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LEYENDAS DE IBARRA 
Un funeral para Juan Diablo 
En la época colonial en la Real Audiencia de Quito, los entierros eran solemnes. Por eso en Ibarra, para estar a la pared las otras urbes, también los funerales estaban precedidos de una procesión y dependiendo del difunto- se realizaban hasta “pases”, que consistían en detenerse en cada esquina para que las plañideras contratadas pudieran lanzar al aire sus lamentos. Obviamente, las plañideras eran de tres clases: las menos remuneradas daban esporádicos lamentos; las de segunda categoría se quejaban amargamente, pero las de primera lloraban desconsoladamente y llegaban incluso arrancarse mechones de sus cabellos, ante la mirada compungida de los asistentes al cortejo y de la satisfacción secreta de los deudos. La velación duraba tres días, pese a que Eugenio de Santa Cruz y Espejo ya había advertido en sus brillantes ensayos sobre la inconveniencia de tal costumbre, por las pestes que podían generarse. Habría que esperar muchos años para conseguir sacar los cementerios a las afueras de las urbes porque antes tenían la costumbre de enterrar a los feligreses dentro de las iglesias. En esa sociedad profundamente segregacionista, los indios no tenían ese derecho y los curas solían cobrar el “derecho” a ubicarse más cerca del altar porque, según se creía, así se estaba más próximo a la redención del Paraíso. Era tanto el abuso al que se llegó, que Francisco Cantuña aquel que inspiró la famosa leyenda- tuvo que construir el pretil de San Francisco, en Quito, para tener el privilegio de estar enterrado en el interior del recinto. Aún hoy, su lápida de fina piedra se encuentra en el convento de San Francisco. En Ibarra, la costumbre de velar en las iglesias persistió hasta inicios del siglo XX, cuando mediante un auto, el obispo de Ibarra, Federico González Suárez, prohibió esta insana tradición. Por este motivo, las antiguas familias de los anteriores siglos seguían hasta en los funerales mostrando la importancia del muerto, aunque como se sabe- los gusanos no distinguen condición ni abolengo. Fue en esta época cuando sucedieron estos hechos. Como era costumbre el féretro, junto con la comitiva trágica, llegaba a las siete de la noche y la puerta se cerraba a las nueve, aunque el sacristán de la iglesia de San Agustín ya estaba acostumbrado a dejar un breve tiempo para que las plañideras pagadas se despidieran del difunto. Sin embargo, existía un personaje denominado como Fiero Juan, que era un piadoso de los muertos. Éste solía esconderse en el confesionario para no dejar al ataúd huérfano de sus quebrantos. Acaso este prójimo del dolor ajeno pagaba una penitencia o
simplemente entendía que un difunto no podía, por ninguna circunstancia, permanecer olvidado antes de entrar a su sepultura definitiva para alimento de los gusanos. Unos dos graciosos se percataron de esta convicción del Fiero Juan y decidieron gastarle una broma. Convinieron con antelación que uno fingiría ser un reciente cadáver, colocándose en el ataúd levemente abierto. El Fiero Juan, después de burlar al sacristán, se dirigió hacia el ataúd y se arrodilló para proseguir en sus lastimeros asuntos. Las sombras que producían las veladoras conferían al recinto de un ambiente espectral. Afuera, la noche estaba cerrada. El Fiero Juan tenía el rostro de aquellos espíritus ingenuos, donde la malicia no tiene amparo. Desde su escondrijo, uno de los burladores casi no podía contener la risa mirando esta escena del Fiero Juan y el supuesto difunto, es decir su inefable amigo, quien también probablemente estaría a punto de morirse de la risa. Había pasado un tiempo prudencial cuando el finado de mentiras se levantó de la caja mortuoria, con una solemnidad de espanto. Antes de incorporarse totalmente, el Fiero Juan alcanzó un candelabro que estaba cerca y dándole un certero golpe en la cabeza exclamó: “¿Qué no sabes que los muertos no se levantan?”. Convencido de su acción, este personaje descargó sobre el bromista un segundo golpe al punto que le increpó: “¡Adormir el sueño eterno!” En ese momento, una sombra huyó despavorida. Al día siguiente, el sacristán encontró un charco de sangre que salía del ataúd. Aunque al inicio se pensó que elmuerto se había “reventado”, después de un tiempo salió la verdad a la luz: Juan Diablo – como lo llamaron desde entonces- ni siquiera se había percatado de tan macabra burla, aunque insistió en seguir rezando por los muertos ajenos. 
Los amores del Taita Imbabura 
Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven vigoroso. Se levantaba temprano y le agradaba mirar el paisaje en el crepúsculo. Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia. Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que la contempló, le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas. No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado contemplando las estrellas. Y fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.
Quiero que seas mi compañera, le dijo, mientras le rozaba el rostro con su mano.-Ese también es mi deseo, dijo la muchacha Cotacachi, y cerró un poco los ojos. El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Era una ofrenda de estos colosos envueltos enamores. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima. Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores. Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas. Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu o Cerro negro, lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo. Con el paso de las lunas, el monte Imbabura se volvió viejo. Le dolía la cabeza, pero no se quejaba. Por eso hasta ahora permanece cubierto con un penacho de nubes. Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla nuevamente a su amada Cotacachi, que tiene todavía sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro con su mano. 
de remotas tierras llegaran, fueron nombrados: Santa Bárbara, que servía contra los rayos; San Antonio, por padeceren el desierto y para conseguir marido; San Francisco, amigo de los pájaros; San Judas Tadeo, de los milagros imposibles; San Justino, el mártir; el apóstol San Bernabé; San Pedro Crisolo, cuya fecha se celebra el 30 de julio; elrey Wenceslao, por mártir y cristiano; Cirilo de Alejandrina; Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza; San Juan de Capistrano; Santa Gertrudis, La Magna; Estanislao de Kostka y Diego de Alcalá, recordados el 13 de noviembre; lasanta y virgen Lucía; San Silvestre I; San Juan, el Bautista, quien perdió su cabeza por pedido de Salomé, ante el 
juramento del rey; San Ambrosio; Santa Corina; San Serapio…En fin, los cabildantes sacaron a la luz 24 santos de 
sus preferencias y los defendían a ultranza, indicando sus virtudes, mientras los otros les endilgaban flaquezas a la hora de enfrentar a las fuerzas malignas, entre esos a los terremotos. Como no se ponían de acuerdo decidieron colocar el nombre de sus santos preferidos en unos papelitos, para echar suertes. Los santos permanecían a la espera, como si temblaran. Se depositaron los papelillos que contenían los nombres de los postulantes en un sombrero de obispo, que se llama mitra y que viene del tiempo de los persas. Después de varias rondas, la mano que daría la suerte se aproximó. Había
tensión en el ambiente, mientras los cuadros de los prelados antecesores parecían mirar con severidad. Ante el asombro de todos se descorrió la envoltura: San Jerónimo, el traductor de la Biblia en los primeros siglos cristianos, había ganado el sorteo. Inmediatamente, los maestros y aprendices de la afamada Escuela Quiteña, comenzaron la elaboración de las réplicas de San Jerónimo. Los santos de palo fueron enviados a todos los rincones de la Audiencia de Quito. Fue así que una tarde llegó también a Ibarra para proteger de cualquier indicio de terremoto. Las figurillas del santo engrosaron los altares domésticos, en medio de veladoras. Todo el mundo podía dormir tranquilo… 
Las réplicas de la infinidad de san jerónimos vivieron lozanas hasta la segunda mitad del siglo XIX. Pero a la una dela mañana del domingo 16 de agosto de 1868 se produjo el terremoto de Ibarra que destruyó totalmente la ciudad. De aproximadamente 7.200 personas perecieron 5.000 y algo más de 550 se refugiaron en Santa María de La Esperanza, durante cuatro años .La urbe quedó reducida a cenizas y muchos san jerónimos 
protectores de catástrofes- fueron enterrados también entre los escombros. 
El Laberinto 
Era una noche de lluvia. La luz de las incipientes farolas golpeaba el pórtico del antiguo colegio San Alfonso. Las paredes blanquísimas parecían agrandarse en la lejanía. Todas las casas se multiplicaban incesantes. Como si la ciudad cambiara de coordenadas en cada esquina. Eso sintió Martín Hinojosa mientras trataba de retornar a su casa, cerca al río Tahuando, desde la cantina Santa fé, en el barrio de La Merced, donde por la mañana las milicias liberales habían realizado sus habituales prácticas. En su memoria se agolpó un consejo: los que andan por ciertas noches de Ibarra se emparedan. Qué es eso, había preguntado incrédulo. Simplemente que no hallan una salida, le había replicado su tío, Idelfonso, un comerciante demostacho recio y ojos saltones. En otras palabras que se quedaban entre paredes. 
Pero ahora, en la soledad de la calle, era demasiado tarde para seguir la advertencia. Rápidamente corrió hasta el sector de La Esquina del Coco y cuando se dirigía por la calle Oviedo, hacia su casa, se encontró con una pared blanca. Rehízo sus pasos, mientras detrás de
las ventanas cerradas parecían que miles de ojos lo observaban. Aunque la perversa lluvia seguía cayendo, a Martín le parecía que todo era un espantoso silencio. Ni siquiera losperros aullaban a la luna, sólo el vértigo de las casas que parecían moverse y burlarse de este hombre que corría desesperado por una ciudad que se había transformado en un laberinto. Mientras circulaba con porfía rememoró vanamente la historia griega del Minotauro, pero en esos momentos no atinaba a recordar si fue Teseo quien se atrevió a atacarlo o éste se escabulló hasta las profundidades del prodigioso laberinto creado por Dédalo. Ahora, las casas se mostraban injustamente iguales. No había salida. Ni un resquicio por donde escabullirse ante las altas paredes de un inmenso rompecabezas que, acaso, se estrecharía hasta el absurdo. Ni siquiera tenía el hilo de Ariadna, como en el mito, para desandar su viaje. Mientras avanzaba, las edificaciones parecían estar conjuradas para confundirlo, a juzgar por el imperceptible movimiento de juntarse hasta el espasmo. Porque literalmente no existían calles, sino únicamente casas arrejuntadas que, al aproximarse, impedían el paso aunque Martín tenía la certeza de que por esa ruta se encontraba su morada. Después de mucho perderse, llegó hasta las cercanías del convento de las madres carmelitas, para desde allí tratar de avanzar hacia más allá de San Francisco. No tuvo tiempo de recordar la copla: “Las monjitas carmelitas se fueron a Popayán a buscar lo que han perdido debajo del arrayán”. 
Sin previo aviso la lluvia cesó. El corazón de Martín parecía un inmenso tambor. Allí estaba: un ave imponente, de plumaje de fulgor azul intenso matizado con verde esmeralda, emitía un graznido aterrador. Sus ojos parecían tener lumbre y mecía su plumaje iracundo impidiendo el paso del aturdido mozuelo. Era un pavo real imponente que, al punto, inició un ataque certero. Martín, casi por instinto, aventó su sombrero contra la cabeza de este animal que parecía tener el pico de las aves de rapiña. El aleteo fue intenso. La defensa estaba a punto de claudicar ante la arremetida del pájaro monstruoso. De pronto, como si estuvieran más cerca de lo esperado, se escucharon las campanas del claustro, que anunciaban el rezo. El pavo terrible se esfumó en el aire. Martín Hinojosa se restregó los ojos y las escasas copas que había injerido se habían transformado en un aliento de vida. Regresó a mirar. La luz del alba era premonitoria. A lo lejos, un gallo cantaba a destiempo…

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LEYENDAS DE IBARRA

  • 1. LEYENDAS DE IBARRA Un funeral para Juan Diablo En la época colonial en la Real Audiencia de Quito, los entierros eran solemnes. Por eso en Ibarra, para estar a la pared las otras urbes, también los funerales estaban precedidos de una procesión y dependiendo del difunto- se realizaban hasta “pases”, que consistían en detenerse en cada esquina para que las plañideras contratadas pudieran lanzar al aire sus lamentos. Obviamente, las plañideras eran de tres clases: las menos remuneradas daban esporádicos lamentos; las de segunda categoría se quejaban amargamente, pero las de primera lloraban desconsoladamente y llegaban incluso arrancarse mechones de sus cabellos, ante la mirada compungida de los asistentes al cortejo y de la satisfacción secreta de los deudos. La velación duraba tres días, pese a que Eugenio de Santa Cruz y Espejo ya había advertido en sus brillantes ensayos sobre la inconveniencia de tal costumbre, por las pestes que podían generarse. Habría que esperar muchos años para conseguir sacar los cementerios a las afueras de las urbes porque antes tenían la costumbre de enterrar a los feligreses dentro de las iglesias. En esa sociedad profundamente segregacionista, los indios no tenían ese derecho y los curas solían cobrar el “derecho” a ubicarse más cerca del altar porque, según se creía, así se estaba más próximo a la redención del Paraíso. Era tanto el abuso al que se llegó, que Francisco Cantuña aquel que inspiró la famosa leyenda- tuvo que construir el pretil de San Francisco, en Quito, para tener el privilegio de estar enterrado en el interior del recinto. Aún hoy, su lápida de fina piedra se encuentra en el convento de San Francisco. En Ibarra, la costumbre de velar en las iglesias persistió hasta inicios del siglo XX, cuando mediante un auto, el obispo de Ibarra, Federico González Suárez, prohibió esta insana tradición. Por este motivo, las antiguas familias de los anteriores siglos seguían hasta en los funerales mostrando la importancia del muerto, aunque como se sabe- los gusanos no distinguen condición ni abolengo. Fue en esta época cuando sucedieron estos hechos. Como era costumbre el féretro, junto con la comitiva trágica, llegaba a las siete de la noche y la puerta se cerraba a las nueve, aunque el sacristán de la iglesia de San Agustín ya estaba acostumbrado a dejar un breve tiempo para que las plañideras pagadas se despidieran del difunto. Sin embargo, existía un personaje denominado como Fiero Juan, que era un piadoso de los muertos. Éste solía esconderse en el confesionario para no dejar al ataúd huérfano de sus quebrantos. Acaso este prójimo del dolor ajeno pagaba una penitencia o
  • 2. simplemente entendía que un difunto no podía, por ninguna circunstancia, permanecer olvidado antes de entrar a su sepultura definitiva para alimento de los gusanos. Unos dos graciosos se percataron de esta convicción del Fiero Juan y decidieron gastarle una broma. Convinieron con antelación que uno fingiría ser un reciente cadáver, colocándose en el ataúd levemente abierto. El Fiero Juan, después de burlar al sacristán, se dirigió hacia el ataúd y se arrodilló para proseguir en sus lastimeros asuntos. Las sombras que producían las veladoras conferían al recinto de un ambiente espectral. Afuera, la noche estaba cerrada. El Fiero Juan tenía el rostro de aquellos espíritus ingenuos, donde la malicia no tiene amparo. Desde su escondrijo, uno de los burladores casi no podía contener la risa mirando esta escena del Fiero Juan y el supuesto difunto, es decir su inefable amigo, quien también probablemente estaría a punto de morirse de la risa. Había pasado un tiempo prudencial cuando el finado de mentiras se levantó de la caja mortuoria, con una solemnidad de espanto. Antes de incorporarse totalmente, el Fiero Juan alcanzó un candelabro que estaba cerca y dándole un certero golpe en la cabeza exclamó: “¿Qué no sabes que los muertos no se levantan?”. Convencido de su acción, este personaje descargó sobre el bromista un segundo golpe al punto que le increpó: “¡Adormir el sueño eterno!” En ese momento, una sombra huyó despavorida. Al día siguiente, el sacristán encontró un charco de sangre que salía del ataúd. Aunque al inicio se pensó que elmuerto se había “reventado”, después de un tiempo salió la verdad a la luz: Juan Diablo – como lo llamaron desde entonces- ni siquiera se había percatado de tan macabra burla, aunque insistió en seguir rezando por los muertos ajenos. Los amores del Taita Imbabura Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven vigoroso. Se levantaba temprano y le agradaba mirar el paisaje en el crepúsculo. Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia. Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que la contempló, le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas. No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado contemplando las estrellas. Y fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.
  • 3. Quiero que seas mi compañera, le dijo, mientras le rozaba el rostro con su mano.-Ese también es mi deseo, dijo la muchacha Cotacachi, y cerró un poco los ojos. El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Era una ofrenda de estos colosos envueltos enamores. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima. Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores. Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas. Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu o Cerro negro, lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo. Con el paso de las lunas, el monte Imbabura se volvió viejo. Le dolía la cabeza, pero no se quejaba. Por eso hasta ahora permanece cubierto con un penacho de nubes. Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla nuevamente a su amada Cotacachi, que tiene todavía sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro con su mano. de remotas tierras llegaran, fueron nombrados: Santa Bárbara, que servía contra los rayos; San Antonio, por padeceren el desierto y para conseguir marido; San Francisco, amigo de los pájaros; San Judas Tadeo, de los milagros imposibles; San Justino, el mártir; el apóstol San Bernabé; San Pedro Crisolo, cuya fecha se celebra el 30 de julio; elrey Wenceslao, por mártir y cristiano; Cirilo de Alejandrina; Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza; San Juan de Capistrano; Santa Gertrudis, La Magna; Estanislao de Kostka y Diego de Alcalá, recordados el 13 de noviembre; lasanta y virgen Lucía; San Silvestre I; San Juan, el Bautista, quien perdió su cabeza por pedido de Salomé, ante el juramento del rey; San Ambrosio; Santa Corina; San Serapio…En fin, los cabildantes sacaron a la luz 24 santos de sus preferencias y los defendían a ultranza, indicando sus virtudes, mientras los otros les endilgaban flaquezas a la hora de enfrentar a las fuerzas malignas, entre esos a los terremotos. Como no se ponían de acuerdo decidieron colocar el nombre de sus santos preferidos en unos papelitos, para echar suertes. Los santos permanecían a la espera, como si temblaran. Se depositaron los papelillos que contenían los nombres de los postulantes en un sombrero de obispo, que se llama mitra y que viene del tiempo de los persas. Después de varias rondas, la mano que daría la suerte se aproximó. Había
  • 4. tensión en el ambiente, mientras los cuadros de los prelados antecesores parecían mirar con severidad. Ante el asombro de todos se descorrió la envoltura: San Jerónimo, el traductor de la Biblia en los primeros siglos cristianos, había ganado el sorteo. Inmediatamente, los maestros y aprendices de la afamada Escuela Quiteña, comenzaron la elaboración de las réplicas de San Jerónimo. Los santos de palo fueron enviados a todos los rincones de la Audiencia de Quito. Fue así que una tarde llegó también a Ibarra para proteger de cualquier indicio de terremoto. Las figurillas del santo engrosaron los altares domésticos, en medio de veladoras. Todo el mundo podía dormir tranquilo… Las réplicas de la infinidad de san jerónimos vivieron lozanas hasta la segunda mitad del siglo XIX. Pero a la una dela mañana del domingo 16 de agosto de 1868 se produjo el terremoto de Ibarra que destruyó totalmente la ciudad. De aproximadamente 7.200 personas perecieron 5.000 y algo más de 550 se refugiaron en Santa María de La Esperanza, durante cuatro años .La urbe quedó reducida a cenizas y muchos san jerónimos protectores de catástrofes- fueron enterrados también entre los escombros. El Laberinto Era una noche de lluvia. La luz de las incipientes farolas golpeaba el pórtico del antiguo colegio San Alfonso. Las paredes blanquísimas parecían agrandarse en la lejanía. Todas las casas se multiplicaban incesantes. Como si la ciudad cambiara de coordenadas en cada esquina. Eso sintió Martín Hinojosa mientras trataba de retornar a su casa, cerca al río Tahuando, desde la cantina Santa fé, en el barrio de La Merced, donde por la mañana las milicias liberales habían realizado sus habituales prácticas. En su memoria se agolpó un consejo: los que andan por ciertas noches de Ibarra se emparedan. Qué es eso, había preguntado incrédulo. Simplemente que no hallan una salida, le había replicado su tío, Idelfonso, un comerciante demostacho recio y ojos saltones. En otras palabras que se quedaban entre paredes. Pero ahora, en la soledad de la calle, era demasiado tarde para seguir la advertencia. Rápidamente corrió hasta el sector de La Esquina del Coco y cuando se dirigía por la calle Oviedo, hacia su casa, se encontró con una pared blanca. Rehízo sus pasos, mientras detrás de
  • 5. las ventanas cerradas parecían que miles de ojos lo observaban. Aunque la perversa lluvia seguía cayendo, a Martín le parecía que todo era un espantoso silencio. Ni siquiera losperros aullaban a la luna, sólo el vértigo de las casas que parecían moverse y burlarse de este hombre que corría desesperado por una ciudad que se había transformado en un laberinto. Mientras circulaba con porfía rememoró vanamente la historia griega del Minotauro, pero en esos momentos no atinaba a recordar si fue Teseo quien se atrevió a atacarlo o éste se escabulló hasta las profundidades del prodigioso laberinto creado por Dédalo. Ahora, las casas se mostraban injustamente iguales. No había salida. Ni un resquicio por donde escabullirse ante las altas paredes de un inmenso rompecabezas que, acaso, se estrecharía hasta el absurdo. Ni siquiera tenía el hilo de Ariadna, como en el mito, para desandar su viaje. Mientras avanzaba, las edificaciones parecían estar conjuradas para confundirlo, a juzgar por el imperceptible movimiento de juntarse hasta el espasmo. Porque literalmente no existían calles, sino únicamente casas arrejuntadas que, al aproximarse, impedían el paso aunque Martín tenía la certeza de que por esa ruta se encontraba su morada. Después de mucho perderse, llegó hasta las cercanías del convento de las madres carmelitas, para desde allí tratar de avanzar hacia más allá de San Francisco. No tuvo tiempo de recordar la copla: “Las monjitas carmelitas se fueron a Popayán a buscar lo que han perdido debajo del arrayán”. Sin previo aviso la lluvia cesó. El corazón de Martín parecía un inmenso tambor. Allí estaba: un ave imponente, de plumaje de fulgor azul intenso matizado con verde esmeralda, emitía un graznido aterrador. Sus ojos parecían tener lumbre y mecía su plumaje iracundo impidiendo el paso del aturdido mozuelo. Era un pavo real imponente que, al punto, inició un ataque certero. Martín, casi por instinto, aventó su sombrero contra la cabeza de este animal que parecía tener el pico de las aves de rapiña. El aleteo fue intenso. La defensa estaba a punto de claudicar ante la arremetida del pájaro monstruoso. De pronto, como si estuvieran más cerca de lo esperado, se escucharon las campanas del claustro, que anunciaban el rezo. El pavo terrible se esfumó en el aire. Martín Hinojosa se restregó los ojos y las escasas copas que había injerido se habían transformado en un aliento de vida. Regresó a mirar. La luz del alba era premonitoria. A lo lejos, un gallo cantaba a destiempo…