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INTRODUCCION
A menudo se afirma que los sudamericanos, en especial los chilenos, pertenecen a
la cultura y civilizaci n occidentales.�
A m me parece que no. Unicamente en la concepci n del amor personalizado,� �
individualizado, somos herederos del Mita fundamental de esa cultura.
El error de creernos occidentales nace de una visi n racio-nalista de la vida,�
que insiste en la igualdad del hombre sobre el planeta.
Sin embargo, el hombre es diferente en todas partes. Y lo es, especialmente, en
esos ciclos cerrados de las culturas y civilizaciones,
que se suceden en el tiempo hist rico. La Tierra es un ser vivo y nosotros�
somos sus frutos.
No da lo mismo nacer y vivir en el sur del mundo, que en el norte, o en el
centro.
El ser se condiciona distinto en sus esencias. Adem s, est la cuesti n del� � �
pensamiento. No todos los hombres "piensan" con el mismo rgano.�
He contado en otro lugar una conversaci n con el profesor C. G. Jung. El doctor�
me re-lataba su visita a un jefe de los indios Pueblos.
El cacique le expon a su creencia de que los hombres blancos estaban locos�
porque aseguraban pensar con la cabeza.
S lo los locos pensa-ban de esta manera, seg n el jefe indio. El pensaba con el� �
coraz n, como los antiguos griegos.�
Los japoneses piensan con el plexo solar (donde se hacen el harakiri, para dejar
la puerta libre al "pensamiento");
los hind es lo har n con algo que les queda fuera del cuerpo, porque los� �
pensamientos "les suceden", por as decirlo.�
Los espa oles piensan con el centro de la pala-bra, que est en la garganta, con� �
el "chakra vishuddha", como dir a un fil sofo hinduista.� �
Ahora bien, c mo pensamos los sudamericanos. los chile-nos Desde muy joven me� �
preocup este fundamental tema de nuestra identidad circunscrita.�
Descubrirla significar a, cre a yo, lograr la identificaci n con nuestro� � �
paisaje,
con esa zona viva del cuerpo de la tierra a la que pertenecemos y poder llegar
a trans-figurarla, alcanzando esa parcela del Esp ritu que,�
por derecho, nos pertenece. Es decir, crear nuestra propia civilizaci n. Por�
aquellos a os escrib un libro, al que titul "La Nueva Tierra".� � �
Luego lo quem . E hice bien. Los viajes, o peregrina-ciones, a todo lo largo y�
ancho de la tierra, en busca de nuestra identidad,
han confirmado mi creencia de que somos diferentes. El acento de nuestra
personalidad est cargado sobre otra ins-tancia del ser humano.�
La historia de la humanidad consiste en el cambio de acento sobre las
"instancias", en la imposici n de un hombre diferente en una determinada zona de�
la tierra
y en la estructuraci n y transfiguraci n del mundo de manera equi-valente. As ,� � �
el mundo cambia o se destruye. Sobre la superficie ac-tual de la historia,
ya ha aparecido un hombre distinto, regido por otra instancia, por otro centro
de conciencia, por otro "cha-kra".
Y la destrucci n total de la civilizaci n del que piensa con la cabeza"� �
es s lo cuesti n de tiempo. Un hombre de tipo "m gico" ha aparecido. El hombre� � �
racionalista est en re-tirada. Es la verdadera revoluci n.� �
El cambio. Las nuevas gene-raciones piensan con otro centro de conciencia y se
entienden entre ellas "sin palabras".
En este volumen, que es algo as como una Epopeya M sti-ca de la B squeda y de� � �
la Transfiguraci n, se trata de hundirse en el fondo del Sur para resucitar sus�
mitos y sus dioses, o el alma de la tierra.
Hay mucho de simb lico en este peregrinaje, en su intento de compenetraci n� �
entre el alma de un individuo y la de su paisaje. Aunque se va por fuera, es
como si se cami-nara por dentro.
Y la b squeda de un Oasis entre los hielos, de una Ciudad m tica en los Andes,� �
o de un Monasterio secreto al otro lado del mundo, es, en verdad, la b squeda�
del centro del silencio y de la paz dentro del propio coraz n.�
Es decir, tr tase tambi n de pasar m s all de una sola instancia de� � � �
pensamiento, para realizar al hombre total, con todas sus instancias en funci n,�
con todos los centros pensantes en actividad.
El Hombre-Total, la Raza de Titanes, la gran posibilidad que so ramos para este��
pa s de los Andes. Y la transfiguraci n del paisaje, de la tie-rra, ayudando a� �
este Ser Vivo a mutarse, en el v rtice cr tico de� �
su involuci n. S lo por nosotros la tierra podr salvarse, espiri-tualizarse,� � �
transfigurarse.
De lo contrario, sobrevendr la cat s-trofe. La necesidad de encontrar la ra z� � �
de los mitos y leyendas
(instrumentos de que disponemos en el intento de compenetra-ci n con el�
paisaje), dispersos en el sur del mundo, me llev a intentar un d a el cruce del� �
Oc ano Pac fico. Sus corrientes sub-terr neas me dejaron en la India.� � �
All viv casi diez a os, en la b squeda incesante. Es el tema de una Trilog a.� � � � �
De la India deb retornar un d a convencido que tampoco ramos orientales.� � �
Estamos en alg n punto intermedio, entre Oriente y Occidente, en otra zona.�
Sin embargo, el alma del chileno, por tantos siglos vuelta del lado de
Occidente, podr a tornarse ahora hacia Orien-te, como un medio de encontrar el�
equilibrio, llegando a hacer m s f cil el encuentro con su propia identidad.� �
Despu s de todos estos a os de b squeda y esfuerzo, he lle-gado a comprender� � �
que no importa donde me encuentre ya, ne-cesitando m s bien de la distancia, que�
no comprometa muy a fondo el sentimiento, para poder mirar y ver con claridad.
El trabajo dram tico con mi propio paisaje fue intentado. Ahora el viaje es�
interior.
Y no importa tampoco cu n solo se est , ni cu n apartado y distante, porque, "si� � �
se cumple con el recto tra-bajo, amigos desconocidos vendr n en tu ayuda", como�
dec a el alquimista.�
"Si piensas los rectos pensamientos, aunque est s solo, sentado en tu cuarto,�
ser s escuchado a mil leguas de dis-tancia", afirmaba la sabidur a china en la� �
antig edad.�
Si te enfrentas al Angel en forma certera, esto tendr validez universal. Si has�
descubierto el refugio milenario de los Ar-quetipos del Sur del mundo y de tu
propia tierra, ya no necesitas estar aqu .�
El descubrimiento servir para los que despu s de ti vengan, porque les habr s� � �
ayudado de modo irreparable. Entonces, esta obra es para aquellos que un d a�
volver n a buscar el Oasis que existe entre los hielos del Polo Sur,�
la Ciudad de los C sares en los sagrados Andes;�
para aquellos que, cruzando las aguas del gran Oc ano, vuelvan a buscar la�
Ciudad Eterna en los Himalayas, encontr ndose, quiz s, al fondo de las aguas,� �
con las secretas huellas que enlazan los mundos.
Santiago de Chile, mayo de 1974.
MIGUEL SERRANO NI POR MAR NI POR TIERRA
Historia de la B squeda en una Generaci n� �
PROLOGO A LA EDICION ARGENTINA DE 1979
Han pasado casi treinta a os de la primera edici n chilena de este libro. Aqu� � �
comenz la b squeda por el camino "sin-cron stico" de la transfiguraci n interna� � � �
y externa, simult nea, como en los tiempos antiguos de las peregrinaciones�
m gicas a determinados puntos "sensibles" de la tierra. La inici en mi patria,� �
por el gran sur del mundo, en su vecindad polar. La b squeda se continu en los� �
a os, extendi ndose en el espacio exterior como en el interior. Es esta una� �
peregrinaci n que se terminar s lo con la muerte. Y qui n sabe. Al abrir estas� � � �
p ginas, que son una historia autobiogr fica y de mi generaci n en Chile, como� � �
se afirma en el subt tulo del libro, veo que nada ha cambiado en la base de�
sustentaci n de lo que en el tiempo he ido desarrollando. Por ejemplo, el ep -� �
grafe, que es donde se origina el nombre del libro : "Ni por mar, ni por tierra,
encontrar s el camino que lleva a la regi n de los hiperb reos", sintetiza todo� � �
el tema. Y esto fue as sin que yo mismo supiera hasta que extremo, porque en�
esos a os desco-noc a que el camino era hacia los hiperb reos. Lo desconoc a en� � � �
mi conciencia, habiendo transcrito en la primera edici n un verso de P ndaro que� �
aparece en una obra mal traducida de Nietzsche ("El Anticristo") : "Ni por mar,
ni por tierra, en-contrar s el camino que lleva a la regi n de los eternos� �
hielos". Hin verdad era "a los hiperb reos". Hoy lo s tambi n con mi� � �
conciencia. Hace casi treinta a os, entonces, me hallaba en el mismo Sendero del�
que no me he salido m s, buscando el Continente Hiperb reo desaparecido, la� �
entrada a la Ciudad de los C sares, el Oasis en los extremos pblares de la�
tierra y el retorno a los or genes legendarios de Am rica, que fuera llamada� �
Albania, hace
miles de a os, la Blanca, la de los Dioses Blancos, el Hogar pri-migenio, la�
Estrella de los comienzos. Creo ser el nico escritor en Am rica que ha tratado� �
este tema desde siempre : Am rica, Continente de los Dioses Blancos. Mis a os en� �
India fueron s lo una continuaci n de la b squeda en profundidad y en extensi n.� � � �
Arriba, abajo, adentro, en el horizonte dilatado. Los Dioses Blancos son los
hiperb reos. Hiperb reo quiere decir m s all del dios Borea, del fr o y de las� � � � �
tormentas, los divinos inmortales que vivieron en un mundo ya desaparecido, en
la Edad de Oro y a, los que todos los signos y las leyendas se refieren como
habitantes primeros de esta Am -rica nuestra. Kontiki, Virakocha, Quetzaltcoatl,�
descend an de esos Dioses Blancos. Su verdadera presencia corresponde a la Ante-�
Historia de nuestro mundo, a un Pr logo a la Historia. Ellos son los primeros�
moradores de estas regiones extra as, donde a n se presiente el gran aliento de� �
los divinos ocultos en la roca de los Andes. Ellos son los gigantes a que hago
referencia en esta obra. Es s lo imagin ndolos y en la b squeda sin reposo de su� � �
Morada, en la seguridad de su resurrecci n, donde aparece la Puerta de salida al�
drama americano y la transfiguraci n del paisaje del sur del mundo. S que para� �
m no ha existido otra Am rica sino la de los Dioses Blancos, la de los gigantes� �
milenarios. Lo otro, el pasado y presente inmediatos, es la tragedia de las
razas moribundas, digeridas, destrozadas por el paisaje que no les pertenece,
que no pueden alcanzar en su grandeza. Es la vida desconectada del paisaje y de
los Gu as divinos de otros tiempos, los Dioses Blan-cos, a los que se alcanza en�
la "transmutaci n de todos los valo-res", en la mutaci n y transfiguraci n de� � �
una alquimia biol gica y del alma. La historia actual de Am rica es la de la� �
mezcolanza de los esclavos de la Atl ntida (o de la Lemuria) librados a un�
arbitrio imposible, sin los Gu as de anta o. La Transfiguraci n del Paisaje y la� � �
mutaci n de algunos se har posible en el reen-cuentro de esos dioses y gigantes� �
hiperb reos, que a n residen en las cumbres sagradas, en el hallazgo de su� �
Ciudad, de los Oasis ant rticos. Este libro se continu en "Qui n llama en los� � �
hielos", mi b squeda de ese Oasis polar de los Dioses Blancos y en "La ser-�
piente del Para so", mi b squeda extendida a los Himalayas (de los Andes a los� �
Himalayas). Es la b squeda en el mundo exte-�
rior. "Las Visitas de la Reina de Sala", "La Flor Inexistente" y "Elella", son
la b squeda en el mundo interior, su resonancia m tico-simb lica en el alma.� � �
Ning n otro escritor ha desarrollado, creo, en su obra y en su propia vida, el�
tema de esta b squeda esperanzada, real y a la vez simb lica. Lo digo sin� �
pretenciones, porque nada de esto me perte-nece, habiendo sido como dirigido, o
como si en un Eterno Re-torno, hubiera estado siempre en esta gloria y en este
drama.
Montagnola (Suiza), diciembre de 1977.
MIGUIEL SERRANO
PROLOGO A LA EDICION CHILENA DE 1950
El viaje aqu comenzado debi terminar en los hielos de la Ant rtida, en busca� � �
del misterioso oasis primordial. De all debi-mos retornar con el alma quemada�
por el fr o, pensando que todo fue in til, porque el camino verdadero se� �
encuentra aden-tro. El final de la obra ser a el relato del Viaje Interior, en�
donde la traves a por el sur del mundo se repite en forma sim-b lica, dentro del� �
propio ser. Pero he aqu que no he sido capaz de terminar esta obra, porque a n� �
no he estado preparado para ello. El viaje se detiene en Chilo . Mis intenciones�
son continuarla en un segundo volumen, retomando el viaje en el punto en que
aqu fue interrumpido. Todo el plan y los esquemas est n trazados desde el� �
principio, y a menudo paso mis d as y mis noches inclinado sobre las cartas�
marinas, revisando los caminos del sur. Me preparo tambi n para dar el gran�
salto hacia los hielos. Sin embargo, dudo que llegue a terminar esta obra. Los
tiempos son contrarios. Y el viajero es requerido por las aven-turas de la
traves a, que le absorben, oblig ndole a poner toda su atenci n en el camino,� � �
donde el buen xito de la empresa de-pende de su pericia y de su concentraci n.� �
Ser consumido por su propio sue o y por el viento del sur. Los mejores viajeros� �
nunca han tenido tiempo de llevar un diario de sus viajes. Por eso han sido
desconocidos. Por haber transgredido en parte esta norma, pido perd n a los�
aventureros del sur.
Santiago de Chile, 1950
PRIMERA PARTE
LAS RAZONES DEL ALMA
ALGUNOS ANTECEDENTES DEL VIAJE
Las siguientes p ginas que, hasta cierto punto, son autobio-gr ficas, pudieron� �
tener un antecedente para su mejor compren-si n. En el pasado deb escribir un� �
libro que fuera el relato de la vida de mi generaci n y de mi propia vida. Ah� �
deb explicar algunas cosas que habr an hecho m s comprensibles estas p ginas de� � � �
hoy. As , este libro debi comenzar donde otro terminara. Pero el drama de mi� �
vida se plante en la siguiente forma o tal vez yo mismo lo plante : La� � �
literatura, el arte, es un bast n que ayuda a subir el cerro ; una vez que se ha�
llegado a la cumbre, ya no se necesita y hay que dejarlo. Los problemas que el
arte suscita, no encuentran soluci n en el arte mismo, sino en la vida. Se�
precisa el acto dif cil de una renunciaci n. Hace algunos a os, junt todos los� � � �
libros escritos hasta esa fecha y los quem . Era un gesto in til. Despu s, lleg� � � �
el instante de la prueba : En el v rtice de mis a os, irresistiblemente quise� �
asomarme al pasado ; dese , si fuera posible, retornar y mezclarme de nuevo con�
los camaradas de anta o. Vi c mo danzaban a n, ya casi sin fuerzas. Tambi n� � � �
empec a danzar y dej que las l grimas corrieran al reconocer las viejas� � �
mansiones y los muros derruidos. Volv a amar y a sufrir. Algunas manos se�
extendie-ron, porque yo era el resucitado, que hablaba de algo ya muerto. Me
esforzar porque este libro sea un mensaje para los que despu s vengan. Porque� �
este es el camino por el que otros pasa-ron antes que yo. En los senderos de las
cumbres he encontrado sus huellas.
EL VIAJE SE PREPARA DESDE DENTRO
El libro que deb escribir con anterioridad, habr a tratado de los primeros� �
tiempos de nuestra generaci n, de mi adolescen-cia. Fue en aquellos a os cuando� �
se exteriorizaron los impulsos y se conformaron los hechos que condicionar an el�
futuro. Deb hablar largo de esos a os en que nos sent amos envueltos en una� � �
atm sfera especial. Qu ser aquello que da el tono a una ge-neraci n? Hay� � � � �
ciertas inhibiciones comunes, ciertos dolores. Todo esto a causa de una infancia
dif cil y de un pa s en disgregaci n. Nuestra generaci n viene a la existencia� � � �
en un tiempo inver-tebrado, cuando en Chile se han roto los nexos del acontecer
his-t rico, en un momento en que el hombre va siendo hondamente disuelto por el�
paisaje. Mi vida se ha desenvuelto casi tanto en mis sue os como en los�
acontecimientos externos. Hay momentos en que me es dif cil distinguir entre el�
recuerdo de la imagen de un sue o y un acon-tecimiento vivido en la realidad�
exterior. D as he pasado abstra -do por las impresiones de un suceso so ado. Es� � �
as como podr a ser que alg n gran viaje, o una aventura emprendida en mi vida,� � �
fuera impulsada por un sue o que se ha adue ado m gicamente de mi imaginaci n.� � � �
He vivido envuelto en la fantas a, y el motivo de alguna le-jana m sica del� �
alma, emergida de esas aguas profundas, se ha posesionado de mi existencia como
el eco fantasmal de las cam-panas de la Catedral sumergida. Y hay sue os raros,�
que ya no son sue os, sino vida acaecida en una realidad m s intensa que la� �
vigilia. El sue o desaparece y se alcanza "otra realidad". El que as vive, ha� �
"despertado", ya no "duerme" en la noche, sino que su "conciencia es con-tinua".
Hace muchos a os, siendo un muchacho, tuve uno de estos sue os. Vi la monta a� � �
que se yergue frente a nuestra ciudad, os-cura a n en el amanecer. Dentro de la�
masa de roca hab a dos figuras gigantescas. Una de ellas, la del lado derecho,�
levantaba los brazos al cielo, implorando y la otra se inclinaba hacia la base,
como vencida. Los bordes de estas figuras estaban ribeteados por trozos de metal
dorado. A os despu s, cuando inici una peregrinaci n por las mon-ta as de mi� � � � �
patria, creo que iba al encuentro de esos gigantes.
22
Con una mochila a la espalda camin por las m s lejanas cordilleras. La� �
presencia de la soledad en la monta a tiene formas y es un ser que nos observa ;�
a veces se detiene a nuestro lado y hace rodar una piedra para informarnos de su
existencia. Por esos altos lugares me he encontrado con exploradores, aldeanos y
vagabundos. A todos ellos les he preguntado por el camino y he mirado al fondo
de sus ojos, para descubrir si cono-c an el angosto paso que lleva al valle�
secreto. Lleg el d a en que me encontr con la monta a de mi sue o. En el� � � � �
atardecer alcanc su cumbre. Avanc hasta tocar la cima donde recordaba haber� �
visto extender los brazos al gigante. Me tend de bruces, quedando en una�
semiinconsciencia, interrum-pida s lo por la idea de estar absorbiendo la�
energ a de esa forma con todo el ser.�
LA LLAMADA
Me sent sobre una roca y me qued inm vil. Se hizo la no-che. Una lenta� � �
pesadumbre me invadi . De improsivo, en alg n momento de esas horas, apareci un� � �
rostro grande, inm vil, con un gorro de cuero. Sobre el torso, llevaba una piel�
de puma, o quiz de guanaco. Me miraba fijamente. Abri la boca y me dijo : "T� � �
vendr s aqu ".� �
LAS TRES NOCHES DE HIELO
Vi en sue o un monte blanco, envuelto en una luz radiante. El cielo era de un�
azul transparente. Este monte representaba en sus cumbres rostros de gigantes,
con la vista fija en la lumino-sa profundidad. D nde estaba ese monte? En qu� � � �
lugar del mundo ? Vi un cielo oscuro, envuelto en nubes pesadas. Y en la l nea�
del horizonte, una franja roja, como de sangre o de incendio. De d nde era� �
este cielo ?
23
Por tercera vez, volv a so ar. Apareci un paisaje gris y una tierra rocosa,� � �
salpicada de nieve. Sobre las piedras se posa-ban unos p jaros tambi n grises.� �
Uno de ellos ten a en torno al cuello un anillo de color rojo. Y estas aves, de� �
qu lugar del mundo eran?�
EL MAESTRO ME HABLA DEL POLO SUR
De nuevo estoy aqu , despu s de tanto tiempo. Este lugar me es familiar, lo he� �
recordado a trav s de los a os, con sus cua-dros en los muros viejos, pintados� �
por la mano del Maestro y sus figuras sobre las mesas. Hay un gran libro de
madera, con una letra grabada al fuego. En su nica p gina, tambi n est mi� � � �
nombre. Me esfuerzo por mirar al Maestro fijamente. Y le veo ro-deado de una paz
que se hace presente casi como una emanaci n. Sus manos son armoniosas y su voz�
llena de fuerza. Pero el Maestro es un ser que avanza apartando las sombras con
una es-pada. Su voluntad es indomable. Su convicci n desconoce matices. Es un�
ser infalible cuando la voz del m s all habla por su boca. Pero s lo entonces.� � �
Ahora me dice : Hace tiempo que lo sab a. Ir s hasta el extremo sur del mundo,� � �
hasta el borde de los hielos ant rticos... Callo y sigo mirando todo lo que me�
rodea. El Maestro con-tin a : Sabes lo que es el Polo Sur ? Es el sexo de la� ��
tierra. Una regi n tenebrosa de por s ; pero de importancia fundamental ; el� �
sexo es el mayor misterio del universo. Transmutando su fuer-za se alcanza el
Reino de Dios. El sexo es Sat n, en lucha con l se llega a Dios. Es Sat n y es� � �
Dios. El tratar de impedirte el descubrimiento del Oasis que existe entre los�
hielos. Cruza sus piernas, reposando las manos en las rodillas, mien-tras
contin a : No te imagines que la tierra es un ser muerto, cubierto por una� �
corteza dura. La tierra es un ser vivo, palpitante y nosotros somos sus c lulas�
esforz ndonos por interpretarlo y hasta por li-�
24
berarnos de l. La tierra tiene un alma y si su cuerpo es redondo forma que un� �
d a debemos alcanzar su alma conserva la for-ma humana, que es tambi n la forma� � �
del cielo. He visto el alma de la tierra, de medio cuerpo hacia arriba,
emergiendo blanca del mar ; su rostro tiene una grave y sombr a expresi n. Mira� �
los horizontes y vigila, llevando la cuenta de los seres que se liberan, a pesar
suyo, en lucha con su otra mitad negra, que se sumerge en las profundidades
heladas. El Esp ritu de la tierra no permite que los hombres se liberen antes de�
tiempo. En este mundo de contradicciones, s lo la paradoja es capaz de darnos�
una visi n justa. Por extra o que parezca, son aquellas "c lulas" rebeldes, en� � �
lucha con el Esp ritu de la tierra, las que mejor trabajan por la liberaci n de� �
este mismo Esp ritu, que tambi n se alegra cuan-do ha sido vencido y las ve� �
partir, ascendiendo por sobre la dila-tada vastedad del mar. Cu n pocas son !� �
Una en miles de a os... La regi n hacia la que vas, es la Mansi n de Sat n,� � � �
ant poda del Esp ritu Blanco, que emerge del hielo del Polo Norte, cerebro de la� �
tierra, que ya ha dado al mundo las razas destinadas a des-arrollar el
intelecto. Sat n, sexo de la tierra, es la Naturaleza que multiplica y crea. Su�
forma es ilusoria. Es la suma de nues-tras sombras. Algo as como el archivo de�
los pesares y la noche de la Humanidad. El Demonio somos nosotros mismos, es una
parte spera y pesada de nuestra alma. Acaso no somos tambi n Dios ? Call un� � � �
momento, mientras entornaba los ojos. Prosigui : He visto a ese Ser en su� �
recinto del Polo Sur. Es una in-mensa cavidad oscura donde reside. C mo� �
describ rtela ? Espa-cios sin l mites, que se extienden por el interior ps quico� � �
de la tierra, debajo del casquete de los hielos eternos. Y ah se mueve el Angel�
Sombr o. Asciende, o desciende, hasta el extremo de esa cavidad. Se arroja en�
demanda de su otro extremo, de su final inalcanzable. Toda una eternidad lo ha
pasado en este esfuerzo, tratando de alcanzar el lugar antip dico del que ha�
sido proscrito en el comienzo mismo de la creaci n. El Norte es su anhelo pro-�
fundo y su mayor sufrimiento... Cerrando los ojos, todo esto es posible de
percibir y escuchar. Sabiendo cerrar los ojos, mi-rando dentro de uno mismo...
Se detuvo otra vez. Hizo una reflexi n como para s : En el principio, todas� � �
las tierras estaban agrupadas en el Polo Sur, donde tambi n se hallaba la Colina�
del Para so. Y�
25
cuando, desde el centro de los cielos, fue expulsado Satan s, ca-yendo de cabeza�
sobre este Polo, a la velocidad de una luna des-prendida del firmamento, fue a
dar al noveno estrato, entre los hielos. Las tierras se dividieron alej ndose�
del Polo, distribuy n-dose por el planeta, para formar los actuales continentes.�
Es por ese extremo de la tierra por donde deber ir en el futuro la humanidad�
liberada, para reencontrar el Oasis Primordial. En alg n secreto lugar del Polo�
Sur se encontrar incluso la Colina del Para so... T sabes que estas alegor as� � � �
tienen un valor sim-b lico, indicando realidades ps quicas. La tierra misma es� �
un s mbolo. Debemos cruzar a trav s de Satan s, ese fuego que nos sac del� � � �
Para so y que ser tambi n el que nos restituya. Los habitantes de esta zona� � �
austral del mundo somos los adelantados del Destino. Vivimos casi sobre el fuego
de Satan s. De ah esa angustia que descubres en los seres de estas regiones. El� �
nacer y vivir aqu es tr gico. Tambi n es un privilegio. Tenemos que abrir el� � �
camino. Mira a tu alrededor. Ver s un mundo legenda-rio en que de nuevo puedes�
llegar a ser un dios. Luz y sombra envuelven el paisaje y presionan el alma de
los seres. Somos arras-trados por una corriente que nos lleva a los extremos. Si
en el Norte floreci un d a la raza que posey el dominio de la raz n, en el Sur� � � �
deber nacer la raza dirigida por la intuici n. En lucha con la m s poderosa� � �
fuerza del universo, con la luz astral de Sat n, que da forma a la creaci n,� �
ser capaz de vencer y trans-mutar. Esta raza polar, del Sur, poseer un� �
veh culo nuevo que, como t nica gloriosa, envolver la imagen del hombre del� � �
futuro. Se detuvo bruscamente, como si no quisiera seguir hablando. Cu ntas�
veces en los a os he estado aqu , escuchando al Maestro. Como desde alg n lejano� � �
sitio, le oigo decir : Un viento g lido ha soplado sobre tu alma. El Angel Os-� �
curo te llama para probarte en sus dominios. De esta aventura depende la
transfiguraci n m gica del paisaje. Somos plantas a trav s de las cuales se� � �
expresa el Esp ritu y en nuestro drama se incluye el porvenir de las�
generaciones m s pr ximas. Necesitas partir, porque el alma madura al contacto� �
con su paisaje... Pero no olvides que tu viaje es lo mismo que si lo hicieras
por dentro de ti mismo, descendiendo desde el plexo solar, hasta la regi n�
inexplorada de tu sexo.
26
Dormido, recorr el mundo fantasmal. En su desamparo, descubr una ciudad. Me� �
intern por sus calles y entr en sus casas de piedra. Estaban vac as. Buscaba a� � �
alguien que parec a haber partido. "No es posible", pensaba, "que ahora que he�
lle-gado, con tanto esfuerzo, aquel a quien busco ya no est ". Afuera, los�
rboles se mec an en un viento blanco.� �
DECIDO EL VIAJE
Fue a fines del a o 1947 cuando Chile envi su segunda ex-pedici n a la� � �
Ant rtida. Deb encontrar un motivo que me permitiera participar en esta� �
expedici n. Viaj a Valpara so y comenc a deambular por sus calles. Fue desde� � � �
sus cerros de donde los Conquistadores espa oles cre-yeron ver el Valle del�
Para so. Encamin mis pasos hacia Playa Ancha, en busca de una casa donde viv� � �
en la ni ez. Las casas viejas, los antiguos muros, que un d a habitamos, guardan� �
sombras que esperan nuestro retorno. Segu vagando por las callejuelas. En la�
ltima luz del atar-decer llegu frente al Museo Zool gico. La entrada estaba� � �
abier-ta. Pas entre momias de p jaros y animales. Un hombre peque- ito se� � �
acerc . Reconoc al Director del Museo, el mismo que tanto me deleit cuando era� � �
ni o. Me mir con curiosidad, con sus ojillos vivaces. Todo est igual le� � � � �
dije. - C mo lo sabe Y S m s agregu ; s que usted perdi un dedo de su mano� � � � � � � �
derecha, se lo arranc el mono que estaba en esa jaula. Una agradable sonrisa se�
fue dibujando en el rostro del hombrecito. Como hace a os, empez a mostrarme su� �
Museo. Ya de noche, cuando me desped a, vi colgada del techo una canoa. Es una� �
canoa fueguina. La construyeron los ind genas de la Tierra del Fuego y la don a� �
este Museo el jefe de la expedi-ci n chilena a la Ant rtida dijo.� � �
27
g Es usted amigo del jefe de esa expedici n? Creo que es el mismo que ir este� � �
a o. Enterado de que deseaba ir a ese Continente, volvi atr s por los pasillos� � �
ya oscuros, entre las momias y las reliquias ; abri la puerta de su peque a� �
oficina, encendi una luz y me ofreci asiento. Mientras acariciaba un peque ito� � �
y curioso gusano, que ca-minaba sobre su escritorio, me dijo : Yo le puedo�
ayudar. Fue as como el antiguo amigo, que a n viv a entre sus f -siles, me� � � �
extendi su mano de cuatro dedos (el quinto lo perdi en mi infancia) y afirm� � �
mi sue o.�
LA PARTIDA
Una ceniza gris cubr a el cielo. En los muelles, el petr leo invad a con grandes� � �
manchas verdes y negras las aguas que azo-taban los costados de los lanchones.
La Boya del Buey mug a y las sirenas melanc licas desgarraban la noche. Las� �
lucecillas de los cerros y los haces de luz de los faros penetraban a trav s de�
la ceniza. De improviso, un cometa apareci en el cielo. Tambi n iba hacia el� �
sur. La gente sub a a los cerros y permanec a las noches en pie para observarlo.� �
Un cometa es un iceberg del cielo. Lo quema un fuego helado. Lleg la noche de�
la partida. Una llovizna delgada ca a sobre los muelles envueltos en bru-ma.�
Algo pesado, como un ruido de cadenas se arrastraba en la noche. De pronto, un
personaje extra o cruz por los muelles, con una camisa de seda, sin mangas, con� �
pantalones cortos y san-dalias. Subi a nuestro buque y entr en la C mara de� � �
Oficiales. Era un explorador que ven a a despedirnos, y nos narraba sus viajes�
por el universo. Cuidado con los "grouler" ! nos dec a . Estos buques de�� � � �
acero no sirven para los hielos. Cuidado con los monstruos del mar ! Los�
"grouler" son manos negras de monstruos que agarran al buque por el casco y lo
sumergen en las profundida-des. S que los marinos chilenos no creen en los�
monstruos del
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mar ; son demasiado nuevos. Pero ya cambiar n... Piensen en los marinos griegos�
y en las Gorgonas... Tengan cuidado con este viaje... ! La fragata se comenz� �
a mover despacio, navegando la bah a de Valpara so y despidi ndose de los otros� � �
buques con melanc -licos pitazos. No dorm . Me daba vueltas en la litera, con la� �
cabeza pesada y unas grandes n useas. El viento azotaba al buque por la popa.�
Pas la noche y lleg la ma ana. No me pude levantar. Era tarde cuando abr los� � � �
ojos, tratando de penetrar a tra-v s de las sombras del peque o camarote, m s� � �
all de la cortina de arpillera que se mov a en la puerta. Alguien lleg y se� � �
detuvo all . Parec a decirme : " Animo, acu rdate que has venido a en-� � � �
contrarme. All , te espero !" Hice un esfuerzo y me levant . Me dej caer sobre� � �
el piso y empec a caminar. Agarr ndome a los hierros y cuerdas llegu hasta� � �
cubierta. El Oc ano se dilataba. Las planchas de acero cruj an. Una luz suave se� �
extend a por el horizonte. La sal del mar me san .� �
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EL MISTERIO DE UNA GENERACION
1
Deteng monos antes de seguir. No es posible avanzar sin saber qui nes son los� �
que avanzan. Hay una tierra, hay largos caminos y hay unos hombres. Esa tierra y
esos hombres son trozos dispersos de mi propia existencia. Qu es una� �
generaci n? Cuando ni o empez a apasionar-me el siguiente problema : Por qu� � � � �
me siento yo ? Observaba a los seres y meditaba : " C mo es posible que aqu llos� � �
tambi n sean "yo", se sientan "yo", y, "yo" mismo, a la vez, sea "yo" y no�
"ellos"? "Yo" y no "t "? Por qu nac yo y no otros? Parece como si en� � � � �
temprana edad el yo se encarnara, un ser penetrara en nosotros. Hasta hace poco
nos miraba desde fuera, estaba disuelto en el paisaje. S lo una vez despu s he� �
tenido una sensaci n similar a aqu lla de mi infancia y fue en mi adolescencia,� �
en el colegio, cuando me encontr con muchachos semejantes a m . Descubr que a� � �
mi alrededor exist an seres parecidos. Era mi generaci n. Y lo que experiment� � �
fue m s o menos esto : Solitario, hasta entonces, hab a sido un miembro aislado� �
de un cuerpo que ahora se completaba. Qu es una generaci n ? Parece que all� � � �
tambi n, en un cierto momento, penetra un alma individualizada para impri-mir el�
estilo de su drama. Del oc ano de las generaciones somos una ola que se agita en�
sus tormentas. Inescrutables signos fijan el destino de una generaci n,�
integr ndolo en un plano m s amplio. Del paso por el drama de una generaci n el� � �
yo individual debe salir reforzado. En un plano superior, como eslabones de una
cadena, o
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como anillos en espiral, las generaciones debieran unirse entre s por un tenue�
hilo, para pasar a integrar el destino de la tierra y del paisaje. Sin embargo,
suele suceder que de pronto el hilo que une a las generaciones se rompa. Si
hubiera que buscar el rasgo caracter stico de mi genera-ci n en Chile, aquello� �
que la diferencia, habr que decir que es una generaci n desvinculada e� �
invertebrada, sin lazo de uni n con las generaciones anteriores. Es una�
generaci n-isla, que ha emergido repentinamente de las profundidades. He tratado�
de comprender la causa que ha hecho posible esta desvinculaci n. Por m s que� �
buscara puntos de contacto con las generaciones anteriores no los hallaba.
Edades, pocas geol gicas nos separa-ban. El pasado se nos aparec a como un� � �
museo de momias. No s si siempre deba pasar de este modo. Parece que hubo�
genera-ciones que veneraron a las anteriores y se encontraron sosteni-das por
ellas, yendo por un camino que hab a sido se alado y asegurado para evitarles� �
los riesgos in tiles. En cambio, noso-tros, desde la ni ez hemos sido impelidos� �
a la rebeli n y a la soledad. Sin pilares firmes, ni puntos de apoyo, en medio�
de un mundo en crisis, cuando todos los valores se derrumbaban y los que a n�
subsist an eran extra os y sin alma, pudimos sobre-vivir por un esfuerzo� �
anormal. Nuestra generaci n tuvo que hacer abstracci n del pasado para crear su� �
propio mundo. Ro-deada de peligros y de preguntas, debi construir los cimientos�
y la roca misma de su existencia. Todo un sistema de n meros y valores, una�
ciencia, un arte, una filosof a y hasta una reli-gi n. Se hac a necesario� � �
redescubrir, no ya las ra ces de la pro-pia vida, sino las del mundo y,�
principalmente, las de la patria, de la tierra que nutre las ra ces. Este�
esfuerzo ha sido cumplido s lo a medias, entre agon as y una crisis honda de la� �
voluntad. En el Liceo y en las Universidades, se contribuir a a aumen-tar la�
sensaci n de n usea y descontento. Las generaciones ante-riores a la nuestra, en� �
Chile y en Am rica, han sido formadas por la cultura occidental, mejor dicho,�
por la espuma filos fica del siglo xix, que introdujo su estilo racionalista en�
el Liceo. Esta espuma le dio car cter a una generaci n vacua y superfi-cial, sin� �
fuerzas, sin ra z. Hormas pat ticas que repiten gestos de zombies, que ahuecan� �
la voz y por dentro est n espantosa-mente vac as. Crecieron del aire, como� �
crecen los hongos o las callampas mentales, sin vida propia. Fueron los
profesores y maestros de nuestra generaci n, que en la escuela nos entrega-�
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ron un pan digerido ya, que se nos indigest y nos produjo un asco�
indescriptible. Ellos eran muertos que imitaban una cul-tura ajena, que ni
siquiera penetraban en sus esencias, paro-di ndola en su superficie. La letan a� �
de la ciencia y del humanismo racional nos la entregaban con suplicios
refinados, de-formando un alma virgen y salvaje como los cerros y los mares de
que proced a. Recuerdo mi primer choque con esta educaci n y las angustias� �
intensas de permanecer horas sentado en los bancos de la clase, mientras afuera
brillaba el sol y a lo lejos soplaba el viento. Para salvarnos del racionalismo
no pod a servirnos siquiera la educaci n cat lica de la infancia, pues esta� � �
religi n, tambi n ajena a nuestro mundo, estaba demostrando su debilidad en la� �
forma f cil en que se desprend a de nuestro coraz n al primer embate de una� � �
argumentaci n tendenciosa y dirigida. Perd al Dios de mi infancia una noche,� �
conversando con un alumno de un curso superior, en uno de los patios del
Internado Barros Arana. Esa noche, en mi cama, llor despacio. Desde aquella�
vez, ya no volv a rezar las oraciones de mi infan-cia, que me desvelaban en�
medio de un deseo enorme de dormir ; a pesar de mi angustia, me sent aliviado.�
Desde aquel d a fue como si creciera f sicamente y mi pecho se dilatara en los� �
prime-ros caminos de la libertad. La cultura occidental, comprendiendo el
catolicismo, fue un fen meno dram tico, resultante de un hombre y de una tierra.� �
El alma de una zona del mundo fue interpretada y transfigurada por el hombre.
Descubierta Am rica, nos impusieron una cultura y un alma extra as. Pero la� �
tierra es m s fuerte que la inten-ci n o la locura del hombre. La espuma de otro� �
mundo lleg a nuestras playas ; mas, las fuerzas contrarias y poderosas del�
paisaje han librado la batalla y ser n invencibles. Las genera-ciones anteriores�
a la nuestra han cre do poder imponer un estilo a la tierra, y, en la sorda�
lucha que libraban, de la que ellas mismas no eran conscientes, se descubr a que�
hab an per-dido. En la vacuidad de sus corazones se present a la venganza del� �
paisaje, que no las reconoc a como a sus hijas y que las estaba secando por�
dentro. Quisiera poder explicar con claridad esta tortura de una educaci n y de�
una ense anza sin vida, que se nos inculc a la fuerza. Odi bamos esta ense anza� � � �
contraria al mundo que nos rodea. No creo que esto sucediera igual con las
generaciones europeas contempor neas a dichos fen menos del pensamiento.� �
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Ellas estaban estudiando su historia, resultante de una compe-netraci n con su�
paisaje, de una interpretaci n espiritual de su mundo ; cada idea, cada�
pensamiento habr a sido elaborado por un esfuerzo com n en el que se sent an� � �
partidarias y en el que hasta los r os y las piedras han tomado parte. Por todo�
ello, el repetir y aprender era un fen meno creador. En cambio, nosotros nos�
sent amos proscritos de todo eso y enfrentados a un contorno virgen y sugestivo.�
Una tierra separada por oc a-nos y una generaci n, la nuestra, que aparec a de� � �
pronto tan lejana y solitaria como esta tierra. La generaci n anterior no tuvo�
conciencia de todo esto, se crey parte integrante del fen meno de una cultura� �
ajena y de un mundo distante. Durante su tiempo se rompieron los ltimos lazos.�
As se produjo esta grieta cuyo fondo es imposible ver. Y fuimos empujados a la�
soledad. Qu hacer ? Aceptar el des-tino. Y luchar. Fuimos los iconoclastas,� �
porque no pod amos ser otra cosa. Fuimos los luchadores y los combativos. Hab a� �
que destruir para poder vivir. Recuerdo mis a os de combates y de pol micas� �
literarias. La generaci n m s antigua en la lite-ratura estaba representada por� �
hombres que siempre permane-cieron en la superficie. La generaci n intermedia�
cont en sus filas con algunos poetas que se impusieron a n m s all de nuestras� � � �
fronteras ; para nosotros, sin embargo, tambi n fueron superficiales, sin drama�
hondo. La patria, para nuestra generaci n, signific siempre algo m s que una� � �
relaci n de superficies. Hab a entre los montes y nosotros un di logo profundo� � �
que a n no interpret bamos, pero que no pod amos desconocer. El aroma de algo� � �
remoto nos llega-ba, oblig ndonos a alejarnos de todo lo que nos parec a sobre-� �
puesto y sin relaci n de profundidad. Abandonamos los estu-dios y empezamos a�
caminar entre cuatro murallas, monologando por meses y hasta por a os. Una�
angustia casi biol gica nos atormentaba. Febrilmente, llen bamos carillas.� �
Afuera, en el mundo, suced an cat strofes : la guerra de Espa a, el nacismo, el� � �
comunismo, la gran guerra asomaba ya su rostro. Sobre nuestro escritorio, la
filosof a, el marxismo, la ciencia, el psico-an lisis, los viejos textos� �
polvorientos, los libros encontrados al azar. El dolor era el de los
nacimientos. Organos nuevos nqs crec an, capaces de penetrar el interior de la�
monta a. Por aquellos a os tuve que cumplir de este modo con el trabajo de mi� �
generaci n ; liquidar mitos, romper cadenas y pre-�
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juicios, revisar los valores extra os y abrirme paso en medio de todo eso, para�
alcanzar donde el coraz n reencuentra el origen, el grano de polvo que lo form .� �
Como era un muchacho, tuve que construir pilares y l neas que me dieran un�
derrotero fijo para caminar en el futuro ; me cre toda una filosof a y una� �
religi n propias. Lo que conquist entonces pens deb rselo a la tierra, en� � � �
cuyas cumbres y mares me pareci entender una lecci n desconocida. Dese� � �
fundirme con mis hermanos, ser uno con los hombres que trabajan en los valles y
que abren los terrones profundos. Eran huesos formados por la savia que nos
alimenta y sus manos eran hijas de las ra ces y de las lluvias de los cielos.�
Quise tomar parte, junto a los r os correntosos y a los montes, en el combate en�
contra de ese esp ritu extra o que alcanz a extender sus dos manos atormentadas� � �
sobre nuestras costas. De este modo tom el primer contacto consciente con�
nuestro ser. Fue el descubrimiento de una tierra nueva. Nuestra gene-raci n era�
diferente en su ser b sico y ya nada podr a encon-trar dentro de los caminos� �
conocidos. Si a veces pudo parecer que estaba combatiendo dentro del mundo de
las valorizaciones europeas, tomando parte activa en sus dramas, ha sido s lo en�
apariencias, pues su aporte tuvo que ser distinto. Nuestra par-ticipaci n se�
debi en gran parte a la debilidad fundamental del sudamericano, que a n imita� �
con facilidad lo que le impresiona y a la condici n receptiva de nuestro mundo.�
Por otra parte, los movimientos que aparecieron entonces en Europa, estaban
dirigidos, en el fondo, contra la esencia misma de la cultura occidental,
representando tambi n la aparici n de un hombre nuevo, de tipo m gico. Si el� � �
hombre blanco es el que alcanzar las cimas del futuro sudamericano, o si�
volver el indio triunfante, no es posible saberlo. Creo que nada vuelve�
realmente ; ni el indio, ni las re-motas profundidades, ni las divinidades
hundidas en el tiem-po, retornan con id nticas vestiduras. Vuelven, reencarnan,�
pero en formas distintas, girando cruelmente en la espiral. Todo lo que las
generaciones anteriores lograron construir en nuestra tierra fue producto de la
ceguera frente al paisaje. Jam s se detuvieron a escucharlo con atenci n. La� �
historia nuestra puede sintetizarse en una lucha sorda entre el hombre y el
paisaje, en la que el hombre ha impuesto una ley extra a.�
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Pero el paisaje toma su revancha en el tiempo de las genera-ciones y derrumba
los falsos dioses. Primero mata el alma de una generaci n, en seguida destruye�
su cuerpo. He aqu mi generaci n hu rfana, invertebrada, frente a una realidad� � �
ajena y hostil. Sin caminos y sin pasado. Hacia atr s no hay nada y se presiente�
el horror de una cat strofe producida por el paisaje. Terror c smico. Miedo ante� �
los montes, comprensi n del destino tr gico de Chile. Y la conciencia de que� �
debe haber un sentido. Porque si nuestra generaci n es una generaci n� �
desvinculada, por ello es tambi n la primera generaci n realmente americana,� �
realmente chilena. Tambi n Chile no tiene pasado, poseyendo por lo mismo todo el�
porvenir. Si es cierto que hay dolor al carecer de puntos de apoyo, al no tener
nada a que asirse, por ello mismo puede obtenerse la salvaci n, construyendo un�
futuro nuevo, sin prejuicios ni trabas milenarias. El porvenir es la fruta
dorada de un rbol frondoso y desconocido. Nosotros esta-mos representando la�
realidad de un mundo nuevo. Sin embar-go, a n no le pertenecemos. Desdoblados,�
s lo lo intu mos. Ni el pasado ni el futuro nos pertenecen y el presente es� �
transici n. No ser tampoco la generaci n que viene, apaciguada, mansa y sin� � �
fuego, la que realice algo grande. Gastamos las energ as por un siglo y en este�
esfuerzo anormal de nuestra generaci n tal vez se encuentre la causa de la�
mediocridad de las que nos siguen. No ha existido en Chile una generaci n tan�
torturada como la nuestra. Su esencia se quem en el fuego que quiso penetrar.�
Por eso no quedar n de ella obras ni creaciones en el tiempo. Su creaci n fue su� �
propia vida agobiadora y su condici n huma-na. Penetr la sombra y apur el vaso� � �
hasta las heces. b C mo piensan pedirle realizaciones Prejuicios de quienes� �
sostienen el mito de la acci n exterior ! La acci n nuestra se libr en el drama� � �
del coraz n y en su adivinaci n del paisaje. Una vez cada muchos siglos se dan� �
estas condiciones de desarraigamiento y soledad hist rica que hacen posible la�
sal-vaci n individual, meta de todo lo creado. Vendr n otros tiem-pos. Sin� �
embargo, la salvaci n individual no ser m s f cil. Am rica del Sur estar� � � � � �
centrada en su esencia, pero el individuo estar cortado y presionado por la�
atm sfera mental de un mundo ya constituido ; su salvaci n s lo podr realizarse� � � �
como ente social o en lucha tit nica en contra de lo establecido. Le faltar ,� �
adem s, la intensidad, como sucede a aquellos que expresan en la vida una�
realidad certera, pero recortada. La historia estar�
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de nuevo en marcha, aqu y en todo el mundo, y su rodillo colec-tivo pasar� �
aplastando las almas individuales. Mi generaci n fue extraordinaria. Aunque nada�
realice, aunque fracase en sus intentos, ha sido una generaci n prof -tica. Por� �
nuestras intuiciones se guiar n ma ana los que ven-gan. Y quienes las realicen,� �
no podr n, en cambio, saber lo que nosotros supimos. Lo llevar n a cabo ; pero� �
tal vez sin posibi-lidades de salvaci n. Generaci n tan llena de conflictos� �
dif cilmente volver a aparecer antes de que las constelaciones giren otros� �
miles de a os en el cielo.�
EL GRAN ENEMIGO DEL PAISAJE
Es posible que la historia, o la creaci n, sean como una siembra, en la que s lo� �
un n mero determinado de granos fruc-tifica. La historia es un movimiento�
pendular sobre el cuerpo vivo de la tierra. En una determinada zona se encarna
el Esp -ritu y enciende al hombre. A medida que las formas de las cul-turas se�
organizan, se "calcifican", el hombre va siendo un prisionero de sus propias
creaciones. Por defenderlas pierde su vida y su destino. El destino del hombre
es la superaci n, pasan-do de una forma a otra, de un cuerpo a otro y�
destruyendo todo aquello que hace un momento cre . Ser un dios; pero a medida� �
que sea m s libre. Si se aprisiona en formas y en culturas, en estatuas y�
palacios, se anquilosa y se pierde. Algo adentro de s se rebela y llama a la�
cat strofe. Como en la geolog a, las pro-fundas capas se vuelcan y la barbarie� �
siempre ser una promesa de renovar las posibilidades de salvaci n. Y es en los� �
comien-zos de los nuevos tiempos cuando de nuevo se experimenta la intensidad de
vivir. Mas, las posibilidades reales de salvaci n, que es cumplimiento de la�
totalidad del ser, s lo se encuentran aqu hoy. Porque a n no somos nada. Somos� � �
libres y sin for-mas. El pasado es c scara que s e cae, como hoja de oto o. Pero� � �
los tiempos de la transici n se est n cumpliendo y falta poco para que de nuevo� �
el mundo entre en la noche del equili-brio y de las nuevas formas de las
culturas y de las organiza-ciones sociales, que son esclavitud para el alma y
obst culo para�
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el destino de la aventura de la salvaci n individual. El aventu-rero c smico� �
necesita de la inseguridad, de la transici n y de la dram tica angustia. El� �
desarraigamiento de nuestra genera-ci n es el clima propicio. A n somos libres.� �
A n tenemos un poco de tiempo. Chile es una tierra diferente. Su personalidad�
propia no fue reconocida por las generaciones del pasado que se impusieron
rudamente al paisaje, en una lucha cruenta. Eran a n los hijos de otro mundo,�
los herederos de los conquistadores, los nietos de los que sojuzgaron a las
razas abor genes. Pero no podr an com-pletamente con los rboles del bosque, ni� � �
con la roca de las cum-bres ; pues as como el conquistador am a las indias y� �
en las noches de sus rucas penetr el mar c lido de su sangre, as tam-bi n l� � � � �
fue conquistado por las monta as. Y el esp ritu de estos r os se apoder poco a� � � �
poco de su ser m s ntimo. Tal como en las aguas de los estanques flotan vapores� �
y nubes, sobre el mar de la sangre se extiende el vaho de la histo-ria. El
esp ritu de una raza est imantado por el calor de la sangre, que es como la� �
presencia de la tierra, y est formado de la substancia de sus minerales y de la�
vibraci n de su aire. En la sangre de los conquistadores y no en los galeones de�
Espa a, vino la historia de otro mundo y el recuerdo de sus dramas. Como�
vivencias, o reflejos at vicos, se repiten constan-temente los impulsos de los�
h roes y el sacrificio de los m rtires. Todo aquello que ha formado el argumento� �
torturado, ambicio-nes, amores, odios, har resonar sus ecos en este paisaje�
extra o. Y seguir vibrando mientras sea a n fuerte el recuerdo de la sangre que� � �
a trav s de los oc anos lo transporta. Pero los mon-tes de estas tierras se� �
resisten y contraponen su vieja alma pagana y legendaria. Es de este modo como,
desde el primer momento en que el conquistador puso su pie en la antigua arena,
dos mundos se entrechocan y, bajo la superficie, m s all de las con-ciencias,� �
comienza una lucha cruel, a muerte y sin descanso. Desde ese mismo instante se
sab a tambi n cu l ser a el resul-tado. Espa a fue una tierra singular, una� � � � �
pen nsula donde se acrisolaron razas distintas, atrayendo en la mezcla un�
esp ritu atormentado. Para poder subsistir, necesit del fanatismo. Pero� �
racialmente Espa a es inconsistente. Es un crisol donde se han efectuado�
amalgamas indeseables, superadas y unificadas s lo por el poderoso esp ritu de� �
la tierra ib rica. Hasta hoy, que yo sepa, no se ha intentado comprender el�
destino de un pueblo o
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de una raza por la posici n que ocupa dentro del cuerpo del ser vivo que es la�
tierra. Debe existir alguna relaci n misteriosa entre las zonas tel ricas de� �
Espa a y Sudam rica, regi n baja del mundo, sexo de la tierra. Nada dentro de� � �
los organismos vivos sucede porque s ; el xodo de la conquista espa ola debe� � �
tener un sentido profundo, correspondiendo a un sino biol gico, pare-cido al que�
lleva a ciertas especies a emigrar desde continentes distintos para encontrarse
en forma certera, amarse y procrear. Ning n otro pueblo que no fuera el espa ol� �
podr a haber come-tido tantos errores en Sudam rica, porque ning n otro estaba� � �
tan dispuesto a cometerlos. Estos errores han hecho que la lucha entre el
conquistador y la tierra adquiera un car cter de fusi n y de drama martirizado.� �
Han permitido tambi n el triunfo del paisaje, que desde el primer momento pudo�
envolver y poseer. Y no de otro modo se cumple el invencible destino de las
sombras y del sexo del mundo. Hay un pecado que al cumplirse en la carne es
tambi n pecado contra el esp ritu y que marca la historia de un pueblo. Es el� �
pecado racial. Como el resonar de un eco remoto, o el re-petirse de un
acontecimiento angustioso para la conciencia, el conquistador espa ol volvi a� �
cometerlo en el nuevo mundo. Algo as como un ciego impulso o sugesti n ante el� �
abismo, le llev a repetirlo. Y se mezcl con la raza india. En los cuerpos� �
morenos de las hembras y en sus ojos negros y h medos revivi la hoguera de la� �
sensualidad primera ; ese fuego, semiapagado al paso de la historia y del
Imperio, se encendi otra vez. Fue algo as como el despertar oscuro de esa� �
sat nica fuerza, de esa sombra roja, que empuj una vez a la raza lemur a mez-� �
clarse con los animales para dar vida al mono. La sombra del mal pesa sobre el
mundo del futuro y el producto de ese acto se parece a los elementales o a los
s cubos. La zona sexual de la tierra envolver en sus efluvios a los audaces que� �
se han atre-vido a hollarla. Es tambi n la venganza del vencido. A trav s de la� �
india, en forma pasiva y tenaz, el mundo primitivo toma su revancha y, de este
modo, la hembra cumple con su funci n primordial de partidaria del Esp ritu de� �
la tierra. Si la hembra fracasa en esta lucha, a n est el rbol en que ella se� � �
apoya y la tierra donde se recost para ser pose da por el espa ol. Los efluvios� � �
y fantasmas del placer son poderosos y a n flotan sobre los valles y los montes.�
Entiendo el deseo irresistible que empuj al var n sobre la� �
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hembra morena. Envuelto en la sangre sombr a y c lida y cum-plido el hechizo� �
oscuro de esa fusi n, algo as como una droga letal se introduce en el coraz n� � �
del conquistador y su voluntad decae. Ya est vencido. Y lo que en el tiempo�
siga s lo ser el proceso de su desintegraci n moral y de su transformaci n� � � �
f sica a trav s de las generaciones. La lucha es desigual, pues ahora es� �
combatido en dos frentes, desde fuera por las fuerzas contrarias del paisaje y
desde dentro por los sutiles fluidos de la sangre del indio, que ha permitido
desembocar en su propio mar, arra-sando con las im genes de su historia�
hisp nica; con la realidad de un esp ritu asentado en estas im genes y con todas� � �
esas subli-maciones logradas a trav s de siglos de un drama ps quico e hist rico� � �
particular. La conquista de la Am rica del Norte deja tambi n ver la influencia� �
que tiene en la historia de los pueblos la zona del mundo en que residen. Fue
completamente diferente a la nues-tra. Tambi n por afinidad electiva, un�
esp ritu de raza cerrado y persistente fue atra do hacia esa regi n. Y la raza� � �
sajona iniciar a la extirpaci n de la planta indio del suelo conquistado, con la� �
que no so en mezclarse. Luego, en su din mica historia, el paisaje a veces�� �
grandioso del norte, nunca ha sido reconocido, cumpli ndose as la raz n� � �
profunda de esa tierra. El norte es el cerebro del planeta ; condici n de ste� �
es vivir al margen de la realidad f sica que lo sustenta, cumpliendo su funci n� �
orga-nizadora en claros esquemas que regulan la vida. En el Norte, hasta la
naturaleza ha sido racionalizada por una agricultura geom trica e higi nica ; el� �
ideal del norteamericano es desinfec-tar la tierra. Las selvas grandiosas y los
grandes ca ones entre monta as no adquieren realidad expresiva en la conciencia� �
de los hombres. Y hasta el pasado europeo ha sido olvidado, a pesar de no
existir fusi n de sangre con el aborigen. S lo cuenta una cierta electricidad� �
especial que vibra en la atm sfera de ese mundo, propia del cerebro racional de�
la tierra y que empuja al individuo a un dinamismo sin parang n, que lo hace�
vivir para la actividad incesante. El espa ol no podr a cumplir el destino del� �
norte. En cam-bio, aqu , en el sur, se ha crucificado. La tierra proyecta sus�
poderosas emanaciones. Si el indio, planta de la tierra, desapa-rece en el
tiempo, perdura en cambio el recuerdo del sexo de la india y sus fantasmas,
adherido al rbol y a las cumbres. Y en las noches, bajo las estrellas, a n� �
resuena el grito de guerra y
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de placer. Es el drama y el comienzo de la vida en la sombra y en la mezcla de
sangres. La tierra tambi n est de espaldas, como lo estuvo la india para ser� �
amada y pose da. Y en el tiempo, que ya parece infinito, a n contin a la cruenta� � �
lucha de pasi n y muerte, en que el hombre, vencido, va siendo digerido y tritu-�
rado por el paisaje. Ante la poderosa tierra, el hombre, sin saberlo, ha
entregado sus armas, porque sigue neg ndose a reco-nocerla, intentado imponerle,�
cada vez con menos fuerza, una realidad que ya no tiene significado ni para su
propia alma.
LA APARICION DEL TITAN
En esta lucha y desvinculaci n con el paisaje, puede sinte-tizarse nuestra�
trayectoria de pa s a trav s del sucederse de las generaciones. Seguramente todo� �
habr a terminado antes, si no hubiese sido por un acontecimiento extraordinario.�
Un ser altamente dotado apareci entre nosotros, librando la m s poderosa� �
batalla contra la tierra e imponiendo hasta el presente su propia ley frente al
paisaje. El solo ha sido capaz de proyectar su sombra a trav s del tiempo,�
conformando casi toda nuestra historia y d ndonos dentro de esta Am rica infor-� �
me, un estilo y una estructura comparable s lo con la de algunos pueblos�
europeos. A l se debe casi todo lo que hemos hecho como pa s organizado.� �
Ciertamente encontr un medio apto para realizar su inspiraci n. La raza� �
espa ola a n era fuerte cuando l apareci y, en las capas superiores, estaba� � � �
compuesta por el estrato castellano-vasco, de recia vitalidad en aquellos
tiempos. El elemento ndaluz y el mestizo permanec an en la base, cerca de las� �
ra ces y de la gleba. En el primer elemento racial encon-tr ciertas condiciones� �
de sobriedad y de honradez, aptas para implantar su concepci n. En el medio�
andaluz, la admiraci n siempre presente por el h roe. En lo aborigen y en el� �
paisaje hay algo duro y fuerte, que asimil el impulso de disciplina y lo�
proyect en el esp ritu militar y guerrero que a n perdura. Pero la verdad es� � �
que aquel hombre era un extra o y estaba solo en medio de su contorno racial y�
terrestre. Fue un genio y como tal fue un solitario que imprimi su ley en�
contra de todo lo que le rodeaba, oblig ndolo a conformarse al soplo de su�
43
�
pasi n y de su poder. Por ello fue el m s grande enemigo del paisaje ; como era� �
puro y era fuerte, libr su batalla para ven-cer. Este hombre fue Diego Portales�
y su actividad tit nica a n no ha sido contemplada desde este ngulo. En aquel� � �
entonces estaba demasiado reciente el proceso de la Conquista y de la mezcla. La
batalla sorda no era consciente y la tierra pod a ignorarse, o aparentar que se�
ignoraba detr s de los muros altos de los patios con naranjos, o de los salones�
impregnados del aroma racionalista del siglo XVIII europeo. A las capas
superiores de la sociedad llegaban refuerzos de sangre espa ola y nadie cre a� �
escuchar el rumor profundo de la tierra distinta. La misma guerra de la
Independencia hab a sido hecha por motivos ajenos a todo esto, siendo impulsada�
por el ansia imitadora de lo europeo, por la Revoluci n Francesa, o por agen-tes�
del liberalismo y de los intereses anglosajones. Un gober-nante superior y recio
que apareciera, no podr a siquiera pensar en comprender la tierra en lo de�
remoto y contrario a su propia alma, pues a n l era fuerte y triunfador.� �
Faltaban generacio-nes y tiempo para la situaci n actual. Portales fue un ser�
misterioso y s lo una fuerte consistencia racial, con un inconsciente cargado de�
im genes y de reflejos lejanos, pod a lograr lo que l hizo. Escritores e� � �
historiadores le han comprendido as , siendo impresionados por la extra a figura� �
del creador. Han llegado a afirmar que Portales no era espa ol en esp ritu, con� �
una ascendencia g tica, un ancestro germ nico o saj n. Y ciertamente Portales� � �
semeja m s bien un pionero de la conquista del norte. A pesar de su criollismo y�
su chilenismo de apariencias y modales, fue un asceta, un jefe godo, o un
patricio romano. Es claro, es recio y profundo. Sus ojos eran azules como los de
un germano y su pelo ensortijado y corto pod a ser el de un romano del Imperio.�
Afirman que su ascen-dencia entronca con la familia de los Borja, siendo as�
como puede comprenderse mejor su instinto pol tico y su tendencia m stica. Como� �
san Francisco de Borja am a una sola mujer y a una sola muerta. De uno u otro�
modo, todo esto ha sido expresado, pero lo que nunca se ha dicho es que Diego
Portales fue el gran enemigo del paisaje de Chile. Con su concepci n legalista y�
con su creaci n monol tica del Estado, en un sentido abstracto y casi metaf sico� � �
del poder, impuso una valorizaci n correspondiente a una superestructura�
europea, romana o germ nica del alma. Su�
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1
concepci n madura s lo pod a haber sido obtenida a trav s de un proceso distante� � � �
de la historia, en que el alma se ha impreg-nado en el drama sublimado de otra
cultura. Es el resultado de una herencia del esp ritu, de una conquista de la�
forma. Se impone como una construcci n propia en medio de una tierra enemiga y�
violentada, o comprime al paisaje como horma japo nesa. Cuando el tit n cae, en�
medio de la cat strofe, su concep-ci n perdura sin embargo, por fuerza de� �
sugesti n y porque su final dram tico ha dado origen al mito. En la lucha� �
extrema de un ser en contra de la naturaleza, el mito contin a la batalla�
despu s de su desaparici n material. Se ha dicho que en el ase-sinato de� �
Portales pod a verse la venganza del esp ritu de la raza vasca, representado en� �
Vidaurre, que hab a sido constre ido y obligado a enmarcarse en ajena� �
disciplina. Pero tambi n y por encima de todo, hubo la venganza del esp ritu del� �
paisaje, que era todav a m s fuerte y que como un viento huracanado se� �
desencaden contra esa columna maciza de un templo que no hab a sido levantado� �
para sus dioses. En la distancia del tiempo a n contin a la pugna de las� �
sombras. Aquella solitaria, del impositor y del enemigo, con la otra cada vez
m s amplia y poderosa que est resurgiendo de dentro de los montes. Y todo esto� �
envuelto en el aura de la sangre derramada, de la que a n emana la presencia del�
esp ritu. Es por esto que en Chile la lucha ha perdurado y ha adqui-rido�
contornos tan dram ticos. Un esp ritu genial apuntala y sostiene la d bil carne,� � �
retardando milagrosamente la disgrega-ci n, en pugna con todo y contra todos.�
Cuando el cuerpo can-sado quisiera tenderse a morir sobre la tierra, deseando
aban-donar ya la lucha, la presencia de la tradici n lo sacude y ro obliga a�
continuar de pie. Es la mayor tragedia de Chile, la obligaci n- con un esp ritu� �
que no ha nacido de la compenetraci n y transfiguraci n de la tierra propia y� �
que, manteniendo su sugesti n, nos impide hasta morir de nuestra propia muerte.�
En el sucederse de las generaciones la batalla silenciosa ha continuado y los
impactos tremendos de la tierra van llenando de cad veres el horizonte. Por�
desvinculaci n e incomprensi n de su paisaje, el hombre va siendo derrotado. Y� �
el proceso semeja un monstruoso acto de digesti n en que el pueblo va siendo�
devorado y digerido por el vientre de la tierra.
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Se ha cre do poder remediar el hecho, ya visible para todos, de la decadencia y�
destrucci n de la raza vali ndose de la inmi-graci n. O sea, aportando nuevas� � �
fuerzas de refresco en la batalla con la tierra. Y esta soluci n, de efectos�
moment neos, deber tornarse ineficaz pues hasta las razas mejor dotadas deben� �
sufrir el mismo proceso de disgregaci n despu s de algunos a os. El ejemplo que� � �
mejor lo ilustra es la inmigraci n alemana en el sur de Chile. Los colonos�
tra dos por P rez Rosales, libraron con empuje una gran batalla contra el� �
bosque, poblando nuestro sur, levantando ciudades ah donde antes reinaba la�
lluvia y la selva. Sin embargo, sus descendientes ya no son como ellos, adolecen
de los mismos defectos de los hijos de espa oles. Son ab licos, o alcoh licos ;� � �
su voluntad ha sido tambi n quebrada por la tierra ; sus ojos observan at nitos� �
algo que se desprende de las cumbres o de las ra ces h medas y que va� �
embalsamando sus c lulas. Parecido proceso se sigue allende los Andes. La�
inmigraci n en gran escala en Argentina, ha dado a ese pa s un empuje im-� �
portante, casi como una naci n europea, o como Norteam rica, orient ndose, en� � �
apariencias, hacia semejantes objetivos; pero suceder inevitablemente que si el�
inmigrante argentino no se com-penetra espiritualmente con la zona del sur del
mundo en donde vive, transform ndose en su planta espiritual, deber sufrir� �
pare-cido destino al de los antiguos criollos, que han sido devorados por la
tierra. Sus hijos ya no ser n tan fuertes como ellos y, poco a poco, a trav s de� �
la lucha de las generaciones, llegar n un d a hasta et punto en que nosotros� �
estamos hoy, sin haber podido a n construir una vida, ni una compenetraci n� �
espiritual y transfigurada de la propia tierra. Si por un momento somos capaces
de concentrarnos y mirar objetivamente a nuestro alrededor, casi con una visi n�
ajena y ver las cosas, los seres y el mundo que nos pertenece, con una mirada
nueva, en esa forma certera como se ven las cosas por primera vez, retornaremos
de ese esfuerzo, de ese viaje, traspa-sados por la angustia. Qu es lo que nos� �
rodea t Qu es lo que vemos? Seres destrozados que deambulan como fantasmas y� �
que, en algunos momentos de lucidez, expresan una angustia que tiene algo de
eterno. Cuerpos contrahechos, cuya estatura dis-minuye, hasta parecer una raza
de pigmeos. Bocas sin dientes, piernas y hombros retorcidos. Y un culto de lo
feo. Los dolos del pueblo son siempre los seres deformes. Sus fiestas popula-�
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res cultivan la gracia en lo m s feo, y el hombre hace consistir su elegancia en�
el desali o. Se ha dicho que la mujer chilena es bella. Pero este es un caso�
privado de la gran capital y que s lo se da en las clases media y alta ; porque�
las mujeres del pueblo no son hermosas, pareci ndose al hombre en su�
descompostura. Y si la mujer se salva, d bese tal vez a que lo femenino est� �
adherido por ley vi-tal a la naturaleza y que, al rev s del hombre, se�
compenetra in-conscientemente del paisaje. Pero el cuadro ver dico de Chile es�
algo que muy dif cilmente nosotros apreciamos, por el hecho de estar sumergidos�
dentro del proceso y ser tambi n parte de l : pudrici n y hedor de la muerte,� � �
de la descomposici n y de la digesti n. Y en torno a todo, un marco gigantesco e� �
inmutable : las grandes paredes impasibles del est mago de la tierra. Las causas�
ltimas del mal se encuentran en la zona del planeta y en el origen. Dos mundos�
distintos y enemigos se entre-chocan en la sangre. Por eso existe muy
desarrollado el instinto de autodestrucci n que se adivina en m ltiples� �
manifestaciones : en la aceptaci n de la crueldad y en la atracci n del acohol,� �
que obnubila la conciencia. Esta necesidad del alcohol es un hecho incluso en
los inmi-grantes. Sus nuevas generaciones pueden considerarse como alco-h licas,�
participando de este mal end mico de Chile. A qu se debe la necesidad del� � �
alcohol en ellas? Puede que a la concien-cia subterr nea, adquirida en la lucha�
sorda con la tierra, a la intuici n de estar siendo digeridas. Frente al macabro�
espec-t culo existe la necesidad de aturdirse y, en el alcohol, cr ese encontrar� �
el moment neo ant doto para alguna venenosa influen-cia dispuesta por la tierra.� �
O bien, si a la tierra le falta alguna energ a fundamental, que hoy le niega al�
hombre, ste aspira a suplirla con -el alcohol. Es el alcohol una necesidad�
psicol gica y fisiol gica en el presente. Y los tr gicos hombres de este mun-do,� � �
al sumergirse entre las nubes grises de un universo poblado de evasiones,
sienten como un m stico amor y se estremecen al comprender que afilados dardos�
les llegan desde el contorno. El clima psicol gico que envuelve a Chile es denso�
y tr -gico. Una fuerza irresistible tira hacia el abismo e impide que ning n� �
valor superior se destaque, ayudado por el ambiente. La callada hostilidad y la
envidia persiguen desde su origen al alma superior, poniendo obst culos y�
trampas a su paso. Todo aspira a nivelarse en la miseria moral y en la derrota,
"ascendiendo
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hacia abajo", si se pudiera decir. De las mentes de los hombres fluye la
angustia y el odio por lo bello y lo fuerte, y si algo superior se reconoce es
s lo la grandeza y la hermosura de la tierra. Pero, si el hombre fuese capaz de�
imponerse aqu , com-penetr ndose m gicamente con su paisaje, derrotar a al mal� � � �
reinante y llegar a a ser como un dios entre los suyos, tan pode-roso y fuerte�
como el paisaje. Los extranjeros observan mejor lo que en Chile sucede ; con esa
visi n clara que de las cosas se tiene cuando se mira exter-namente, ven la�
tristeza incurable del chileno, la melancol a que acompa a a sus� �
manifestaciones, a n a sus fiestas, donde la pre-tendida alegr a es� �
desesperanza. Y ven tambi n el sexualismo, propio de la zona baja del mundo. La�
obsesi n sexual del chi-leno d bese a que es el sexo la ltima fuerza que se� � �
debate en la lucha con el paisaje. Todo un clima de sensualidad enfermiza se
extiende sobre nuestro mundo. Chile es como un hoyo entre monta as. Quien aqu� �
cae, no podr salir ya. Un hoyo angustioso y penitente. Las paredes resbaladizas�
no permiten la subida. Las piernas y las manos se llagan en el intento y las
u as se destrozan sobre la roca. Qu hacer t Por qu estamos aqu ? Sin� � � � � �
embargo, todo se lo debe-mos a esta tierra. Y al mirar a nuestros hermanos en
desgracia nos sentimos solidarios. Dentro de su miseria y su amargura, hay una
grandeza que no se encuentra en otro lugar del mundo. Una callada aspiraci n,�
una fe no confesadas. La enfermedad de Chile es como las espantables
enfermedades rojas de los sue os, como las enfermedades sagradas, que destruyen�
y matan ; pero un poco antes del final hacen genios o santos. Chile es como un
hoyo sagrado y penitente que destroza, pero que intensifica la conciencia al
extremo de permitir una comprensi n y una profun-didad inexistentes en otro�
lugar de la tierra. Todo aquello que en Europa necesit siglos para madurar en�
la mente de sus hombres, aqu , por la influencia mortal de la tierra, puede�
reali-zarse en el per odo de una generaci n. La vida es breve; pero honda. Los� �
a os y los siglos se cumplen hacia dentro, descu-briendo el cosmos en la�
profundidad de una gota de agua, o en un grano de tierra desprendido de los
montes. S lo por la compenetraci n con el paisaje podr emerger aqu una vida� � � �
distinta y transfigurada, viniendo de dentro de los montes, junto con la m gica�
presencia de un esp ritu que, elev ndonos desde la desesperanza, sea capaz de� �
transformar la
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patria oscura, mediante la interpretaci n de la palabra que hace siglos nos est� �
diciendo el paisaje. La inmigraci n, el relevo de razas, prolongar in tilmente� � �
el drama y la agon a si el esp ritu no entra a tomar parte y a ordenar el caos.� �
Chile es una tierra libre, carente de puntales en el mbito de la historia�
conocida. Los abor genes con quienes los espa o-les pelearon y se mezclaron eran� �
salvajes. La civilizaci n incaica no dej aqu sus ruinas ni sus recuerdos. Lo� � �
que los montes nos dicen, lo que el despoblado horizonte y el cielo nos se alan,�
es algo hondo y remoto, tan antiguo y lejano, que bien podr a ser lo primero de�
todo ; aquello que el hombre perdi en el comienzo de los tiempos ; un signo de�
fuego en las estrellas, unos brazos extendidos adentro de las cumbres, o un
poder tremendo en la oscuridad del alma.
LAS GLORIAS DE LA NOCHE
La noche comenz en el Liceo. Apegados a los bancos, con los o dos nuevos� �
atentos a las palabras viejas. Esos profesores cansados, sin brillo y sin alma,
repitiendo f rmulas, distribuyen-do la muerte. Pan corrugado, a ejo. Y afuera el� �
viento, los cielos, las monta as con sus cumbres blancas, donde el sol ha�
detenido su carrera. En lugar de ense arnos a escalar sus cum-bres y a escuchar�
sus voces, observando las piedras que a n conservan las huellas de los tiempos�
prehist ricos, ense arnos a navegar para descubrir el Oc ano, nos estaban� � �
entregando una ciencia sin- alma. El muchacho que quer a salvarse, tendr a que� �
cubrirse los o dos con sus manos y apretar los dientes. No o r a aquel profe-sor� �
pedante que arrastraba su muerte por las aulas, para clavar sus ojos en el
pedazo de cielo o de campo que penetraba por la peque a ventana de la sala. Y�
luego aprender y estudiar por su cuenta lo que su inter s profundo le se alase.� �
S lo el auto-didacta se salvar a en nuestra generaci n. Yo fui un autodi-dacta.� � �
Jam s me ce a normas, ni a disciplinas. Estudiaba lo que se aprend a en los� �� �
cursos superiores al m o, le a novelas, o sencillamente no estudiaba nada.� �
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Esperaba con ansia, con desesperaci n, el final de las clases. Entonces part a� �
solo al m s oculto rinc n, al final de los patios, subi ndome sobre un tronco� � �
cortado, pod a mirar sobre el muro las monta as que enmarcan nuestra ciudad.� �
So aba. Me ve a escalando sus planicies, vagando por sus laderas. Los trigos� �
dora-dos se mec an al fr o y al viento de esos tiempos. Fui rebelde. Y como yo� �
hab a otros. Con ellos form bamos un grupo aparte. La imaginaci n no se� � �
resignaba a ser reducida y confinada. En las noches, durante nuestra permanencia
en el Internado, nos escap bamos por los techos . Escal bamos mu-ros y� � �
cruz bamos por sobre altas vigas, hasta alcanzar unas terrazas lejanas, donde�
nos tend amos a mirar el cielo estrellado. Nos parec a que todo aquello fuera� �
una aventura en que nos jug -bamos la vida y donde los enemigos, o los�
representantes de la ley, eran los inspectores y los profesores. Desde aquel
lejano tiempo ya nos coloc bamos voluntariamente en pugna con lo esta-blecido.�
Nuestro grupo tambi n robaba en las tiendas de San-tiago durante las salidas de�
fin de semana. Peque as cosas, es cierto, lapiceras, linternas. Pero si�
hubi ramos podido efectuar un gran robo, lo habr amos hecho. De aquellos� �
compa eros recuerdo especialmente a uno. Se llamaba Hern n Gonz lez. Era un� � �
muchacho moreno, de perfil agudo y de cuerpo enjuto. Sobre su frente brillaba el
signo del holocausto. En todo lo que hac a pon a un sello de pasi n, de entrega� � �
total, como si anduviera en busca de su propio exter-minio. Juntos coment bamos�
algunos libros de escritores rusos. En sus ojos se reflejaba una angustia de la
que hubiera querido desprenderse de cualquier forma. Recuerdo que una vez
alguien me insult y Hern n Gonz lez intervino antes de que yo lo pudiera hacer,� � �
pero con una pasi n y una violencia tan desme-dida, que, golpeado por sus�
palabras tremendas, el otro mucha-cho que le doblaba en estatura y en fuerza, se
atemoriz . Se jugaba la vida en cada gesto. Y fue as como un d a tambi n se la� � � �
quit . Nos descubrieron en las correr as por los techos de las cons-trucciones,� �
adem s de una escapada en busca de trabajo en unas minas. Me retir del colegio� �
antes de que me expulsaran. Hern n Gonz lez se qued , hasta que un d a fue� � � �
sorprendido fumando. Le delat un inspector que sab a que bastaba la� �
comunicaci n de esa falta a la Direcci n para que este alumno de malos antece-� �
dentes fuera expulsado. El inspector le odiaba por su aspecto
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d scolo y salvaje, por su alma endemoniada y de selecci n. Her-n n Gonz lez fue� � � �
expulsado. Su padre le amonest . Hombre de otra generaci n nunca entendi a este� � �
ni o torturado, produc-to de la nuestra. Fue esa incomprensi n la mayor tragedia� �
de nuestro pobre camarada. Se quit la vida un d a domingo de hace ya muchos� �
a os, siendo el primero en partir. El primero que recuerdo. Tambi n yo deb a ser� � �
marcado por el destino. Un d a me da una pierna. Este sencillo accidente me� ��
oblig a permane-cer en cama por varios meses. Ah lleg el maestro que deb a� � � �
impulsarme por los caminos del arte. Era un compa ero de curso en el que casi no�
hab a repa-rado. Sabiendo de mi enfermedad me vino a visitar. Sentado en una�
silla, junto al lecho me dijo : Por qu no escribes? Tendido all debes�� � �
aburrirte. Escri-be las historias y las aventuras que desear as estar viviendo.�
El compa ero parti y yo comenc a escribir. Me levant de aquella enfermedad� � � �
transformado. Me hice un solitario. Abandon a los amigos y me aisl en mi� �
cuarto. Viv rodeado de libros y s lo sal a para caminar por los extra-muros, en� � �
donde hay unos cercados bajos, unas tapias con enre-daderas que dejan ver el
comienzo de los montes. Junto a los eucaliptos me deten a con un libro en la�
mano, o con un pensa-miento agotador. Los caminos polvorientos y los ranchos
per-didos fueron los testigos de mis preocupaciones de esos tiempos. Como el m s�
preciado don de aquellos d as guardo el re-cuerdo de mi amistad con el compa ero� �
que me impuls por este camino. Fue mi primer gu a y maestro. No teniendo a� �
nadie para mi -formaci n espiritual, era la primera vez que aceptaba sin�
reticencias a un maestro ; pero a un maestro de mi genera-ci n. A n conservo la� �
correspondencia con este compa ero. Era una correspondencia seria y profunda. A�
l, como a m , le tor-turaba la presencia de la tierra. En el mundo de los� �
valores li-braba su batalla. No he vuelto a ver a ese primer compa ero que me�
inici en las inquietudes del pensamiento y del arte. Cu nto le debo. El me� �
se al un camino y me lanz al mundo de los signos y de la noche.� � �
51
HECTOR BARRETO
Si un d a nos fuera dado poder reproducir realmente los acontecimientos del�
pasado, qui n sabe si toda emoci n se destru-yera, al encontrarnos despojados ya� �
de las condiciones y car c-ter de otro tiempo. Podr a suceder como con una vieja� �
pel cula del cine mudo, que en otros tiempos nos deleit y que ahora nos parece� �
truculenta. Los movimientos de los actores son demasiado acelerados, o bien,
demasiado lentos. Del mismo modo pudiera llegar a acontecer con toda la historia
del hombre, si acaso fuera posible revivirla, proyect ndola en una pantalla.�
Aquellos gran-des hechos y batallas, en las que generaciones se jugaron, esos
actos fundamentales de los tiempos, como la Crucifixi n, o las onquinas de�
Alejandro, podr an tambi n parecer demasiado aceleradas, o lentas, cuando hasta� �
los hechos de la guerra reciente van haci ndose anticuados. Es el destino de las�
acciones exter-nas ; porque s lo en la vida interior todo es invariable, como�
los n meros. La emoci n y el sentimiento conservan el coraz n prendido a lo que� � �
ya no existe. En el recuerdo, la ilusi n forja sus fan-tasmas y nos mantiene�
adheridos a algo de lo que tal vez debi -ramos liberarnos. Cuando algunas vez he�
vuelto a abrir viejos libros, para releer sus p ginas, que en la infancia me�
transpor-taron a un mundo encantado, he descubierto que no poseen el mismo poder
de fascinaci n. Y ahora, al sumergirme en los re-cuerdos de los primeros a os de� �
mi generaci n y de mi vida lite-raria, lo hago con id ntico temor de que todo� �
aquello sea tambi n fantasmagpr a. Y Barreto, el h roe, y todos los otros que le� � �
acom-pa aban, acaso aparezcan sobre la pantalla recargados, excesivos, como�
actores de teatro griego, con m scaras y coturnos. Pero no lo creo, porque la�
noche y la sangre son siempre hondas ; venciendo al tiempo, hincan sus ra ces y�
hacen crecer un rbol misterioso, que extiende su follaje sobre la historia ; es�
el Mito y la Leyenda, que se prolongan en el sucederse de las generaciones. Hace
aproximadamente trece a os que acontecieron los he-chos que relato aqu .'� �
Entonces ramos muy j venes y est bamos reci n iniciando nuestra existencia� � � �
literaria. Nos reun amos un�
52
1 M s de cuarenta altos ahora.�
grupo de amigos, llevados por iguales inquietudes, y hac amos una vida nocturna�
de bares y bodegones, que cre amos una bohe-mia nica. La mayor a de aquellos� � �
seres viven todav a. Posible-mente recuerdan esos tiempos y los conservan,�
mientras arrastran su vida, pasando por sobre los cad veres de sus mejores�
sue os, adherido el coraz n, tal vez sin saberlo ya, a una vieja noche en que� �
hubo un h roe. La memoria nos juega pasadas. Si me refiero con insisten-cia a�
H ctor Barreto, es porque este amigo tuvo tanta impor-tancia para nuestra vida y�
es un s mbolo de mi generaci n. Muy pocos le conocieron. Y si algunos que no� �
fueron sus amigos ha-blan de l, se debe a que su mito hundi ra ces en nuestra� � �
exis-tencia. Sin embargo, no recuerdo c mo ni cu ndo conoc a este amigo. Y no� � �
pudiendo recordarlo, es como si lo hubiera cono-cido siempre. Nuestra ciudad
posee algunas calles extra as, que extienden sobre ella una especie de halo�
singular. Hace cerca de trece a os, una noche, caminaba despacio por una de esas�
calles. Iba en busca de mis amigos en un restau-rante de los barrios nocturnos.
Llegu a San Diego, iluminada y viva a esa hora, con anuncios de cafetines, de�
bares y de salas de billar. Abr la puerta de la cafeter a "La Miss Universo".� �
All estaban mis amigos. Permanec an sentados en torno a una mesa llena de� �
botellas. Cuando llegu , no interrumpieron su charla. Julio Molina, el poeta,�
con actitud desafiante, manten a su brazo en ngulo rec-to, con los dedos� �
extendidos ; afirmaba que as permanec a el sol en el espacio y que esa era la� �
posici n de Dios . Habl de sus poemas; "El Arquitecto Inm vil" y "Treinta� � �
Galopes de Sal". Cont tambi n de su muerte en un pa s del tr pico, entre coco-� � � �
drilos, mientras las ara as y las hormigas entraban en su boca. Santiago del�
Campo, el dramaturgo, escuchaba, luminoso y son-riente, gozador maravillado de
la noche. Pose a el secreto del tr nsito y la seguridad en s mismo. Anuar� � �
At as, el cuentista ; Irizarri, el "Loco"; el "Tigre" Ahumada y otros m s. Me� �
sent junto a ellos y deb leer algunos cuentos que ya no recuerdo. Ser a la� � �
medianoche cuando apareci Barreto, acompa ado de dos amigos. Cruz el espacio� � �
que lo separaba de nuestra mesa, con su aire particular, las manos sumidas en
los bolsillos de su abrigo caf , el rostro serio y el rictus amargo e ir nico de� �
la boca. Al llegar a nuestro lado se ech atr s el sombrero, pas� � �
53
de un salto por encima de unas sillas y se sent . Los que lo acom-pa aban� �
tambi n se sentaron ; aun cuando no eran escritores, ve-n an a escucharle, pues� �
le admiraban como a jefe capaz de diri-girles en sus correr as nocturnas. De�
inmediato el ambiente cam-bi , con algo de ex tico, como si ese muchacho de ojos� �
afiebrados aportase un s quito de presencias invisibles. Y as era. Muy� �
lentamente nos miraba, sin cambiar el rictus de sus labios. Con gestos
estudiados, cog a un vaso y beb a. No habla-ba, escuchaba. Pero el silencio se� �
hab a hecho. Y ahora ramos nosotros los que esper bamos... "Un d a -dijo de� � � � �
hace ya mucho tiempo, por una solitaria playa de Oriente, apareci una lucecita�
azul. Era el farol de un vendedor de peces y de panes, quien caminaba musitando
un canto. Se detuvo de pronto, pues escuch un sollozo junto al mar. Vio una�
sombra que lloraba de rodillas, con el rostro entre las manos. Le habl : Por� �
qu lloras, mujer ?' La sombra no contest . Se acerc m s. Y la mujer retir las� � � � �
manos. No ten a rostro. Lentamente pas ahora las manos de abajo hacia arriba,� �
por sobre ese hueco, y lo trans-form en un huevo grande y blanco. El Hombre,�
horrorizado, huy gritando un nombre. En la playa nocturna se perdi a lo lejos� �
su lucecita azul." H ctor segu a jugando con el vaso, dejaba que la espiral del� �
humo de su cigarrillo subiera. Luego continuaba : La otra no-che, estando en un
antro de los suburbios, unos individuos de una mesa vecina le obligaron a una
pendencia. Uno de ellos le insult . Entonces l le respondi , dici ndole que era� � � �
un insecto, una cucaracha verde, que podr a reventar con dos dedos. Y Ba-rreto�
hac a el gesto de apretar un gusano. El hombre le desafi a un duelo a muerte.� �
Ser a a cuchillo y en las sombras de la Plaza del Roto Chileno. Durante largo�
rato caminaron por las calles sin cambiar palabra, hasta llegar a la plaza
solitaria. Aqu des-envainaron sus armas. Y sucedi lo siguiente : su contendor� �
le pidi que le facilitara su daga para afilar la suya. Barreto se la entreg� �
sin titubear. Entonces el otro le atac con las dos. Gracias a su gran agilidad�
pudo escapar con vida de esa aven-tura. Re amos. Y l continuaba con cualquiera� �
otra historia im-provisada. Aquella noche insisti en los temas de combates con�
cuchillos. Habl de las hojas relucientes del acero a la luz de la luna. Dejando�
caer las palabras con lentitud, como saborean-
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dolas, cont c mo una vez los gitanos le lanzaron sus cuchillos mientras le� �
persegu an. En su huida hab a alcanzado a cruzar una puerta, cerr ndola justo� � �
para ver unos cincuenta pu ales que se clavaban, trazando con una limpieza y un�
arte extraor-dinarios, su silueta sobre el madero. Despu s narr dos historias� �
m s, que hoy recuerdo : "Aquel verano fue muy caluroso y yo estaba sin dinero.�
Una t a me convid a veranear en su casa, cerca del Parque Cou-si o, donde, no� � �
s por qu raz n, pens que el clima pod a ser m s fresco. En las tardes sal a a� � � � � � �
caminar por el Parque. Un d a descubr all un campamento de gitanos y me hice� � �
amigo de ellos. Empec a tomar parte en sus juegos de rayuela, en los que�
invariablemente les ganaba. Esto me dio un gran prestigio a sus ojos y la
amistad creci de d a en d a. Una tarde en que jug bamos en equipo y en que yo� � � �
libraba una lucha con el Jefe de la tribu, sucedi un acontecimiento inesperado.�
Pas un gru-po de muchachas gitanas. Llevaban canastos afirmados en la cintura e�
iban a buscar moras. Sent que unos ojos me penetra-ban el coraz n. Los vi� �
sedosos y h medos. Por primera vez perd una partida de rayuela. Mi prestigio� �
disminuy mucho ante los gitanos y la causa de mi derrota no pudo pasar�
inadvertida al Jefe. Volv todas las tardes, pero no ya a jugar a la rayuela,�
sino a encontrarme ocultamente con la hermosa gitana de los ojos de almendra.
Camin bamos tomados de la mano en busca de moras, entre los rboles. Nuestro� �
amor no fue bien mirado por la tribu y un d a la muchacha me comunic que el rey� �
hab a decidido su matrimonio con un gitano. No nos vimos m s hasta el d a de la� � �
boda ; fui invitado y deb asistir. Esa vez me emborrach . Tarde, volv a casa� � �
de mi t a. Fui al sal n y descolgu una gran espada de un tatarabuelo. Me� � �
acerqu al balc n donde sllenciosa bri-llaba la Zuna. Cogiendo la hoja de la� �
espada empec a doblar el acero flexible, hasta que, de pronto, me qued� �
dormido. Al otro d a despert muy de ma ana y part al campamento. Los hom-bres� � � �
hab an salido a sus correr as y negocios ; en las carpas s lo se encontraban las� � �
mujeres. Abr una y entr . Ah , sobre coji-nes, estaba la gitana. Me aguardaba.� � �
Me desnud y nos amamos a todo lo largo del d a. Al llegar la tarde, las� �
cortinas de la carpa se abrieron y el gitano apareci . Al verme con su mujer el�
furor le hizo temblar. Permanec sereno ; calmadamente me levant y comenc a� � �
vestirme con gran cuidado. Nunca he po-dido hacerme el nudo de la corbata sin
contemplarme en un es-
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pejo. Cog uno que hab a cerca, sobre una caja de plata y se lo pas al gitano� � �
para que me lo sostuviera... Ustedes compren-der n que despu s de esto el gitano� �
y yo hemos llegado a ser gran-des amigos... " Esa noche nos relat otro cuento�
con sabor cl sico : Viv a en el campo. En las ma anas montaba en una mula mansa� � �
y marchaba por la sierra, leyendo un libro de Quevedo. Una vez se encontr junto�
a una casa en la que habitaba una hermosa ni a. Desde entonces, volvi all .� � �
Descend a de su mula y caminaba con la muchacha, ense ndole las historias de� ��
sus libros y contemplando las flores de la sierra. Esa ni a le amaba ; pero un�
extra o terror la persegu a. Lleg el instante en que supo por qu temblaba� � � �
cuando se alejaba con l por los senderos del monte. Fueron sorprendidos por la�
mujer que la guardaba en su casa. Era una bruja de sombr o aspecto. La ni a le� �
rog que huyera y no volviera m s. Y era tal su angustia y desesperaci n que as� � � �
lo hizo. Al subir a la mula, su gorro rojo se enred en una rama y se le cay .� �
Cuando lleg a su casa se sent a enfermo de un extra o mal. Se tendi en la� � � �
cama, donde sus parientes le cuidaron sol citos. Vino el m dico, movi la ca-� � �
beza y no supo qu decir. Pasaron los d as y segu a enfermo. Se le cayeron los� � �
dientes, luego se le desprendi el cabello. Su rostro comenz a arrugarse y a� �
cambiar. Sentado en su sill n y envuelto en chales estaba muriendo. Afuera�
estall la tempestad. Sus familiares hab an ido en busca del cura y de los� �
ltimos sa-cramentos. En ese instante se abri la puerta del cuarto y entr la� � �
ni a de la sierra. Sin decir una palabra, le devolvi el gorro rojo... Esa misma� �
noche mejor y pudo regresar de su aven-tura en las monta as, a horcajadas en su� �
mula mansa y leyendo un libro de Quevedo... A medida que l narraba, bamos� �
viviendo en esos mundos extra dos de sus sue os. Creaba el clima, la atm sfera.� � �
Sus ma-nos se mov an, su rostro era el de un actor, sus ojos penetraban la�
niebla del tabaco y sonre a satisfecho cuando la emoci n, o la gracia sutil, nos� �
alejaban del contorno y de la noche. Era la ma-gia de la palabra y el aura de la
leyenda que extra a de su vida interior. Viv a en un mundo que ordenaba a su� �
modo. Era el oficiante de una historia propia. Con sus dedos finos, tej a ; su�
rostro delgado y p lido, evocaba. A veces escuchaba. Pero yo seguir recordando� �
ahora lo que l nos cont : En la antigua China viv a un muchacho que estudiaba� � �
viol n. Todas las tardes�
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cruzaba un bosque para ir donde su profesor. Siempre hac a el mismo camino ; sin�
embargo, una vez se desvi , un poco a la de-recha, o la izquierda, y he aqu� �
que, se encontr frente a un pala-cio, del que sali una ni a que le invit a� � � �
jugar. Eran tan lin-dos la ni a y el palacio que el muchachito se olvid de su� �
clase de viol n. Hasta la ca da de la noche estuvo jugando. Cuando volvi a su� � �
casa, encontr a su profesor ; alarmado le hab a ido a buscar. Su padre ten a el� � �
ce o adusto : D nde estuvo el hijo, que no fue a su clase de viol n ? Pero el� � � �
ni o cont del hermoso palacio y de la joven. El padre y el profesor se miraron.� �
En ese bosque no exist a ning n palacio. El ni o insisti . Ambos decidieron� � � �
acompa arle para que se los ense ara. Al otro d a el ni o les gui por el� � � � �
bosque. Recorriendo los senderos crey lle-gar al sitio donde hab a encontrado� �
el palacio y la ni a. Nada hab a ahora. S lo la yerba crec a seca y amarilla. El� � � �
ni o incli-n la cabeza entristecido. Y descubri entonces la piedra de una� � �
tumba con una inscripci n : 'Aqu yace la princesa Shui-Fu, que tuvo los ojos� �
como almendras, en el antiguo Pa s Austral de las Flores... Barreto viv a en un� �
mundo especial que defend a en contra de la realidad cotidiana. Sumido en sus�
sue os, sab a encontrar los m s extra os libros y lugares. Anuar At as confiesa� � � � �
que caminar con l por las calles de noche era siempre un viaje hacia lo�
desconocido. Narrando y conversando, dejaba que sus pasos le llevaran a calles
donde descubr a puertas tras las cuales se ce-lebraban misas negras y�
aquelarres. Si la realidad no le respon-d a, transform ndose, entonces se� �
sentaba en un caf y se trans-portaba hacia el pasado. Santiago del Campo cuenta�
de estas noches. En aquellos tiempos, Del Campo viv a en una buhardilla que le�
ced an en el Instituto Nacional, a la que s lo pod a entrar a una determinada� � �
hora. Si por cualquier motivo se retrasaba en su llegada, ten a que esperar�
hasta el pr ximo d a. Entonces Barreto le acompa aba a trasnochar, contando� � �
historias hasta que amanec a : "Fue as como una vez dice Del Campo H c-tor� � � � �
estaba sentado frente a m , p lido y serio. Empez a hablar de la muerte. Me� � �
explic c mo hab a muerto Julio C sar, el con-quistador, quien al entrar en una� � � �
ciudad se hac a presidir por un mensajero que la recorr a gritando : Hombres,� �
guardad vues-tras mujeres, madres, esconded vuestras hijas, que ah viene el�
calvo ad ltero!' Cuando Bruto le clav el pu al, su nica pre-ocupaci n fue� � � � �
extender los pliegues de su capa para que no que-
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dara arrugada sobre el suelo. Luego Barreto pidi una taza de caf y mantuvo� �
silencio. Con gestos estudiados, sac de un bol-sillo una cajita peque a y� �
labrada. La abri y volc su conte-nido en la taza. Yo no ve a bien, cuenta Del� � �
Campo. Barreto permanec a silencioso. Se llev la taza a los labios y la fue be-� �
biendo sin prisa. Despu s, con ojos brillantes, me dijo : ` Viste?' `S� � �
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derruidos escenarios, al releer sus historias vemos resur-
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gir su imagen y todo adquiere la dimensi n de anta o. Ah est "Jas n", el� � � � �
argonauta : Lamella era Dodona y, en las arenas de Dodona, crecieron las viejas
encinas patriarcales. Jas n huy de su familia. Consigui un buque y lo gui por� � � �
sue os y pre-moniciones. Su padre le sigui . Tras a os de buscarle, lleg a una� � � �
isla donde un velero vac o hab a encallado. En el palo del m stil, como un� � �
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Ni por mar_ni_por_tierra

  • 1. INTRODUCCION A menudo se afirma que los sudamericanos, en especial los chilenos, pertenecen a la cultura y civilizaci n occidentales.� A m me parece que no. Unicamente en la concepci n del amor personalizado,� � individualizado, somos herederos del Mita fundamental de esa cultura. El error de creernos occidentales nace de una visi n racio-nalista de la vida,� que insiste en la igualdad del hombre sobre el planeta. Sin embargo, el hombre es diferente en todas partes. Y lo es, especialmente, en esos ciclos cerrados de las culturas y civilizaciones, que se suceden en el tiempo hist rico. La Tierra es un ser vivo y nosotros� somos sus frutos. No da lo mismo nacer y vivir en el sur del mundo, que en el norte, o en el centro. El ser se condiciona distinto en sus esencias. Adem s, est la cuesti n del� � � pensamiento. No todos los hombres "piensan" con el mismo rgano.� He contado en otro lugar una conversaci n con el profesor C. G. Jung. El doctor� me re-lataba su visita a un jefe de los indios Pueblos. El cacique le expon a su creencia de que los hombres blancos estaban locos� porque aseguraban pensar con la cabeza. S lo los locos pensa-ban de esta manera, seg n el jefe indio. El pensaba con el� � coraz n, como los antiguos griegos.� Los japoneses piensan con el plexo solar (donde se hacen el harakiri, para dejar la puerta libre al "pensamiento"); los hind es lo har n con algo que les queda fuera del cuerpo, porque los� � pensamientos "les suceden", por as decirlo.� Los espa oles piensan con el centro de la pala-bra, que est en la garganta, con� � el "chakra vishuddha", como dir a un fil sofo hinduista.� � Ahora bien, c mo pensamos los sudamericanos. los chile-nos Desde muy joven me� � preocup este fundamental tema de nuestra identidad circunscrita.� Descubrirla significar a, cre a yo, lograr la identificaci n con nuestro� � � paisaje, con esa zona viva del cuerpo de la tierra a la que pertenecemos y poder llegar a trans-figurarla, alcanzando esa parcela del Esp ritu que,� por derecho, nos pertenece. Es decir, crear nuestra propia civilizaci n. Por� aquellos a os escrib un libro, al que titul "La Nueva Tierra".� � � Luego lo quem . E hice bien. Los viajes, o peregrina-ciones, a todo lo largo y� ancho de la tierra, en busca de nuestra identidad, han confirmado mi creencia de que somos diferentes. El acento de nuestra personalidad est cargado sobre otra ins-tancia del ser humano.� La historia de la humanidad consiste en el cambio de acento sobre las "instancias", en la imposici n de un hombre diferente en una determinada zona de� la tierra y en la estructuraci n y transfiguraci n del mundo de manera equi-valente. As ,� � � el mundo cambia o se destruye. Sobre la superficie ac-tual de la historia, ya ha aparecido un hombre distinto, regido por otra instancia, por otro centro de conciencia, por otro "cha-kra". Y la destrucci n total de la civilizaci n del que piensa con la cabeza"� � es s lo cuesti n de tiempo. Un hombre de tipo "m gico" ha aparecido. El hombre� � � racionalista est en re-tirada. Es la verdadera revoluci n.� � El cambio. Las nuevas gene-raciones piensan con otro centro de conciencia y se entienden entre ellas "sin palabras". En este volumen, que es algo as como una Epopeya M sti-ca de la B squeda y de� � � la Transfiguraci n, se trata de hundirse en el fondo del Sur para resucitar sus� mitos y sus dioses, o el alma de la tierra. Hay mucho de simb lico en este peregrinaje, en su intento de compenetraci n� � entre el alma de un individuo y la de su paisaje. Aunque se va por fuera, es como si se cami-nara por dentro. Y la b squeda de un Oasis entre los hielos, de una Ciudad m tica en los Andes,� � o de un Monasterio secreto al otro lado del mundo, es, en verdad, la b squeda� del centro del silencio y de la paz dentro del propio coraz n.� Es decir, tr tase tambi n de pasar m s all de una sola instancia de� � � � pensamiento, para realizar al hombre total, con todas sus instancias en funci n,� con todos los centros pensantes en actividad. El Hombre-Total, la Raza de Titanes, la gran posibilidad que so ramos para este��
  • 2. pa s de los Andes. Y la transfiguraci n del paisaje, de la tie-rra, ayudando a� � este Ser Vivo a mutarse, en el v rtice cr tico de� � su involuci n. S lo por nosotros la tierra podr salvarse, espiri-tualizarse,� � � transfigurarse. De lo contrario, sobrevendr la cat s-trofe. La necesidad de encontrar la ra z� � � de los mitos y leyendas (instrumentos de que disponemos en el intento de compenetra-ci n con el� paisaje), dispersos en el sur del mundo, me llev a intentar un d a el cruce del� � Oc ano Pac fico. Sus corrientes sub-terr neas me dejaron en la India.� � � All viv casi diez a os, en la b squeda incesante. Es el tema de una Trilog a.� � � � � De la India deb retornar un d a convencido que tampoco ramos orientales.� � � Estamos en alg n punto intermedio, entre Oriente y Occidente, en otra zona.� Sin embargo, el alma del chileno, por tantos siglos vuelta del lado de Occidente, podr a tornarse ahora hacia Orien-te, como un medio de encontrar el� equilibrio, llegando a hacer m s f cil el encuentro con su propia identidad.� � Despu s de todos estos a os de b squeda y esfuerzo, he lle-gado a comprender� � � que no importa donde me encuentre ya, ne-cesitando m s bien de la distancia, que� no comprometa muy a fondo el sentimiento, para poder mirar y ver con claridad. El trabajo dram tico con mi propio paisaje fue intentado. Ahora el viaje es� interior. Y no importa tampoco cu n solo se est , ni cu n apartado y distante, porque, "si� � � se cumple con el recto tra-bajo, amigos desconocidos vendr n en tu ayuda", como� dec a el alquimista.� "Si piensas los rectos pensamientos, aunque est s solo, sentado en tu cuarto,� ser s escuchado a mil leguas de dis-tancia", afirmaba la sabidur a china en la� � antig edad.� Si te enfrentas al Angel en forma certera, esto tendr validez universal. Si has� descubierto el refugio milenario de los Ar-quetipos del Sur del mundo y de tu propia tierra, ya no necesitas estar aqu .� El descubrimiento servir para los que despu s de ti vengan, porque les habr s� � � ayudado de modo irreparable. Entonces, esta obra es para aquellos que un d a� volver n a buscar el Oasis que existe entre los hielos del Polo Sur,� la Ciudad de los C sares en los sagrados Andes;� para aquellos que, cruzando las aguas del gran Oc ano, vuelvan a buscar la� Ciudad Eterna en los Himalayas, encontr ndose, quiz s, al fondo de las aguas,� � con las secretas huellas que enlazan los mundos. Santiago de Chile, mayo de 1974. MIGUEL SERRANO NI POR MAR NI POR TIERRA Historia de la B squeda en una Generaci n� � PROLOGO A LA EDICION ARGENTINA DE 1979 Han pasado casi treinta a os de la primera edici n chilena de este libro. Aqu� � � comenz la b squeda por el camino "sin-cron stico" de la transfiguraci n interna� � � � y externa, simult nea, como en los tiempos antiguos de las peregrinaciones� m gicas a determinados puntos "sensibles" de la tierra. La inici en mi patria,� � por el gran sur del mundo, en su vecindad polar. La b squeda se continu en los� � a os, extendi ndose en el espacio exterior como en el interior. Es esta una� � peregrinaci n que se terminar s lo con la muerte. Y qui n sabe. Al abrir estas� � � � p ginas, que son una historia autobiogr fica y de mi generaci n en Chile, como� � � se afirma en el subt tulo del libro, veo que nada ha cambiado en la base de� sustentaci n de lo que en el tiempo he ido desarrollando. Por ejemplo, el ep -� � grafe, que es donde se origina el nombre del libro : "Ni por mar, ni por tierra, encontrar s el camino que lleva a la regi n de los hiperb reos", sintetiza todo� � � el tema. Y esto fue as sin que yo mismo supiera hasta que extremo, porque en� esos a os desco-noc a que el camino era hacia los hiperb reos. Lo desconoc a en� � � � mi conciencia, habiendo transcrito en la primera edici n un verso de P ndaro que� � aparece en una obra mal traducida de Nietzsche ("El Anticristo") : "Ni por mar, ni por tierra, en-contrar s el camino que lleva a la regi n de los eternos� � hielos". Hin verdad era "a los hiperb reos". Hoy lo s tambi n con mi� � � conciencia. Hace casi treinta a os, entonces, me hallaba en el mismo Sendero del� que no me he salido m s, buscando el Continente Hiperb reo desaparecido, la� � entrada a la Ciudad de los C sares, el Oasis en los extremos pblares de la� tierra y el retorno a los or genes legendarios de Am rica, que fuera llamada� � Albania, hace miles de a os, la Blanca, la de los Dioses Blancos, el Hogar pri-migenio, la�
  • 3. Estrella de los comienzos. Creo ser el nico escritor en Am rica que ha tratado� � este tema desde siempre : Am rica, Continente de los Dioses Blancos. Mis a os en� � India fueron s lo una continuaci n de la b squeda en profundidad y en extensi n.� � � � Arriba, abajo, adentro, en el horizonte dilatado. Los Dioses Blancos son los hiperb reos. Hiperb reo quiere decir m s all del dios Borea, del fr o y de las� � � � � tormentas, los divinos inmortales que vivieron en un mundo ya desaparecido, en la Edad de Oro y a, los que todos los signos y las leyendas se refieren como habitantes primeros de esta Am -rica nuestra. Kontiki, Virakocha, Quetzaltcoatl,� descend an de esos Dioses Blancos. Su verdadera presencia corresponde a la Ante-� Historia de nuestro mundo, a un Pr logo a la Historia. Ellos son los primeros� moradores de estas regiones extra as, donde a n se presiente el gran aliento de� � los divinos ocultos en la roca de los Andes. Ellos son los gigantes a que hago referencia en esta obra. Es s lo imagin ndolos y en la b squeda sin reposo de su� � � Morada, en la seguridad de su resurrecci n, donde aparece la Puerta de salida al� drama americano y la transfiguraci n del paisaje del sur del mundo. S que para� � m no ha existido otra Am rica sino la de los Dioses Blancos, la de los gigantes� � milenarios. Lo otro, el pasado y presente inmediatos, es la tragedia de las razas moribundas, digeridas, destrozadas por el paisaje que no les pertenece, que no pueden alcanzar en su grandeza. Es la vida desconectada del paisaje y de los Gu as divinos de otros tiempos, los Dioses Blan-cos, a los que se alcanza en� la "transmutaci n de todos los valo-res", en la mutaci n y transfiguraci n de� � � una alquimia biol gica y del alma. La historia actual de Am rica es la de la� � mezcolanza de los esclavos de la Atl ntida (o de la Lemuria) librados a un� arbitrio imposible, sin los Gu as de anta o. La Transfiguraci n del Paisaje y la� � � mutaci n de algunos se har posible en el reen-cuentro de esos dioses y gigantes� � hiperb reos, que a n residen en las cumbres sagradas, en el hallazgo de su� � Ciudad, de los Oasis ant rticos. Este libro se continu en "Qui n llama en los� � � hielos", mi b squeda de ese Oasis polar de los Dioses Blancos y en "La ser-� piente del Para so", mi b squeda extendida a los Himalayas (de los Andes a los� � Himalayas). Es la b squeda en el mundo exte-� rior. "Las Visitas de la Reina de Sala", "La Flor Inexistente" y "Elella", son la b squeda en el mundo interior, su resonancia m tico-simb lica en el alma.� � � Ning n otro escritor ha desarrollado, creo, en su obra y en su propia vida, el� tema de esta b squeda esperanzada, real y a la vez simb lica. Lo digo sin� � pretenciones, porque nada de esto me perte-nece, habiendo sido como dirigido, o como si en un Eterno Re-torno, hubiera estado siempre en esta gloria y en este drama. Montagnola (Suiza), diciembre de 1977. MIGUIEL SERRANO PROLOGO A LA EDICION CHILENA DE 1950 El viaje aqu comenzado debi terminar en los hielos de la Ant rtida, en busca� � � del misterioso oasis primordial. De all debi-mos retornar con el alma quemada� por el fr o, pensando que todo fue in til, porque el camino verdadero se� � encuentra aden-tro. El final de la obra ser a el relato del Viaje Interior, en� donde la traves a por el sur del mundo se repite en forma sim-b lica, dentro del� � propio ser. Pero he aqu que no he sido capaz de terminar esta obra, porque a n� � no he estado preparado para ello. El viaje se detiene en Chilo . Mis intenciones� son continuarla en un segundo volumen, retomando el viaje en el punto en que aqu fue interrumpido. Todo el plan y los esquemas est n trazados desde el� � principio, y a menudo paso mis d as y mis noches inclinado sobre las cartas� marinas, revisando los caminos del sur. Me preparo tambi n para dar el gran� salto hacia los hielos. Sin embargo, dudo que llegue a terminar esta obra. Los tiempos son contrarios. Y el viajero es requerido por las aven-turas de la traves a, que le absorben, oblig ndole a poner toda su atenci n en el camino,� � � donde el buen xito de la empresa de-pende de su pericia y de su concentraci n.� � Ser consumido por su propio sue o y por el viento del sur. Los mejores viajeros� � nunca han tenido tiempo de llevar un diario de sus viajes. Por eso han sido desconocidos. Por haber transgredido en parte esta norma, pido perd n a los� aventureros del sur. Santiago de Chile, 1950 PRIMERA PARTE LAS RAZONES DEL ALMA ALGUNOS ANTECEDENTES DEL VIAJE Las siguientes p ginas que, hasta cierto punto, son autobio-gr ficas, pudieron� �
  • 4. tener un antecedente para su mejor compren-si n. En el pasado deb escribir un� � libro que fuera el relato de la vida de mi generaci n y de mi propia vida. Ah� � deb explicar algunas cosas que habr an hecho m s comprensibles estas p ginas de� � � � hoy. As , este libro debi comenzar donde otro terminara. Pero el drama de mi� � vida se plante en la siguiente forma o tal vez yo mismo lo plante : La� � � literatura, el arte, es un bast n que ayuda a subir el cerro ; una vez que se ha� llegado a la cumbre, ya no se necesita y hay que dejarlo. Los problemas que el arte suscita, no encuentran soluci n en el arte mismo, sino en la vida. Se� precisa el acto dif cil de una renunciaci n. Hace algunos a os, junt todos los� � � � libros escritos hasta esa fecha y los quem . Era un gesto in til. Despu s, lleg� � � � el instante de la prueba : En el v rtice de mis a os, irresistiblemente quise� � asomarme al pasado ; dese , si fuera posible, retornar y mezclarme de nuevo con� los camaradas de anta o. Vi c mo danzaban a n, ya casi sin fuerzas. Tambi n� � � � empec a danzar y dej que las l grimas corrieran al reconocer las viejas� � � mansiones y los muros derruidos. Volv a amar y a sufrir. Algunas manos se� extendie-ron, porque yo era el resucitado, que hablaba de algo ya muerto. Me esforzar porque este libro sea un mensaje para los que despu s vengan. Porque� � este es el camino por el que otros pasa-ron antes que yo. En los senderos de las cumbres he encontrado sus huellas. EL VIAJE SE PREPARA DESDE DENTRO El libro que deb escribir con anterioridad, habr a tratado de los primeros� � tiempos de nuestra generaci n, de mi adolescen-cia. Fue en aquellos a os cuando� � se exteriorizaron los impulsos y se conformaron los hechos que condicionar an el� futuro. Deb hablar largo de esos a os en que nos sent amos envueltos en una� � � atm sfera especial. Qu ser aquello que da el tono a una ge-neraci n? Hay� � � � � ciertas inhibiciones comunes, ciertos dolores. Todo esto a causa de una infancia dif cil y de un pa s en disgregaci n. Nuestra generaci n viene a la existencia� � � � en un tiempo inver-tebrado, cuando en Chile se han roto los nexos del acontecer his-t rico, en un momento en que el hombre va siendo hondamente disuelto por el� paisaje. Mi vida se ha desenvuelto casi tanto en mis sue os como en los� acontecimientos externos. Hay momentos en que me es dif cil distinguir entre el� recuerdo de la imagen de un sue o y un acon-tecimiento vivido en la realidad� exterior. D as he pasado abstra -do por las impresiones de un suceso so ado. Es� � � as como podr a ser que alg n gran viaje, o una aventura emprendida en mi vida,� � � fuera impulsada por un sue o que se ha adue ado m gicamente de mi imaginaci n.� � � � He vivido envuelto en la fantas a, y el motivo de alguna le-jana m sica del� � alma, emergida de esas aguas profundas, se ha posesionado de mi existencia como el eco fantasmal de las cam-panas de la Catedral sumergida. Y hay sue os raros,� que ya no son sue os, sino vida acaecida en una realidad m s intensa que la� � vigilia. El sue o desaparece y se alcanza "otra realidad". El que as vive, ha� � "despertado", ya no "duerme" en la noche, sino que su "conciencia es con-tinua". Hace muchos a os, siendo un muchacho, tuve uno de estos sue os. Vi la monta a� � � que se yergue frente a nuestra ciudad, os-cura a n en el amanecer. Dentro de la� masa de roca hab a dos figuras gigantescas. Una de ellas, la del lado derecho,� levantaba los brazos al cielo, implorando y la otra se inclinaba hacia la base, como vencida. Los bordes de estas figuras estaban ribeteados por trozos de metal dorado. A os despu s, cuando inici una peregrinaci n por las mon-ta as de mi� � � � � patria, creo que iba al encuentro de esos gigantes. 22 Con una mochila a la espalda camin por las m s lejanas cordilleras. La� � presencia de la soledad en la monta a tiene formas y es un ser que nos observa ;� a veces se detiene a nuestro lado y hace rodar una piedra para informarnos de su existencia. Por esos altos lugares me he encontrado con exploradores, aldeanos y vagabundos. A todos ellos les he preguntado por el camino y he mirado al fondo de sus ojos, para descubrir si cono-c an el angosto paso que lleva al valle� secreto. Lleg el d a en que me encontr con la monta a de mi sue o. En el� � � � � atardecer alcanc su cumbre. Avanc hasta tocar la cima donde recordaba haber� � visto extender los brazos al gigante. Me tend de bruces, quedando en una� semiinconsciencia, interrum-pida s lo por la idea de estar absorbiendo la� energ a de esa forma con todo el ser.� LA LLAMADA Me sent sobre una roca y me qued inm vil. Se hizo la no-che. Una lenta� � �
  • 5. pesadumbre me invadi . De improsivo, en alg n momento de esas horas, apareci un� � � rostro grande, inm vil, con un gorro de cuero. Sobre el torso, llevaba una piel� de puma, o quiz de guanaco. Me miraba fijamente. Abri la boca y me dijo : "T� � � vendr s aqu ".� � LAS TRES NOCHES DE HIELO Vi en sue o un monte blanco, envuelto en una luz radiante. El cielo era de un� azul transparente. Este monte representaba en sus cumbres rostros de gigantes, con la vista fija en la lumino-sa profundidad. D nde estaba ese monte? En qu� � � � lugar del mundo ? Vi un cielo oscuro, envuelto en nubes pesadas. Y en la l nea� del horizonte, una franja roja, como de sangre o de incendio. De d nde era� � este cielo ? 23 Por tercera vez, volv a so ar. Apareci un paisaje gris y una tierra rocosa,� � � salpicada de nieve. Sobre las piedras se posa-ban unos p jaros tambi n grises.� � Uno de ellos ten a en torno al cuello un anillo de color rojo. Y estas aves, de� � qu lugar del mundo eran?� EL MAESTRO ME HABLA DEL POLO SUR De nuevo estoy aqu , despu s de tanto tiempo. Este lugar me es familiar, lo he� � recordado a trav s de los a os, con sus cua-dros en los muros viejos, pintados� � por la mano del Maestro y sus figuras sobre las mesas. Hay un gran libro de madera, con una letra grabada al fuego. En su nica p gina, tambi n est mi� � � � nombre. Me esfuerzo por mirar al Maestro fijamente. Y le veo ro-deado de una paz que se hace presente casi como una emanaci n. Sus manos son armoniosas y su voz� llena de fuerza. Pero el Maestro es un ser que avanza apartando las sombras con una es-pada. Su voluntad es indomable. Su convicci n desconoce matices. Es un� ser infalible cuando la voz del m s all habla por su boca. Pero s lo entonces.� � � Ahora me dice : Hace tiempo que lo sab a. Ir s hasta el extremo sur del mundo,� � � hasta el borde de los hielos ant rticos... Callo y sigo mirando todo lo que me� rodea. El Maestro con-tin a : Sabes lo que es el Polo Sur ? Es el sexo de la� �� tierra. Una regi n tenebrosa de por s ; pero de importancia fundamental ; el� � sexo es el mayor misterio del universo. Transmutando su fuer-za se alcanza el Reino de Dios. El sexo es Sat n, en lucha con l se llega a Dios. Es Sat n y es� � � Dios. El tratar de impedirte el descubrimiento del Oasis que existe entre los� hielos. Cruza sus piernas, reposando las manos en las rodillas, mien-tras contin a : No te imagines que la tierra es un ser muerto, cubierto por una� � corteza dura. La tierra es un ser vivo, palpitante y nosotros somos sus c lulas� esforz ndonos por interpretarlo y hasta por li-� 24 berarnos de l. La tierra tiene un alma y si su cuerpo es redondo forma que un� � d a debemos alcanzar su alma conserva la for-ma humana, que es tambi n la forma� � � del cielo. He visto el alma de la tierra, de medio cuerpo hacia arriba, emergiendo blanca del mar ; su rostro tiene una grave y sombr a expresi n. Mira� � los horizontes y vigila, llevando la cuenta de los seres que se liberan, a pesar suyo, en lucha con su otra mitad negra, que se sumerge en las profundidades heladas. El Esp ritu de la tierra no permite que los hombres se liberen antes de� tiempo. En este mundo de contradicciones, s lo la paradoja es capaz de darnos� una visi n justa. Por extra o que parezca, son aquellas "c lulas" rebeldes, en� � � lucha con el Esp ritu de la tierra, las que mejor trabajan por la liberaci n de� � este mismo Esp ritu, que tambi n se alegra cuan-do ha sido vencido y las ve� � partir, ascendiendo por sobre la dila-tada vastedad del mar. Cu n pocas son !� � Una en miles de a os... La regi n hacia la que vas, es la Mansi n de Sat n,� � � � ant poda del Esp ritu Blanco, que emerge del hielo del Polo Norte, cerebro de la� � tierra, que ya ha dado al mundo las razas destinadas a des-arrollar el intelecto. Sat n, sexo de la tierra, es la Naturaleza que multiplica y crea. Su� forma es ilusoria. Es la suma de nues-tras sombras. Algo as como el archivo de� los pesares y la noche de la Humanidad. El Demonio somos nosotros mismos, es una parte spera y pesada de nuestra alma. Acaso no somos tambi n Dios ? Call un� � � � momento, mientras entornaba los ojos. Prosigui : He visto a ese Ser en su� � recinto del Polo Sur. Es una in-mensa cavidad oscura donde reside. C mo� � describ rtela ? Espa-cios sin l mites, que se extienden por el interior ps quico� � � de la tierra, debajo del casquete de los hielos eternos. Y ah se mueve el Angel� Sombr o. Asciende, o desciende, hasta el extremo de esa cavidad. Se arroja en�
  • 6. demanda de su otro extremo, de su final inalcanzable. Toda una eternidad lo ha pasado en este esfuerzo, tratando de alcanzar el lugar antip dico del que ha� sido proscrito en el comienzo mismo de la creaci n. El Norte es su anhelo pro-� fundo y su mayor sufrimiento... Cerrando los ojos, todo esto es posible de percibir y escuchar. Sabiendo cerrar los ojos, mi-rando dentro de uno mismo... Se detuvo otra vez. Hizo una reflexi n como para s : En el principio, todas� � � las tierras estaban agrupadas en el Polo Sur, donde tambi n se hallaba la Colina� del Para so. Y� 25 cuando, desde el centro de los cielos, fue expulsado Satan s, ca-yendo de cabeza� sobre este Polo, a la velocidad de una luna des-prendida del firmamento, fue a dar al noveno estrato, entre los hielos. Las tierras se dividieron alej ndose� del Polo, distribuy n-dose por el planeta, para formar los actuales continentes.� Es por ese extremo de la tierra por donde deber ir en el futuro la humanidad� liberada, para reencontrar el Oasis Primordial. En alg n secreto lugar del Polo� Sur se encontrar incluso la Colina del Para so... T sabes que estas alegor as� � � � tienen un valor sim-b lico, indicando realidades ps quicas. La tierra misma es� � un s mbolo. Debemos cruzar a trav s de Satan s, ese fuego que nos sac del� � � � Para so y que ser tambi n el que nos restituya. Los habitantes de esta zona� � � austral del mundo somos los adelantados del Destino. Vivimos casi sobre el fuego de Satan s. De ah esa angustia que descubres en los seres de estas regiones. El� � nacer y vivir aqu es tr gico. Tambi n es un privilegio. Tenemos que abrir el� � � camino. Mira a tu alrededor. Ver s un mundo legenda-rio en que de nuevo puedes� llegar a ser un dios. Luz y sombra envuelven el paisaje y presionan el alma de los seres. Somos arras-trados por una corriente que nos lleva a los extremos. Si en el Norte floreci un d a la raza que posey el dominio de la raz n, en el Sur� � � � deber nacer la raza dirigida por la intuici n. En lucha con la m s poderosa� � � fuerza del universo, con la luz astral de Sat n, que da forma a la creaci n,� � ser capaz de vencer y trans-mutar. Esta raza polar, del Sur, poseer un� � veh culo nuevo que, como t nica gloriosa, envolver la imagen del hombre del� � � futuro. Se detuvo bruscamente, como si no quisiera seguir hablando. Cu ntas� veces en los a os he estado aqu , escuchando al Maestro. Como desde alg n lejano� � � sitio, le oigo decir : Un viento g lido ha soplado sobre tu alma. El Angel Os-� � curo te llama para probarte en sus dominios. De esta aventura depende la transfiguraci n m gica del paisaje. Somos plantas a trav s de las cuales se� � � expresa el Esp ritu y en nuestro drama se incluye el porvenir de las� generaciones m s pr ximas. Necesitas partir, porque el alma madura al contacto� � con su paisaje... Pero no olvides que tu viaje es lo mismo que si lo hicieras por dentro de ti mismo, descendiendo desde el plexo solar, hasta la regi n� inexplorada de tu sexo. 26 Dormido, recorr el mundo fantasmal. En su desamparo, descubr una ciudad. Me� � intern por sus calles y entr en sus casas de piedra. Estaban vac as. Buscaba a� � � alguien que parec a haber partido. "No es posible", pensaba, "que ahora que he� lle-gado, con tanto esfuerzo, aquel a quien busco ya no est ". Afuera, los� rboles se mec an en un viento blanco.� � DECIDO EL VIAJE Fue a fines del a o 1947 cuando Chile envi su segunda ex-pedici n a la� � � Ant rtida. Deb encontrar un motivo que me permitiera participar en esta� � expedici n. Viaj a Valpara so y comenc a deambular por sus calles. Fue desde� � � � sus cerros de donde los Conquistadores espa oles cre-yeron ver el Valle del� Para so. Encamin mis pasos hacia Playa Ancha, en busca de una casa donde viv� � � en la ni ez. Las casas viejas, los antiguos muros, que un d a habitamos, guardan� � sombras que esperan nuestro retorno. Segu vagando por las callejuelas. En la� ltima luz del atar-decer llegu frente al Museo Zool gico. La entrada estaba� � � abier-ta. Pas entre momias de p jaros y animales. Un hombre peque- ito se� � � acerc . Reconoc al Director del Museo, el mismo que tanto me deleit cuando era� � � ni o. Me mir con curiosidad, con sus ojillos vivaces. Todo est igual le� � � � � dije. - C mo lo sabe Y S m s agregu ; s que usted perdi un dedo de su mano� � � � � � � � derecha, se lo arranc el mono que estaba en esa jaula. Una agradable sonrisa se� fue dibujando en el rostro del hombrecito. Como hace a os, empez a mostrarme su� � Museo. Ya de noche, cuando me desped a, vi colgada del techo una canoa. Es una� � canoa fueguina. La construyeron los ind genas de la Tierra del Fuego y la don a� �
  • 7. este Museo el jefe de la expedi-ci n chilena a la Ant rtida dijo.� � � 27 g Es usted amigo del jefe de esa expedici n? Creo que es el mismo que ir este� � � a o. Enterado de que deseaba ir a ese Continente, volvi atr s por los pasillos� � � ya oscuros, entre las momias y las reliquias ; abri la puerta de su peque a� � oficina, encendi una luz y me ofreci asiento. Mientras acariciaba un peque ito� � � y curioso gusano, que ca-minaba sobre su escritorio, me dijo : Yo le puedo� ayudar. Fue as como el antiguo amigo, que a n viv a entre sus f -siles, me� � � � extendi su mano de cuatro dedos (el quinto lo perdi en mi infancia) y afirm� � � mi sue o.� LA PARTIDA Una ceniza gris cubr a el cielo. En los muelles, el petr leo invad a con grandes� � � manchas verdes y negras las aguas que azo-taban los costados de los lanchones. La Boya del Buey mug a y las sirenas melanc licas desgarraban la noche. Las� � lucecillas de los cerros y los haces de luz de los faros penetraban a trav s de� la ceniza. De improviso, un cometa apareci en el cielo. Tambi n iba hacia el� � sur. La gente sub a a los cerros y permanec a las noches en pie para observarlo.� � Un cometa es un iceberg del cielo. Lo quema un fuego helado. Lleg la noche de� la partida. Una llovizna delgada ca a sobre los muelles envueltos en bru-ma.� Algo pesado, como un ruido de cadenas se arrastraba en la noche. De pronto, un personaje extra o cruz por los muelles, con una camisa de seda, sin mangas, con� � pantalones cortos y san-dalias. Subi a nuestro buque y entr en la C mara de� � � Oficiales. Era un explorador que ven a a despedirnos, y nos narraba sus viajes� por el universo. Cuidado con los "grouler" ! nos dec a . Estos buques de�� � � � acero no sirven para los hielos. Cuidado con los monstruos del mar ! Los� "grouler" son manos negras de monstruos que agarran al buque por el casco y lo sumergen en las profundida-des. S que los marinos chilenos no creen en los� monstruos del 28 mar ; son demasiado nuevos. Pero ya cambiar n... Piensen en los marinos griegos� y en las Gorgonas... Tengan cuidado con este viaje... ! La fragata se comenz� � a mover despacio, navegando la bah a de Valpara so y despidi ndose de los otros� � � buques con melanc -licos pitazos. No dorm . Me daba vueltas en la litera, con la� � cabeza pesada y unas grandes n useas. El viento azotaba al buque por la popa.� Pas la noche y lleg la ma ana. No me pude levantar. Era tarde cuando abr los� � � � ojos, tratando de penetrar a tra-v s de las sombras del peque o camarote, m s� � � all de la cortina de arpillera que se mov a en la puerta. Alguien lleg y se� � � detuvo all . Parec a decirme : " Animo, acu rdate que has venido a en-� � � � contrarme. All , te espero !" Hice un esfuerzo y me levant . Me dej caer sobre� � � el piso y empec a caminar. Agarr ndome a los hierros y cuerdas llegu hasta� � � cubierta. El Oc ano se dilataba. Las planchas de acero cruj an. Una luz suave se� � extend a por el horizonte. La sal del mar me san .� � 29 EL MISTERIO DE UNA GENERACION 1 Deteng monos antes de seguir. No es posible avanzar sin saber qui nes son los� � que avanzan. Hay una tierra, hay largos caminos y hay unos hombres. Esa tierra y esos hombres son trozos dispersos de mi propia existencia. Qu es una� � generaci n? Cuando ni o empez a apasionar-me el siguiente problema : Por qu� � � � � me siento yo ? Observaba a los seres y meditaba : " C mo es posible que aqu llos� � � tambi n sean "yo", se sientan "yo", y, "yo" mismo, a la vez, sea "yo" y no� "ellos"? "Yo" y no "t "? Por qu nac yo y no otros? Parece como si en� � � � � temprana edad el yo se encarnara, un ser penetrara en nosotros. Hasta hace poco nos miraba desde fuera, estaba disuelto en el paisaje. S lo una vez despu s he� � tenido una sensaci n similar a aqu lla de mi infancia y fue en mi adolescencia,� � en el colegio, cuando me encontr con muchachos semejantes a m . Descubr que a� � � mi alrededor exist an seres parecidos. Era mi generaci n. Y lo que experiment� � � fue m s o menos esto : Solitario, hasta entonces, hab a sido un miembro aislado� � de un cuerpo que ahora se completaba. Qu es una generaci n ? Parece que all� � � � tambi n, en un cierto momento, penetra un alma individualizada para impri-mir el� estilo de su drama. Del oc ano de las generaciones somos una ola que se agita en� sus tormentas. Inescrutables signos fijan el destino de una generaci n,� integr ndolo en un plano m s amplio. Del paso por el drama de una generaci n el� � �
  • 8. yo individual debe salir reforzado. En un plano superior, como eslabones de una cadena, o 33 como anillos en espiral, las generaciones debieran unirse entre s por un tenue� hilo, para pasar a integrar el destino de la tierra y del paisaje. Sin embargo, suele suceder que de pronto el hilo que une a las generaciones se rompa. Si hubiera que buscar el rasgo caracter stico de mi genera-ci n en Chile, aquello� � que la diferencia, habr que decir que es una generaci n desvinculada e� � invertebrada, sin lazo de uni n con las generaciones anteriores. Es una� generaci n-isla, que ha emergido repentinamente de las profundidades. He tratado� de comprender la causa que ha hecho posible esta desvinculaci n. Por m s que� � buscara puntos de contacto con las generaciones anteriores no los hallaba. Edades, pocas geol gicas nos separa-ban. El pasado se nos aparec a como un� � � museo de momias. No s si siempre deba pasar de este modo. Parece que hubo� genera-ciones que veneraron a las anteriores y se encontraron sosteni-das por ellas, yendo por un camino que hab a sido se alado y asegurado para evitarles� � los riesgos in tiles. En cambio, noso-tros, desde la ni ez hemos sido impelidos� � a la rebeli n y a la soledad. Sin pilares firmes, ni puntos de apoyo, en medio� de un mundo en crisis, cuando todos los valores se derrumbaban y los que a n� subsist an eran extra os y sin alma, pudimos sobre-vivir por un esfuerzo� � anormal. Nuestra generaci n tuvo que hacer abstracci n del pasado para crear su� � propio mundo. Ro-deada de peligros y de preguntas, debi construir los cimientos� y la roca misma de su existencia. Todo un sistema de n meros y valores, una� ciencia, un arte, una filosof a y hasta una reli-gi n. Se hac a necesario� � � redescubrir, no ya las ra ces de la pro-pia vida, sino las del mundo y,� principalmente, las de la patria, de la tierra que nutre las ra ces. Este� esfuerzo ha sido cumplido s lo a medias, entre agon as y una crisis honda de la� � voluntad. En el Liceo y en las Universidades, se contribuir a a aumen-tar la� sensaci n de n usea y descontento. Las generaciones ante-riores a la nuestra, en� � Chile y en Am rica, han sido formadas por la cultura occidental, mejor dicho,� por la espuma filos fica del siglo xix, que introdujo su estilo racionalista en� el Liceo. Esta espuma le dio car cter a una generaci n vacua y superfi-cial, sin� � fuerzas, sin ra z. Hormas pat ticas que repiten gestos de zombies, que ahuecan� � la voz y por dentro est n espantosa-mente vac as. Crecieron del aire, como� � crecen los hongos o las callampas mentales, sin vida propia. Fueron los profesores y maestros de nuestra generaci n, que en la escuela nos entrega-� 34 ron un pan digerido ya, que se nos indigest y nos produjo un asco� indescriptible. Ellos eran muertos que imitaban una cul-tura ajena, que ni siquiera penetraban en sus esencias, paro-di ndola en su superficie. La letan a� � de la ciencia y del humanismo racional nos la entregaban con suplicios refinados, de-formando un alma virgen y salvaje como los cerros y los mares de que proced a. Recuerdo mi primer choque con esta educaci n y las angustias� � intensas de permanecer horas sentado en los bancos de la clase, mientras afuera brillaba el sol y a lo lejos soplaba el viento. Para salvarnos del racionalismo no pod a servirnos siquiera la educaci n cat lica de la infancia, pues esta� � � religi n, tambi n ajena a nuestro mundo, estaba demostrando su debilidad en la� � forma f cil en que se desprend a de nuestro coraz n al primer embate de una� � � argumentaci n tendenciosa y dirigida. Perd al Dios de mi infancia una noche,� � conversando con un alumno de un curso superior, en uno de los patios del Internado Barros Arana. Esa noche, en mi cama, llor despacio. Desde aquella� vez, ya no volv a rezar las oraciones de mi infan-cia, que me desvelaban en� medio de un deseo enorme de dormir ; a pesar de mi angustia, me sent aliviado.� Desde aquel d a fue como si creciera f sicamente y mi pecho se dilatara en los� � prime-ros caminos de la libertad. La cultura occidental, comprendiendo el catolicismo, fue un fen meno dram tico, resultante de un hombre y de una tierra.� � El alma de una zona del mundo fue interpretada y transfigurada por el hombre. Descubierta Am rica, nos impusieron una cultura y un alma extra as. Pero la� � tierra es m s fuerte que la inten-ci n o la locura del hombre. La espuma de otro� � mundo lleg a nuestras playas ; mas, las fuerzas contrarias y poderosas del� paisaje han librado la batalla y ser n invencibles. Las genera-ciones anteriores� a la nuestra han cre do poder imponer un estilo a la tierra, y, en la sorda� lucha que libraban, de la que ellas mismas no eran conscientes, se descubr a que� hab an per-dido. En la vacuidad de sus corazones se present a la venganza del� �
  • 9. paisaje, que no las reconoc a como a sus hijas y que las estaba secando por� dentro. Quisiera poder explicar con claridad esta tortura de una educaci n y de� una ense anza sin vida, que se nos inculc a la fuerza. Odi bamos esta ense anza� � � � contraria al mundo que nos rodea. No creo que esto sucediera igual con las generaciones europeas contempor neas a dichos fen menos del pensamiento.� � 35 Ellas estaban estudiando su historia, resultante de una compe-netraci n con su� paisaje, de una interpretaci n espiritual de su mundo ; cada idea, cada� pensamiento habr a sido elaborado por un esfuerzo com n en el que se sent an� � � partidarias y en el que hasta los r os y las piedras han tomado parte. Por todo� ello, el repetir y aprender era un fen meno creador. En cambio, nosotros nos� sent amos proscritos de todo eso y enfrentados a un contorno virgen y sugestivo.� Una tierra separada por oc a-nos y una generaci n, la nuestra, que aparec a de� � � pronto tan lejana y solitaria como esta tierra. La generaci n anterior no tuvo� conciencia de todo esto, se crey parte integrante del fen meno de una cultura� � ajena y de un mundo distante. Durante su tiempo se rompieron los ltimos lazos.� As se produjo esta grieta cuyo fondo es imposible ver. Y fuimos empujados a la� soledad. Qu hacer ? Aceptar el des-tino. Y luchar. Fuimos los iconoclastas,� � porque no pod amos ser otra cosa. Fuimos los luchadores y los combativos. Hab a� � que destruir para poder vivir. Recuerdo mis a os de combates y de pol micas� � literarias. La generaci n m s antigua en la lite-ratura estaba representada por� � hombres que siempre permane-cieron en la superficie. La generaci n intermedia� cont en sus filas con algunos poetas que se impusieron a n m s all de nuestras� � � � fronteras ; para nosotros, sin embargo, tambi n fueron superficiales, sin drama� hondo. La patria, para nuestra generaci n, signific siempre algo m s que una� � � relaci n de superficies. Hab a entre los montes y nosotros un di logo profundo� � � que a n no interpret bamos, pero que no pod amos desconocer. El aroma de algo� � � remoto nos llega-ba, oblig ndonos a alejarnos de todo lo que nos parec a sobre-� � puesto y sin relaci n de profundidad. Abandonamos los estu-dios y empezamos a� caminar entre cuatro murallas, monologando por meses y hasta por a os. Una� angustia casi biol gica nos atormentaba. Febrilmente, llen bamos carillas.� � Afuera, en el mundo, suced an cat strofes : la guerra de Espa a, el nacismo, el� � � comunismo, la gran guerra asomaba ya su rostro. Sobre nuestro escritorio, la filosof a, el marxismo, la ciencia, el psico-an lisis, los viejos textos� � polvorientos, los libros encontrados al azar. El dolor era el de los nacimientos. Organos nuevos nqs crec an, capaces de penetrar el interior de la� monta a. Por aquellos a os tuve que cumplir de este modo con el trabajo de mi� � generaci n ; liquidar mitos, romper cadenas y pre-� 36 juicios, revisar los valores extra os y abrirme paso en medio de todo eso, para� alcanzar donde el coraz n reencuentra el origen, el grano de polvo que lo form .� � Como era un muchacho, tuve que construir pilares y l neas que me dieran un� derrotero fijo para caminar en el futuro ; me cre toda una filosof a y una� � religi n propias. Lo que conquist entonces pens deb rselo a la tierra, en� � � � cuyas cumbres y mares me pareci entender una lecci n desconocida. Dese� � � fundirme con mis hermanos, ser uno con los hombres que trabajan en los valles y que abren los terrones profundos. Eran huesos formados por la savia que nos alimenta y sus manos eran hijas de las ra ces y de las lluvias de los cielos.� Quise tomar parte, junto a los r os correntosos y a los montes, en el combate en� contra de ese esp ritu extra o que alcanz a extender sus dos manos atormentadas� � � sobre nuestras costas. De este modo tom el primer contacto consciente con� nuestro ser. Fue el descubrimiento de una tierra nueva. Nuestra gene-raci n era� diferente en su ser b sico y ya nada podr a encon-trar dentro de los caminos� � conocidos. Si a veces pudo parecer que estaba combatiendo dentro del mundo de las valorizaciones europeas, tomando parte activa en sus dramas, ha sido s lo en� apariencias, pues su aporte tuvo que ser distinto. Nuestra par-ticipaci n se� debi en gran parte a la debilidad fundamental del sudamericano, que a n imita� � con facilidad lo que le impresiona y a la condici n receptiva de nuestro mundo.� Por otra parte, los movimientos que aparecieron entonces en Europa, estaban dirigidos, en el fondo, contra la esencia misma de la cultura occidental, representando tambi n la aparici n de un hombre nuevo, de tipo m gico. Si el� � � hombre blanco es el que alcanzar las cimas del futuro sudamericano, o si� volver el indio triunfante, no es posible saberlo. Creo que nada vuelve�
  • 10. realmente ; ni el indio, ni las re-motas profundidades, ni las divinidades hundidas en el tiem-po, retornan con id nticas vestiduras. Vuelven, reencarnan,� pero en formas distintas, girando cruelmente en la espiral. Todo lo que las generaciones anteriores lograron construir en nuestra tierra fue producto de la ceguera frente al paisaje. Jam s se detuvieron a escucharlo con atenci n. La� � historia nuestra puede sintetizarse en una lucha sorda entre el hombre y el paisaje, en la que el hombre ha impuesto una ley extra a.� 37 Pero el paisaje toma su revancha en el tiempo de las genera-ciones y derrumba los falsos dioses. Primero mata el alma de una generaci n, en seguida destruye� su cuerpo. He aqu mi generaci n hu rfana, invertebrada, frente a una realidad� � � ajena y hostil. Sin caminos y sin pasado. Hacia atr s no hay nada y se presiente� el horror de una cat strofe producida por el paisaje. Terror c smico. Miedo ante� � los montes, comprensi n del destino tr gico de Chile. Y la conciencia de que� � debe haber un sentido. Porque si nuestra generaci n es una generaci n� � desvinculada, por ello es tambi n la primera generaci n realmente americana,� � realmente chilena. Tambi n Chile no tiene pasado, poseyendo por lo mismo todo el� porvenir. Si es cierto que hay dolor al carecer de puntos de apoyo, al no tener nada a que asirse, por ello mismo puede obtenerse la salvaci n, construyendo un� futuro nuevo, sin prejuicios ni trabas milenarias. El porvenir es la fruta dorada de un rbol frondoso y desconocido. Nosotros esta-mos representando la� realidad de un mundo nuevo. Sin embar-go, a n no le pertenecemos. Desdoblados,� s lo lo intu mos. Ni el pasado ni el futuro nos pertenecen y el presente es� � transici n. No ser tampoco la generaci n que viene, apaciguada, mansa y sin� � � fuego, la que realice algo grande. Gastamos las energ as por un siglo y en este� esfuerzo anormal de nuestra generaci n tal vez se encuentre la causa de la� mediocridad de las que nos siguen. No ha existido en Chile una generaci n tan� torturada como la nuestra. Su esencia se quem en el fuego que quiso penetrar.� Por eso no quedar n de ella obras ni creaciones en el tiempo. Su creaci n fue su� � propia vida agobiadora y su condici n huma-na. Penetr la sombra y apur el vaso� � � hasta las heces. b C mo piensan pedirle realizaciones Prejuicios de quienes� � sostienen el mito de la acci n exterior ! La acci n nuestra se libr en el drama� � � del coraz n y en su adivinaci n del paisaje. Una vez cada muchos siglos se dan� � estas condiciones de desarraigamiento y soledad hist rica que hacen posible la� sal-vaci n individual, meta de todo lo creado. Vendr n otros tiem-pos. Sin� � embargo, la salvaci n individual no ser m s f cil. Am rica del Sur estar� � � � � � centrada en su esencia, pero el individuo estar cortado y presionado por la� atm sfera mental de un mundo ya constituido ; su salvaci n s lo podr realizarse� � � � como ente social o en lucha tit nica en contra de lo establecido. Le faltar ,� � adem s, la intensidad, como sucede a aquellos que expresan en la vida una� realidad certera, pero recortada. La historia estar� 38 de nuevo en marcha, aqu y en todo el mundo, y su rodillo colec-tivo pasar� � aplastando las almas individuales. Mi generaci n fue extraordinaria. Aunque nada� realice, aunque fracase en sus intentos, ha sido una generaci n prof -tica. Por� � nuestras intuiciones se guiar n ma ana los que ven-gan. Y quienes las realicen,� � no podr n, en cambio, saber lo que nosotros supimos. Lo llevar n a cabo ; pero� � tal vez sin posibi-lidades de salvaci n. Generaci n tan llena de conflictos� � dif cilmente volver a aparecer antes de que las constelaciones giren otros� � miles de a os en el cielo.� EL GRAN ENEMIGO DEL PAISAJE Es posible que la historia, o la creaci n, sean como una siembra, en la que s lo� � un n mero determinado de granos fruc-tifica. La historia es un movimiento� pendular sobre el cuerpo vivo de la tierra. En una determinada zona se encarna el Esp -ritu y enciende al hombre. A medida que las formas de las cul-turas se� organizan, se "calcifican", el hombre va siendo un prisionero de sus propias creaciones. Por defenderlas pierde su vida y su destino. El destino del hombre es la superaci n, pasan-do de una forma a otra, de un cuerpo a otro y� destruyendo todo aquello que hace un momento cre . Ser un dios; pero a medida� � que sea m s libre. Si se aprisiona en formas y en culturas, en estatuas y� palacios, se anquilosa y se pierde. Algo adentro de s se rebela y llama a la� cat strofe. Como en la geolog a, las pro-fundas capas se vuelcan y la barbarie� � siempre ser una promesa de renovar las posibilidades de salvaci n. Y es en los� � comien-zos de los nuevos tiempos cuando de nuevo se experimenta la intensidad de
  • 11. vivir. Mas, las posibilidades reales de salvaci n, que es cumplimiento de la� totalidad del ser, s lo se encuentran aqu hoy. Porque a n no somos nada. Somos� � � libres y sin for-mas. El pasado es c scara que s e cae, como hoja de oto o. Pero� � � los tiempos de la transici n se est n cumpliendo y falta poco para que de nuevo� � el mundo entre en la noche del equili-brio y de las nuevas formas de las culturas y de las organiza-ciones sociales, que son esclavitud para el alma y obst culo para� 39 el destino de la aventura de la salvaci n individual. El aventu-rero c smico� � necesita de la inseguridad, de la transici n y de la dram tica angustia. El� � desarraigamiento de nuestra genera-ci n es el clima propicio. A n somos libres.� � A n tenemos un poco de tiempo. Chile es una tierra diferente. Su personalidad� propia no fue reconocida por las generaciones del pasado que se impusieron rudamente al paisaje, en una lucha cruenta. Eran a n los hijos de otro mundo,� los herederos de los conquistadores, los nietos de los que sojuzgaron a las razas abor genes. Pero no podr an com-pletamente con los rboles del bosque, ni� � � con la roca de las cum-bres ; pues as como el conquistador am a las indias y� � en las noches de sus rucas penetr el mar c lido de su sangre, as tam-bi n l� � � � � fue conquistado por las monta as. Y el esp ritu de estos r os se apoder poco a� � � � poco de su ser m s ntimo. Tal como en las aguas de los estanques flotan vapores� � y nubes, sobre el mar de la sangre se extiende el vaho de la histo-ria. El esp ritu de una raza est imantado por el calor de la sangre, que es como la� � presencia de la tierra, y est formado de la substancia de sus minerales y de la� vibraci n de su aire. En la sangre de los conquistadores y no en los galeones de� Espa a, vino la historia de otro mundo y el recuerdo de sus dramas. Como� vivencias, o reflejos at vicos, se repiten constan-temente los impulsos de los� h roes y el sacrificio de los m rtires. Todo aquello que ha formado el argumento� � torturado, ambicio-nes, amores, odios, har resonar sus ecos en este paisaje� extra o. Y seguir vibrando mientras sea a n fuerte el recuerdo de la sangre que� � � a trav s de los oc anos lo transporta. Pero los mon-tes de estas tierras se� � resisten y contraponen su vieja alma pagana y legendaria. Es de este modo como, desde el primer momento en que el conquistador puso su pie en la antigua arena, dos mundos se entrechocan y, bajo la superficie, m s all de las con-ciencias,� � comienza una lucha cruel, a muerte y sin descanso. Desde ese mismo instante se sab a tambi n cu l ser a el resul-tado. Espa a fue una tierra singular, una� � � � � pen nsula donde se acrisolaron razas distintas, atrayendo en la mezcla un� esp ritu atormentado. Para poder subsistir, necesit del fanatismo. Pero� � racialmente Espa a es inconsistente. Es un crisol donde se han efectuado� amalgamas indeseables, superadas y unificadas s lo por el poderoso esp ritu de� � la tierra ib rica. Hasta hoy, que yo sepa, no se ha intentado comprender el� destino de un pueblo o 40 de una raza por la posici n que ocupa dentro del cuerpo del ser vivo que es la� tierra. Debe existir alguna relaci n misteriosa entre las zonas tel ricas de� � Espa a y Sudam rica, regi n baja del mundo, sexo de la tierra. Nada dentro de� � � los organismos vivos sucede porque s ; el xodo de la conquista espa ola debe� � � tener un sentido profundo, correspondiendo a un sino biol gico, pare-cido al que� lleva a ciertas especies a emigrar desde continentes distintos para encontrarse en forma certera, amarse y procrear. Ning n otro pueblo que no fuera el espa ol� � podr a haber come-tido tantos errores en Sudam rica, porque ning n otro estaba� � � tan dispuesto a cometerlos. Estos errores han hecho que la lucha entre el conquistador y la tierra adquiera un car cter de fusi n y de drama martirizado.� � Han permitido tambi n el triunfo del paisaje, que desde el primer momento pudo� envolver y poseer. Y no de otro modo se cumple el invencible destino de las sombras y del sexo del mundo. Hay un pecado que al cumplirse en la carne es tambi n pecado contra el esp ritu y que marca la historia de un pueblo. Es el� � pecado racial. Como el resonar de un eco remoto, o el re-petirse de un acontecimiento angustioso para la conciencia, el conquistador espa ol volvi a� � cometerlo en el nuevo mundo. Algo as como un ciego impulso o sugesti n ante el� � abismo, le llev a repetirlo. Y se mezcl con la raza india. En los cuerpos� � morenos de las hembras y en sus ojos negros y h medos revivi la hoguera de la� � sensualidad primera ; ese fuego, semiapagado al paso de la historia y del Imperio, se encendi otra vez. Fue algo as como el despertar oscuro de esa� �
  • 12. sat nica fuerza, de esa sombra roja, que empuj una vez a la raza lemur a mez-� � clarse con los animales para dar vida al mono. La sombra del mal pesa sobre el mundo del futuro y el producto de ese acto se parece a los elementales o a los s cubos. La zona sexual de la tierra envolver en sus efluvios a los audaces que� � se han atre-vido a hollarla. Es tambi n la venganza del vencido. A trav s de la� � india, en forma pasiva y tenaz, el mundo primitivo toma su revancha y, de este modo, la hembra cumple con su funci n primordial de partidaria del Esp ritu de� � la tierra. Si la hembra fracasa en esta lucha, a n est el rbol en que ella se� � � apoya y la tierra donde se recost para ser pose da por el espa ol. Los efluvios� � � y fantasmas del placer son poderosos y a n flotan sobre los valles y los montes.� Entiendo el deseo irresistible que empuj al var n sobre la� � 41 hembra morena. Envuelto en la sangre sombr a y c lida y cum-plido el hechizo� � oscuro de esa fusi n, algo as como una droga letal se introduce en el coraz n� � � del conquistador y su voluntad decae. Ya est vencido. Y lo que en el tiempo� siga s lo ser el proceso de su desintegraci n moral y de su transformaci n� � � � f sica a trav s de las generaciones. La lucha es desigual, pues ahora es� � combatido en dos frentes, desde fuera por las fuerzas contrarias del paisaje y desde dentro por los sutiles fluidos de la sangre del indio, que ha permitido desembocar en su propio mar, arra-sando con las im genes de su historia� hisp nica; con la realidad de un esp ritu asentado en estas im genes y con todas� � � esas subli-maciones logradas a trav s de siglos de un drama ps quico e hist rico� � � particular. La conquista de la Am rica del Norte deja tambi n ver la influencia� � que tiene en la historia de los pueblos la zona del mundo en que residen. Fue completamente diferente a la nues-tra. Tambi n por afinidad electiva, un� esp ritu de raza cerrado y persistente fue atra do hacia esa regi n. Y la raza� � � sajona iniciar a la extirpaci n de la planta indio del suelo conquistado, con la� � que no so en mezclarse. Luego, en su din mica historia, el paisaje a veces�� � grandioso del norte, nunca ha sido reconocido, cumpli ndose as la raz n� � � profunda de esa tierra. El norte es el cerebro del planeta ; condici n de ste� � es vivir al margen de la realidad f sica que lo sustenta, cumpliendo su funci n� � orga-nizadora en claros esquemas que regulan la vida. En el Norte, hasta la naturaleza ha sido racionalizada por una agricultura geom trica e higi nica ; el� � ideal del norteamericano es desinfec-tar la tierra. Las selvas grandiosas y los grandes ca ones entre monta as no adquieren realidad expresiva en la conciencia� � de los hombres. Y hasta el pasado europeo ha sido olvidado, a pesar de no existir fusi n de sangre con el aborigen. S lo cuenta una cierta electricidad� � especial que vibra en la atm sfera de ese mundo, propia del cerebro racional de� la tierra y que empuja al individuo a un dinamismo sin parang n, que lo hace� vivir para la actividad incesante. El espa ol no podr a cumplir el destino del� � norte. En cam-bio, aqu , en el sur, se ha crucificado. La tierra proyecta sus� poderosas emanaciones. Si el indio, planta de la tierra, desapa-rece en el tiempo, perdura en cambio el recuerdo del sexo de la india y sus fantasmas, adherido al rbol y a las cumbres. Y en las noches, bajo las estrellas, a n� � resuena el grito de guerra y 42 de placer. Es el drama y el comienzo de la vida en la sombra y en la mezcla de sangres. La tierra tambi n est de espaldas, como lo estuvo la india para ser� � amada y pose da. Y en el tiempo, que ya parece infinito, a n contin a la cruenta� � � lucha de pasi n y muerte, en que el hombre, vencido, va siendo digerido y tritu-� rado por el paisaje. Ante la poderosa tierra, el hombre, sin saberlo, ha entregado sus armas, porque sigue neg ndose a reco-nocerla, intentado imponerle,� cada vez con menos fuerza, una realidad que ya no tiene significado ni para su propia alma. LA APARICION DEL TITAN En esta lucha y desvinculaci n con el paisaje, puede sinte-tizarse nuestra� trayectoria de pa s a trav s del sucederse de las generaciones. Seguramente todo� � habr a terminado antes, si no hubiese sido por un acontecimiento extraordinario.� Un ser altamente dotado apareci entre nosotros, librando la m s poderosa� � batalla contra la tierra e imponiendo hasta el presente su propia ley frente al paisaje. El solo ha sido capaz de proyectar su sombra a trav s del tiempo,� conformando casi toda nuestra historia y d ndonos dentro de esta Am rica infor-� �
  • 13. me, un estilo y una estructura comparable s lo con la de algunos pueblos� europeos. A l se debe casi todo lo que hemos hecho como pa s organizado.� � Ciertamente encontr un medio apto para realizar su inspiraci n. La raza� � espa ola a n era fuerte cuando l apareci y, en las capas superiores, estaba� � � � compuesta por el estrato castellano-vasco, de recia vitalidad en aquellos tiempos. El elemento ndaluz y el mestizo permanec an en la base, cerca de las� � ra ces y de la gleba. En el primer elemento racial encon-tr ciertas condiciones� � de sobriedad y de honradez, aptas para implantar su concepci n. En el medio� andaluz, la admiraci n siempre presente por el h roe. En lo aborigen y en el� � paisaje hay algo duro y fuerte, que asimil el impulso de disciplina y lo� proyect en el esp ritu militar y guerrero que a n perdura. Pero la verdad es� � � que aquel hombre era un extra o y estaba solo en medio de su contorno racial y� terrestre. Fue un genio y como tal fue un solitario que imprimi su ley en� contra de todo lo que le rodeaba, oblig ndolo a conformarse al soplo de su� 43 � pasi n y de su poder. Por ello fue el m s grande enemigo del paisaje ; como era� � puro y era fuerte, libr su batalla para ven-cer. Este hombre fue Diego Portales� y su actividad tit nica a n no ha sido contemplada desde este ngulo. En aquel� � � entonces estaba demasiado reciente el proceso de la Conquista y de la mezcla. La batalla sorda no era consciente y la tierra pod a ignorarse, o aparentar que se� ignoraba detr s de los muros altos de los patios con naranjos, o de los salones� impregnados del aroma racionalista del siglo XVIII europeo. A las capas superiores de la sociedad llegaban refuerzos de sangre espa ola y nadie cre a� � escuchar el rumor profundo de la tierra distinta. La misma guerra de la Independencia hab a sido hecha por motivos ajenos a todo esto, siendo impulsada� por el ansia imitadora de lo europeo, por la Revoluci n Francesa, o por agen-tes� del liberalismo y de los intereses anglosajones. Un gober-nante superior y recio que apareciera, no podr a siquiera pensar en comprender la tierra en lo de� remoto y contrario a su propia alma, pues a n l era fuerte y triunfador.� � Faltaban generacio-nes y tiempo para la situaci n actual. Portales fue un ser� misterioso y s lo una fuerte consistencia racial, con un inconsciente cargado de� im genes y de reflejos lejanos, pod a lograr lo que l hizo. Escritores e� � � historiadores le han comprendido as , siendo impresionados por la extra a figura� � del creador. Han llegado a afirmar que Portales no era espa ol en esp ritu, con� � una ascendencia g tica, un ancestro germ nico o saj n. Y ciertamente Portales� � � semeja m s bien un pionero de la conquista del norte. A pesar de su criollismo y� su chilenismo de apariencias y modales, fue un asceta, un jefe godo, o un patricio romano. Es claro, es recio y profundo. Sus ojos eran azules como los de un germano y su pelo ensortijado y corto pod a ser el de un romano del Imperio.� Afirman que su ascen-dencia entronca con la familia de los Borja, siendo as� como puede comprenderse mejor su instinto pol tico y su tendencia m stica. Como� � san Francisco de Borja am a una sola mujer y a una sola muerta. De uno u otro� modo, todo esto ha sido expresado, pero lo que nunca se ha dicho es que Diego Portales fue el gran enemigo del paisaje de Chile. Con su concepci n legalista y� con su creaci n monol tica del Estado, en un sentido abstracto y casi metaf sico� � � del poder, impuso una valorizaci n correspondiente a una superestructura� europea, romana o germ nica del alma. Su� 44 1 concepci n madura s lo pod a haber sido obtenida a trav s de un proceso distante� � � � de la historia, en que el alma se ha impreg-nado en el drama sublimado de otra cultura. Es el resultado de una herencia del esp ritu, de una conquista de la� forma. Se impone como una construcci n propia en medio de una tierra enemiga y� violentada, o comprime al paisaje como horma japo nesa. Cuando el tit n cae, en� medio de la cat strofe, su concep-ci n perdura sin embargo, por fuerza de� � sugesti n y porque su final dram tico ha dado origen al mito. En la lucha� � extrema de un ser en contra de la naturaleza, el mito contin a la batalla� despu s de su desaparici n material. Se ha dicho que en el ase-sinato de� � Portales pod a verse la venganza del esp ritu de la raza vasca, representado en� � Vidaurre, que hab a sido constre ido y obligado a enmarcarse en ajena� � disciplina. Pero tambi n y por encima de todo, hubo la venganza del esp ritu del� � paisaje, que era todav a m s fuerte y que como un viento huracanado se� � desencaden contra esa columna maciza de un templo que no hab a sido levantado� �
  • 14. para sus dioses. En la distancia del tiempo a n contin a la pugna de las� � sombras. Aquella solitaria, del impositor y del enemigo, con la otra cada vez m s amplia y poderosa que est resurgiendo de dentro de los montes. Y todo esto� � envuelto en el aura de la sangre derramada, de la que a n emana la presencia del� esp ritu. Es por esto que en Chile la lucha ha perdurado y ha adqui-rido� contornos tan dram ticos. Un esp ritu genial apuntala y sostiene la d bil carne,� � � retardando milagrosamente la disgrega-ci n, en pugna con todo y contra todos.� Cuando el cuerpo can-sado quisiera tenderse a morir sobre la tierra, deseando aban-donar ya la lucha, la presencia de la tradici n lo sacude y ro obliga a� continuar de pie. Es la mayor tragedia de Chile, la obligaci n- con un esp ritu� � que no ha nacido de la compenetraci n y transfiguraci n de la tierra propia y� � que, manteniendo su sugesti n, nos impide hasta morir de nuestra propia muerte.� En el sucederse de las generaciones la batalla silenciosa ha continuado y los impactos tremendos de la tierra van llenando de cad veres el horizonte. Por� desvinculaci n e incomprensi n de su paisaje, el hombre va siendo derrotado. Y� � el proceso semeja un monstruoso acto de digesti n en que el pueblo va siendo� devorado y digerido por el vientre de la tierra. 45 Se ha cre do poder remediar el hecho, ya visible para todos, de la decadencia y� destrucci n de la raza vali ndose de la inmi-graci n. O sea, aportando nuevas� � � fuerzas de refresco en la batalla con la tierra. Y esta soluci n, de efectos� moment neos, deber tornarse ineficaz pues hasta las razas mejor dotadas deben� � sufrir el mismo proceso de disgregaci n despu s de algunos a os. El ejemplo que� � � mejor lo ilustra es la inmigraci n alemana en el sur de Chile. Los colonos� tra dos por P rez Rosales, libraron con empuje una gran batalla contra el� � bosque, poblando nuestro sur, levantando ciudades ah donde antes reinaba la� lluvia y la selva. Sin embargo, sus descendientes ya no son como ellos, adolecen de los mismos defectos de los hijos de espa oles. Son ab licos, o alcoh licos ;� � � su voluntad ha sido tambi n quebrada por la tierra ; sus ojos observan at nitos� � algo que se desprende de las cumbres o de las ra ces h medas y que va� � embalsamando sus c lulas. Parecido proceso se sigue allende los Andes. La� inmigraci n en gran escala en Argentina, ha dado a ese pa s un empuje im-� � portante, casi como una naci n europea, o como Norteam rica, orient ndose, en� � � apariencias, hacia semejantes objetivos; pero suceder inevitablemente que si el� inmigrante argentino no se com-penetra espiritualmente con la zona del sur del mundo en donde vive, transform ndose en su planta espiritual, deber sufrir� � pare-cido destino al de los antiguos criollos, que han sido devorados por la tierra. Sus hijos ya no ser n tan fuertes como ellos y, poco a poco, a trav s de� � la lucha de las generaciones, llegar n un d a hasta et punto en que nosotros� � estamos hoy, sin haber podido a n construir una vida, ni una compenetraci n� � espiritual y transfigurada de la propia tierra. Si por un momento somos capaces de concentrarnos y mirar objetivamente a nuestro alrededor, casi con una visi n� ajena y ver las cosas, los seres y el mundo que nos pertenece, con una mirada nueva, en esa forma certera como se ven las cosas por primera vez, retornaremos de ese esfuerzo, de ese viaje, traspa-sados por la angustia. Qu es lo que nos� � rodea t Qu es lo que vemos? Seres destrozados que deambulan como fantasmas y� � que, en algunos momentos de lucidez, expresan una angustia que tiene algo de eterno. Cuerpos contrahechos, cuya estatura dis-minuye, hasta parecer una raza de pigmeos. Bocas sin dientes, piernas y hombros retorcidos. Y un culto de lo feo. Los dolos del pueblo son siempre los seres deformes. Sus fiestas popula-� 46 res cultivan la gracia en lo m s feo, y el hombre hace consistir su elegancia en� el desali o. Se ha dicho que la mujer chilena es bella. Pero este es un caso� privado de la gran capital y que s lo se da en las clases media y alta ; porque� las mujeres del pueblo no son hermosas, pareci ndose al hombre en su� descompostura. Y si la mujer se salva, d bese tal vez a que lo femenino est� � adherido por ley vi-tal a la naturaleza y que, al rev s del hombre, se� compenetra in-conscientemente del paisaje. Pero el cuadro ver dico de Chile es� algo que muy dif cilmente nosotros apreciamos, por el hecho de estar sumergidos� dentro del proceso y ser tambi n parte de l : pudrici n y hedor de la muerte,� � � de la descomposici n y de la digesti n. Y en torno a todo, un marco gigantesco e� � inmutable : las grandes paredes impasibles del est mago de la tierra. Las causas� ltimas del mal se encuentran en la zona del planeta y en el origen. Dos mundos� distintos y enemigos se entre-chocan en la sangre. Por eso existe muy
  • 15. desarrollado el instinto de autodestrucci n que se adivina en m ltiples� � manifestaciones : en la aceptaci n de la crueldad y en la atracci n del acohol,� � que obnubila la conciencia. Esta necesidad del alcohol es un hecho incluso en los inmi-grantes. Sus nuevas generaciones pueden considerarse como alco-h licas,� participando de este mal end mico de Chile. A qu se debe la necesidad del� � � alcohol en ellas? Puede que a la concien-cia subterr nea, adquirida en la lucha� sorda con la tierra, a la intuici n de estar siendo digeridas. Frente al macabro� espec-t culo existe la necesidad de aturdirse y, en el alcohol, cr ese encontrar� � el moment neo ant doto para alguna venenosa influen-cia dispuesta por la tierra.� � O bien, si a la tierra le falta alguna energ a fundamental, que hoy le niega al� hombre, ste aspira a suplirla con -el alcohol. Es el alcohol una necesidad� psicol gica y fisiol gica en el presente. Y los tr gicos hombres de este mun-do,� � � al sumergirse entre las nubes grises de un universo poblado de evasiones, sienten como un m stico amor y se estremecen al comprender que afilados dardos� les llegan desde el contorno. El clima psicol gico que envuelve a Chile es denso� y tr -gico. Una fuerza irresistible tira hacia el abismo e impide que ning n� � valor superior se destaque, ayudado por el ambiente. La callada hostilidad y la envidia persiguen desde su origen al alma superior, poniendo obst culos y� trampas a su paso. Todo aspira a nivelarse en la miseria moral y en la derrota, "ascendiendo 47 hacia abajo", si se pudiera decir. De las mentes de los hombres fluye la angustia y el odio por lo bello y lo fuerte, y si algo superior se reconoce es s lo la grandeza y la hermosura de la tierra. Pero, si el hombre fuese capaz de� imponerse aqu , com-penetr ndose m gicamente con su paisaje, derrotar a al mal� � � � reinante y llegar a a ser como un dios entre los suyos, tan pode-roso y fuerte� como el paisaje. Los extranjeros observan mejor lo que en Chile sucede ; con esa visi n clara que de las cosas se tiene cuando se mira exter-namente, ven la� tristeza incurable del chileno, la melancol a que acompa a a sus� � manifestaciones, a n a sus fiestas, donde la pre-tendida alegr a es� � desesperanza. Y ven tambi n el sexualismo, propio de la zona baja del mundo. La� obsesi n sexual del chi-leno d bese a que es el sexo la ltima fuerza que se� � � debate en la lucha con el paisaje. Todo un clima de sensualidad enfermiza se extiende sobre nuestro mundo. Chile es como un hoyo entre monta as. Quien aqu� � cae, no podr salir ya. Un hoyo angustioso y penitente. Las paredes resbaladizas� no permiten la subida. Las piernas y las manos se llagan en el intento y las u as se destrozan sobre la roca. Qu hacer t Por qu estamos aqu ? Sin� � � � � � embargo, todo se lo debe-mos a esta tierra. Y al mirar a nuestros hermanos en desgracia nos sentimos solidarios. Dentro de su miseria y su amargura, hay una grandeza que no se encuentra en otro lugar del mundo. Una callada aspiraci n,� una fe no confesadas. La enfermedad de Chile es como las espantables enfermedades rojas de los sue os, como las enfermedades sagradas, que destruyen� y matan ; pero un poco antes del final hacen genios o santos. Chile es como un hoyo sagrado y penitente que destroza, pero que intensifica la conciencia al extremo de permitir una comprensi n y una profun-didad inexistentes en otro� lugar de la tierra. Todo aquello que en Europa necesit siglos para madurar en� la mente de sus hombres, aqu , por la influencia mortal de la tierra, puede� reali-zarse en el per odo de una generaci n. La vida es breve; pero honda. Los� � a os y los siglos se cumplen hacia dentro, descu-briendo el cosmos en la� profundidad de una gota de agua, o en un grano de tierra desprendido de los montes. S lo por la compenetraci n con el paisaje podr emerger aqu una vida� � � � distinta y transfigurada, viniendo de dentro de los montes, junto con la m gica� presencia de un esp ritu que, elev ndonos desde la desesperanza, sea capaz de� � transformar la 48 patria oscura, mediante la interpretaci n de la palabra que hace siglos nos est� � diciendo el paisaje. La inmigraci n, el relevo de razas, prolongar in tilmente� � � el drama y la agon a si el esp ritu no entra a tomar parte y a ordenar el caos.� � Chile es una tierra libre, carente de puntales en el mbito de la historia� conocida. Los abor genes con quienes los espa o-les pelearon y se mezclaron eran� � salvajes. La civilizaci n incaica no dej aqu sus ruinas ni sus recuerdos. Lo� � � que los montes nos dicen, lo que el despoblado horizonte y el cielo nos se alan,� es algo hondo y remoto, tan antiguo y lejano, que bien podr a ser lo primero de� todo ; aquello que el hombre perdi en el comienzo de los tiempos ; un signo de�
  • 16. fuego en las estrellas, unos brazos extendidos adentro de las cumbres, o un poder tremendo en la oscuridad del alma. LAS GLORIAS DE LA NOCHE La noche comenz en el Liceo. Apegados a los bancos, con los o dos nuevos� � atentos a las palabras viejas. Esos profesores cansados, sin brillo y sin alma, repitiendo f rmulas, distribuyen-do la muerte. Pan corrugado, a ejo. Y afuera el� � viento, los cielos, las monta as con sus cumbres blancas, donde el sol ha� detenido su carrera. En lugar de ense arnos a escalar sus cum-bres y a escuchar� sus voces, observando las piedras que a n conservan las huellas de los tiempos� prehist ricos, ense arnos a navegar para descubrir el Oc ano, nos estaban� � � entregando una ciencia sin- alma. El muchacho que quer a salvarse, tendr a que� � cubrirse los o dos con sus manos y apretar los dientes. No o r a aquel profe-sor� � pedante que arrastraba su muerte por las aulas, para clavar sus ojos en el pedazo de cielo o de campo que penetraba por la peque a ventana de la sala. Y� luego aprender y estudiar por su cuenta lo que su inter s profundo le se alase.� � S lo el auto-didacta se salvar a en nuestra generaci n. Yo fui un autodi-dacta.� � � Jam s me ce a normas, ni a disciplinas. Estudiaba lo que se aprend a en los� �� � cursos superiores al m o, le a novelas, o sencillamente no estudiaba nada.� � 49 Esperaba con ansia, con desesperaci n, el final de las clases. Entonces part a� � solo al m s oculto rinc n, al final de los patios, subi ndome sobre un tronco� � � cortado, pod a mirar sobre el muro las monta as que enmarcan nuestra ciudad.� � So aba. Me ve a escalando sus planicies, vagando por sus laderas. Los trigos� � dora-dos se mec an al fr o y al viento de esos tiempos. Fui rebelde. Y como yo� � hab a otros. Con ellos form bamos un grupo aparte. La imaginaci n no se� � � resignaba a ser reducida y confinada. En las noches, durante nuestra permanencia en el Internado, nos escap bamos por los techos . Escal bamos mu-ros y� � � cruz bamos por sobre altas vigas, hasta alcanzar unas terrazas lejanas, donde� nos tend amos a mirar el cielo estrellado. Nos parec a que todo aquello fuera� � una aventura en que nos jug -bamos la vida y donde los enemigos, o los� representantes de la ley, eran los inspectores y los profesores. Desde aquel lejano tiempo ya nos coloc bamos voluntariamente en pugna con lo esta-blecido.� Nuestro grupo tambi n robaba en las tiendas de San-tiago durante las salidas de� fin de semana. Peque as cosas, es cierto, lapiceras, linternas. Pero si� hubi ramos podido efectuar un gran robo, lo habr amos hecho. De aquellos� � compa eros recuerdo especialmente a uno. Se llamaba Hern n Gonz lez. Era un� � � muchacho moreno, de perfil agudo y de cuerpo enjuto. Sobre su frente brillaba el signo del holocausto. En todo lo que hac a pon a un sello de pasi n, de entrega� � � total, como si anduviera en busca de su propio exter-minio. Juntos coment bamos� algunos libros de escritores rusos. En sus ojos se reflejaba una angustia de la que hubiera querido desprenderse de cualquier forma. Recuerdo que una vez alguien me insult y Hern n Gonz lez intervino antes de que yo lo pudiera hacer,� � � pero con una pasi n y una violencia tan desme-dida, que, golpeado por sus� palabras tremendas, el otro mucha-cho que le doblaba en estatura y en fuerza, se atemoriz . Se jugaba la vida en cada gesto. Y fue as como un d a tambi n se la� � � � quit . Nos descubrieron en las correr as por los techos de las cons-trucciones,� � adem s de una escapada en busca de trabajo en unas minas. Me retir del colegio� � antes de que me expulsaran. Hern n Gonz lez se qued , hasta que un d a fue� � � � sorprendido fumando. Le delat un inspector que sab a que bastaba la� � comunicaci n de esa falta a la Direcci n para que este alumno de malos antece-� � dentes fuera expulsado. El inspector le odiaba por su aspecto 50 d scolo y salvaje, por su alma endemoniada y de selecci n. Her-n n Gonz lez fue� � � � expulsado. Su padre le amonest . Hombre de otra generaci n nunca entendi a este� � � ni o torturado, produc-to de la nuestra. Fue esa incomprensi n la mayor tragedia� � de nuestro pobre camarada. Se quit la vida un d a domingo de hace ya muchos� � a os, siendo el primero en partir. El primero que recuerdo. Tambi n yo deb a ser� � � marcado por el destino. Un d a me da una pierna. Este sencillo accidente me� �� oblig a permane-cer en cama por varios meses. Ah lleg el maestro que deb a� � � � impulsarme por los caminos del arte. Era un compa ero de curso en el que casi no� hab a repa-rado. Sabiendo de mi enfermedad me vino a visitar. Sentado en una� silla, junto al lecho me dijo : Por qu no escribes? Tendido all debes�� � � aburrirte. Escri-be las historias y las aventuras que desear as estar viviendo.� El compa ero parti y yo comenc a escribir. Me levant de aquella enfermedad� � � �
  • 17. transformado. Me hice un solitario. Abandon a los amigos y me aisl en mi� � cuarto. Viv rodeado de libros y s lo sal a para caminar por los extra-muros, en� � � donde hay unos cercados bajos, unas tapias con enre-daderas que dejan ver el comienzo de los montes. Junto a los eucaliptos me deten a con un libro en la� mano, o con un pensa-miento agotador. Los caminos polvorientos y los ranchos per-didos fueron los testigos de mis preocupaciones de esos tiempos. Como el m s� preciado don de aquellos d as guardo el re-cuerdo de mi amistad con el compa ero� � que me impuls por este camino. Fue mi primer gu a y maestro. No teniendo a� � nadie para mi -formaci n espiritual, era la primera vez que aceptaba sin� reticencias a un maestro ; pero a un maestro de mi genera-ci n. A n conservo la� � correspondencia con este compa ero. Era una correspondencia seria y profunda. A� l, como a m , le tor-turaba la presencia de la tierra. En el mundo de los� � valores li-braba su batalla. No he vuelto a ver a ese primer compa ero que me� inici en las inquietudes del pensamiento y del arte. Cu nto le debo. El me� � se al un camino y me lanz al mundo de los signos y de la noche.� � � 51 HECTOR BARRETO Si un d a nos fuera dado poder reproducir realmente los acontecimientos del� pasado, qui n sabe si toda emoci n se destru-yera, al encontrarnos despojados ya� � de las condiciones y car c-ter de otro tiempo. Podr a suceder como con una vieja� � pel cula del cine mudo, que en otros tiempos nos deleit y que ahora nos parece� � truculenta. Los movimientos de los actores son demasiado acelerados, o bien, demasiado lentos. Del mismo modo pudiera llegar a acontecer con toda la historia del hombre, si acaso fuera posible revivirla, proyect ndola en una pantalla.� Aquellos gran-des hechos y batallas, en las que generaciones se jugaron, esos actos fundamentales de los tiempos, como la Crucifixi n, o las onquinas de� Alejandro, podr an tambi n parecer demasiado aceleradas, o lentas, cuando hasta� � los hechos de la guerra reciente van haci ndose anticuados. Es el destino de las� acciones exter-nas ; porque s lo en la vida interior todo es invariable, como� los n meros. La emoci n y el sentimiento conservan el coraz n prendido a lo que� � � ya no existe. En el recuerdo, la ilusi n forja sus fan-tasmas y nos mantiene� adheridos a algo de lo que tal vez debi -ramos liberarnos. Cuando algunas vez he� vuelto a abrir viejos libros, para releer sus p ginas, que en la infancia me� transpor-taron a un mundo encantado, he descubierto que no poseen el mismo poder de fascinaci n. Y ahora, al sumergirme en los re-cuerdos de los primeros a os de� � mi generaci n y de mi vida lite-raria, lo hago con id ntico temor de que todo� � aquello sea tambi n fantasmagpr a. Y Barreto, el h roe, y todos los otros que le� � � acom-pa aban, acaso aparezcan sobre la pantalla recargados, excesivos, como� actores de teatro griego, con m scaras y coturnos. Pero no lo creo, porque la� noche y la sangre son siempre hondas ; venciendo al tiempo, hincan sus ra ces y� hacen crecer un rbol misterioso, que extiende su follaje sobre la historia ; es� el Mito y la Leyenda, que se prolongan en el sucederse de las generaciones. Hace aproximadamente trece a os que acontecieron los he-chos que relato aqu .'� � Entonces ramos muy j venes y est bamos reci n iniciando nuestra existencia� � � � literaria. Nos reun amos un� 52 1 M s de cuarenta altos ahora.� grupo de amigos, llevados por iguales inquietudes, y hac amos una vida nocturna� de bares y bodegones, que cre amos una bohe-mia nica. La mayor a de aquellos� � � seres viven todav a. Posible-mente recuerdan esos tiempos y los conservan,� mientras arrastran su vida, pasando por sobre los cad veres de sus mejores� sue os, adherido el coraz n, tal vez sin saberlo ya, a una vieja noche en que� � hubo un h roe. La memoria nos juega pasadas. Si me refiero con insisten-cia a� H ctor Barreto, es porque este amigo tuvo tanta impor-tancia para nuestra vida y� es un s mbolo de mi generaci n. Muy pocos le conocieron. Y si algunos que no� � fueron sus amigos ha-blan de l, se debe a que su mito hundi ra ces en nuestra� � � exis-tencia. Sin embargo, no recuerdo c mo ni cu ndo conoc a este amigo. Y no� � � pudiendo recordarlo, es como si lo hubiera cono-cido siempre. Nuestra ciudad posee algunas calles extra as, que extienden sobre ella una especie de halo� singular. Hace cerca de trece a os, una noche, caminaba despacio por una de esas� calles. Iba en busca de mis amigos en un restau-rante de los barrios nocturnos. Llegu a San Diego, iluminada y viva a esa hora, con anuncios de cafetines, de� bares y de salas de billar. Abr la puerta de la cafeter a "La Miss Universo".� � All estaban mis amigos. Permanec an sentados en torno a una mesa llena de� �
  • 18. botellas. Cuando llegu , no interrumpieron su charla. Julio Molina, el poeta,� con actitud desafiante, manten a su brazo en ngulo rec-to, con los dedos� � extendidos ; afirmaba que as permanec a el sol en el espacio y que esa era la� � posici n de Dios . Habl de sus poemas; "El Arquitecto Inm vil" y "Treinta� � � Galopes de Sal". Cont tambi n de su muerte en un pa s del tr pico, entre coco-� � � � drilos, mientras las ara as y las hormigas entraban en su boca. Santiago del� Campo, el dramaturgo, escuchaba, luminoso y son-riente, gozador maravillado de la noche. Pose a el secreto del tr nsito y la seguridad en s mismo. Anuar� � � At as, el cuentista ; Irizarri, el "Loco"; el "Tigre" Ahumada y otros m s. Me� � sent junto a ellos y deb leer algunos cuentos que ya no recuerdo. Ser a la� � � medianoche cuando apareci Barreto, acompa ado de dos amigos. Cruz el espacio� � � que lo separaba de nuestra mesa, con su aire particular, las manos sumidas en los bolsillos de su abrigo caf , el rostro serio y el rictus amargo e ir nico de� � la boca. Al llegar a nuestro lado se ech atr s el sombrero, pas� � � 53 de un salto por encima de unas sillas y se sent . Los que lo acom-pa aban� � tambi n se sentaron ; aun cuando no eran escritores, ve-n an a escucharle, pues� � le admiraban como a jefe capaz de diri-girles en sus correr as nocturnas. De� inmediato el ambiente cam-bi , con algo de ex tico, como si ese muchacho de ojos� � afiebrados aportase un s quito de presencias invisibles. Y as era. Muy� � lentamente nos miraba, sin cambiar el rictus de sus labios. Con gestos estudiados, cog a un vaso y beb a. No habla-ba, escuchaba. Pero el silencio se� � hab a hecho. Y ahora ramos nosotros los que esper bamos... "Un d a -dijo de� � � � � hace ya mucho tiempo, por una solitaria playa de Oriente, apareci una lucecita� azul. Era el farol de un vendedor de peces y de panes, quien caminaba musitando un canto. Se detuvo de pronto, pues escuch un sollozo junto al mar. Vio una� sombra que lloraba de rodillas, con el rostro entre las manos. Le habl : Por� � qu lloras, mujer ?' La sombra no contest . Se acerc m s. Y la mujer retir las� � � � � manos. No ten a rostro. Lentamente pas ahora las manos de abajo hacia arriba,� � por sobre ese hueco, y lo trans-form en un huevo grande y blanco. El Hombre,� horrorizado, huy gritando un nombre. En la playa nocturna se perdi a lo lejos� � su lucecita azul." H ctor segu a jugando con el vaso, dejaba que la espiral del� � humo de su cigarrillo subiera. Luego continuaba : La otra no-che, estando en un antro de los suburbios, unos individuos de una mesa vecina le obligaron a una pendencia. Uno de ellos le insult . Entonces l le respondi , dici ndole que era� � � � un insecto, una cucaracha verde, que podr a reventar con dos dedos. Y Ba-rreto� hac a el gesto de apretar un gusano. El hombre le desafi a un duelo a muerte.� � Ser a a cuchillo y en las sombras de la Plaza del Roto Chileno. Durante largo� rato caminaron por las calles sin cambiar palabra, hasta llegar a la plaza solitaria. Aqu des-envainaron sus armas. Y sucedi lo siguiente : su contendor� � le pidi que le facilitara su daga para afilar la suya. Barreto se la entreg� � sin titubear. Entonces el otro le atac con las dos. Gracias a su gran agilidad� pudo escapar con vida de esa aven-tura. Re amos. Y l continuaba con cualquiera� � otra historia im-provisada. Aquella noche insisti en los temas de combates con� cuchillos. Habl de las hojas relucientes del acero a la luz de la luna. Dejando� caer las palabras con lentitud, como saborean- 54 dolas, cont c mo una vez los gitanos le lanzaron sus cuchillos mientras le� � persegu an. En su huida hab a alcanzado a cruzar una puerta, cerr ndola justo� � � para ver unos cincuenta pu ales que se clavaban, trazando con una limpieza y un� arte extraor-dinarios, su silueta sobre el madero. Despu s narr dos historias� � m s, que hoy recuerdo : "Aquel verano fue muy caluroso y yo estaba sin dinero.� Una t a me convid a veranear en su casa, cerca del Parque Cou-si o, donde, no� � � s por qu raz n, pens que el clima pod a ser m s fresco. En las tardes sal a a� � � � � � � caminar por el Parque. Un d a descubr all un campamento de gitanos y me hice� � � amigo de ellos. Empec a tomar parte en sus juegos de rayuela, en los que� invariablemente les ganaba. Esto me dio un gran prestigio a sus ojos y la amistad creci de d a en d a. Una tarde en que jug bamos en equipo y en que yo� � � � libraba una lucha con el Jefe de la tribu, sucedi un acontecimiento inesperado.� Pas un gru-po de muchachas gitanas. Llevaban canastos afirmados en la cintura e� iban a buscar moras. Sent que unos ojos me penetra-ban el coraz n. Los vi� � sedosos y h medos. Por primera vez perd una partida de rayuela. Mi prestigio� � disminuy mucho ante los gitanos y la causa de mi derrota no pudo pasar�
  • 19. inadvertida al Jefe. Volv todas las tardes, pero no ya a jugar a la rayuela,� sino a encontrarme ocultamente con la hermosa gitana de los ojos de almendra. Camin bamos tomados de la mano en busca de moras, entre los rboles. Nuestro� � amor no fue bien mirado por la tribu y un d a la muchacha me comunic que el rey� � hab a decidido su matrimonio con un gitano. No nos vimos m s hasta el d a de la� � � boda ; fui invitado y deb asistir. Esa vez me emborrach . Tarde, volv a casa� � � de mi t a. Fui al sal n y descolgu una gran espada de un tatarabuelo. Me� � � acerqu al balc n donde sllenciosa bri-llaba la Zuna. Cogiendo la hoja de la� � espada empec a doblar el acero flexible, hasta que, de pronto, me qued� � dormido. Al otro d a despert muy de ma ana y part al campamento. Los hom-bres� � � � hab an salido a sus correr as y negocios ; en las carpas s lo se encontraban las� � � mujeres. Abr una y entr . Ah , sobre coji-nes, estaba la gitana. Me aguardaba.� � � Me desnud y nos amamos a todo lo largo del d a. Al llegar la tarde, las� � cortinas de la carpa se abrieron y el gitano apareci . Al verme con su mujer el� furor le hizo temblar. Permanec sereno ; calmadamente me levant y comenc a� � � vestirme con gran cuidado. Nunca he po-dido hacerme el nudo de la corbata sin contemplarme en un es- 55 pejo. Cog uno que hab a cerca, sobre una caja de plata y se lo pas al gitano� � � para que me lo sostuviera... Ustedes compren-der n que despu s de esto el gitano� � y yo hemos llegado a ser gran-des amigos... " Esa noche nos relat otro cuento� con sabor cl sico : Viv a en el campo. En las ma anas montaba en una mula mansa� � � y marchaba por la sierra, leyendo un libro de Quevedo. Una vez se encontr junto� a una casa en la que habitaba una hermosa ni a. Desde entonces, volvi all .� � � Descend a de su mula y caminaba con la muchacha, ense ndole las historias de� �� sus libros y contemplando las flores de la sierra. Esa ni a le amaba ; pero un� extra o terror la persegu a. Lleg el instante en que supo por qu temblaba� � � � cuando se alejaba con l por los senderos del monte. Fueron sorprendidos por la� mujer que la guardaba en su casa. Era una bruja de sombr o aspecto. La ni a le� � rog que huyera y no volviera m s. Y era tal su angustia y desesperaci n que as� � � � lo hizo. Al subir a la mula, su gorro rojo se enred en una rama y se le cay .� � Cuando lleg a su casa se sent a enfermo de un extra o mal. Se tendi en la� � � � cama, donde sus parientes le cuidaron sol citos. Vino el m dico, movi la ca-� � � beza y no supo qu decir. Pasaron los d as y segu a enfermo. Se le cayeron los� � � dientes, luego se le desprendi el cabello. Su rostro comenz a arrugarse y a� � cambiar. Sentado en su sill n y envuelto en chales estaba muriendo. Afuera� estall la tempestad. Sus familiares hab an ido en busca del cura y de los� � ltimos sa-cramentos. En ese instante se abri la puerta del cuarto y entr la� � � ni a de la sierra. Sin decir una palabra, le devolvi el gorro rojo... Esa misma� � noche mejor y pudo regresar de su aven-tura en las monta as, a horcajadas en su� � mula mansa y leyendo un libro de Quevedo... A medida que l narraba, bamos� � viviendo en esos mundos extra dos de sus sue os. Creaba el clima, la atm sfera.� � � Sus ma-nos se mov an, su rostro era el de un actor, sus ojos penetraban la� niebla del tabaco y sonre a satisfecho cuando la emoci n, o la gracia sutil, nos� � alejaban del contorno y de la noche. Era la ma-gia de la palabra y el aura de la leyenda que extra a de su vida interior. Viv a en un mundo que ordenaba a su� � modo. Era el oficiante de una historia propia. Con sus dedos finos, tej a ; su� rostro delgado y p lido, evocaba. A veces escuchaba. Pero yo seguir recordando� � ahora lo que l nos cont : En la antigua China viv a un muchacho que estudiaba� � � viol n. Todas las tardes� 56 cruzaba un bosque para ir donde su profesor. Siempre hac a el mismo camino ; sin� embargo, una vez se desvi , un poco a la de-recha, o la izquierda, y he aqu� � que, se encontr frente a un pala-cio, del que sali una ni a que le invit a� � � � jugar. Eran tan lin-dos la ni a y el palacio que el muchachito se olvid de su� � clase de viol n. Hasta la ca da de la noche estuvo jugando. Cuando volvi a su� � � casa, encontr a su profesor ; alarmado le hab a ido a buscar. Su padre ten a el� � � ce o adusto : D nde estuvo el hijo, que no fue a su clase de viol n ? Pero el� � � � ni o cont del hermoso palacio y de la joven. El padre y el profesor se miraron.� � En ese bosque no exist a ning n palacio. El ni o insisti . Ambos decidieron� � � � acompa arle para que se los ense ara. Al otro d a el ni o les gui por el� � � � � bosque. Recorriendo los senderos crey lle-gar al sitio donde hab a encontrado� � el palacio y la ni a. Nada hab a ahora. S lo la yerba crec a seca y amarilla. El� � � �
  • 20. ni o incli-n la cabeza entristecido. Y descubri entonces la piedra de una� � � tumba con una inscripci n : 'Aqu yace la princesa Shui-Fu, que tuvo los ojos� � como almendras, en el antiguo Pa s Austral de las Flores... Barreto viv a en un� � mundo especial que defend a en contra de la realidad cotidiana. Sumido en sus� sue os, sab a encontrar los m s extra os libros y lugares. Anuar At as confiesa� � � � � que caminar con l por las calles de noche era siempre un viaje hacia lo� desconocido. Narrando y conversando, dejaba que sus pasos le llevaran a calles donde descubr a puertas tras las cuales se ce-lebraban misas negras y� aquelarres. Si la realidad no le respon-d a, transform ndose, entonces se� � sentaba en un caf y se trans-portaba hacia el pasado. Santiago del Campo cuenta� de estas noches. En aquellos tiempos, Del Campo viv a en una buhardilla que le� ced an en el Instituto Nacional, a la que s lo pod a entrar a una determinada� � � hora. Si por cualquier motivo se retrasaba en su llegada, ten a que esperar� hasta el pr ximo d a. Entonces Barreto le acompa aba a trasnochar, contando� � � historias hasta que amanec a : "Fue as como una vez dice Del Campo H c-tor� � � � � estaba sentado frente a m , p lido y serio. Empez a hablar de la muerte. Me� � � explic c mo hab a muerto Julio C sar, el con-quistador, quien al entrar en una� � � � ciudad se hac a presidir por un mensajero que la recorr a gritando : Hombres,� � guardad vues-tras mujeres, madres, esconded vuestras hijas, que ah viene el� calvo ad ltero!' Cuando Bruto le clav el pu al, su nica pre-ocupaci n fue� � � � � extender los pliegues de su capa para que no que- 57 dara arrugada sobre el suelo. Luego Barreto pidi una taza de caf y mantuvo� � silencio. Con gestos estudiados, sac de un bol-sillo una cajita peque a y� � labrada. La abri y volc su conte-nido en la taza. Yo no ve a bien, cuenta Del� � � Campo. Barreto permanec a silencioso. Se llev la taza a los labios y la fue be-� � biendo sin prisa. Despu s, con ojos brillantes, me dijo : ` Viste?' `S� � � contest . Qu era ?"Veneno' me explic . 'Una f rmula que descubr anoche en� � � � � � � � un viejo libro ; la usaban los Borgias... Quiero saber c mo mueren los Orsini...� " Tambi n conoc esta cajita labrada de Barreta. Una vez me la mostr . Conten a� � � � un poco de opio. No s si lo usaba, o s lo lo llevaba consigo como un motivo� � para sus historias. "Otra vez recuerda Del Campo me asegur que su ros-tro� � � cambiar a. Sentado y con un reloj en la mano me tuvo espe-rando la medianoche. A� esa hora iba a suceder su transfigura-ci n. Era tal la fuerza de su fe que yo� esperaba anhelante. Cuando dieron las doce, levant su rostro, me mir con� � fijeza y me pregunt : ` Me reconoces ahora ?' " As era. Habr a deseado llevar� � � � una m scara que pudiera cam-biar a voluntad. A menudo hablaba de ello. Escribi� � un cuento sobre este tema, que llam "La Ciudad Enferma"; todos los per-sonajes� andaban con m scaras, en una ciudad que se acercaba a su final, atacada de un� oscuro mal del alma. Pero m s all de las m scaras con que se cubr a, se adivi-� � � � naba el muchacho en lucha con el medio. A medida que iba sien-do vencido, sus ojos se hac an m s profundos. Al mismo tiempo se aislaba en el sue o. A� � � cualquier hora permanec a tendido en su lecho. Si alguien llegaba a visitarle,� escuchaba un momento. Si lo que o a no era interesante volv a a sumirse en sus� � mundos imaginarios, en sus sue os, a los que llamaba "viajes sin dinero". Qu� � � signific su drama? Algo com n a los nuestros. Lo aue l dec a, lo poco que� � � � escribi , son retazos dispersos de una vida que apenas comenzaba. Habiendo� colocado muy alto sus aspiraciones, no dispuso de la fuerza ni de los tiempos favorables para poder realizarlas. Fue un s mbolo de nuestra generaci n, alguien� � que siendo un muchacho gast todas sus energ as y no pudo seguir viviendo. Sus� � cuentos, las l neas que dej escritas, no lograron expresar el impulso que las� � generaron ; son s lo el intento de una aspiraci n cl sica. Sin embargo, para� � � aquellos que le vimos actuar y que fuimos su p blico, circulando ahora por los� derruidos escenarios, al releer sus historias vemos resur- 58 gir su imagen y todo adquiere la dimensi n de anta o. Ah est "Jas n", el� � � � � argonauta : Lamella era Dodona y, en las arenas de Dodona, crecieron las viejas encinas patriarcales. Jas n huy de su familia. Consigui un buque y lo gui por� � � � sue os y pre-moniciones. Su padre le sigui . Tras a os de buscarle, lleg a una� � � � isla donde un velero vac o hab a encallado. En el palo del m stil, como un� � � emblema de los sue os, para l incomprensibles, divis la piel dorada de un� � � carnero ; era el Vellocino, que el hijo supo encontrar, lejos del padre y de las antiguas encinas de Dodona. As vivi y muri , sin poder desprenderse de la red� � � del sue- o que con su propia imaginaci n tejiera. Le veo a n, con sus ojos� � �