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Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Introducción
1. El análisis del niño: especificidades de la práctica
2. Los padres
3. Los juegos
4. Los tiempos del dibujo: espacio y escena
5. El dibujo en transferencia
6. Los niños pequeños, ¿son analizables?
Bibliografía
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Alba Flesler
Niños en análisis
Presentaciones clínicas
3
Flesler, Alba
Niños en análisis : presentaciones clínicas . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2015.
E-Book.
ISBN 978-950-12-0151-2
1. Psicoanálisis. I. Título
CDD 150.195
© 2014, Alba Flesler
Cubierta de Gustavo Macri
Todos los derechos reservados
© 2014, de todas las ediciones:
Editorial Paidós SAICF
Publicado bajo su sello PAIDÓS®
Independencia 1682/1686,
Buenos Aires – Argentina
E-mail: difusion@areapaidos.com.ar
www.paidosargentina.com.ar
Primera edición en formato digital: febrero de 2015
Digitalización: Proyecto451
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establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0151-2
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Introducción
La escritura de este libro tiene sus antecedentes.
Luego de años de práctica y de sostenida apuesta a mi formación como analista, fue
surgiendo en mí un creciente interés por contribuir con mi experiencia a la de otros
analistas. Contribución que entiendo no es otra que un retorno, o más bien una
redirección, de tantas contribuciones recibidas.
En múltiples ocasiones los alumnos me confiesan la necesidad de encontrar, en sus
intervenciones cotidianas, una formalización lógica que enlace los términos que vienen
estudiando con aquello que realizan en sus consultorios. Esta expectativa –que muchas
veces callamos discretamente entre colegas– se reitera con más frescura en el ámbito de
los grupos de estudio que coordino, en los seminarios y las supervisiones. Ello me fue
llevando con el correr de los años, casi naturalmente, a esbozar una modalidad apta para
interrogar aquello que es privativo del trabajo con niños, esto es, lo que denominamos las
especificidades de la práctica en el análisis de un niño. Eje rector de toda la obra, el tema
de las especificidades es abordado en particular en el primer capítulo, pero diría que
constituye un acuerdo base entre quienes han participado en este libro.
En algún sentido, esta convicción está en el origen mismo de la obra. Efectivamente,
en el año 2010, incitada por la invitación a sostener el Espacio Clínico de Niños a lo largo
del año que me hiciera la Escuela Freudiana de Buenos Aires, extendí una invitación a
participar con la presentación de casos de su práctica y sostener un espacio en el
intercambio que ellos suscitaran a Carol Bensignor, Estela Durán, Inés Roch, Karina
Rotblat y Silvia Tomás, a quienes agradezco su presencia e interlocución.
Este libro aspira a reproducir el trabajo de lectura y reescritura de aquella experiencia,
a lo que luego se sumó –en la tarea propiamente de escritura– la intención de hilvanar –
pero también de fijar– los conceptos centrales que en la oralidad del intercambio podían
quedar desdibujados. Así, la impronta oral que se lee en sus páginas no solo resultó
ineludible sino un rasgo que no procuré disimular en la tarea posterior de edición. La
decisión de incluir ciertos intercambios realizados luego de la lectura de los casos corre en
esa dirección: si bien no llegan a constituir debates o diálogos extensos, al menos dejan
testimonio de los interrogantes suscitados, de conclusiones provisionales.
Me propuse hacer de los obstáculos que tiñen las especificidades de la clínica
psicoanalítica de niños oportunidad de una lectura a la letra, con la intención de articular
los conceptos teóricos a la práctica. Y desde esa perspectiva incluir preguntas que a diario
nos hacemos: ¿Cuándo tomar a un niño en análisis? ¿De qué modo intervenir con los
padres? ¿Cuándo y cómo incluirlos? ¿Cómo leer el juego del niño y sobre qué aspectos
de ese juego intervenir? ¿Cómo delimitar cuándo habrá que seguir el juego que el niño
propone y cuándo es un analista quien propone un juego por su iniciativa? ¿Qué lee el
analista cuando los niños dibujan? ¿Cuál es el fin del análisis de un niño? ¿Cómo
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intervenir analíticamente con un niño pequeño?
Esos interrogantes, cotidianos, no son novedosos. Cuando en los albores del siglo
pasado los psicoanalistas comenzaron a atender niños, ya se enfrentaron a una
comprobación problemática. Es que el marco teórico diseñado por Freud para el abordaje
de pacientes adultos –pacientes plausibles de establecer neurosis de transferencia– no
alcanzaba para abordar el sufrimiento de la infancia. Según arroja la lectura de sus
testimonios, al encontrarse con un problema de esa talla, aquellos analistas pioneros se
mostraron dispuestos a no retroceder ante lo real. Felizmente. Pero tal vez porque su
debate se jugó en un terreno anegado y tentador, fueron creando al mismo tiempo para el
niño un ámbito especial, y abriendo, impensadamente, una puerta a la especialidad en
psicoanálisis.
Agradecidos por las huellas que dejaron y la generosa transmisión de su clínica, hoy
hacemos la lectura de sus aciertos y tropiezos, afinando la pertinencia de una práctica
que aún reclama perder su categoría de “especialidad” para ahondar en la delimitación de
sus especificidades. Insistir en mencionarlo es un modo de reconocer que el niño
presenta a la práctica analítica un real no subsumible al saber producido por el cuerpo
teórico freudiano para el análisis de adultos y que los analistas han respondido a ese real
con diversas posiciones.
Por mi parte, hace años propuse formalizar las intervenciones del analista en el
psicoanálisis de la infancia apuntando a diferenciar las especificidades de una práctica que
no elude considerar tiempos del sujeto al atender al niño. Ya que, no está de más
recordarlo, el analista atiende al niño pero apunta al sujeto.
En el marco de ese proyecto, conceptos basales como los de inconsciente, pulsión,
objeto y transferencia –verdadero hormigón de nuestros fundamentos en psicoanálisis–
volvieron a recolocarse a la luz de tiempos no reductibles a la edad cronológica del
sujeto. Pues es al sujeto, auténtico objeto del psicoanálisis, al que todo análisis apunta; al
sujeto de la estructura, que –más que edad– tiene tiempos: tiempos de lo Real, de lo
Simbólico y de lo Imaginario.
Tiempos de lo Simbólico que se inician cuando el niño recibe el primer baño de
lenguaje, para luego ir del lenguaje a la palabra, alcanzando solo más tarde su articulación
en discurso. Tiempos de lo Imaginario que se recrean paso a paso, desde la asunción
jubilatoria del cuerpo a la construcción de la vertiente imaginaria del fantasma, cuyo
andamiaje se articulará en tiempos de la escena fantasmática. Y tiempos de lo Real, de
goces que se redistribuyen enlazando los destinos pulsionales a la vara del deseo.
En el análisis de un niño, los tiempos del sujeto imponen su perfil también a la
transferencia, ese motor sin el cual el móvil de la cura no arranca. Su vertiente temporal
se hace evidente en la presencia de los padres reales, pues revela que un niño no llega al
consultorio de un analista sino por las resonancias que en ellos genera.
Sabemos que el destino de un niño diferirá notablemente si atina a efectuar su
respuesta de sujeto en vez de realizar la presencia del objeto en el fantasma materno, y
que a su vez los tiempos de engendramiento del objeto de deseo y de goce se enlazan a
los tiempos del sujeto de modo contingente. Por esa razón, el analista dispuesto a
6
delimitar los tiempos del objeto y sus vicisitudes, entramados a los tiempos de
construcción del fantasma y a los engarces pulsionales, considera sus desarrollos y
cristalizaciones, sus brillos y opacidades, a la hora de intervenir en la escena analítica.
He procurado desplegar estas nociones realizando una puntuación en los casos
relatados. Ni mero comentario, ni impresión basada en la experiencia clínica: la
puntuación de los casos –que deliberadamente fueron elegidos siguiendo la traza de los
núcleos problemáticos en la práctica con niños: el juego, el dibujo, la presencia de los
padres, entre otros– hace las veces de hilván o articulación con la teoría.
El afán “pedagógico” que, gracias a la escritura de esta introducción, se me revela –la
idea de que este libro está dirigido en el fondo a quienes quieren formarse como analistas
de niños–, entraña también, como en todo proceso de transmisión, una experiencia de
gratitud. En este sentido, no podría dejar de mencionar –y agradecer– a todos aquellos
que de una manera u otra me enseñaron a leer y escribir en psicoanálisis.
A mis analizantes, por apostar a la vía regia del inconsciente y sostener la aventura
del análisis. A mis maestros, por su generosa transmisión del deseo de analizar y su afán
por hacer avanzar el psicoanálisis, a mis colegas por hacer de la reunión entre analistas la
oportunidad de reencontrarme una y otra vez con lo que me hace falta para seguir, a mis
alumnos por demandar lo que les hace falta saber y acompañar los derroteros de esta
propuesta de investigación.
Finalmente, pero en principio, agradezco a Eva Tabakian, por la renovada confianza
en mis letras, a Moira Irigoyen por su atenta lectura y puntuación y a Glenda Klipauka
por acompañar día a día, con delicada y constante presencia, la ardua tarea de la
corrección.
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Capítulo 1
El análisis del niño: especificidades de la práctica
Freud y los niños - Los analistas del origen - El niño y el sujeto - La variable temporal - La
introducción del intervalo - Los tiempos recreativos - La respuesta del sujeto
Tal vez un modo simple y a la vez complejo de dar inicio al tema que me interesa
desplegar sea con una pregunta: ¿por qué “especificidades de la práctica” tratándose de la
clínica con niños? Es notable, pero lo cierto es que el psicoanálisis se ha encontrado con
invariables problemas cada vez que buscó alguna conjunción o articulador para situarse
respecto de los niños. Hay quienes lo nombran “psicoanálisis de niños”, otros dicen “con
niños”, también se escucha decir “para niños”. De uno u otro modo, la dificultad –que se
manifiesta en el uso de la preposición– muestra cierta complejidad para articular la
relación entre los niños y el psicoanálisis. Tomando este punto de partida y por razones
que luego detallaré, me propuse abordar el problema abriendo otra perspectiva,
atendiendo así a las especificidades de la práctica cuando el psicoanálisis atiende al niño.
Como he dicho en la introducción, la escritura de este libro recoge la modalidad que
sostuve junto a otros durante un año de transmisión en el Espacio Clínico de la Escuela
Freudiana de Buenos Aires, como lectura y puntuación de textos extraídos de la práctica
analítica para abordar las especificidades de la práctica con niños. Esa vía de entrada
surgió a partir de situar un problema. Los problemas nos interesan a los psicoanalistas.
Porque contribuyen a mantener despierto el deseo de investigar. Por esa razón nos
interesan, nos invitan, nos estimulan. Partí entonces de problemas que los psicoanalistas
se plantearon en el origen de su práctica respecto del análisis de niños que pueden ser
leídos como síntomas. Aunque no siempre tienen un rostro sintomático. Darles ese
estatuto implica dar un paso más en su localización: tener en cuenta que dichos
problemas no fueron solo del origen. Actualmente ellos subsisten con un nuevo rostro,
planteados con otros términos, pero perduran manteniendo dilemas en torno a la
analizabilidad del niño.
Desde el origen, la dificultad giró en torno a cómo abordar analíticamente al niño.
Hoy ya no se discute si un niño es analizable o no lo es; parece una cuestión
superada. Sin embargo, el modo como se analiza al niño en nuestros días da a leer que el
síntoma insiste. A mi entender, por esa razón merece revisarse una secuencia histórica.
Es sabido que el planteo que hagamos de un problema incidirá en la respuesta
posterior y desde luego en cómo se lo ha de resolver.
En 1920, Freud había recibido la consulta por una joven, una muchacha que perduró
innombrada en la historia del psicoanálisis. No parece casual que, a diferencia de otros
casos, como Dora o Juanito, el nombre con el que la conoció la posteridad fuera “la
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Joven Homosexual”.
En el historial referido a la muchacha, Freud acerca una cita que suelo reiterar por la
enseñanza que nos deja. Es preciso que recordemos que en ese entonces Freud era un
analista con años de experiencia, no se trataba de alguien que se iniciaba en la práctica y
estuviera enfrentando las primeras incertidumbres propias de todo comienzo. Había
hecho un pasaje importante por los conceptos fundamentales y realizado una revisión de
sus teorías sobre las pulsiones, el principio de placer y la pulsión de muerte. Es en ese
contexto que sus palabras trasuntan desasosiego. Dice: “El médico que debía tomar sobre
sí el tratamiento analítico de la muchacha tenía varias razones para sentirse
desasosegado”. Y explica por qué: “No estaba frente a la situación que el análisis
demanda, y la única en la cual él puede demostrar su eficacia”. Resaltemos lo siguiente:
“la única en la cual él puede demostrar su eficacia”. Continúa: “Esta situación, como
es sabido, en la plenitud de sus notas ideales, presenta el siguiente aspecto: alguien, en lo
demás dueño de sí mismo, sufre de un conflicto interior al que por sí solo no puede
poner fin; acude entonces al analista, le formula su queja y le solicita su auxilio”. ¿Cómo
no leer en esta cita que, para Freud, esas notas ideales representan la única situación en
la que el psicoanálisis demuestra su eficacia? En ese caso –dice Freud ([1920] 1985)–,
“el médico trabaja entonces codo a codo junto a un sector de la personalidad dividida en
dos por la enfermedad”. Por supuesto, no habla de sujeto dividido, pero sí de división
necesaria para trabajar contra la otra parte del conflicto. Finalmente, aclara cuán
desfavorables son las situaciones que se apartan de esta posición. Pues a ellas se
“agregan nuevas dificultades intrínsecas del caso. Situaciones como las del contratista de
una obra que encarga al arquitecto una vivienda según su gusto y su necesidad, o la del
donante piadoso que se hace pintar por el artista una imagen sagrada, en un rincón de la
cual, luego, halla lugar su propio retrato en figura de adorador” (Freud, [1920] 1985:
143-144). En definitiva, y con todo el recaudo que merece un tema tan delicado como
este, Freud se expide diciendo que “no son en el fondo compatibles con las condiciones
del psicoanálisis” (Freud, [1920] 1985: 144).
Todos los días, es cierto –agrega Freud desde su profusa experiencia–, ocurre que un marido acude al
médico con esta información: “Mi mujer es neurótica, por eso nos llevamos mal; cúrela usted, para que
podamos llevar de nuevo una vida matrimonial dichosa”. Pero con harta frecuencia resulta que un encargo
así es incumplible, vale decir, que el médico no puede producir el resultado en vista del cual el marido
deseaba el tratamiento. Tan pronto la mujer queda liberada de sus inhibiciones neuróticas, se expone la
disolución del matrimonio, cuyo mantenimiento solo era posible bajo la premisa de la neurosis de ella.
O también, ahora respecto de los niños:
Unos padres demandan que se cure a su hijo, que es neurótico e indócil. Por hijo sano entienden ellos uno
que no ocasione dificultades a sus padres y no les provoque sino contento. El médico puede lograr, sí, el
restablecimiento del hijo, pero tras la curación él emprende su propio camino más decididamente, y los
padres quedan más insatisfechos que antes. En suma –concluye Freud ([1920] 1985: 144)– no es indiferente
que un individuo llegue al análisis por anhelo propio o lo haga porque otros lo llevaron; que él mismo desee
cambiar o solo quieran ese cambio sus allegados, las personas que lo aman o de quienes debiera esperarse
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ese amor.
Me detuve en esta cita por su riqueza. Ella no solo ofrece la evidencia de que el niño
no responde a la suma de notas ideales; también nos hace partícipes de una generosa
enseñanza: la de un psicoanalista que, con muchos años de experiencia, transmite su
modo personal de colocarse frente a los problemas así como su afán por delimitarlos.
La delimitación de un problema no es un tema menor y merece una reflexión aparte.
De hecho, la geometría lo considera así cuando distingue entre problemas reales y
problemas imaginarios. No es lacaniana la geometría. Sin embargo, diferencia entre
aquellos problemas que reconocen la lógica de incompletud y aquellos otros que no. Para
la geometría, un problema imaginario sería aquel que divide las aguas solo en dos
opciones: “o todo o nada”. Desde esa perspectiva, y ya en nuestro campo por ejemplo,
todo sería analizable o nada lo es. Nos llevaría a decir que todo se resuelve y es curable,
o todo es incurable. En cambio, los problemas reales serían aquellos que permiten
delimitar, localizar, un punto imposible en lo que se pretende solucionar. Vale la pena
considerarlo, pues al hacerlo, encuentran una salida a la impotencia. Es mi manera de
leer aquello que nos proponen las matemáticas. Situar un problema real conlleva una
ganancia innegable cuando, localizar un imposible, habilita una respuesta posible.
Pero volviendo a la cita mencionada, ella nos muestra a Freud, con muchos años de
experiencia, transmitiendo problemas reales, tal como se nos plantean a diario a los
psicoanalistas cada vez que llega a nuestro consultorio alguien sin presentar la suma de
notas ideales. Freud se pregunta cuál es la eficacia en esos casos, y en mayor medida,
cuando, entre esos casos y en términos más específicos, el que llega es un niño. Es
evidente que un niño no llega por sí mismo sino traído por otro, dada su dependencia real
al Otro real. Asimismo, lo cual complejiza más aún el planteo, con respecto a la
personalidad dividida a la que alude Freud, el niño no se presenta como sujeto escindido.
En síntesis, Freud nos participa de las elucubraciones que hacían los analistas en el
origen, cuando se propusieron abordar a pacientes traídos por otros, pacientes que
dirigían su pedido de ayuda a los padres y no al analista. Como es sabido, el desafío dio
lugar a distintas respuestas. Algunas perduran vigentes, con otros rostros no menos
sintomáticos.
El asunto de la analizabilidad siguió preocupando a Freud, sin darlo por concluido,
cuando doce años más tarde de aquel texto sobre la joven homosexual, Freud dictaba sus
“Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis” (Freud, [1932-1936] 1985).
Precisamente en una de ellas, “34º conferencia: esclarecimientos, aplicaciones y
orientaciones” (Freud, [1932] 1985: 137), se ocupó nuevamente del tema. Podemos leer
una insistente preocupación. Cuando algo insiste, es por alguna razón. Recordemos por
ejemplo los “Tres ensayos de teoría sexual” (Freud, [1901-1905] 1985), texto que se
caracteriza por abundantes adiciones. Una cita agregada es en sí mima la confesión de
que no está todo dicho. Pues bien, si un texto necesita esclarecimientos, aplicaciones y
orientaciones es porque algo quedó en el tintero. Felizmente, diríamos hoy, es un texto en
el que funcionó una lógica de incompletud.
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Pues bien, en esa conferencia Freud vuelve al tema de los niños, y confiesa que es un
terreno ignoto para él, que apenas ha tratado un solo niño. También expresa su regocijo,
pues entiende que esta práctica ofrece grandes esperanzas para el futuro, y que su hija –
Anna Freud– ha tomado el guante haciendo de esa deuda del padre la misión de su vida.
Parece reparar de este modo su descuido. Al leerlo, me asaltó una reflexión colateral
respecto de cuán benéfico fue sin duda Freud como padre del psicoanálisis pero también
cuán poco feliz la posición tomada con respecto a su hija. Estar tan satisfecho con que
una hija dedique su vida a reparar el descuido de un padre, que haga de ello la misión de
su vida, no merece un elogio. No parece encomiable. Diría que, a cambio, Freud le dejó
el niño a Anna, su hija. Sabemos que no fue gratuito para ella, pues no tuvo hijos
propios. Es costoso recibir el niño que da el papá.
Pero volviendo al texto, la “34º conferencia” –en la que Freud menciona a su hija y
omite al mismo tiempo a Melanie Klein– plantea otras cuestiones. Allí se refiere a los
períodos tempranos y típicos de todos los niños, tiempos que es lícito equiparar, a su
entender, a las neurosis.
No era la primera vez que Freud hacía mención a los estados sintomáticos de los
niños equiparándolos a la neurosis del adulto. Sin embargo, y a pesar de ese punto de
contacto, es en esta conferencia donde deja explícito que el niño es un objeto diverso del
adulto y asume el porqué. Afirma que el niño “todavía no posee un superyó, no tolera
mucho los métodos de la asociación libre y la transferencia desempeña otro papel puesto
que los progenitores reales siguen presentes” (Freud, [1932] 1985: 137). Podemos
apreciar hasta qué punto coloca distinciones, más que en la edad, en los tiempos de
constitución del sujeto. Me interesa resaltarlo porque, a mi entender, en el factor
temporal se asientan profundas diferencias en el modo de abordar la práctica del
psicoanálisis con los niños y por ende en la consideración de todas las especificidades que
abrevan en torno a ella tales como los padres, el juego, los juguetes y el dibujo.
Seguramente, esto se apreciará con mayor claridad más adelante, en el despliegue y
puntuación de los casos clínicos que recorreremos.
Pero volvamos a las precisas distinciones temporales que hallamos en Freud cuando
dice por ejemplo: “Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas
en el niño, las más de las veces, por dificultades externas” (Freud, [1932] 1985: 137), o
al añadir que “cuando los padres se erigen en portadores de la resistencia a menudo
peligra la meta del análisis” (Freud, [1932] 1985: 137). Una y otra vez, Freud es
contundente y no escatima diferencias a la hora de abordar niños o adultos en análisis.
De ese modo deja entrever que los niños no vienen por sí mismos, por estar en un
tiempo de dependencia al Otro real. Para nuestra práctica es relevante reconocer que los
padres del análisis de un niño no son los padres que llegan por la vía del discurso. Suelo
repetir que los padres siempre vienen al análisis, pero es netamente diferente cuando
vienen como padres del fantasma. Esto no ocurre en el caso de los niños. ¿Por qué?
Porque no se ha producido aún la sustitución del Otro real al Otro fantasmático. Ante el
niño no hallamos el discurso analizante. En ese caso, tampoco la transferencia y la
resistencia inevitable que toda transferencia conlleva son las del adulto, pues los
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progenitores reales están presentes. No ha operado todavía la sustitución.
Ciertamente, las dificultades serán colocadas por Freud. Él no elude el problema.
Pero serán Anna Freud y Melanie Klein, indagando su práctica cotidiana y personal,
quienes tomarán el guante e intentarán dar respuesta al problema real que el niño
presentó a los analistas. Es de valorar el aporte de cada una: no retrocedieron ante lo real,
disintieron pero avanzaron, adentrándose en una práctica inexplorada. Melanie Klein,
proponiendo que los niños son analizables del mismo modo que los adultos, que el juego
es interpretable como lo es un sueño, y Anna Freud acentuando por qué no son
analizables y cómo deben ser tratados en su padecimiento.
Como sabemos, ellas fueron pioneras e iniciaron la polémica, pero sin concluirla. No
dejamos de advertir que el debate no es cuestión del pasado, pues continúa vigente. En
nuestros días, aun en líneas teóricas diversas, sigue viva la discusión respecto de analizar
o no al niño del mismo modo que al adulto, proponiéndole la asociación libre,
suprimiendo los juguetes e incluso incluyendo el uso del diván. Es frecuente escuchar
que una vertiente empuja a asimilar el abordaje del niño al del adulto y otra postula a los
niños como no analizables, sosteniendo un determinismo lineal entre el síntoma del niño
y la problemática de los padres, y prefiriendo, por esa razón, trabajar con los padres.
Si quiero subrayar la persistencia actual del tema es porque no se trata de posiciones
superadas y considero enriquecedor revisarlas.
Melanie Klein, en 1932, haciendo referencia a la polémica, expresa en su clásico texto
“El psicoanálisis de niños”:
Es tan solo en los últimos doce o trece años, que se ha realizado un trabajo de más importancia en el campo
del análisis de niños. Este ha seguido dos líneas fundamentales de desarrollo: una representada por Ana [sic]
Freud; la otra, por mí.
Los hallazgos de Ana [sic] Freud en lo que respecta al yo del niño, la han guiado a modificar la técnica
clásica, elaborando su método de análisis de niños que están en el período de latencia independientemente de
mis procedimientos. Sus conclusiones teóricas difieren de las mías en varios puntos fundamentales. En su
opinión, los niños no desarrollan una neurosis de transferencia, faltando así una condición fundamental del
tratamiento analítico. Además, piensa que un método similar al del adulto no puede ser aplicado a los niños,
porque el superyó infantil es aún demasiado débil.
Estas opiniones difieren de las mías. Mis observaciones me han enseñado que los niños pueden hacer muy
bien una neurosis de transferencia (Klein, [1932] 1980).
Tomemos nota del punto explícito en el que difieren ambas autoras. También de las
fechas en que ellas se expiden, para colocar el debate en el contexto del psicoanálisis de
entonces. El texto de Melanie Klein es de 1932, y se refiere a lo ocurrido en los últimos
doce o trece años. En 1920 Freud había escrito “Más allá del principio del placer”, texto
en el que había recolocado los cimientos de su teoría ante los tropiezos de su práctica, y
donde incluyó la pulsión de muerte. Para esa época publicaba asimismo el texto de la
joven homosexual. No perdamos de vista cuál era la situación del psicoanálisis en ese
momento, pues dará marco y contexto al debate.
En 1932, las cartas estaban echadas. Cuando Klein dice que Anna Freud plantea que
los niños no pueden hacer una neurosis de transferencia, no está haciendo una afirmación
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banal. Para ella, en cambio, la transferencia surge del mismo modo que en los adultos
“siempre que empleemos un método equivalente al del análisis del adulto, es decir, que
evitemos toda medida educacional y que analicemos ampliamente los impulsos
negativos dirigidos hacia el analista”. La disidencia continúa: “El análisis no solo no
debilita al yo del niño, sino que en realidad lo fortalece” (Klein, [1932] 1980).
Recortemos estas citas para apreciar la posición de cada una, y leer las consecuencias
que acarrearon estas posturas en las generaciones que las siguieron.
Entre los polos de ambas posiciones quedó instalada, en el psicoanálisis de niños, una
cerrada disyunción excluyente, que lo dejó preso de un conflicto persistentemente
plagado de incertidumbres respecto de la legitimidad del juego, el lugar de los padres, el
uso de los juguetes, y en definitiva la cuestión del lenguaje y la palabra.
Situada esta perspectiva, y habiendo llegado a este punto, retomemos la pregunta:
¿por qué especificidades de la práctica? Especificidades de la práctica es una propuesta
que pongo a consideración para salir del bivalente sin-salida que heredamos. Apuesta a
repensar la práctica del psicoanálisis de niños, abrevando en los conceptos fundamentales
del psicoanálisis: sujeto, objeto, transferencia, pulsión y fantasma, pero retomados a la
luz de los tiempos del sujeto. Más aún, y fundamentalmente, relevándolos de toda
perspectiva clasificatoria en torno a la edad del calendario. En realidad, es sabido que
sensu stricto para el psicoanálisis, niño y adulto no son edades cronológicas. Niño y
adulto indican dos tiempos perfectamente diferenciables en la estructuración del sujeto.
Para Freud, aunque no siempre de modo claro y preciso, ellos indican dos tiempos de
constitución del aparato psíquico: la infancia, tiempo primero, y luego, en el adulto, la
neurosis infantil propia de la conclusión de ese tiempo primero que es la infancia.
Ahora bien, apoyándonos en la variable temporal y aceptando que el sujeto, más que
edad, tiene tiempos, daremos un paso más. Diremos que el sujeto no es un estado del
ser, sino un tiempo de efectuación. El sujeto no es, pero existe. El ser y la existencia no
son equivalentes.
Así, la dimensión temporal se adiciona no solo al sujeto, cuya existencia se efectúa en
tiempos, sino también al objeto que se engendra en tiempos, al inconsciente que se
produce en tiempos y al fantasma que se construye en tiempos. Más aún, la dimensión
temporal del sujeto permite capitalizar otra diferencia esencial entre dos términos –
admitiendo el peso que sus consecuencias conllevan para la práctica–: que el niño no es
el sujeto.
Niño es un lugar en el Otro y Freud no dejó de advertirlo: el niño llega al mundo
como objeto de deseo, de amor y de goce del Otro. Nosotros diremos que un niño viene
al lugar de objeto en el fantasma del Otro. Pues es desde el fantasma que el Otro real
articula su deseo, dona amor y despliega sus goces. En esa constelación, desea un niño.
Pero si el niño es un lugar en el Otro, el sujeto al que se dirige un psicoanálisis no es el
niño. Entre uno y otro se erige una lógica cuya ley es la no identidad. El niño no es
idéntico al sujeto. El niño es un lugar en el Otro. ¿Y el sujeto? El sujeto es una respuesta.
Decimos que el sujeto responde al Otro. Es un modo simple pero complejo y riguroso de
decir qué es el sujeto: el sujeto es una respuesta. Dicho de otro modo, es una respuesta al
13
niño del Otro.
Pero sigamos su lógica, esencial para nuestra práctica: el sujeto responde al niño que
el Otro le propone. Y es esa respuesta la que lo hace no idéntico al niño. Pues en la
respuesta se juega una operación sujeto. La podríamos nombrar: no idéntico a niño.
Entre ser el niño y existir como sujeto, está la respuesta. Ella introduce una no identidad.
Como es de apreciar, se trata de un paso magno, pues si el Otro incluye al niño como
objeto en su fantasma y con esa inclusión introduce el circuito de la demanda, el sujeto
responde existiendo. Existir es eso: ek-sistere, quiere decir: existe fuera de lugar. Fuera
del lugar que el Otro le demanda.
Sin embargo, la respuesta del sujeto tiene varios niveles de complejidad, pues
conlleva tiempos de alienación y separación. Cuando la respuesta es “sí” al niño que el
Otro le propone, y se ha afirmado también la metáfora paterna, se cumplimenta el tiempo
de alienación. Solo luego podrá el sujeto responder “no” al niño del Otro y separarse.
Alienación y separación son pues operaciones fundantes, respuestas del sujeto al niño
del Otro. Es un modo simple pero lógico de definir al sujeto para diferenciarlo del niño,
que me lleva también a proponer que estas respuestas del sujeto hacen lugar a los
tiempos, más allá de la edad cronológica. Sugiero llamarlos tiempos recreativos. Porque
ellos dependen de una recreación operativa, recreación del objeto en una alternancia
productiva.
Recordemos la ejemplar observación que Freud hizo de su nietito para situar la
alternancia. En el movimiento del clásico juego del carretel –Fort-Da– se alterna la
presencia del objeto con su ausencia y la repetición sucesiva va incluyendo la
introducción del intervalo. Ese intervalo hace posible el juego del objeto. Tal como
ocurre con dos piezas mecánicas que no encajan exactamente, la condición del
movimiento para que hagan juego es que el intervalo dé ocasión a la sucesiva presencia-
ausencia del objeto. Sin ese intervalo se cierra la oportunidad y se ausenta la respuesta
del sujeto. ¿Por qué nos interesa? ¿Cuál es su importancia? Su importancia reside en que
el intervalo temporal muestra, admite, la ausencia del objeto que el niño es para el Otro.
Esa es la condición ineludible para dar lugar a la respuesta del sujeto. Si el niño perdura
en su lugar de objeto, si satura la presencia del objeto en el fantasma materno, no habrá
respuesta del sujeto.
Pero si el sujeto requiere para su efectuación que se vea interrumpido su lugar de
objeto, es preciso que el intervalo esté dado desde el vamos. El intervalo lo dona el Otro.
Eso quiere decir que podría no donarlo. Las contingencias de ese momento inaugural
resaltan la importancia de considerar en la práctica con niños la dependencia real al Otro
real en los tiempos de estructuración del sujeto. Ella nos permite entrever la profunda
incidencia que esta dependencia guarda en la progresión de los tiempos del sujeto. Y lo
subrayo, porque es constatable que desde el inicio de la vida pueden surgir fallas en la
operación de recreación necesaria. Puede ocurrir que, desde el vamos, un niño realice la
presencia del objeto que es para el Otro, pues dada la dependencia inicial, es tan
necesario que el Otro done un intervalo, como contingente es que lo haga. Asimismo,
puede llegar a donarlo para un tiempo del sujeto y sin embargo negarlo para otro. En ese
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caso, si en el origen funcionó la falta de objeto, en otro tiempo bien puede obturarse el
intervalo, impidiendo que se recree la falta propiciatoria y necesaria que asegura el pasaje
de un tiempo a otro. Los tiempos requieren de la recreación de la falta original.
Ahora bien, llegados a este punto de complejidad coloquemos una nueva pregunta:
¿qué hace el analista con este ovillo de hilos teóricos? Precisamente se guía por este hilo
para sus intervenciones. Lo toma, con justeza, para dar orientación a las intervenciones
del analista a la hora de considerar las especificidades del acto analítico, y lo hace luego
de haber estado atento a delimitar el tiempo del sujeto. Como anticipé, esta propuesta
intenta dar salida a la falsa opción de la que hablaba anteriormente.
Porque considero que el sujeto de la estructura tiene, más que edad, tiempos. A mi
modo de entender, el niño no es analizable del mismo modo que un adulto, pero tampoco
es no analizable. Al delimitar el tiempo del sujeto más allá de su edad y las fallas
acaecidas en la recreación de alguno de los tiempos en la estructuración, el analista
considera diferentes intervenciones, apuntando con ellas al acto analítico. De ese modo,
se preserva de encuadrar su quehacer en una especialidad dogmática, sustentada en
razones técnicas, tales como ofrecer o no juguetes a los niños, o entrevistar o no,
definitivamente, a los padres.
Considerar el concepto “tiempos del sujeto” y sus extensiones en los tiempos de la
transferencia, los tiempos del objeto, los del sujeto en su dependencia real al Otro real,
los tiempos de sustitución de los padres reales por los padres fantasmáticos, permitirá al
analista ubicar en qué tiempo del sujeto se pudo haber producido una falla y si ella
impidió la recreación de otros tiempos. De esa manera, el analista encuentra un vector
para sus intervenciones. Por lo tanto, las especificidades del acto analítico en
psicoanálisis de niños surgen de la consideración de cada uno de los tiempos del sujeto y
guían al analista en ejes de suma importancia: los padres, el comienzo del análisis, el
juego y los juguetes en la dirección de la cura, también el modo de leer los dibujos de un
niño y la escritura del fin del análisis en la infancia.
Este libro se ocupará de la práctica del psicoanálisis con los niños, atendiendo a los
tiempos del sujeto, a los tiempos del Otro y a los tiempos de construcción del fantasma,
en tanto tiempos del objeto y del sujeto. La vía por la que lo hará será leyendo a la letra
recortes de la práctica analítica con niños para proceder a articular la teoría con lo que la
práctica muestra. Este proyecto encuentra materialidad en las escrituras del analista que
no retrocede ante uno de los nombres de lo real en psicoanálisis: el niño.
Pero antes de comenzar a desplegar los materiales clínicos, es preciso dedicar unas
palabras a la legítima preocupación que nos embarga como analistas cada vez que damos
a conocer un material clínico en el ámbito público. Se trata del respeto por la intimidad
del paciente, que lleva implícito el interés por extremar los recaudos para evitar
ocasionarle cualquier daño. El pasaje de lo privado a lo público requiere no solo respeto
sino, también, una aclaración. Al decidir incluir estos materiales, hemos seguido la
tradición freudiana, evaluando que la transmisión de relatos clínicos pueda contribuir al
avance del psicoanálisis, pero también a extender su beneficio, herramienta apta para
responder al padecimiento del ser humano, a otros que pudieran precisarla. Con el deseo
15
que nos anima hemos extremado la prudencia para preservar los datos del analizante. El
objetivo que nos guía al publicar estos textos es apostar a la investigación, y transmitir a
otros analistas una experiencia. Sin embargo, si a pesar de todo el esfuerzo realizado, no
logramos evitar que alguien se reconociera, esperamos no dude en aceptar que como
analistas nos anima una posición ética, y que mantenga su confianza intacta al saber que
no perseguimos sino ampliar a otros los beneficios que a su vez ha recibido.
Por último, y con respecto a los recortes clínicos, diré que ellos no son una
reproducción cabal de la sesión analítica. Lejos están de ser una grabación fiel de lo
ocurrido. No, un material clínico no es realmente objetivo; sí es auténtico, pues deja
pasar una verdad: la de la lectura de un analista que ofrece, en su recorte, lo real de la
letra del analizante en cuanto ocurrió, como acontecimiento en la escena analítica, y a su
vez, lo transmite. Por ende, los recortes no se reducen a la lectura de un caso, en él
podremos leer a un analista.
¿Por qué mencionarlo? Para aceptar, como punto de partida, que todo material estará
inevitablemente fragmentado. Así, debemos abordarlos desde una lógica de incompletud.
El objetivo de cada uno de los casos será recortar especificidades problemáticas, que se
plantean al acto analítico en relación con el trabajo con niños. A partir de allí haremos un
ejercicio: el de leer a la letra y abrir nuestra propuesta al debate.
16
Capítulo 2
Los padres
Tiempos de la transferencia - Entrevistas preliminares - La operación escritural - La falla y la falta -
El deseo de los padres - El niño esperado y el sujeto hallado - El mapa de los goces - V
ertientes de la
transferencia - El nudo de los padres - El influjo analítico sobre los progenitores
Decía que un niño llega al consultorio de un analista por las resonancias que genera
en un adulto. Pero no siempre son los padres los que realizan la consulta. En algunas
ocasiones, es el pediatra o la escuela quienes activan la alarma y prestan atención al
síntoma del niño. En uno u otro caso, y para dar lugar a su intervención, es preciso que
el analista coloque en perspectiva, desde el inicio y sin dilación, el papel que desempeña
la transferencia, ese elemento ineludible cuya palanca el analista debe saber manejar, y
observe detenidamente los perfiles con que su rostro se muestra.
Dado que la transferencia de un niño difiere notablemente de aquella con que se
presenta en un adulto porque la transferencia del sujeto también se constituye en
tiempos, vamos a ocuparnos, tomando ese sesgo, de una de las especificidades más
problemáticas de la práctica cuando recibimos niños, ocasionada por el hecho evidente de
que un niño nunca llega por sí mismo al encuentro con un analista. Es por eso que no ha
resultado sencillo resolver qué lugar darle a quien lo trae y formalizar su injerencia, lo
que ha producido, y aún despierta, fuertes polémicas y divergentes posiciones.
Me propongo considerarlo detenidamente junto a ustedes, partiendo de una
presentación clínica que nos ofrecerá Estela Durán, para luego retomar el enlace de los
conceptos fundamentales en el material leyéndolo a la letra, de modo que nos permita
avanzar en el trazado de sus razones. Le cedo pues la palabra.
EL CASO MATÍAS: ¿PARA QUÉ O POR QUÉ
CONSULTAN LOS PADRES?
Estela Durán
Para abordar la especificidad de la presencia de los padres en el análisis de un niño,
me gustaría comenzar por situar algunas preguntas que hacen a nuestra práctica: ¿Por
qué recibimos a los padres cuando se trata del análisis de un niño? ¿Qué lugar les damos?
¿Qué escuchamos? ¿Qué lugar tiene el niño en relación al discurso de sus padres?
Estos interrogantes, a su vez, se complejizan cuando suman un sesgo problemático.
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¿Qué sucede cuando los padres no consultan por lo que al hijo le pasa y no buscan
saber? ¿Cómo considerar la transferencia cuando se presentan sin preguntarse por qué?
Las incidencias en la práctica con niños abren múltiples preguntas. Trataré de abordar
estas cuestiones a través de la experiencia clínica con un niño y una apuesta que implicó
delimitar el lugar de los padres y sus incidencias negativas.
Desde mi experiencia, considero que la escuela puede ser el ámbito privilegiado –
además del familiar– en que el niño pone en escena la conflictiva que padece, mostrando
“ese algo que no anda bien” ya sea en su conducta, su distracción, su dificultad de
aprendizaje, su desinterés…
A continuación expondré sobre el caso de un niño de 7 años al que llamaré Matías.
El gabinete de la escuela a la que asiste solicita un psicodiagnóstico debido a sus
problemas de conducta y desatención, lo que lleva al padre a consultar. Al no ser posible
una entrevista conjunta con ambos padres, decido atenderlos por separado.
En la consulta, la madre dice que necesita hablar de los maltratos que sufrió por parte
de su esposo. Aunque al poco tiempo quiso separarse de él, paradójicamente, estuvo
casada durante muchos años y, como no podían tener hijos, decidieron adoptar un bebé.
En el trámite para hacer efectiva dicha adopción, el padre de Matías no pudo
acompañarla y quien lo hizo fue su propia madre, abuela del niño.
La madre de Matías relata que mientras ella trabajaba, el padre no podía hacerlo ni
tampoco ocuparse del hijo. V
olvía y lo encontraba, literalmente, tirado en el piso, con el
pequeño hijo al lado. Afirma: “Estuvo internado varios meses por depresión; me
torturaba con sus locos cuestionamientos hasta que un día me fui con el bebé y no volví.
Me refugié en la casa de mis padres hasta que regresé a mi departamento”. “Me intimó a
que volviera con él, presionándome violentamente, tomando a mi hijo y apretándolo tan
fuertemente que casi lo mata.” Manifiesta su preocupación por la presión que el padre
ejerce sobre el niño y los mandatos que le impone, propios de un grupo religioso del que
participa. Dice que su hijo es muy inteligente pero empezó a tener problemas en la
escuela. Cabe aclarar que la madre eligió una escuela para niños huérfanos, por su cuenta
y en disidencia con su ex marido.
El padre, de mirada penetrante, se muestra preocupado por el informe del gabinete de
la escuela. En la entrevista se dedica a hablar de su ex mujer. Sus certezas, al modo del
discurso paranoico, lo hacen impenetrable ante cualquier pregunta. Está convencido de
que su hijo debe seguir sus pasos y, si por él fuera, no lo mandaría a la escuela. Le habla
mal de la madre al niño y le hace escuchar grabaciones como pruebas contundentes de
sus argumentos, que dan cuenta de mentiras y manipuleos. En la misma línea me lee
parágrafos de la Biblia como verdad revelada.
En la primera entrevista, el niño viene con su mamá pero no quiere entrar y la madre
no está dispuesta a dejarlo solo por temor y desconfianza. Los invito a pasar juntos. Al
hacerlo, Matías se tira en el diván, se tapa la cara con el buzo, dice que hay feo olor y
que venir al consultorio será un suicidio porque el padre se lo prohibió. También dice que
él y la abuela lo convencieron de que los psicólogos son malos y les meten cosas feas en
la cabeza a los pacientes. Entre tanto, la madre, sentada enfrente del hijo, lo mira y trata
18
de convencerlo de lo contrario. Difícil situación, donde el niño parece inabordable y la
mamá, muy débil en sus convicciones. Trato de cambiar el clima preguntándole a qué le
gusta jugar y responde: “A los soldaditos”.
Luego de este encuentro, entrevisto a la madre nuevamente a fin de proponerle un
trabajo que apunte a desplegar su propia historia y la historia familiar, tratando de
encontrar algunas marcas.
Lo vuelvo a convocar al padre pero se niega a venir. Cuando accede, lo hace para
intimarme. Imposible el diálogo: él transmite violencia, tampoco paga las sesiones.
Matías viene con su madre y, al quedarnos solos, le propongo que cierre los ojos.
Entonces descubre una sorpresa: le doy una bolsa; al abrirla se le ilumina la cara, está
llena de soldaditos que desparrama sobre el escritorio. Me da a elegir el color; al
quedarme yo con los de menor cantidad, me regala dos aviones y me enseña a alinearlos
y a jugar. Entre tanto, afirma: “Estoy podrido de que mis padres peleen como perro y
gato”. Angustiado agrega: “Ningún chico tiene ese problema, no puedo estar tranquilo por
eso”.
Mientras jugamos a la guerra se queja del trato paterno: el padre lo levanta los
domingos temprano, le hace estudiar su versión de la Biblia; todo el tiempo, como
matraca, le “taladra” la cabeza hablándole mal de la madre y de mí, profiriendo
amenazas referidas a quitarle la tenencia a la madre y a denunciarme.
Armo una red con la escuela, dando orientaciones y trabajando articuladamente con
la psicóloga del gabinete. Como esto no resuelve mi preocupación en lo referente a la
posibilidad real de aliviar al niño de la presión que padece cada fin de semana con su
padre, me conecto con una abogada que tiene experiencia en Minoridad. Le sugiero a la
madre una consulta, ya que considero que la única manera de acotar ese goce paterno es
la Ley Social.
Entre juegos de soldaditos, armados de naves espaciales, dibujos minuciosos de
batallas enfrentando a malos y buenos, en el transcurrir de unos pocos meses, Matías
está más tranquilo y mejora en la escuela. Dispuesta a colaborar con el tratamiento de su
hijo, trabajo con la madre para que entienda la dificultad del padre, destacando la
importancia de que no le hable mal de él. Como terceridad, le señalo algunas cuestiones:
por ejemplo, que no le ponga al hijo la ropa interior todas las mañanas. El síntoma de
enuresis, que no había sido desestimado en su importancia, cede.
Como efecto del trabajo con ella, muchas veces me llama por teléfono porque no
sabe qué hacer con la angustia del hijo. Mi tarea apunta a que se reubique en su lugar de
madre y orientarla para que pueda contenerlo.
Entre tanto, la abogada hace una presentación judicial a fin de proteger a Matías de la
incidencia negativa de la palabra paterna. El resultado es que el juez dispone la
suspensión del régimen de visitas y una audiencia donde tendrán que comparecer ambos
padres. Previamente habrán de realizarles a los tres sendas evaluaciones
psicodiagnósticas.
A partir de dicha suspensión del régimen de visitas, si bien el niño está más tranquilo
en cuanto al repiqueteo de los dichos paternos, curiosamente, niega tales dichos, decae,
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expresa gran irritabilidad, se enoja reiteradamente, se queja de todo. Insiste en que
extraña al padre.
Me pregunto: ¿será por temor al padre que lo enloquece o a quedar atrapado, al
modo incestuoso, con la madre?
A partir de la reanudación de las visitas –que tienen lugar con la condición de que un
adulto esté presente para garantizar el encuentro–, Matías viene muy enojado a la sesión,
se trata del primer encuentro con el padre desde la reanudación del régimen de visitas.
No quiere hablar y me acusa de mentirosa. Cuando logra expresarse, me cuenta que el
padre le había mostrado documentación del Juzgado y que había afirmado mi intención
de realizar un perjuicio hacia su persona. Perpleja ante semejante cuestión, le pregunto
dónde estaba la persona adulta que tenía que mediar para evitar incidencias negativas del
padre hacia él; Matías responde enojado: “Ella lo único que hizo fue hablar todo el
tiempo con la hermana de mi papá”. Tema del que se queja, reiteradamente, en las
siguientes visitas.
Como al cabo de tres meses la actitud paterna persiste, involucrándolo en temas de
adultos en vez de disfrutar jugando y tratándolo como a un chico, la mediadora falla en
su función; la abogada decide, conjuntamente con la madre, presentar otro pedido al
Juzgado, para lo cual realiza un nuevo informe. En el mismo, destaca la necesidad de la
presencia paterna pero resalta que las visitas deben realizarse en un marco de protección
para el niño, con un acompañamiento profesional que pueda supervisarlas y acotar al
padre cuando se extralimite en sus decires, perjudicando a su hijo.
Una nueva suspensión de las visitas pone otra vez de manifiesto el goce desmedido
del padre, quien realiza llamados telefónicos diarios e insistentes, al modo compulsivo,
que martirizan al niño.
Pero a un año de iniciado el tratamiento, Matías tiene otros recursos y logra ponerlos
en práctica, decidiendo a veces no atender al padre; otras, lo acota en sus pesadas
conferencias telefónicas, aludiendo que tiene que irse a estudiar y/o a dormir.
Actualmente, le puede decir: “No me hables del Juzgado porque me hace mal”. Se queja
porque no lo trata como a un chico y recuerda que el abuelo es el único que se dirige a él
respetando ese tiempo de la infancia que transita, aunque, curiosamente, dicho abuelo no
lo llama ni lo invita a pasear.
Resultan propiciatorias algunas entrevistas que mantengo conjuntamente con el niño y
su madre, previo acuerdo con él. En estos encuentros, él le puede expresar su bronca,
sus quejas y, ayudado por mí, poner en palabras cuestiones de maltrato y manipuleo que
ella ejerce sobre él, de lo cual antes solo podía defenderse violentamente. Logra así ir
vinculándose de otro modo con su madre.
En la escuela supera sus dificultades de conducta y de distracción, y me trae luego
orgulloso el boletín con excelentes notas. Estudia, gustosamente, batería. Expresa su
deseo de practicar algún deporte y comienza iniciación deportiva en un club. La madre
puede escucharlo.
20
Algunas reflexiones
Nos encontramos con un niño que, en principio, no fue alojado por sus padres
biológicos. Fue adoptado por una madre, que a su vez había sido acompañada por su
propia madre en el momento de adopción. Esta última, lejos de tratarla amorosamente, la
desvalorizaba y la rechazaba. Es frecuente encontrar en nuestra clínica ocasiones en que
la presencia materna no muestra su perfil amoroso sino una cuestión gozosa. Tal es el
caso de la historia de la madre de Matías, quien recuerda el maltrato de su madre: esta le
decía a ella que nadie la iba a querer y que todo lo que hacía estaba mal. Por su parte, el
padre, sumido en depresión, avalaba los dichos maternos. Y la madre de Matías, a pesar
de haberse recibido de médica, nunca se pudo valorar a sí misma ni sustentarse con
dicha profesión. Mal mirada por una madre que la desvaloriza, en complicidad con el
padre depresivo, ella no puede mirarse de otro modo hasta que el trabajo en el marco del
análisis de su hijo, le posibilita reubicarse en su profesión y sostenerse económicamente
con ella. Dice que se casó con el padre de Matías buscando una salida ya que sus padres
nunca la apoyaron, incluso cuando se quiso separar. Aun habiéndolo concretado, la
culparon por las desventuras en su familia, sin avalarla en sus decires ni determinaciones.
Quizá esa elección de partenaire fue una forma de sostener a su padre depresivo y a su
madre maltratadora; como corolario surgió el deseo de tener un hijo con él. Soporta esa
relación sin darse cuenta de la gravedad de la situación ni del diagnóstico de su pareja.
Sumado a ello, decide adoptar un hijo sin escucharlo en su imposibilidad de asumirse
como padre.
El padre de Matías, de mirada penetrante, intenta imponerse con sus convicciones
fundamentalistas apelando al manipuleo y a la prohibición de elegir. Es una mirada que
transmite miedo y violenta al niño, acorralándolo en una posición de sometimiento a sus
mandatos absurdos. Como consecuencia, Matías padece sintomáticamente: tiene miedo,
pesadillas, se angustia y no presta atención a las tareas escolares. Pide que vaya la policía
y se lleve al padre, aunque sea por unos días, para aliviarse del repiqueteo de la voz
superyoica y para escapar de esa mirada de goce mortífero.
Lejos de cumplir con su función paterna, este hombre se pone en el lugar de Dios y
exige fidelidad absoluta, ejerciendo su sadismo para con el hijo y transmitiéndole su
propio goce desenlazado. Por el relato materno me entero de que el abuelo paterno fue
muy autoritario, que su hijo le temía y que la madre lo vestía con ropa femenina.
Actualmente, el padre de Matías sigue viviendo con ellos y dependiendo
económicamente de los padres.
Con respecto a la madre, podemos leer que ubica al niño como objeto de amor; desea
que no sufra, aunque con rigidez; debido a las marcas de su historia, pasa de la angustia,
que la desborda e impotentiza, a la manipulación, que no le permite respetarlo en su
subjetividad, con las consecuencias que eso conlleva, haciendo de él su objeto de goce.
En este año de entrevistas con ella se han evidenciado cambios que posibilitaron otro
modo de ubicarse frente a Matías: trata de respetarlo y protegerlo, acotando al padre en
sus desbordes telefónicos, ya sin temerle y sin pelear.
21
¿Cuál es la respuesta del niño ante esa mirada de su Otro significativo?
En principio muestra sus fallas en la represión cuando en la primera entrevista cierra
sus ojos, se cubre la cara con el buzo, se tapa los oídos y la nariz. Goces de sus padres
que aún penetran porque los orificios están sin bordear.
En el análisis, se propicia la separación madre-hijo, tratando de que cada uno acepte
su lugar diferenciado respecto del otro. En las sesiones con la madre se trabaja para que
se relacione con su deseo y busque acrecentar sus lazos de amistad. Lo logra haciendo
cursos de arte, armándose un lugar propio en su casa y distrayéndose con amigas. Con el
niño, se trata de incentivar el encuentro con compañeros de la escuela, con quienes ir a
jugar y armar vínculos amistosos.
Con respecto al análisis de este niño, considero que mi apuesta fue ayudarlo a darse
cuenta de que no es transparente, que el padre no va a enterarse de lo que él piensa. Al
tener como referencia que la mirada del Otro es con límite, puede ir construyendo el velo
que tanta presencia de goce le impedía.
A partir de su expreso deseo de matar al padre, elabora simbólicamente, en
transferencia –a través de dibujos, juegos de guerra entre soldaditos y la escritura de
algunas frases–, su deseo de asumir el poder del maestro, que tanto admira en sus
películas favoritas, logrando visualizar que su padre no es un dios y puede dejar de serle
fiel. Al posibilitar la intermitencia y legitimarle que no es necesario contarle todo, va
distrayéndose de lo que el padre le dice, pudiendo así no distraerse en la escuela.
Mi apuesta con Matías empieza convocándolo a que diga qué juguete prefiere. Le
propongo cerrar los ojos para que se encuentre con su deseo: lo sorprende la bolsa de
soldaditos, esta vez se le ilumina la cara, en vez de tapársela, y me invita al juego.
Jugamos a la guerra y pierdo, pero me enseña estrategias para ganar. Le digo que, quizá,
podría desplegar esas estrategias en su vida diaria y ese es el rumbo por el que esta cura
transita.
Actualmente puedo dar cuenta del cambio de posición que Matías pone de manifiesto
en sus juegos, donde ya no se trata de batallas entre soldaditos sino de enfrentarse con
un guerrero gigante al que, reiteradamente, aquellos destruyen y al que relaciona con su
padre. Previamente, juega a ser él, un enorme guerrero que se aloja en su castillo, al
modo de una fortaleza protectora.
Así va logrando, a través del juego simbólico, poner límites al goce paterno; a través
de la palabra, logra hacerse respetar subjetivamente por su madre, limitándola a su vez
en sus goces.
Entre el exceso paterno y la relación incestuosa, comienza el análisis con este niño.
Matías, con su síntoma, devela la verdad de la cruenta pelea en la pareja parental, donde
él es ubicado predominantemente como objeto de goce, misil de intercambio en la guerra
entre ambos padres. Él se nombra como “trofeo a ganar”.
Mi apuesta, desde un principio, consistió en convocarlo subjetivamente para propiciar
que se aloje en otro lugar y, a su vez, logre construir una fortaleza que le posibilite
protegerse de los excesos parentales, tanto de la sádica perversidad paterna como del
manipuleo materno.
22
PUNTUACIÓN DEL CASO MATÍAS
Antes de retomar el texto que presentó Estela Durán para seguir su letra y articular
nuestra lectura, vamos a trazar algunos ejes conceptuales que hacen a la reflexión teórica
con que quiero entramar al caso. Tomé esta vía porque me interesa ante todo resaltar la
importancia que tiene para nuestra práctica asentar sus razones en una formalización
lógica, y dar así relieve al hecho de saber qué hacemos cuando analizamos a un niño. Al
sostenerlo de ese modo no hago sino acordar con la apuesta de Lacan, quien afirmó que
el analista puede no saber lo que dice, pero debe saber lo que hace.
Avancemos pues guiados por esa finalidad. Trazaré en el inicio aquellas líneas que me
permitan ir emplazando algunos ejes en su localización teórica y dejaré, para quien lo
desee, abierta la posibilidad de profundizar su entusiasmo por el sesgo que más le
interese. De hecho, cuanto despleguemos abarca en esencia los conceptos fundamentales
que ya mencionamos en el capítulo anterior: inconsciente, repetición, transferencia y
pulsión. Ellos son pilares del psicoanálisis. Pero, en esta oportunidad, no ahondaré en
cada uno de ellos. Mi proyecto apuntará, más que a desmenuzar algunas cuestiones
teóricas básicas, a hacer pie en ellas para articularlas con el material y situar qué leemos
en él a la luz de sus vectores.
Habíamos señalado nuestras razones para hablar de especificidades de la práctica. En
primer lugar, porque “especificidades” conlleva la ganancia de apartar nuestra perspectiva
de una práctica del psicoanálisis sustentada en especialidades. Como ya mencionamos
brevemente, las especialidades surgieron en el momento en que los analistas intentaron
dar respuesta al problema real que se les hizo presente cuando algunos pacientes no
resultaron abordables desde el marco teórico para el que fue creado el psicoanálisis. En el
intento de resolver ese problema ineludible para quienes atendían niños, se fue creando
una técnica especial para tratarlos. Lo cierto es que la especialidad no resolvió el
problema. Gracias al encuentro cotidiano con esos problemas, quienes hacen su práctica
en hospitales –donde los equipos se agrupan según la edad del paciente– suelen llamarnos
a reflexión cada vez que un paciente no cumple con “las notas ideales” (Freud, [1920]
1985), y reclaman del analista no solo despojarse de una postura dogmática, sino también
hallar un timón para transitar el curso de la cura.
Ahora bien, si deseamos avanzar y darle otra perspectiva al asunto, debemos partir de
algún concepto que funcione de ordenador a la hora de colocar esas especificidades a las
que nos referimos.
El concepto que les propongo es el de “los tiempos del sujeto” (Flesler, 2007: cap. 3).
Su planteo surge de la siguiente noción ya mencionada: el analista atiende al niño pero
apunta al sujeto, el cual, más que edad, tiene tiempos (Flesler, 2011).
No olvidemos que es nuestro deseo ubicar al psicoanálisis en el campo de la
cientificidad y por ello es preciso mantener clara la definición de cuál es el objeto del
psicoanálisis. En este sentido, es preciso decir que el objeto al que se dirige el
psicoanálisis es el sujeto. La experiencia me indica que, en la medida en que el analista
23
localiza el tiempo del sujeto, se habilita a considerar especificidades del acto analítico, y
logra así alejarse de una técnica aplicada a los niños en la cual estos son entendidos como
si formaran parte de un conjunto universal.
Me he esforzado en darle una forma simple a un campo de experiencia que guarda
una enorme complejidad. Entiendo que lo simple se alcanza luego de recorrer las
complejidades lógicas que incluye un tema. Solo al fin se arriba a lo simple. No es posible
eludir las complejidades lógicas que permiten llegar a lo simple. Lo simple no está al
comienzo, al comienzo puede estar la simplificación, pero lo simple implica un recorrido
por los conceptos necesarios. Por eso quiero compartir con ustedes cuáles fueron mis
pasos en ese recorrido. Cuál fue esa complejidad antes de llegar a la propuesta que
anticipé.
Todo comenzó con un encuentro. Me encontré heredando un problema. Seguramente
el mismo que se les presentó a los psicoanalistas cuando empezaron a atender niños. Me
refiero a que al recibir a un niño no encontraron al paciente adulto para el que se
pergeñaron las coordenadas teóricas del psicoanálisis. No estaban frente a aquel que
podríamos definir, con estricta claridad lógica, de modo simple pero complejo, como el
paciente que presenta neurosis de transferencia. En otras palabras, los analistas, con los
niños, se enfrentaron con lo inacabado de la estructura, y eso en su momento fue, y
actualmente es, un problema. ¿Pero qué clase de problema es este?
Hemos dicho, en el capítulo anterior, que los matemáticos distinguen entre un
verdadero problema y uno que no lo es. Lacan también dice en uno de sus seminarios
que hay problemas que fallan, no por lo que no encuentran, sino por lo que buscan. Es
un modo de decir que un problema a veces falla porque no está bien planteado. ¿Cómo
aplicarlo a nuestro campo? Esa distinción, ¿qué aporta a nuestro problema? Ya vimos las
consecuencias de qué ocurrió en la historia del psicoanálisis. Mal situado el problema, los
analistas de entonces se encontraron batallando entre dos posiciones excluyentes respecto
de los niños: análisis sí o análisis no. Algunos pensaban que si no contaban con la
neurosis de transferencia, tal como ocurría con un adulto –el niño en ese caso– no era
analizable. Otros consideraban que sí lo era, sin distinción alguna. La disyunción fue
profunda y se extendió en el tiempo. Así, el niño era analizable del mismo modo que un
adulto o no era analizable. El análisis del niño penduló entre la omnipotencia y la
impotencia del acto analítico, llevando tamaña oposición a encallar en un sin salida. Así
ocurre cuando un problema está planteado en una bivalencia imaginaria. Es imaginario,
recordemos lo antedicho, porque se sostiene en la figura de la esfera que solo admite dos
opciones: lo que está dentro y lo que queda fuera. Su delimitación estriba entre todo o
nada, planteando una disyunción: es analizable o no es analizable. En cambio, a
diferencia de un problema imaginario, un problema real plantea otra lógica: una lógica
que parte de localizar lo imposible. Un problema real parte de delimitar lo imposible para
sortear la posición de omnipotencia o impotencia en la que podría naufragar el acto
analítico, y a partir de lo imposible intenta arribar a un acto posible. La condición del acto
posible es la delimitación de lo real imposible. Es otra lógica, abierta a la incompletud y al
no todo. Desde este punto de vista, el niño ni es analizable del mismo modo que lo es un
24
adulto, ni es no abordable por no ser un adulto. Problema real que habilita una posible
salida a una falsa opción.
V
olvamos entonces a que el psicoanálisis atiende al niño, que es un lugar en el Otro,
pero apunta al sujeto y sus tiempos, para dar un paso más con la pregunta acerca de
cuáles son los tiempos del sujeto.
Los tiempos del sujeto
Para referirme a los tiempos del sujeto quiero comenzar por señalar que ellos son
tiempos de estructuración. Es que el sujeto, aquel al que está dirigido el análisis, es el
sujeto de la estructura RSI –Real, Simbólico e Imaginario–. Me interesa resaltar que el
sujeto no es solo el sujeto del significante, tampoco es solo el sujeto del goce. La
estructura del sujeto implica un anudamiento de los tres registros RSI, junto a la
localización del objeto a en el entrecruzamiento de los tres. Me refiero al objeto a, ese
que Lacan dijo fue su único invento, y que puede funcionar como ausencia, falta que es
causa del deseo, o puede funcionar como presencia de un goce, plus de gozar.
Figura 1
Como la mayoría de ustedes saben, esta escritura la introdujo Jacques Lacan, atento
a los beneficios que aporta a la clínica psicoanalítica la consideración de las propiedades
del nudo borromeo en tanto presenta una simultaneidad de los tres registros y una
delimitación de cada uno por eficacia de los otros dos. No está en mi propósito
detenerme en cuestiones de índole topológica, pues no es el fin de este libro, menos aún
extenderme en su vertiente nodal, pero sí quisiera transmitirles la amplitud de perspectiva
que implicó para mí la inclusión del nudo en mi clínica. Con esto espero al menos
provocarles a ustedes cierto entusiasmo para adentrarse en sus hilos con la convicción de
25
que encontrarán una segura ganancia. Por mi parte, tomé la escritura del nudo y el
emplazamiento del objeto a, tal como Lacan lo presentara, para introducir la variante
temporal y proponer que los tiempos del sujeto de la estructura, tiempos de lo Real,
tiempos de lo Simbólico y tiempos de lo Imaginario, son tiempos de recreación de la
falta. Explicaré a qué me refiero con recreación de la falta.
Cuando el objeto alterna entre esas dos funciones ofreciendo su presencia y su
ausencia, cuando esa movida se produce, cuando el objeto hace de su función de falta
una eficaz alternancia, los tiempos se recrean. Si el objeto hace juego entre ser causa del
deseo y plus de gozar, si el objeto funciona con su doble lógica, si un intervalo
productivo se establece entre sus dos funciones, el sujeto será su efecto. Él se efectuará
tiempo a tiempo en cada uno de los tres registros. Existencia, insistencia y consistencia
harán su progresión. Entonces, podemos afirmar que los tiempos del sujeto son tiempos
de recreación de la falta y, también, son tiempos de escrituración del sujeto. Siempre que
entendamos que escrituración no es escritura, sino operación escritural. Pretendo
acentuar el acto de escriturar esa falta en su dimensión temporal. Se trata de una
operación que queda del lado del sujeto como condición para efectuarse. Del mismo
modo que se requiere una operación tal para tomar posesión de un inmueble, cada
tiempo del sujeto reclamará un acto de escrituración.
Estoy apenas mencionando a qué me refiero con los tiempos del sujeto. Me he
dedicado extensamente a su desarrollo, que incluye considerar también tiempos de
construcción del fantasma (Flesler, 2007). Lejos nuevamente de una falsa opción,
planteada en términos de “hay fantasma o no hay fantasma en la infancia”, digo que el
fantasma se construye en tiempos. Asimismo, considero tiempos de engendramiento del
objeto de deseo y tiempos del Otro, de producción del Otro. Finalmente, quiero aclarar
que los tiempos a los que me refiero no son solo lógicos, son tiempos cuya dimensión es
topológica. Son tiempos topológicos que consideran los tiempos cronológicos y lógicos,
pero pensados en su enlace, es decir, anudados. ¿Por qué conviene aclarar que los
tiempos del sujeto son tiempos topológicos, anudados de modo borromeo? Porque, como
anticipé, el anudamiento borromeo RSI que Lacan adoptó para escribir la estructura
acerca sus benéficas propiedades, acentuando su interés clínico en la dirección de la cura
y en la lectura que hacemos de ella. Atender al nudo requiere pensar cada una de las tres
dimensiones con su respectivo agujero y su capacidad de haber hecho de ese agujero una
falta, por la vía de una operación escritural. En ese sentido, cuando digo que son
recreativos, por supuesto no me refiero a que sean divertidos, recreativos quiere decir
que, en cada uno de ellos, es necesario ver recrearse la falta original. Que no alcanza con
que esa falta se haya producido una vez. Que es preciso que se recree para cada tiempo
del sujeto. Y de hecho, no habrá escrituración del sujeto sin recreación de la pérdida del
objeto. Por eso, en algunas personas se hace notoria una fijación a un tiempo de la vida
que no ha pasado por recreación alguna. En ese caso, ese detenimiento no se produce
por una regresión sino por una no progresión de los tiempos.
Nada de esto desdice la certidumbre de que no hay progreso respecto de lo real de la
estructura, pero no debemos confundir el límite del progreso con la progresión de los
26
tiempos. Las fallas de esta progresión son contingentes, básicamente porque en la
infancia esos tiempos se cursan en la vital dependencia del sujeto al Otro real.
Reconociendo ese antecedente y siendo respetuosos de esta lógica, no vacilamos en
recibir a los adultos o a los padres que traen al niño. Lo hacemos tanto para escuchar qué
es un niño para ellos, como para delimitar, fina y atentamente, los tiempos cursados y sus
tropiezos o fallas en el curso de la infancia. Los tiempos se cursan o no, su curso no es
un fluido natural, depende de la relación del sujeto al Otro. Por eso en las entrevistas con
los padres nos interesará saber si se han recreado, qué tiempos se han redistribuido y
también qué fallas –y cuándo– han surgido en su devenir. Una falla no es lo mismo que
una falta. La falla tiene lugar cuando falta la falta.
Pero ¿por qué al analista de niños le resulta una herramienta de valor el
reconocimiento de los tiempos del sujeto, su progresión y sus estancamientos? Es que,
como dije anteriormente, tal delimitación parece esencial para orientar las intervenciones
del analista. Es preciso ubicar con claridad de qué tiempo se trata para saber qué hacer, a
dónde apuntar, y qué empalme producir para cortar el goce que retiene al sujeto.
Partamos pues por situar con ciertas pinceladas el cuadro temporal de los tiempos en
la infancia para llegar a apreciar la magnitud de los acontecimientos desde el comienzo
mismo de la vida.
El primer tiempo del sujeto comienza en el campo del Otro. Y decir que es un campo
habilita una relación entre el tiempo y el espacio. Ese primer tiempo del sujeto comienza
en el campo del Otro como tiempo de anticipación. Es absolutamente necesario ser
anticipado por el Otro cuando aún no se ha nacido. Es que al viviente humano le es
precisa esa anticipación para llegar a nacer, sin ella no solo puede hipotecarse la
existencia, también la vida misma puede verse interrumpida. Por otra parte y como para
refrendar la importancia de ubicar los tiempos del sujeto como necesarios, diré que no
hay promoción de un tiempo a otro si no se ha cursado el anterior. En ese sentido, dado
que los tiempos pueden no cursarse, debemos también decir que los tiempos del sujeto
son necesarios pero de realización contingente. Ellos pueden o no realizarse. Y si
queremos continuar con nuestras categorías lógicas, podemos agregar que son necesarios
para que haya temporalidad, que son contingentes en su realización, y que son imposibles
de realizar sin resto. Esto merece aclararse para aventar cualquier pretensión de alcanzar
una ideal normalidad. No es de esperar que al cursar cada uno de los tiempos se alcance
la normalidad. No es una categoría aceptable. En toda operación habrá un resto, pero
hay restos y restos. Algunos productivos de movilidad y otros obstructivos de la
subjetividad.
Entonces, los tiempos comienzan en el campo del Otro, con una anticipación.
Descriptivamente corresponde a ese momento en que una mujer embarazada espera un
niño –esperarlo ya es una operación fundamental, es confesión de la falta–. Es expresión
de que le hace falta un niño. Ella lo espera, lo anticipa, dona el nudo anticipadamente, y
por eso dice que tiene un bebé cuando todavía en lo real de su organismo simplemente se
está produciendo una división celular. En ese tiempo de anticipación, también le pone un
nombre. Nada de esto ocurre de modo natural. De hecho, este tiempo anticipado puede
27
darse o no. Conviene recordarlo, pues tempranamente es dable escuchar fallas en esos
primeros tiempos y constatar las consecuencias que acarrea en el viviente.
Ahora bien, si el Otro espera un niño, puede o no también anticipar un sujeto. Entre
el niño esperado y el sujeto hallado habrá desde el vamos una diferencia, que puede o no
ser incluida en el campo del Otro.
Podemos apreciar cuán delicado es este primer tiempo. La relación entre el sujeto y
el Otro no es simétrica, primero está el Otro, y es en su campo donde se efectuará la
existencia del sujeto. La vida dependerá en cierta medida de la naturaleza, pero el sujeto
depende del Otro. Allí existe inicialmente, en el campo del Otro. Ahora bien, si en ese
campo está sembrada la incompletud, ¿qué operación se realiza si el Otro que espera un
niño anticipa un sujeto? En esa distinción se realiza una operación capital, con ella se
introduce una categoría temporal de gran magnitud y eficacia. Con esa diferencia, lo que
el Otro hace es donar un intervalo. Pausa inaugural, trazo de una porción perdida entre el
objeto de goce esperado y el hallado.
De ese modo, y a partir de ese intervalo, se dan a organizar muchas funciones ligadas
al tiempo. Los ritmos del bebé, las periodicidades de presencia y ausencia, los fenómenos
de encuentro y desencuentro con los objetos pulsionales, la comida, el control de
esfínteres, la atención o desatención están relacionadas con la función del intervalo.
El Otro espera un niño –y el niño, como dijimos, siempre es un objeto en el Otro–,
pero si al esperarlo incluye un intervalo, si junto al anhelo del niño esperado el Otro dona
una falta de objeto, allí, en ese acto estará habilitando, dando lugar a la emergencia del
sujeto como no idéntico al niño. De una u otra manera, la no identidad entre el niño
esperado y el sujeto hallado es introducida por el Otro, y esa donación del intervalo entre
uno y otro da lugar, anticipa, lo que podríamos llamar la respuesta del sujeto. No es sin
consecuencias para la futura subjetivación del niño, el ser esperado como niño-objeto de
deseo, que como objeto de goce para uso instrumental.
Lacan afirma que el sujeto responde al Otro. Pero digamos entonces que el sujeto
responde, toma valor de respuesta, solo si le ha sido donada la no identidad. También
gracias a ella podrá responder para el caso con una identificación, pues la identificación
tiene como requerimiento la pérdida de identidad con el objeto.
Ahora bien, complejizando más el panorama, lo cierto es que esa donación está
asentada en condiciones ajenas a la voluntad de sus actores principales. Entonces, ¿de
qué depende? Una vez más responderé en términos simples pero sumamente complejos:
el intervalo depende del deseo de los padres (Flesler, 2007). Este es otro concepto
importante que merece alcanzar su formalización lógica, más aún cuando he llegado a
proponer que, dado el peso específico que conlleva para la respuesta del sujeto, el
analista lo indagará en las entrevistas preliminares con los progenitores.
Deseo, amor y goce de los padres
El concepto de deseo es un concepto de mucha densidad en psicoanálisis y no debe
28
banalizarse.
Se suele confundir el deseo con el querer alguna cosa. Y se rebaja con eso la
diferencia entre querer y desear. El deseo tiene como condición la pérdida de un goce,
por eso lo que deseo no es lo que quiero, es más, muchas veces implica la pérdida del
alcance inmediato de la satisfacción, la postergación de eso que se me apetece. Para que
haya deseo, para que él se encuentre articulado, ha de partir de una falta de goce. En esa
línea, cuando atendemos al deseo de los padres no lo rebajamos a si ellos quisieron o no
quisieron tener un hijo. Ubicar el deseo de los padres en el discurso implica prestar
atención al nudo de los padres. Alguna vez lo he presentado así (Flesler, 2007: 66). Lo
escribo:
Figura 2
En él podremos ubicar el lugar del niño, localizar si ha sido o es objeto de deseo, de
amor y de goce, considerar si los tres están bien enlazados o señalar si en cambio amor,
deseo y goce no encuentran un buen enlace.
¿A qué me refiero con enlazados, para qué sirve pensarlos de ese modo? Es que cada
uno de ellos, el deseo, el amor y el goce, si no encuentran un límite en los otros dos
registros quedan librados a una eficacia no agujereada. Si se trata del goce, es un goce
que no tiene límite, o un amor que no tiene límite, o también un deseo puede no tenerlo.
Un deseo puede ser un deseo loco, desear, desear y solo desear, sin ningún anclaje en
alguna satisfacción. O es un amor tan amoroso que está sostenido exclusivamente en la
consistencia de la dualidad, o también un goce sin límite. Si el niño es apetecible, lo
quiero morder y lo muerdo. Le quiero pegar y le pego. Al goce le pone límite el amor y el
deseo. Los padres piensan, no infrecuentemente, en matar a sus hijos. Pero ¿por qué no
los matan? Nada más ni nada menos que porque desean que vivan y por el amor que les
tienen. Los aman y desean que vivan. Podríamos decir que tienen un deseo más fuerte
que el goce que también los habita. Tal como Lacan refiere respecto del deseo del
29
analista, diciendo que es un deseo más fuerte. Más fuerte porque no es puro. También
anida en el analista el goce y el amor. Será pues el enlace de unos con otros aquello que
coloca un límite. Que estén enlazados implica que cada uno encuentra un límite en los
otros dos. Así, cada uno de ellos tiene también una eficacia. Si el Otro toma al niño como
objeto enlazado de amor, de deseo y de goce va a producir una eficacia, una función.
Con el deseo de la madre se dona el sostén narcisístico, ocasión para tener un cuerpo,
y con el deseo del padre se cumple una función. Me gusta mencionar el deseo del padre,
porque creo que el deseo del padre incluye la castración del padre. Con el deseo del
padre se produce una operación mayúscula, la nominación, que no solo ordena una
filiación, cuando dice “tú eres mi hijo” al niño que tuvo con una mujer, sino que también
al recaer sobre él como padre, lo hace deudor del nombre. Es padre por el nombre, por
ende no es Dios.
Todos estos elementos atañen al edificio que iremos recorriendo a partir de la
materialidad de los textos y escrituras de los analistas. Con ellos recortaremos las
especificidades del acto analítico en el análisis de un niño.
Las entrevistas con los padres hacen a esas especificidades. Quien ubica que se trata
de una especificidad atinente a los tiempos del sujeto halla legitimidad para afirmar por
qué y para qué recibimos a los padres.
En las entrevistas localizaremos el anudamiento del deseo con el goce y el amor, así
como el deseo de los padres en una doble vertiente. No solo el deseo de ellos por el hijo
o por el niño, sino cómo ha pivoteado ese deseo por un hijo con el deseo de los padres
entre ellos.
Es interesante recordar a propósito de eso que, en las “Dos notas sobre el niño”,
Lacan (1991: 55-57) advierte que el síntoma del niño está en posición de responder a la
verdad de “la pareja familiar”. Creo que no utiliza la expresión “pareja de los padres”
porque intenta desnaturalizar el lugar de madre y padre, y plantearnos que cuando
decimos madre y padre debemos definir qué entendemos por esos términos, sobre todo
en el marco del debate actual. Sin ir muy lejos, en nuestros días se sigue discutiendo si
existe el instinto materno. Parece superado para nuestras coordenadas, pero tiene un
peso específico importante en el discurso de nuestra época. Por lo tanto, atender al deseo
de los padres como pareja es atender a cómo se emplazan los goces respecto del niño,
cómo se redistribuyen o permanecen fijados esos goces y su efecto sobre la subjetividad
del hijo y sobre la estructura misma del sujeto. Toda una polémica podría abrirse al
respecto en nuestra actualidad. Familias ensambladas, monoparentales, homoparentales,
vientres subrogados, fecundaciones en parejas lesbianas con esperma de bancos
anónimos, niños con dos mamás y sin papá, en fin, toda una suerte de variantes que
ponen a consideración los parámetros de nuestra lectura. Los analistas podemos
preguntarnos: ¿el deseo sigue siendo un articulador válido de la falta y la castración? ¿La
significación fálica continúa siendo un elemento de peso en la dialéctica del deseo cuando
alguien quiere tener un niño? Es el horizonte de nuestro tiempo y son preguntas que no
podemos ni debemos soslayar. Decir entonces que se trata del deseo de los padres, entre
ellos y por el hijo, implica decir por ejemplo, que si el deseo funciona y a su vez se
30
recrea, no queda fijado solo en el niño. Ese deseo es pues la expresión operativa del
objeto a como falta. De la alternancia del objeto a la que nos referimos anteriormente. O
en otros términos, es la evidencia de que no ha quedado condensado todo el goce en el
cuerpo del niño, que la madre busca el falo más allá del niño como falo imaginario. Que
el niño no es metonimia de su deseo de falo sino metáfora del amor por un hombre. Tal
como dice Lacan (2004), ella puede recrear la falta, ser deseante, más allá de la
satisfacción que su hijo pueda darle. Para atender a un niño, nos interesa saber si el
objeto de goce se recrea y hace juego más allá del niño –por eso el deseo entre ellos–
para localizar si la madre puede ser no toda madre, si hay un deseo ligado a la
femineidad. En definitiva, no eludimos atender a cómo se dialectiza el lugar de madre
con el de mujer, si es o no toda madre.
A su vez, con respecto al padre, tampoco es natural que alguien lo sea. Y que desee
sostener su operación nominante, inaugurando la relación de filiación. Todo dependerá de
cómo estén distribuidos sus goces. Para la humanidad nunca ha sido fácil definir qué es
un padre. Freud mismo no dejó de ocuparse del asunto y Lacan incluye el tema en todos
sus seminarios, tratando de colocarlo a la altura de una función. En un comienzo, como
metáfora paterna, indicando expresamente que la ausencia de esa función era causa de
psicosis, pero cuando llega en los últimos años de su enseñanza a teorizar el concepto de
père-version, jugando con la homofonía entre perversión y versión del padre, abre una
nueva e importante perspectiva en la cuestión del padre. Allí se está refiriendo a la
impronta ineludible que deja, en la estructura del parlêtre, en la estructura del sujeto
tocado por la palabra, el goce del padre. Lacan advierte que ese goce puede colocar un
límite a su función y dejar estragos en el sujeto. Se trata de interrogar el límite de la
función padre cuando introduce la ley.
Es muy importante ubicar en las entrevistas –ya lo veremos al retomar el material
clínico– cómo un padre enlaza el goce con el deseo. O dicho en otros términos,
pertinentes por demás para el caso de Matías, cuál es la relación entre el padre del goce y
el padre de la ley. Si ubicamos en las entrevistas preliminares cómo se articula el deseo
de los padres entre ellos, podemos llegar a ubicar si el padre hace de una mujer objeto
causa de deseo, si el objeto del que goza está en el cuerpo de una mujer o está solo en el
cuerpo del hijo. Basta seguir de cerca el perfil del padre del presidente Schreber (Freud,
[1911 (1910)] 1985) para advertir la impronta que deja en la estructura de un hijo el goce
desenlazado del padre. Lo menciono porque la relación del padre con la mujer le pone
límite al goce de la perversión. Así entiendo la afirmación de Lacan cuando dice que un
padre merece respeto y amor si hace de una mujer objeto a causa de su deseo (Lacan,
1975b). Leo en la expresión una lógica precisa. ¿Por qué? Porque si el padre está en
posición deseante de una mujer, hace confesión de su falta, dona la castración. Espero
que se entienda que el tejido se trama con hilos delicados. Si el padre está él mismo bajo
la regulación del goce, él no es dueño de la ley, está incluido en su égida. No es Dios, ni
hace lo que quiere con su hijo, el hijo no le es enteramente propio. Será su función
transmitir la ley, no erigirse en la ley. Solo así dejará pasar la ley. ¿Qué ley? La de la
regulación de los goces, la de la castración.
31
Por lo antedicho, cuando en las entrevistas preliminares el analista despliega el mapa
de los goces de los padres, no es solo de ellos como padres. En todo caso, trata de
advertir cómo se redistribuyen los goces respecto de ellos como hombre y mujer y
también como hijos en sus familias de origen. ¿Por qué también como hijos? Porque en
la línea de las generaciones, en la relación entre abuelos, padres e hijos, en el curso
mismo de una a otra generación, hemos de ubicar si se ha recreado la falta o si podemos
constatar una continuidad de goces heredada de una generación a otra. Solo si trazamos
el mapa ampliado de los goces se verá si ha habido cortes, discontinuidades o las distintas
generaciones perduran en el plano de lo mismo, de la mismidad, de la continuidad del
goce. La repetición no entregará ninguna diferencia, solo más de lo mismo (Vegh, 2005).
Un padre como padre puede ser solo un hijo o una madre como madre ser una buena
hermana, mostrando la vitalidad de las relaciones engendradas en la endogamia. Es
preciso desplegar el mapa y localizar funciones.
Tal vez, luego de este breve recorrido se observe con más claridad la propuesta de
atender a la recreación de los tiempos del sujeto y su dependencia de que se recree la
falta en el deseo de los padres.
El niño y las vertientes de la transferencia
Luego de desplegar cuál es la función de las entrevistas preliminares con los padres y
responder algunas de las preguntas que nos planteamos, tales como: ¿por qué recibimos a
los padres? y ¿qué escuchamos en el encuentro con ellos?, vayamos a las entrevistas
sostenidas con los padres de Matías para avanzar con la lectura del material y articular
las intervenciones del analista con la vertiente transferencial, esencial para la operación
analítica.
Seguiremos ese derrotero en el caso que trajo Estela Durán, sobre un paciente al que
llamó Matías. Pero no sin antes hacer una aclaración.
Me parece prudente e importante que tengamos presente que cuando hacemos la
lectura de un material, estamos partiendo de un escrito del analista. El material está
concluido. Eso nos coloca, como lectores, en una posición determinada. Por ejemplo,
cuando Lacan lee el sueño de la inyección de Irma que cuenta Freud, hace una referencia
a la posición del que lee el material de otro analista. Él advierte hasta qué punto es
posible leer lo que el analista no leyó. En realidad, caeríamos en una falacia si
creyéramos posible haber hecho algo diferente de lo que ya ocurrió. Si podemos leer
hasta el límite es por la letra ofrecida. Agradezco a los analistas que dan testimonio de su
práctica, porque dicen de su deseo y donan el intervalo para que podamos leer. Es desde
esta posición que leemos a la letra, en su materialidad.
Vamos entonces a Matías, el pacientito de Estela, un niño de 7 años. Recordemos
brevemente algunas cuestiones para ir siguiendo la letra del material.
Matías había llegado por indicación del gabinete de la escuela a la que el niño
concurría. Desde ese ámbito –refiere el texto– se solicita un psicodiagnóstico. En el
32
comienzo, pues, encontramos un dato mayor que nunca debe ser subestimado por un
analista: fueron los maestros quienes hicieron el llamado de atención, no los padres.
Matías tiene problemas de conducta y desatención en el espacio escolar, y son los
docentes quienes lo han registrado. Aquí merece señalarse que para el comienzo de una
consulta debemos prestar atención al hecho de quién ha sido el adulto que tomó nota del
síntoma del niño. Quién se ha conmovido por el desajuste, quién se hace eco del mensaje
que no ha sido relevado como sintomático en otro ámbito porque, tal vez en ese espacio,
el niño y su goce resultan funcionales. Pero continuemos. La escuela demanda y, luego,
es el pedido del gabinete el que lleva al padre a consultar. Por esa vía llegan los padres de
este niñito, cada uno por su parte, separados, veremos en qué situación.
Sigamos ahora paso a paso las entrevistas con los padres.
La madre no acepta venir con el padre de su hijo y dice que “necesita hablar”. De
hecho lo hace. Y ¿qué dice? Dejémonos guiar por las coordenadas que nos dimos y
localicemos en su discurso el deseo de la madre y su enlace al amor y al goce respecto de
su posición como mujer y como hija. Por sus palabras en la entrevista, sabemos que la
mamá de Matías estuvo casada muchos años padeciendo “maltratos” de su ex marido.
Muchos años es un lapso, sin duda, y revela la continuidad de una posición. Padeció
maltratos: ¿qué tipo de maltratos? Según dice, el marido “la torturaba con sus locos
cuestionamientos” y la “intimidaba”. Su relato nos deja saber que la pareja no podía
tener hijos y por eso adoptaron un bebé. El salto de la situación de maltrato a la cuestión
de los hijos no es algo para considerar a la ligera. Esto es que, sin detenerse ante los
maltratos, ella lleva a cabo de todas formas su deseo de tener hijos. En la entrevista, la
madre de Matías también cuenta que intentó casarse para salir de la casa de sus padres.
Buscaba una salida, pero ¿de qué? De una madre que la desvalorizaba y rechazaba, y de
un padre que avalaba el decir materno sin abrir otra opción ni configurar alguna
diferencia. Cruel y persistente, el decir de la madre la acorralaba. Más aún, para el
momento de la entrevista, y en un verdadero incremento de crueldad, seguía
hostigándola. La voz del superyó maltrataba al sujeto. Por cierto parecía difícil avizorar
alguna opción liberadora cuando, según menciona en el encuentro con Estela, en vida de
su padre, este no atinó a preservarla. De hecho, cuando intentó separarse, el padre,
confirmando los dichos de la madre, también la culpaba de las desavenencias conyugales.
En lugar de introducir una ley ordenadora, tope al goce superyoico, incrementaba la raíz
incestuosa de la culpa. Lamentablemente su vida de casada continuó los maltratos
padecidos como hija en el seno de su familia de origen.
Otro sesgo de interés es la angustia, presente desde el inicio. La mamá de Matías se
angustia. En el texto se subraya que ella llamaba a la analista diciendo que no sabía qué
hacer con la angustia ni con el hijo. Es un dato de suma importancia registrar si en los
padres hay o no angustia. ¿Qué señala la presencia de la angustia en aquel que llega a la
consulta? La angustia es un indicador subjetivo. Ella surge, señala, anuncia un tiempo de
corte ante el cual el sujeto aún no sabe qué hacer, cómo responder a ese anuncio. La
mamá de Matías se angustia. ¿Y cómo respondía a ese no saber hacer? Sin más
herramientas para responder que la oscilación pendulante entre una repentina huida o
33
quedarse sumida en el goce de la situación. Recordemos que ella salía de un modo
particular, sigamos la letra en su decir, cuando relata la separación del marido: “Me
torturaba con sus locos cuestionamientos hasta que un día me fui con el bebé y no volví.
Me refugié en la casa de mis padres”. Era una mujer temerosa que buscaba refugio y
cuando no sabía qué hacer –y era muy frecuente que dijera no saber qué hacer– ella
emprendía la huida. Pretendo señalarlo por lo que aporta para el analista el registro de
aquellas modalidades históricas que los padres de un niño dejan traslucir como respuestas
a su propia angustia. En ocasiones un padre puede responder con gritos o
alcoholizándose ante la angustia, o una madre responder llorando o hablando. La mamá
de Matías se inclinaba a ausentarse de la escena y tenía dificultad para enfrentar las
actitudes gozosas de sus progenitores o del marido. Saberlo advierte al analista respecto
de que esa misma modalidad podría aplicarse a la situación analítica. Sin embargo, esta
tendencia a huir no ha de hacernos olvidar que surge como respuesta a la angustia. Es
una distinción clínica que merece considerarse, es importante para las intervenciones del
analista.
Claro que no solo respondía huyendo sino, también, ejerciendo ella misma un gesto
abusivo, enviando al hijo a una escuela para huérfanos, revulsiva para la posición
religiosa del padre.
¿Era acaso Matías un niño huérfano? Es cierto que el padre no fue a buscarlo en el
acto de adopción, tampoco cuidó de él cuando era pequeño, porque estaba “tirado”, en el
“piso”; también sucedió que al levantarse de tan notoria caída, comenzó a sostener la
verticalidad en la rigidez de una identidad religiosa cuyos ritos no admitían atenuantes.
Pero los excesos del padre no dejan de hacer presente para el niño las extralimitaciones
de la madre cuando le hablaba mal del padre. Ella había tomado al hijo como objeto, tal
vez por eso también lo vestía y desvestía a discreción. No solo tomaba el cuerpo del hijo
como objeto, también lo vestía de significantes que lo desvestían completamente de toda
marca paterna.
En definitiva, ¿qué podemos decir del niño?, ¿qué respecto de él como objeto de
amor, de deseo y de goce de esta madre?
Que funcionó como objeto de deseo: ella deseaba tenerlo. Que lo lleva al analista,
también que se angustia con lo que a él le ocurre. Ella lo ama, pero falla en el enlace de
sus goces. En lo personal, la historia de esta mujer se vio inundada de maldiciones. Cada
vez que quiso desear más allá de la propuesta familiar recibió el mandato del superyó,
impidiendo el avance por el camino de su deseo y confrontando su perspectiva con la
culpa y la desvalorización del Otro. Así, ella actúa, predominantemente, en el circuito de
un goce carente de limitación, en ocasiones entrecortado por la angustia pero sin hallar un
saber para avanzar en su deseo. Aun así, ante la analista, al menos en el inicio del
análisis, presenta una posición de quien no atina a saber. Veremos la importancia que
tiene esto a nivel de la transferencia.
Vayamos pues al padre. A pesar de su edad, él sigue viviendo en su lugar de hijo,
sigue viviendo con los padres. ¿Qué padres, qué goces? Respecto de su madre, sabemos
que lo vestía de mujer. Y que su padre, lejos de ejercer la autoridad que permite
34
transmitir la ley, era un padre autoritario, un padre del goce. Como ocurre con todo padre
del goce, él es ineficaz para introducir la ley. No sorprende pues que su hijo, el padre de
Matías, cuando es reclamado como padre, cuando en lo real debe responder como tal, no
disponga del significante padre. Que cuando llega el momento de “buscar” un hijo,
cuando llega la oportunidad de buscar a Matías, diga que “no se sentía preparado”. No es
de extrañar que haya optado por no ir. Es que él no estaba preparado para ser padre. La
falta de ese significante lo deja “tirado” en el piso. Frecuentemente las psicosis se
desencadenan ante el reclamo de lo real de la paternidad, haciendo presente al sujeto las
consecuencias que le acarrea la ausencia del significante padre en su estructura, las
mismas que le impiden responder como padre. En cambio, su estructura responde con un
discurso religioso paranoico. En la letra sagrada encuentra, como tantos otros, un
ordenador estricto de los goces, un saber de aquello que sí se puede y de aquello que no
se puede hacer. Para él, la religión es lo único y la analista transmite con claridad hasta
qué punto este hombre “era impenetrable para pregunta alguna”, se presentaba con un
saber absoluto.
¿Qué indica al analista un discurso que incluye preguntas y qué se nos revela cuando
no las hay? Las preguntas son la expresión de una dialéctica entre el saber y la falta de
saber. En la enunciación interrogativa, el saber se recrea. Por esa razón, solo puede
formular preguntas aquel para quien el saber se juega en una lógica de incompletud. El
papá de Matías era impenetrable, él sabía con certeza, él se colocaba en el lugar de Dios.
Su reclamo entonces al hijo es de fidelidad absoluta, el niño debe seguir sus pasos. De no
poder acogerlo pasa a tomarlo tan fuerte que casi lo mata: “Tomó el bebé y lo apretó tan
fuerte que casi lo mata”. El amor no atina a limitar el goce, para él el niño ocupa un lugar
de puro objeto de goce. La respuesta del sujeto no tiene cabida con él. Le habla mal de la
madre, y sin límite alguno le muestra el informe escrito por la analista. Él no se detiene,
“taladra” la cabeza del pequeño.
Ya trazamos algunas coordenadas con respecto al lugar del niño en el deseo de los
padres, como deseo de un hijo. Veamos ahora el deseo de los padres entre ellos.
Ambos padres están instalados en la continuidad del goce que los retiene como hijos,
por eso ellos quedan estancados, sin disposición para otros goces pendientes de
distribución. La madre sumida en la angustia. El padre que no logra asumir ni el
significante padre ni el significante hombre. Hombre y padre son, en la vida, lugares
dependientes de la redistribución de los goces de la infancia.
Finalmente, nos ocuparemos de la transferencia para atender a las intervenciones del
analista, sobre todo con los padres. En el análisis de un niño es imposible desconocer la
transferencia de los padres reales. Ya lo había advertido Freud con una lucidez
excepcional a pesar de no contar con experiencia en el psicoanálisis con los niños cuando
dijo: “El niño es un objeto diverso del adulto. […] La transferencia desempeña otro
papel, puesto que los progenitores reales siguen presentes” (Freud, [1932] 1985).
Cuando Lacan aborda la formalización lógica del concepto de transferencia,
introduce, para situar su dinámica, aquello que está en la base de por qué alguien nos
consulta. El sujeto cree que su verdad ya está en nosotros dada, y es por eso que realiza
35
Niños en análisis Presentaciones clínicas. Alba Flesler.pdf mejor libro
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Niños en análisis Presentaciones clínicas. Alba Flesler.pdf mejor libro

  • 1.
  • 2. Índice de contenido Portada Portadilla Legales Introducción 1. El análisis del niño: especificidades de la práctica 2. Los padres 3. Los juegos 4. Los tiempos del dibujo: espacio y escena 5. El dibujo en transferencia 6. Los niños pequeños, ¿son analizables? Bibliografía 2
  • 3. Alba Flesler Niños en análisis Presentaciones clínicas 3
  • 4. Flesler, Alba Niños en análisis : presentaciones clínicas . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2015. E-Book. ISBN 978-950-12-0151-2 1. Psicoanálisis. I. Título CDD 150.195 © 2014, Alba Flesler Cubierta de Gustavo Macri Todos los derechos reservados © 2014, de todas las ediciones: Editorial Paidós SAICF Publicado bajo su sello PAIDÓS® Independencia 1682/1686, Buenos Aires – Argentina E-mail: difusion@areapaidos.com.ar www.paidosargentina.com.ar Primera edición en formato digital: febrero de 2015 Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0151-2 4
  • 5. Introducción La escritura de este libro tiene sus antecedentes. Luego de años de práctica y de sostenida apuesta a mi formación como analista, fue surgiendo en mí un creciente interés por contribuir con mi experiencia a la de otros analistas. Contribución que entiendo no es otra que un retorno, o más bien una redirección, de tantas contribuciones recibidas. En múltiples ocasiones los alumnos me confiesan la necesidad de encontrar, en sus intervenciones cotidianas, una formalización lógica que enlace los términos que vienen estudiando con aquello que realizan en sus consultorios. Esta expectativa –que muchas veces callamos discretamente entre colegas– se reitera con más frescura en el ámbito de los grupos de estudio que coordino, en los seminarios y las supervisiones. Ello me fue llevando con el correr de los años, casi naturalmente, a esbozar una modalidad apta para interrogar aquello que es privativo del trabajo con niños, esto es, lo que denominamos las especificidades de la práctica en el análisis de un niño. Eje rector de toda la obra, el tema de las especificidades es abordado en particular en el primer capítulo, pero diría que constituye un acuerdo base entre quienes han participado en este libro. En algún sentido, esta convicción está en el origen mismo de la obra. Efectivamente, en el año 2010, incitada por la invitación a sostener el Espacio Clínico de Niños a lo largo del año que me hiciera la Escuela Freudiana de Buenos Aires, extendí una invitación a participar con la presentación de casos de su práctica y sostener un espacio en el intercambio que ellos suscitaran a Carol Bensignor, Estela Durán, Inés Roch, Karina Rotblat y Silvia Tomás, a quienes agradezco su presencia e interlocución. Este libro aspira a reproducir el trabajo de lectura y reescritura de aquella experiencia, a lo que luego se sumó –en la tarea propiamente de escritura– la intención de hilvanar – pero también de fijar– los conceptos centrales que en la oralidad del intercambio podían quedar desdibujados. Así, la impronta oral que se lee en sus páginas no solo resultó ineludible sino un rasgo que no procuré disimular en la tarea posterior de edición. La decisión de incluir ciertos intercambios realizados luego de la lectura de los casos corre en esa dirección: si bien no llegan a constituir debates o diálogos extensos, al menos dejan testimonio de los interrogantes suscitados, de conclusiones provisionales. Me propuse hacer de los obstáculos que tiñen las especificidades de la clínica psicoanalítica de niños oportunidad de una lectura a la letra, con la intención de articular los conceptos teóricos a la práctica. Y desde esa perspectiva incluir preguntas que a diario nos hacemos: ¿Cuándo tomar a un niño en análisis? ¿De qué modo intervenir con los padres? ¿Cuándo y cómo incluirlos? ¿Cómo leer el juego del niño y sobre qué aspectos de ese juego intervenir? ¿Cómo delimitar cuándo habrá que seguir el juego que el niño propone y cuándo es un analista quien propone un juego por su iniciativa? ¿Qué lee el analista cuando los niños dibujan? ¿Cuál es el fin del análisis de un niño? ¿Cómo 5
  • 6. intervenir analíticamente con un niño pequeño? Esos interrogantes, cotidianos, no son novedosos. Cuando en los albores del siglo pasado los psicoanalistas comenzaron a atender niños, ya se enfrentaron a una comprobación problemática. Es que el marco teórico diseñado por Freud para el abordaje de pacientes adultos –pacientes plausibles de establecer neurosis de transferencia– no alcanzaba para abordar el sufrimiento de la infancia. Según arroja la lectura de sus testimonios, al encontrarse con un problema de esa talla, aquellos analistas pioneros se mostraron dispuestos a no retroceder ante lo real. Felizmente. Pero tal vez porque su debate se jugó en un terreno anegado y tentador, fueron creando al mismo tiempo para el niño un ámbito especial, y abriendo, impensadamente, una puerta a la especialidad en psicoanálisis. Agradecidos por las huellas que dejaron y la generosa transmisión de su clínica, hoy hacemos la lectura de sus aciertos y tropiezos, afinando la pertinencia de una práctica que aún reclama perder su categoría de “especialidad” para ahondar en la delimitación de sus especificidades. Insistir en mencionarlo es un modo de reconocer que el niño presenta a la práctica analítica un real no subsumible al saber producido por el cuerpo teórico freudiano para el análisis de adultos y que los analistas han respondido a ese real con diversas posiciones. Por mi parte, hace años propuse formalizar las intervenciones del analista en el psicoanálisis de la infancia apuntando a diferenciar las especificidades de una práctica que no elude considerar tiempos del sujeto al atender al niño. Ya que, no está de más recordarlo, el analista atiende al niño pero apunta al sujeto. En el marco de ese proyecto, conceptos basales como los de inconsciente, pulsión, objeto y transferencia –verdadero hormigón de nuestros fundamentos en psicoanálisis– volvieron a recolocarse a la luz de tiempos no reductibles a la edad cronológica del sujeto. Pues es al sujeto, auténtico objeto del psicoanálisis, al que todo análisis apunta; al sujeto de la estructura, que –más que edad– tiene tiempos: tiempos de lo Real, de lo Simbólico y de lo Imaginario. Tiempos de lo Simbólico que se inician cuando el niño recibe el primer baño de lenguaje, para luego ir del lenguaje a la palabra, alcanzando solo más tarde su articulación en discurso. Tiempos de lo Imaginario que se recrean paso a paso, desde la asunción jubilatoria del cuerpo a la construcción de la vertiente imaginaria del fantasma, cuyo andamiaje se articulará en tiempos de la escena fantasmática. Y tiempos de lo Real, de goces que se redistribuyen enlazando los destinos pulsionales a la vara del deseo. En el análisis de un niño, los tiempos del sujeto imponen su perfil también a la transferencia, ese motor sin el cual el móvil de la cura no arranca. Su vertiente temporal se hace evidente en la presencia de los padres reales, pues revela que un niño no llega al consultorio de un analista sino por las resonancias que en ellos genera. Sabemos que el destino de un niño diferirá notablemente si atina a efectuar su respuesta de sujeto en vez de realizar la presencia del objeto en el fantasma materno, y que a su vez los tiempos de engendramiento del objeto de deseo y de goce se enlazan a los tiempos del sujeto de modo contingente. Por esa razón, el analista dispuesto a 6
  • 7. delimitar los tiempos del objeto y sus vicisitudes, entramados a los tiempos de construcción del fantasma y a los engarces pulsionales, considera sus desarrollos y cristalizaciones, sus brillos y opacidades, a la hora de intervenir en la escena analítica. He procurado desplegar estas nociones realizando una puntuación en los casos relatados. Ni mero comentario, ni impresión basada en la experiencia clínica: la puntuación de los casos –que deliberadamente fueron elegidos siguiendo la traza de los núcleos problemáticos en la práctica con niños: el juego, el dibujo, la presencia de los padres, entre otros– hace las veces de hilván o articulación con la teoría. El afán “pedagógico” que, gracias a la escritura de esta introducción, se me revela –la idea de que este libro está dirigido en el fondo a quienes quieren formarse como analistas de niños–, entraña también, como en todo proceso de transmisión, una experiencia de gratitud. En este sentido, no podría dejar de mencionar –y agradecer– a todos aquellos que de una manera u otra me enseñaron a leer y escribir en psicoanálisis. A mis analizantes, por apostar a la vía regia del inconsciente y sostener la aventura del análisis. A mis maestros, por su generosa transmisión del deseo de analizar y su afán por hacer avanzar el psicoanálisis, a mis colegas por hacer de la reunión entre analistas la oportunidad de reencontrarme una y otra vez con lo que me hace falta para seguir, a mis alumnos por demandar lo que les hace falta saber y acompañar los derroteros de esta propuesta de investigación. Finalmente, pero en principio, agradezco a Eva Tabakian, por la renovada confianza en mis letras, a Moira Irigoyen por su atenta lectura y puntuación y a Glenda Klipauka por acompañar día a día, con delicada y constante presencia, la ardua tarea de la corrección. 7
  • 8. Capítulo 1 El análisis del niño: especificidades de la práctica Freud y los niños - Los analistas del origen - El niño y el sujeto - La variable temporal - La introducción del intervalo - Los tiempos recreativos - La respuesta del sujeto Tal vez un modo simple y a la vez complejo de dar inicio al tema que me interesa desplegar sea con una pregunta: ¿por qué “especificidades de la práctica” tratándose de la clínica con niños? Es notable, pero lo cierto es que el psicoanálisis se ha encontrado con invariables problemas cada vez que buscó alguna conjunción o articulador para situarse respecto de los niños. Hay quienes lo nombran “psicoanálisis de niños”, otros dicen “con niños”, también se escucha decir “para niños”. De uno u otro modo, la dificultad –que se manifiesta en el uso de la preposición– muestra cierta complejidad para articular la relación entre los niños y el psicoanálisis. Tomando este punto de partida y por razones que luego detallaré, me propuse abordar el problema abriendo otra perspectiva, atendiendo así a las especificidades de la práctica cuando el psicoanálisis atiende al niño. Como he dicho en la introducción, la escritura de este libro recoge la modalidad que sostuve junto a otros durante un año de transmisión en el Espacio Clínico de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, como lectura y puntuación de textos extraídos de la práctica analítica para abordar las especificidades de la práctica con niños. Esa vía de entrada surgió a partir de situar un problema. Los problemas nos interesan a los psicoanalistas. Porque contribuyen a mantener despierto el deseo de investigar. Por esa razón nos interesan, nos invitan, nos estimulan. Partí entonces de problemas que los psicoanalistas se plantearon en el origen de su práctica respecto del análisis de niños que pueden ser leídos como síntomas. Aunque no siempre tienen un rostro sintomático. Darles ese estatuto implica dar un paso más en su localización: tener en cuenta que dichos problemas no fueron solo del origen. Actualmente ellos subsisten con un nuevo rostro, planteados con otros términos, pero perduran manteniendo dilemas en torno a la analizabilidad del niño. Desde el origen, la dificultad giró en torno a cómo abordar analíticamente al niño. Hoy ya no se discute si un niño es analizable o no lo es; parece una cuestión superada. Sin embargo, el modo como se analiza al niño en nuestros días da a leer que el síntoma insiste. A mi entender, por esa razón merece revisarse una secuencia histórica. Es sabido que el planteo que hagamos de un problema incidirá en la respuesta posterior y desde luego en cómo se lo ha de resolver. En 1920, Freud había recibido la consulta por una joven, una muchacha que perduró innombrada en la historia del psicoanálisis. No parece casual que, a diferencia de otros casos, como Dora o Juanito, el nombre con el que la conoció la posteridad fuera “la 8
  • 9. Joven Homosexual”. En el historial referido a la muchacha, Freud acerca una cita que suelo reiterar por la enseñanza que nos deja. Es preciso que recordemos que en ese entonces Freud era un analista con años de experiencia, no se trataba de alguien que se iniciaba en la práctica y estuviera enfrentando las primeras incertidumbres propias de todo comienzo. Había hecho un pasaje importante por los conceptos fundamentales y realizado una revisión de sus teorías sobre las pulsiones, el principio de placer y la pulsión de muerte. Es en ese contexto que sus palabras trasuntan desasosiego. Dice: “El médico que debía tomar sobre sí el tratamiento analítico de la muchacha tenía varias razones para sentirse desasosegado”. Y explica por qué: “No estaba frente a la situación que el análisis demanda, y la única en la cual él puede demostrar su eficacia”. Resaltemos lo siguiente: “la única en la cual él puede demostrar su eficacia”. Continúa: “Esta situación, como es sabido, en la plenitud de sus notas ideales, presenta el siguiente aspecto: alguien, en lo demás dueño de sí mismo, sufre de un conflicto interior al que por sí solo no puede poner fin; acude entonces al analista, le formula su queja y le solicita su auxilio”. ¿Cómo no leer en esta cita que, para Freud, esas notas ideales representan la única situación en la que el psicoanálisis demuestra su eficacia? En ese caso –dice Freud ([1920] 1985)–, “el médico trabaja entonces codo a codo junto a un sector de la personalidad dividida en dos por la enfermedad”. Por supuesto, no habla de sujeto dividido, pero sí de división necesaria para trabajar contra la otra parte del conflicto. Finalmente, aclara cuán desfavorables son las situaciones que se apartan de esta posición. Pues a ellas se “agregan nuevas dificultades intrínsecas del caso. Situaciones como las del contratista de una obra que encarga al arquitecto una vivienda según su gusto y su necesidad, o la del donante piadoso que se hace pintar por el artista una imagen sagrada, en un rincón de la cual, luego, halla lugar su propio retrato en figura de adorador” (Freud, [1920] 1985: 143-144). En definitiva, y con todo el recaudo que merece un tema tan delicado como este, Freud se expide diciendo que “no son en el fondo compatibles con las condiciones del psicoanálisis” (Freud, [1920] 1985: 144). Todos los días, es cierto –agrega Freud desde su profusa experiencia–, ocurre que un marido acude al médico con esta información: “Mi mujer es neurótica, por eso nos llevamos mal; cúrela usted, para que podamos llevar de nuevo una vida matrimonial dichosa”. Pero con harta frecuencia resulta que un encargo así es incumplible, vale decir, que el médico no puede producir el resultado en vista del cual el marido deseaba el tratamiento. Tan pronto la mujer queda liberada de sus inhibiciones neuróticas, se expone la disolución del matrimonio, cuyo mantenimiento solo era posible bajo la premisa de la neurosis de ella. O también, ahora respecto de los niños: Unos padres demandan que se cure a su hijo, que es neurótico e indócil. Por hijo sano entienden ellos uno que no ocasione dificultades a sus padres y no les provoque sino contento. El médico puede lograr, sí, el restablecimiento del hijo, pero tras la curación él emprende su propio camino más decididamente, y los padres quedan más insatisfechos que antes. En suma –concluye Freud ([1920] 1985: 144)– no es indiferente que un individuo llegue al análisis por anhelo propio o lo haga porque otros lo llevaron; que él mismo desee cambiar o solo quieran ese cambio sus allegados, las personas que lo aman o de quienes debiera esperarse 9
  • 10. ese amor. Me detuve en esta cita por su riqueza. Ella no solo ofrece la evidencia de que el niño no responde a la suma de notas ideales; también nos hace partícipes de una generosa enseñanza: la de un psicoanalista que, con muchos años de experiencia, transmite su modo personal de colocarse frente a los problemas así como su afán por delimitarlos. La delimitación de un problema no es un tema menor y merece una reflexión aparte. De hecho, la geometría lo considera así cuando distingue entre problemas reales y problemas imaginarios. No es lacaniana la geometría. Sin embargo, diferencia entre aquellos problemas que reconocen la lógica de incompletud y aquellos otros que no. Para la geometría, un problema imaginario sería aquel que divide las aguas solo en dos opciones: “o todo o nada”. Desde esa perspectiva, y ya en nuestro campo por ejemplo, todo sería analizable o nada lo es. Nos llevaría a decir que todo se resuelve y es curable, o todo es incurable. En cambio, los problemas reales serían aquellos que permiten delimitar, localizar, un punto imposible en lo que se pretende solucionar. Vale la pena considerarlo, pues al hacerlo, encuentran una salida a la impotencia. Es mi manera de leer aquello que nos proponen las matemáticas. Situar un problema real conlleva una ganancia innegable cuando, localizar un imposible, habilita una respuesta posible. Pero volviendo a la cita mencionada, ella nos muestra a Freud, con muchos años de experiencia, transmitiendo problemas reales, tal como se nos plantean a diario a los psicoanalistas cada vez que llega a nuestro consultorio alguien sin presentar la suma de notas ideales. Freud se pregunta cuál es la eficacia en esos casos, y en mayor medida, cuando, entre esos casos y en términos más específicos, el que llega es un niño. Es evidente que un niño no llega por sí mismo sino traído por otro, dada su dependencia real al Otro real. Asimismo, lo cual complejiza más aún el planteo, con respecto a la personalidad dividida a la que alude Freud, el niño no se presenta como sujeto escindido. En síntesis, Freud nos participa de las elucubraciones que hacían los analistas en el origen, cuando se propusieron abordar a pacientes traídos por otros, pacientes que dirigían su pedido de ayuda a los padres y no al analista. Como es sabido, el desafío dio lugar a distintas respuestas. Algunas perduran vigentes, con otros rostros no menos sintomáticos. El asunto de la analizabilidad siguió preocupando a Freud, sin darlo por concluido, cuando doce años más tarde de aquel texto sobre la joven homosexual, Freud dictaba sus “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis” (Freud, [1932-1936] 1985). Precisamente en una de ellas, “34º conferencia: esclarecimientos, aplicaciones y orientaciones” (Freud, [1932] 1985: 137), se ocupó nuevamente del tema. Podemos leer una insistente preocupación. Cuando algo insiste, es por alguna razón. Recordemos por ejemplo los “Tres ensayos de teoría sexual” (Freud, [1901-1905] 1985), texto que se caracteriza por abundantes adiciones. Una cita agregada es en sí mima la confesión de que no está todo dicho. Pues bien, si un texto necesita esclarecimientos, aplicaciones y orientaciones es porque algo quedó en el tintero. Felizmente, diríamos hoy, es un texto en el que funcionó una lógica de incompletud. 10
  • 11. Pues bien, en esa conferencia Freud vuelve al tema de los niños, y confiesa que es un terreno ignoto para él, que apenas ha tratado un solo niño. También expresa su regocijo, pues entiende que esta práctica ofrece grandes esperanzas para el futuro, y que su hija – Anna Freud– ha tomado el guante haciendo de esa deuda del padre la misión de su vida. Parece reparar de este modo su descuido. Al leerlo, me asaltó una reflexión colateral respecto de cuán benéfico fue sin duda Freud como padre del psicoanálisis pero también cuán poco feliz la posición tomada con respecto a su hija. Estar tan satisfecho con que una hija dedique su vida a reparar el descuido de un padre, que haga de ello la misión de su vida, no merece un elogio. No parece encomiable. Diría que, a cambio, Freud le dejó el niño a Anna, su hija. Sabemos que no fue gratuito para ella, pues no tuvo hijos propios. Es costoso recibir el niño que da el papá. Pero volviendo al texto, la “34º conferencia” –en la que Freud menciona a su hija y omite al mismo tiempo a Melanie Klein– plantea otras cuestiones. Allí se refiere a los períodos tempranos y típicos de todos los niños, tiempos que es lícito equiparar, a su entender, a las neurosis. No era la primera vez que Freud hacía mención a los estados sintomáticos de los niños equiparándolos a la neurosis del adulto. Sin embargo, y a pesar de ese punto de contacto, es en esta conferencia donde deja explícito que el niño es un objeto diverso del adulto y asume el porqué. Afirma que el niño “todavía no posee un superyó, no tolera mucho los métodos de la asociación libre y la transferencia desempeña otro papel puesto que los progenitores reales siguen presentes” (Freud, [1932] 1985: 137). Podemos apreciar hasta qué punto coloca distinciones, más que en la edad, en los tiempos de constitución del sujeto. Me interesa resaltarlo porque, a mi entender, en el factor temporal se asientan profundas diferencias en el modo de abordar la práctica del psicoanálisis con los niños y por ende en la consideración de todas las especificidades que abrevan en torno a ella tales como los padres, el juego, los juguetes y el dibujo. Seguramente, esto se apreciará con mayor claridad más adelante, en el despliegue y puntuación de los casos clínicos que recorreremos. Pero volvamos a las precisas distinciones temporales que hallamos en Freud cuando dice por ejemplo: “Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, las más de las veces, por dificultades externas” (Freud, [1932] 1985: 137), o al añadir que “cuando los padres se erigen en portadores de la resistencia a menudo peligra la meta del análisis” (Freud, [1932] 1985: 137). Una y otra vez, Freud es contundente y no escatima diferencias a la hora de abordar niños o adultos en análisis. De ese modo deja entrever que los niños no vienen por sí mismos, por estar en un tiempo de dependencia al Otro real. Para nuestra práctica es relevante reconocer que los padres del análisis de un niño no son los padres que llegan por la vía del discurso. Suelo repetir que los padres siempre vienen al análisis, pero es netamente diferente cuando vienen como padres del fantasma. Esto no ocurre en el caso de los niños. ¿Por qué? Porque no se ha producido aún la sustitución del Otro real al Otro fantasmático. Ante el niño no hallamos el discurso analizante. En ese caso, tampoco la transferencia y la resistencia inevitable que toda transferencia conlleva son las del adulto, pues los 11
  • 12. progenitores reales están presentes. No ha operado todavía la sustitución. Ciertamente, las dificultades serán colocadas por Freud. Él no elude el problema. Pero serán Anna Freud y Melanie Klein, indagando su práctica cotidiana y personal, quienes tomarán el guante e intentarán dar respuesta al problema real que el niño presentó a los analistas. Es de valorar el aporte de cada una: no retrocedieron ante lo real, disintieron pero avanzaron, adentrándose en una práctica inexplorada. Melanie Klein, proponiendo que los niños son analizables del mismo modo que los adultos, que el juego es interpretable como lo es un sueño, y Anna Freud acentuando por qué no son analizables y cómo deben ser tratados en su padecimiento. Como sabemos, ellas fueron pioneras e iniciaron la polémica, pero sin concluirla. No dejamos de advertir que el debate no es cuestión del pasado, pues continúa vigente. En nuestros días, aun en líneas teóricas diversas, sigue viva la discusión respecto de analizar o no al niño del mismo modo que al adulto, proponiéndole la asociación libre, suprimiendo los juguetes e incluso incluyendo el uso del diván. Es frecuente escuchar que una vertiente empuja a asimilar el abordaje del niño al del adulto y otra postula a los niños como no analizables, sosteniendo un determinismo lineal entre el síntoma del niño y la problemática de los padres, y prefiriendo, por esa razón, trabajar con los padres. Si quiero subrayar la persistencia actual del tema es porque no se trata de posiciones superadas y considero enriquecedor revisarlas. Melanie Klein, en 1932, haciendo referencia a la polémica, expresa en su clásico texto “El psicoanálisis de niños”: Es tan solo en los últimos doce o trece años, que se ha realizado un trabajo de más importancia en el campo del análisis de niños. Este ha seguido dos líneas fundamentales de desarrollo: una representada por Ana [sic] Freud; la otra, por mí. Los hallazgos de Ana [sic] Freud en lo que respecta al yo del niño, la han guiado a modificar la técnica clásica, elaborando su método de análisis de niños que están en el período de latencia independientemente de mis procedimientos. Sus conclusiones teóricas difieren de las mías en varios puntos fundamentales. En su opinión, los niños no desarrollan una neurosis de transferencia, faltando así una condición fundamental del tratamiento analítico. Además, piensa que un método similar al del adulto no puede ser aplicado a los niños, porque el superyó infantil es aún demasiado débil. Estas opiniones difieren de las mías. Mis observaciones me han enseñado que los niños pueden hacer muy bien una neurosis de transferencia (Klein, [1932] 1980). Tomemos nota del punto explícito en el que difieren ambas autoras. También de las fechas en que ellas se expiden, para colocar el debate en el contexto del psicoanálisis de entonces. El texto de Melanie Klein es de 1932, y se refiere a lo ocurrido en los últimos doce o trece años. En 1920 Freud había escrito “Más allá del principio del placer”, texto en el que había recolocado los cimientos de su teoría ante los tropiezos de su práctica, y donde incluyó la pulsión de muerte. Para esa época publicaba asimismo el texto de la joven homosexual. No perdamos de vista cuál era la situación del psicoanálisis en ese momento, pues dará marco y contexto al debate. En 1932, las cartas estaban echadas. Cuando Klein dice que Anna Freud plantea que los niños no pueden hacer una neurosis de transferencia, no está haciendo una afirmación 12
  • 13. banal. Para ella, en cambio, la transferencia surge del mismo modo que en los adultos “siempre que empleemos un método equivalente al del análisis del adulto, es decir, que evitemos toda medida educacional y que analicemos ampliamente los impulsos negativos dirigidos hacia el analista”. La disidencia continúa: “El análisis no solo no debilita al yo del niño, sino que en realidad lo fortalece” (Klein, [1932] 1980). Recortemos estas citas para apreciar la posición de cada una, y leer las consecuencias que acarrearon estas posturas en las generaciones que las siguieron. Entre los polos de ambas posiciones quedó instalada, en el psicoanálisis de niños, una cerrada disyunción excluyente, que lo dejó preso de un conflicto persistentemente plagado de incertidumbres respecto de la legitimidad del juego, el lugar de los padres, el uso de los juguetes, y en definitiva la cuestión del lenguaje y la palabra. Situada esta perspectiva, y habiendo llegado a este punto, retomemos la pregunta: ¿por qué especificidades de la práctica? Especificidades de la práctica es una propuesta que pongo a consideración para salir del bivalente sin-salida que heredamos. Apuesta a repensar la práctica del psicoanálisis de niños, abrevando en los conceptos fundamentales del psicoanálisis: sujeto, objeto, transferencia, pulsión y fantasma, pero retomados a la luz de los tiempos del sujeto. Más aún, y fundamentalmente, relevándolos de toda perspectiva clasificatoria en torno a la edad del calendario. En realidad, es sabido que sensu stricto para el psicoanálisis, niño y adulto no son edades cronológicas. Niño y adulto indican dos tiempos perfectamente diferenciables en la estructuración del sujeto. Para Freud, aunque no siempre de modo claro y preciso, ellos indican dos tiempos de constitución del aparato psíquico: la infancia, tiempo primero, y luego, en el adulto, la neurosis infantil propia de la conclusión de ese tiempo primero que es la infancia. Ahora bien, apoyándonos en la variable temporal y aceptando que el sujeto, más que edad, tiene tiempos, daremos un paso más. Diremos que el sujeto no es un estado del ser, sino un tiempo de efectuación. El sujeto no es, pero existe. El ser y la existencia no son equivalentes. Así, la dimensión temporal se adiciona no solo al sujeto, cuya existencia se efectúa en tiempos, sino también al objeto que se engendra en tiempos, al inconsciente que se produce en tiempos y al fantasma que se construye en tiempos. Más aún, la dimensión temporal del sujeto permite capitalizar otra diferencia esencial entre dos términos – admitiendo el peso que sus consecuencias conllevan para la práctica–: que el niño no es el sujeto. Niño es un lugar en el Otro y Freud no dejó de advertirlo: el niño llega al mundo como objeto de deseo, de amor y de goce del Otro. Nosotros diremos que un niño viene al lugar de objeto en el fantasma del Otro. Pues es desde el fantasma que el Otro real articula su deseo, dona amor y despliega sus goces. En esa constelación, desea un niño. Pero si el niño es un lugar en el Otro, el sujeto al que se dirige un psicoanálisis no es el niño. Entre uno y otro se erige una lógica cuya ley es la no identidad. El niño no es idéntico al sujeto. El niño es un lugar en el Otro. ¿Y el sujeto? El sujeto es una respuesta. Decimos que el sujeto responde al Otro. Es un modo simple pero complejo y riguroso de decir qué es el sujeto: el sujeto es una respuesta. Dicho de otro modo, es una respuesta al 13
  • 14. niño del Otro. Pero sigamos su lógica, esencial para nuestra práctica: el sujeto responde al niño que el Otro le propone. Y es esa respuesta la que lo hace no idéntico al niño. Pues en la respuesta se juega una operación sujeto. La podríamos nombrar: no idéntico a niño. Entre ser el niño y existir como sujeto, está la respuesta. Ella introduce una no identidad. Como es de apreciar, se trata de un paso magno, pues si el Otro incluye al niño como objeto en su fantasma y con esa inclusión introduce el circuito de la demanda, el sujeto responde existiendo. Existir es eso: ek-sistere, quiere decir: existe fuera de lugar. Fuera del lugar que el Otro le demanda. Sin embargo, la respuesta del sujeto tiene varios niveles de complejidad, pues conlleva tiempos de alienación y separación. Cuando la respuesta es “sí” al niño que el Otro le propone, y se ha afirmado también la metáfora paterna, se cumplimenta el tiempo de alienación. Solo luego podrá el sujeto responder “no” al niño del Otro y separarse. Alienación y separación son pues operaciones fundantes, respuestas del sujeto al niño del Otro. Es un modo simple pero lógico de definir al sujeto para diferenciarlo del niño, que me lleva también a proponer que estas respuestas del sujeto hacen lugar a los tiempos, más allá de la edad cronológica. Sugiero llamarlos tiempos recreativos. Porque ellos dependen de una recreación operativa, recreación del objeto en una alternancia productiva. Recordemos la ejemplar observación que Freud hizo de su nietito para situar la alternancia. En el movimiento del clásico juego del carretel –Fort-Da– se alterna la presencia del objeto con su ausencia y la repetición sucesiva va incluyendo la introducción del intervalo. Ese intervalo hace posible el juego del objeto. Tal como ocurre con dos piezas mecánicas que no encajan exactamente, la condición del movimiento para que hagan juego es que el intervalo dé ocasión a la sucesiva presencia- ausencia del objeto. Sin ese intervalo se cierra la oportunidad y se ausenta la respuesta del sujeto. ¿Por qué nos interesa? ¿Cuál es su importancia? Su importancia reside en que el intervalo temporal muestra, admite, la ausencia del objeto que el niño es para el Otro. Esa es la condición ineludible para dar lugar a la respuesta del sujeto. Si el niño perdura en su lugar de objeto, si satura la presencia del objeto en el fantasma materno, no habrá respuesta del sujeto. Pero si el sujeto requiere para su efectuación que se vea interrumpido su lugar de objeto, es preciso que el intervalo esté dado desde el vamos. El intervalo lo dona el Otro. Eso quiere decir que podría no donarlo. Las contingencias de ese momento inaugural resaltan la importancia de considerar en la práctica con niños la dependencia real al Otro real en los tiempos de estructuración del sujeto. Ella nos permite entrever la profunda incidencia que esta dependencia guarda en la progresión de los tiempos del sujeto. Y lo subrayo, porque es constatable que desde el inicio de la vida pueden surgir fallas en la operación de recreación necesaria. Puede ocurrir que, desde el vamos, un niño realice la presencia del objeto que es para el Otro, pues dada la dependencia inicial, es tan necesario que el Otro done un intervalo, como contingente es que lo haga. Asimismo, puede llegar a donarlo para un tiempo del sujeto y sin embargo negarlo para otro. En ese 14
  • 15. caso, si en el origen funcionó la falta de objeto, en otro tiempo bien puede obturarse el intervalo, impidiendo que se recree la falta propiciatoria y necesaria que asegura el pasaje de un tiempo a otro. Los tiempos requieren de la recreación de la falta original. Ahora bien, llegados a este punto de complejidad coloquemos una nueva pregunta: ¿qué hace el analista con este ovillo de hilos teóricos? Precisamente se guía por este hilo para sus intervenciones. Lo toma, con justeza, para dar orientación a las intervenciones del analista a la hora de considerar las especificidades del acto analítico, y lo hace luego de haber estado atento a delimitar el tiempo del sujeto. Como anticipé, esta propuesta intenta dar salida a la falsa opción de la que hablaba anteriormente. Porque considero que el sujeto de la estructura tiene, más que edad, tiempos. A mi modo de entender, el niño no es analizable del mismo modo que un adulto, pero tampoco es no analizable. Al delimitar el tiempo del sujeto más allá de su edad y las fallas acaecidas en la recreación de alguno de los tiempos en la estructuración, el analista considera diferentes intervenciones, apuntando con ellas al acto analítico. De ese modo, se preserva de encuadrar su quehacer en una especialidad dogmática, sustentada en razones técnicas, tales como ofrecer o no juguetes a los niños, o entrevistar o no, definitivamente, a los padres. Considerar el concepto “tiempos del sujeto” y sus extensiones en los tiempos de la transferencia, los tiempos del objeto, los del sujeto en su dependencia real al Otro real, los tiempos de sustitución de los padres reales por los padres fantasmáticos, permitirá al analista ubicar en qué tiempo del sujeto se pudo haber producido una falla y si ella impidió la recreación de otros tiempos. De esa manera, el analista encuentra un vector para sus intervenciones. Por lo tanto, las especificidades del acto analítico en psicoanálisis de niños surgen de la consideración de cada uno de los tiempos del sujeto y guían al analista en ejes de suma importancia: los padres, el comienzo del análisis, el juego y los juguetes en la dirección de la cura, también el modo de leer los dibujos de un niño y la escritura del fin del análisis en la infancia. Este libro se ocupará de la práctica del psicoanálisis con los niños, atendiendo a los tiempos del sujeto, a los tiempos del Otro y a los tiempos de construcción del fantasma, en tanto tiempos del objeto y del sujeto. La vía por la que lo hará será leyendo a la letra recortes de la práctica analítica con niños para proceder a articular la teoría con lo que la práctica muestra. Este proyecto encuentra materialidad en las escrituras del analista que no retrocede ante uno de los nombres de lo real en psicoanálisis: el niño. Pero antes de comenzar a desplegar los materiales clínicos, es preciso dedicar unas palabras a la legítima preocupación que nos embarga como analistas cada vez que damos a conocer un material clínico en el ámbito público. Se trata del respeto por la intimidad del paciente, que lleva implícito el interés por extremar los recaudos para evitar ocasionarle cualquier daño. El pasaje de lo privado a lo público requiere no solo respeto sino, también, una aclaración. Al decidir incluir estos materiales, hemos seguido la tradición freudiana, evaluando que la transmisión de relatos clínicos pueda contribuir al avance del psicoanálisis, pero también a extender su beneficio, herramienta apta para responder al padecimiento del ser humano, a otros que pudieran precisarla. Con el deseo 15
  • 16. que nos anima hemos extremado la prudencia para preservar los datos del analizante. El objetivo que nos guía al publicar estos textos es apostar a la investigación, y transmitir a otros analistas una experiencia. Sin embargo, si a pesar de todo el esfuerzo realizado, no logramos evitar que alguien se reconociera, esperamos no dude en aceptar que como analistas nos anima una posición ética, y que mantenga su confianza intacta al saber que no perseguimos sino ampliar a otros los beneficios que a su vez ha recibido. Por último, y con respecto a los recortes clínicos, diré que ellos no son una reproducción cabal de la sesión analítica. Lejos están de ser una grabación fiel de lo ocurrido. No, un material clínico no es realmente objetivo; sí es auténtico, pues deja pasar una verdad: la de la lectura de un analista que ofrece, en su recorte, lo real de la letra del analizante en cuanto ocurrió, como acontecimiento en la escena analítica, y a su vez, lo transmite. Por ende, los recortes no se reducen a la lectura de un caso, en él podremos leer a un analista. ¿Por qué mencionarlo? Para aceptar, como punto de partida, que todo material estará inevitablemente fragmentado. Así, debemos abordarlos desde una lógica de incompletud. El objetivo de cada uno de los casos será recortar especificidades problemáticas, que se plantean al acto analítico en relación con el trabajo con niños. A partir de allí haremos un ejercicio: el de leer a la letra y abrir nuestra propuesta al debate. 16
  • 17. Capítulo 2 Los padres Tiempos de la transferencia - Entrevistas preliminares - La operación escritural - La falla y la falta - El deseo de los padres - El niño esperado y el sujeto hallado - El mapa de los goces - V ertientes de la transferencia - El nudo de los padres - El influjo analítico sobre los progenitores Decía que un niño llega al consultorio de un analista por las resonancias que genera en un adulto. Pero no siempre son los padres los que realizan la consulta. En algunas ocasiones, es el pediatra o la escuela quienes activan la alarma y prestan atención al síntoma del niño. En uno u otro caso, y para dar lugar a su intervención, es preciso que el analista coloque en perspectiva, desde el inicio y sin dilación, el papel que desempeña la transferencia, ese elemento ineludible cuya palanca el analista debe saber manejar, y observe detenidamente los perfiles con que su rostro se muestra. Dado que la transferencia de un niño difiere notablemente de aquella con que se presenta en un adulto porque la transferencia del sujeto también se constituye en tiempos, vamos a ocuparnos, tomando ese sesgo, de una de las especificidades más problemáticas de la práctica cuando recibimos niños, ocasionada por el hecho evidente de que un niño nunca llega por sí mismo al encuentro con un analista. Es por eso que no ha resultado sencillo resolver qué lugar darle a quien lo trae y formalizar su injerencia, lo que ha producido, y aún despierta, fuertes polémicas y divergentes posiciones. Me propongo considerarlo detenidamente junto a ustedes, partiendo de una presentación clínica que nos ofrecerá Estela Durán, para luego retomar el enlace de los conceptos fundamentales en el material leyéndolo a la letra, de modo que nos permita avanzar en el trazado de sus razones. Le cedo pues la palabra. EL CASO MATÍAS: ¿PARA QUÉ O POR QUÉ CONSULTAN LOS PADRES? Estela Durán Para abordar la especificidad de la presencia de los padres en el análisis de un niño, me gustaría comenzar por situar algunas preguntas que hacen a nuestra práctica: ¿Por qué recibimos a los padres cuando se trata del análisis de un niño? ¿Qué lugar les damos? ¿Qué escuchamos? ¿Qué lugar tiene el niño en relación al discurso de sus padres? Estos interrogantes, a su vez, se complejizan cuando suman un sesgo problemático. 17
  • 18. ¿Qué sucede cuando los padres no consultan por lo que al hijo le pasa y no buscan saber? ¿Cómo considerar la transferencia cuando se presentan sin preguntarse por qué? Las incidencias en la práctica con niños abren múltiples preguntas. Trataré de abordar estas cuestiones a través de la experiencia clínica con un niño y una apuesta que implicó delimitar el lugar de los padres y sus incidencias negativas. Desde mi experiencia, considero que la escuela puede ser el ámbito privilegiado – además del familiar– en que el niño pone en escena la conflictiva que padece, mostrando “ese algo que no anda bien” ya sea en su conducta, su distracción, su dificultad de aprendizaje, su desinterés… A continuación expondré sobre el caso de un niño de 7 años al que llamaré Matías. El gabinete de la escuela a la que asiste solicita un psicodiagnóstico debido a sus problemas de conducta y desatención, lo que lleva al padre a consultar. Al no ser posible una entrevista conjunta con ambos padres, decido atenderlos por separado. En la consulta, la madre dice que necesita hablar de los maltratos que sufrió por parte de su esposo. Aunque al poco tiempo quiso separarse de él, paradójicamente, estuvo casada durante muchos años y, como no podían tener hijos, decidieron adoptar un bebé. En el trámite para hacer efectiva dicha adopción, el padre de Matías no pudo acompañarla y quien lo hizo fue su propia madre, abuela del niño. La madre de Matías relata que mientras ella trabajaba, el padre no podía hacerlo ni tampoco ocuparse del hijo. V olvía y lo encontraba, literalmente, tirado en el piso, con el pequeño hijo al lado. Afirma: “Estuvo internado varios meses por depresión; me torturaba con sus locos cuestionamientos hasta que un día me fui con el bebé y no volví. Me refugié en la casa de mis padres hasta que regresé a mi departamento”. “Me intimó a que volviera con él, presionándome violentamente, tomando a mi hijo y apretándolo tan fuertemente que casi lo mata.” Manifiesta su preocupación por la presión que el padre ejerce sobre el niño y los mandatos que le impone, propios de un grupo religioso del que participa. Dice que su hijo es muy inteligente pero empezó a tener problemas en la escuela. Cabe aclarar que la madre eligió una escuela para niños huérfanos, por su cuenta y en disidencia con su ex marido. El padre, de mirada penetrante, se muestra preocupado por el informe del gabinete de la escuela. En la entrevista se dedica a hablar de su ex mujer. Sus certezas, al modo del discurso paranoico, lo hacen impenetrable ante cualquier pregunta. Está convencido de que su hijo debe seguir sus pasos y, si por él fuera, no lo mandaría a la escuela. Le habla mal de la madre al niño y le hace escuchar grabaciones como pruebas contundentes de sus argumentos, que dan cuenta de mentiras y manipuleos. En la misma línea me lee parágrafos de la Biblia como verdad revelada. En la primera entrevista, el niño viene con su mamá pero no quiere entrar y la madre no está dispuesta a dejarlo solo por temor y desconfianza. Los invito a pasar juntos. Al hacerlo, Matías se tira en el diván, se tapa la cara con el buzo, dice que hay feo olor y que venir al consultorio será un suicidio porque el padre se lo prohibió. También dice que él y la abuela lo convencieron de que los psicólogos son malos y les meten cosas feas en la cabeza a los pacientes. Entre tanto, la madre, sentada enfrente del hijo, lo mira y trata 18
  • 19. de convencerlo de lo contrario. Difícil situación, donde el niño parece inabordable y la mamá, muy débil en sus convicciones. Trato de cambiar el clima preguntándole a qué le gusta jugar y responde: “A los soldaditos”. Luego de este encuentro, entrevisto a la madre nuevamente a fin de proponerle un trabajo que apunte a desplegar su propia historia y la historia familiar, tratando de encontrar algunas marcas. Lo vuelvo a convocar al padre pero se niega a venir. Cuando accede, lo hace para intimarme. Imposible el diálogo: él transmite violencia, tampoco paga las sesiones. Matías viene con su madre y, al quedarnos solos, le propongo que cierre los ojos. Entonces descubre una sorpresa: le doy una bolsa; al abrirla se le ilumina la cara, está llena de soldaditos que desparrama sobre el escritorio. Me da a elegir el color; al quedarme yo con los de menor cantidad, me regala dos aviones y me enseña a alinearlos y a jugar. Entre tanto, afirma: “Estoy podrido de que mis padres peleen como perro y gato”. Angustiado agrega: “Ningún chico tiene ese problema, no puedo estar tranquilo por eso”. Mientras jugamos a la guerra se queja del trato paterno: el padre lo levanta los domingos temprano, le hace estudiar su versión de la Biblia; todo el tiempo, como matraca, le “taladra” la cabeza hablándole mal de la madre y de mí, profiriendo amenazas referidas a quitarle la tenencia a la madre y a denunciarme. Armo una red con la escuela, dando orientaciones y trabajando articuladamente con la psicóloga del gabinete. Como esto no resuelve mi preocupación en lo referente a la posibilidad real de aliviar al niño de la presión que padece cada fin de semana con su padre, me conecto con una abogada que tiene experiencia en Minoridad. Le sugiero a la madre una consulta, ya que considero que la única manera de acotar ese goce paterno es la Ley Social. Entre juegos de soldaditos, armados de naves espaciales, dibujos minuciosos de batallas enfrentando a malos y buenos, en el transcurrir de unos pocos meses, Matías está más tranquilo y mejora en la escuela. Dispuesta a colaborar con el tratamiento de su hijo, trabajo con la madre para que entienda la dificultad del padre, destacando la importancia de que no le hable mal de él. Como terceridad, le señalo algunas cuestiones: por ejemplo, que no le ponga al hijo la ropa interior todas las mañanas. El síntoma de enuresis, que no había sido desestimado en su importancia, cede. Como efecto del trabajo con ella, muchas veces me llama por teléfono porque no sabe qué hacer con la angustia del hijo. Mi tarea apunta a que se reubique en su lugar de madre y orientarla para que pueda contenerlo. Entre tanto, la abogada hace una presentación judicial a fin de proteger a Matías de la incidencia negativa de la palabra paterna. El resultado es que el juez dispone la suspensión del régimen de visitas y una audiencia donde tendrán que comparecer ambos padres. Previamente habrán de realizarles a los tres sendas evaluaciones psicodiagnósticas. A partir de dicha suspensión del régimen de visitas, si bien el niño está más tranquilo en cuanto al repiqueteo de los dichos paternos, curiosamente, niega tales dichos, decae, 19
  • 20. expresa gran irritabilidad, se enoja reiteradamente, se queja de todo. Insiste en que extraña al padre. Me pregunto: ¿será por temor al padre que lo enloquece o a quedar atrapado, al modo incestuoso, con la madre? A partir de la reanudación de las visitas –que tienen lugar con la condición de que un adulto esté presente para garantizar el encuentro–, Matías viene muy enojado a la sesión, se trata del primer encuentro con el padre desde la reanudación del régimen de visitas. No quiere hablar y me acusa de mentirosa. Cuando logra expresarse, me cuenta que el padre le había mostrado documentación del Juzgado y que había afirmado mi intención de realizar un perjuicio hacia su persona. Perpleja ante semejante cuestión, le pregunto dónde estaba la persona adulta que tenía que mediar para evitar incidencias negativas del padre hacia él; Matías responde enojado: “Ella lo único que hizo fue hablar todo el tiempo con la hermana de mi papá”. Tema del que se queja, reiteradamente, en las siguientes visitas. Como al cabo de tres meses la actitud paterna persiste, involucrándolo en temas de adultos en vez de disfrutar jugando y tratándolo como a un chico, la mediadora falla en su función; la abogada decide, conjuntamente con la madre, presentar otro pedido al Juzgado, para lo cual realiza un nuevo informe. En el mismo, destaca la necesidad de la presencia paterna pero resalta que las visitas deben realizarse en un marco de protección para el niño, con un acompañamiento profesional que pueda supervisarlas y acotar al padre cuando se extralimite en sus decires, perjudicando a su hijo. Una nueva suspensión de las visitas pone otra vez de manifiesto el goce desmedido del padre, quien realiza llamados telefónicos diarios e insistentes, al modo compulsivo, que martirizan al niño. Pero a un año de iniciado el tratamiento, Matías tiene otros recursos y logra ponerlos en práctica, decidiendo a veces no atender al padre; otras, lo acota en sus pesadas conferencias telefónicas, aludiendo que tiene que irse a estudiar y/o a dormir. Actualmente, le puede decir: “No me hables del Juzgado porque me hace mal”. Se queja porque no lo trata como a un chico y recuerda que el abuelo es el único que se dirige a él respetando ese tiempo de la infancia que transita, aunque, curiosamente, dicho abuelo no lo llama ni lo invita a pasear. Resultan propiciatorias algunas entrevistas que mantengo conjuntamente con el niño y su madre, previo acuerdo con él. En estos encuentros, él le puede expresar su bronca, sus quejas y, ayudado por mí, poner en palabras cuestiones de maltrato y manipuleo que ella ejerce sobre él, de lo cual antes solo podía defenderse violentamente. Logra así ir vinculándose de otro modo con su madre. En la escuela supera sus dificultades de conducta y de distracción, y me trae luego orgulloso el boletín con excelentes notas. Estudia, gustosamente, batería. Expresa su deseo de practicar algún deporte y comienza iniciación deportiva en un club. La madre puede escucharlo. 20
  • 21. Algunas reflexiones Nos encontramos con un niño que, en principio, no fue alojado por sus padres biológicos. Fue adoptado por una madre, que a su vez había sido acompañada por su propia madre en el momento de adopción. Esta última, lejos de tratarla amorosamente, la desvalorizaba y la rechazaba. Es frecuente encontrar en nuestra clínica ocasiones en que la presencia materna no muestra su perfil amoroso sino una cuestión gozosa. Tal es el caso de la historia de la madre de Matías, quien recuerda el maltrato de su madre: esta le decía a ella que nadie la iba a querer y que todo lo que hacía estaba mal. Por su parte, el padre, sumido en depresión, avalaba los dichos maternos. Y la madre de Matías, a pesar de haberse recibido de médica, nunca se pudo valorar a sí misma ni sustentarse con dicha profesión. Mal mirada por una madre que la desvaloriza, en complicidad con el padre depresivo, ella no puede mirarse de otro modo hasta que el trabajo en el marco del análisis de su hijo, le posibilita reubicarse en su profesión y sostenerse económicamente con ella. Dice que se casó con el padre de Matías buscando una salida ya que sus padres nunca la apoyaron, incluso cuando se quiso separar. Aun habiéndolo concretado, la culparon por las desventuras en su familia, sin avalarla en sus decires ni determinaciones. Quizá esa elección de partenaire fue una forma de sostener a su padre depresivo y a su madre maltratadora; como corolario surgió el deseo de tener un hijo con él. Soporta esa relación sin darse cuenta de la gravedad de la situación ni del diagnóstico de su pareja. Sumado a ello, decide adoptar un hijo sin escucharlo en su imposibilidad de asumirse como padre. El padre de Matías, de mirada penetrante, intenta imponerse con sus convicciones fundamentalistas apelando al manipuleo y a la prohibición de elegir. Es una mirada que transmite miedo y violenta al niño, acorralándolo en una posición de sometimiento a sus mandatos absurdos. Como consecuencia, Matías padece sintomáticamente: tiene miedo, pesadillas, se angustia y no presta atención a las tareas escolares. Pide que vaya la policía y se lleve al padre, aunque sea por unos días, para aliviarse del repiqueteo de la voz superyoica y para escapar de esa mirada de goce mortífero. Lejos de cumplir con su función paterna, este hombre se pone en el lugar de Dios y exige fidelidad absoluta, ejerciendo su sadismo para con el hijo y transmitiéndole su propio goce desenlazado. Por el relato materno me entero de que el abuelo paterno fue muy autoritario, que su hijo le temía y que la madre lo vestía con ropa femenina. Actualmente, el padre de Matías sigue viviendo con ellos y dependiendo económicamente de los padres. Con respecto a la madre, podemos leer que ubica al niño como objeto de amor; desea que no sufra, aunque con rigidez; debido a las marcas de su historia, pasa de la angustia, que la desborda e impotentiza, a la manipulación, que no le permite respetarlo en su subjetividad, con las consecuencias que eso conlleva, haciendo de él su objeto de goce. En este año de entrevistas con ella se han evidenciado cambios que posibilitaron otro modo de ubicarse frente a Matías: trata de respetarlo y protegerlo, acotando al padre en sus desbordes telefónicos, ya sin temerle y sin pelear. 21
  • 22. ¿Cuál es la respuesta del niño ante esa mirada de su Otro significativo? En principio muestra sus fallas en la represión cuando en la primera entrevista cierra sus ojos, se cubre la cara con el buzo, se tapa los oídos y la nariz. Goces de sus padres que aún penetran porque los orificios están sin bordear. En el análisis, se propicia la separación madre-hijo, tratando de que cada uno acepte su lugar diferenciado respecto del otro. En las sesiones con la madre se trabaja para que se relacione con su deseo y busque acrecentar sus lazos de amistad. Lo logra haciendo cursos de arte, armándose un lugar propio en su casa y distrayéndose con amigas. Con el niño, se trata de incentivar el encuentro con compañeros de la escuela, con quienes ir a jugar y armar vínculos amistosos. Con respecto al análisis de este niño, considero que mi apuesta fue ayudarlo a darse cuenta de que no es transparente, que el padre no va a enterarse de lo que él piensa. Al tener como referencia que la mirada del Otro es con límite, puede ir construyendo el velo que tanta presencia de goce le impedía. A partir de su expreso deseo de matar al padre, elabora simbólicamente, en transferencia –a través de dibujos, juegos de guerra entre soldaditos y la escritura de algunas frases–, su deseo de asumir el poder del maestro, que tanto admira en sus películas favoritas, logrando visualizar que su padre no es un dios y puede dejar de serle fiel. Al posibilitar la intermitencia y legitimarle que no es necesario contarle todo, va distrayéndose de lo que el padre le dice, pudiendo así no distraerse en la escuela. Mi apuesta con Matías empieza convocándolo a que diga qué juguete prefiere. Le propongo cerrar los ojos para que se encuentre con su deseo: lo sorprende la bolsa de soldaditos, esta vez se le ilumina la cara, en vez de tapársela, y me invita al juego. Jugamos a la guerra y pierdo, pero me enseña estrategias para ganar. Le digo que, quizá, podría desplegar esas estrategias en su vida diaria y ese es el rumbo por el que esta cura transita. Actualmente puedo dar cuenta del cambio de posición que Matías pone de manifiesto en sus juegos, donde ya no se trata de batallas entre soldaditos sino de enfrentarse con un guerrero gigante al que, reiteradamente, aquellos destruyen y al que relaciona con su padre. Previamente, juega a ser él, un enorme guerrero que se aloja en su castillo, al modo de una fortaleza protectora. Así va logrando, a través del juego simbólico, poner límites al goce paterno; a través de la palabra, logra hacerse respetar subjetivamente por su madre, limitándola a su vez en sus goces. Entre el exceso paterno y la relación incestuosa, comienza el análisis con este niño. Matías, con su síntoma, devela la verdad de la cruenta pelea en la pareja parental, donde él es ubicado predominantemente como objeto de goce, misil de intercambio en la guerra entre ambos padres. Él se nombra como “trofeo a ganar”. Mi apuesta, desde un principio, consistió en convocarlo subjetivamente para propiciar que se aloje en otro lugar y, a su vez, logre construir una fortaleza que le posibilite protegerse de los excesos parentales, tanto de la sádica perversidad paterna como del manipuleo materno. 22
  • 23. PUNTUACIÓN DEL CASO MATÍAS Antes de retomar el texto que presentó Estela Durán para seguir su letra y articular nuestra lectura, vamos a trazar algunos ejes conceptuales que hacen a la reflexión teórica con que quiero entramar al caso. Tomé esta vía porque me interesa ante todo resaltar la importancia que tiene para nuestra práctica asentar sus razones en una formalización lógica, y dar así relieve al hecho de saber qué hacemos cuando analizamos a un niño. Al sostenerlo de ese modo no hago sino acordar con la apuesta de Lacan, quien afirmó que el analista puede no saber lo que dice, pero debe saber lo que hace. Avancemos pues guiados por esa finalidad. Trazaré en el inicio aquellas líneas que me permitan ir emplazando algunos ejes en su localización teórica y dejaré, para quien lo desee, abierta la posibilidad de profundizar su entusiasmo por el sesgo que más le interese. De hecho, cuanto despleguemos abarca en esencia los conceptos fundamentales que ya mencionamos en el capítulo anterior: inconsciente, repetición, transferencia y pulsión. Ellos son pilares del psicoanálisis. Pero, en esta oportunidad, no ahondaré en cada uno de ellos. Mi proyecto apuntará, más que a desmenuzar algunas cuestiones teóricas básicas, a hacer pie en ellas para articularlas con el material y situar qué leemos en él a la luz de sus vectores. Habíamos señalado nuestras razones para hablar de especificidades de la práctica. En primer lugar, porque “especificidades” conlleva la ganancia de apartar nuestra perspectiva de una práctica del psicoanálisis sustentada en especialidades. Como ya mencionamos brevemente, las especialidades surgieron en el momento en que los analistas intentaron dar respuesta al problema real que se les hizo presente cuando algunos pacientes no resultaron abordables desde el marco teórico para el que fue creado el psicoanálisis. En el intento de resolver ese problema ineludible para quienes atendían niños, se fue creando una técnica especial para tratarlos. Lo cierto es que la especialidad no resolvió el problema. Gracias al encuentro cotidiano con esos problemas, quienes hacen su práctica en hospitales –donde los equipos se agrupan según la edad del paciente– suelen llamarnos a reflexión cada vez que un paciente no cumple con “las notas ideales” (Freud, [1920] 1985), y reclaman del analista no solo despojarse de una postura dogmática, sino también hallar un timón para transitar el curso de la cura. Ahora bien, si deseamos avanzar y darle otra perspectiva al asunto, debemos partir de algún concepto que funcione de ordenador a la hora de colocar esas especificidades a las que nos referimos. El concepto que les propongo es el de “los tiempos del sujeto” (Flesler, 2007: cap. 3). Su planteo surge de la siguiente noción ya mencionada: el analista atiende al niño pero apunta al sujeto, el cual, más que edad, tiene tiempos (Flesler, 2011). No olvidemos que es nuestro deseo ubicar al psicoanálisis en el campo de la cientificidad y por ello es preciso mantener clara la definición de cuál es el objeto del psicoanálisis. En este sentido, es preciso decir que el objeto al que se dirige el psicoanálisis es el sujeto. La experiencia me indica que, en la medida en que el analista 23
  • 24. localiza el tiempo del sujeto, se habilita a considerar especificidades del acto analítico, y logra así alejarse de una técnica aplicada a los niños en la cual estos son entendidos como si formaran parte de un conjunto universal. Me he esforzado en darle una forma simple a un campo de experiencia que guarda una enorme complejidad. Entiendo que lo simple se alcanza luego de recorrer las complejidades lógicas que incluye un tema. Solo al fin se arriba a lo simple. No es posible eludir las complejidades lógicas que permiten llegar a lo simple. Lo simple no está al comienzo, al comienzo puede estar la simplificación, pero lo simple implica un recorrido por los conceptos necesarios. Por eso quiero compartir con ustedes cuáles fueron mis pasos en ese recorrido. Cuál fue esa complejidad antes de llegar a la propuesta que anticipé. Todo comenzó con un encuentro. Me encontré heredando un problema. Seguramente el mismo que se les presentó a los psicoanalistas cuando empezaron a atender niños. Me refiero a que al recibir a un niño no encontraron al paciente adulto para el que se pergeñaron las coordenadas teóricas del psicoanálisis. No estaban frente a aquel que podríamos definir, con estricta claridad lógica, de modo simple pero complejo, como el paciente que presenta neurosis de transferencia. En otras palabras, los analistas, con los niños, se enfrentaron con lo inacabado de la estructura, y eso en su momento fue, y actualmente es, un problema. ¿Pero qué clase de problema es este? Hemos dicho, en el capítulo anterior, que los matemáticos distinguen entre un verdadero problema y uno que no lo es. Lacan también dice en uno de sus seminarios que hay problemas que fallan, no por lo que no encuentran, sino por lo que buscan. Es un modo de decir que un problema a veces falla porque no está bien planteado. ¿Cómo aplicarlo a nuestro campo? Esa distinción, ¿qué aporta a nuestro problema? Ya vimos las consecuencias de qué ocurrió en la historia del psicoanálisis. Mal situado el problema, los analistas de entonces se encontraron batallando entre dos posiciones excluyentes respecto de los niños: análisis sí o análisis no. Algunos pensaban que si no contaban con la neurosis de transferencia, tal como ocurría con un adulto –el niño en ese caso– no era analizable. Otros consideraban que sí lo era, sin distinción alguna. La disyunción fue profunda y se extendió en el tiempo. Así, el niño era analizable del mismo modo que un adulto o no era analizable. El análisis del niño penduló entre la omnipotencia y la impotencia del acto analítico, llevando tamaña oposición a encallar en un sin salida. Así ocurre cuando un problema está planteado en una bivalencia imaginaria. Es imaginario, recordemos lo antedicho, porque se sostiene en la figura de la esfera que solo admite dos opciones: lo que está dentro y lo que queda fuera. Su delimitación estriba entre todo o nada, planteando una disyunción: es analizable o no es analizable. En cambio, a diferencia de un problema imaginario, un problema real plantea otra lógica: una lógica que parte de localizar lo imposible. Un problema real parte de delimitar lo imposible para sortear la posición de omnipotencia o impotencia en la que podría naufragar el acto analítico, y a partir de lo imposible intenta arribar a un acto posible. La condición del acto posible es la delimitación de lo real imposible. Es otra lógica, abierta a la incompletud y al no todo. Desde este punto de vista, el niño ni es analizable del mismo modo que lo es un 24
  • 25. adulto, ni es no abordable por no ser un adulto. Problema real que habilita una posible salida a una falsa opción. V olvamos entonces a que el psicoanálisis atiende al niño, que es un lugar en el Otro, pero apunta al sujeto y sus tiempos, para dar un paso más con la pregunta acerca de cuáles son los tiempos del sujeto. Los tiempos del sujeto Para referirme a los tiempos del sujeto quiero comenzar por señalar que ellos son tiempos de estructuración. Es que el sujeto, aquel al que está dirigido el análisis, es el sujeto de la estructura RSI –Real, Simbólico e Imaginario–. Me interesa resaltar que el sujeto no es solo el sujeto del significante, tampoco es solo el sujeto del goce. La estructura del sujeto implica un anudamiento de los tres registros RSI, junto a la localización del objeto a en el entrecruzamiento de los tres. Me refiero al objeto a, ese que Lacan dijo fue su único invento, y que puede funcionar como ausencia, falta que es causa del deseo, o puede funcionar como presencia de un goce, plus de gozar. Figura 1 Como la mayoría de ustedes saben, esta escritura la introdujo Jacques Lacan, atento a los beneficios que aporta a la clínica psicoanalítica la consideración de las propiedades del nudo borromeo en tanto presenta una simultaneidad de los tres registros y una delimitación de cada uno por eficacia de los otros dos. No está en mi propósito detenerme en cuestiones de índole topológica, pues no es el fin de este libro, menos aún extenderme en su vertiente nodal, pero sí quisiera transmitirles la amplitud de perspectiva que implicó para mí la inclusión del nudo en mi clínica. Con esto espero al menos provocarles a ustedes cierto entusiasmo para adentrarse en sus hilos con la convicción de 25
  • 26. que encontrarán una segura ganancia. Por mi parte, tomé la escritura del nudo y el emplazamiento del objeto a, tal como Lacan lo presentara, para introducir la variante temporal y proponer que los tiempos del sujeto de la estructura, tiempos de lo Real, tiempos de lo Simbólico y tiempos de lo Imaginario, son tiempos de recreación de la falta. Explicaré a qué me refiero con recreación de la falta. Cuando el objeto alterna entre esas dos funciones ofreciendo su presencia y su ausencia, cuando esa movida se produce, cuando el objeto hace de su función de falta una eficaz alternancia, los tiempos se recrean. Si el objeto hace juego entre ser causa del deseo y plus de gozar, si el objeto funciona con su doble lógica, si un intervalo productivo se establece entre sus dos funciones, el sujeto será su efecto. Él se efectuará tiempo a tiempo en cada uno de los tres registros. Existencia, insistencia y consistencia harán su progresión. Entonces, podemos afirmar que los tiempos del sujeto son tiempos de recreación de la falta y, también, son tiempos de escrituración del sujeto. Siempre que entendamos que escrituración no es escritura, sino operación escritural. Pretendo acentuar el acto de escriturar esa falta en su dimensión temporal. Se trata de una operación que queda del lado del sujeto como condición para efectuarse. Del mismo modo que se requiere una operación tal para tomar posesión de un inmueble, cada tiempo del sujeto reclamará un acto de escrituración. Estoy apenas mencionando a qué me refiero con los tiempos del sujeto. Me he dedicado extensamente a su desarrollo, que incluye considerar también tiempos de construcción del fantasma (Flesler, 2007). Lejos nuevamente de una falsa opción, planteada en términos de “hay fantasma o no hay fantasma en la infancia”, digo que el fantasma se construye en tiempos. Asimismo, considero tiempos de engendramiento del objeto de deseo y tiempos del Otro, de producción del Otro. Finalmente, quiero aclarar que los tiempos a los que me refiero no son solo lógicos, son tiempos cuya dimensión es topológica. Son tiempos topológicos que consideran los tiempos cronológicos y lógicos, pero pensados en su enlace, es decir, anudados. ¿Por qué conviene aclarar que los tiempos del sujeto son tiempos topológicos, anudados de modo borromeo? Porque, como anticipé, el anudamiento borromeo RSI que Lacan adoptó para escribir la estructura acerca sus benéficas propiedades, acentuando su interés clínico en la dirección de la cura y en la lectura que hacemos de ella. Atender al nudo requiere pensar cada una de las tres dimensiones con su respectivo agujero y su capacidad de haber hecho de ese agujero una falta, por la vía de una operación escritural. En ese sentido, cuando digo que son recreativos, por supuesto no me refiero a que sean divertidos, recreativos quiere decir que, en cada uno de ellos, es necesario ver recrearse la falta original. Que no alcanza con que esa falta se haya producido una vez. Que es preciso que se recree para cada tiempo del sujeto. Y de hecho, no habrá escrituración del sujeto sin recreación de la pérdida del objeto. Por eso, en algunas personas se hace notoria una fijación a un tiempo de la vida que no ha pasado por recreación alguna. En ese caso, ese detenimiento no se produce por una regresión sino por una no progresión de los tiempos. Nada de esto desdice la certidumbre de que no hay progreso respecto de lo real de la estructura, pero no debemos confundir el límite del progreso con la progresión de los 26
  • 27. tiempos. Las fallas de esta progresión son contingentes, básicamente porque en la infancia esos tiempos se cursan en la vital dependencia del sujeto al Otro real. Reconociendo ese antecedente y siendo respetuosos de esta lógica, no vacilamos en recibir a los adultos o a los padres que traen al niño. Lo hacemos tanto para escuchar qué es un niño para ellos, como para delimitar, fina y atentamente, los tiempos cursados y sus tropiezos o fallas en el curso de la infancia. Los tiempos se cursan o no, su curso no es un fluido natural, depende de la relación del sujeto al Otro. Por eso en las entrevistas con los padres nos interesará saber si se han recreado, qué tiempos se han redistribuido y también qué fallas –y cuándo– han surgido en su devenir. Una falla no es lo mismo que una falta. La falla tiene lugar cuando falta la falta. Pero ¿por qué al analista de niños le resulta una herramienta de valor el reconocimiento de los tiempos del sujeto, su progresión y sus estancamientos? Es que, como dije anteriormente, tal delimitación parece esencial para orientar las intervenciones del analista. Es preciso ubicar con claridad de qué tiempo se trata para saber qué hacer, a dónde apuntar, y qué empalme producir para cortar el goce que retiene al sujeto. Partamos pues por situar con ciertas pinceladas el cuadro temporal de los tiempos en la infancia para llegar a apreciar la magnitud de los acontecimientos desde el comienzo mismo de la vida. El primer tiempo del sujeto comienza en el campo del Otro. Y decir que es un campo habilita una relación entre el tiempo y el espacio. Ese primer tiempo del sujeto comienza en el campo del Otro como tiempo de anticipación. Es absolutamente necesario ser anticipado por el Otro cuando aún no se ha nacido. Es que al viviente humano le es precisa esa anticipación para llegar a nacer, sin ella no solo puede hipotecarse la existencia, también la vida misma puede verse interrumpida. Por otra parte y como para refrendar la importancia de ubicar los tiempos del sujeto como necesarios, diré que no hay promoción de un tiempo a otro si no se ha cursado el anterior. En ese sentido, dado que los tiempos pueden no cursarse, debemos también decir que los tiempos del sujeto son necesarios pero de realización contingente. Ellos pueden o no realizarse. Y si queremos continuar con nuestras categorías lógicas, podemos agregar que son necesarios para que haya temporalidad, que son contingentes en su realización, y que son imposibles de realizar sin resto. Esto merece aclararse para aventar cualquier pretensión de alcanzar una ideal normalidad. No es de esperar que al cursar cada uno de los tiempos se alcance la normalidad. No es una categoría aceptable. En toda operación habrá un resto, pero hay restos y restos. Algunos productivos de movilidad y otros obstructivos de la subjetividad. Entonces, los tiempos comienzan en el campo del Otro, con una anticipación. Descriptivamente corresponde a ese momento en que una mujer embarazada espera un niño –esperarlo ya es una operación fundamental, es confesión de la falta–. Es expresión de que le hace falta un niño. Ella lo espera, lo anticipa, dona el nudo anticipadamente, y por eso dice que tiene un bebé cuando todavía en lo real de su organismo simplemente se está produciendo una división celular. En ese tiempo de anticipación, también le pone un nombre. Nada de esto ocurre de modo natural. De hecho, este tiempo anticipado puede 27
  • 28. darse o no. Conviene recordarlo, pues tempranamente es dable escuchar fallas en esos primeros tiempos y constatar las consecuencias que acarrea en el viviente. Ahora bien, si el Otro espera un niño, puede o no también anticipar un sujeto. Entre el niño esperado y el sujeto hallado habrá desde el vamos una diferencia, que puede o no ser incluida en el campo del Otro. Podemos apreciar cuán delicado es este primer tiempo. La relación entre el sujeto y el Otro no es simétrica, primero está el Otro, y es en su campo donde se efectuará la existencia del sujeto. La vida dependerá en cierta medida de la naturaleza, pero el sujeto depende del Otro. Allí existe inicialmente, en el campo del Otro. Ahora bien, si en ese campo está sembrada la incompletud, ¿qué operación se realiza si el Otro que espera un niño anticipa un sujeto? En esa distinción se realiza una operación capital, con ella se introduce una categoría temporal de gran magnitud y eficacia. Con esa diferencia, lo que el Otro hace es donar un intervalo. Pausa inaugural, trazo de una porción perdida entre el objeto de goce esperado y el hallado. De ese modo, y a partir de ese intervalo, se dan a organizar muchas funciones ligadas al tiempo. Los ritmos del bebé, las periodicidades de presencia y ausencia, los fenómenos de encuentro y desencuentro con los objetos pulsionales, la comida, el control de esfínteres, la atención o desatención están relacionadas con la función del intervalo. El Otro espera un niño –y el niño, como dijimos, siempre es un objeto en el Otro–, pero si al esperarlo incluye un intervalo, si junto al anhelo del niño esperado el Otro dona una falta de objeto, allí, en ese acto estará habilitando, dando lugar a la emergencia del sujeto como no idéntico al niño. De una u otra manera, la no identidad entre el niño esperado y el sujeto hallado es introducida por el Otro, y esa donación del intervalo entre uno y otro da lugar, anticipa, lo que podríamos llamar la respuesta del sujeto. No es sin consecuencias para la futura subjetivación del niño, el ser esperado como niño-objeto de deseo, que como objeto de goce para uso instrumental. Lacan afirma que el sujeto responde al Otro. Pero digamos entonces que el sujeto responde, toma valor de respuesta, solo si le ha sido donada la no identidad. También gracias a ella podrá responder para el caso con una identificación, pues la identificación tiene como requerimiento la pérdida de identidad con el objeto. Ahora bien, complejizando más el panorama, lo cierto es que esa donación está asentada en condiciones ajenas a la voluntad de sus actores principales. Entonces, ¿de qué depende? Una vez más responderé en términos simples pero sumamente complejos: el intervalo depende del deseo de los padres (Flesler, 2007). Este es otro concepto importante que merece alcanzar su formalización lógica, más aún cuando he llegado a proponer que, dado el peso específico que conlleva para la respuesta del sujeto, el analista lo indagará en las entrevistas preliminares con los progenitores. Deseo, amor y goce de los padres El concepto de deseo es un concepto de mucha densidad en psicoanálisis y no debe 28
  • 29. banalizarse. Se suele confundir el deseo con el querer alguna cosa. Y se rebaja con eso la diferencia entre querer y desear. El deseo tiene como condición la pérdida de un goce, por eso lo que deseo no es lo que quiero, es más, muchas veces implica la pérdida del alcance inmediato de la satisfacción, la postergación de eso que se me apetece. Para que haya deseo, para que él se encuentre articulado, ha de partir de una falta de goce. En esa línea, cuando atendemos al deseo de los padres no lo rebajamos a si ellos quisieron o no quisieron tener un hijo. Ubicar el deseo de los padres en el discurso implica prestar atención al nudo de los padres. Alguna vez lo he presentado así (Flesler, 2007: 66). Lo escribo: Figura 2 En él podremos ubicar el lugar del niño, localizar si ha sido o es objeto de deseo, de amor y de goce, considerar si los tres están bien enlazados o señalar si en cambio amor, deseo y goce no encuentran un buen enlace. ¿A qué me refiero con enlazados, para qué sirve pensarlos de ese modo? Es que cada uno de ellos, el deseo, el amor y el goce, si no encuentran un límite en los otros dos registros quedan librados a una eficacia no agujereada. Si se trata del goce, es un goce que no tiene límite, o un amor que no tiene límite, o también un deseo puede no tenerlo. Un deseo puede ser un deseo loco, desear, desear y solo desear, sin ningún anclaje en alguna satisfacción. O es un amor tan amoroso que está sostenido exclusivamente en la consistencia de la dualidad, o también un goce sin límite. Si el niño es apetecible, lo quiero morder y lo muerdo. Le quiero pegar y le pego. Al goce le pone límite el amor y el deseo. Los padres piensan, no infrecuentemente, en matar a sus hijos. Pero ¿por qué no los matan? Nada más ni nada menos que porque desean que vivan y por el amor que les tienen. Los aman y desean que vivan. Podríamos decir que tienen un deseo más fuerte que el goce que también los habita. Tal como Lacan refiere respecto del deseo del 29
  • 30. analista, diciendo que es un deseo más fuerte. Más fuerte porque no es puro. También anida en el analista el goce y el amor. Será pues el enlace de unos con otros aquello que coloca un límite. Que estén enlazados implica que cada uno encuentra un límite en los otros dos. Así, cada uno de ellos tiene también una eficacia. Si el Otro toma al niño como objeto enlazado de amor, de deseo y de goce va a producir una eficacia, una función. Con el deseo de la madre se dona el sostén narcisístico, ocasión para tener un cuerpo, y con el deseo del padre se cumple una función. Me gusta mencionar el deseo del padre, porque creo que el deseo del padre incluye la castración del padre. Con el deseo del padre se produce una operación mayúscula, la nominación, que no solo ordena una filiación, cuando dice “tú eres mi hijo” al niño que tuvo con una mujer, sino que también al recaer sobre él como padre, lo hace deudor del nombre. Es padre por el nombre, por ende no es Dios. Todos estos elementos atañen al edificio que iremos recorriendo a partir de la materialidad de los textos y escrituras de los analistas. Con ellos recortaremos las especificidades del acto analítico en el análisis de un niño. Las entrevistas con los padres hacen a esas especificidades. Quien ubica que se trata de una especificidad atinente a los tiempos del sujeto halla legitimidad para afirmar por qué y para qué recibimos a los padres. En las entrevistas localizaremos el anudamiento del deseo con el goce y el amor, así como el deseo de los padres en una doble vertiente. No solo el deseo de ellos por el hijo o por el niño, sino cómo ha pivoteado ese deseo por un hijo con el deseo de los padres entre ellos. Es interesante recordar a propósito de eso que, en las “Dos notas sobre el niño”, Lacan (1991: 55-57) advierte que el síntoma del niño está en posición de responder a la verdad de “la pareja familiar”. Creo que no utiliza la expresión “pareja de los padres” porque intenta desnaturalizar el lugar de madre y padre, y plantearnos que cuando decimos madre y padre debemos definir qué entendemos por esos términos, sobre todo en el marco del debate actual. Sin ir muy lejos, en nuestros días se sigue discutiendo si existe el instinto materno. Parece superado para nuestras coordenadas, pero tiene un peso específico importante en el discurso de nuestra época. Por lo tanto, atender al deseo de los padres como pareja es atender a cómo se emplazan los goces respecto del niño, cómo se redistribuyen o permanecen fijados esos goces y su efecto sobre la subjetividad del hijo y sobre la estructura misma del sujeto. Toda una polémica podría abrirse al respecto en nuestra actualidad. Familias ensambladas, monoparentales, homoparentales, vientres subrogados, fecundaciones en parejas lesbianas con esperma de bancos anónimos, niños con dos mamás y sin papá, en fin, toda una suerte de variantes que ponen a consideración los parámetros de nuestra lectura. Los analistas podemos preguntarnos: ¿el deseo sigue siendo un articulador válido de la falta y la castración? ¿La significación fálica continúa siendo un elemento de peso en la dialéctica del deseo cuando alguien quiere tener un niño? Es el horizonte de nuestro tiempo y son preguntas que no podemos ni debemos soslayar. Decir entonces que se trata del deseo de los padres, entre ellos y por el hijo, implica decir por ejemplo, que si el deseo funciona y a su vez se 30
  • 31. recrea, no queda fijado solo en el niño. Ese deseo es pues la expresión operativa del objeto a como falta. De la alternancia del objeto a la que nos referimos anteriormente. O en otros términos, es la evidencia de que no ha quedado condensado todo el goce en el cuerpo del niño, que la madre busca el falo más allá del niño como falo imaginario. Que el niño no es metonimia de su deseo de falo sino metáfora del amor por un hombre. Tal como dice Lacan (2004), ella puede recrear la falta, ser deseante, más allá de la satisfacción que su hijo pueda darle. Para atender a un niño, nos interesa saber si el objeto de goce se recrea y hace juego más allá del niño –por eso el deseo entre ellos– para localizar si la madre puede ser no toda madre, si hay un deseo ligado a la femineidad. En definitiva, no eludimos atender a cómo se dialectiza el lugar de madre con el de mujer, si es o no toda madre. A su vez, con respecto al padre, tampoco es natural que alguien lo sea. Y que desee sostener su operación nominante, inaugurando la relación de filiación. Todo dependerá de cómo estén distribuidos sus goces. Para la humanidad nunca ha sido fácil definir qué es un padre. Freud mismo no dejó de ocuparse del asunto y Lacan incluye el tema en todos sus seminarios, tratando de colocarlo a la altura de una función. En un comienzo, como metáfora paterna, indicando expresamente que la ausencia de esa función era causa de psicosis, pero cuando llega en los últimos años de su enseñanza a teorizar el concepto de père-version, jugando con la homofonía entre perversión y versión del padre, abre una nueva e importante perspectiva en la cuestión del padre. Allí se está refiriendo a la impronta ineludible que deja, en la estructura del parlêtre, en la estructura del sujeto tocado por la palabra, el goce del padre. Lacan advierte que ese goce puede colocar un límite a su función y dejar estragos en el sujeto. Se trata de interrogar el límite de la función padre cuando introduce la ley. Es muy importante ubicar en las entrevistas –ya lo veremos al retomar el material clínico– cómo un padre enlaza el goce con el deseo. O dicho en otros términos, pertinentes por demás para el caso de Matías, cuál es la relación entre el padre del goce y el padre de la ley. Si ubicamos en las entrevistas preliminares cómo se articula el deseo de los padres entre ellos, podemos llegar a ubicar si el padre hace de una mujer objeto causa de deseo, si el objeto del que goza está en el cuerpo de una mujer o está solo en el cuerpo del hijo. Basta seguir de cerca el perfil del padre del presidente Schreber (Freud, [1911 (1910)] 1985) para advertir la impronta que deja en la estructura de un hijo el goce desenlazado del padre. Lo menciono porque la relación del padre con la mujer le pone límite al goce de la perversión. Así entiendo la afirmación de Lacan cuando dice que un padre merece respeto y amor si hace de una mujer objeto a causa de su deseo (Lacan, 1975b). Leo en la expresión una lógica precisa. ¿Por qué? Porque si el padre está en posición deseante de una mujer, hace confesión de su falta, dona la castración. Espero que se entienda que el tejido se trama con hilos delicados. Si el padre está él mismo bajo la regulación del goce, él no es dueño de la ley, está incluido en su égida. No es Dios, ni hace lo que quiere con su hijo, el hijo no le es enteramente propio. Será su función transmitir la ley, no erigirse en la ley. Solo así dejará pasar la ley. ¿Qué ley? La de la regulación de los goces, la de la castración. 31
  • 32. Por lo antedicho, cuando en las entrevistas preliminares el analista despliega el mapa de los goces de los padres, no es solo de ellos como padres. En todo caso, trata de advertir cómo se redistribuyen los goces respecto de ellos como hombre y mujer y también como hijos en sus familias de origen. ¿Por qué también como hijos? Porque en la línea de las generaciones, en la relación entre abuelos, padres e hijos, en el curso mismo de una a otra generación, hemos de ubicar si se ha recreado la falta o si podemos constatar una continuidad de goces heredada de una generación a otra. Solo si trazamos el mapa ampliado de los goces se verá si ha habido cortes, discontinuidades o las distintas generaciones perduran en el plano de lo mismo, de la mismidad, de la continuidad del goce. La repetición no entregará ninguna diferencia, solo más de lo mismo (Vegh, 2005). Un padre como padre puede ser solo un hijo o una madre como madre ser una buena hermana, mostrando la vitalidad de las relaciones engendradas en la endogamia. Es preciso desplegar el mapa y localizar funciones. Tal vez, luego de este breve recorrido se observe con más claridad la propuesta de atender a la recreación de los tiempos del sujeto y su dependencia de que se recree la falta en el deseo de los padres. El niño y las vertientes de la transferencia Luego de desplegar cuál es la función de las entrevistas preliminares con los padres y responder algunas de las preguntas que nos planteamos, tales como: ¿por qué recibimos a los padres? y ¿qué escuchamos en el encuentro con ellos?, vayamos a las entrevistas sostenidas con los padres de Matías para avanzar con la lectura del material y articular las intervenciones del analista con la vertiente transferencial, esencial para la operación analítica. Seguiremos ese derrotero en el caso que trajo Estela Durán, sobre un paciente al que llamó Matías. Pero no sin antes hacer una aclaración. Me parece prudente e importante que tengamos presente que cuando hacemos la lectura de un material, estamos partiendo de un escrito del analista. El material está concluido. Eso nos coloca, como lectores, en una posición determinada. Por ejemplo, cuando Lacan lee el sueño de la inyección de Irma que cuenta Freud, hace una referencia a la posición del que lee el material de otro analista. Él advierte hasta qué punto es posible leer lo que el analista no leyó. En realidad, caeríamos en una falacia si creyéramos posible haber hecho algo diferente de lo que ya ocurrió. Si podemos leer hasta el límite es por la letra ofrecida. Agradezco a los analistas que dan testimonio de su práctica, porque dicen de su deseo y donan el intervalo para que podamos leer. Es desde esta posición que leemos a la letra, en su materialidad. Vamos entonces a Matías, el pacientito de Estela, un niño de 7 años. Recordemos brevemente algunas cuestiones para ir siguiendo la letra del material. Matías había llegado por indicación del gabinete de la escuela a la que el niño concurría. Desde ese ámbito –refiere el texto– se solicita un psicodiagnóstico. En el 32
  • 33. comienzo, pues, encontramos un dato mayor que nunca debe ser subestimado por un analista: fueron los maestros quienes hicieron el llamado de atención, no los padres. Matías tiene problemas de conducta y desatención en el espacio escolar, y son los docentes quienes lo han registrado. Aquí merece señalarse que para el comienzo de una consulta debemos prestar atención al hecho de quién ha sido el adulto que tomó nota del síntoma del niño. Quién se ha conmovido por el desajuste, quién se hace eco del mensaje que no ha sido relevado como sintomático en otro ámbito porque, tal vez en ese espacio, el niño y su goce resultan funcionales. Pero continuemos. La escuela demanda y, luego, es el pedido del gabinete el que lleva al padre a consultar. Por esa vía llegan los padres de este niñito, cada uno por su parte, separados, veremos en qué situación. Sigamos ahora paso a paso las entrevistas con los padres. La madre no acepta venir con el padre de su hijo y dice que “necesita hablar”. De hecho lo hace. Y ¿qué dice? Dejémonos guiar por las coordenadas que nos dimos y localicemos en su discurso el deseo de la madre y su enlace al amor y al goce respecto de su posición como mujer y como hija. Por sus palabras en la entrevista, sabemos que la mamá de Matías estuvo casada muchos años padeciendo “maltratos” de su ex marido. Muchos años es un lapso, sin duda, y revela la continuidad de una posición. Padeció maltratos: ¿qué tipo de maltratos? Según dice, el marido “la torturaba con sus locos cuestionamientos” y la “intimidaba”. Su relato nos deja saber que la pareja no podía tener hijos y por eso adoptaron un bebé. El salto de la situación de maltrato a la cuestión de los hijos no es algo para considerar a la ligera. Esto es que, sin detenerse ante los maltratos, ella lleva a cabo de todas formas su deseo de tener hijos. En la entrevista, la madre de Matías también cuenta que intentó casarse para salir de la casa de sus padres. Buscaba una salida, pero ¿de qué? De una madre que la desvalorizaba y rechazaba, y de un padre que avalaba el decir materno sin abrir otra opción ni configurar alguna diferencia. Cruel y persistente, el decir de la madre la acorralaba. Más aún, para el momento de la entrevista, y en un verdadero incremento de crueldad, seguía hostigándola. La voz del superyó maltrataba al sujeto. Por cierto parecía difícil avizorar alguna opción liberadora cuando, según menciona en el encuentro con Estela, en vida de su padre, este no atinó a preservarla. De hecho, cuando intentó separarse, el padre, confirmando los dichos de la madre, también la culpaba de las desavenencias conyugales. En lugar de introducir una ley ordenadora, tope al goce superyoico, incrementaba la raíz incestuosa de la culpa. Lamentablemente su vida de casada continuó los maltratos padecidos como hija en el seno de su familia de origen. Otro sesgo de interés es la angustia, presente desde el inicio. La mamá de Matías se angustia. En el texto se subraya que ella llamaba a la analista diciendo que no sabía qué hacer con la angustia ni con el hijo. Es un dato de suma importancia registrar si en los padres hay o no angustia. ¿Qué señala la presencia de la angustia en aquel que llega a la consulta? La angustia es un indicador subjetivo. Ella surge, señala, anuncia un tiempo de corte ante el cual el sujeto aún no sabe qué hacer, cómo responder a ese anuncio. La mamá de Matías se angustia. ¿Y cómo respondía a ese no saber hacer? Sin más herramientas para responder que la oscilación pendulante entre una repentina huida o 33
  • 34. quedarse sumida en el goce de la situación. Recordemos que ella salía de un modo particular, sigamos la letra en su decir, cuando relata la separación del marido: “Me torturaba con sus locos cuestionamientos hasta que un día me fui con el bebé y no volví. Me refugié en la casa de mis padres”. Era una mujer temerosa que buscaba refugio y cuando no sabía qué hacer –y era muy frecuente que dijera no saber qué hacer– ella emprendía la huida. Pretendo señalarlo por lo que aporta para el analista el registro de aquellas modalidades históricas que los padres de un niño dejan traslucir como respuestas a su propia angustia. En ocasiones un padre puede responder con gritos o alcoholizándose ante la angustia, o una madre responder llorando o hablando. La mamá de Matías se inclinaba a ausentarse de la escena y tenía dificultad para enfrentar las actitudes gozosas de sus progenitores o del marido. Saberlo advierte al analista respecto de que esa misma modalidad podría aplicarse a la situación analítica. Sin embargo, esta tendencia a huir no ha de hacernos olvidar que surge como respuesta a la angustia. Es una distinción clínica que merece considerarse, es importante para las intervenciones del analista. Claro que no solo respondía huyendo sino, también, ejerciendo ella misma un gesto abusivo, enviando al hijo a una escuela para huérfanos, revulsiva para la posición religiosa del padre. ¿Era acaso Matías un niño huérfano? Es cierto que el padre no fue a buscarlo en el acto de adopción, tampoco cuidó de él cuando era pequeño, porque estaba “tirado”, en el “piso”; también sucedió que al levantarse de tan notoria caída, comenzó a sostener la verticalidad en la rigidez de una identidad religiosa cuyos ritos no admitían atenuantes. Pero los excesos del padre no dejan de hacer presente para el niño las extralimitaciones de la madre cuando le hablaba mal del padre. Ella había tomado al hijo como objeto, tal vez por eso también lo vestía y desvestía a discreción. No solo tomaba el cuerpo del hijo como objeto, también lo vestía de significantes que lo desvestían completamente de toda marca paterna. En definitiva, ¿qué podemos decir del niño?, ¿qué respecto de él como objeto de amor, de deseo y de goce de esta madre? Que funcionó como objeto de deseo: ella deseaba tenerlo. Que lo lleva al analista, también que se angustia con lo que a él le ocurre. Ella lo ama, pero falla en el enlace de sus goces. En lo personal, la historia de esta mujer se vio inundada de maldiciones. Cada vez que quiso desear más allá de la propuesta familiar recibió el mandato del superyó, impidiendo el avance por el camino de su deseo y confrontando su perspectiva con la culpa y la desvalorización del Otro. Así, ella actúa, predominantemente, en el circuito de un goce carente de limitación, en ocasiones entrecortado por la angustia pero sin hallar un saber para avanzar en su deseo. Aun así, ante la analista, al menos en el inicio del análisis, presenta una posición de quien no atina a saber. Veremos la importancia que tiene esto a nivel de la transferencia. Vayamos pues al padre. A pesar de su edad, él sigue viviendo en su lugar de hijo, sigue viviendo con los padres. ¿Qué padres, qué goces? Respecto de su madre, sabemos que lo vestía de mujer. Y que su padre, lejos de ejercer la autoridad que permite 34
  • 35. transmitir la ley, era un padre autoritario, un padre del goce. Como ocurre con todo padre del goce, él es ineficaz para introducir la ley. No sorprende pues que su hijo, el padre de Matías, cuando es reclamado como padre, cuando en lo real debe responder como tal, no disponga del significante padre. Que cuando llega el momento de “buscar” un hijo, cuando llega la oportunidad de buscar a Matías, diga que “no se sentía preparado”. No es de extrañar que haya optado por no ir. Es que él no estaba preparado para ser padre. La falta de ese significante lo deja “tirado” en el piso. Frecuentemente las psicosis se desencadenan ante el reclamo de lo real de la paternidad, haciendo presente al sujeto las consecuencias que le acarrea la ausencia del significante padre en su estructura, las mismas que le impiden responder como padre. En cambio, su estructura responde con un discurso religioso paranoico. En la letra sagrada encuentra, como tantos otros, un ordenador estricto de los goces, un saber de aquello que sí se puede y de aquello que no se puede hacer. Para él, la religión es lo único y la analista transmite con claridad hasta qué punto este hombre “era impenetrable para pregunta alguna”, se presentaba con un saber absoluto. ¿Qué indica al analista un discurso que incluye preguntas y qué se nos revela cuando no las hay? Las preguntas son la expresión de una dialéctica entre el saber y la falta de saber. En la enunciación interrogativa, el saber se recrea. Por esa razón, solo puede formular preguntas aquel para quien el saber se juega en una lógica de incompletud. El papá de Matías era impenetrable, él sabía con certeza, él se colocaba en el lugar de Dios. Su reclamo entonces al hijo es de fidelidad absoluta, el niño debe seguir sus pasos. De no poder acogerlo pasa a tomarlo tan fuerte que casi lo mata: “Tomó el bebé y lo apretó tan fuerte que casi lo mata”. El amor no atina a limitar el goce, para él el niño ocupa un lugar de puro objeto de goce. La respuesta del sujeto no tiene cabida con él. Le habla mal de la madre, y sin límite alguno le muestra el informe escrito por la analista. Él no se detiene, “taladra” la cabeza del pequeño. Ya trazamos algunas coordenadas con respecto al lugar del niño en el deseo de los padres, como deseo de un hijo. Veamos ahora el deseo de los padres entre ellos. Ambos padres están instalados en la continuidad del goce que los retiene como hijos, por eso ellos quedan estancados, sin disposición para otros goces pendientes de distribución. La madre sumida en la angustia. El padre que no logra asumir ni el significante padre ni el significante hombre. Hombre y padre son, en la vida, lugares dependientes de la redistribución de los goces de la infancia. Finalmente, nos ocuparemos de la transferencia para atender a las intervenciones del analista, sobre todo con los padres. En el análisis de un niño es imposible desconocer la transferencia de los padres reales. Ya lo había advertido Freud con una lucidez excepcional a pesar de no contar con experiencia en el psicoanálisis con los niños cuando dijo: “El niño es un objeto diverso del adulto. […] La transferencia desempeña otro papel, puesto que los progenitores reales siguen presentes” (Freud, [1932] 1985). Cuando Lacan aborda la formalización lógica del concepto de transferencia, introduce, para situar su dinámica, aquello que está en la base de por qué alguien nos consulta. El sujeto cree que su verdad ya está en nosotros dada, y es por eso que realiza 35