueño era notable para su tiem- po, así diga Altamirano que era “escasa e imperfecta”. Las discipli- nas humanísticas –filosofía y jurisprudencia– dieron claridad a su mente; las lenguas le abrieron ventanas al mundo: leía en latín, en francés, en inglés. Pero en el ascenso de nuestro personaje influ- yeron también la protección bondadosa de los desconocidos como Antonio Salanueva, y la fuerza tutelar de las nuevas fraternidades –como la masonería en la cual lo inició Francisco Banuet– que bro- taron en medio de aquella “sociedad enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones”, a decir del propio Juárez. Y no olvido esa “casa de prostitución” –así llamaban los reaccionarios al Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca–, recep- táculo y espacio de trasmisión de los ideales liberales, creado por decreto del Congreso local del que formaban parte eclesiásticos de mente abierta a las ciencias y a las humanidades, e inaugurado el 8 de enero de 1827. Allí se formaron las nuevas elites; allí se inscribió Juárez por recomendación de Miguel Méndez y allí creció en forta- leza moral e intelectual. Me detengo en la palabra “preocupaciones”; en ella se con- densa tanto la formulación de la crítica a su tiempo como la cons- trucción del nuevo sujeto ético que encarna en él, e incluso su concepción pedagógica. En sus Apuntes para mis hijos y en varias cartas dirigidas a su yerno Pedro Santacilia, a cuyo cargo estuvo su familia durante la intervención francesa, alude a ellas como una
  • 31. 37 JUÁREZ BICENT ENARIO esclavitud del alma, pues ya le recomienda que “cuide que sus hi- jos se impregnen de las preocupaciones que producen las prácticas supersticiosas”, ya le suplica que no los ponga bajo la dirección de ningún jesuita ni de ningún sectario de alguna religión, que aprendan a filosofar, esto es, que aprendan a investigar el porqué o la razón de las cosas para que en su tránsito por este mundo tengan por guía la verdad y no los errores y preocupaciones que hacen infelices y desgraciados a los hombres y a los pueblos. Este Juárez, padre y pedagogo, me lleva a Rousseau, a sus con- sejos para la educación de Emilio: “que vea con sus propios ojos, que sienta con su corazón, que ninguna autoridad lo gobierne si no es la de su propia razón”. Digamos que su mentor, Antonio Salanueva, representa ese momento de transición en el cual un mundo caduca y otro despierta, pues “aunque muy dedicado a la devoción y las prác- ticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud”; Juárez, en cambio, encarna, sin ambigüedades, el nuevo ethos, no obstante los resabios de un vocabulario católico, ma- nifiesto en palabras como sagrados deberes, Providencia, el Todo- poderoso, santa causa, sacrificio… La laicidad que vive y proclama funda un nuevo sujeto ético, basado en la libertad de conciencia y la igualdad ciudadana. Ese ethos no configura propiamente un sistema, sino un conjunto de principios que nutre una nueva espiritualidad no inscrita ya en la religión sino en el discernir filosófico, en la ra- zón, en una exigencia de lucidez, en la autonomía del yo. Me atrevo a pensar que su orfandad familiar propicia su li- bertad. No camina hacia ella; avanza en ella. Se fuga para dejar atrás las “preocupaciones”, es decir, los prejuicios, los miedos, las
  • 32. 38 JUÁREZ BICENT ENARIO culpas; en fin, para encontrarse. Lo que en él madura no es un hom- bre de fe –la palabra fe irrumpe en él a menudo, pero no alude a la creencia religiosa, en cambio sí a la confianza en su obrar–, sino un hombre de deseo. Deseo como el esfuerzo de la humana criatu- ra por “perseverar en su ser”, según palabras de Spinoza. Cuando en sus memorias recuerda aquel 17 de diciembre de 1818 en que se fuga de su casa a los doce años de edad, nos dice “el deseo fue supe- rior al sentimiento”. El deseo lo mueve a ser alguien, por algo, para los otros; el nuevo ethos lo ilumina: es rudimentario pero suficien- te; le exige ser virtuoso, reflexivo, sin prejuicios, despreocupado, observante de la ley, patriota, cumplidor del deber; todo eso que lo convierte en buen hombre y buen ciudadano, rebelde contra las in- justicias, contra la opresión de lo que él llama “las clases privilegia- das”. Guiado por ese faro –liberal y masónico a un tiempo–, gana fama y escala todos los peldaños hasta llegar a ser el primero entre los suyos. La biografía moral de Juárez describe la persistencia de hábitos y gestos: es puntual, austero; viste siempre de negro como un ave solemne y triste, pues ese ethos, aunque con nuevas raíces, conserva esencias puritanas. Le obsesionan los dictados de la con- ciencia, el cumplimiento del deber, el sentido del honor, el imperio de la moral: los atentados contra ésta “reclaman del gobierno las medidas que caben en sus atribuciones, para que (…) se restablezca y se consolide”. Y ya sabemos cuánto aborrecía a aquellos funciona- rios públicos que se entregan “al ocio y a la disipación” Esos imperativos que merodean los rigores kantianos no ha- cen de Juárez un mojigato. ¿De qué fuentes extrae Andrés Henestro- sa la certeza de que “nunca reía”, de que “jamás traicionó el pacto sagrado del matrimonio”? ¿Por qué olvidar que era él, y no otro, quien prefería el baile a los golpes de pecho? ¿Quién nos dice que, como no queriendo la cosa, don Benito no se permitió en una de
  • 33. 39 JUÁREZ BICENT ENARIO esas tantas noches lejos de la llama de Margarita un poco de ale- gría sexual? No logra exaltar a un personaje público ese querer per- suadirnos de una castidad ridícula como si se tratara de la vida de un santo afligido por ese voto, o como si ésta fuera una garantía de prudencia en la conducción de la vida pública: se rumora que Geor- ge W. Bush es un paterfamilias ejemplar, lo cual no es obstáculo para dar rienda suelta a sus pulsiones genocidas. El moralismo laico de Juárez que finalmente debería impor- tarnos no es aquel concerniente a la abstinencia sexual tan estimada por la iglesia católica, sino aquel que busca construir un paradig- ma ciudadano basado en el altruismo, en la honradez, en el respeto a los demás, en el darse a los otros hasta el extremo del sacrificio. El Juárez liberal rechaza al individualismo a ultranza: “el egoísta, lo mismo que el esclavo no tiene patria ni honor. Amigo de su bien privado y ciego tributario de sus propias pasiones no atiende al bien de los demás”. Digamos que a ese ethos moralista, libremente elegi- do, Juárez se mantuvo fiel hasta cierto punto en el transcurrir de su deseo de aprender, de ser. Pero cuando alcanza la cima, el ethos libe- ral se estrella contra la razón del Estado, que le impone sus cóleras, sus tribulaciones, sus excesos. Queda poco de aquellos preceptos de juventud, algunas astillas. Sobre sus hombros enlutados lleva la re- pública, con dolor, pues dada la gravedad de las circunstancias “el poder nada tiene de halagüeño”, según su propio dicho. La trillada frase de que el poder corrompe, no tiene cabida aquí: el poder se pa- dece, pues “el gobernante no es el hombre que goza y se prepara un porvenir de dicha y de ventura; es, así, el primero en el sufrimien- to y en el trabajo”. El poder no corrompe a Juárez, pero sí tuerce el destino de su deseo anclado en un ethos solidario. ¿Los “deberes sa- grados” del estadista acrecientan su amor propio hasta el punto de que la patria se convierte en el espejo de su narcisismo? Permítase-
  • 34. 40 JUÁREZ BICENT ENARIO me parafrasear a Montaigne: Juárez, el poderoso, se hunde en una servidumbre atroz, ya no tiene nada suyo, se debe a los demás, pero también a un Estado que le exige el empleo de un látigo indeseable. Indudablemente, pesan sobre quien detenta el poder –en el sentido más visible, es decir, el sentido político– responsabilidades agobiantes no sólo porque sus determinaciones afectan a otros mu- chos seres humanos, sino porque esas mismas determinaciones sue- len enredar al poderoso en devastadores conflictos de conciencia, a no ser que llegue a la comprensión de que la política es un arte regi- do por reglas propias, distintas a las del código moral. Nadie como Maquiavelo ha expuesto mejor este drama: lo que moralmente nos parece virtuoso puede causar la ruina del Estado y lo que se anto- ja vicio puede traer su bienestar. Como si un relámpago lo cegara, quien manda se ve frecuentemente arrastrado a obrar contra esos principios tan caros al buen ciudadano común, contra la caridad, para decirlo en términos cristianos. Por eso, Maquiavelo recomienda al príncipe “que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias y que (…) no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad no titubee en entrar en el mal”. Por la razón de Estado –entiéndase la salud de la república–, Juárez descarga golpes sobre el espíritu de sus amigos y adjetiva con crueldad su legítima disidencia, pero también sobre la carne de sus adversarios. En la cumbre de su poder, el corazón de aquel hombre se endurece; ya no lo gobierna el deseo regido por un ethos personal, sino el imperativo de un orden superior siempre a punto del co- lapso. Sus últimos días como gobernante fueron amargos. A pesar de su discurso pacifista, no consiguió ni paz ni desarrollo. El bando- lerismo, las sublevaciones militares, la economía devastada, la des- confianza del capital extranjero pusieron a la defensiva al estadista constructor. El Juárez de mayor brillo lo encontramos en el combate,
  • 35. 41 JUÁREZ BICENT ENARIO en la resistencia, en sus movimientos huidizos. Tal vez a su pesar, respondió con violencia excesiva: la mano del látigo acabó prevale- ciendo sobre la mano de la flor. Lo imagino exhausto, en un callejón sin salida; no podía gobernar a sus anchas, ni entregar el poder: adi- vinaba la crueldad de los militares y la debilidad de los civiles. El deseo acarrea grandes gracias y desgracias. Desde la razón de Estado, como un pequeño Zeus moreno, Juárez crea y destruye, destruye y crea, con un instinto crecido de estadista implacable. Para comenzar, y a despecho de la ternura que algunos le atribu- yen, destruye a su familia; lejos de su patria, Margarita le confiesa cuán desgraciada es por la pérdida de dos de sus hijos. En aquel Nueva York, seguramente helado, a donde ha ido a dar con su fami- lia durante la intervención francesa, la pobre mujer se consume en la hoguera de la culpabilidad: yo tengo la culpa que se hayan muerto; este remordimiento me hace sufrir mucho y creo que esto me mata; no encuentro remedio y sólo me tranquiliza, por algunos momentos, que me he de morir y prefiero mil veces la muerte a la vida que tengo; me es insoportable sin ti y sin mis hijos; tú te acuerdas del miedo que le tenía a la muerte, pues ahora es la única que me dará consuelo. Muerte que nada espera, pues bajo el influjo de un renuncia- miento a la fe católica, se ve en el más absoluto desamparo, ya que confiesa en otra carta: “si yo creyera que mis hijos eran felices y es- taban en el cielo, no sufriría tanto como sufro”. Que nadie me venga con el relato edificante del buen esposo y buen padre. Por algo Sófo- cles contrapuso los intereses de la polis y los del oikos, Creonte repre- sentaba los unos; Antígona, los otros. Los órdenes de la ciudad y el hogar suelen plantear dilemas desgarradores. No se trata de arrojar
  • 36. 42 JUÁREZ BICENT ENARIO piedras de culpa sobre nadie: son simplemente las fatalidades de la humana tragedia. Juárez deseaba una patria feliz, pero tuvo que sa- crificar la dicha de los seres más amados. He dicho que destruye y crea: instituciones que son la colum- na vertebral de nuestra vida civilizada. Admitamos que ni las ideas ni el programa son suyos. Como lo sostiene Carlos Pereyra, estaban allí, esperando su acometida. El programa de reformas de 1833 an- ticipa las leyes de 1859: la libertad de opiniones, la abolición de los privilegios del clero y la milicia, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la erradicación del monopolio del clero en la educa- ción… Pero sólo el genio político de Juárez entendió el kairos, el mo- mento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico. Cuando suscribe las Leyes de Reforma, Juárez no extiende brazo y mano con esa firmeza inhumana con que José Clemente Orozco lo pinta como si la extremidad grotesca no le perteneciera; lo hace en cambio con mano trémula, de político sabio. Los que le rodeaban entonces, des- esperaban por la demora porque no eran ellos quienes asumían tan grave responsabilidad, porque no eran ellos los mediadores entre el ideal y la práctica política. Honda reflexión, largos insomnios debie- ron haber precedido una determinación de ese vuelo. Está en jue- go el alma del estadista, del gran pastor de la república, esa misma alma múltiple que han plasmado en muros, lienzos, grabados los artistas de México: el Juárez altivo de González Camarena, el Juárez combativo de Méndez, el Juárez pleno de sosegada belleza como lo vio Pelegrín Clavé, el que está en medio de los talentos devastadores de Ramírez y Altamirano según la insidiosa mirada de Diego Rive- ra, el Juárez cruel que estrangula una tortuga según la visión lúdica e irreverente de Toledo. Aunque ningún hombre se atreve a decir todo sobre sí mismo, es una lástima que sus Apuntes para mis hijos se hayan detenido en 1857. De haberlos continuado, ¿lo comprende-
  • 37. 43 JUÁREZ BICENT ENARIO ríamos mejor? Lo dudo. El texto, probablemente redactado antes de 1867 –pues se refiere en presente a Juan Álvarez, “patriota sincero y desinteresado”, quien muere en ese año–, es pobre en introspección y análisis. Bastaría preguntarse por qué deja en tinieblas ese perio- do de un año y medio de exilio en Nueva Orleans. ¿O es que nada tenía que decir a sus hijos acerca de lo que vivió y observó? Silen- cios, exageraciones –como aquella “repugnancia” precoz a la carrera eclesiástica–, pero sobre todo al acento puesto en el acontecer políti- co, delatan a un personaje más atento al devenir de la patria que al de sí mismo. ¿Se miró alguna vez en el espejo no para mantener el decoro de su investidura sino para hurgar en los secretos del alma? ¿Alguna vez lloró de gozo de sólo imaginar el curso de los astros? ¿Bendijo sus mañanas, ese don acaso dilapidado por apremio de re- finar el nuevo espectáculo del poder? No puedo evitar compadecer a Juárez, al propio tiempo que admirarlo. Lo admiro como debe admirarlo cualquier mexicano bien nacido, por haber colocado los cimientos de ese Estado nacional laico que nos preserva, de una tolerancia que a todos permite construir li- bre y dignamente su vida. Ni siquiera hay que ver en su liberalismo “la falla mayor” de excluir a los indígenas en su tradicional vivir y a los conservadores. Excluir no es la palabra, don Benito los combate, porque ambos se oponen a su idea de una nación moderna, fuerte y próspera. En la famosa carta que dirige a Maximiliano, se refiere a sus orígenes, a esas “masas oscuras del pueblo” de donde había salido: oscuridad que quiere decir ignorancia, miseria, usos y costumbres que inhiben la libertad de la persona. La mentalidad conservadora tanto de los indígenas como de los monarquistas y clerofílicos re- tardaban la modernidad. No lo culpemos por tales consideraciones. Después de todo, ningún hombre puede rebasar ese absoluto que de- limita su tiempo; salvo unos cuantos visionarios y críticos radicales
  • 38. 44 JUÁREZ BICENT ENARIO a quienes la humanidad debe su progreso político y moral, nacemos, vivimos y morimos humillados bajo ciertas formas de entendimiento que a menudo la posteridad juzga alevosamente. Cuántas veces no he leído a propósito del comunitarismo in- dígena que los liberales decimonónicos se equivocaron. Con toda justificación indigna que un Bulnes haya afirmado, enfermo de ra- cismo, que una de las debilidades del país se debía a la inferioridad de los indios, pero Juárez no pensó de esa manera. Viéndose a sí mismo, en su enorme potencial, creía que “la ignorancia general de la clase indígena” podía ser destituida por la vía de la instrucción, que en ésta el indígena encontraría su redención histórica, como individuo claro está. Y con la misma convicción, estimaba que era “imposible moralmente hablando que la reacción triunfara”. Juárez no era un visionario, pero sí el estadista que aspiraba a poner en la escena histórica los ideales más avanzados en su tiempo y circuns- tancia, lo cual no es poca cosa. Las limitaciones del entendimiento acerca de un problema social no son errores; expresan solamente ese grado de compren- sión que alcanzan los seres humanos reclusos en un tiempo dado. ¿Por qué pedir más a los liberales que, no obstante su diversidad, coincidían felizmente en la ruptura con un mundo de prejuicios, fa- natismos, privilegios y abusos? Abusos generados por la cultura he- gemónica y también por la subalterna, por la Iglesia lo mismo que por las autoridades indígenas, tan opresivas la una como las otras. Alejandro de Humboldt, en su Ensayo Político sobre el Reino de la Nue- va España, puso en relevancia esa doble dominación: “…el alcalde in- dio ejerce su poder con una dureza tanto mayor, cuando está seguro de ser sostenido por el cura y el subdelegado español”. La esclavitud a la que estaban sometidos los indígenas, desde tiempos inmemo- rables, había destruido su imaginación; incluso en las artes, en las
  • 39. 45 JUÁREZ BICENT ENARIO cuales se mostraban tan hábiles, repetían cánones inmutables. Pero Humboldt también confiaba en que esas aptitudes un día tomarían otro aliento de la mano de un gobierno regenerador. ¿No sería éste, el gobierno liberal, el que justamente encabezaba el hombre de Gue- latao? No se puede negar que ese gobierno regenerador percibió so- lamente un aspecto de la causa indígena y, en ese sentido, redujo el reclamo de la tenencia comunal de la tierra a una guerra de castas. Reducción que es congruente con un ethos que, tácitamente, afirma la superioridad del Occidente burgués y sus conceptos sobre la pro- piedad privada. De modo que incluso la aspiración juarista de re- dimir al indio no deja de parecernos, a la luz de los movimientos campesinos de la Revolución mexicana, como un planteamiento cul- tural afectado por un cierto colonialismo. Pero aún dentro de esa li- mitación, los pasos dados en términos civilizatorios son enormes, no importa que haya habido de por medio la compasión de un De Las Casas o el desdén de un Sepúlveda, protagonistas de aquella famosa polémica del siglo XVI detrás de la cual hay un acuerdo esencial: la integración de los indígenas al cristianismo. Concluyo. Tampoco hay que ver en Juárez un anticlerical, sino a un anticlericalista que se opuso a una equivocada voluntad de do- minio: al separar Iglesia y Estado, restituyó a ambos poderes, reli- gioso y político, su independencia recíproca. A la postre a ambos favoreció. Nada más ni nada menos. Y lo compadezco porque, fiel a mi talante romanticista, com- parto su sufrimiento, su exilio, su radical soledad, ya torciendo puros, ya abriendo caminos de la patria en mitad de un campo enzarzado, ya con el pecho llagado en el último intento de dar vida a su corazón moribundo; porque también quisiera estar seguro que ese héroe trá- gico que nos dejó tan altos legados de laicidad y tolerancia, conoció también los momentos perfectos que producen la dicha de vivir.
  • 40.
  • 41. JUÁREZ, FUNDADOR DE UN ESTADO LAICO Patricia Galeana
  • 42. 49 JUÁREZ BICENT ENARIO E L TIEMPO EJE DE LA HISTORIA de México fue la llamada gran dé- cada nacional de 1857 a 1867. En este periodo el país se es- cindió y coexistieron dos gobiernos, después de una guerra civil de tres años, y una intervención extranjera de un lustro madu- ró el sentimiento de nacionalidad del pueblo mexicano. En esta etapa decisiva de México, Benito Juárez, un abogado liberal originario de la nación zapoteca, encabezó a la generación más brillante que tuvo el país en el proceso de construcción de su Estado nacional. Fue entonces cuando se definió el ser republicano y laico de su Estado y se suprimieron las supervivencias coloniales que ha- bían subsistido medio siglo después de la Independencia. Juárez superó los obstáculos de discriminación étnica y mar- ginación social, así como las circunstancias adversas del momento histórico que le tocó vivir y logró hacer del país una nación sobera- na, fundar un Estado republicano y laico, y una sociedad civil. Por ello es una figura señera en la historia de México. Aunque en los libros de texto, desde el inicio de la vida escolar, Juárez aparece como paradigma de superación, su figura heroifica- da se ha considerado un mito. La mayoría de los jóvenes mexicanos no creen que su obra haya sido admirable, sino producto de la mani- pulación de la historia oficialista, que enalteció a falsos héroes para alimentar discursos demagógicos de políticos oportunistas.
  • 43. 50 JUÁREZ BICENT ENARIO Al primer centenario de su muerte, 1972 fue designado como el año de Juárez. Éste fue quizá uno de los momentos en que la exal- tación oficial de Juárez llegó a su clímax. El exceso de publicidad convirtió al destacado oaxaqueño en tema trillado, los nutridos dis- cursos y conferencias que sobre él se dieron provocaron su rechazo. Hay otro motivo importante para que no sólo sembrara indi- ferencia, sino animadversión frente a la figura del adusto hombre de negro: la condenación injusta y maniquea que de su persona y obra han hecho la Iglesia y los conservadores. Ello muestra la igno- rancia o tergiversación que se ha hecho de la obra juarista, pues una de las preocupaciones del líder de la Reforma fue tratar de conciliar su fe religiosa con su credo político.1 La historiografía conservadora, que ha proliferado de la dé- cada de los noventas a la fecha, ha responsabilizado a los liberales decimonónicos de todos los males del país, confundiéndolos con los neoliberales actuales. En un aparente afán revisionista desa- cralizador –más bien iconoclasta–, han proliferado los estudios so- bre los conservadores vencidos entonces, triunfadores de hoy. Además, la imagen que se ha proyectado de Juárez en los me- dios de difusión masiva a las nuevas generaciones ha sido muy po- bre. No se le ha representado con la fuerza de su carácter, sino como a un hombre permanentemente atribulado, con el ceño fruncido, aturdido, abrumado, sumido en la depresión, el temor y la angustia. Lo que produjo un sentimiento más de lástima que de admiración.2 Analicemos brevemente su vida y su obra, para ver hasta qué punto Juárez representa a uno de los hombres cuya leyenda heroica sí corresponde con su biografía. Por lo que es digno de encabezar 1 Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM, 1972, 590 pp. 2 V.g. El carruaje.
  • 44. 51 JUÁREZ BICENT ENARIO el panteón cívico, que tienen todos los pueblos, muestra del reco- nocimiento por los antepasados. Esos héroes son tanto más reales cuanto más desarrollado se encuentre el conocimiento histórico y el nivel cultural de los pueblos. Para ubicar la obra juarista en su dimensión real, hay que analizar su circunstancia y los obstáculos que tuvo que vencer para realizarla. A pesar de ser un indígena zapoteco, hijo de campesinos humildes, huérfano a los tres años, sin hablar el español sino hasta su adolescencia, pudo destacar, primero como estudiante, después como profesionista y por último como hombre de Estado. Estos da- tos biográficos que hemos oído en múltiples ocasiones, no dejan de ser admirables. Una inteligencia serena, un carácter firme y ser perseveran- te fueron sus características más sobresalientes que, unidas a una probidad ejemplar, lo llevaron al éxito en su vida pública y privada. En orden personal hizo valer la fuerza de su personalidad, sobre- poniéndose a los prejuicios sociales de su época: logró casarse con la hija de los patrones de la casa en que servía su hermana como trabajadora doméstica. En su afán por el conocimiento como vía de superación per- sonal, se destacó en todos sus estudios. En el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca fue el primer abogado titulado y también un dis- tinguido profesor, lo mismo de física que de derecho canónico, civil y penal. Después fue su director. Como abogado, litigó a favor de las comunidades indígenas. Pronto pasó a la vida política, primero como diputado federal y después como gobernador de su estado. Su obra como el más alto funcionario de su entidad muestra su capacidad de organización. Su eficiente gestión impulsó la educación y no sólo dejó importan- tes mejoras materiales, sino que logró el equilibrio económico. Todo
  • 45. 52 JUÁREZ BICENT ENARIO ello en la difícil época de la posguerra, después de la invasión nor- teamericana de 1846 a 1848. Por su oposición al régimen personal y arbitrario del caudi- llo militar Antonio López de Santa Anna, quien ocupó once veces la presidencia en un periodo de 20 años, Juárez fue confinado a las tinajas de San Juan de Ulúa y después expulsado del país. Exiliado en Nueva Orleans, se reunió con un selecto grupo de liberales, también desterrados por el régimen, entre los que se encon- traban Ponciano Arriaga, José María Mata y Melchor Ocampo. Den- tro de aquel grupo, Juárez representaba al hombre sencillo, de pocas palabras, solícito con sus compañeros y modesto en sus actitudes. Melchor Ocampo, liberal partidario del liberalismo utópico, se convertiría en el brazo derecho de Juárez en su primera etapa presidencial. En 1854 estalló la revolución para sacar del poder definitiva- mente a Santa Anna. Juárez se trasladó a la zona misma de la lucha, cerca de Juan Álvarez, que junto con Comonfort eran las cabezas del movimiento. La revolución se diseminó por todo el país y a su triunfo hizo posible que el grupo de liberales exiliados en Nueva Orleans llegara al poder. Sin el caudillo militar en el escenario nacional, esta nueva ge- neración de liberales intentaría establecer su proyecto de Estado na- cional. Antes de que se reuniera el Congreso y se elaborara una nueva Constitución, se empezaron a dar una serie de leyes tendien- tes a reformar las estructuras del país. Los liberales tenían la convicción de que había que cambiar radicalmente la organización de la sociedad para consolidar al Es- tado. Sólo así se lograría la estabilidad política y salir de la ban- carrota económica en que se encontraba sumido el país desde su Independencia.
  • 46. 53 JUÁREZ BICENT ENARIO El territorio con forma de cuerno de la abundancia, que había dado a la Corona de España las tres cuartas partes de sus ingresos, no se había podido recuperar después de una guerra de once años por la independencia. Se había tenido que recurrir a préstamos del extranjero desde el primer día de vida independiente. El país se debatía entre las luchas políticas y las invasiones extranjeras. Pri- mero un intento de reconquista, a continuación la incursión de los acreedores franceses y después la guerra de conquista perpetrada por los vecinos del norte que arrancó a México más de la mitad de su territorio. Estos acontecimientos no dieron lugar a los mexicanos para organizarse. En las luchas políticas había dos tendencias ideológicas do- minantes: la liberal y la conservadora. La liberal fue partidaria del cambio, primero en la insurgencia, después defendió a la repúbli- ca, al federalismo y luchó por la Reforma. La conservadora, ene- miga del cambio, fue la defensora del statu quo, de sus riquezas y privilegios. Optó primero por la monarquía y después, ante el es- tablecimiento de la república, prefirió el sistema centralista. Los liberales representaban la modernidad; los conservadores, la tra- dición. Ambos deseaban la estabilidad política por medio de un gobierno fuerte, cuya autoridad se hiciera respetar, considerando que resuelto el problema político, el económico y el social se resol- verían por añadidura.3 El casus belli que provocó el enfrentamiento que tuvo lugar en los años que van de 1857 a 1867 fue la participación política de la Iglesia y del ejército. Los conservadores consideraban que estas corporaciones debían de mantener una situación privilegiada den- 3 Edmundo O’Gorman, México. El trauma de su historia, México, UNAM, 1977, 195 pp.
  • 47. 54 JUÁREZ BICENT ENARIO tro de la sociedad, participar en los asuntos públicos, tener sus pro- pias leyes, tribunales distintos a los del resto de la sociedad, con los que se ejercería coacción para el cobro de obvenciones parroquia- les, conservar sus propiedades intocables, sostener el monopolio de la educación y la intolerancia religiosa. Exactamente lo opuesto al proyecto liberal que luchaba por las libertades de cultos y de pren- sa, la separación entre la Iglesia y el Estado, el fortalecimiento de la autoridad civil, la secularización de la sociedad y la circulación de la riqueza. Mientras los conservadores consideraban que todas esas cos- tumbres y tradiciones debían mantenerse inmutables, los liberales querían que se acabaran los privilegios de cualquier clase; que los sacerdotes se dedicaran a la religión y no a la vida política, que el ejército defendiera la soberanía nacional pero que no usara su fuer- za para detentar el poder contra la propia sociedad, que hubiera igualdad frente a la ley, que los fieles pagaran a la Iglesia lo que pudieran y quisieran; es decir, que hubiera libertad en toda la ex- tensión de la palabra, para creer, cada quien según su conciencia le dictara, sin coacción de ninguna clase, y para expresarse la prensa, sin limitación alguna. Juárez y los liberales de su época estuvieron conscientes de que para crear un Estado soberano había que acabar con la exis- tencia de un Estado dentro de otro. Las corporaciones eclesiástica y militar tenían el poder real y el Estado no podía institucionalizar su autoridad. Si bien la independencia política de España se había consu- mado en 1821, subsistían las estructuras coloniales tanto en el orden político y económico como en el social y cultural, que impedían el establecimiento de un Estado nacional; lo que existía era un Estado estamental.
  • 48. 55 JUÁREZ BICENT ENARIO Se considera nacional al Estado en que una comunidad se orga- niza y logra una acción conjunta, primero para establecer un Estado de derecho, o sea un gobierno conforme a la ley, y una organización estatal que coincida con la existencia de una nación integrada. La primera manifestación del Estado se dio desde que, en plena guerra de Independencia, Morelos tuvo el dominio de una porción del territorio mexicano y se promulgó la Constitución de 1814, que fue aplicada, así de manera parcial. Este primer intento sucumbió. Después, al lograrse la independencia de España, sur- gió formalmente el Estado mexicano por existir un territorio y una población independientes; pero ningún gobierno logró con- solidarse. Existían muchos obstáculos para la formación del Estado mexicano. Desde lo accidentado del terreno, situación que dificul- taba la comunicación entre sus diversos núcleos de población que permanecían aislados unos de otros; la falta de instrucción de la mayoría de los mexicanos, que no sabía leer ni escribir, hasta la ac- titud autoritaria de caudillos militares, jerarcas eclesiásticos, caci- ques y jefes indígenas. Mientras el Estado no lograba consolidarse y el gobierno no podía hacerse obedecer, caía uno y entraba otro sin que ninguno lograra realizar efectivamente un programa, ni aplicar las distintas constituciones que se fueron sucediendo, aumentando paulatina- mente el endeudamiento de México. La Iglesia y el ejército eran las dos únicas instituciones fuertes que existían en el país. Ambas se habían visto favorecidas con la Independencia y eran el obstáculo principal para la formación del Estado nacional. La Iglesia era la única institución organizada que existía en medio de la anarquía que vivía el país y, ante la bancarrota del era- rio, constituía una corporación rica dentro de un Estado pobre.
  • 49. 56 JUÁREZ BICENT ENARIO La clerecía había conservado las propiedades y privilegios de la época colonial. Con la Independencia se había emancipado de la tutela del Estado español que, por medio del Patronato Regio, ha- bía convertido a los reyes de España en los patronos de la Iglesia en todas sus colonias. Por ello, el monarca podía intervenir en la or- ganización interna de la Iglesia, nombrando obispos y disponiendo la erección de parroquias. Se dio así una mezcla entre los asuntos políticos y religiosos, ya que el rey intervenía en los asuntos de la Iglesia y ésta en los asuntos del Estado. Hubo eclesiásticos que fue- ron incluso virreyes. La Iglesia tenía el monopolio religioso y edu- cativo y llevaba el registro de la sociedad, a través de los actos de bautismo y defunción. Por todo lo anterior, la utilización de la investidura sacer- dotal para fines ajenos a la religión, llamado clericalismo, quedó arraigada en la actividad pública y fue difícil pasar de un Estado estamental corporativista y patrimonial a un Estado nacional, so- berano y laico. La Iglesia condenó a la insurgencia y excomulgó a sus segui- dores; después se negó a reconocer la Independencia de México por estar en connivencia con los reyes de España. Su fuerza polí- tica se agigantó con la Independencia, ya que, además de eman- ciparse del Regio Patronato, alimentó al movimiento insurgente, primero con caudillos como Hidalgo, Morelos y Matamoros –entre otros muchos–, y después en la contrarrevolución que propició la consumación de la Independencia. Fue en la iglesia de San Felipe Neri, hoy conocida como La Profesa, donde se llevaron a cabo los planes para consumarla, con la participación del propio inquisidor. Aun cuando Agustín de Iturbide hizo su propio plan de consuma- ción, la fuerza política de la Iglesia se vio asegurada y fortalecida, tanto por su participación política en la Independencia, en ambos
  • 50. 57 JUÁREZ BICENT ENARIO grupos beligerantes, cuanto por conservar intactos sus privilegios y el monopolio cultural. El ejército, por su parte, también se vio favorecido con la guerra de Independencia, como suele suceder con todos los ejérci- tos en todas las guerras. Después, ante la amenaza de reconquista por parte de España y más tarde por las invasiones imperialistas extranjeras de franceses y norteamericanos, el ejército se hizo in- dispensable y fue creciendo en número y fuerza política, consti- tuyendo una carga enorme para la economía del Estado. Por otro lado, no sólo existía el ejército oficial, sino grupos armados locales, ya que los conflictos políticos se resolvían con las armas en la mano en el campo de batalla, al margen de la Constitución. Por todo lo anterior, el Estado era débil y tanto conservadores como liberales buscaban cómo fortalecerlo. Los liberales considera- ban que para que el Estado fuera soberano debía independizarse de las corporaciones, y para ello había que acabar con la fuerza política de la Iglesia y del ejército, reduciendo a cada una de estas institucio- nes a lo que debería de ser su campo de acción. Consideraban, ade- más, que con la circulación de los bienes eclesiásticos se activaría la economía y el Estado podría salir de la bancarrota en que se hallaba sumido. Iglesia y ejército hicieron causa común ante los intentos re- formistas de los liberales al grito de “Religión y Fueros”. Por su parte los conservadores preferían traer capital extran- jero para lograr el desarrollo económico del país; no sólo estaban de acuerdo con la participación política del clero y el ejército, sino que defendían sus fueros, bienes y privilegios. En 1833, José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías en- cabezaron el primer movimiento de Reforma. Querían fortalecer al Estado asimilando a la Iglesia, con el propósito de acabar con la existencia de un Estado dentro de otro. Pretendieron la seculariza-
  • 51. 58 JUÁREZ BICENT ENARIO ción de las propiedades eclesiásticas para hacer circular la riqueza, para crear una clase media de pequeños propietarios que sirvieran de apoyo al nuevo gobierno. Se eximiría a la población del pago de obvenciones parroquiales y el Estado se haría cargo del manteni- miento del culto religioso, para liberar de esa carga económica a las clases marginadas. Pretendían vencer a la Iglesia como poder polí- tico, económico y cultural. Para ello crearían un sistema educativo que quitara al clero el monopolio de la educación. Este intento fracasó porque el caudillo del ejército, Antonio López de Santa Anna, al ver la impopularidad de las medidas re- formistas las derogó. Posteriormente, Santa Anna acabó por esta- blecer un gobierno personal, que llevó a sus opositores al encierro y al destierro, más que al entierro, como vimos con el caso del mismo Juárez. Derrocado Santa Anna, y una vez en el poder, la nueva gene- ración de liberales se radicalizó al calor de la lucha y realizó una reforma del Estado más profunda. El historiador católico Martín Quirarte, en su estudio El pro- blema religioso en México,4 considera que la Iglesia no supo aprove- char el aviso de la primera reforma para darse cuenta de que los tiempos habían cambiado y que no era posible conservar la situa- ción privilegiada de la época colonial. Por otra parte, destaca la im- portante obra social de la institución eclesiástica, tanto en materia educativa como en asistencia social, sosteniendo hospitales y orfa- natorios que el Estado en plena crisis económica habría sido inca- paz de mantener. Pero hace un reconocimiento de la obra de Juárez, al separar los asuntos de la Iglesia y del Estado, con lo cual se cons- tituyó en el fundador de una sociedad civil y de un Estado laico. 4 Martín Quirarte, El problema religioso en México, México, INAH, 1967, 408 pp.
  • 52. 59 JUÁREZ BICENT ENARIO Quirarte considera a Juárez un ejemplo de ponderación y ecuanimi- dad, digno de ser emulado. Juárez inició su obra reformista desde que ocupó el Ministe- rio de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Juan Álvarez. La ley de Justicia expedida en 1855, conocida como Ley Juárez, fue un primer intento por lograr la igualdad de los mexicanos ante la ley. Se evitó que los tribunales eclesiásticos y militares juzgaran a civiles y que conocieran delitos del orden común, Los cuales pasa- ron a la jurisdicción estatal. Esta primera medida provocó la reacción inmediata de los conservadores y del clero. Álvarez dejó en manos de Comonfort reprimir el levantamiento armado que al grito de “Religión y Fue- ros” inició Francisco Ortega, cura de Zacapoaxtla, Puebla, secunda- do por los militares Luis Gonzaga Osollo, Francisco Güitrón y Juan Olloqui, en diciembre de 1855. El propio obispo de Puebla, Pelagio Antonio Labastida y Dáva- los, y su brazo derecho, Francisco Miranda, patrocinaron el levanta- miento del general conservador Antonio Haro y Tamariz. Ello llevó a Comonfort a radicalizarse y pasó de la secularización a la nacio- nalización de los bienes del obispado de Puebla. Comonfort era un moderado que había promovido la participación de los propios repre- sentantes del clero y del ejército en el gobierno, provocando la renun- cia del jefe del gabinete liberal, Melchor Ocampo, quien consideró que la revolución estaba entrando en el camino de las transacciones. Desde este momento hasta junio de 1867, la Iglesia, la mayor parte de los militares y los conservadores clericales, estuvieron en pie de lucha para defender sus privilegios y evitar el triunfo del liberalismo. En 1857 se promulgó una nueva Constitución, donde los libe- rales incluyeron parte de sus ideas. En primer lugar se restableció el
  • 53. 60 JUÁREZ BICENT ENARIO sistema federal. El poder legislativo se integró en una sola Cámara que tenía preeminencia sobre el ejecutivo. La parte esencial de la Constitución fue el capítulo de las garantías individuales que esta- blecía la libertad de enseñanza, trabajo, prensa e igualdad frente a la ley. Por otra parte limitó los bienes de la Iglesia a los indispensa- bles para impartir el culto. Se otorgó al Estado la facultad para le- gislar en la materia y quedó suprimida la intolerancia religiosa al no incluirse por vez primera en una constitución mexicana, por lo que quedaba implícita la libertad de cultos. El Constituyente de 1857 suprimió la vicepresidencia, que sólo había servido para que el vicepresidente le disputara el poder al presidente en funciones. El nuevo texto constitucional dispuso que al faltar el jefe del Ejecutivo, el presidente de la Suprema Corte se hiciera cargo de éste. Comonfort fue electo presidente de la Re- pública conforme a esta Constitución y Juárez, presidente de la Su- prema Corte de Justicia. La Constitución dejó insatisfechos a todos. Los liberales no lograron hacer todas las reformas que hubieran querido y los con- servadores estaban en contra de las que se habían incorporado. No obstante, esta Constitución fue un gran paso hacia el triunfo del programa liberal. La reacción no se hizo esperar, se desató la gue- rra civil. Comonfort trató de conciliar los intereses opuestos, quedan- do mal con conservadores y liberales. Finalmente dio un golpe de Estado, por considerar que la Constitución dejaba maniatado al Eje- cutivo y que no podía gobernar. Es así que Juárez llegó a la primera magistratura del país. Juárez tomó las riendas del gobierno con la convicción de que se debía respetar el orden constitucional legítimamente constitui- do, que la legalidad y las instituciones no podían ser manejadas
  • 54. 61 JUÁREZ BICENT ENARIO como patrimonio personal de los individuos en el poder. Estable- ció su gobierno en Guanajuato, pues la ciudad de México quedó dominada por los conservadores. Se inició así la llamada Guerra de Reforma, que duró tres años y que fue sin duda la más san- grienta que sufrió el país desde su independencia. La nación se es- cindió y coexistieron dos gobiernos durante una década. Como la mayor parte de los militares estaban del lado de los conservadores, al principio la balanza pareció inclinarse a su favor; sobre todo, contaban con el apoyo económico y moral de la Iglesia, que condenó la Constitución de 1857 por considerarla contraria a la religión. Excomulgó a todo aquel que habiendo jurado su cum- plimiento no se retractara. Cada triunfo conservador era celebrado con una misa de acción de gracias. Al calor de la guerra, las posiciones se radicalizaron y Juárez decretó en Veracruz las llamadas Leyes de Reforma, nacionalizan- do los bienes de la Iglesia, para que el enemigo no contara con esa fuente de recursos. Se decretó la separación entre la Iglesia y el Es- tado, prohibiéndose a los funcionarios públicos asistir oficialmente a las ceremonias religiosas, como corresponde a un Estado laico en que los asuntos de la religión competen a la conciencia individual y no deben mezclarse con los del Estado. También se establecieron el registro y el matrimonio civiles, así como la secularización de los cementerios. Finalmente se decretó la libertad de cultos en diciembre de 1860, cuando el triunfo de los liberales era un hecho. No se había querido dar a la Iglesia más elementos para argumentar que se tra- taba de una guerra de religión, cuando era una batalla política. To- dos los liberales eran católicos, incluyendo al mismo Juárez, pero eran anticlericales. Hay que recordar que la propia Iglesia en mu- chos momentos de su historia ha condenado al clericalismo, utili-
  • 55. 62 JUÁREZ BICENT ENARIO zación de la calidad sacerdotal para asuntos ajenos a la religión.5 Seguramente convencidos de la afirmación de que si a la Iglesia se le convierte en fortaleza, como fortaleza será tomada.6 Obras ponderadas de miembros de la Iglesia, como la de Jesús Gutiérrez Casillas, consideran que lo mejor que le podía pasar a la Iglesia era estar separada de los avatares políticos, para poder cum- plir con su función, ya que cuando ambos poderes van de la mano también caen juntos. Es importante señalar que muchas de estas medidas fueron producto de la guerra. Juárez y Ocampo, su brazo derecho, hubie- ran querido llevar a cabo la reforma en tiempos de paz. Nunca tu- vieron la intención de perseguir a la Iglesia, menos aún de atacar a la religión. Su afán era vencerla como poder político y establecer un Estado nacional. Juárez y sus seguidores sufrieron todo tipo de privaciones du- rante la guerra. El presidente estuvo incluso a punto de ser asesina- do en Guadalajara, antes de establecerse en Veracruz. La fortaleza de su carácter forjado en una vida de lucha le permitió sobreponer- se a las condiciones más adversas. No flaqueó cuando muchos lo hicieron. Hubo quienes le pidieron su renuncia para pactar la paz con los conservadores, pero Juárez se mantuvo firme defendiendo la legitimidad del régimen constitucional. La Guerra de Reforma terminó con el triunfo de los libera- les en la Batalla de Calpulalpan, al concluir el año de 1860; pero la 5 Ives M. Congar, Sacerdocio y laicado, España, Edición Estela, 1964, p. 47. Define al clericalismo político como la “utilización de la influencia que debemos a nuestro sa- cerdocio y a nuestra misión, en beneficio de las fuerzas políticas”. 6 El abate Testory exhorta: “¿Queréis que nuestra iglesia sea respetada? [...] no os pesareis de que como a una fortaleza se le trate”. Abate Testory, El Imperio y el clero mexicano, México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1865, p. 6-7.
  • 56. 63 JUÁREZ BICENT ENARIO sociedad seguía dividida. Los odios se habían acrecentado con la lucha fratricida y los vencidos prefirieron recurrir al auxilio extran- jero antes que permitir el triunfo de sus opositores. Eclesiásticos, militares y civiles conservadores e incluso algu- nos liberales moderados, convencidos de la ineficacia del sistema republicano, del matiz que fuera, decidieron establecer una monar- quía. Sólo así se lograría la estabilidad política, una buena adminis- tración propiciaría la prosperidad económica anhelada por todos. Deseaban traer un príncipe extranjero, en la creencia de que el fra- caso del Primer Imperio se había debido a la falta de alcurnia de Agustín de Iturbide. Se necesitaba un rey de verdad. Como aquí no lo había, tenían que importarlo de Europa. Por ello, los monarquis- tas mexicanos pusieron a México en manos del imperialismo fran- cés personificado por Napoleón III. Sin embargo, hay que reconocer que tanto del lado conservador como del liberal hubo hombres ho- nestos que con sincero patriotismo creyeron en su proyecto de go- bierno como el mejor para el país. El elegido de Napoleón, Maximiliano, resultó también un li- beral. Su imperio constituyó un nuevo impacto del liberalismo eu- ropeo en México, que contribuyó a la consolidación de la Reforma juarista y tuvo el efecto de ser un factor de integración que contri- buyó a la consolidación del Estado nacional. El Segundo Imperio ratificó las leyes dictadas por Juárez en Veracruz e hizo una mezcla entre las reformas de 1833 y 1859.7 Por una parte pretendió ejercer el Regio Patronato como un derecho, por ser un príncipe católico; pero al mismo tiempo ratificó la na- cionalización de los bienes del clero, suprimió las obvenciones pa- 7 Patricia Galeana, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio, México, IIH/UNAM, 1991, p. 143.
  • 57. 64 JUÁREZ BICENT ENARIO rroquiales y dio libertad de cultos y de prensa, llevando a cabo una tercera reforma, desde la perspectiva de un príncipe católico. Es ex- plicable que, por su formación de europeo liberal y moderno, Maxi- miliano haya puesto en práctica una política común en la Francia de su época y en Austria desde los tiempos de su abuelo José II. Los mexicanos vieron desconcertados cómo los llamados por la Iglesia “salvadores de la religión” aprobaban las leyes “satáni- cas” de Juárez, que la Iglesia había presentado como causa del mal necesario de la intervención francesa, para evitar el mal mayor del triunfo del liberalismo. Después de la ocupación militar más larga que ha sufrido el México independiente –más de cinco años–, el pueblo mexica- no identificó como un conjunto a las bayonetas francesas, a la mo- narquía, a los jerarcas eclesiásticos y al imperialismo extranjero. Así, los mexicanos voltearon los ojos al gobierno que representó el triunfo de la república, el Estado nacional. La Guerra de Reforma y la lucha contra la ocupación france- sa sirvieron como catalizadores para que los mexicanos definieran su identidad comunitaria y por ende su organización como nación. Por eso se puede asegurar que es en ese momento cuando surge en México la idea del Estado nacional. La injerencia de la Iglesia y del ejército en los asuntos políti- cos del país fue un obstáculo para que México definiera el carácter nacional de su sociedad. Un Estado soberano supone la negación de cualquier subordinación a otra potestad. Para que esa independen- cia absoluta se produzca es necesaria la existencia de una sociedad civil autónoma de los dictámenes e intereses de corporaciones de toda índole. El proyecto liberal de nación implicó la organización de un Estado soberano, civil y laico con un sistema republicano, federal y
  • 58. 65 JUÁREZ BICENT ENARIO democrático. Quedó liquidada definitivamente la opción conserva- dora del Imperio y el Estado confesional. Juárez logró el establecimiento de una sociedad civil, base de la soberanía y elemento indispensable del Estado nacional. Al aca- bar con los privilegios de la Iglesia y del ejército, al darse la separa- ción entre Iglesia y Estado y al decretarse la libertad de cultos, creó un Estado laico. Estableció la igualdad frente a la ley y, en el ámbito cultural, el fin del monopolio educativo por parte de la Iglesia. Juárez se erigió en el defensor de la independencia y soberanía nacionales, del respeto al marco jurídico y de la libertad. Asumió en su persona toda la responsabilidad del Estado. Con la Constitución como bandera, estableció como meta la idea del gobierno como rec- tor eficiente de la sociedad; para dar estabilidad política a la nación, institucionalizó la autoridad gubernamental. Juárez creó un Estado laico; los resultados de su lucha han llegado hasta nuestro presente en la separación de la Iglesia y del Estado, en la existencia de una sociedad civil, en la independencia de la institución eclesiástica, en la exclusión del clero de la vida po- lítica, ampliamente justificada por nuestra historia, y en la ausencia de relaciones con el Vaticano, hasta las reformas de 1992. De ahí lo admirable de la figura de Juárez, pues, sin dejar de ser creyente, acabó con el clericalismo en un supremo intento por conciliar su fe católica con su credo político.8 Gracias a la separación entre Iglesia y Estado, en México la religión no puede ser utilizada como medio de manipulación política. Juárez encarnó también la reivindicación étnica y por su pro- bidad personal logró hacerse respetar y obedecer por los militares. 8 Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM-Dirección General de Publicaciones, 1972, p. 43 (Nueva Biblioteca Mexicana, 32).
  • 59. 66 JUÁREZ BICENT ENARIO Ningún civil en tiempos de paz y menos de guerra logró antes se- mejante proeza. Baste sólo una de estas razones para que sea nece- sario estudiarle. Sin embargo, Juárez ha sido utilizado como bandera política tanto por conservadores clericales como por liberales puros. Unos lo han satanizado, tergiversando su obra, y otros lo han exaltado hasta la deificación, haciendo otro tanto. En nuestro tiempo presen- te, por encontrarse en riesgo el Estado laico, la conmemoración del bicentenario de su nacimiento ha cobrado mayor importancia. De ahí la vigencia del juarismo. Ha resurgido la necesidad de difundir su obra y reconocer que Juárez superó el claroscuro de la política para trascender como estadista.
  • 60.
  • 61.
  • 62. EN EL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO DE BENITO JUÁREZ Carlos Monsiváis
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  • 64. 71 JUÁREZ BICENT ENARIO M e siento profundamente honrado al hablar aquí, en el pue- blo de San Pablo Guelatao, habitado hace dos siglos por veinte familias y hoy el centro de un vasto homenaje na- cional. No necesito decirles a los habitantes de Guelatao lo que saben considerablemente mejor que yo, la manera de acudir a la carga sim- bólica de este lugar para olvidar de inmediato los problemas de sus ha- bitantes. En este lugar por más de un siglo las promesas han hecho las veces de tarjetas de visita. Juárez, el paisano de paisanos, ha sido demasiadas veces el pretexto del turismo político-electoral. De todos nosotros, y muy es- pecialmente de ustedes, depende que se interrumpa para siempre la celebración del ritual con sus características fatales: rutina, indiferencia, derroche provisional, demagogia. A casi dos siglos de su nacimiento, Juárez, los habitantes de Guelatao y el país entero merecen el homenaje más preciso: el análisis de su herencia y de su significado histórico. * * * Juárez, uno de los grandes creadores de la nación, no es un mártir ni un prisionero de su tiempo. Al cabo de tantos hechos trágicos y N. del E.: Texto leído en San Pablo Guelatao, Oaxaca, el día 21 de marzo de 2006.
  • 65. 72 JUÁREZ BICENT ENARIO épicos, y de las conjuras y las traiciones, él es un vencedor insóli- to, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor. Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su par- tido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores, a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los libe- rales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persi- gue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza; y sus enemigos quieren hacer de su encono el sinónimo de la adversidad; no obstante todo esto, permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado. * * * A Juárez, el conservadurismo le dedica la campaña de linchamiento moral más feroz de la historia de México. Los ejemplos son inter- minables, y entre ellos se cuentan los cuentos de fantasmas que la derecha confesional quiere ofrecer como Historia de México. Allí Juárez resulta literalmente “la Bestia Apocalíptica”, “el esbirro de los norteamericanos”, “el Anticristo”. En la colección de “Últimos Momentos de los Réprobos” debe incluirse un relato predilecto de las parroquias: Juárez en su agonía dice al demonio: “No me lleves antes de que me convierta a la verdadera fe”. Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo personal de Dios, y las señoras decentes, al extremar su pudor y desdén, en vez de advertir “voy al baño”, musitaban: “Voy a ver a Juárez”. En los colegios particulares, durante casi un siglo, se en-
  • 66. 73 JUÁREZ BICENT ENARIO tonan cancioncitas pueriles: “Muera Juárez que fue sinvergüenza”, y en las reuniones se le satiriza: “Benito Juárez/ vendía tamales/ en los portales/ de La Merced”. Antes de la revolución de 1910, en los pueblos manejados por los conservadores y sus confesores de planta, lo primero que se exige a los presidentes municipales es ti- rar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y en 1948, por ejemplo, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juá- rez, que consiste en una larga cauda de insultos a don Benito. (La derecha sí que se toma en serio las estatuas.) En la histeria, un ora- dor le dice al Benemérito: “No eres digno de ver las caras de hom- bres honrados”, y le escupe al producto marmóreo, al que se venda de inmediato con tal de cancelar la mirada deshonesta. Todavía en 1993 unos obispos, al rechazar la posibilidad del pago de impuestos de su iglesia, argumentan: “No nos toca pagar. Que nos abonen algo de lo que nos quitó Juárez”. Eso para no mencionar las andanadas de la derecha del siglo XXI, que ha pretendido un tanto vanamente hacer a un lado a Juárez para remplazarlo con las ambicioncitas de Iturbide. Como le dijo a unos diputados al parecer sarcásticamente un político encumbrado a principios de este sexenio: “Sí, sí, sí, jóve- nes, Juárez, Juárez, Juárez, Juárez”. Y con esta muestra de memoria onomástica creyó clausurar un mito y promover la revancha histó- rica. Me lo imagino cantando: “Juárez sí debió de morir”. * * * ¿A quién extraña en América Latina y en el mundo entero, a propó- sito de los héroes tutelares de cada país, la sobreabundancia de re- cordatorios de su fama? Esto ha sido la norma, no lo deseable, sino lo
  • 67. 74 JUÁREZ BICENT ENARIO inevitable. En el siglo XIX, en el proyecto de secularizar a la sociedad y de puntualizar las exigencias de la nación soberana, se requiere el canje de lealtades. Donde había santos, hay héroes; a las peregrina- ciones se añaden los días de fiesta cívica, y a los patriotas culminan- tes “de primero, segundo y tercer nivel” se les otorga la titularidad de los nombres de ciudades, avenidas, calles, plazas, instituciones, medallas, premios, películas, alegorías, consignación en murales y cuadros, en grabados y portadas de libros. Y el resultado de la ubi- cuidad de Juárez ha sido la implantación muy eficaz de un patriota excepcional y el olvido o el relegamiento de lo específico de una lu- cha y del sentido de su liberalismo radical, de su intransigencia, de su anticlericalismo tan cristiano. Homenaje mata mensaje, podría decir- se, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy probablemente su nombre de pila. * * * En la era de Santa Anna, Juárez se forma profesional y políticamen- te contra la corriente, desde la humildad, el estudio, el silencio, la forja del carácter, todas las virtudes personales anteriores a la Auto- ayuda. Santa Anna, que lo odia y lo destierra, lo recuerda con des- precio escénico: Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca, en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de
  • 68. 75 JUÁREZ BICENT ENARIO manta, en la casa del licenciado Manuel Embides... Asombraba que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México como todos saben. Este autorretrato del racismo se origina en el desconocimien- to del temple del ser menospreciado. A Juárez ni lo humilla ni lo en- sombrece su origen. El racismo insiste en considerarlo inferior, y él convierte en estímulos las cargas del desprecio. Si Juárez no apoya explícitamente la causa indígena y es a momentos muy severo con los suyos, su mero arribo a la Presidencia exhibe la abyección de los prejuicios. Un indígena Presidente de la República envía a todos los racistas a dar vueltas como presos dantescos en los círculos de la incomprensión y la rabia. * * * Panorama sumario de las condiciones del país hasta 1857, un tan- to telegráfico: Ingobernabilidad. Escasas nociones de lo nacional. Patriotismo intenso en algunos sectores, casi inexistente en otros. Miseria y pobreza intolerables. Erario sin fondos. Comunicaciones muy escasas. Corrupción extrema en el sistema judicial. Ejérci- tos muy precarios. Minorías que luchan por imponer a las masas el proyecto nacional. Analfabetismo generalizado. Gran influencia del pensamiento de la Revolución Francesa y del federalismo nor- teamericano. Clero y conservadores que insisten: Si se permite la existencia de otra fe religiosa, la nación se condena al oprobio. * * *