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Manifiesto por la Autodeterminación del Individuo
                                 Juan Pina


                   Ciudad de México, diciembre de 2000

  Este manifiesto se publicó en el último número en papel de la revista
     Perfiles del Siglo XXI (antes Perfiles Liberales), justo antes de
            convertirse en una revista exclusivamente digital

                  Revisado por el autor a los diez años de
                   su publicación, en diciembre de 2010




1. Consideraciones éticas

1.1. Como la persona no existe antes de su concepción por otros dos seres
humanos, es obvio que la decisión inicial de vivir en el mundo le es ajena e
impuesta por la voluntad de otros o, en muchos casos, casi por azar. Además,
durante un largo periodo de infancia y adolescencia el individuo no está
capacitado para ratificar esa decisión ni imponer condiciones a la misma. Las
personas nacemos por decisión de otros seres humanos y en un determinado
entorno físico, familiar y social, y dotadas de unas características genéticas
concretas. Obviamente hay toda una parte de ese marco que jamás podremos
cambiar, pero decidir sobre la parte modificable del mismo nos compete en
exclusiva. No hay voluntad ajena —ni de otro individuo ni de la colectividad,
ni impuesta por la tradición ni por las creencias místicas predominantes— que
merezca una consideración moral más alta que la voluntad propia, ni hay, por
tanto, restricción alguna al ejercicio de la libertad humana que cuente con
una legitimidad natural y objetiva. Las restricciones a la libertad humana
individual basan su legitimidad en el derecho de los otros individuos, lo que
constituye una base eminentemente pragmática de la que se derivan
condicionantes a la libertad individual que son también pragmáticos —no
naturales ni objetivos sino meramente prácticos para la coexistencia de las
personas—. El entorno humano, que sin duda nos brinda muchos elementos
positivos y hasta imprescindibles, se ocupa también de cercenar nuestra
libertad mucho más allá de las limitaciones físicas y biológicas naturales.
Dependiendo del azar, el ser humano nace y se desarrolla en un entorno
humano con mayores o menores restricciones a su individualidad, y millones
de personas jamás llegan a ser conscientes de su soberanía, de su derecho a la
misma ni de la enorme invasión de ésta que padecen. Pero el individuo
humano es un ser inteligente y capaz de autogobernarse. El derecho a hacerlo
es natural, fundamental e inviolable, y su rango moral es superior a cualquier
imposición pragmática de otros seres humanos y al consenso que los demás
alcancen para organizar su vida en común.

1.2. A partir del momento en que la persona alcanza un desarrollo intelectual
suficiente, momento que podemos establecer hacia el final de la
adolescencia, está en su derecho de reconsiderar y modificar todo aquello
relativo a sí mismo y a su vida que de él depende, incluido el propio hecho de
existir. Esto le faculta para tomar y cambiar en adelante cuantas decisiones
desee sobre su persona, su cuerpo y demás propiedades, su mente y su
aceptación o rechazo de cualquier valor, su nombre, su relación con los demás
y su forma y estilo de vida. No tomar decisión alguna, como hace gran parte
de la población, es también una decisión, aunque con frecuencia no sea
consciente. Es decir, quienes por su voluntad o por simple inconsciencia, por
inercia cultural o por desidia se dejan llevar por el statu quo en el que
nacieron y fueron educados están también ejerciendo una opción.

1.3. La fuente de todos los derechos que asisten al individuo y que le sitúan
por encima de cualquier imposición grupal parte del entendimiento del ser
humano como un fin en sí mismo, como un ser cuya propia felicidad y
realización constituye su misión primordial, aun cuando decida libremente
ejecutarla mediante el servicio a los demás. Durante siglos se nos ha
enseñado desde las más diversas filosofías e ideologías —desde el cristianismo
y el judaísmo hasta el islam, desde el fascismo a la socialdemocracia y desde
el comunismo hasta el conservadurismo— que la persona vive en función de la
comunidad a la que “pertenece”, que el sacrificio por los demás es casi una
exigencia moral, que perseguir la propia satisfacción es egoísta e insolidario.
Ha llegado el momento de recuperar para el individuo —para todos los
individuos— la legítima afirmación de su persona y, por consiguiente, de su
acción en beneficio propio como algo éticamente correcto. La filosofía del
“altruísmo”, es decir, de la afirmación del “otro” (alter) ha sido impuesta
desde la escuela hasta el asilo y desde los púlpitos de la iglesia, las tribunas
de la política, la alienadora acción del Estado, la paternal institución de la
familia o las más diversas organizaciones humanas, pero siempre con el
objetivo, consciente o no y a veces incluso bienintencionado, de someter al
individuo.
2. La ilegitimidad de origen de todo poder sobre el individuo

2.1. Como consecuencia directa del origen involuntario de la vida propia, y
con base en las consideraciones antes expuestas, toda forma de limitación del
poder de la persona sobre sí misma, sobre su vida y sobre sus decisiones
adolece de una profunda ilegitimidad de origen. Aunque todas las demás
personas de la Tierra estuvieran plenamente de acuerdo en imponer a un
individuo tales limitaciones, seguiría siendo de superior rango el derecho
natural de ese individuo a no acatarlas (pues no las aceptó mediante contrato
alguno), en tanto el desacato no perjudicara de forma directa y demostrable a
terceros. Como las personas somos en gran medida seres gregarios que
necesitamos la relación con nuestros semejantes para llevar una vida
soportable, es necesario establecer ciertas normas de convivencia, pero es a
la vez necesario tener presente que tales normas constituyen una convención
social, que se dictan por conveniencia práctica y que en ningún caso pueden
sustituir ni superar en importancia al derecho último e innato del individuo.

2.2. Las citadas normas, por más que se llamen “generales” o “universales”
afectan a los seres humanos que optan por convivir con los demás en un
determinado entorno social: aquel en cuyo ámbito rigen tales normas. Pero es
igualmente lícito alejarse y vivir fuera de esas normas, asumiendo las
consecuencias de soledad que ello pueda conllevar, o bien reunirse con otros
individuos para, al margen de la mayoría, pactar con ellos una convivencia
basada en otras normas más acordes con los deseos e intereses de los
integrantes. La dificultad de hacerlo en el mundo globalizado actual y el
alcance territorial —éticamente cuestionable— de la jurisdicción de los
Estados sobre la práctica totalidad del planeta limitan de facto estas opciones
pero no menoscaban el derecho natural a ejercerlas que asiste a todo ser
humano.

2.3. Como consecuencia de lo expuesto, todo conjunto de normas y reglas de
convivencia es de aceptación voluntaria, por más que la no aceptación
implique la exclusión de un grupo o sociedad y pueda conllevar la inmoral
expulsión del territorio correspondiente o el dramático confinamiento en
prisión. Una vez más, acatar irreflexivamente normas que limitan el
autogobierno personal es también ejercer una opción: tal vez la más cómoda
para la mayoría pero también la más dolorosa y humillante para algunos.
3. Cuando la democracia se convierte en excusa

3.1. Conforme las sociedades humanas se fueron haciendo más complejas y
sofisticadas, surgieron formas de gobierno colectivo que pretendieron
alcanzar un orden social justo, pacífico y seguro. Pero posteriormente,
durante una gran parte de la Historia humana, esas construcciones derivaron
en diversas formas de tiranía que sometieron y someten aún al individuo, en
muchas partes del mundo, a niveles insoportables de destrucción de su
autogobierno y hasta de su identidad. Desde las revoluciones francesa y
americana, y desde la contribución intelectual del Siglo de las Luces, en el
mundo occidental se ha venido produciendo una lenta devolución parcial del
poder a la persona, y un reconocimiento aún más lento y parcial de su
derecho natural, garantizado en múltiples declaraciones y constituciones.
Hoy, esa devolución ha permitido a millones de personas conquistar unas
cotas de autogobierno con escasos precedentes en los milenios anteriores,
pero esas cotas, incluso en esta parte del mundo, siguen siendo francamente
insuficientes.

3.2. Paradójicamente, ese proceso de tímido reconocimiento del derecho
natural del ser humano a su soberanía y a su autogobierno ha discurrido en
paralelo con un crecimiento también sin precedentes de las estructuras
políticas de organización colectiva, cuyo alcance ha terminado por invadir
nuevas áreas del autogobierno individual. Se ha consagrado así libertades
largo tiempo anheladas, pero al precio de perder otras o de vivir bajo una
permanente tutela estatal que llega a resultar insoportable. En su camino
hacia la libertad, una Humanidad temerosa y débil ha optado por conquistarla
a fuerza de decretos y burocracia, a golpe de Estado y policía, mediante un
poder casi irrestricto para los gobernantes a cambio de un trato benévolo de
éstos, y a través de la implantación de sistemas de legitimación democrática
que sin duda son un avance frente al autoritarismo, pero que han servido para
glorificar el entendimiento colectivista de la sociedad y del ejercicio del
poder y, por ello, para seguir invadiendo el ámbito de decisión de la persona.

3.3. Es decir, la democracia y el Estado de Derecho constituyen un paso de
gigante de la Humanidad en la gestión de lo común, pero no es justo que
paguemos por ello un mayor colectivismo ni tengamos que conformarnos con
que, con la excusa de la democracia, se nos arrebaten aún parcelas
importantes de nuestro autogobierno individual que, como antes se expuso, es
anterior y superior a la propia democracia o a cualquier otra fórmula de
organización social. Toda articulación política de la sociedad es una
consecuencia de la cesión voluntaria de una parte de la soberanía natural de
cada integrante. Cuanto mayor se pretenda la cesión, menos voluntaria será y
más individuos se sentirán ajenos al marco común generado.
4. El individuo y el contrato social

4.1. Mucho se ha escrito sobre el contrato social entre gobernados y
gobernantes, con frecuencia para ensalzar las virtudes de un sistema más
teórico que práctico, y que parece casi diseñado para tranquilizar a las
personas o incluso para ocultarles la usurpación de su autogobierno. Si
continuamos separando claramente el ámbito colectivo del individual, no hay
duda de que en el primero es muy deseable que se dé realmente un contrato
así: que los gobernantes estén de veras maniatados por la voluntad popular a
la hora de ejercer el poder. No en vano, las constituciones surgieron, mucho
más que como una norma suprema de organización social, como una legítima
imposición de la gente a los reyes y, después, a los mandatarios republicanos.
Y habría que añadir que es una lástima que se haya perdido, en muchos
países, ese claro entendimiento de la esencia de las constituciones y de sus
cartas de derechos. Los derechos básicos consagrados en los textos
constitucionales son un baluarte del individuo frente a la tiranía de las masas
y de su instrumento principal: el Estado. Sin embargo, ahora se emplea más la
frase mágica “es que la Constitución dice que...” para limitar la acción
individual y grupal que para limitar al gobierno; y al tiempo se consagra como
“nuevas generaciones de derechos” lo que en realidad son simplemente los
resultados personales deseados por la mayoría, en detrimento de la libertad
de cada persona. El contrato social, en sus versiones más actualizadas, resulta
ser una declaración por la cual el individuo debe someterse de buen grado al
poder de las masas y de su Estado.

4.2. Pero en cualquier caso, incluso el contrato social clásico entre
gobernantes y gobernados, ¿dónde deja al individuo? Habría que replantearlo
como un contrato tripartito porque la suma de las voluntades de miles o
millones de gobernados no resuelve por sí sola la relación de cada individuo
con el poder. En otras palabras, la plena legitimación de los gobernantes y de
su acción no depende sólo de la aceptación mayoritaria sino también de la
aceptación individual, caso por caso, cuando se trata de decisiones que
afectan directa o especialmente a una persona. No basta que el poder cuente
con el respaldo “de todos” o “de la mayoría”: necesita también el de cada
uno en lo que a ese uno concierna. Organizar esto es sin duda complejo pero,
en muchos aspectos concretos, podría y debería intentarse mucho más de lo
que habitualmente se hace.

4.3. En virtud del contrato social se nos ha enseñado a aceptar sin rechistar lo
que el poder nos ordena o prohíbe, porque quienes lo ostentan actúan “en
nuestro nombre”, están “legitimados en las urnas” o responden a la voluntad
de la mayoría. Siempre es más elegante que la imposición se nos justifique así
en lugar de venirnos dictada por un tirano, pero ninguna de esas excusas es
éticamente válida para limitar nuestra libertad, aunque pueda ser necesaria
para el grupo por razones, una vez más, de pura conveniencia organizativa.

4.4. Un nuevo entendimiento tripartito del contrato social debería incluir al
individuo como una de las partes del mismo, al menos en pie de igualdad con
las otras dos, reconocer que la soberanía reside en las personas y no en
conceptos vagos y difusos como “la nación” o “el pueblo” y establecer
claramente los casos en los que el individuo la delega en el grupo, cuándo y
cómo puede negarse a delegarla (por ejemplo, pero no exclusivamente, en los
casos de objeción de conciencia), cómo se diferencia la relación del poder
con la sociedad y con cada uno de sus miembros, y cómo y con qué
consecuencias puede el individuo rescindir unilateralmente el contrato (por
ejemplo mediante la renuncia a la ciudadanía, con la pérdida de sus derechos
y obligaciones, y el eventual apartamiento voluntario de la sociedad para vivir
solo o con otros en un entorno diferenciado o su salida del territorio
correspondiente). Cabe abundar en lo siguiente: puesto que la “patria” y sus
consecuencias sobre el individuo le vienen impuestas a éste y no son resultado
de su libre decisión, su sustitución por otra y la apatridia son opciones
personales de incuestionable legitimidad.
5. La soberanía

5.1. Cuando se hace recaer la soberanía en el grupo —un grupo, además, tan
amplio que nos abarca a todos—, en realidad se nos está sustrayendo una
porción considerable de la misma. La soberanía no le pertenece a un ambiguo
“todos nosostros” sino a cada uno de nosotros. El grupo (“patria”, clase
social, pueblo, sociedad, nación o como se le quiera denominar) no es otra
cosa que la suma de sus integrantes, ni más ni menos. No es un ente
diferenciado ni interpretable desde una visión organicista ni corporativista, no
tiene vida propia ni por tanto una voluntad que pueda esgrimirse como
argumento para limitar la del individuo, no es sujeto de derechos diferentes
de los que asisten a sus miembros ni tiene, desde luego, derechos de ninguna
clase sobre éstos —antes al contrario, son los partícipes del grupo quienes
están individualmente dotados de sus respectivas cuotas de derechos sobre el
mismo, ejercibles en relación con todas aquellas decisiones que
necesariamente hayan de tomarse de manera colectiva al trascender de
manera objetiva el alcance, siempre prioritario, de la soberanía personal—.
Las personas, en gran parte del mundo, hemos conseguido a duras penas
arrancarle la soberanía a los monarcas que esgrimían su supuesto derecho
divino y a toda clase de tiranos que empleaban cualquier otra excusa para
usurparla. Pero poco arreglamos si, una vez reconquistada, la delegamos con
tanta generosidad en una nueva clase de gobernantes más simpáticos y
“legitimados” pero igualmente dispuestos a emplearla en beneficio de su
proyecto de sociedad, casi siempre colectivista y limitador de nuestra
libertad, o de su entendimiento del Estado, cuando no en beneficio propio.

5.2. La soberanía nos pertenece. Si optamos por vivir en una sociedad somos
dueños de la millonésima parte que nos corresponda de la soberanía colectiva
(no estaría de más darle a cada persona un título, una especie de acción, para
que se visualizara mejor este hecho), aparte de seguir siendo, y esto es lo
realmente importante, dueños exclusivos y únicos de nuestra soberanía
personal. Respecto a ambas debemos ser extremadamente vigilantes, ya que
de lo contrario nos las arrebatarán sin que nos demos cuenta. Respecto a la
primera, es decir, a nuestra porción de soberanía común, deberíamos ser
capaces de ejercerla muchas más veces, con mucha mayor efectividad y no
sólo para escoger a nuestros gobernantes sino para ordenarles en la mayor
cantidad posible de casos lo que deben hacer. Pero, al mismo tiempo, se debe
impedir a todos ejercer esa porción de soberanía colectiva para mandar a los
gobernantes acciones que atenten contra la soberanía individual de otros, ya
que ésta, igual que la nuestra, es más elevada. Y sin embargo, éso es
precisamente lo que sucede de manera constante en muchos ámbitos, y
particularmente en el de la política: grupos de interés de la más diversa
naturaleza coordinan sus porciones de soberanía colectiva para imponer
limitaciones a la soberanía individual de otros.

5.3. La soberanía individual nos faculta para hacer absolutamente cuanto
deseemos, con la única pero fundamental excepción de aquellas cosas que
verdadera y demostrablemente perjudiquen a otro. “Hacer”, en este
contexto, incluye por supuesto “no hacer”. Este principio básico está
formalmente reconocido por casi todas las instituciones democráticas, pero se
ve sistemáticamente vulnerado y reducido en aras de un difuso “interés
general” que encubre con frecuencia el interés particular de sus diversos
intérpretes en el campo de las ideas o en el de la política. Intérpretes que no
tienen empacho ni rubor en limitar nuestra soberanía para favorecer, no el
objetivo restablecimiento de la soberanía vulnerada de otro, sino aquellos
intereses que, a su criterio o a su capricho, coinciden con los del grupo o la
mayoría de sus miembros. La libertad de cada uno no termina donde empieza
ese discutible eufemismo que es “la de los demás” (otra manera de
denominar el supuesto interés colectivo), y que en realidad sirve como excusa
para que las élites interpretadoras hagan y deshagan a su antojo, sino que
termina exactamente donde comienza la inalienable soberanía individual de
otra persona concreta, con nombre y apellidos. Ni un milímetro antes. Las
consecuencias fundamentales de la soberanía individual son nuestro
indiscutible autogobierno y nuestra plena potestad sobre nuestra propiedad.
6. Persona y propiedad

6.1. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que
llamamos “vida”, el cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva,
la mente y la capacidad de pensar e idear, la fuerza y la capacidad de
transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere otras propiedades,
como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de trabajar
y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio
de su trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por usucapión
legítima, por su habilidad en la adquisición y enajenación de otras
propiedades u otras formas de interacción con otros individuos, etcétera. La
propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la faceta
tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Es el
ámbito sobre el que ejercemos nuestro autogobierno. Cuando una persona
trabaja o piensa, vende o compra, fuma o decide ponerse en huelga de
hambre, hace o recibe un regalo, dona sangre o se suicida, está afectando su
propiedad en diferentes grados y en ejercicio de su plena e inalienable
soberanía personal, sin la cual no tendría más que una existencia alienada,
meramente biológica y similar a la de los animales. Cuando se priva a una
persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la reduce
a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona.

6.2. Es lamentable pero lógico, por tanto, que el entorno social colectivista
procure por diferentes medios, a través de los gobernantes, limitar nuestra
propiedad, sustraernos una parte o condicionar el uso que hagamos de ella.
Las personas no se ven expropiadas solamente cuando el Estado les quita sus
tierras para construir infraestructuras “en interés general” o cuando se les
impone tributos, sino también cuando se les obliga a tomar las armas para
lanzarse a una guerra, o cuando se les fuerza a prestar un servicio social o
militar, o a trabajar gratis o a donar contra su voluntad un órgano o producto
corporal, o a tener o no tener hijos, o a votar si no desean hacerlo, o a
participar involuntariamente en un jurado o en una mesa electoral, etcétera.
Es decir, las limitaciones a la propiedad impuestas por los gobernantes y
demás intérpretes del “interés general”, con la sorprendente y suicida
anuencia de la mayoría, son muchas, muy diversas y de consecuencias y
alcance muy variados.

6.3. Ante esto, el ser humano está en su perfecto derecho natural de
defenderse y protegerse, y, llegado el caso, de abandonar un entorno que
considere insoportable por el expolio excesivo de su propiedad, en este
sentido amplio. Conscientemente o no, millones de personas se esconden o
huyen de los entornos sociales que limitan la propiedad o hacen difícil
obtenerla. Es la suerte que corren tanto los emigrantes (que buscan
rentabilizar mejor el uso de propiedades como su inteligencia y su trabajo)
como quienes protegen su dinero en un paraíso fiscal ante la depredación de
Hacienda, tanto las muchachas que escapan de países donde se practica la
terrible ablación del clítoris como los insumisos que huyen del servicio militar,
tanto los exiliados de regímenes represivos como las mujeres que se ven
forzadas a abortar fuera de su país, tanto los ciudadanos que se fingen
enfermos para no participar en un jurado como los consumidores de cannabis
que vuelan hasta Amsterdam para comprarlo sin dar con sus huesos en la
cárcel. En definitiva, libertad y propiedad son dos caras de una misma
moneda: la soberanía personal que nos corresponde a todos, y cuya erosión
menoscaba nuestra dignidad humana.
7. Individualismo, solidaridad y lucro

7.1. La exigencia que algunos seres humanos hacemos de nuestra soberanía
personal puede denominarse individualista, pero no tacharse de egoísta (en el
sentido negativo que se da en castellano a este término). La persona
individualista, si basa su individualismo en las consideraciones éticas
anteriormente expuestas, no puede dejar de considerar que comparte el
planeta con otros seis mil millones de individuos a los que necesita reconocer
una soberanía personal idéntica a la que reclama para sí. La mayor parte de
las personas son naturalmente solidarias y expresan ese sentimiento de muy
diversas maneras. Un entendimiento individualista de la solidaridad faculta a
cada persona para ejercerla o no, y para hacerlo de manera directa o
indirecta, así como para decidir libremente la magnitud del esfuerzo a
realizar y el destino de su acción humanitaria. La acción solidaria, como las
demás acciones del individuo, es eminentemente privada y carece de sustento
moral cuando se realiza bajo coacción o imposición de otra persona o de la
mayoría, llegando entonces a convertirse en expropiación y a mermar la
soberanía individual y, por tanto, la dignidad humana.

7.2. Aunque a los individualistas se nos tache frecuentemente de insolidarios,
los colectivistas, en su afán igualitarista, suelen serlo en mayor medida. El
individuo autoconsciente, como valora enormemente su soberanía personal,
suele ser mucho más respetuoso de la soberanía de los demás que los
colectivistas. La mayoría de los individualistas creen en la solidaridad tanto
como puedan hacerlo los colectivistas, con la única pero fundamental
diferencia de que no están dispuestos a imponerla coactivamente a quienes
no se sientan solidarios. La solidaridad espontánea y voluntaria es una forma
más, y muy digna, de ejercer el derecho al autogobierno individual, y en
particular al uso de la propiedad (dinero entregado, tiempo dedicado a
atender desinteresadamente a otros, sangre donada o trabajo voluntario
realizado, etcétera). Pero la solidaridad forzada no es tal solidaridad sino un
expolio inmoral que aliena a quien lo sufre y rebaja a quien lo ejerce, pues
está violando brutalmente la soberanía personal de otro.

7.3. Además, el ser humano es especialmente útil a los demás cuando actúa
en beneficio propio, porque para conquistar su bienestar y su felicidad
necesariamente debe crear, inventar, trabajar, invertir o actuar de otras
muchas formas, todas las cuales aportan algo a los demás seres humanos. Por
lo tanto, la actividad humana en persecución de los intereses propios debe
considerarse como beneficiosa y no tacharse de egoísta, como hace la moral
colectivista. Es necesario rehabilitar el lucro como motivación legítima y
moralmente correcta de los actos humanos. Por alto que sea el mérito de la
acción abnegada de quien se dedica solamente a los demás, no es mayor que
el de quien se esfuerza en conquistar metas para sí. Si analizamos todo lo que
el segundo contribuye tangencialmente a la sociedad impulsado por esas
metas, veremos que con frecuencia su aportación resulta más útil al conjunto
de la sociedad que la del primero.
8. Los colectivistas y los políticos

8.1. Los colectivistas, con o sin consciencia de ello, buscan en las
instituciones comunes que para su provecho han establecido no sólo la
legítima protección de la soberanía personal que les pertenece, sino también
la ilegítima merma de la soberanía de otros al objeto de beneficiarse a sí
mismos o a su particular entendimiento de cómo debe funcionar la sociedad.
Recurren entonces a los políticos. Éstos, como necesitan la mayor cantidad
posible de apoyo popular y como saben que la gran mayoría de las personas
son colectivistas, compiten entre sí para ofrecer a las masas lo que éstas
quieran, aun cuando para ello deban desposeer al individuo de una parte
sustancial del autogobierno que le corresponde como expresión de su
inalienable soberanía. Millones de seres humanos escogen una u otra opción
política colectivista en función de lo que les “ofrece”, sin darse cuenta de
que, cualquiera que sea el ofrecimiento, sólo se podrá cumplir a expensas de
la expropiación masiva a la ciudadanía y de una merma considerable de la
soberanía personal de todos —no sólo de los “ricos”—, incluidos los votantes
de la opción elegida.

8.2. Todas las ideologías colectivistas de izquierda y de derecha, desde el
fascismo al comunismo y desde la democracia cristiana a la socialdemocracia,
han sometido (en grados distintos) al individuo y han impuesto, por la fuerza
de las armas o por la fuerza de los votos, sistemas que anulan o reducen la
soberanía personal y, notablemente, el derecho de propiedad (en el sentido
amplio antes expuesto). Incluso entre los representantes de la ideología
menos colectivista que ha existido, el liberalismo clásico, se ha dado con
excesiva frecuencia la convicción de que sólo desposeyendo “un poco” a los
individuos de su autogobierno se puede asegurar la máxima libertad “posible”
para todos. La inmensa mayoría de los políticos discuten cómo usar el poder,
no cómo devolvérselo a las personas; cómo usar el dinero recaudado
coactivamente, no cómo retornárselo a sus legítimos dueños. La actividad
política no tendría atractivo para ellos si no implicara la conquista del poder
sobre la gente, por muy elevados que sean los valores que quieran imponer
con ese poder. Una vez que lo obtienen, no dudan en combatir por diversos
medios a los individuos que se resisten a entregarles parte de su soberanía o
de su propiedad, individuos que terminan por verse descalificados por los
medios de comunicación al servicio del colectivismo estatal y oprimidos por
leyes que contravienen de forma expresa el derecho superior de las personas
a su autodeterminación.
8.3. Naturalmente, el grado de alienación del individuo varía enormemente
de una sociedad a otra, pero en todas se dan unos patrones comunes de
sometimiento que parten de la idea extendida de que el “bien común” y el
“interés general” están por encima de los intereses y bienes particulares —
que no se dudará en tomar, por la fuerza si es preciso— y de los derechos del
individuo —que no se dudará en pisotear legislativamente—. Así surgen
limitaciones de la soberanía personal como los impedimentos a la libertad de
tránsito y asentamiento en función de las fronteras territoriales que imponen
los dos centenares de Estados que se han repartido el planeta, o como el
servicio militar o social gratuito, o el pago de impuestos o la prohibición de
consumir ciertas sustancias o de conducirse por normas morales distintas de
las mayoritarias, por sólo poner algunos ejemplos cotidianos de la escandalosa
invasión de nuestra soberanía.
9. La lenta muerte del colectivismo

9.1. El estado de cosas denunciado sigue vigente pero, desde hace unas
décadas, sufre una contestación sin precedentes por parte de individuos,
minoritarios todavía frente a la masa colectivista pero cada día más
numerosos, que, muchas veces de forma inconsciente, están modificando esta
situación. La postmodernidad trajo consigo una revalorización del
autogobierno personal que tal vez sea la clave del divorcio que se da en
muchas sociedades humanas entre un sector grande y heterogéneo de la
población y muchas de las instituciones y convenciones derivadas del contrato
social heredado del pasado. Un indicio de ese divorcio es el que arrojan
frecuentemente los bajos índices de participación electoral. Otro es la
beligerancia con que los jóvenes se oponen al servicio militar obligatorio, que
va siendo abolido país tras país. Otro más es la reacción airada de la
ciudadanía cuando, a estas alturas, el Estado pretende imponer la moral
mayoritaria —sea cual sea— a los individuos. Hay muchos más, desde el
derrumbamiento del nacionalismo de Estado hasta la negativa de muchas
parejas a firmar un contrato público de matrimonio para vivir en común,
desde la multiplicación de los paraísos fiscales y otros medios de protección
de la propiedad frente al Estado colectivista hasta el incremento exponencial
del trabajo por cuenta propia y del teletrabajo desde el hogar. El colectivismo
muere lentamente. El mundo —primero el occidental y después, gracias a la
globalización, también el resto del planeta— se encamina a largo plazo hacia
la culminación de su proceso histórico en una sociedad universal de individuos
autogobernados. La revolución de las telecomunicaciones es uno de los
factores que hacen posible esta nueva situación, al limitar o eliminar muchas
de las trabas que los poderes públicos imponían a la circulación de
información, al comercio y a las demás formas de relación entre personas, y
al reducir drásticamente las posibilidades de una actuación estatal secreta y
al margen de la ley.

9.2. En este orden de cosas, existe una perceptible fricción entre el
incremento vertiginoso de la soberanía individual y el temor arracional que
despierta en millones de personas consciente o inconscientemente
colectivistas —temor incentivado además por miles de políticos y de otros
intérpretes del “bien común” que perciben acertadamente este proceso como
una amenaza grave a su poder—. Las voces que se alzan (desde cualquier
punto del espectro ideológico) en contra de la globalización, o que se duelen
de la acelerada pérdida de capacidad coercitiva de los Estados, en realidad
están denunciando con risible espanto el avance de la soberanía individual. Su
temor no es otro que el eterno miedo a la libertad, y es un temor fundado, ya
que la libertad trae consigo ineludiblemente la responsabilidad, y ésta obliga
a razonar, a tomar decisiones y a asumir sus consecuencias. La pugna que
subyace es la batalla entre la Razón y el misticismo, entre la valiente
interpretación del ser humano como un ente soberano, capaz y autosuficiente
—y como un fin en sí mismo— y su entendimiento opuesto: como un ser
inferior que se asusta de su propia inteligencia y prefiere sustituirla por el
misticismo, por sus dioses y, en lo político y social, por el liderazgo paternal
de otros que piensen por él y que asuman por él las consecuencias. En
definitiva, por un Estado tan grande como la despreciable cobardía de los
súbditos que lo hacen posible.

9.3. A esos súbditos tan cómodos en su papel se les antoja áspero y arriesgado
un futuro de máxima libertad personal y de mínimo Estado. A otros, a la
minoría individualista, nos parece un sueño cada vez más alcanzable. En
efecto, no tendremos a quien idolatrar ni a quien demonizar si nosotros somos
nuestros únicos dueños, si nosotros somos, conscientemente, los responsables
de todo lo bueno y de todo lo malo que nos suceda, si nosotros razonamos y
decidimos con todas las consecuencias, si en definitiva somos libres y no
tenemos (en contraposición al conocido lema carlista) “ni Dios, ni patria, ni
fueros ni rey” sino una consciencia plena de nuestra maravillosa condición de
seres racionales, únicos y autoposeídos. Es el desafío de nuestra era: ser
libres, ser soberanos, es decir, ser plenamente humanos. Quienes no quieran
aceptar el reto, sean mayoría o no, están en su derecho de no hacerlo, pero
no de imponerle a nadie más las consecuencias filosóficas y políticas de su
miedo a la libertad: su misticismo, que deriva en la sustitución del uso de la
inteligencia por el de toda suerte de creencias volitivas sin un ápice de
racionalidad; y su colectivismo, que deriva en la triste abdicación de su
soberanía en la masa a cambio de protección. Su adopción, en los dos
ámbitos, de un comportamiento similar al de los avestruces: sustraerse a la
realidad y a la responsabilidad, entrando en simbiosis con los aprovechados
que se valen de esa extendida debilidad para convertirse en líderes e
intérpretes de unos seres humanos escasamente dignos de tal nombre porque
han renunciado, al menos parcialmente, a la Razón que les hace diferentes de
las demás especies.
10. Un compromiso personal

10.1. Por todo lo expuesto, proclamo mi derecho total e inalienable a la
autodeterminación y, acto seguido, en ejercicio de la soberanía personal que
poseo, presento ante el resto del mundo mi solemne declaración de
independencia. Así, por la presente, afirmo que no reconozco patria alguna ni
poder ajeno sobre mi persona, y que mi obediencia, en su caso, a ciertas
leyes contrarias a mi conciencia, emitidas por los diferentes regímenes
colectivistas en cuyo territorio me halle en cada momento, será un acto
meramente táctico que no comprometerá mi comportamiento futuro. Como
estoy en guerra contra esos regímenes, lucharé con sus armas y me camuflaré
en la alienante normalidad de su masa de súbditos, pero, cada vez que tenga
la oportunidad de hacerlo, golpearé pacíficamente su estructura, pondré de
manifiesto su ilegitimidad y, desafiando o incumpliendo si es preciso sus
normas, contribuiré a su derrumbe en beneficio mío y de la Humanidad.

10.2. Al declararme rebelde y asumir el liberalismo más libertario desde mi
propio entendimiento del mismo, me comprometo a la defensa de la causa de
la libertad humana, a ser cada día un poco más libre, a hacer cada día algo
por herir de muerte al colectivismo y a ayudar solidariamente a cuantas otras
personas luchen también por desembarazarse de tan formidables ataduras.
Declarada unilateralmente mi independencia, reconozco de inmediato como
único límite a mi libertad el ámbito de soberanía de cada uno de los demás
seres humanos, pero, en consecuencia, les impongo también la misma
restricción en lo concerniente a mi propia soberanía, cuya invasión no
toleraré.

10.3. Así pues, llamo a todos los seres humanos a adquirir el mismo
compromiso personal que aquí suscribo, y les convoco a la subversiva lucha
cotidiana por su propia libertad personal, una forma de rebeldía mucho más
eficaz que cualquier organización armada. En su entorno habitual y sin
recurrir a la violencia ni disponer de grandes medios, todos los seres humanos
pueden y en realidad deben esforzarse cada día por añadir al gris vaso medio
vacío de su propia soberanía personal una gota más de libertad. Cuando todas
esas gotas colmen los vasos y todos los vasos se desborden, la libertad fluirá
imparable y la Humanidad podrá al fin derrocar el sistema de regímenes
colectivistas que aún mantiene sojuzgados a los individuos humanos.

                                                                           JP

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Manifiesto por la autodeterminación del individuo

  • 1. Manifiesto por la Autodeterminación del Individuo Juan Pina Ciudad de México, diciembre de 2000 Este manifiesto se publicó en el último número en papel de la revista Perfiles del Siglo XXI (antes Perfiles Liberales), justo antes de convertirse en una revista exclusivamente digital Revisado por el autor a los diez años de su publicación, en diciembre de 2010 1. Consideraciones éticas 1.1. Como la persona no existe antes de su concepción por otros dos seres humanos, es obvio que la decisión inicial de vivir en el mundo le es ajena e impuesta por la voluntad de otros o, en muchos casos, casi por azar. Además, durante un largo periodo de infancia y adolescencia el individuo no está capacitado para ratificar esa decisión ni imponer condiciones a la misma. Las personas nacemos por decisión de otros seres humanos y en un determinado entorno físico, familiar y social, y dotadas de unas características genéticas concretas. Obviamente hay toda una parte de ese marco que jamás podremos cambiar, pero decidir sobre la parte modificable del mismo nos compete en exclusiva. No hay voluntad ajena —ni de otro individuo ni de la colectividad, ni impuesta por la tradición ni por las creencias místicas predominantes— que merezca una consideración moral más alta que la voluntad propia, ni hay, por tanto, restricción alguna al ejercicio de la libertad humana que cuente con una legitimidad natural y objetiva. Las restricciones a la libertad humana individual basan su legitimidad en el derecho de los otros individuos, lo que constituye una base eminentemente pragmática de la que se derivan condicionantes a la libertad individual que son también pragmáticos —no naturales ni objetivos sino meramente prácticos para la coexistencia de las personas—. El entorno humano, que sin duda nos brinda muchos elementos positivos y hasta imprescindibles, se ocupa también de cercenar nuestra libertad mucho más allá de las limitaciones físicas y biológicas naturales. Dependiendo del azar, el ser humano nace y se desarrolla en un entorno humano con mayores o menores restricciones a su individualidad, y millones de personas jamás llegan a ser conscientes de su soberanía, de su derecho a la
  • 2. misma ni de la enorme invasión de ésta que padecen. Pero el individuo humano es un ser inteligente y capaz de autogobernarse. El derecho a hacerlo es natural, fundamental e inviolable, y su rango moral es superior a cualquier imposición pragmática de otros seres humanos y al consenso que los demás alcancen para organizar su vida en común. 1.2. A partir del momento en que la persona alcanza un desarrollo intelectual suficiente, momento que podemos establecer hacia el final de la adolescencia, está en su derecho de reconsiderar y modificar todo aquello relativo a sí mismo y a su vida que de él depende, incluido el propio hecho de existir. Esto le faculta para tomar y cambiar en adelante cuantas decisiones desee sobre su persona, su cuerpo y demás propiedades, su mente y su aceptación o rechazo de cualquier valor, su nombre, su relación con los demás y su forma y estilo de vida. No tomar decisión alguna, como hace gran parte de la población, es también una decisión, aunque con frecuencia no sea consciente. Es decir, quienes por su voluntad o por simple inconsciencia, por inercia cultural o por desidia se dejan llevar por el statu quo en el que nacieron y fueron educados están también ejerciendo una opción. 1.3. La fuente de todos los derechos que asisten al individuo y que le sitúan por encima de cualquier imposición grupal parte del entendimiento del ser humano como un fin en sí mismo, como un ser cuya propia felicidad y realización constituye su misión primordial, aun cuando decida libremente ejecutarla mediante el servicio a los demás. Durante siglos se nos ha enseñado desde las más diversas filosofías e ideologías —desde el cristianismo y el judaísmo hasta el islam, desde el fascismo a la socialdemocracia y desde el comunismo hasta el conservadurismo— que la persona vive en función de la comunidad a la que “pertenece”, que el sacrificio por los demás es casi una exigencia moral, que perseguir la propia satisfacción es egoísta e insolidario. Ha llegado el momento de recuperar para el individuo —para todos los individuos— la legítima afirmación de su persona y, por consiguiente, de su acción en beneficio propio como algo éticamente correcto. La filosofía del “altruísmo”, es decir, de la afirmación del “otro” (alter) ha sido impuesta desde la escuela hasta el asilo y desde los púlpitos de la iglesia, las tribunas de la política, la alienadora acción del Estado, la paternal institución de la familia o las más diversas organizaciones humanas, pero siempre con el objetivo, consciente o no y a veces incluso bienintencionado, de someter al individuo.
  • 3. 2. La ilegitimidad de origen de todo poder sobre el individuo 2.1. Como consecuencia directa del origen involuntario de la vida propia, y con base en las consideraciones antes expuestas, toda forma de limitación del poder de la persona sobre sí misma, sobre su vida y sobre sus decisiones adolece de una profunda ilegitimidad de origen. Aunque todas las demás personas de la Tierra estuvieran plenamente de acuerdo en imponer a un individuo tales limitaciones, seguiría siendo de superior rango el derecho natural de ese individuo a no acatarlas (pues no las aceptó mediante contrato alguno), en tanto el desacato no perjudicara de forma directa y demostrable a terceros. Como las personas somos en gran medida seres gregarios que necesitamos la relación con nuestros semejantes para llevar una vida soportable, es necesario establecer ciertas normas de convivencia, pero es a la vez necesario tener presente que tales normas constituyen una convención social, que se dictan por conveniencia práctica y que en ningún caso pueden sustituir ni superar en importancia al derecho último e innato del individuo. 2.2. Las citadas normas, por más que se llamen “generales” o “universales” afectan a los seres humanos que optan por convivir con los demás en un determinado entorno social: aquel en cuyo ámbito rigen tales normas. Pero es igualmente lícito alejarse y vivir fuera de esas normas, asumiendo las consecuencias de soledad que ello pueda conllevar, o bien reunirse con otros individuos para, al margen de la mayoría, pactar con ellos una convivencia basada en otras normas más acordes con los deseos e intereses de los integrantes. La dificultad de hacerlo en el mundo globalizado actual y el alcance territorial —éticamente cuestionable— de la jurisdicción de los Estados sobre la práctica totalidad del planeta limitan de facto estas opciones pero no menoscaban el derecho natural a ejercerlas que asiste a todo ser humano. 2.3. Como consecuencia de lo expuesto, todo conjunto de normas y reglas de convivencia es de aceptación voluntaria, por más que la no aceptación implique la exclusión de un grupo o sociedad y pueda conllevar la inmoral expulsión del territorio correspondiente o el dramático confinamiento en prisión. Una vez más, acatar irreflexivamente normas que limitan el autogobierno personal es también ejercer una opción: tal vez la más cómoda para la mayoría pero también la más dolorosa y humillante para algunos.
  • 4. 3. Cuando la democracia se convierte en excusa 3.1. Conforme las sociedades humanas se fueron haciendo más complejas y sofisticadas, surgieron formas de gobierno colectivo que pretendieron alcanzar un orden social justo, pacífico y seguro. Pero posteriormente, durante una gran parte de la Historia humana, esas construcciones derivaron en diversas formas de tiranía que sometieron y someten aún al individuo, en muchas partes del mundo, a niveles insoportables de destrucción de su autogobierno y hasta de su identidad. Desde las revoluciones francesa y americana, y desde la contribución intelectual del Siglo de las Luces, en el mundo occidental se ha venido produciendo una lenta devolución parcial del poder a la persona, y un reconocimiento aún más lento y parcial de su derecho natural, garantizado en múltiples declaraciones y constituciones. Hoy, esa devolución ha permitido a millones de personas conquistar unas cotas de autogobierno con escasos precedentes en los milenios anteriores, pero esas cotas, incluso en esta parte del mundo, siguen siendo francamente insuficientes. 3.2. Paradójicamente, ese proceso de tímido reconocimiento del derecho natural del ser humano a su soberanía y a su autogobierno ha discurrido en paralelo con un crecimiento también sin precedentes de las estructuras políticas de organización colectiva, cuyo alcance ha terminado por invadir nuevas áreas del autogobierno individual. Se ha consagrado así libertades largo tiempo anheladas, pero al precio de perder otras o de vivir bajo una permanente tutela estatal que llega a resultar insoportable. En su camino hacia la libertad, una Humanidad temerosa y débil ha optado por conquistarla a fuerza de decretos y burocracia, a golpe de Estado y policía, mediante un poder casi irrestricto para los gobernantes a cambio de un trato benévolo de éstos, y a través de la implantación de sistemas de legitimación democrática que sin duda son un avance frente al autoritarismo, pero que han servido para glorificar el entendimiento colectivista de la sociedad y del ejercicio del poder y, por ello, para seguir invadiendo el ámbito de decisión de la persona. 3.3. Es decir, la democracia y el Estado de Derecho constituyen un paso de gigante de la Humanidad en la gestión de lo común, pero no es justo que paguemos por ello un mayor colectivismo ni tengamos que conformarnos con que, con la excusa de la democracia, se nos arrebaten aún parcelas importantes de nuestro autogobierno individual que, como antes se expuso, es anterior y superior a la propia democracia o a cualquier otra fórmula de organización social. Toda articulación política de la sociedad es una
  • 5. consecuencia de la cesión voluntaria de una parte de la soberanía natural de cada integrante. Cuanto mayor se pretenda la cesión, menos voluntaria será y más individuos se sentirán ajenos al marco común generado.
  • 6. 4. El individuo y el contrato social 4.1. Mucho se ha escrito sobre el contrato social entre gobernados y gobernantes, con frecuencia para ensalzar las virtudes de un sistema más teórico que práctico, y que parece casi diseñado para tranquilizar a las personas o incluso para ocultarles la usurpación de su autogobierno. Si continuamos separando claramente el ámbito colectivo del individual, no hay duda de que en el primero es muy deseable que se dé realmente un contrato así: que los gobernantes estén de veras maniatados por la voluntad popular a la hora de ejercer el poder. No en vano, las constituciones surgieron, mucho más que como una norma suprema de organización social, como una legítima imposición de la gente a los reyes y, después, a los mandatarios republicanos. Y habría que añadir que es una lástima que se haya perdido, en muchos países, ese claro entendimiento de la esencia de las constituciones y de sus cartas de derechos. Los derechos básicos consagrados en los textos constitucionales son un baluarte del individuo frente a la tiranía de las masas y de su instrumento principal: el Estado. Sin embargo, ahora se emplea más la frase mágica “es que la Constitución dice que...” para limitar la acción individual y grupal que para limitar al gobierno; y al tiempo se consagra como “nuevas generaciones de derechos” lo que en realidad son simplemente los resultados personales deseados por la mayoría, en detrimento de la libertad de cada persona. El contrato social, en sus versiones más actualizadas, resulta ser una declaración por la cual el individuo debe someterse de buen grado al poder de las masas y de su Estado. 4.2. Pero en cualquier caso, incluso el contrato social clásico entre gobernantes y gobernados, ¿dónde deja al individuo? Habría que replantearlo como un contrato tripartito porque la suma de las voluntades de miles o millones de gobernados no resuelve por sí sola la relación de cada individuo con el poder. En otras palabras, la plena legitimación de los gobernantes y de su acción no depende sólo de la aceptación mayoritaria sino también de la aceptación individual, caso por caso, cuando se trata de decisiones que afectan directa o especialmente a una persona. No basta que el poder cuente con el respaldo “de todos” o “de la mayoría”: necesita también el de cada uno en lo que a ese uno concierna. Organizar esto es sin duda complejo pero, en muchos aspectos concretos, podría y debería intentarse mucho más de lo que habitualmente se hace. 4.3. En virtud del contrato social se nos ha enseñado a aceptar sin rechistar lo que el poder nos ordena o prohíbe, porque quienes lo ostentan actúan “en
  • 7. nuestro nombre”, están “legitimados en las urnas” o responden a la voluntad de la mayoría. Siempre es más elegante que la imposición se nos justifique así en lugar de venirnos dictada por un tirano, pero ninguna de esas excusas es éticamente válida para limitar nuestra libertad, aunque pueda ser necesaria para el grupo por razones, una vez más, de pura conveniencia organizativa. 4.4. Un nuevo entendimiento tripartito del contrato social debería incluir al individuo como una de las partes del mismo, al menos en pie de igualdad con las otras dos, reconocer que la soberanía reside en las personas y no en conceptos vagos y difusos como “la nación” o “el pueblo” y establecer claramente los casos en los que el individuo la delega en el grupo, cuándo y cómo puede negarse a delegarla (por ejemplo, pero no exclusivamente, en los casos de objeción de conciencia), cómo se diferencia la relación del poder con la sociedad y con cada uno de sus miembros, y cómo y con qué consecuencias puede el individuo rescindir unilateralmente el contrato (por ejemplo mediante la renuncia a la ciudadanía, con la pérdida de sus derechos y obligaciones, y el eventual apartamiento voluntario de la sociedad para vivir solo o con otros en un entorno diferenciado o su salida del territorio correspondiente). Cabe abundar en lo siguiente: puesto que la “patria” y sus consecuencias sobre el individuo le vienen impuestas a éste y no son resultado de su libre decisión, su sustitución por otra y la apatridia son opciones personales de incuestionable legitimidad.
  • 8. 5. La soberanía 5.1. Cuando se hace recaer la soberanía en el grupo —un grupo, además, tan amplio que nos abarca a todos—, en realidad se nos está sustrayendo una porción considerable de la misma. La soberanía no le pertenece a un ambiguo “todos nosostros” sino a cada uno de nosotros. El grupo (“patria”, clase social, pueblo, sociedad, nación o como se le quiera denominar) no es otra cosa que la suma de sus integrantes, ni más ni menos. No es un ente diferenciado ni interpretable desde una visión organicista ni corporativista, no tiene vida propia ni por tanto una voluntad que pueda esgrimirse como argumento para limitar la del individuo, no es sujeto de derechos diferentes de los que asisten a sus miembros ni tiene, desde luego, derechos de ninguna clase sobre éstos —antes al contrario, son los partícipes del grupo quienes están individualmente dotados de sus respectivas cuotas de derechos sobre el mismo, ejercibles en relación con todas aquellas decisiones que necesariamente hayan de tomarse de manera colectiva al trascender de manera objetiva el alcance, siempre prioritario, de la soberanía personal—. Las personas, en gran parte del mundo, hemos conseguido a duras penas arrancarle la soberanía a los monarcas que esgrimían su supuesto derecho divino y a toda clase de tiranos que empleaban cualquier otra excusa para usurparla. Pero poco arreglamos si, una vez reconquistada, la delegamos con tanta generosidad en una nueva clase de gobernantes más simpáticos y “legitimados” pero igualmente dispuestos a emplearla en beneficio de su proyecto de sociedad, casi siempre colectivista y limitador de nuestra libertad, o de su entendimiento del Estado, cuando no en beneficio propio. 5.2. La soberanía nos pertenece. Si optamos por vivir en una sociedad somos dueños de la millonésima parte que nos corresponda de la soberanía colectiva (no estaría de más darle a cada persona un título, una especie de acción, para que se visualizara mejor este hecho), aparte de seguir siendo, y esto es lo realmente importante, dueños exclusivos y únicos de nuestra soberanía personal. Respecto a ambas debemos ser extremadamente vigilantes, ya que de lo contrario nos las arrebatarán sin que nos demos cuenta. Respecto a la primera, es decir, a nuestra porción de soberanía común, deberíamos ser capaces de ejercerla muchas más veces, con mucha mayor efectividad y no sólo para escoger a nuestros gobernantes sino para ordenarles en la mayor cantidad posible de casos lo que deben hacer. Pero, al mismo tiempo, se debe impedir a todos ejercer esa porción de soberanía colectiva para mandar a los gobernantes acciones que atenten contra la soberanía individual de otros, ya que ésta, igual que la nuestra, es más elevada. Y sin embargo, éso es
  • 9. precisamente lo que sucede de manera constante en muchos ámbitos, y particularmente en el de la política: grupos de interés de la más diversa naturaleza coordinan sus porciones de soberanía colectiva para imponer limitaciones a la soberanía individual de otros. 5.3. La soberanía individual nos faculta para hacer absolutamente cuanto deseemos, con la única pero fundamental excepción de aquellas cosas que verdadera y demostrablemente perjudiquen a otro. “Hacer”, en este contexto, incluye por supuesto “no hacer”. Este principio básico está formalmente reconocido por casi todas las instituciones democráticas, pero se ve sistemáticamente vulnerado y reducido en aras de un difuso “interés general” que encubre con frecuencia el interés particular de sus diversos intérpretes en el campo de las ideas o en el de la política. Intérpretes que no tienen empacho ni rubor en limitar nuestra soberanía para favorecer, no el objetivo restablecimiento de la soberanía vulnerada de otro, sino aquellos intereses que, a su criterio o a su capricho, coinciden con los del grupo o la mayoría de sus miembros. La libertad de cada uno no termina donde empieza ese discutible eufemismo que es “la de los demás” (otra manera de denominar el supuesto interés colectivo), y que en realidad sirve como excusa para que las élites interpretadoras hagan y deshagan a su antojo, sino que termina exactamente donde comienza la inalienable soberanía individual de otra persona concreta, con nombre y apellidos. Ni un milímetro antes. Las consecuencias fundamentales de la soberanía individual son nuestro indiscutible autogobierno y nuestra plena potestad sobre nuestra propiedad.
  • 10. 6. Persona y propiedad 6.1. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que llamamos “vida”, el cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva, la mente y la capacidad de pensar e idear, la fuerza y la capacidad de transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere otras propiedades, como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de trabajar y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio de su trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por usucapión legítima, por su habilidad en la adquisición y enajenación de otras propiedades u otras formas de interacción con otros individuos, etcétera. La propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la faceta tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Es el ámbito sobre el que ejercemos nuestro autogobierno. Cuando una persona trabaja o piensa, vende o compra, fuma o decide ponerse en huelga de hambre, hace o recibe un regalo, dona sangre o se suicida, está afectando su propiedad en diferentes grados y en ejercicio de su plena e inalienable soberanía personal, sin la cual no tendría más que una existencia alienada, meramente biológica y similar a la de los animales. Cuando se priva a una persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la reduce a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona. 6.2. Es lamentable pero lógico, por tanto, que el entorno social colectivista procure por diferentes medios, a través de los gobernantes, limitar nuestra propiedad, sustraernos una parte o condicionar el uso que hagamos de ella. Las personas no se ven expropiadas solamente cuando el Estado les quita sus tierras para construir infraestructuras “en interés general” o cuando se les impone tributos, sino también cuando se les obliga a tomar las armas para lanzarse a una guerra, o cuando se les fuerza a prestar un servicio social o militar, o a trabajar gratis o a donar contra su voluntad un órgano o producto corporal, o a tener o no tener hijos, o a votar si no desean hacerlo, o a participar involuntariamente en un jurado o en una mesa electoral, etcétera. Es decir, las limitaciones a la propiedad impuestas por los gobernantes y demás intérpretes del “interés general”, con la sorprendente y suicida anuencia de la mayoría, son muchas, muy diversas y de consecuencias y alcance muy variados. 6.3. Ante esto, el ser humano está en su perfecto derecho natural de defenderse y protegerse, y, llegado el caso, de abandonar un entorno que considere insoportable por el expolio excesivo de su propiedad, en este
  • 11. sentido amplio. Conscientemente o no, millones de personas se esconden o huyen de los entornos sociales que limitan la propiedad o hacen difícil obtenerla. Es la suerte que corren tanto los emigrantes (que buscan rentabilizar mejor el uso de propiedades como su inteligencia y su trabajo) como quienes protegen su dinero en un paraíso fiscal ante la depredación de Hacienda, tanto las muchachas que escapan de países donde se practica la terrible ablación del clítoris como los insumisos que huyen del servicio militar, tanto los exiliados de regímenes represivos como las mujeres que se ven forzadas a abortar fuera de su país, tanto los ciudadanos que se fingen enfermos para no participar en un jurado como los consumidores de cannabis que vuelan hasta Amsterdam para comprarlo sin dar con sus huesos en la cárcel. En definitiva, libertad y propiedad son dos caras de una misma moneda: la soberanía personal que nos corresponde a todos, y cuya erosión menoscaba nuestra dignidad humana.
  • 12. 7. Individualismo, solidaridad y lucro 7.1. La exigencia que algunos seres humanos hacemos de nuestra soberanía personal puede denominarse individualista, pero no tacharse de egoísta (en el sentido negativo que se da en castellano a este término). La persona individualista, si basa su individualismo en las consideraciones éticas anteriormente expuestas, no puede dejar de considerar que comparte el planeta con otros seis mil millones de individuos a los que necesita reconocer una soberanía personal idéntica a la que reclama para sí. La mayor parte de las personas son naturalmente solidarias y expresan ese sentimiento de muy diversas maneras. Un entendimiento individualista de la solidaridad faculta a cada persona para ejercerla o no, y para hacerlo de manera directa o indirecta, así como para decidir libremente la magnitud del esfuerzo a realizar y el destino de su acción humanitaria. La acción solidaria, como las demás acciones del individuo, es eminentemente privada y carece de sustento moral cuando se realiza bajo coacción o imposición de otra persona o de la mayoría, llegando entonces a convertirse en expropiación y a mermar la soberanía individual y, por tanto, la dignidad humana. 7.2. Aunque a los individualistas se nos tache frecuentemente de insolidarios, los colectivistas, en su afán igualitarista, suelen serlo en mayor medida. El individuo autoconsciente, como valora enormemente su soberanía personal, suele ser mucho más respetuoso de la soberanía de los demás que los colectivistas. La mayoría de los individualistas creen en la solidaridad tanto como puedan hacerlo los colectivistas, con la única pero fundamental diferencia de que no están dispuestos a imponerla coactivamente a quienes no se sientan solidarios. La solidaridad espontánea y voluntaria es una forma más, y muy digna, de ejercer el derecho al autogobierno individual, y en particular al uso de la propiedad (dinero entregado, tiempo dedicado a atender desinteresadamente a otros, sangre donada o trabajo voluntario realizado, etcétera). Pero la solidaridad forzada no es tal solidaridad sino un expolio inmoral que aliena a quien lo sufre y rebaja a quien lo ejerce, pues está violando brutalmente la soberanía personal de otro. 7.3. Además, el ser humano es especialmente útil a los demás cuando actúa en beneficio propio, porque para conquistar su bienestar y su felicidad necesariamente debe crear, inventar, trabajar, invertir o actuar de otras muchas formas, todas las cuales aportan algo a los demás seres humanos. Por lo tanto, la actividad humana en persecución de los intereses propios debe considerarse como beneficiosa y no tacharse de egoísta, como hace la moral
  • 13. colectivista. Es necesario rehabilitar el lucro como motivación legítima y moralmente correcta de los actos humanos. Por alto que sea el mérito de la acción abnegada de quien se dedica solamente a los demás, no es mayor que el de quien se esfuerza en conquistar metas para sí. Si analizamos todo lo que el segundo contribuye tangencialmente a la sociedad impulsado por esas metas, veremos que con frecuencia su aportación resulta más útil al conjunto de la sociedad que la del primero.
  • 14. 8. Los colectivistas y los políticos 8.1. Los colectivistas, con o sin consciencia de ello, buscan en las instituciones comunes que para su provecho han establecido no sólo la legítima protección de la soberanía personal que les pertenece, sino también la ilegítima merma de la soberanía de otros al objeto de beneficiarse a sí mismos o a su particular entendimiento de cómo debe funcionar la sociedad. Recurren entonces a los políticos. Éstos, como necesitan la mayor cantidad posible de apoyo popular y como saben que la gran mayoría de las personas son colectivistas, compiten entre sí para ofrecer a las masas lo que éstas quieran, aun cuando para ello deban desposeer al individuo de una parte sustancial del autogobierno que le corresponde como expresión de su inalienable soberanía. Millones de seres humanos escogen una u otra opción política colectivista en función de lo que les “ofrece”, sin darse cuenta de que, cualquiera que sea el ofrecimiento, sólo se podrá cumplir a expensas de la expropiación masiva a la ciudadanía y de una merma considerable de la soberanía personal de todos —no sólo de los “ricos”—, incluidos los votantes de la opción elegida. 8.2. Todas las ideologías colectivistas de izquierda y de derecha, desde el fascismo al comunismo y desde la democracia cristiana a la socialdemocracia, han sometido (en grados distintos) al individuo y han impuesto, por la fuerza de las armas o por la fuerza de los votos, sistemas que anulan o reducen la soberanía personal y, notablemente, el derecho de propiedad (en el sentido amplio antes expuesto). Incluso entre los representantes de la ideología menos colectivista que ha existido, el liberalismo clásico, se ha dado con excesiva frecuencia la convicción de que sólo desposeyendo “un poco” a los individuos de su autogobierno se puede asegurar la máxima libertad “posible” para todos. La inmensa mayoría de los políticos discuten cómo usar el poder, no cómo devolvérselo a las personas; cómo usar el dinero recaudado coactivamente, no cómo retornárselo a sus legítimos dueños. La actividad política no tendría atractivo para ellos si no implicara la conquista del poder sobre la gente, por muy elevados que sean los valores que quieran imponer con ese poder. Una vez que lo obtienen, no dudan en combatir por diversos medios a los individuos que se resisten a entregarles parte de su soberanía o de su propiedad, individuos que terminan por verse descalificados por los medios de comunicación al servicio del colectivismo estatal y oprimidos por leyes que contravienen de forma expresa el derecho superior de las personas a su autodeterminación.
  • 15. 8.3. Naturalmente, el grado de alienación del individuo varía enormemente de una sociedad a otra, pero en todas se dan unos patrones comunes de sometimiento que parten de la idea extendida de que el “bien común” y el “interés general” están por encima de los intereses y bienes particulares — que no se dudará en tomar, por la fuerza si es preciso— y de los derechos del individuo —que no se dudará en pisotear legislativamente—. Así surgen limitaciones de la soberanía personal como los impedimentos a la libertad de tránsito y asentamiento en función de las fronteras territoriales que imponen los dos centenares de Estados que se han repartido el planeta, o como el servicio militar o social gratuito, o el pago de impuestos o la prohibición de consumir ciertas sustancias o de conducirse por normas morales distintas de las mayoritarias, por sólo poner algunos ejemplos cotidianos de la escandalosa invasión de nuestra soberanía.
  • 16. 9. La lenta muerte del colectivismo 9.1. El estado de cosas denunciado sigue vigente pero, desde hace unas décadas, sufre una contestación sin precedentes por parte de individuos, minoritarios todavía frente a la masa colectivista pero cada día más numerosos, que, muchas veces de forma inconsciente, están modificando esta situación. La postmodernidad trajo consigo una revalorización del autogobierno personal que tal vez sea la clave del divorcio que se da en muchas sociedades humanas entre un sector grande y heterogéneo de la población y muchas de las instituciones y convenciones derivadas del contrato social heredado del pasado. Un indicio de ese divorcio es el que arrojan frecuentemente los bajos índices de participación electoral. Otro es la beligerancia con que los jóvenes se oponen al servicio militar obligatorio, que va siendo abolido país tras país. Otro más es la reacción airada de la ciudadanía cuando, a estas alturas, el Estado pretende imponer la moral mayoritaria —sea cual sea— a los individuos. Hay muchos más, desde el derrumbamiento del nacionalismo de Estado hasta la negativa de muchas parejas a firmar un contrato público de matrimonio para vivir en común, desde la multiplicación de los paraísos fiscales y otros medios de protección de la propiedad frente al Estado colectivista hasta el incremento exponencial del trabajo por cuenta propia y del teletrabajo desde el hogar. El colectivismo muere lentamente. El mundo —primero el occidental y después, gracias a la globalización, también el resto del planeta— se encamina a largo plazo hacia la culminación de su proceso histórico en una sociedad universal de individuos autogobernados. La revolución de las telecomunicaciones es uno de los factores que hacen posible esta nueva situación, al limitar o eliminar muchas de las trabas que los poderes públicos imponían a la circulación de información, al comercio y a las demás formas de relación entre personas, y al reducir drásticamente las posibilidades de una actuación estatal secreta y al margen de la ley. 9.2. En este orden de cosas, existe una perceptible fricción entre el incremento vertiginoso de la soberanía individual y el temor arracional que despierta en millones de personas consciente o inconscientemente colectivistas —temor incentivado además por miles de políticos y de otros intérpretes del “bien común” que perciben acertadamente este proceso como una amenaza grave a su poder—. Las voces que se alzan (desde cualquier punto del espectro ideológico) en contra de la globalización, o que se duelen de la acelerada pérdida de capacidad coercitiva de los Estados, en realidad están denunciando con risible espanto el avance de la soberanía individual. Su
  • 17. temor no es otro que el eterno miedo a la libertad, y es un temor fundado, ya que la libertad trae consigo ineludiblemente la responsabilidad, y ésta obliga a razonar, a tomar decisiones y a asumir sus consecuencias. La pugna que subyace es la batalla entre la Razón y el misticismo, entre la valiente interpretación del ser humano como un ente soberano, capaz y autosuficiente —y como un fin en sí mismo— y su entendimiento opuesto: como un ser inferior que se asusta de su propia inteligencia y prefiere sustituirla por el misticismo, por sus dioses y, en lo político y social, por el liderazgo paternal de otros que piensen por él y que asuman por él las consecuencias. En definitiva, por un Estado tan grande como la despreciable cobardía de los súbditos que lo hacen posible. 9.3. A esos súbditos tan cómodos en su papel se les antoja áspero y arriesgado un futuro de máxima libertad personal y de mínimo Estado. A otros, a la minoría individualista, nos parece un sueño cada vez más alcanzable. En efecto, no tendremos a quien idolatrar ni a quien demonizar si nosotros somos nuestros únicos dueños, si nosotros somos, conscientemente, los responsables de todo lo bueno y de todo lo malo que nos suceda, si nosotros razonamos y decidimos con todas las consecuencias, si en definitiva somos libres y no tenemos (en contraposición al conocido lema carlista) “ni Dios, ni patria, ni fueros ni rey” sino una consciencia plena de nuestra maravillosa condición de seres racionales, únicos y autoposeídos. Es el desafío de nuestra era: ser libres, ser soberanos, es decir, ser plenamente humanos. Quienes no quieran aceptar el reto, sean mayoría o no, están en su derecho de no hacerlo, pero no de imponerle a nadie más las consecuencias filosóficas y políticas de su miedo a la libertad: su misticismo, que deriva en la sustitución del uso de la inteligencia por el de toda suerte de creencias volitivas sin un ápice de racionalidad; y su colectivismo, que deriva en la triste abdicación de su soberanía en la masa a cambio de protección. Su adopción, en los dos ámbitos, de un comportamiento similar al de los avestruces: sustraerse a la realidad y a la responsabilidad, entrando en simbiosis con los aprovechados que se valen de esa extendida debilidad para convertirse en líderes e intérpretes de unos seres humanos escasamente dignos de tal nombre porque han renunciado, al menos parcialmente, a la Razón que les hace diferentes de las demás especies.
  • 18. 10. Un compromiso personal 10.1. Por todo lo expuesto, proclamo mi derecho total e inalienable a la autodeterminación y, acto seguido, en ejercicio de la soberanía personal que poseo, presento ante el resto del mundo mi solemne declaración de independencia. Así, por la presente, afirmo que no reconozco patria alguna ni poder ajeno sobre mi persona, y que mi obediencia, en su caso, a ciertas leyes contrarias a mi conciencia, emitidas por los diferentes regímenes colectivistas en cuyo territorio me halle en cada momento, será un acto meramente táctico que no comprometerá mi comportamiento futuro. Como estoy en guerra contra esos regímenes, lucharé con sus armas y me camuflaré en la alienante normalidad de su masa de súbditos, pero, cada vez que tenga la oportunidad de hacerlo, golpearé pacíficamente su estructura, pondré de manifiesto su ilegitimidad y, desafiando o incumpliendo si es preciso sus normas, contribuiré a su derrumbe en beneficio mío y de la Humanidad. 10.2. Al declararme rebelde y asumir el liberalismo más libertario desde mi propio entendimiento del mismo, me comprometo a la defensa de la causa de la libertad humana, a ser cada día un poco más libre, a hacer cada día algo por herir de muerte al colectivismo y a ayudar solidariamente a cuantas otras personas luchen también por desembarazarse de tan formidables ataduras. Declarada unilateralmente mi independencia, reconozco de inmediato como único límite a mi libertad el ámbito de soberanía de cada uno de los demás seres humanos, pero, en consecuencia, les impongo también la misma restricción en lo concerniente a mi propia soberanía, cuya invasión no toleraré. 10.3. Así pues, llamo a todos los seres humanos a adquirir el mismo compromiso personal que aquí suscribo, y les convoco a la subversiva lucha cotidiana por su propia libertad personal, una forma de rebeldía mucho más eficaz que cualquier organización armada. En su entorno habitual y sin recurrir a la violencia ni disponer de grandes medios, todos los seres humanos pueden y en realidad deben esforzarse cada día por añadir al gris vaso medio vacío de su propia soberanía personal una gota más de libertad. Cuando todas esas gotas colmen los vasos y todos los vasos se desborden, la libertad fluirá imparable y la Humanidad podrá al fin derrocar el sistema de regímenes colectivistas que aún mantiene sojuzgados a los individuos humanos. JP