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NO OS COMÁIS
LAS MARGARITAS
(1957)
Jean Kerr
Traducción:
Julio Aguilar
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
INTROITO
Los imaginarios colectivos no engañan, son imaginarios, luego no objetivos, y
colectivos, necesitan de un cierto número de personas para construir sus ficciones,
prejuicios, masivos. El de que las mujeres y el humor son cosas incompatibles es
uno de los más asentados, y como no hay un cierto corpus literario generalmente
aceptado que lo desmienta es muy difícil sustraerse al mito, a la leyenda urbana.
En este caso no hablamos de un libro desconocido, o sin éxito comercial, en los
años 50 fue todo un fenómeno de ventas, millones de copias. No se puede decir lo
mismo en el ámbito del español, fue publicado sin pena ni gloria en la colección
codornicesca “El Club de la Sonrisa” (Taurus, la editorial especializada en
ensayos, la introductora de Cioran, otro gran humorista) (1955-1960). Un intento
logrado, al menos en la selección de títulos, 68, en las ventas no tanto, de
introducir en España la literatura de humor de calidad, sobre todo española
(Chumy Chúmez, Azcona, Remedios Orad, Neville, Mingote, Tono, etc.), por la
puerta grande. Un intento heroico que no cambió la consideración de la literatura
humorística, de la comedia en general, como literatura de tercera división, o
simple evasión. En Estados Unidos no, en Estados Unidos la comedia, los
cómicos, son Dios, algo muy serio, y bien pagado.
4
Y no, no es un problema de falta de tradición, como quien dice los españoles
inventamos el humor en el Siglo de Oro, sino de prestigio, de respeto crítico,
académico y editorial, las tres patas que construyen un público. El humor en
España está demasiado inserto en el día a día, en la cotidianidad, de los españoles,
como para poder valorarlo con cierta distancia admirativa, devota. No hay que
buscar razones metafísicas, carencias genéticas, ni complejos culturales, en
España siempre ha habido más humoristas, panteístas, que filósofos, a Dios
gracias. Aquí nunca hemos tenido una revista como “New Yorker” (“El País
Semanal” siempre aspiró a serlo), en la que la ironía, la elegancia, son sus marcas
de agua. En esa auténtica factoría de escritoras sofisticadas, cultas, cosmopolitas,
que fue “New Yorker”, Dorothy Parker, Susan Sontag, Anne Sexton, Annie
Proulx, Hannah Arendt, Elizabeth Bishop, etc., y en otras tantas revistas, asentó
sus reales Jean Kerr, una escritora vocacional (27 libros, principalmente
recopilaciones de artículos, y obras de teatro, las más famosas “Mary, Mary”,
llevada al cine por Mervyn LeRoy en 1963, “King of Hearts”, que obtuvo un
Premio Tony en 1961, también llevada al cine, “Esa extraña confesión”), que
escribía para no tener que madrugar, para poder dormir hasta mediodía, o más.
Como tuvo familia numerosa, 6 hijos, ese objetivo no fue fácil de conseguir, y de
ahí, más la constante desmitificación del proceso creativo y recreativo, culturetas,
productores, críticos, nacen la gran mayoría de sus divertidos, y costumbristas,
textos, que se adelantan en más de 50 años a la corriente denominada “malas
madres”, que consiste en tomarse la maternidad con mucha distancia humorística.
El libro tuvo tal éxito que tuvo su trasvase al cine en 1960 por Charles Walters, y
televisivo en forma de serie en 1965, “Mis hombres y yo”, con bastante menos
interés, la ironía funciona mucho peor en imágenes. El libro garantiza un mínimo
de dos carcajadas por artículo, y eso es mucho garantizar.
Julio Pollino Tamayo
5
ÍNDICE
Portada de Chumy Chúmez
INTROITO (Julio Pollino Tamayo)….….………………………….…3
0- Introducción.......................................................................................9
1- Por favor, no os comais las margaritas……..............................…..17
2- Cómo ser un coleccionista de cartas…….................................…...21
3- ¿Escritor o naturalista?……….................................................…...29
4-Cómo decorar la casa rápida y cómodamente..................................33
5- Los perros que me han conocido………………………….………41
6- El Kerr-Hilton….……………..……….……….……….…………47
7- El cuidado y la educación de los productores….…....……..……..59
8- El crítico dramático y su esposa…..………………………..……..65
9- El cuerpo de Don Brown.……..……..…….…..………………….71
10- Toujours tristesse…….………………….……………………….79
11- Invierno…..……………….…..……….………..……….……….85
12- Cómo sacar el mejor partido de los hijos.….……..……….……..89
13- ¿Dónde has puesto las aspirinas?…..….………….……………...95
14- La dieta de tía Jean......................................................................101
15- Operación quirúrgica….……...............................................…...107
6
7
A mis severos críticos.
8
9
INTRODUCCIÓN
He tenido el presentimiento de que este libro debiera ir precedido de
una Introducción, porque no tiene Índice y creo debería tener algo. Sin
embargo, continuaba sin decidirme hasta que recibí un intrigante
cuestionario del departamento de publicidad de Doubleday.
Yo me considero una experta en lo referente a cuestionarios. Pero
éste era diferente. Por ejemplo: ¿Por qué escribe usted? En manos
menos hábiles, ésta pudiera haber sido una pregunta difícil de
responder; una pregunta que tal vez indicase excesivos nervios en la
oficina principal. En mi caso, sin embargo, únicamente observé que
estaban interesados. Sólo querían saber, eso era todo.
Por supuesto, hay cierto número de preguntas rutinarias: ¿Qué hace
usted cuando no escribe? (Comprar geranios). ¿Cuál es el nombre de
su esposo? (Cariño). ¿Sus direcciones anteriores? (¿Por qué tanta
curiosidad?).
Pero después las preguntas eran más íntimas: ¿Cuál es la mayor
ambición de su vida? ¿Qué espera conseguir antes de que termine el
día? En lo que se refiere a este libro, ¿a quién debemos avisar en caso
de accidente?
Fueron precisamente estas últimas preguntas las que despertaron mi
atención. Ellas me hicieron comprender por primera vez que a mis
años... (tengo la misma edad que Margaret Truman; que le pregunten a
ella), ya he alcanzado la mayor ambición de mi vida. Y esto,
ciertamente, ya es algo. Me siento una persona distinta de las demás,
como ese simpático prisionero dedicado a criar canarios en San
Quintín.
10
Volviendo al principio, sólo tenía ocho años, y bastante retrasada
mentalmente para mi edad, cuando el destino de mi vida alboreó en mi
menuda inteligencia. No diré que hubo un relámpago deslumbrante;
únicamente una punzada, una suspensión del tiempo, un suave
reconocimiento del momento de la verdad, semejante al instante
memorable en el que Johnny Weissmuller observó por primera vez que
él era Tarzán y no Johnny.
Eran las siete y media de la mañana, y mi hermana, de seis años de
edad, estaba tirándome de los pies después de haber deshecho mi
cama, y gritando: “¡Levántate, estúpida!, ¡Mamá dice que yo no puedo
bajar hasta que tú no estés de pie!”. Logré sonrojarla con una de mis
ingeniosas frases: “¡Te crees muy lista, oh Lady Jane Gray!”. Pero
mientras me tiraba de la cama, en aquel preciso momento, comprendí
que todo lo que yo quería de la vida era poder dormir hasta mediodía.
De hecho, allí mismo compuse un poema para celebrar el
descubrimiento. Recuerdo el poema por ser el único que he escrito, a
menos que incluyamos una felicitación de dos líneas que envié a un
amigo el día de San Valentín y que decía:
“¡Para ti - fi, fi!”
He aquí el poema:
“Más que el lucero vespertino,
Más que un automóvil Packard,
Más que un bar Hershey,
Más que una novia con su lindo vestido,
Mucho más que todo esto
Prefiero la cama por la mañana.”
11
Desde luego, aun entonces comprendí que uno no puede dormir
hasta mediodía con todo el entusiasmo si no se tiene alguna legítima
razón para estarse de pie hasta las tres de la madrugada (aparte de las
juergas). Ya asistía a la universidad cuando me di cuenta de que yo
jamás me ocuparía en algo que me obligase a permanecer despierta
hasta esas horas. Había escrito algunos cuentos breves que, en el
primer rubor del fracaso, envié a la revista “Libertad”, con la inocente,
pero completamente errónea esperanza de que “Libertad” me los
compraría, porque todo en aquella revista era horrible (el único cuento
que ahora recuerdo se titulaba “En busca de la Felicidad”, y debo
confesar que Felicidad era el nombre de la heroína).
La solución, para mí, era evidente: Tenía que buscar un marido que
trabajase hasta las tres. Con esta idea en mi mente, descarté a los
jugadores de fútbol, que por aquellos días constituían el objeto natural
de mis afectos (medía casi seis pies de altura [1,82 cm.]). Había
observado que todos los futbolistas terminaban asociándose a sus
padres en el negocio de la construcción, una actividad típica por exigir
castos y continuos madrugones. Además, nunca deseé casarme con un
futbolista. En realidad, quería casarme con George S. Kaufman, pero
me lo impedía un doble inconveniente: a) ya tenía una esposa, y b) no
le conocía.
Tal vez dé la impresión de no ser muy romántica, pero a mis
dieciocho años, Walter (mi esposo) era el único hombre
verdaderamente elegible que conocía. Walter trabajaba como profesor
auxiliar; comenzaba sus clases a las tres de la tarde y por la noche
dirigía comedias. Se levantaba a las diez de la mañana, pero ya era una
buena hora. Después discutiríamos ese asunto. Por otra parte —quiero
ser sincera—, gozaba de otras atractivas cualidades: podía tocar
“Ja-Da” al piano, recitar estrofas completas de “Tierra baldía”, de
Eliot, y hacer unos purés pasables. Así que nos casamos, comenzando
yo mis días con brillante alegría a partir de la última campanada de las
doce, una espléndida situación que duró dos años, es decir, hasta el
momento de nacer nuestro primer hijo.
12
Ahora bien, lo malo de tener un bebé —y no creo ser la única
persona que lo haya observado— es que desde aquel día estás
arreglada, y pasarán años hasta que puedas distraerle de alguna
necesidad elemental diciendo: “Por lo que más quieras, mi vida, vete y
mira al televisor”. Desde entonces tuve que abandonar mis planes —de
tal manera nos acobarda a todos la maternidad— e irme a la cama a
una hora decente, como todo el mundo. Por desgracia, Walter seguía
trabajando hasta las tres de la madrugada, ocupado en dar a los jóvenes
estudiantes del arte escénico apariencias de más años, manteniendo las
luces del escenario en tonos sombríos. Yo pensaba en él durante las
altas horas de la noche, los niños, durante las primeras de la mañana, y
todos, durante el resto del tiempo.
Tardé bastante en acomodarme a la situación; en primer lugar,
porque mis ideas no eran claras (debido a la falta de sueño), y, además,
porque debía pasar mucho tiempo intentando recordar sacar del agua
hirviendo los pañales antes de que se deshiciesen. Por fin, después de
varios años y varios hijos, se me ocurrió la solución: pagar a otra
persona para que se levantase en mi lugar por las mañanas.
En la universidad, vivíamos fundamentalmente del sueldo de un
profesor —que es la forma de vivir del sueldo de un profesor— y esto
suponía que si queríamos tener una asistenta, yo, la mamá, tendría que
ganar algún dinero para pagarla. ¿Cómo? En un empleo no quería ni
pensar: precisamente lo que yo trataba de evitar era el tener que
levantarme temprano. Debería tratarse de algo que yo pudiese hacer
entre los botes de conservas. Entonces, ¿qué? ¿Podría vender
sobrecitos de mi propia sopa especial mezclando un bote de sopa de
pollo “Campbell” con otro de sopa de guisantes “Campbell”? No.
Me decidí, pues, a escribir comedias, impulsada por un cumplido que
mi padre me había dirigido unos años antes. “Escucha —me dijo, con
voz atronadora, una noche después de cenar—, la única maldita cosa
que tú eres capaz de hacer bien es hablar”. Por “hablar” entendía
“dialogar” —y ¡a escribir diálogos!
13
No diré que mis primeros esfuerzos se vieron coronados por el éxito
y la gloria. Lo diría, ciertamente; pero, ¿cómo probarlo? Cuando se
estrenó en Nueva York mi primera comedia, Louis Kronenberger
escribió en el semanario “Time”, con un ingenio que sólo tardé diez
años en apreciar, que “Leo G. Carroll (el actor) alegra la comedia de la
señora Kerr de la misma forma que las flores alegran la habitación de
un enfermo”. No comprendo cómo éstos y otros cumplidos semejantes
hacia Leo G. Carroll, no agotaron mi pluma para siempre. Como
alguien dijo hace poco:
“Si tú puedes mantener firme la cabeza cuando todos los que te
rodean pierden la suya, es posible que no te hayas dado cuenta de la
situación”. Lo cierto es que con unas cosas y con otras (la paga por
adelantado de incautos productores) podía pagar el salario de una
simpática muchacha que padecía de insomnio y que pretendía pasarlo
muy bien distribuyendo lápices y tiza, hasta que aparecía yo, toda
fresca y feliz, a las once de la mañana.
De esa manera, mientras pasaban los años dorados, me las arreglé
con varias doncellas. Hubo un breve y horrible período,
inmediatamente después de abandonar la universidad, cuando parecía
que Walter estaba dispuesto a aceptar un empleo de tipo civil, que nos
obligaba a vivir normalmente. ¡Qué horror! Pero mis temores eran
infundados y Walter se convirtió en un crítico dramático. En muchos
aspectos, un crítico dramático vive una existencia ideal, mejor dicho,
podría vivirla si no tuviese que ver tantas comedias.
Evidentemente, resulta estupendo asistir y tomar parte en la emoción
del estreno de una gran producción. Y hay también, cada año, cierto
número de comedias que deben ser consideradas como fracasos
(porque duran poco en cartel), y que, sin embargo, son agradables de
ver. Pero, ¿y los tostones? Son las comedias tan aburridas que uno
permanece sentado en su butaca, asombrado, con temor de perder el
juicio, mientras por todas las partes la gente busca apresuradamente la
salida. Fue después de un estreno con estas circunstancias cuando mi
esposo comentó: “Ésta es la clase de comedia que da a los fracasos una
mala fama”.
14
No sé qué serie de normas siguen los críticos en tales ocasiones. Pero
yo puedo sentir la presencia de un verdadero desastre leyendo la
información que he reunido sobre los actores secundarios. Ocupamos
una butaca de primera fila; lo cual nos permite leer alumbrados por las
luces del escenario. Y a través de los años he descubierto que estudiar
las notas del programa, mientras la comedia sigue su curso, me ayuda
a mantenerme alerta —es decir, consciente—. “Biff Nuthall”, leo,
“debuta con esta obra en Nueva York en el papel de botones. Proviene
de Princeton, New Jersey. Estudió en la Universidad de Wisconsin,
donde obtuvo un extraordinario éxito como Mosca en una producción
estudiantil de “Volpone”. El Sr. Nuthall también toca el oboe”.
Como puede verse, ahora tengo algo en qué pensar; mi
subconsciente está totalmente ocupado. Biff Nuthall en el papel de
Mosca. Estoy segura que el muchacho goza de gran talento, pero
nunca reflejará mi idea de Mosca. Tal vez Benvolio, o Fray Lorenzo;
pero Mosca... ¿con todas esas pecas y el pelo rojo? Y si proviene de
Princeton, New Jersey, ¿por qué fue a la Universidad de Wisconsin?
¿Qué tiene de malo la Universidad de Princeton? Pero ésa es la manera
de ser de algunos jóvenes: sólo porque un centro esté situado en su
ciudad natal, no es lo suficientemente bueno para ellos. Estoy cierta
que tendrías tus razones, Biff, pero no me parece leal. Y otra cosa:
¿qué significa ese breve inciso: “El Sr. Nuthall también toca el oboe”?
¿Es una imaginación mía, o hay en realidad una burla solapada en tales
palabras? ¿No lo toca muy bien, o el agente de prensa que compuso
esta pequeña biografía no tiene una alta opinión de este instrumento
musical? Para su información debo decir que el oboe es un noble
instrumento demasiado abandonado por la juventud moderna. ¿Qué
quiere? ¿Una orquesta entera compuesta de violines?
Si el reparto es lo suficientemente numeroso, uno puede pasarse toda
la sesión de esta forma.
15
Debo confesar que siento cierta tendencia a leer en los lugares más
extraños; lo que frecuentemente es una bendición. Por otra parte, esta
costumbre, a veces, se interpone entre mí misma y lo que, según digo a
mis hijos, es “mi trabajo”. En realidad, leeré cualquier cosa antes que
trabajar. Y no me refiero a cosas interesantes, como la sección azul de
la guía telefónica o los catálogos de propaganda. La verdad es que,
antes de poner una sola palabra en un papel, paso toda una media
hora leyendo la etiqueta de una botella de leche de magnesia. “La
Leche de Magnesia Philips”, leo con mayor interés que si estuviera
terminando una novela de Agatha Christie, “está preparada
únicamente por la Compañía de Charles H. Philips, Departamento de
Drogas. No debe tomarse cuando hay dolores abdominales, náuseas,
vómitos, u otros síntomas de apendicitis”.
Por esta razón, y porque tengo cuatro hijos, hago más de la mitad de
mi trabajo en nuestro automóvil, aparcado junto a un letrero que dice:
“Prohibido arrojar toda clase de basura, bajo la multa de 50 dólares”.
En cuanto a los muchachos se refiere, no son precisamente las
continuas interrupciones en la casa lo que me impide trabajar. No me
importa cuando uno de ellos viene dando voces hasta mi cuarto para
decirme algo verdaderamente importante, como “el Hombre del
Tiempo, dice que la esencia del plátano será la esencia de la semana, la
próxima semana”. Lo que me vuelve loca y hace que mis frascos de
tinte capilar se agoten rápidamente, es oír por casualidad frases como
ésta: “Oye, estúpido, el agua debe ir encima”. Más bien que investigar
e interrumpir mi trabajo, malgasto veinte minutos preguntándome:
¿Qué agua? ¿Encima de qué? Espero que se trate de la pistola de agua
y no de la lavativa. No, ¡por Dios!
En el automóvil, donde me hielo o me achicharro, según la estación,
todo es tranquilidad. Lo poco que hay para leer desde el asiento
(Chevrolet, Gas Oil Esso, Tome Coca Cola) ya me lo sé de memoria
hace tiempo. Por lo tanto, una vez que he limpiado y ordenado todo lo
que mi esposo deja abandonado sobre el asiento, no tengo más
remedio que escribir.
16
De vez en cuando —cada cuarto de hora, poco más o menos— me
pregunto a mí misma: ¿Por qué lucho y me esfuerzo, cuando podía
estar muy bien en casita, pintando el armario de la cocina? ¿Por qué? Y
entonces lo recuerdo: porque me gusta dormir por la mañana; ésa es la
razón.
17
1.
POR FAVOR, NO OS COMÁIS LAS MARGARITAS
Nosotros tenemos mucho cuidado de nuestros hijos. Jamás deberán
pagar a un psiquiatra veinticinco dólares a la hora para saber por qué
les abandonamos. Nosotros mismos les diremos por qué lo hicimos.
Porque son inaguantables; sencillamente por eso.
Recordando tiempos pasados, me parece que todo iba bien cuando
ellos eran dos y nosotros igualmente dos. Nos sentíamos amados,
protegidos y seguros. Pero ahora que ellos son cuatro y nosotros sólo
dos, las cosas han cambiado. Somos minoría, y no estamos tan
vigorosos como antes. Es evidente que no podemos competir con estos
cuatro hombrecitos.
Fíjate en Cristóbal, por ejemplo (y si te gusta, sinceramente te digo
que puedes llevártelo); es un rapazuelo de ocho añitos. La dificultad en
tratar con él, está en el hecho de que su único interés consiste en
averiguar el valor preciso y el significado exacto de las palabras,
mientras nosotros sólo estamos interesados en hacerle recoger sus
vestidos del suelo. Si yo le digo: “Cristóbal, báñate y pon todas tus
cosas en la lavadora”, me responderá: “Está bien, pero se romperá la
máquina”. En este momento mi ingeniosa contestación sería: “No
importa, que se rompa”. Pero años de experiencia han pasado sobre mí
en vano y yo, la eterna ingenuidad, pregunto: “Por qué se romperá la
máquina”. Y Cristóbal explica: “Mamá, si pongo todas mis cosas en la
lavadora, tendré que poner también mis zapatos, y entonces,
ciertamente, se romperá la máquina”.
“Muy bien, le digo, con paciencia y dulzura, pon todas las cosas,
excepto los zapatos, en la lavadora”. E imitando mi agradable tono,
continúa alegremente: “Entonces, ¿de veras quieres que meta mi cinto
en la lavadora?” En estos momentos ya no sé ni lo que digo, pero oigo
las palabras de mi esposo: “Querida, no debes de gritar al niño de ese
modo”.
18
Veamos otra versión de esta batalla semántica:
—No des patadas a la pata de la mesa.
—No estoy dando patadas, sólo golpeo suavemente.
—Está bien, no golpees con tus zapatos.
—No lo hago con los zapatos, lo hago con el tenedor.
—Bueno, no juegues con el tenedor.
—Es un tenedor viejo..., etc., etc.
En otros aspectos, Cristóbal es un niño extraordinario. Le veo desde
la ventana de la cocina. Con un rastrillo del jardín en una mano logra
subirse a un árbol, se desliza por una rama y se deja caer sobre la tapia
—todo con la agilidad y gracia de una ardilla. Por otra parte, es
incapaz de ir desde la sala de estar al portal sin tropezar, por lo menos,
contra dos muebles (le he visto tropezar algunas veces contra cinco,
pero ese “récord” lo alcanza pocas veces).
Tiene otra habilidad que no admite análisis de ningún género y va
contra todas las leyes de la gravedad: puede pasar a través de una
habitación completamente vacía y tropezar contra las baldosas.
Supongo que es contra las baldosas. No hay allí ninguna otra cosa.
Mis amigas, que también tienen hijos, continuamente están
refiriéndose a las curiosas e ingeniosas frasecitas de sus pequeños. Por
ejemplo, la madre de un filósofo de cinco años me dijo en una ocasión
que cuando ella apareció una mañana con una nueva bata rosa de seis
dólares, su niño gorjeó lleno de admiración: “¡Mira, nuestra Miss
mamá va de boda!”. No creo que ninguno de mis hijos diga cosas
como ésa. Desde luego, con una bata de seis dólares yo no daría la
impresión de estar vestida para ir de boda. Más bien parecería que iba
a pintar el garaje. Pero no se trata de eso. La cuestión es: ¿Cómo se las
arreglan otras mamás para conseguir de sus hijos esa balbuceante e
idiota lealtad?
19
Hace un momento hablaba de una época en la que ellos eran dos y
nosotros también dos. En mi tendencia hacia los números redondos
estoy falsificando la realidad. Lo cierto es que nunca fueron dos. Había
uno, y, de repente, aparecieron tres.
Con los mellizos, ahora son cuatro; y durante varios años hemos
tenido cubiertas las ventanas de su dormitorio con tela metálica. Esto
da a la fachada de la casa una apariencia institucional y contribuye a
innecesarios rumores sobre mi salud mental, pero lo cierto es que con
estas medidas hemos logrado lo que pretendíamos: mantener a
nuestros hijos alejados de los techos.
Teniendo en cuenta que son mellizos, ciertamente tienen
pronunciadas diferencias. Collin es alto y activo, mientras Johnny es
bajo y parece haber alcanzado ya la media edad. Johnny no arroja sus
zapatos al aire, no se traga los tapones de las cervezas, ni rasga las
hojas de la guía telefónica. Nunca le he sorprendido dibujando con mi
mejor lápiz labial. De hecho, no tiene ninguna de esas encantadoras
cualidades infantiles que originan tantas escenas de violencia en los
hogares. Por otra parte, tiene una manía por el orden y una pasión
porque todo se haga de acuerdo con un sistema, que le haría
inaguantable para cualquier niñera. Si sus pijamas aparecen colgados
en la tercera percha del armario y no en la segunda, recibe un gran
disgusto. Si un cordón de la luz no está completamente en línea con la
pared, no quedará tranquilo hasta que alguien lo coloque como es
debido. Incluso, si una de las alubias de su plato es un poquito mayor
que las otras, resulta imposible hacérselas comer. Es difícil para él
vivir con nosotros. Y viceversa.
Collin es completamente distinto. Tiene un tacto y una habilidad, que
ciertamente sería el número uno si alguna vez se dedicase a robar cajas
de caudales. Equipado solamente con una cuchara y un cartón de lija,
puede sacar una puerta de sus goznes en siete minutos, y quitar todas
las perchas del cuarto de baño en cinco.
20
Gilbert sólo tiene diecisiete meses. Es demasiado pronto para hablar
de él (en realidad, algo podríamos decir, pero preferimos no encararnos
con los hechos). En otros tiempos, tal vez nos ilusionásemos con sus
sonrisas, gorjeos, y sus encantadores ojos azules; pero aquello se
acabó. Ahora sabemos que lo único que él espera, es que le llegue su
hora. Hoy día, sólo es capaz de chupar sus botitas de lana y tragarse
algún botón que otro. Mañana... ¡buena nos espera!
Mi verdadero problema con los hijos es que carezco de imaginación.
Siempre les estoy advirtiendo sobre las trastadas ordinarias, mientras
ellos planean las más raras y sorprendentes. Cristóbal, los domingos
por la mañana, se levanta el primero de la casa, y hace ya tiempo que
le di una lista con claras instrucciones:
“No despiertes al nene”. “No salgas a la calle en pijama”. “No te
comas las tostadas antes del desayuno”. Pero jamás se me ocurrió
decirle: “No hagas masa con la harina, ni pegues con ella todas las
páginas del periódico”. Ahora se lo digo, por supuesto.
La semana pasada invité a cenar con nosotros a unos amigos, y
advertí previamente a los mellizos y a Cristóbal que no apareciesen por
la sala de estar, que no empleasen las toallas limpias del cuarto de
baño, y que no dejasen sus bicicletas en el portal. Sin embargo, olvidé
decirles que no se comiesen las margaritas que, con todo el esmero,
había colocadas sobre la mesa del comedor. Fue un grave olvido.
En fin, tendré que visitar a un psiquiatra y preguntarle por qué tengo
esta sensación de persecución..., esta sensación de estar siempre
rodeada de malignos espíritus...
21
2.
CÓMO SER UN COLECCIONISTA DE CARTAS
La otra noche estaba yo leyendo un tomo de cartas compiladas (de
distintas personalidades), cuando comenzó a preocuparme una vez más
ese viejo problema: ¿Cómo saber que tus amigos serán famosos y que
tú debes coleccionar sus cartas? Naturalmente, uno guarda todo lo
referente a Ernest Hemingway y Edith Sitwell. Pero fíjate en los
inteligentes muchachos que recopilaban los manuscritos de Edna
Millay, cuando ésta no era más que una jovencita insignificante en
Vassar. Lo que yo me pregunto es: ¿cómo ellos ya sabían?
Con toda seguridad, en este mismo minuto estoy arrojando al cesto
de los papeles cosas por las que alguien, dentro de veinte años, daría
un ojo de la cara. Pero uno no puede guardar las cartas de todo el
mundo, al menos si vive en un piso de cuatro habitaciones. Cuando yo
era joven e ingenua, el año pasado, acostumbraba a archivar todas las
cartas que parecían interesantes o divertidas. Pero aquello era una
trampa.
Por ejemplo, tengo una carta maravillosa de mi panadero, en la que
explica al detalle cómo rompió la mesa de su comedor. Muy
interesante, pero inútil. Mi panadero jamás será famoso. Uno tiene que
usar el sentido común en estas cosas.
Sin duda, el procedimiento más seguro es limitarse a los amigos que
han demostrado una marcada tendencia literaria. Y aún entonces, con
mucha prudencia. Si tienes un amigo novelista, es preferible esperar
hasta que gane algún premio de publicidad. La pena es que en tal caso
lo más probable es que deje de escribirte. Su correspondencia,
probablemente, se limitará a la emisora de radio “Columbia”,
explicando por qué no le conviene aparecer en el programa “Entre
personalidades”.
22
Si tu amigo escribe comedias, la cosa es más fácil. Comienzas a
coleccionar sus cartas inmediatamente después de su primer fracaso.
En este preciso momento se encuentran en la cumbre de sus dotes
literarias como escritores de cartas. Si quieres encontrar verdadera
pasión, colorido, y una directa revelación de carácter, lee una carta de
un escritor de comedias que acaba de sufrir su primer desastre.
Y, a veces, puedes ver un talento floreciendo delante de tus mismos
ojos. Tengo un amigo, poeta, que solía escribir algunas cositas
encantadoras acerca de “los helados dedos de noviembre” y “la extraña
tranquilidad de los ceniceros después de una tertulia”. Confieso que en
un principio no le consideraba gran cosa. Pero la semana pasada
publicaron un poema suyo en “Partisan Review”, y no entendí una sola
palabra. Desde ese día, archivo todas sus cartas.
Uno debe estar con los ojos bien abiertos. Sería terrible pensar que
estás rozándote con la grandeza y ni siquiera notarlo. Confieso que hay
ocasiones en que no se puede estar seguro si un amigo tiene talento o
no lo tiene. En tal caso, lo más lógico es preguntárselo a él mismo. Te
lo dirá. Pero también aquí es necesaria cierta discreción. Por ejemplo,
yo no presto la mínima atención a amigos que se emborrachan en
alguna fiesta y comienzan a vocear que son capaces de escribir un
libro mejor que “Lo que el viento se llevó”.
Como regla general, diría que si tú gozas de un prometedor círculo
de amistades que aparecen de vez en cuando en los periódicos
anunciando que su cerveza es la “Rheingold”, la cerveza seca, y en la
radio comunicando sus pequeños secretos a los pequeñuelos, tu carrera
como coleccionista de cartas, será un éxito. Vete de la ciudad. De lo
contrario, tus amigos no tendrán la oportunidad de escribirte.
Pero, ¿quién soy yo para hablar de todas estas tonterías? Es evidente,
que nada me preocupan las cartas de mis amigos. Lo que me impide
dormir por las noches es la cuestión de mis cartas, las que yo escribo.
¿Las colecciona alguien? Muy improbable. Conozco a mis amigos:
son, sencillamente, incapaces de pensar en archivar mis cartas. Sus
escasas inteligencias no dan de sí para tanto. ¡Pobres editores míos!
¿Cómo podrán publicar un libro con todas mis cartas? No lo harán si
no tomo alguna medida.
23
Por consiguiente, he comenzado a tomar ciertas medidas. De ahora
en adelante saco copia de cada palabra que escribo, y que mis altivos
amigos se vayan a la porra.
Ya tengo una colección bastante decente:
Querida Mabel:
Creo que Johnny no tiene un par completo de calcetines sin agujeros;
dile que se ponga uno marrón y otro verde. Si diese guerra, dile que
puede ponerse los pantalones largos y no se verán sus calcetines. Y
otra cosa muy importante: le toca a Gilbert beber la leche del barril de
cerveza.
Sra. K.
Mi querida Joan:
Por fin nos hemos pasado ya a la casa de Hilltop. ¡Qué maravilloso
lugar! Desde estas alturas se dominan perfectamente las aguas azules
de la bahía. Gozamos de nuestro propio y especial viento, triste y
cantarín. Todo parece encantado y lleno de fantasmas. Prométeme
venir a vernos. Siempre estamos aquí.
Recibe todo el cariño de
Jean.
Compañía de Ventanas para todas las Estaciones, Mount Vernon,
Nueva York.
Muy señores míos:
Les ruego me digan de una vez si van a venir a colocar esas ventanas
contra tormentas, antes de que seamos barridos por el maldito viento.
Dijeron que vendrían el lunes y ya es miércoles. Empleamos el
termostato a ochenta y cinco grados, y todavía el asado vuela de los
platos. Y he tenido que ponerme guantes para escribir esto.
Espero saber de ustedes pronto o nunca.
Jean Kerr.
24
Querido Phillis:
Gracias, gracias, gracias, por la tarde tan maravillosa que me has
hecho pasar. Tu libro llegó ayer por la mañana y desde entonces no lo
he dejado de las manos. Mi espíritu se ha visto transportado por las
regiones del embeleso. Realmente, Phillis, es una obra de arte. Es
necesario que alguien lo diga. Como Sainte-Beuve confesó en cierta
ocasión: “Je ne sais quois pour dire”.
Con todo mi agradecimiento,
J.
Queridísima madre:
Perdona por no haberte escrito en estas tres últimas semanas, pero
hemos estado buscando la tarjeta-felicitación de Navidad. Tu “slogan”
para la Campaña contra el Cáncer, me parece excelente. Yo en tu caso
lo enviaría al concurso.
Por aquí nada de nuevo, excepto que, no sé con qué motivo, vino a
visitarnos Joan con sus cuatro horribles niños —de los cuales, tres
tenían armónicas.
¿Has leído el libro de Phillis? ¡Que estupidez! Da la impresión de
que todo el siglo diecisiete es suyo.
No, no he visto a Tab Hunter en “El grito de batalla”, pero si dices
que no me la pierda, sacaré las entradas para un día de éstos.
Besos y abrazos de
J.
25
Tesorero
Teatro Hellinger,
Nueva York, N. Y.
Muy señor mío:
¿Qué pretende usted devolviéndome el cheque y diciendo que no hay
entradas? Pedí dos buenas butacas para la sesión de la tarde del primer
miércoles que las haya. ¿Sugiere usted que a través del correr de los
tiempos nunca habrá un miércoles en el que sea posible conseguir dos
butacas? No deseo dar una impresión de pesimismo, pero incluso
usted, en toda la fiebre del éxito, debe admitir que hay una posibilidad
—al menos en teoría— de que alguna vez —digamos en 1962—, tal
vez esté dispuesto, y aun ansioso de vender dos entradas.
Mientras tanto me voy a ver “Doblan las campanas”.
Jean Kerr.
Cariño:
Parece que he perdido las llaves del coche en los almacenes Schraft.
Por favor, toma un taxi y vete a buscarlo enfrente de Bloomingdale,
New Rochelle. Está aparcado en una zona prohibida; pero no creo que
importe porque ahora llueve y Peggy dice que nunca vigilan cuando
llueve. Hay muchas verduras en el asiento de atrás. No sé cómo te las
arreglarás para traer también los helados.
Con todo el amor,
J.
26
Mercado Funnell.
Muy señores míos:
Les incluyo un cheque para pagar mi cuenta de febrero. Sin embargo,
quiero llamar su atención hacia una línea de su factura que dice:
“Cincuenta céntimos de jamón ... ... 70 Cts.”
Me doy perfectamente cuenta de que la vida sube, y de los
consiguientes inconvenientes que sufren los tenderos privados, pero
cuando yo encargo cincuenta céntimos de jamón, no deseo sino que
me sirvan cincuenta céntimos de jamón.
Suya affma. y s. s.,
Jean Kerr.
Querido Cristóbal:
Papá y yo vamos a cenar fuera, y quiero que prestes atención a esta
lista:
1. Nada de televisión hasta que no hagas tus tareas escolares.
2. Saca la bicicleta y todas esas pistolas del cuarto de baño.
3. Báñate y no olvides hacerlo con jabón.
4. No te metas en la cama con la ropa interior o con los calcetines.
5. Collin dice que te has tragado su silbato. Si no es cierto,
devuélveselo.
Un beso de mamá.
27
Sr. D. Ken McCormick
Jefe de Ediciones
Doubleday y Co.
Nueva York, N. Y.
Querido Ken: Gracias por decir que mis cartas eran interesantes.
Seguiré su consejo e iré con ellas a algún trapero.
Como siempre,
Jean.
P. S. ¿Tendrá la bondad de remitirme esta carta?
28
29
3.
¿ESCRITOR O NATURALISTA?
Lo que a mí me preocupa es ser tan diferente de los otros escritores.
Connecticut es un Estado más, para mí. Y la naturaleza, pues, no es
otra cosa que la naturaleza. Cuando yo veo un árbol, cuya sedienta
boca busca el pecho suave y rico de la tierra, en seguida pienso: “He
ahí un bonito roble”; pero el espectáculo no cambia mi modo de vivir.
No, no voy a despotricar contra árboles y flores. Incluso tengo tres
tiestos, y soy la primera en oler los geranios cuando entro en una
habitación. Pero no pierdo la cabeza.
Sin embargo, he leído bastante en esta temporada, y es evidente que
no sigo el debido ritmo. La mayoría de los grandes autores (y yo llamo
grande a un autor cuando gana más de veinte mil dólares al año)
abandonan el psicoanálisis y vuelven al campo. Uno no puede ponerse
a leer un libro hoy día, sin verse complicado en la saga inspiradora de
algún pobre y asolado escritor, cuyos ingresos ascendían a los sesenta
mil dólares al año, y se encuentra ahora esperando al autobús de las
cinco y media.
Entonces, a tres horas de la estación y a veinte minutos de su cuarto
de baño, halló esta vieja y abandonada serrería y allí encontró la
solución.
Desde el comienzo mismo, los días dorados volvieron llenos de
verdadera vida. No importa que la doncella pidiese la nota, porque no
estaba acostumbrada a cocinar sobre el fuego abierto. Tan pronto como
la esposa abrió un bote de “spaghetti” Heinz, los roció con mejorana,
perifollo, anís y un poco de “vermouth” seco, de nuevo sintió la dulce
satisfacción de ser una compañera y una madre. Los hijos no
constituían problema, porque tenían que caminar ocho millas para ir a
la escuela y otras ocho para regresar, y apenas estaban un momento en
casa.
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Y la misma Verdad, llamó a la puerta una mañana sobre las diez y
cuarto. Era un hermoso día de primavera. Los ranúnculos parpadeaban
sobre la hierba, y únicamente se oía el cántico de la chotacabra,
cuando la chimenea se derrumbó y cayó a través del techo del comedor
en medio de vigas, ladrillos y cemento, haciendo trizas la mesa estilo
colonial.
Nuestro escritor se encontró con el desastre cuando regresaba del
pozo. Aunque en un principio se sintió aterrado, refrenó sus nervios y
obró como cualquier otro hubiera obrado en tal situación. Salió y se
sentó en el banco del corral. A los pocos momentos pasó por su lado un
pollito. Lo cogió entre sus manos y, de repente, se dio cuenta de que
estaba caliente, de que piaba suavemente, y de que era un pollito suyo.
Lo estrechó cariñosamente contra su última camisa limpia. Nuestro
escritor ahora se sintió perdido; perdido en el milagro del calor y de los
píos —aunque, en mi opinión, nada tiene de extraordinario el que los
pollitos píen—. Olvidado quedó el agujero en el techo y la mesa del
comedor. En aquel instante comprendió que ninguna otra cosa
importaba: de ahora en adelante su vida se centraría en estas dos
realidades: él y su pollito.
Ya ves qué diferentes somos todos. Para mí es sencillamente
imposible pensar en un desastre familiar, cuya importancia
desapareciese ante la presencia de un pollito en el corral. Y si el techo
cayese sobre mi mesa del comedor, un pollito con dos dedos de frente
haría bien en alejarse de mí. Nada me impediría darle una patada en las
plumas de su rabadilla. Tal vez sea porque odio a los pollitos, con sus
ojos descoloridos como cuentas y su estúpida forma de mover
continuamente la flaca y huesosa cabecita.
Antiguamente, cuando nuestro escritor vivía en la ciudad pecadora,
las cinco de la mañana eran una pesadilla: en ninguna fiesta podía
tomarse un “martini” lo suficientemente seco. Hoy día, a esa misma
hora, ya está debajo de las vacas. “El muchacho y yo acabamos de
ordeñar, y allí mismo, junto a las vacas, nos sentamos ante un caldero
de tibia y sabrosa leche, y nos refrescamos”. Desde luego, acaso quiere
decir que se lavaron la cara con ella, pero, ¿verdad que parece
significar que la bebieron?
31
A continuación añade: “¡Cómo se estira El Muchacho! Ya es una
pulgada más alto que La Muchacha”. No sé lo que les pasa a los
escritores cuando se van a vivir al campo. Son incapaces de recordar
los nombres de sus hijos. Dos semanas en las praderas empapadas de
rocío y ya no se les oye más que “El Muchacho” y “La Muchacha”.
Observad, sin embargo, cómo llaman a los animales. Uno
continuamente se encuentra con frases como ésta: “Peter Wimsey hoy
se hirió en la pezuña con un clavo”, o “Gracias a Dios, Edith Sitwell
tuvo, por fin, un ternero”.
Pero en la Utopía, no todo es trabajar, trabajar y trabajar.
Frecuentemente, en las tardes, una vez que han terminado de abonar
las tierras, el escritor y su esposa se sientan sobre la cerca —con una
maravillosa sensación de “solidaridad”— y deleitan sus oídos con la
mágica sinfonía de los grillos. Confieso que tengo esos mismos
sentimientos. En nuestra casa también estamos bastante atareados, y,
por supuesto, no nos sentimos “integrados” en absoluto; sin embargo,
mi esposo y yo nos sentamos con frecuencia junto al fuego durante el
interminable crepúsculo, escuchando el suave rum-rum de la lavadora.
¡Oh, qué bellos momentos!
Pero volvamos al escritor. Aun desde su punto de vista, hay un
pequeño fallo en todo este bucólico arrobamiento: con seleccionar las
patatas y cuidar de las vacas, no ha escrito ni una sola línea desde que
abandonó la ciudad. Desde luego, lleva un diario —y éste es el único
medio de estudiar los efectos de la satisfacción en el estilo de un
escritor. Y, ciertamente, los efectos son horribles.
En la ciudad, nuestro hombre se ocupaba en escribir cuentos
admirables para las revistas de ideas más avanzadas. (Recuerdo uno
sobre una vigorosa mujer de cincuenta años, con un corte de pelo tipo
italiano, que iba completamente borracha en un autobús, empeñada en
explicar a un grupo de desconocidos por qué no estaba dispuesta a
facilitar el divorcio a su esposo.)
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Ved cómo escribe ahora:
“Me levanto a las cinco y media para dar de comer a las ovejas”.
“Esquilo a los corderos del año pasado”.
“¡Qué emoción! La máquina de mezclar grano ha llegado hoy.”
¿Levantarse a las cinco y media para dar de comer a las ovejas? ¡Lo
único que faltaba! Jamás seré escritor.
33
4.
CÓMO DECORAR LA CASA RÁPIDA Y CÓMODAMENTE
Como resultado de un reciente e imparcial estudio entre las señoras
de una reunión, he descubierto cierto número de hechos muy
significativos sobre la forma de decorar la casa, que, de mil amores,
pongo en general conocimiento.
El problema con el que se enfrenta la corriente y atareada ama de
casa no es precisamente si debe decorar su hogar. Desde luego, debe
decorarlo. El problema es: ¿cuándo? Sé que las circunstancias varían,
pero, en general, creo que hay tres situaciones en las cuales es
aconsejable decorar la sala de estar: Una cuando tienes dinero; otra,
cuando no tienes dinero, pero tienes la intención de tomar parte en
algún concurso radiofónico, en el que premiarán tus conocimientos de
las más extrañas ciencias con miles de dólares, y, por último, cuando
no tienes dinero, ni la más lejana posibilidad de conseguirlo, pero tus
nervios están tan deshechos que si te ves obligada a volver a mirar esas
moteadas paredes azules un día más, terminarías en un manicomio.
Una vez decidida a realizar el proyecto, te encuentras con la cuestión
realmente delicada: ¿cómo? ¿De qué color o en qué estilo decoraré la
habitación? Es en este momento cuando muchos valerosos corazones
se dejan invadir por el desaliento y prefieren seguir con las moteadas
paredes azules. Porque es un hecho curioso que, aún aquellas mujeres
que ordinariamente admiran a sus más íntimas amigas por las
instantáneas y absolutas decisiones que muestran en toda clase de
asuntos, de repente manifiestan vastas áreas de inseguridad, en el
momento en que tienen que decir si el techo debería ir pintado en un
tono más oscuro o más claro que las paredes.
34
Conozco a una mujer con un carácter extraordinariamente fuerte que
eligió un colegio para su hijo en una sola tarde, y que siempre ha sido
capaz de organizar una cena para dieciséis personas en cinco minutos.
En un salón de belleza, cuando la manicura le pregunta qué color
prefiere para las uñas, puede echar un vistazo a una fila de diecinueve
frascos de diferentes tonos y decir “Rosa Carioca” sin un segundo de
duda.
Una señora, como digo, algo excepcional. Mi sorpresa fue, por
consiguiente, enorme, cuando la encontré el otro día en los almacenes
Schumacher examinando un montón de telas. Al parecer, era su
séptima visita a dicho establecimiento para elegir unos metros de
cretona para tapizar un sofá. ¿Qué había sido de aquellos aires de
decisión y prontitud? Ante mí, perdida en un mar de muestras, se
sentaba una figura deshecha patéticamente, manoseando distintos
géneros y pidiendo el parecer de personas totalmente desconocidas.
Para evitar estas cosas es aconsejable pedir la opinión de un
decorador. De hecho, nada hay como un decorador profesional de
primera clase, para convencer a una mujer normal de que ella misma
sabe lo que quiere hacer en su sala de estar. El decorador
invariablemente llega con un cuaderno de notas y un aire de fría
preocupación. Pasea cautelosamente por “Ese Trágico Error”, tu sala
de estar, y, finalmente, en su rostro aparece una repentina y acogedora
sonrisa que parece decir: “Gracias a Dios que usted acudió a mí. Unos
días más, y tal vez hubiera sido demasiado tarde.”
Entonces comienza a hablar: “Mi estimada señora, he aquí una
habitación pequeña y oscura, con muy poca luz. En mi opinión, no
vendría mal un color ceniza pálido”. A lo que respondes: “¿Qué quiere
usted decir? ¿Gris? Es precisamente el color que tiene. La sala está
pintada de gris desde hace quince años”. Procuras calmar tus nervios.
“Yo pensaba en un color turquesa, tal vez, combinado con el rosa”.
35
Al oír la palabra “turquesa”, por su rostro aparece tal gesto de dolor,
que crees que el pobre es víctima de un ataque de apendicitis. Cuando
logra serenarse, continúa tranquilamente y con gran paciencia: “Pero
mi querida señora, supongo que usted querrá algo que se salga de lo
corriente, ¿no es así?”. “Sí, sí —respondes—, por supuesto, deseo algo
que se salga de lo corriente, pero, ¿no podría también ser algo... bueno,
algo diferente?”.
Oye la pregunta con el desprecio que merece y se dirige hacia tu
encantadora chimenea. La señala indolentemente con el lapicero:
“Estilo victoriano”. “Por supuesto —añades con ademán de enterada—
, absolutamente victoriano. Esta chimenea fue realmente la razón por
la que compramos esta casa”. “Bien” (sus modales son ahora bruscos y
decisivos). “No habrá dificultad alguna en cuanto a esto. Desaparecerá
de aquí y pondremos una plancha de piedra”. Es en este momento
cuando decides que el que va a desaparecer de la casa es el decorador.
Entonces sentirás la tentación de pedir el parecer de tu esposo. No lo
hagas. Los maridos tienen dos posturas diferentes sobre la decoración
de la casa: En primer lugar, está la actitud constructiva, pero inútil: “El
azul es un color tan bonito... ¿Por qué no lo pintas todo de azul?”.
Después está la actitud destructiva, también inútil: “Haz lo que
quieras, pero no se te ocurra llenar de petunias las paredes, como tu
hermana Elena”.
Con un hombre así es perder el tiempo explicarle que esas petunias
son claveles bordados a mano en un lienzo que vale a dieciocho
dólares el metro.
También puedes buscar ayuda en las revistas y publicaciones
ilustradas, aunque las personas tan lindas que aparecen en esas páginas
a todo color no parecen vivir con el resto de la gente. En primer lugar,
dan la impresión de pasar el tiempo en terrazas o patios, donde son
fotografiados, reclinados en pintorescas sillas, o asando filetes en
inmaculadas cocinas eléctricas. Esta vida al aire libre es, sin duda
alguna, saludable. De lo contrario, ¿de dónde sacarían el vigor y la
agilidad necesaria para salir de esos sillones increíblemente bajos que
aparecen en sus salas de estar?
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Ya sé que hoy día la mayor parte de la gente —al menos las personas
de gusto y distinción— viven en casas tipo “rancho”, con tres paredes
de cristal y otra de ladrillo desnudo, y con la chimenea en una enorme
sala verde en cuyo centro brota un surtidor de aguas cristalinas, y un
estanque con peces de todos los colores. Pero, ¿no sería conveniente
que algunas de esas revistas se ocuparan en alguna ocasión de los
pocos ciudadanos que todavía vivimos en casas corrientes con
escaleras, portales, comedores y pasillos?
Cierto que de vez en cuando se logra ver una fotografía de alguna
habitación ordinaria y atractiva. Precisamente el mes pasado me
encontré con un comedor pintado en verde mar y amarillo pálido. El
único color llamativo lo daban una manzana colorada y un calendario
de un rojo vivo sobre la pared. Por supuesto, uno tendría que estar
reponiendo continuamente la manzana, y, a través de los años, alguien
preguntaría por qué seguía allí aquel calendario del año 1935.
También están esos artículos “Decore usted mismo...”. Leí hace
algún tiempo uno titulado “Hay tesoros en su desván”. Iba
acompañado de unas tentadoras fotografías que demostraban cómo
unas ingeniosas mujeres habían transformado olvidadas
monstruosidades —muebles destartalados, perchas viejas y todas esas
cosas— en “obras de arte”.
Una señora rescató un demolido aparador, perteneciente a su
bisabuelo, y lo dividió en tres partes. La parte inferior la cubrió con
una plancha de madera fina, convirtiéndola en una curiosa mesita de
café —“curiosa” fue la palabra que empleaban—. La parte central,
después de haber sido cepillada, lijada y equipada de unos adornos de
bronce muy “cucos”, llegó a ser una mesita de noche. Y la parte
superior, con una gaveta y un espejo encima, fue colocada en el
vestíbulo.
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De esta forma, la tal señora se hizo con tres “obras de arte”. Incluso
puede haber ido demasiado lejos. Yo creo que, cuando este hábil
carpintero tenga invitados en su casa, nunca hablarán de los tópicos,
como el tiempo o la guerra fría. Pasarán toda la tarde comentando los
distintos tipos de muebles.
En fin, que después de leer el artículo, me sentí tan culpable,
pensando en las maravillas ocultas sobre mí, que me retorcí el tobillo
en mi carrera hacia el desván. Allí encontré un armario de cocina y una
cuna. Si hubieran sido dos armarios de cocina, tal vez los hubiese
pintado con purpurina y, unidos los dos, los habría colocado en la
esquina, frente a la chimenea. Sin embargo, desafío a House and
Garden o a cualquiera, a ver qué se puede hacer con una cuna, excepto
poner un niño dentro.
Y volviendo a las perchas viejas, ¿sabías que, convenientemente
trabajadas, pueden servir de monísimas patas para una mesita de café?
Si por alguna razón no tienes en el desván ninguna percha vieja,
puedes comprarlas a diecinueve dólares cada una, que sólo es un
poquito más que lo que te costaría una mesita de café corriente.
Sin duda, algunas personas gozan de más imaginación que otras.
Una amiga mía, por ejemplo, tenía una antiquísima cama con postes
enormes tallados a mano. Serró uno, compró una elegante pantalla de
seda, la colocó encima, sujeta con alambre niquelado, y... aquello sí
que era una obra maestra. Todas sus amigas comentaban: “¡Oh,
Peggy!, ¿no es eso un poste de cama? ¿No lo vas a pintar? ¡No lo
dejarás así!”
No es conveniente, entre paréntesis, hablar de tus problemas
decorativos con las amigas. Siempre responden con alguna sugerencia
práctica, como: “Yo en tu lugar, Grace, lo dejaría tal como está hasta
que los niños sean mayores”.
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Una vecina mía siguió este consejo. Esperó hasta que los hijos
crecieron y se casaron, y entonces convirtió en realidad el sueño de su
vida: una alfombra blanca con adornos color salmón. Fui a visitarla la
semana pasada. Sobre la alfombra blanca con adornos color salmón
jugaban sus cinco nietos, el perro “boxer” y cuatro tortugas.
Pero nos estamos apartando de la cuestión. Aun cuando vayas a
decorar la sala de estar, probablemente tendrás que arreglártelas con
los mismos muebles, incluso ese inmenso sofá que compraste en 1932,
al mes siguiente de nacer los mellizos. Por consiguiente, todo se
reducirá a fundas, cortinas y pintura.
Cuando vayas a elegir telas, resulta, a veces, más cómodo ir a uno de
esos grandes almacenes donde nadie muestra el menor interés por ti.
De esta manera puedes pasar horas enteras tú sola entre piezas y piezas
de tejidos. En un comercio ordinario te prestan una atención tan
individual y excelente que es prácticamente imposible una selección.
Mientras tú únicamente deseas curiosear y que te dejen sola con sus
muestras y tus ideas, los dependientes quieren ayudarte. Cuando el
representante de alguna fábrica de tejidos ha extendido ante ti, con
toda la simpatía y finura, veintiocho muestras sobre la humilde
alfombra enfrente del sofá, comienzas a sentir un creciente temor de
que ninguna de ellas te va a gustar y de que este pobre hombre se
llevará de ti un recuerdo poco agradable.
En tal situación, encuentro muy conveniente distraer la atención del
representante. Ordinariamente digo: “Sí, es estupendo, estupendo, pero
debo considerar cómo irá con mi gran piano amarillo”.
El representante, en estos momentos, ya está completamente
distraído. No sabe ni lo que dice. A continuación, con una voz
apagada, se atreverá a sugerir: “Señora, las muestras están allí; ¿por
qué no las repasa otra vez?” Y mientras te acercas a ellas, él se
aproxima disimuladamente al teléfono, dispuesto a pedir auxilio en
cualquier instante.
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A su debido tiempo habrás elegido tela para tus fundas, un color más
oscuro para las cortinas y otro más claro para las paredes; lo habrás
enviado todo a un tapizador, y un día, siete meses después, recibes
todo confeccionado. Si no te parece muy bonito, no te preocupes,
puedes volver a las mismas a los dieciocho o diecinueve años.
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41
5.
LOS PERROS QUE ME HAN CONOCIDO
Nunca tuve la idea de hablar de esto, pero el hecho es que jamás he
visto un perro que no se encaprichara conmigo al momento. Fíjate en
“Kelly”, por ejemplo. Es un “fox terrier” con unos pelos como
alambres y lleva con nosotros unos tres años. No diré que sea muy
guapo, pero, ciertamente, tiene una sonrisa encantadora. Lo que no
tiene es sentido alguno de adaptación. Todos los demás perros de la
vecindad pasan las tardes ladrándose entre sí o persiguiendo gatos.
“Kelly” pasa todo el día, y todos los días, corriendo tras los cisnes del
estanque. No me preocupo, porque nunca cogerá a uno. En primer
lugar, porque no sabe nadar. En vez de intentar la manera corriente de
mantenerse sobre el agua, como los demás, quiere presumir con
modalidades complicadas; el resultado es, que siempre se hunde y
tiene que ser sacado del agua como un pez. Naturalmente, la gente
habla, y siempre que le llevo de paseo hay alguien que le señala con el
dedo y dice: “Ahí va ese perro loco, que persigue a los cisnes”.
Otra cosa curiosa acerca de este perro es, que se niega por completo
a ponerse en el lugar de los demás. Tenemos un sacapuntas en la
cocina y “Kelly” solía mordisquear de vez en cuando la funda de
plástico. Mientras sólo se tratara de eso, a mí no me importaba. Pero
un día, perdió la cabeza y se tragó todo. Entonces tuve que comprar
otro nuevo, y, por supuesto, lo puse fuera del alcance de “Kelly”. ¡Las
escenitas que tuvimos qué aguantar! ¡Y qué forma de mostrar su
enojo! De hecho, desde que comenzó a tragarse cosas, nunca ha
quedado satisfecho. Y no hablo de cosas como calcetines, guantes y
servilletas de papel, que son, sencillamente, deliciosas. Últimamente le
ha dado por aeroplanos de plástico, cepillos y bombillas. No me
importa que se siente debajo del piano, lanzando miradas angustiosas y
gemidos enternecedores hacia un cepillo. Pero, francamente, creo que
se está rebajando demasiado.
42
Una y mil veces he intentado hacerle comprender que los perros
distinguidos, los perros que buscan los bocados más finos, deben ir tras
las babuchas. Incluso he llegado a dejar abandonadas algunas viejas
babuchas debajo de los muebles para tentarle. Pero lo cierto es que
“Kelly” no tocaría una babucha, aunque estuviera muriéndose de
hambre.
Aunque desde un principio sabíamos que el pobre “Kelly” no valía
para nada práctico, siempre decíamos lo mismo: “Es un buen
cancerbero”. Por supuesto, no hay razón alguna para decirlo, excepto
que ladra, incluso, cuando oye el zumbido de una mosca. Cuando
“Kelly” se encuentra en el sótano, la caída al suelo de un cepillo de
dientes es suficiente para que comience un concierto de profundos y
lastimeros aullidos, seguidos por ensordecedores ladridos histéricos.
Yo solía sentir un verdadero placer al imaginarme la piel de gallina de
algún pobre intruso, ante esa horrible cacofonía. El mes pasado se dio
el caso: un ratero se metió por la ventana del portal, se apoderó de
veintidós dólares y mi reloj de pulsera, mientras “Kelly”, nuestro buen
cancerbero, le contemplaba tan silencioso como una catedral. Así es
nuestro maravilloso “Kelly”.
El primer perro del que tengo recuerdos era un gran mastín blanco y
negro, un perro pastor, parte alemán, parte inglés, y parte escocés —la
parte mala en cada caso—. Por un capricho que ahora me parece
imperdonable, le llamábamos “Ladadog”, un personaje de Albert
Payson Terhune. Era un perro admirable en muchos aspectos, pero,
pensándolo bien, creo que tenía bastante de pelotillero. Solía dárselas
de estar loco por nosotros. Si, por ejemplo, salías de la habitación para
peinarte, a la vuelta te saludaba con apasionados lametones, manoseos
y convulsivos movimientos del rabo. Y una separación más larga
—supongamos que tenías que salir hasta la puerta para recoger el
correo— producía en “Ladadog” tal demostración de éxtasis y
agradecimiento, que llegábamos hasta el extremo de preocuparnos por
su corazón.
43
Sin embargo, todo este sentimiento nauseabundo y baboseante
desaparecía tan pronto pisaba la calle. Recuerdo que de niños solíamos
verle cuando regresábamos de la escuela, jugueteando en el césped del
jardín de los Parker con un sabueso amigo suyo; corríamos hacia él,
llamándole cariñosamente, y “Ladadog” permanecía impasible y
francamente frío ante nuestras demostraciones. No es que nos ignorase
por completo; nos saludaba con una ligera inclinación de cabeza, pero
con el ademán de una celebridad diciendo en una reunión: “Sí, cómo
no, le recuerdo; ¿qué tal está Edward?”.
Siempre estábamos inventando excusas, y hasta ideamos una
complicada explicación de su comportamiento. Todos nos pusimos de
acuerdo en que “Ladadog” no veía muy bien, que sólo nos podía
reconocer por el olfato, y que no olfateaba muy bien al aire libre. Sin
embargo, un buen día, mi madre encontró a “Ladadog” enfrente de la
estación. Ella llevaba su nuevo abrigo marrón con el cuello de pieles, y
allí mismo, “Ladadog” la saludó con grandes muestras de gozo y
entusiasmo. Después de aquello no tuvimos más remedio que
encararnos con la realidad: ese perro era un “snob”.
También tenía otras peculiaridades. Por ejemplo, almacenaba
lechuga. Solía implorarnos hojas de lechuga, y después se iba con ellas
a esconderlas detrás de la carbonera. No sé si lo que pretendía era
hacerse ensaladas; lo cierto es que de vez en cuando teníamos que
barrer un montón de húmedas y mustias hojas de lechuga.
Y cada vez que sonaba el teléfono “Ladadog”, dondequiera que
estuviese, corría como un loco hasta el pie del mismo, donde se
sentaba, moviendo el rabo y con las orejas tiesas, hasta que oía
responder: “Es el fontanero”, o “Elena, es para ti”. Inmediatamente
después desaparecía. Evidentemente, este perro esperaba la llamada de
alguien, pero nunca nos imaginamos de quién.
44
Pensándolo bien, el perro que más nos dio que hacer fue un sabueso
llamado “Murphy”. En mi opinión, la primera cosa que hizo mal fue
convertirse en un sabueso. Lo había visto en el escaparate de una
tienda de animales domésticos, entré y pregunté al empleado:
“¿Cuánto vale ese encantador “terrier” del escaparate?”. No creáis que
respondió: “Ese encantador “terrier” es un sabueso”. No; solamente
dijo: “Diez dólares, señora”.
No pretendo decir una sola palabra contra los sabuesos. También
ellos tienen sus derechos. Pero no deja de ser una sorpresa traer a casa
una pequeña bola de pelusa en una caja de zapatos, y tres semanas
después ver que el animalito es tan largo como el sofá.
“Murphy” fue el primer perro que yo eduqué personalmente, y me
sentí feliz ante el celo que desplegó en seguida por el periódico. Poco
después descubrimos, para nuestro horror, que —como tantos otros
perros—, había “agarrado” la letra, y no el espíritu de la cosa. Hasta el
fin de sus días, tuvo un verdadero sentido de obligación siempre que
viese un periódico —cualquier periódico—; y no importaba dónde
estuviera. No quiero entrar en sórdidos detalles; únicamente diré que
nos vimos obligados a guardar todos los periódicos en el fondo de la
nevera.
Tenía otra costumbre que nos hacía el centro de las habladurías de
nuestros amigos poco amantes de los perros. Nunca se subía sobre las
camas, las sillas o los sofás. Pero siempre se sentaba encima del piano.
Al principio, tratamos de quitarle de allí. Pero, después de unas pocas
refriegas, en las que “Murphy” acababa arrancando un cuadro de la
pared, arañando el piano o rompiendo una lámpara, terminábamos por
ceder, sólo para descubrir que, abandonado a sus caprichos, “Murphy”
subía y bajaba con tanta delicadeza como una bailarina. Nosotros
llegamos a acostumbrarnos, pero cuando recibíamos no era raro oír a
algún invitado que decía: “No sé lo que estoy bebiendo, pero me
parece ver un perro enorme sobre el piano”.
45
No sólo son nuestros perros los que molestan Los perros de mis
amistades son aún peores. No sé lo que tengo que a todos les gusto;
sencillamente, no me lo explico. Mi esposo jura que yo me froto los
tobillos con jugo de carne. En todas las reuniones sucede lo mismo:
estoy tranquilamente sentada en feliz camaradería con un grupo de
amigos enfrente de la chimenea, cuando de pronto el gran chucho de
mi anfitrión aparece bajo el marco de la puerta. Entonces, sin un
ladrido que pudiera servir de aviso, se arroja sobre mí. La escena
siempre me recuerda aquella frase de Un tranvía llamado deseo:
“Cariño, hemos nacido el uno para el otro”. Mi martini vuela por el
espacio y mis medias son desgarradas hasta que por fin el perrito se
sienta pacíficamente sobre mi nueva falda negra. Mientras intento
sacar de la boca los pelos que no he tragado y miro angustiosamente a
mi anfitrión en la esperanza de ser rescatada, éste murmura: “¡Qué
cariñoso! Sin embargo, “Brucie”, ordinariamente, desconoce a los
extraños”.
Durante una cena en Long Island, la semana pasada, después de
haber sufrido el ataque de un enorme perro pastor, anuncié llena de
dolor: “¡Oh, Dios mío; creo que se ha tragado uno de mis pendientes”.
La anfitriona parecía realmente preocupada por unos momentos; hasta
que examinó el otro pendiente. Entonces dijo: “Creo que no tiene
importancia. Es pequeño y redondo”.
Hoy día, antes de ir a alguna parte, pregunto si tienen un perro. Si lo
tienen, digo simplemente: “Creo que será mejor quedarme en casa.
Tengo alergia canina”. Esto no halaga a quienes me invitan, desde
luego. En realidad, en sus caras aparece una expresión, como si
acabasen de descubrir que mi lugar es el manicomio. Pero es el método
más seguro para librarme de las afectuosas demostraciones de sus
perros.
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47
6.
EL KERR-HILTON
Desde que nació Gilbert, hemos estado buscando una casa mayor. Yo
quería una casa con cuatro dormitorios para los chicos, todos ellos a
cierta distancia de la sala de estar, en otra provincia, por ejemplo.
También ansiaba que junto a la cocina, hubiese un lugar para colocar
la lavadora, la secadora, la cámara frigorífica y un gran sofá donde
poder tumbarme en los días soleados y deleitar mis oídos con el
zumbido de todos estos artefactos.
Mi esposo, por otra parte, buscaba una casa donde los huevos
estuviesen cerca de la cocina, y la cocina cerca del teléfono, para de
esa forma poder freírse los huevos y hasta comérselos, mientras
responde a las dieciocho llamadas que siempre recibe durante el
desayuno. Las llamadas nunca son importantes, pero lo que no tienen
de calidad, lo suplen en cantidad. Generalmente, es alguna emisora que
le invita a que actúe en un programa de televisión a las cinco y media
de la mañana, o se trata de un joven llamado Eugene Klepman que
desea la opinión de Walter sobre una nueva comedia musical basada en
los tres primeros libros del Antiguo Testamento. Por una u otra razón,
Walter no ha desayunado en los últimos siete años. Esto tal vez le
hubiera producido el saludable efecto de hacerle perder peso si no
fuera por su maldita costumbre de pasarse toda la mañana comiendo
cacahuetes, con el fin —según dice—, de adquirir la suficiente fuerza
para soportar las llamadas telefónicas que le esperan mientras
almuerza.
Supongo que los mellizos no tenían una idea concreta sobre la casa
de sus sueños. Una cosa que no querían, era una habitación
exclusivamente para ellos, un lugar donde podrían jugar a su antojo.
Prefieren, sin duda, arrancar las hojas de las revistas recién recibidas,
en medio de la cocina, mientras yo trato de servir la cena. He intentado
explicarles la conveniencia de una sala dedicada a sus juegos, pero la
mera idea de un salón en el que nada hay que se pueda romper, les
infunde un pánico horroroso.
48
Gilbert pudiera haber tenido sus preferencias, pero a los diecisiete
meses era un niño de pocas palabras. Tan pocas que puedo, incluso,
enumerarlas. Podía decir: Coca-Cola, no, cacao, no, Coca-Cola, no; y
vete a paseo. Desde luego, estas limitaciones tienen ciertas ventajas;
por ejemplo: es incapaz de cantar un solo verso de “Arrivederci
Roma”. Y esperamos que cuando cumpla los cinco años —la edad
traicionera— la cancioncita estará ya relegada al olvido.
Cristóbal, ahora que tiene ocho años y está completamente
sofisticado, ha expresado el deseo de una casa sin artesones o bañeras.
Pero, como yo le digo una y otra vez, tal santuario es difícil de
encontrar en nuestros días.
Al principio cometimos el error habitual de buscar casas en
consonancia con nuestros ahorros. Estoy redactando una proposición,
que será conocida en el futuro como “la ley de Kerr”, que en esencia
afirma esto: todas las casas que uno puede comprar son deprimentes.
Durante meses y meses hemos acompañado a optimistas y
dicharacheros agentes de propiedades a través de una serie de ruinas
que, como los agentes modestamente admitían, “sólo necesitaban un
poco de pintura para convertirlas en suntuosas mansiones”.
Estas casas invariablemente tenían dos oscuras salas de estar y una
gran cocina del siglo pasado... o del anterior. Ante mis débiles
objeciones y mi aversión a tener una bomba de agua en la cocina, el
agente se mostraba ordinariamente muy serio. “Si usted quiere seis
dormitorios por el dinero que está dispuesta a gastar, buscaremos una
casa más antigua”. Ciertamente, no me hubiera disgustado una casa
más antigua, pero no de la Edad Media. Recuerdo una casa en
Larchmont. Nadie sabía cuándo había sido construida, pero tenía dos
sótanos y un túnel, que iba a dar al Sund para protección de los
esclavos fugitivos. Pensándolo bien, debimos habernos quedado con
ella. Con cuatro muchachos, uno nunca sabe cuándo va a necesitar una
salida de emergencia.
49
Por entonces ya habíamos pasado un año buscando el hogar ideal. Yo
casi me había decidido ya a esperar hasta que nuestros hijos se
hubiesen casado para comprar una casa más pequeña. Sin embargo,
una tarde fuimos citados para volver a ver un edificio por el que
habíamos mostrado algún interés. Hubo cierta confusión acerca de la
hora y llegamos allí con media hora de anticipación. Entonces, el
agente de propiedades, Mr. McDermott, tuvo una idea para matar
aquella media hora: “Escuchen, allá al lado del río hay una casa
disparatada. Nada que les pueda interesar, pero lo pasarán bien. Seguro
que les hará reír”.
Ciertamente, nos hizo reír desde el momento que empujamos el
portón. Era un inmenso castillo de ladrillo en el que las torres, las
cúpulas y las inclinadas chimeneas, se mezclaban en un estilo que más
tarde Walter describió como “neo-horripilante”.
La misma puerta de entrada era una tremenda plancha de roble
tallado que parecía la puerta de la Iglesia de S. Gabriel, lo cual no era
nada extraño porque resultó ser la puerta de la Iglesia de S. Gabriel. De
la puerta colgaba una repugnante cabeza de león. Esto parecía ser el
llamador, pero cuando Walter se adelantó a hacer usó de él, se
desprendió y cayó entre sus brazos (ya está de nuevo colocado). Por
fin, alguien oyó nuestras voces, y la puerta se abrió lentamente sobre
sus grandes goznes, con un chirrido estremecedor. Pasamos dentro.
Salté hacia atrás rápidamente para evitar el choque contra dos cañones
y caí sobre un astillero de escopetas. Mientras recogíamos las armas
del suelo, observamos el patio.
Aunque desde el exterior no se notaba, la casa estaba construida de
tal manera que un gran patio la rodeaba por los cuatro costados. Estilo
Tudor, pudiéramos llamarlo. Muchas de las paredes eran de vidrio, de
modo que los grandes exteriores parecían decoraciones interiores. No
me hubiera importado esta combinación; pero el tal patio se parecía
extraordinariamente al decorado que la MGM preparó para la película
“El Hijo Pródigo”. Había ídolos persas, gatos de piedra, campanas
chinas y gárgolas; y en cualquier momento yo esperaba ver salir del
estanque a Edmund Purdom en persona. El agua del estanque iba a dar
a otro estanque menor a través de un casco de buzo iluminado. Nos
costó cierto esfuerzo separarnos de esta miniatura del “Viejo Bagdad”,
principalmente porque Walter tropezó con el casco de buzo.
50
Pasando por una habitación que parecía exactamente la primera nave
de vapor que surcó las aguas del río Hudson, vimos la sala de estar
—o, mejor dicho—, vimos la chimenea, que era lo único visible de la
sala de estar. Era una mole monstruosa. En la base había dos grandes
arcos de piedra sobre los que descansaban filas y filas de ladrillos,
entre las que aparecían algunas hileras de piedras labradas; y en el
centro de todo ello reposaban una serie de azulejos que, según me
dijeron, representaban la escena de “La Muerte y el Caballero”.
Encima había más ladrillos de diversos colores hasta llegar a un
extenso entrepaño azul, cerca ya del techo, en el que habían sido
pegados trece ángeles de escayola (tal vez fuesen musas; era difícil
distinguirlos a esa altura). El efecto final se parecía tanto a la gruta de
Lourdes, que uno automáticamente buscaba las muletas colgadas por
las paredes.
Durante unos momentos Walter se apoyó contra un bargueño de
roble para contemplar el artesonado del techo, todo él formado de
paneles dorados y azules representando el escudo de armas de los
Vanderbilt. Le hice observar la selección de pilares semi-bizantinos,
algunos de los cuales sostenían la balaustrada, cuando descubrí que mi
esposo había desaparecido.
Un resorte oculto del bargueño ocasionó la desaparición de Walter en
algún departamento secreto.
Sin darnos cuenta nos encontramos admirando una escalera de
caracol al pie de la cual brillaba una caja de cristal que contenía un
maravilloso reloj. “¡Oh!, me olvidé de hablarles sobre este reloj
—observó la Sra. McDermott. A las doce, toca el dúo de Carmen”...
“Por supuesto —respondí con ironía—, y seguramente a las seis tocará
la Quinta de Beethoven”. Pero la Sra. McDermott tenía razón; el reloj
estaba conectado a un carillón de treinta y dos campanas que, aunque
estaba en el patio, por una u otra razón yo no había visto.
Después, pasamos por un número de habitaciones convencionales.
Es decir, a no ser por el artesonado veneciano, las puertas de hierro y
las vidrieras de colores, eran habitaciones que se podrían encontrar en
cualquier casa corriente.
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El comedor, sin embargo, merece un comentario. Aún en esta casa,
era algo especial. Estaba totalmente ocupado por espejos; no sólo las
paredes y el techo, sino hasta la parte superior de la misma mesa.
Estoy segura que si miras hacia abajo mientras comes podrías ver tu
sucio paladar por toda la habitación. Walter estaba asombrado. No
dejaba de calcular el número de posibles reflejos. Evidentemente,
pensaba en una infinidad de imágenes, como el niño de la etiqueta de
una botella, que lleva una botella en la mano, con un niño en la
etiqueta de la botella, que lleva una botella, etc., etc. “Imaginemos
—decía—, que estamos aquí tomando el desayuno en pijama y con
nuestros cabellos todos revueltos, ¿cuántas veces?”. Producía vértigos,
desde luego. Y vértigos padecíamos todos mientras salíamos del
comedor. La Sra. McDermott se volvió hacia nosotros y preguntó con
una sonrisa: “Bien, ¿qué les parece?” Walter y yo respondimos con la
unisonancia perfecta de un coro griego: “Es la casa más disparatada
del mundo, pero la compraremos”. Y ella, olvidando las más
elementales normas de buena vendedora, gritó: “No hablarán en serio.
¡Han perdido la cabeza!”. “Hemos perdido la cabeza —afirmó
Walter—, pero hablamos en serio”.
Al dirigirnos a casa completamente ensimismados, Walter rompió el
silencio preguntando: “¿Cuál habrá sido lo que nos ha gustado?”. Yo
iba pensando en lo mismo. Entre las campanas y las gárgolas me había
dado cuenta de que era la casa adecuada para nosotros. En primer
lugar, nuestro dormitorio estaba totalmente aislado en un ala del
edificio. Detrás del garaje, había una habitación que podría convertirse
en un maravilloso salón de juegos para los niños. Casi todas las piezas
de la casa tenían una encantadora vista del Sund; y el comedor tenía un
piso de roble que, evidentemente, nunca necesitaría una alfombra.
Uno de los problemas de mi vida es mantener limpia la alfombra del
comedor. Una amiga mía, resolvió el mismo problema en la sala de
estar, comprando una alfombra del color de la Coca-Cola. Pero no es
fácil encontrar alfombras del color del puré de patatas y de helado de
chocolate (aunque es una idea que bien pudiera estudiar algún
emprendedor fabricante de alfombras).
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En casa, siempre cenamos con los niños. Dios sabrá por qué.
Acabaremos padeciendo úlceras. Y aun en mis momentos más
optimistas, sinceramente no puedo creer que su niñez esté gozando del
dulce recuerdo de esas comidas familiares, sazonadas por una
ininterrumpida serie de consejos: “No, no puedes hacerte un bocadillo
con las patatas fritas”. “Sí, tienes que tomarte la sopa con la cuchara”.
“No metas el dedo gordo en el plato”. “No, no es cierto que siempre
comemos zanahorias”, etc., etc.
En el trato con nuestros hijos, no seguimos los más avanzados
métodos de psicología infantil. Siempre trato de recordar las palabras
inmortales de aquel filósofo y padre, Moss Hart, que en cierta ocasión
afirmó que en las relaciones con sus hijos siempre tuvo una cosa en
cuenta: “Somos más fuertes que ellos, y es nuestra casa”.
Verdad es que en los libros de texto se lee que una azotina de vez en
cuando hace sentirse inseguro al niño. Tal vez tengan razón. Por otra
parte, si un niño realmente merece un azote y no lo recibe, yo soy la
que me siento insegura. Normalmente, nuestros hijos aceptan la
disciplina con resignación. Una noche, sin embargo, cuando los
mellizos fueron enviados a su habitación por cierta travesura (si mal no
recuerdo, habían descorchado toda una caja de cervezas), Johnny
susurró: “No volveré a dar un beso a mamá. Collin, dile que tampoco
tú la volverás a besar”. Y entonces Collin respondió con su vocecita
de renacuajo: “No, porque se moriría de pena”.
A los mellizos no les pedimos su parecer acerca de la casa en
perspectiva, pero en una de nuestras visitas de inspección llevamos a
Cristóbal con nosotros. Se paseó por todas las habitaciones en absoluto
silencio, y ni siquiera durante el regreso le pudimos sonsacar su
opinión. Algunas horas después se le escapó una sola frase:
53
“Comparadas con esa casa, las hojas de higuera son más modernas.”
Pero no olvidemos que la ilusión de Cristóbal es ser cómico. No
comprendo lo que ha sucedido a la juventud de América. Todavía
recuerdo cuando los niños querían ser policías, o bomberos, o alguna
otra cosa decente. Últimamente, Cristóbal responde a todo tratando de
imitar las cadencias de su ídolo, Bob Hope. Si yo le digo: “Cristóbal,
no se te ocurra tumbarte en ese sofá”, él contesta todo serio: “Yo
siempre diré la verdad en este sofá”. “Cristóbal, ¡eres un sucio!”, a lo
que responde: “Lo siento. No lo niego; pero lo siento”.
Cualquier duda que hubiésemos tenido sobre comprar la casa,
desapareció cuando nos enteramos de que realmente nadie deseaba
venderla. Pertenecía a Charles B. King, un anciano caballero que había
sido inventor y uno de los primeros socios de Henry Ford, que se había
hecho con la propiedad por el año veintitantos. King era un
coleccionista y un viajero universal. Nunca pasaba por una chatarrería
o una catedral sin llevarse algo para su casa-museo. Sus asuntos
estaban ahora en manos de una comisión, y, a través de negociaciones
que duraron tanto como la Conferencia de San Francisco, descubrimos
que los lunes y miércoles la comisión estaba dispuesta a vender la
casa, pero no se ponían de acuerdo sobre el precio. El resto de la
semana estaban de acuerdo sobre el precio, pero no querían venderla.
Parecía como si nos encontrásemos en un punto muerto, cuando una
mañana nos llamó cierto amigo nuestro para decirnos que la casa que
intentábamos comprar, se había quemado aquella misma noche.
Realmente la noticia nos impresionó —en primer lugar, porque
acabábamos de vender nuestra propia casa—, e inmediatamente
fuimos a ver el desastre. A primera vista, parecía que Nuremberg había
sido bombardeado de nuevo, pero en realidad sólo un lado del
cuadrilátero, además de algunas partes de los otros lados, habían sido
destruidos. Ante el problema de la reconstrucción, la comisión nos
ofreció la casa, incluidas las achicharradas vigas y todo lo demás.
54
Decididos a aceptar la propuesta, comenzamos a pedir la opinión de
nuestros amigos y parientes. Mi padre, que es contratista, inspeccionó
lentamente la casa murmurando entre dientes acerca de dificultades e
inconvenientes. “Pero, papá —le interrumpí—, fíjate que vista tan
linda se contempla desde aquí”. Él se contentó con observar que
durante los vendavales sería prudente que contempláramos la vista
desde el sótano.
La mayoría de nuestros amigos afirmaron que, como Nueva York,
era un lugar magnífico para visitarlo, pero no para vivir. “Podrías
cobrar un dólar de entrada, y mostrarlo al público como un museo”,
dijo uno. Otro tuvo una idea francamente sombría. Se paseó varias
veces de un extremo a otro de la sala de estar, y observó:
“Evidentemente, sólo a los actores podréis invitar aquí. A los demás les
resultaría imposible hacerse oír”.
Tengo un amigo decorador; estaba segura que le encantaría el lugar.
Le enseñé todo y esperé confiada su opinión: “¿Qué te parece?”, le
pregunté vivamente. Me miró con el aspecto de un hombre que lucha
entre las exigencias de la amistad y de la sinceridad. “Debo confesar
—respondió por fin—, que hay muchas y muy interesantes
horizontales”.
Después de esto dejé de pedir pareceres, pero no pude impedir que
me los siguieran dando. Comenzamos a traer contratistas para que nos
dieran presupuestos de la reconstrucción. Todos sin excepción rompían
en estrepitosas carcajadas tan pronto pisaban el umbral. “Queremos
eliminar esta puerta —decía yo, tratando de interrumpir su hilaridad—,
y poner linóleo”. Y ellos, sin hacerme el mínimo caso, gritaban:
“¡Santo Dios, mirad qué techo!”. “Le hablaba del linóleo. ¿No les
parece que...?”. Y ellos continuaban: “Mi cuñado es chatarrero. Buen
negocio haría con todo esto”. Algunos días resultaba imposible
hacerles hablar del linóleo.
55
Teníamos planeado trasladarnos a la nueva residencia el primero de
mayo, pero no pudimos empaquetar las cosas de antemano porque
estábamos trabajando tenazmente en el primer acto de nuestra
proyectada comedia musical Goldilocks. (No te la pierdas cuando se
estrene, allá por el año 1965). Trabajar en una comedia musical
significa que, en primer lugar, localizamos a los cuatro niños para
amenazarles con horribles castigos, e incluso la muerte repentina, si se
acercan a nosotros. Después nos surtimos de café y cigarrillos, y nos
escondemos en la madriguera. Walter, triste y silencioso, se sienta ante
la máquina de escribir. Yo me acomodo sobre un sofá y me pongo a
hojear algún viejo catálogo de propaganda —también triste y en
silencio—. Por fin, uno de los dos piensa en una frase, y el otro gime.
De esta feliz camaradería surgen líneas y líneas, muchas de las cuales
escribimos treinta y ocho veces.
Yo había planeado tomarme una semana de descanso antes del
traslado para preparar y recoger todas las cosas y descubrir, tal vez, lo
que contenían aquellas cajas del ático en cuyas tapas había unos
letreros ininteligibles. El lunes, sin embargo, me levanté con un catarro
de nariz que rápidamente se convirtió en bronquitis. Supliqué al doctor
que me administrase una dosis de pleurocilina o de alguna de esas
cosas que valen a dólar cada tableta, pero que te curan en una noche.
El médico se limitó a encogerse de hombros y murmuró con una
mirada de compasión: “Si sólo se tratara de una pulmonía...”
Desgraciadamente, no era pulmonía; por lo tanto, estuve enferma toda
la semana, y los mismos transportistas se vieron obligados a
empaquetar todo. ¡Y qué hombres tan meticulosos resultaron ser!
Cuando llegamos a la nueva casa, encontré que, por cinco dólares el
bulto, habían empaquetado cuidadosamente un buen montón de
cristales rotos, tres ruedas de un viejo tractor, tablillas sueltas de
persianas venecianas, y un número considerable de botes vacíos de
toda clase de sopas.
56
Mi madre vino a ayudarnos. Fue una bendición. Lo malo es que su
metabolismo no va bien. Es capaz de trabajar más de diez y nueve
horas sin parar. Durante este período únicamente se alimenta a base de
varios galones de té caliente, que consume en lo alto de una escala o en
lo más profundo del sótano. A las doce de la noche, cuando yo me
encontraba tan agotada que sentía ganas de llorar, mi madre tenía
ocurrencias como ésta: “Bien, ¿qué tal si limpiásemos el garaje?”. No
obstante, sufrió un ligero contratiempo cuando descubrió que la
faltaban fuerzas para cargar con el aparato de televisión. La oí
quejarse: “Jean, veo que los años no pasan en balde”. No sé si será
cierto, pero espero que sí.
En conjunto, el día del traslado parecía una escena de una comedia
de Mack Sennett: cuatro hombres metiendo nuestras cosas; tres
hombres sacando las suyas; los contratistas subiendo y bajando; el
plomero instalando la lavadora; un niño de la casa vecina, que vino a
enseñarnos dónde había algunos nidos; y, por último, unos
dependientes que traían unas camas que no habíamos encargado. Todo
esto, sin mencionar a los obreros que vinieron a instalar la cocina y
que se pasaron hora y media buscándola. Después de observar que un
hombre subió más de cuatro veces al ático, descubrí que estaba
instalando allí el aparato de televisión.
Walter tenía que asistir al estreno de una obra aquella noche; a las
seis en punto, pues, abandonamos todo y salimos hacia Nueva York,
encargando a Mabel —nuestra doncella, ama de casa, niñera, cocinera
y amiga, todo en una pieza— que buscase a los niños, que trajese
comida, y que localizase las camas. También debería arreglar los
plomos de la luz, porque sólo había una funcionando, la que estaba en
la parte quemada del garaje. Cuando regresamos a la una de la
madrugada, toda la casa resplandecía alegremente. Estábamos en
nuestro nuevo hogar.
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Todo esto tuvo lugar hace algún tiempo. Desde entonces hemos ido
enterándonos de ciertos detalles. Hablemos de nuestro dormitorio, por
ejemplo. Para llegar allí, es preciso trepar por un corto tramo de
escaleras, después, otro bastante mayor, dar un rodeo por la
balaustrada y, por fin, reunir todas las fuerzas para saltar por el vacío.
Para bajar, viceversa. Hoy día, cuando bajamos por la mañana y vemos
que se nos ha olvidado algo, o nos arreglamos sin ello o salimos a
comprarlo.
También nos hemos enterado de lo que sucede a los muchachos.
Todo el mundo nos había advertido, que era de esperar un buen
número de huesos rotos tan pronto como los niños comenzasen a
subirse sobre la balaustrada y las gárgolas. Antes de una semana,
Johnny ya se había roto el brazo. Sin embargo, no fue aquí sino en la
escuela. Una rubita de cuatro años y medio, llamada Cleo, se había
encaprichado por Johnny. El lunes le dio cinco céntimos. El martes le
dio un cromo. El miércoles le dio un empujón y le rompió el brazo por
dos partes. Evidentemente, esta niña persigue algo, y creo que Johnny
haría bien en guardar distancias. Hace poco le pregunté qué pasó con
Cleo, y me respondió solemnemente: “No sé, pero he oído que va a
estarse sentada en un rincón toda su vida”. No estaría mal.
Otras muchas cosas han sucedido. Dos enredaderas y un rosal que ni
siquiera habíamos visto, han florecido y se han marchitado. Las
ardillas de la torre han tenido más ardillas. A veces, creo que los
carpinteros han tenido más carpinteros. Eran tres o cuatro cuando
empezaron y hoy son seis.
Pero el tejado está, por fin, colocado, el garaje ha sido restaurado, y
la mayoría de las vigas quemadas han desaparecido —con gran pesar
de los niños, que solían jugar a los soldados entre ellas, apareciendo a
los diez minutos como mineros galeses—. Ciertamente, las cosas
progresan. Incluso Gilbert lo nota. Esta mañana señalaba con su dedito
hacia los pavos reales recién pintados en su habitación, y decía:
“Bonitos perritos, bonitos perritos”.
58
Desde luego, la sala para que jueguen los niños aún no está
terminada, y falta casi todo el decorado y la pintura. Según mis
cálculos privados (multiplico el número de carpinteros por los días de
la semana, y divido el resultado por el precio de un bote de pintura),
temo que los obreros continuarán aquí siete años más. Por una parte,
ciertamente, llego a cansarme de ver viejos lienzos encerados por
todos los lados, montoncitos de arena en la despensa y vigas de madera
debajo del piano. Por otra parte, cuando considero lo gentiles y atentos
que son estos carpinteros, y qué buenos compañeros serán para los
niños cuando vayan creciendo, comienzo a ver un plan y una finalidad
en todo ello.
59
7.
EL CUIDADO Y LA EDUCACIÓN DE LOS PRODUCTORES
En los últimos cinco días, no creo que se haya publicado un solo
libro sobre la forma de escribir una comedia, o sobre la forma de no
escribirla. En mi opinión, esto es sintomático. Las noticias vuelan y
pronto tendremos que encararnos con el hecho: todo el mundo sabe
cómo se escribe una comedia. Por lo menos, todas las personas que yo
conozco están escribiendo una comedia, incluso gente con la
obligación de alimentar a sus familias. Nuestro lechero, por ejemplo,
está escribiendo una comedia sobre las peripecias que con su esposa y
su suegra, sufrió durante todo un invierno que pasaron en una choza
bloqueados por la nieve. ¡Qué año aquél! El mismo autor lo describe
perfectamente cuando dice: “Nos reímos hasta reventar”.
Ante esta realidad, ¿por qué hay tan pocos escritores de comedias a
quienes les sonría el éxito? Cierto que existen docenas de libros que
explican a los principiantes el valor de la descripción, la importancia
del clima, la necesidad de escribir a doble espacio, etc., etc.; pero
¿cómo aprenderá el joven escritor las cosas realmente fundamentales,
como la manera de comer con un empresario?
A primera vista, tal vez parezca que comer con un empresario es algo
sencillísimo. En realidad, es un complicado ritual, tan delicado, en
cierto aspecto, como una pavana.
Para comenzar, el novel escritor siempre debe pedir unas copas. El
empresario la desea y le irrita beber solo. Una vez pedidas las copas,
sin embargo, no se te ocurra probar la tuya. De lo contrario, el
empresario supondrá que eres un alcohólico; y aunque él,
personalmente, nada tiene contra los alcohólicos —algunos de sus
mejores amigos son alcohólicos—, no obstante, tiene malos recuerdos
de aquel autor que desapareció en un bar a las once y diez la noche de
un estreno en New Haven, y del que nunca más se supo.
60
Entre el aperitivo y el primer plato, el empresario intentará mostrarse
simpático hablándote de la temporada teatral, con referencias
especiales a los grandes éxitos. Es aquí donde debes ponerte en
guardia. Si él quiere revelar su rara magnanimidad de espíritu diciendo
unas pocas palabras amables sobre “My Fair Lady”, déjale —pero de
ningún modo le des la razón. Recuerda que, a pesar de lo que diga (y
lo que dice es: “Los éxitos dan vida al teatro”), todo éxito que no sea
suyo, lo considera como un insulto a su personalidad, un ataque contra
todo lo que él representa, una plaga, un castigo, muy posiblemente,
inspirado en el comunismo.
No es que él olvide que, lógicamente, otros empresarios pueden
también conseguir un triunfo de vez en cuando; en su opinión, éste es
un hecho tan inevitable y tan poco apetecible como la muerte y los
impuestos.
La regla, por consiguiente, es: si no puedes decir algo contra un éxito
del momento, no digas nada. Este provechoso consejo también tiene
aplicación en otros temas, como críticos dramáticos, tramoyistas, niños
actores, “matinés”, y la costumbre de publicar los ingresos en taquilla.
Si deseas conquistar un puesto en su estimación, puedes decir: “La
gente está entusiasmada acerca de “My Fair Lady”, pero,
personalmente, prefiero “Alcestis” representado con máscaras en el
original griego”. Todo el mundo que te oiga hablar así creerá que no
estás en tus cabales, pero el empresario reconocerá inmediatamente
que gozas de un espíritu independiente que merece la pena cultivarse.
Entonces, como señal de su creciente confianza en ti, tal vez pase a
explicarte por qué su último espectáculo fue duramente criticado por la
prensa. Si, por algún motivo, no se arrancara a hablar de este tópico
tan querido para su corazón, dale un empujoncito. Pregúntale
sencillamente: “Sr. Spellbound, he visto su espectáculo “Peanut, Butter
and Crackers”. Al público le encantó. ¿Por qué cree usted que la
prensa lo comentó tan desfavorablemente?” Esto te proporcionará una
hora, por lo menos, de agradable conversación.
61
Para el profano, es evidente que una obra recibe el ataque de la
prensa por una de estas tres razones: 1) el diálogo es malo; 2) la
representación es mala; 3) los críticos son idiotas. El empresario
defiende una teoría completamente distinta. Supone, nadie sabe por
qué, que no existe un crítico viviente con la cabeza en su sitio; sin
embargo, no es a ellos a quienes acusa. La culpa de todas sus
dificultades, pasadas y presentes, la tiene “aquel público de la noche
del estreno”.
Cree que su espectáculo, que daba la impresión de un éxito sin
precedente en Filadelfia, resultó un fracaso en Nueva York porque “la
mitad de aquella gente había visto la obra tres veces, por lo menos, y
conocía ya todos los chistes; y el resto de aquellos zafios no se habían
reído públicamente desde 1938. ¿Cómo puede un actor representar
bien su papel en esas condiciones?”. Si, por casualidad, no te hubieras
dado cuenta de una insignificante objeción contra esta teoría (que,
precisamente, esos mismos zafios fueron quienes aplaudieron
entusiásticamente el estreno de “Auntie Mame”), no se te ocurra hablar
de ello.
Por fin, un minuto o dos antes de que tus nervios se desaten, la
conversación se orientará hacia tu comedia. Entonces, el empresario
adoptará un tono de intimidad: “Querido muchacho —dirá—, ¿sabes
por qué me gusta esta obra?” (Muchos empresarios se dirigen a todos
los autores de comedias llamándoles “querido muchacho”, una
costumbre desconcertante únicamente cuando eres una muchacha).
Probablemente serás incapaz de resistir la tentación de responder: “No,
¿por qué?”. Pero te advierto que su réplica tal vez te desconcierte. Si
has escrito una comedia que a ti te parece del género ligero, con
seguridad que te dirá: “Querido muchacho, porque realmente tiene
fondo, una intensidad dramática, lo noté aquí” (señalando una zona al
sur del páncreas). Por otra parte, si se trata de un melodrama, te dejará
atontado al decir: “Muy bueno, porque si a mí me hizo reír, hará reír a
todo el mundo”.
62
Con esto, y antes de que añadas una sola palabra, pasará a la
cuestión, siempre delicada, de las revisiones. Ten en cuenta —y
seamos justos con el empresario— que no se le puede tildar de
quisquilloso si desea repasar el texto. Hay muy pocas comedias que no
puedan mejorarse con algunos cortes y cambios. Por consiguiente, si él
dice: “Escúchame bien, el primer acto es inadmisible, el segundo es
deficiente, pero la escena al final del tercer acto es magnífica”, se ha
mostrado razonable. Al menos hay algo en lo que estáis de acuerdo.
Pero supongamos que el diálogo se desenvuelve así:
ÉL: Es un gran argumento, pero me disgustan esos vestuarios de la
Guerra Civil. ¿Por qué tiene que ser en 1860?
TÚ: Porque trata de Mary Todd Lincoln.
ÉL: Muy bien, si no quieres una opinión sincera... Óyeme, es un gran
argumento, pero los personajes son ridículos y te digo francamente que
esos vestuarios de la Guerra Civil son un fracaso en taquilla.
TÚ: Pero no se puede separar el argumento de la persona de Mary
Lincoln. Esto está basado en el hecho real, y...
ÉL: Querido muchacho, deja que te diga una cosa. Si un argumento
tiene universalidad, puede adaptarse a cualquier período. ¿Qué tal en
1901?
TÚ: ¿Qué sucedió entonces?
ÉL: MacKinley fue asesinado. Y su esposa era un personaje
realmente interesante.
En estas circunstancias, probablemente lo más prudente es suponer
que no estáis hechos el uno para el otro.
63
Puesto que no todos los empresarios poseen la cantidad necesaria de
astucia y métodos técnicos para deshacerse de autores noveles, ¿cómo
saber si has ido a dar con el que te conviene? Hay empresarios capaces
de mantener durante dos años en cartel una obra escrita en principio
para la televisión. Hay empresarios que pueden estrenar una comedia
musical en junio sin propaganda, sin estrellas y sin cenas de gala en la
noche del estreno, y dos días después, se paga a los revendedores 50
dólares por un par de butacas para el próximo enero. También existe el
empresario, desde luego, que tiene que suspender un espectáculo en el
que cooperan los talentos de Ethel Merman, Mary Martin y Manasha
Skulnik.
¿Cómo reconocer al tipo de empresario más rico, más asequible y de
mayores éxitos?
En primer lugar, un empresario no debe ser ni demasiado joven ni
demasiado viejo. Si, al discutir la obra, el presunto empresario
comenta reverentemente: “Este papel sería el único para Maude”, es
demasiado viejo. Si, por desgracia, ya estás comprometido con esta
“voz del pasado”, ten cuidado y no pronuncies afirmaciones rotundas,
como: “No se referirá a Maude Adams. ¡Ha muerto!”. El mejor
procedimiento es hacerle llegar hasta 1958 a través de un proceso de
prudentes preguntas como: “¿Se refiere usted, señor, a la Maude
Adams de “The Little Minister” o a la Maude Adams de “Peter Pan”?”.
Desde luego, el caso más desesperado no se remontará hasta
noviembre del año 1925, cuando Grace George apareció tan deliciosa
en “She Had to Know”.
Un autor que yo conozco cometió el error de sugerir a su hombre que
podían contratar a Shelley Winters para su nuevo melodrama, y no
supo qué responder cuando el productor le preguntó cortésmente:
“¿Quién es ese señor?”
Puede también darse el otro extremo: un empresario demasiado
joven. Conocí a uno, con el pelo rubio y rizado, tan joven que contrajo
el sarampión y no pudo asistir al estreno de su espectáculo.
64
Cualquier empresario que aún no haya cumplido los treinta y cinco
años es, probablemente, un genio y debe ser evitado como una citación
judicial. A ese “genio” le asustó hace tiempo Moss Hart, y desde
entonces desconfía en absoluto del teatro comercial (teatro comercial
llamamos a todo aquello que triunfa y da dinero). Tiene su cerebro
lleno de esquemas para tomar lo mejor de André Gide y convertirlo en
una comedia musical. También defiende ardientemente que
Shakespeare sería vendido al cansado hombre de negocios si
apareciese un empresario adecuado. Pensándolo bien, si le gusta tu
comedia, es que algo no va bien.
En cuanto a mí, me pongo en guardia contra los empresarios que
figuran en parejas (y en cualquier número superior a dos es
absolutamente inconcebible; en tal caso, los empresarios se sienten tan
altivos como leones, con el mismo riesgo, poco más o menos). Es
sumamente difícil guardar los modales cuando estás tratando con dos
hombres. Supongamos que te han informado que uno es simpático y el
otro antipático, pero astuto.
Las dificultades empiezan cuando intentas adivinar quién es quién.
Justamente cuando te parece que les vas conociendo, el simpático te
informa de que Abe Burrows ha repasado tu diálogo y que deberá
aparecer en la propaganda como coautor, mientras el antipático te dice
que la mejor tarde que ha pasado en el teatro, fue viendo “Shangri-La”.
¿Y qué diremos si consigues hacerte con el perfecto empresario, un
caballero de arte consumado y gusto inmaculado, y que, además, es
leal, cortés, valiente, limpio y respetuoso? Comprará tu obra.
Persuadirá a Charles Boyer y a Rosalind Russell para que acepten los
papeles principales. Contratará a Jo Mielziner como decorador y a Elia
Kazan como director. A pesar de todo, el estreno constituye un fracaso
estrepitoso. Y tú, solitario y triste, te verás obligado a encararte con la
cruda realidad: tu querida comedia fue un gran fiasco.
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NO OS COMÁIS LAS MARGARITAS (1957) Jean Kerr

  • 1. NO OS COMÁIS LAS MARGARITAS (1957) Jean Kerr Traducción: Julio Aguilar Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO Los imaginarios colectivos no engañan, son imaginarios, luego no objetivos, y colectivos, necesitan de un cierto número de personas para construir sus ficciones, prejuicios, masivos. El de que las mujeres y el humor son cosas incompatibles es uno de los más asentados, y como no hay un cierto corpus literario generalmente aceptado que lo desmienta es muy difícil sustraerse al mito, a la leyenda urbana. En este caso no hablamos de un libro desconocido, o sin éxito comercial, en los años 50 fue todo un fenómeno de ventas, millones de copias. No se puede decir lo mismo en el ámbito del español, fue publicado sin pena ni gloria en la colección codornicesca “El Club de la Sonrisa” (Taurus, la editorial especializada en ensayos, la introductora de Cioran, otro gran humorista) (1955-1960). Un intento logrado, al menos en la selección de títulos, 68, en las ventas no tanto, de introducir en España la literatura de humor de calidad, sobre todo española (Chumy Chúmez, Azcona, Remedios Orad, Neville, Mingote, Tono, etc.), por la puerta grande. Un intento heroico que no cambió la consideración de la literatura humorística, de la comedia en general, como literatura de tercera división, o simple evasión. En Estados Unidos no, en Estados Unidos la comedia, los cómicos, son Dios, algo muy serio, y bien pagado.
  • 4. 4 Y no, no es un problema de falta de tradición, como quien dice los españoles inventamos el humor en el Siglo de Oro, sino de prestigio, de respeto crítico, académico y editorial, las tres patas que construyen un público. El humor en España está demasiado inserto en el día a día, en la cotidianidad, de los españoles, como para poder valorarlo con cierta distancia admirativa, devota. No hay que buscar razones metafísicas, carencias genéticas, ni complejos culturales, en España siempre ha habido más humoristas, panteístas, que filósofos, a Dios gracias. Aquí nunca hemos tenido una revista como “New Yorker” (“El País Semanal” siempre aspiró a serlo), en la que la ironía, la elegancia, son sus marcas de agua. En esa auténtica factoría de escritoras sofisticadas, cultas, cosmopolitas, que fue “New Yorker”, Dorothy Parker, Susan Sontag, Anne Sexton, Annie Proulx, Hannah Arendt, Elizabeth Bishop, etc., y en otras tantas revistas, asentó sus reales Jean Kerr, una escritora vocacional (27 libros, principalmente recopilaciones de artículos, y obras de teatro, las más famosas “Mary, Mary”, llevada al cine por Mervyn LeRoy en 1963, “King of Hearts”, que obtuvo un Premio Tony en 1961, también llevada al cine, “Esa extraña confesión”), que escribía para no tener que madrugar, para poder dormir hasta mediodía, o más. Como tuvo familia numerosa, 6 hijos, ese objetivo no fue fácil de conseguir, y de ahí, más la constante desmitificación del proceso creativo y recreativo, culturetas, productores, críticos, nacen la gran mayoría de sus divertidos, y costumbristas, textos, que se adelantan en más de 50 años a la corriente denominada “malas madres”, que consiste en tomarse la maternidad con mucha distancia humorística. El libro tuvo tal éxito que tuvo su trasvase al cine en 1960 por Charles Walters, y televisivo en forma de serie en 1965, “Mis hombres y yo”, con bastante menos interés, la ironía funciona mucho peor en imágenes. El libro garantiza un mínimo de dos carcajadas por artículo, y eso es mucho garantizar. Julio Pollino Tamayo
  • 5. 5 ÍNDICE Portada de Chumy Chúmez INTROITO (Julio Pollino Tamayo)….….………………………….…3 0- Introducción.......................................................................................9 1- Por favor, no os comais las margaritas……..............................…..17 2- Cómo ser un coleccionista de cartas…….................................…...21 3- ¿Escritor o naturalista?……….................................................…...29 4-Cómo decorar la casa rápida y cómodamente..................................33 5- Los perros que me han conocido………………………….………41 6- El Kerr-Hilton….……………..……….……….……….…………47 7- El cuidado y la educación de los productores….…....……..……..59 8- El crítico dramático y su esposa…..………………………..……..65 9- El cuerpo de Don Brown.……..……..…….…..………………….71 10- Toujours tristesse…….………………….……………………….79 11- Invierno…..……………….…..……….………..……….……….85 12- Cómo sacar el mejor partido de los hijos.….……..……….……..89 13- ¿Dónde has puesto las aspirinas?…..….………….……………...95 14- La dieta de tía Jean......................................................................101 15- Operación quirúrgica….……...............................................…...107
  • 6. 6
  • 7. 7 A mis severos críticos.
  • 8. 8
  • 9. 9 INTRODUCCIÓN He tenido el presentimiento de que este libro debiera ir precedido de una Introducción, porque no tiene Índice y creo debería tener algo. Sin embargo, continuaba sin decidirme hasta que recibí un intrigante cuestionario del departamento de publicidad de Doubleday. Yo me considero una experta en lo referente a cuestionarios. Pero éste era diferente. Por ejemplo: ¿Por qué escribe usted? En manos menos hábiles, ésta pudiera haber sido una pregunta difícil de responder; una pregunta que tal vez indicase excesivos nervios en la oficina principal. En mi caso, sin embargo, únicamente observé que estaban interesados. Sólo querían saber, eso era todo. Por supuesto, hay cierto número de preguntas rutinarias: ¿Qué hace usted cuando no escribe? (Comprar geranios). ¿Cuál es el nombre de su esposo? (Cariño). ¿Sus direcciones anteriores? (¿Por qué tanta curiosidad?). Pero después las preguntas eran más íntimas: ¿Cuál es la mayor ambición de su vida? ¿Qué espera conseguir antes de que termine el día? En lo que se refiere a este libro, ¿a quién debemos avisar en caso de accidente? Fueron precisamente estas últimas preguntas las que despertaron mi atención. Ellas me hicieron comprender por primera vez que a mis años... (tengo la misma edad que Margaret Truman; que le pregunten a ella), ya he alcanzado la mayor ambición de mi vida. Y esto, ciertamente, ya es algo. Me siento una persona distinta de las demás, como ese simpático prisionero dedicado a criar canarios en San Quintín.
  • 10. 10 Volviendo al principio, sólo tenía ocho años, y bastante retrasada mentalmente para mi edad, cuando el destino de mi vida alboreó en mi menuda inteligencia. No diré que hubo un relámpago deslumbrante; únicamente una punzada, una suspensión del tiempo, un suave reconocimiento del momento de la verdad, semejante al instante memorable en el que Johnny Weissmuller observó por primera vez que él era Tarzán y no Johnny. Eran las siete y media de la mañana, y mi hermana, de seis años de edad, estaba tirándome de los pies después de haber deshecho mi cama, y gritando: “¡Levántate, estúpida!, ¡Mamá dice que yo no puedo bajar hasta que tú no estés de pie!”. Logré sonrojarla con una de mis ingeniosas frases: “¡Te crees muy lista, oh Lady Jane Gray!”. Pero mientras me tiraba de la cama, en aquel preciso momento, comprendí que todo lo que yo quería de la vida era poder dormir hasta mediodía. De hecho, allí mismo compuse un poema para celebrar el descubrimiento. Recuerdo el poema por ser el único que he escrito, a menos que incluyamos una felicitación de dos líneas que envié a un amigo el día de San Valentín y que decía: “¡Para ti - fi, fi!” He aquí el poema: “Más que el lucero vespertino, Más que un automóvil Packard, Más que un bar Hershey, Más que una novia con su lindo vestido, Mucho más que todo esto Prefiero la cama por la mañana.”
  • 11. 11 Desde luego, aun entonces comprendí que uno no puede dormir hasta mediodía con todo el entusiasmo si no se tiene alguna legítima razón para estarse de pie hasta las tres de la madrugada (aparte de las juergas). Ya asistía a la universidad cuando me di cuenta de que yo jamás me ocuparía en algo que me obligase a permanecer despierta hasta esas horas. Había escrito algunos cuentos breves que, en el primer rubor del fracaso, envié a la revista “Libertad”, con la inocente, pero completamente errónea esperanza de que “Libertad” me los compraría, porque todo en aquella revista era horrible (el único cuento que ahora recuerdo se titulaba “En busca de la Felicidad”, y debo confesar que Felicidad era el nombre de la heroína). La solución, para mí, era evidente: Tenía que buscar un marido que trabajase hasta las tres. Con esta idea en mi mente, descarté a los jugadores de fútbol, que por aquellos días constituían el objeto natural de mis afectos (medía casi seis pies de altura [1,82 cm.]). Había observado que todos los futbolistas terminaban asociándose a sus padres en el negocio de la construcción, una actividad típica por exigir castos y continuos madrugones. Además, nunca deseé casarme con un futbolista. En realidad, quería casarme con George S. Kaufman, pero me lo impedía un doble inconveniente: a) ya tenía una esposa, y b) no le conocía. Tal vez dé la impresión de no ser muy romántica, pero a mis dieciocho años, Walter (mi esposo) era el único hombre verdaderamente elegible que conocía. Walter trabajaba como profesor auxiliar; comenzaba sus clases a las tres de la tarde y por la noche dirigía comedias. Se levantaba a las diez de la mañana, pero ya era una buena hora. Después discutiríamos ese asunto. Por otra parte —quiero ser sincera—, gozaba de otras atractivas cualidades: podía tocar “Ja-Da” al piano, recitar estrofas completas de “Tierra baldía”, de Eliot, y hacer unos purés pasables. Así que nos casamos, comenzando yo mis días con brillante alegría a partir de la última campanada de las doce, una espléndida situación que duró dos años, es decir, hasta el momento de nacer nuestro primer hijo.
  • 12. 12 Ahora bien, lo malo de tener un bebé —y no creo ser la única persona que lo haya observado— es que desde aquel día estás arreglada, y pasarán años hasta que puedas distraerle de alguna necesidad elemental diciendo: “Por lo que más quieras, mi vida, vete y mira al televisor”. Desde entonces tuve que abandonar mis planes —de tal manera nos acobarda a todos la maternidad— e irme a la cama a una hora decente, como todo el mundo. Por desgracia, Walter seguía trabajando hasta las tres de la madrugada, ocupado en dar a los jóvenes estudiantes del arte escénico apariencias de más años, manteniendo las luces del escenario en tonos sombríos. Yo pensaba en él durante las altas horas de la noche, los niños, durante las primeras de la mañana, y todos, durante el resto del tiempo. Tardé bastante en acomodarme a la situación; en primer lugar, porque mis ideas no eran claras (debido a la falta de sueño), y, además, porque debía pasar mucho tiempo intentando recordar sacar del agua hirviendo los pañales antes de que se deshiciesen. Por fin, después de varios años y varios hijos, se me ocurrió la solución: pagar a otra persona para que se levantase en mi lugar por las mañanas. En la universidad, vivíamos fundamentalmente del sueldo de un profesor —que es la forma de vivir del sueldo de un profesor— y esto suponía que si queríamos tener una asistenta, yo, la mamá, tendría que ganar algún dinero para pagarla. ¿Cómo? En un empleo no quería ni pensar: precisamente lo que yo trataba de evitar era el tener que levantarme temprano. Debería tratarse de algo que yo pudiese hacer entre los botes de conservas. Entonces, ¿qué? ¿Podría vender sobrecitos de mi propia sopa especial mezclando un bote de sopa de pollo “Campbell” con otro de sopa de guisantes “Campbell”? No. Me decidí, pues, a escribir comedias, impulsada por un cumplido que mi padre me había dirigido unos años antes. “Escucha —me dijo, con voz atronadora, una noche después de cenar—, la única maldita cosa que tú eres capaz de hacer bien es hablar”. Por “hablar” entendía “dialogar” —y ¡a escribir diálogos!
  • 13. 13 No diré que mis primeros esfuerzos se vieron coronados por el éxito y la gloria. Lo diría, ciertamente; pero, ¿cómo probarlo? Cuando se estrenó en Nueva York mi primera comedia, Louis Kronenberger escribió en el semanario “Time”, con un ingenio que sólo tardé diez años en apreciar, que “Leo G. Carroll (el actor) alegra la comedia de la señora Kerr de la misma forma que las flores alegran la habitación de un enfermo”. No comprendo cómo éstos y otros cumplidos semejantes hacia Leo G. Carroll, no agotaron mi pluma para siempre. Como alguien dijo hace poco: “Si tú puedes mantener firme la cabeza cuando todos los que te rodean pierden la suya, es posible que no te hayas dado cuenta de la situación”. Lo cierto es que con unas cosas y con otras (la paga por adelantado de incautos productores) podía pagar el salario de una simpática muchacha que padecía de insomnio y que pretendía pasarlo muy bien distribuyendo lápices y tiza, hasta que aparecía yo, toda fresca y feliz, a las once de la mañana. De esa manera, mientras pasaban los años dorados, me las arreglé con varias doncellas. Hubo un breve y horrible período, inmediatamente después de abandonar la universidad, cuando parecía que Walter estaba dispuesto a aceptar un empleo de tipo civil, que nos obligaba a vivir normalmente. ¡Qué horror! Pero mis temores eran infundados y Walter se convirtió en un crítico dramático. En muchos aspectos, un crítico dramático vive una existencia ideal, mejor dicho, podría vivirla si no tuviese que ver tantas comedias. Evidentemente, resulta estupendo asistir y tomar parte en la emoción del estreno de una gran producción. Y hay también, cada año, cierto número de comedias que deben ser consideradas como fracasos (porque duran poco en cartel), y que, sin embargo, son agradables de ver. Pero, ¿y los tostones? Son las comedias tan aburridas que uno permanece sentado en su butaca, asombrado, con temor de perder el juicio, mientras por todas las partes la gente busca apresuradamente la salida. Fue después de un estreno con estas circunstancias cuando mi esposo comentó: “Ésta es la clase de comedia que da a los fracasos una mala fama”.
  • 14. 14 No sé qué serie de normas siguen los críticos en tales ocasiones. Pero yo puedo sentir la presencia de un verdadero desastre leyendo la información que he reunido sobre los actores secundarios. Ocupamos una butaca de primera fila; lo cual nos permite leer alumbrados por las luces del escenario. Y a través de los años he descubierto que estudiar las notas del programa, mientras la comedia sigue su curso, me ayuda a mantenerme alerta —es decir, consciente—. “Biff Nuthall”, leo, “debuta con esta obra en Nueva York en el papel de botones. Proviene de Princeton, New Jersey. Estudió en la Universidad de Wisconsin, donde obtuvo un extraordinario éxito como Mosca en una producción estudiantil de “Volpone”. El Sr. Nuthall también toca el oboe”. Como puede verse, ahora tengo algo en qué pensar; mi subconsciente está totalmente ocupado. Biff Nuthall en el papel de Mosca. Estoy segura que el muchacho goza de gran talento, pero nunca reflejará mi idea de Mosca. Tal vez Benvolio, o Fray Lorenzo; pero Mosca... ¿con todas esas pecas y el pelo rojo? Y si proviene de Princeton, New Jersey, ¿por qué fue a la Universidad de Wisconsin? ¿Qué tiene de malo la Universidad de Princeton? Pero ésa es la manera de ser de algunos jóvenes: sólo porque un centro esté situado en su ciudad natal, no es lo suficientemente bueno para ellos. Estoy cierta que tendrías tus razones, Biff, pero no me parece leal. Y otra cosa: ¿qué significa ese breve inciso: “El Sr. Nuthall también toca el oboe”? ¿Es una imaginación mía, o hay en realidad una burla solapada en tales palabras? ¿No lo toca muy bien, o el agente de prensa que compuso esta pequeña biografía no tiene una alta opinión de este instrumento musical? Para su información debo decir que el oboe es un noble instrumento demasiado abandonado por la juventud moderna. ¿Qué quiere? ¿Una orquesta entera compuesta de violines? Si el reparto es lo suficientemente numeroso, uno puede pasarse toda la sesión de esta forma.
  • 15. 15 Debo confesar que siento cierta tendencia a leer en los lugares más extraños; lo que frecuentemente es una bendición. Por otra parte, esta costumbre, a veces, se interpone entre mí misma y lo que, según digo a mis hijos, es “mi trabajo”. En realidad, leeré cualquier cosa antes que trabajar. Y no me refiero a cosas interesantes, como la sección azul de la guía telefónica o los catálogos de propaganda. La verdad es que, antes de poner una sola palabra en un papel, paso toda una media hora leyendo la etiqueta de una botella de leche de magnesia. “La Leche de Magnesia Philips”, leo con mayor interés que si estuviera terminando una novela de Agatha Christie, “está preparada únicamente por la Compañía de Charles H. Philips, Departamento de Drogas. No debe tomarse cuando hay dolores abdominales, náuseas, vómitos, u otros síntomas de apendicitis”. Por esta razón, y porque tengo cuatro hijos, hago más de la mitad de mi trabajo en nuestro automóvil, aparcado junto a un letrero que dice: “Prohibido arrojar toda clase de basura, bajo la multa de 50 dólares”. En cuanto a los muchachos se refiere, no son precisamente las continuas interrupciones en la casa lo que me impide trabajar. No me importa cuando uno de ellos viene dando voces hasta mi cuarto para decirme algo verdaderamente importante, como “el Hombre del Tiempo, dice que la esencia del plátano será la esencia de la semana, la próxima semana”. Lo que me vuelve loca y hace que mis frascos de tinte capilar se agoten rápidamente, es oír por casualidad frases como ésta: “Oye, estúpido, el agua debe ir encima”. Más bien que investigar e interrumpir mi trabajo, malgasto veinte minutos preguntándome: ¿Qué agua? ¿Encima de qué? Espero que se trate de la pistola de agua y no de la lavativa. No, ¡por Dios! En el automóvil, donde me hielo o me achicharro, según la estación, todo es tranquilidad. Lo poco que hay para leer desde el asiento (Chevrolet, Gas Oil Esso, Tome Coca Cola) ya me lo sé de memoria hace tiempo. Por lo tanto, una vez que he limpiado y ordenado todo lo que mi esposo deja abandonado sobre el asiento, no tengo más remedio que escribir.
  • 16. 16 De vez en cuando —cada cuarto de hora, poco más o menos— me pregunto a mí misma: ¿Por qué lucho y me esfuerzo, cuando podía estar muy bien en casita, pintando el armario de la cocina? ¿Por qué? Y entonces lo recuerdo: porque me gusta dormir por la mañana; ésa es la razón.
  • 17. 17 1. POR FAVOR, NO OS COMÁIS LAS MARGARITAS Nosotros tenemos mucho cuidado de nuestros hijos. Jamás deberán pagar a un psiquiatra veinticinco dólares a la hora para saber por qué les abandonamos. Nosotros mismos les diremos por qué lo hicimos. Porque son inaguantables; sencillamente por eso. Recordando tiempos pasados, me parece que todo iba bien cuando ellos eran dos y nosotros igualmente dos. Nos sentíamos amados, protegidos y seguros. Pero ahora que ellos son cuatro y nosotros sólo dos, las cosas han cambiado. Somos minoría, y no estamos tan vigorosos como antes. Es evidente que no podemos competir con estos cuatro hombrecitos. Fíjate en Cristóbal, por ejemplo (y si te gusta, sinceramente te digo que puedes llevártelo); es un rapazuelo de ocho añitos. La dificultad en tratar con él, está en el hecho de que su único interés consiste en averiguar el valor preciso y el significado exacto de las palabras, mientras nosotros sólo estamos interesados en hacerle recoger sus vestidos del suelo. Si yo le digo: “Cristóbal, báñate y pon todas tus cosas en la lavadora”, me responderá: “Está bien, pero se romperá la máquina”. En este momento mi ingeniosa contestación sería: “No importa, que se rompa”. Pero años de experiencia han pasado sobre mí en vano y yo, la eterna ingenuidad, pregunto: “Por qué se romperá la máquina”. Y Cristóbal explica: “Mamá, si pongo todas mis cosas en la lavadora, tendré que poner también mis zapatos, y entonces, ciertamente, se romperá la máquina”. “Muy bien, le digo, con paciencia y dulzura, pon todas las cosas, excepto los zapatos, en la lavadora”. E imitando mi agradable tono, continúa alegremente: “Entonces, ¿de veras quieres que meta mi cinto en la lavadora?” En estos momentos ya no sé ni lo que digo, pero oigo las palabras de mi esposo: “Querida, no debes de gritar al niño de ese modo”.
  • 18. 18 Veamos otra versión de esta batalla semántica: —No des patadas a la pata de la mesa. —No estoy dando patadas, sólo golpeo suavemente. —Está bien, no golpees con tus zapatos. —No lo hago con los zapatos, lo hago con el tenedor. —Bueno, no juegues con el tenedor. —Es un tenedor viejo..., etc., etc. En otros aspectos, Cristóbal es un niño extraordinario. Le veo desde la ventana de la cocina. Con un rastrillo del jardín en una mano logra subirse a un árbol, se desliza por una rama y se deja caer sobre la tapia —todo con la agilidad y gracia de una ardilla. Por otra parte, es incapaz de ir desde la sala de estar al portal sin tropezar, por lo menos, contra dos muebles (le he visto tropezar algunas veces contra cinco, pero ese “récord” lo alcanza pocas veces). Tiene otra habilidad que no admite análisis de ningún género y va contra todas las leyes de la gravedad: puede pasar a través de una habitación completamente vacía y tropezar contra las baldosas. Supongo que es contra las baldosas. No hay allí ninguna otra cosa. Mis amigas, que también tienen hijos, continuamente están refiriéndose a las curiosas e ingeniosas frasecitas de sus pequeños. Por ejemplo, la madre de un filósofo de cinco años me dijo en una ocasión que cuando ella apareció una mañana con una nueva bata rosa de seis dólares, su niño gorjeó lleno de admiración: “¡Mira, nuestra Miss mamá va de boda!”. No creo que ninguno de mis hijos diga cosas como ésa. Desde luego, con una bata de seis dólares yo no daría la impresión de estar vestida para ir de boda. Más bien parecería que iba a pintar el garaje. Pero no se trata de eso. La cuestión es: ¿Cómo se las arreglan otras mamás para conseguir de sus hijos esa balbuceante e idiota lealtad?
  • 19. 19 Hace un momento hablaba de una época en la que ellos eran dos y nosotros también dos. En mi tendencia hacia los números redondos estoy falsificando la realidad. Lo cierto es que nunca fueron dos. Había uno, y, de repente, aparecieron tres. Con los mellizos, ahora son cuatro; y durante varios años hemos tenido cubiertas las ventanas de su dormitorio con tela metálica. Esto da a la fachada de la casa una apariencia institucional y contribuye a innecesarios rumores sobre mi salud mental, pero lo cierto es que con estas medidas hemos logrado lo que pretendíamos: mantener a nuestros hijos alejados de los techos. Teniendo en cuenta que son mellizos, ciertamente tienen pronunciadas diferencias. Collin es alto y activo, mientras Johnny es bajo y parece haber alcanzado ya la media edad. Johnny no arroja sus zapatos al aire, no se traga los tapones de las cervezas, ni rasga las hojas de la guía telefónica. Nunca le he sorprendido dibujando con mi mejor lápiz labial. De hecho, no tiene ninguna de esas encantadoras cualidades infantiles que originan tantas escenas de violencia en los hogares. Por otra parte, tiene una manía por el orden y una pasión porque todo se haga de acuerdo con un sistema, que le haría inaguantable para cualquier niñera. Si sus pijamas aparecen colgados en la tercera percha del armario y no en la segunda, recibe un gran disgusto. Si un cordón de la luz no está completamente en línea con la pared, no quedará tranquilo hasta que alguien lo coloque como es debido. Incluso, si una de las alubias de su plato es un poquito mayor que las otras, resulta imposible hacérselas comer. Es difícil para él vivir con nosotros. Y viceversa. Collin es completamente distinto. Tiene un tacto y una habilidad, que ciertamente sería el número uno si alguna vez se dedicase a robar cajas de caudales. Equipado solamente con una cuchara y un cartón de lija, puede sacar una puerta de sus goznes en siete minutos, y quitar todas las perchas del cuarto de baño en cinco.
  • 20. 20 Gilbert sólo tiene diecisiete meses. Es demasiado pronto para hablar de él (en realidad, algo podríamos decir, pero preferimos no encararnos con los hechos). En otros tiempos, tal vez nos ilusionásemos con sus sonrisas, gorjeos, y sus encantadores ojos azules; pero aquello se acabó. Ahora sabemos que lo único que él espera, es que le llegue su hora. Hoy día, sólo es capaz de chupar sus botitas de lana y tragarse algún botón que otro. Mañana... ¡buena nos espera! Mi verdadero problema con los hijos es que carezco de imaginación. Siempre les estoy advirtiendo sobre las trastadas ordinarias, mientras ellos planean las más raras y sorprendentes. Cristóbal, los domingos por la mañana, se levanta el primero de la casa, y hace ya tiempo que le di una lista con claras instrucciones: “No despiertes al nene”. “No salgas a la calle en pijama”. “No te comas las tostadas antes del desayuno”. Pero jamás se me ocurrió decirle: “No hagas masa con la harina, ni pegues con ella todas las páginas del periódico”. Ahora se lo digo, por supuesto. La semana pasada invité a cenar con nosotros a unos amigos, y advertí previamente a los mellizos y a Cristóbal que no apareciesen por la sala de estar, que no empleasen las toallas limpias del cuarto de baño, y que no dejasen sus bicicletas en el portal. Sin embargo, olvidé decirles que no se comiesen las margaritas que, con todo el esmero, había colocadas sobre la mesa del comedor. Fue un grave olvido. En fin, tendré que visitar a un psiquiatra y preguntarle por qué tengo esta sensación de persecución..., esta sensación de estar siempre rodeada de malignos espíritus...
  • 21. 21 2. CÓMO SER UN COLECCIONISTA DE CARTAS La otra noche estaba yo leyendo un tomo de cartas compiladas (de distintas personalidades), cuando comenzó a preocuparme una vez más ese viejo problema: ¿Cómo saber que tus amigos serán famosos y que tú debes coleccionar sus cartas? Naturalmente, uno guarda todo lo referente a Ernest Hemingway y Edith Sitwell. Pero fíjate en los inteligentes muchachos que recopilaban los manuscritos de Edna Millay, cuando ésta no era más que una jovencita insignificante en Vassar. Lo que yo me pregunto es: ¿cómo ellos ya sabían? Con toda seguridad, en este mismo minuto estoy arrojando al cesto de los papeles cosas por las que alguien, dentro de veinte años, daría un ojo de la cara. Pero uno no puede guardar las cartas de todo el mundo, al menos si vive en un piso de cuatro habitaciones. Cuando yo era joven e ingenua, el año pasado, acostumbraba a archivar todas las cartas que parecían interesantes o divertidas. Pero aquello era una trampa. Por ejemplo, tengo una carta maravillosa de mi panadero, en la que explica al detalle cómo rompió la mesa de su comedor. Muy interesante, pero inútil. Mi panadero jamás será famoso. Uno tiene que usar el sentido común en estas cosas. Sin duda, el procedimiento más seguro es limitarse a los amigos que han demostrado una marcada tendencia literaria. Y aún entonces, con mucha prudencia. Si tienes un amigo novelista, es preferible esperar hasta que gane algún premio de publicidad. La pena es que en tal caso lo más probable es que deje de escribirte. Su correspondencia, probablemente, se limitará a la emisora de radio “Columbia”, explicando por qué no le conviene aparecer en el programa “Entre personalidades”.
  • 22. 22 Si tu amigo escribe comedias, la cosa es más fácil. Comienzas a coleccionar sus cartas inmediatamente después de su primer fracaso. En este preciso momento se encuentran en la cumbre de sus dotes literarias como escritores de cartas. Si quieres encontrar verdadera pasión, colorido, y una directa revelación de carácter, lee una carta de un escritor de comedias que acaba de sufrir su primer desastre. Y, a veces, puedes ver un talento floreciendo delante de tus mismos ojos. Tengo un amigo, poeta, que solía escribir algunas cositas encantadoras acerca de “los helados dedos de noviembre” y “la extraña tranquilidad de los ceniceros después de una tertulia”. Confieso que en un principio no le consideraba gran cosa. Pero la semana pasada publicaron un poema suyo en “Partisan Review”, y no entendí una sola palabra. Desde ese día, archivo todas sus cartas. Uno debe estar con los ojos bien abiertos. Sería terrible pensar que estás rozándote con la grandeza y ni siquiera notarlo. Confieso que hay ocasiones en que no se puede estar seguro si un amigo tiene talento o no lo tiene. En tal caso, lo más lógico es preguntárselo a él mismo. Te lo dirá. Pero también aquí es necesaria cierta discreción. Por ejemplo, yo no presto la mínima atención a amigos que se emborrachan en alguna fiesta y comienzan a vocear que son capaces de escribir un libro mejor que “Lo que el viento se llevó”. Como regla general, diría que si tú gozas de un prometedor círculo de amistades que aparecen de vez en cuando en los periódicos anunciando que su cerveza es la “Rheingold”, la cerveza seca, y en la radio comunicando sus pequeños secretos a los pequeñuelos, tu carrera como coleccionista de cartas, será un éxito. Vete de la ciudad. De lo contrario, tus amigos no tendrán la oportunidad de escribirte. Pero, ¿quién soy yo para hablar de todas estas tonterías? Es evidente, que nada me preocupan las cartas de mis amigos. Lo que me impide dormir por las noches es la cuestión de mis cartas, las que yo escribo. ¿Las colecciona alguien? Muy improbable. Conozco a mis amigos: son, sencillamente, incapaces de pensar en archivar mis cartas. Sus escasas inteligencias no dan de sí para tanto. ¡Pobres editores míos! ¿Cómo podrán publicar un libro con todas mis cartas? No lo harán si no tomo alguna medida.
  • 23. 23 Por consiguiente, he comenzado a tomar ciertas medidas. De ahora en adelante saco copia de cada palabra que escribo, y que mis altivos amigos se vayan a la porra. Ya tengo una colección bastante decente: Querida Mabel: Creo que Johnny no tiene un par completo de calcetines sin agujeros; dile que se ponga uno marrón y otro verde. Si diese guerra, dile que puede ponerse los pantalones largos y no se verán sus calcetines. Y otra cosa muy importante: le toca a Gilbert beber la leche del barril de cerveza. Sra. K. Mi querida Joan: Por fin nos hemos pasado ya a la casa de Hilltop. ¡Qué maravilloso lugar! Desde estas alturas se dominan perfectamente las aguas azules de la bahía. Gozamos de nuestro propio y especial viento, triste y cantarín. Todo parece encantado y lleno de fantasmas. Prométeme venir a vernos. Siempre estamos aquí. Recibe todo el cariño de Jean. Compañía de Ventanas para todas las Estaciones, Mount Vernon, Nueva York. Muy señores míos: Les ruego me digan de una vez si van a venir a colocar esas ventanas contra tormentas, antes de que seamos barridos por el maldito viento. Dijeron que vendrían el lunes y ya es miércoles. Empleamos el termostato a ochenta y cinco grados, y todavía el asado vuela de los platos. Y he tenido que ponerme guantes para escribir esto. Espero saber de ustedes pronto o nunca. Jean Kerr.
  • 24. 24 Querido Phillis: Gracias, gracias, gracias, por la tarde tan maravillosa que me has hecho pasar. Tu libro llegó ayer por la mañana y desde entonces no lo he dejado de las manos. Mi espíritu se ha visto transportado por las regiones del embeleso. Realmente, Phillis, es una obra de arte. Es necesario que alguien lo diga. Como Sainte-Beuve confesó en cierta ocasión: “Je ne sais quois pour dire”. Con todo mi agradecimiento, J. Queridísima madre: Perdona por no haberte escrito en estas tres últimas semanas, pero hemos estado buscando la tarjeta-felicitación de Navidad. Tu “slogan” para la Campaña contra el Cáncer, me parece excelente. Yo en tu caso lo enviaría al concurso. Por aquí nada de nuevo, excepto que, no sé con qué motivo, vino a visitarnos Joan con sus cuatro horribles niños —de los cuales, tres tenían armónicas. ¿Has leído el libro de Phillis? ¡Que estupidez! Da la impresión de que todo el siglo diecisiete es suyo. No, no he visto a Tab Hunter en “El grito de batalla”, pero si dices que no me la pierda, sacaré las entradas para un día de éstos. Besos y abrazos de J.
  • 25. 25 Tesorero Teatro Hellinger, Nueva York, N. Y. Muy señor mío: ¿Qué pretende usted devolviéndome el cheque y diciendo que no hay entradas? Pedí dos buenas butacas para la sesión de la tarde del primer miércoles que las haya. ¿Sugiere usted que a través del correr de los tiempos nunca habrá un miércoles en el que sea posible conseguir dos butacas? No deseo dar una impresión de pesimismo, pero incluso usted, en toda la fiebre del éxito, debe admitir que hay una posibilidad —al menos en teoría— de que alguna vez —digamos en 1962—, tal vez esté dispuesto, y aun ansioso de vender dos entradas. Mientras tanto me voy a ver “Doblan las campanas”. Jean Kerr. Cariño: Parece que he perdido las llaves del coche en los almacenes Schraft. Por favor, toma un taxi y vete a buscarlo enfrente de Bloomingdale, New Rochelle. Está aparcado en una zona prohibida; pero no creo que importe porque ahora llueve y Peggy dice que nunca vigilan cuando llueve. Hay muchas verduras en el asiento de atrás. No sé cómo te las arreglarás para traer también los helados. Con todo el amor, J.
  • 26. 26 Mercado Funnell. Muy señores míos: Les incluyo un cheque para pagar mi cuenta de febrero. Sin embargo, quiero llamar su atención hacia una línea de su factura que dice: “Cincuenta céntimos de jamón ... ... 70 Cts.” Me doy perfectamente cuenta de que la vida sube, y de los consiguientes inconvenientes que sufren los tenderos privados, pero cuando yo encargo cincuenta céntimos de jamón, no deseo sino que me sirvan cincuenta céntimos de jamón. Suya affma. y s. s., Jean Kerr. Querido Cristóbal: Papá y yo vamos a cenar fuera, y quiero que prestes atención a esta lista: 1. Nada de televisión hasta que no hagas tus tareas escolares. 2. Saca la bicicleta y todas esas pistolas del cuarto de baño. 3. Báñate y no olvides hacerlo con jabón. 4. No te metas en la cama con la ropa interior o con los calcetines. 5. Collin dice que te has tragado su silbato. Si no es cierto, devuélveselo. Un beso de mamá.
  • 27. 27 Sr. D. Ken McCormick Jefe de Ediciones Doubleday y Co. Nueva York, N. Y. Querido Ken: Gracias por decir que mis cartas eran interesantes. Seguiré su consejo e iré con ellas a algún trapero. Como siempre, Jean. P. S. ¿Tendrá la bondad de remitirme esta carta?
  • 28. 28
  • 29. 29 3. ¿ESCRITOR O NATURALISTA? Lo que a mí me preocupa es ser tan diferente de los otros escritores. Connecticut es un Estado más, para mí. Y la naturaleza, pues, no es otra cosa que la naturaleza. Cuando yo veo un árbol, cuya sedienta boca busca el pecho suave y rico de la tierra, en seguida pienso: “He ahí un bonito roble”; pero el espectáculo no cambia mi modo de vivir. No, no voy a despotricar contra árboles y flores. Incluso tengo tres tiestos, y soy la primera en oler los geranios cuando entro en una habitación. Pero no pierdo la cabeza. Sin embargo, he leído bastante en esta temporada, y es evidente que no sigo el debido ritmo. La mayoría de los grandes autores (y yo llamo grande a un autor cuando gana más de veinte mil dólares al año) abandonan el psicoanálisis y vuelven al campo. Uno no puede ponerse a leer un libro hoy día, sin verse complicado en la saga inspiradora de algún pobre y asolado escritor, cuyos ingresos ascendían a los sesenta mil dólares al año, y se encuentra ahora esperando al autobús de las cinco y media. Entonces, a tres horas de la estación y a veinte minutos de su cuarto de baño, halló esta vieja y abandonada serrería y allí encontró la solución. Desde el comienzo mismo, los días dorados volvieron llenos de verdadera vida. No importa que la doncella pidiese la nota, porque no estaba acostumbrada a cocinar sobre el fuego abierto. Tan pronto como la esposa abrió un bote de “spaghetti” Heinz, los roció con mejorana, perifollo, anís y un poco de “vermouth” seco, de nuevo sintió la dulce satisfacción de ser una compañera y una madre. Los hijos no constituían problema, porque tenían que caminar ocho millas para ir a la escuela y otras ocho para regresar, y apenas estaban un momento en casa.
  • 30. 30 Y la misma Verdad, llamó a la puerta una mañana sobre las diez y cuarto. Era un hermoso día de primavera. Los ranúnculos parpadeaban sobre la hierba, y únicamente se oía el cántico de la chotacabra, cuando la chimenea se derrumbó y cayó a través del techo del comedor en medio de vigas, ladrillos y cemento, haciendo trizas la mesa estilo colonial. Nuestro escritor se encontró con el desastre cuando regresaba del pozo. Aunque en un principio se sintió aterrado, refrenó sus nervios y obró como cualquier otro hubiera obrado en tal situación. Salió y se sentó en el banco del corral. A los pocos momentos pasó por su lado un pollito. Lo cogió entre sus manos y, de repente, se dio cuenta de que estaba caliente, de que piaba suavemente, y de que era un pollito suyo. Lo estrechó cariñosamente contra su última camisa limpia. Nuestro escritor ahora se sintió perdido; perdido en el milagro del calor y de los píos —aunque, en mi opinión, nada tiene de extraordinario el que los pollitos píen—. Olvidado quedó el agujero en el techo y la mesa del comedor. En aquel instante comprendió que ninguna otra cosa importaba: de ahora en adelante su vida se centraría en estas dos realidades: él y su pollito. Ya ves qué diferentes somos todos. Para mí es sencillamente imposible pensar en un desastre familiar, cuya importancia desapareciese ante la presencia de un pollito en el corral. Y si el techo cayese sobre mi mesa del comedor, un pollito con dos dedos de frente haría bien en alejarse de mí. Nada me impediría darle una patada en las plumas de su rabadilla. Tal vez sea porque odio a los pollitos, con sus ojos descoloridos como cuentas y su estúpida forma de mover continuamente la flaca y huesosa cabecita. Antiguamente, cuando nuestro escritor vivía en la ciudad pecadora, las cinco de la mañana eran una pesadilla: en ninguna fiesta podía tomarse un “martini” lo suficientemente seco. Hoy día, a esa misma hora, ya está debajo de las vacas. “El muchacho y yo acabamos de ordeñar, y allí mismo, junto a las vacas, nos sentamos ante un caldero de tibia y sabrosa leche, y nos refrescamos”. Desde luego, acaso quiere decir que se lavaron la cara con ella, pero, ¿verdad que parece significar que la bebieron?
  • 31. 31 A continuación añade: “¡Cómo se estira El Muchacho! Ya es una pulgada más alto que La Muchacha”. No sé lo que les pasa a los escritores cuando se van a vivir al campo. Son incapaces de recordar los nombres de sus hijos. Dos semanas en las praderas empapadas de rocío y ya no se les oye más que “El Muchacho” y “La Muchacha”. Observad, sin embargo, cómo llaman a los animales. Uno continuamente se encuentra con frases como ésta: “Peter Wimsey hoy se hirió en la pezuña con un clavo”, o “Gracias a Dios, Edith Sitwell tuvo, por fin, un ternero”. Pero en la Utopía, no todo es trabajar, trabajar y trabajar. Frecuentemente, en las tardes, una vez que han terminado de abonar las tierras, el escritor y su esposa se sientan sobre la cerca —con una maravillosa sensación de “solidaridad”— y deleitan sus oídos con la mágica sinfonía de los grillos. Confieso que tengo esos mismos sentimientos. En nuestra casa también estamos bastante atareados, y, por supuesto, no nos sentimos “integrados” en absoluto; sin embargo, mi esposo y yo nos sentamos con frecuencia junto al fuego durante el interminable crepúsculo, escuchando el suave rum-rum de la lavadora. ¡Oh, qué bellos momentos! Pero volvamos al escritor. Aun desde su punto de vista, hay un pequeño fallo en todo este bucólico arrobamiento: con seleccionar las patatas y cuidar de las vacas, no ha escrito ni una sola línea desde que abandonó la ciudad. Desde luego, lleva un diario —y éste es el único medio de estudiar los efectos de la satisfacción en el estilo de un escritor. Y, ciertamente, los efectos son horribles. En la ciudad, nuestro hombre se ocupaba en escribir cuentos admirables para las revistas de ideas más avanzadas. (Recuerdo uno sobre una vigorosa mujer de cincuenta años, con un corte de pelo tipo italiano, que iba completamente borracha en un autobús, empeñada en explicar a un grupo de desconocidos por qué no estaba dispuesta a facilitar el divorcio a su esposo.)
  • 32. 32 Ved cómo escribe ahora: “Me levanto a las cinco y media para dar de comer a las ovejas”. “Esquilo a los corderos del año pasado”. “¡Qué emoción! La máquina de mezclar grano ha llegado hoy.” ¿Levantarse a las cinco y media para dar de comer a las ovejas? ¡Lo único que faltaba! Jamás seré escritor.
  • 33. 33 4. CÓMO DECORAR LA CASA RÁPIDA Y CÓMODAMENTE Como resultado de un reciente e imparcial estudio entre las señoras de una reunión, he descubierto cierto número de hechos muy significativos sobre la forma de decorar la casa, que, de mil amores, pongo en general conocimiento. El problema con el que se enfrenta la corriente y atareada ama de casa no es precisamente si debe decorar su hogar. Desde luego, debe decorarlo. El problema es: ¿cuándo? Sé que las circunstancias varían, pero, en general, creo que hay tres situaciones en las cuales es aconsejable decorar la sala de estar: Una cuando tienes dinero; otra, cuando no tienes dinero, pero tienes la intención de tomar parte en algún concurso radiofónico, en el que premiarán tus conocimientos de las más extrañas ciencias con miles de dólares, y, por último, cuando no tienes dinero, ni la más lejana posibilidad de conseguirlo, pero tus nervios están tan deshechos que si te ves obligada a volver a mirar esas moteadas paredes azules un día más, terminarías en un manicomio. Una vez decidida a realizar el proyecto, te encuentras con la cuestión realmente delicada: ¿cómo? ¿De qué color o en qué estilo decoraré la habitación? Es en este momento cuando muchos valerosos corazones se dejan invadir por el desaliento y prefieren seguir con las moteadas paredes azules. Porque es un hecho curioso que, aún aquellas mujeres que ordinariamente admiran a sus más íntimas amigas por las instantáneas y absolutas decisiones que muestran en toda clase de asuntos, de repente manifiestan vastas áreas de inseguridad, en el momento en que tienen que decir si el techo debería ir pintado en un tono más oscuro o más claro que las paredes.
  • 34. 34 Conozco a una mujer con un carácter extraordinariamente fuerte que eligió un colegio para su hijo en una sola tarde, y que siempre ha sido capaz de organizar una cena para dieciséis personas en cinco minutos. En un salón de belleza, cuando la manicura le pregunta qué color prefiere para las uñas, puede echar un vistazo a una fila de diecinueve frascos de diferentes tonos y decir “Rosa Carioca” sin un segundo de duda. Una señora, como digo, algo excepcional. Mi sorpresa fue, por consiguiente, enorme, cuando la encontré el otro día en los almacenes Schumacher examinando un montón de telas. Al parecer, era su séptima visita a dicho establecimiento para elegir unos metros de cretona para tapizar un sofá. ¿Qué había sido de aquellos aires de decisión y prontitud? Ante mí, perdida en un mar de muestras, se sentaba una figura deshecha patéticamente, manoseando distintos géneros y pidiendo el parecer de personas totalmente desconocidas. Para evitar estas cosas es aconsejable pedir la opinión de un decorador. De hecho, nada hay como un decorador profesional de primera clase, para convencer a una mujer normal de que ella misma sabe lo que quiere hacer en su sala de estar. El decorador invariablemente llega con un cuaderno de notas y un aire de fría preocupación. Pasea cautelosamente por “Ese Trágico Error”, tu sala de estar, y, finalmente, en su rostro aparece una repentina y acogedora sonrisa que parece decir: “Gracias a Dios que usted acudió a mí. Unos días más, y tal vez hubiera sido demasiado tarde.” Entonces comienza a hablar: “Mi estimada señora, he aquí una habitación pequeña y oscura, con muy poca luz. En mi opinión, no vendría mal un color ceniza pálido”. A lo que respondes: “¿Qué quiere usted decir? ¿Gris? Es precisamente el color que tiene. La sala está pintada de gris desde hace quince años”. Procuras calmar tus nervios. “Yo pensaba en un color turquesa, tal vez, combinado con el rosa”.
  • 35. 35 Al oír la palabra “turquesa”, por su rostro aparece tal gesto de dolor, que crees que el pobre es víctima de un ataque de apendicitis. Cuando logra serenarse, continúa tranquilamente y con gran paciencia: “Pero mi querida señora, supongo que usted querrá algo que se salga de lo corriente, ¿no es así?”. “Sí, sí —respondes—, por supuesto, deseo algo que se salga de lo corriente, pero, ¿no podría también ser algo... bueno, algo diferente?”. Oye la pregunta con el desprecio que merece y se dirige hacia tu encantadora chimenea. La señala indolentemente con el lapicero: “Estilo victoriano”. “Por supuesto —añades con ademán de enterada— , absolutamente victoriano. Esta chimenea fue realmente la razón por la que compramos esta casa”. “Bien” (sus modales son ahora bruscos y decisivos). “No habrá dificultad alguna en cuanto a esto. Desaparecerá de aquí y pondremos una plancha de piedra”. Es en este momento cuando decides que el que va a desaparecer de la casa es el decorador. Entonces sentirás la tentación de pedir el parecer de tu esposo. No lo hagas. Los maridos tienen dos posturas diferentes sobre la decoración de la casa: En primer lugar, está la actitud constructiva, pero inútil: “El azul es un color tan bonito... ¿Por qué no lo pintas todo de azul?”. Después está la actitud destructiva, también inútil: “Haz lo que quieras, pero no se te ocurra llenar de petunias las paredes, como tu hermana Elena”. Con un hombre así es perder el tiempo explicarle que esas petunias son claveles bordados a mano en un lienzo que vale a dieciocho dólares el metro. También puedes buscar ayuda en las revistas y publicaciones ilustradas, aunque las personas tan lindas que aparecen en esas páginas a todo color no parecen vivir con el resto de la gente. En primer lugar, dan la impresión de pasar el tiempo en terrazas o patios, donde son fotografiados, reclinados en pintorescas sillas, o asando filetes en inmaculadas cocinas eléctricas. Esta vida al aire libre es, sin duda alguna, saludable. De lo contrario, ¿de dónde sacarían el vigor y la agilidad necesaria para salir de esos sillones increíblemente bajos que aparecen en sus salas de estar?
  • 36. 36 Ya sé que hoy día la mayor parte de la gente —al menos las personas de gusto y distinción— viven en casas tipo “rancho”, con tres paredes de cristal y otra de ladrillo desnudo, y con la chimenea en una enorme sala verde en cuyo centro brota un surtidor de aguas cristalinas, y un estanque con peces de todos los colores. Pero, ¿no sería conveniente que algunas de esas revistas se ocuparan en alguna ocasión de los pocos ciudadanos que todavía vivimos en casas corrientes con escaleras, portales, comedores y pasillos? Cierto que de vez en cuando se logra ver una fotografía de alguna habitación ordinaria y atractiva. Precisamente el mes pasado me encontré con un comedor pintado en verde mar y amarillo pálido. El único color llamativo lo daban una manzana colorada y un calendario de un rojo vivo sobre la pared. Por supuesto, uno tendría que estar reponiendo continuamente la manzana, y, a través de los años, alguien preguntaría por qué seguía allí aquel calendario del año 1935. También están esos artículos “Decore usted mismo...”. Leí hace algún tiempo uno titulado “Hay tesoros en su desván”. Iba acompañado de unas tentadoras fotografías que demostraban cómo unas ingeniosas mujeres habían transformado olvidadas monstruosidades —muebles destartalados, perchas viejas y todas esas cosas— en “obras de arte”. Una señora rescató un demolido aparador, perteneciente a su bisabuelo, y lo dividió en tres partes. La parte inferior la cubrió con una plancha de madera fina, convirtiéndola en una curiosa mesita de café —“curiosa” fue la palabra que empleaban—. La parte central, después de haber sido cepillada, lijada y equipada de unos adornos de bronce muy “cucos”, llegó a ser una mesita de noche. Y la parte superior, con una gaveta y un espejo encima, fue colocada en el vestíbulo.
  • 37. 37 De esta forma, la tal señora se hizo con tres “obras de arte”. Incluso puede haber ido demasiado lejos. Yo creo que, cuando este hábil carpintero tenga invitados en su casa, nunca hablarán de los tópicos, como el tiempo o la guerra fría. Pasarán toda la tarde comentando los distintos tipos de muebles. En fin, que después de leer el artículo, me sentí tan culpable, pensando en las maravillas ocultas sobre mí, que me retorcí el tobillo en mi carrera hacia el desván. Allí encontré un armario de cocina y una cuna. Si hubieran sido dos armarios de cocina, tal vez los hubiese pintado con purpurina y, unidos los dos, los habría colocado en la esquina, frente a la chimenea. Sin embargo, desafío a House and Garden o a cualquiera, a ver qué se puede hacer con una cuna, excepto poner un niño dentro. Y volviendo a las perchas viejas, ¿sabías que, convenientemente trabajadas, pueden servir de monísimas patas para una mesita de café? Si por alguna razón no tienes en el desván ninguna percha vieja, puedes comprarlas a diecinueve dólares cada una, que sólo es un poquito más que lo que te costaría una mesita de café corriente. Sin duda, algunas personas gozan de más imaginación que otras. Una amiga mía, por ejemplo, tenía una antiquísima cama con postes enormes tallados a mano. Serró uno, compró una elegante pantalla de seda, la colocó encima, sujeta con alambre niquelado, y... aquello sí que era una obra maestra. Todas sus amigas comentaban: “¡Oh, Peggy!, ¿no es eso un poste de cama? ¿No lo vas a pintar? ¡No lo dejarás así!” No es conveniente, entre paréntesis, hablar de tus problemas decorativos con las amigas. Siempre responden con alguna sugerencia práctica, como: “Yo en tu lugar, Grace, lo dejaría tal como está hasta que los niños sean mayores”.
  • 38. 38 Una vecina mía siguió este consejo. Esperó hasta que los hijos crecieron y se casaron, y entonces convirtió en realidad el sueño de su vida: una alfombra blanca con adornos color salmón. Fui a visitarla la semana pasada. Sobre la alfombra blanca con adornos color salmón jugaban sus cinco nietos, el perro “boxer” y cuatro tortugas. Pero nos estamos apartando de la cuestión. Aun cuando vayas a decorar la sala de estar, probablemente tendrás que arreglártelas con los mismos muebles, incluso ese inmenso sofá que compraste en 1932, al mes siguiente de nacer los mellizos. Por consiguiente, todo se reducirá a fundas, cortinas y pintura. Cuando vayas a elegir telas, resulta, a veces, más cómodo ir a uno de esos grandes almacenes donde nadie muestra el menor interés por ti. De esta manera puedes pasar horas enteras tú sola entre piezas y piezas de tejidos. En un comercio ordinario te prestan una atención tan individual y excelente que es prácticamente imposible una selección. Mientras tú únicamente deseas curiosear y que te dejen sola con sus muestras y tus ideas, los dependientes quieren ayudarte. Cuando el representante de alguna fábrica de tejidos ha extendido ante ti, con toda la simpatía y finura, veintiocho muestras sobre la humilde alfombra enfrente del sofá, comienzas a sentir un creciente temor de que ninguna de ellas te va a gustar y de que este pobre hombre se llevará de ti un recuerdo poco agradable. En tal situación, encuentro muy conveniente distraer la atención del representante. Ordinariamente digo: “Sí, es estupendo, estupendo, pero debo considerar cómo irá con mi gran piano amarillo”. El representante, en estos momentos, ya está completamente distraído. No sabe ni lo que dice. A continuación, con una voz apagada, se atreverá a sugerir: “Señora, las muestras están allí; ¿por qué no las repasa otra vez?” Y mientras te acercas a ellas, él se aproxima disimuladamente al teléfono, dispuesto a pedir auxilio en cualquier instante.
  • 39. 39 A su debido tiempo habrás elegido tela para tus fundas, un color más oscuro para las cortinas y otro más claro para las paredes; lo habrás enviado todo a un tapizador, y un día, siete meses después, recibes todo confeccionado. Si no te parece muy bonito, no te preocupes, puedes volver a las mismas a los dieciocho o diecinueve años.
  • 40. 40
  • 41. 41 5. LOS PERROS QUE ME HAN CONOCIDO Nunca tuve la idea de hablar de esto, pero el hecho es que jamás he visto un perro que no se encaprichara conmigo al momento. Fíjate en “Kelly”, por ejemplo. Es un “fox terrier” con unos pelos como alambres y lleva con nosotros unos tres años. No diré que sea muy guapo, pero, ciertamente, tiene una sonrisa encantadora. Lo que no tiene es sentido alguno de adaptación. Todos los demás perros de la vecindad pasan las tardes ladrándose entre sí o persiguiendo gatos. “Kelly” pasa todo el día, y todos los días, corriendo tras los cisnes del estanque. No me preocupo, porque nunca cogerá a uno. En primer lugar, porque no sabe nadar. En vez de intentar la manera corriente de mantenerse sobre el agua, como los demás, quiere presumir con modalidades complicadas; el resultado es, que siempre se hunde y tiene que ser sacado del agua como un pez. Naturalmente, la gente habla, y siempre que le llevo de paseo hay alguien que le señala con el dedo y dice: “Ahí va ese perro loco, que persigue a los cisnes”. Otra cosa curiosa acerca de este perro es, que se niega por completo a ponerse en el lugar de los demás. Tenemos un sacapuntas en la cocina y “Kelly” solía mordisquear de vez en cuando la funda de plástico. Mientras sólo se tratara de eso, a mí no me importaba. Pero un día, perdió la cabeza y se tragó todo. Entonces tuve que comprar otro nuevo, y, por supuesto, lo puse fuera del alcance de “Kelly”. ¡Las escenitas que tuvimos qué aguantar! ¡Y qué forma de mostrar su enojo! De hecho, desde que comenzó a tragarse cosas, nunca ha quedado satisfecho. Y no hablo de cosas como calcetines, guantes y servilletas de papel, que son, sencillamente, deliciosas. Últimamente le ha dado por aeroplanos de plástico, cepillos y bombillas. No me importa que se siente debajo del piano, lanzando miradas angustiosas y gemidos enternecedores hacia un cepillo. Pero, francamente, creo que se está rebajando demasiado.
  • 42. 42 Una y mil veces he intentado hacerle comprender que los perros distinguidos, los perros que buscan los bocados más finos, deben ir tras las babuchas. Incluso he llegado a dejar abandonadas algunas viejas babuchas debajo de los muebles para tentarle. Pero lo cierto es que “Kelly” no tocaría una babucha, aunque estuviera muriéndose de hambre. Aunque desde un principio sabíamos que el pobre “Kelly” no valía para nada práctico, siempre decíamos lo mismo: “Es un buen cancerbero”. Por supuesto, no hay razón alguna para decirlo, excepto que ladra, incluso, cuando oye el zumbido de una mosca. Cuando “Kelly” se encuentra en el sótano, la caída al suelo de un cepillo de dientes es suficiente para que comience un concierto de profundos y lastimeros aullidos, seguidos por ensordecedores ladridos histéricos. Yo solía sentir un verdadero placer al imaginarme la piel de gallina de algún pobre intruso, ante esa horrible cacofonía. El mes pasado se dio el caso: un ratero se metió por la ventana del portal, se apoderó de veintidós dólares y mi reloj de pulsera, mientras “Kelly”, nuestro buen cancerbero, le contemplaba tan silencioso como una catedral. Así es nuestro maravilloso “Kelly”. El primer perro del que tengo recuerdos era un gran mastín blanco y negro, un perro pastor, parte alemán, parte inglés, y parte escocés —la parte mala en cada caso—. Por un capricho que ahora me parece imperdonable, le llamábamos “Ladadog”, un personaje de Albert Payson Terhune. Era un perro admirable en muchos aspectos, pero, pensándolo bien, creo que tenía bastante de pelotillero. Solía dárselas de estar loco por nosotros. Si, por ejemplo, salías de la habitación para peinarte, a la vuelta te saludaba con apasionados lametones, manoseos y convulsivos movimientos del rabo. Y una separación más larga —supongamos que tenías que salir hasta la puerta para recoger el correo— producía en “Ladadog” tal demostración de éxtasis y agradecimiento, que llegábamos hasta el extremo de preocuparnos por su corazón.
  • 43. 43 Sin embargo, todo este sentimiento nauseabundo y baboseante desaparecía tan pronto pisaba la calle. Recuerdo que de niños solíamos verle cuando regresábamos de la escuela, jugueteando en el césped del jardín de los Parker con un sabueso amigo suyo; corríamos hacia él, llamándole cariñosamente, y “Ladadog” permanecía impasible y francamente frío ante nuestras demostraciones. No es que nos ignorase por completo; nos saludaba con una ligera inclinación de cabeza, pero con el ademán de una celebridad diciendo en una reunión: “Sí, cómo no, le recuerdo; ¿qué tal está Edward?”. Siempre estábamos inventando excusas, y hasta ideamos una complicada explicación de su comportamiento. Todos nos pusimos de acuerdo en que “Ladadog” no veía muy bien, que sólo nos podía reconocer por el olfato, y que no olfateaba muy bien al aire libre. Sin embargo, un buen día, mi madre encontró a “Ladadog” enfrente de la estación. Ella llevaba su nuevo abrigo marrón con el cuello de pieles, y allí mismo, “Ladadog” la saludó con grandes muestras de gozo y entusiasmo. Después de aquello no tuvimos más remedio que encararnos con la realidad: ese perro era un “snob”. También tenía otras peculiaridades. Por ejemplo, almacenaba lechuga. Solía implorarnos hojas de lechuga, y después se iba con ellas a esconderlas detrás de la carbonera. No sé si lo que pretendía era hacerse ensaladas; lo cierto es que de vez en cuando teníamos que barrer un montón de húmedas y mustias hojas de lechuga. Y cada vez que sonaba el teléfono “Ladadog”, dondequiera que estuviese, corría como un loco hasta el pie del mismo, donde se sentaba, moviendo el rabo y con las orejas tiesas, hasta que oía responder: “Es el fontanero”, o “Elena, es para ti”. Inmediatamente después desaparecía. Evidentemente, este perro esperaba la llamada de alguien, pero nunca nos imaginamos de quién.
  • 44. 44 Pensándolo bien, el perro que más nos dio que hacer fue un sabueso llamado “Murphy”. En mi opinión, la primera cosa que hizo mal fue convertirse en un sabueso. Lo había visto en el escaparate de una tienda de animales domésticos, entré y pregunté al empleado: “¿Cuánto vale ese encantador “terrier” del escaparate?”. No creáis que respondió: “Ese encantador “terrier” es un sabueso”. No; solamente dijo: “Diez dólares, señora”. No pretendo decir una sola palabra contra los sabuesos. También ellos tienen sus derechos. Pero no deja de ser una sorpresa traer a casa una pequeña bola de pelusa en una caja de zapatos, y tres semanas después ver que el animalito es tan largo como el sofá. “Murphy” fue el primer perro que yo eduqué personalmente, y me sentí feliz ante el celo que desplegó en seguida por el periódico. Poco después descubrimos, para nuestro horror, que —como tantos otros perros—, había “agarrado” la letra, y no el espíritu de la cosa. Hasta el fin de sus días, tuvo un verdadero sentido de obligación siempre que viese un periódico —cualquier periódico—; y no importaba dónde estuviera. No quiero entrar en sórdidos detalles; únicamente diré que nos vimos obligados a guardar todos los periódicos en el fondo de la nevera. Tenía otra costumbre que nos hacía el centro de las habladurías de nuestros amigos poco amantes de los perros. Nunca se subía sobre las camas, las sillas o los sofás. Pero siempre se sentaba encima del piano. Al principio, tratamos de quitarle de allí. Pero, después de unas pocas refriegas, en las que “Murphy” acababa arrancando un cuadro de la pared, arañando el piano o rompiendo una lámpara, terminábamos por ceder, sólo para descubrir que, abandonado a sus caprichos, “Murphy” subía y bajaba con tanta delicadeza como una bailarina. Nosotros llegamos a acostumbrarnos, pero cuando recibíamos no era raro oír a algún invitado que decía: “No sé lo que estoy bebiendo, pero me parece ver un perro enorme sobre el piano”.
  • 45. 45 No sólo son nuestros perros los que molestan Los perros de mis amistades son aún peores. No sé lo que tengo que a todos les gusto; sencillamente, no me lo explico. Mi esposo jura que yo me froto los tobillos con jugo de carne. En todas las reuniones sucede lo mismo: estoy tranquilamente sentada en feliz camaradería con un grupo de amigos enfrente de la chimenea, cuando de pronto el gran chucho de mi anfitrión aparece bajo el marco de la puerta. Entonces, sin un ladrido que pudiera servir de aviso, se arroja sobre mí. La escena siempre me recuerda aquella frase de Un tranvía llamado deseo: “Cariño, hemos nacido el uno para el otro”. Mi martini vuela por el espacio y mis medias son desgarradas hasta que por fin el perrito se sienta pacíficamente sobre mi nueva falda negra. Mientras intento sacar de la boca los pelos que no he tragado y miro angustiosamente a mi anfitrión en la esperanza de ser rescatada, éste murmura: “¡Qué cariñoso! Sin embargo, “Brucie”, ordinariamente, desconoce a los extraños”. Durante una cena en Long Island, la semana pasada, después de haber sufrido el ataque de un enorme perro pastor, anuncié llena de dolor: “¡Oh, Dios mío; creo que se ha tragado uno de mis pendientes”. La anfitriona parecía realmente preocupada por unos momentos; hasta que examinó el otro pendiente. Entonces dijo: “Creo que no tiene importancia. Es pequeño y redondo”. Hoy día, antes de ir a alguna parte, pregunto si tienen un perro. Si lo tienen, digo simplemente: “Creo que será mejor quedarme en casa. Tengo alergia canina”. Esto no halaga a quienes me invitan, desde luego. En realidad, en sus caras aparece una expresión, como si acabasen de descubrir que mi lugar es el manicomio. Pero es el método más seguro para librarme de las afectuosas demostraciones de sus perros.
  • 46. 46
  • 47. 47 6. EL KERR-HILTON Desde que nació Gilbert, hemos estado buscando una casa mayor. Yo quería una casa con cuatro dormitorios para los chicos, todos ellos a cierta distancia de la sala de estar, en otra provincia, por ejemplo. También ansiaba que junto a la cocina, hubiese un lugar para colocar la lavadora, la secadora, la cámara frigorífica y un gran sofá donde poder tumbarme en los días soleados y deleitar mis oídos con el zumbido de todos estos artefactos. Mi esposo, por otra parte, buscaba una casa donde los huevos estuviesen cerca de la cocina, y la cocina cerca del teléfono, para de esa forma poder freírse los huevos y hasta comérselos, mientras responde a las dieciocho llamadas que siempre recibe durante el desayuno. Las llamadas nunca son importantes, pero lo que no tienen de calidad, lo suplen en cantidad. Generalmente, es alguna emisora que le invita a que actúe en un programa de televisión a las cinco y media de la mañana, o se trata de un joven llamado Eugene Klepman que desea la opinión de Walter sobre una nueva comedia musical basada en los tres primeros libros del Antiguo Testamento. Por una u otra razón, Walter no ha desayunado en los últimos siete años. Esto tal vez le hubiera producido el saludable efecto de hacerle perder peso si no fuera por su maldita costumbre de pasarse toda la mañana comiendo cacahuetes, con el fin —según dice—, de adquirir la suficiente fuerza para soportar las llamadas telefónicas que le esperan mientras almuerza. Supongo que los mellizos no tenían una idea concreta sobre la casa de sus sueños. Una cosa que no querían, era una habitación exclusivamente para ellos, un lugar donde podrían jugar a su antojo. Prefieren, sin duda, arrancar las hojas de las revistas recién recibidas, en medio de la cocina, mientras yo trato de servir la cena. He intentado explicarles la conveniencia de una sala dedicada a sus juegos, pero la mera idea de un salón en el que nada hay que se pueda romper, les infunde un pánico horroroso.
  • 48. 48 Gilbert pudiera haber tenido sus preferencias, pero a los diecisiete meses era un niño de pocas palabras. Tan pocas que puedo, incluso, enumerarlas. Podía decir: Coca-Cola, no, cacao, no, Coca-Cola, no; y vete a paseo. Desde luego, estas limitaciones tienen ciertas ventajas; por ejemplo: es incapaz de cantar un solo verso de “Arrivederci Roma”. Y esperamos que cuando cumpla los cinco años —la edad traicionera— la cancioncita estará ya relegada al olvido. Cristóbal, ahora que tiene ocho años y está completamente sofisticado, ha expresado el deseo de una casa sin artesones o bañeras. Pero, como yo le digo una y otra vez, tal santuario es difícil de encontrar en nuestros días. Al principio cometimos el error habitual de buscar casas en consonancia con nuestros ahorros. Estoy redactando una proposición, que será conocida en el futuro como “la ley de Kerr”, que en esencia afirma esto: todas las casas que uno puede comprar son deprimentes. Durante meses y meses hemos acompañado a optimistas y dicharacheros agentes de propiedades a través de una serie de ruinas que, como los agentes modestamente admitían, “sólo necesitaban un poco de pintura para convertirlas en suntuosas mansiones”. Estas casas invariablemente tenían dos oscuras salas de estar y una gran cocina del siglo pasado... o del anterior. Ante mis débiles objeciones y mi aversión a tener una bomba de agua en la cocina, el agente se mostraba ordinariamente muy serio. “Si usted quiere seis dormitorios por el dinero que está dispuesta a gastar, buscaremos una casa más antigua”. Ciertamente, no me hubiera disgustado una casa más antigua, pero no de la Edad Media. Recuerdo una casa en Larchmont. Nadie sabía cuándo había sido construida, pero tenía dos sótanos y un túnel, que iba a dar al Sund para protección de los esclavos fugitivos. Pensándolo bien, debimos habernos quedado con ella. Con cuatro muchachos, uno nunca sabe cuándo va a necesitar una salida de emergencia.
  • 49. 49 Por entonces ya habíamos pasado un año buscando el hogar ideal. Yo casi me había decidido ya a esperar hasta que nuestros hijos se hubiesen casado para comprar una casa más pequeña. Sin embargo, una tarde fuimos citados para volver a ver un edificio por el que habíamos mostrado algún interés. Hubo cierta confusión acerca de la hora y llegamos allí con media hora de anticipación. Entonces, el agente de propiedades, Mr. McDermott, tuvo una idea para matar aquella media hora: “Escuchen, allá al lado del río hay una casa disparatada. Nada que les pueda interesar, pero lo pasarán bien. Seguro que les hará reír”. Ciertamente, nos hizo reír desde el momento que empujamos el portón. Era un inmenso castillo de ladrillo en el que las torres, las cúpulas y las inclinadas chimeneas, se mezclaban en un estilo que más tarde Walter describió como “neo-horripilante”. La misma puerta de entrada era una tremenda plancha de roble tallado que parecía la puerta de la Iglesia de S. Gabriel, lo cual no era nada extraño porque resultó ser la puerta de la Iglesia de S. Gabriel. De la puerta colgaba una repugnante cabeza de león. Esto parecía ser el llamador, pero cuando Walter se adelantó a hacer usó de él, se desprendió y cayó entre sus brazos (ya está de nuevo colocado). Por fin, alguien oyó nuestras voces, y la puerta se abrió lentamente sobre sus grandes goznes, con un chirrido estremecedor. Pasamos dentro. Salté hacia atrás rápidamente para evitar el choque contra dos cañones y caí sobre un astillero de escopetas. Mientras recogíamos las armas del suelo, observamos el patio. Aunque desde el exterior no se notaba, la casa estaba construida de tal manera que un gran patio la rodeaba por los cuatro costados. Estilo Tudor, pudiéramos llamarlo. Muchas de las paredes eran de vidrio, de modo que los grandes exteriores parecían decoraciones interiores. No me hubiera importado esta combinación; pero el tal patio se parecía extraordinariamente al decorado que la MGM preparó para la película “El Hijo Pródigo”. Había ídolos persas, gatos de piedra, campanas chinas y gárgolas; y en cualquier momento yo esperaba ver salir del estanque a Edmund Purdom en persona. El agua del estanque iba a dar a otro estanque menor a través de un casco de buzo iluminado. Nos costó cierto esfuerzo separarnos de esta miniatura del “Viejo Bagdad”, principalmente porque Walter tropezó con el casco de buzo.
  • 50. 50 Pasando por una habitación que parecía exactamente la primera nave de vapor que surcó las aguas del río Hudson, vimos la sala de estar —o, mejor dicho—, vimos la chimenea, que era lo único visible de la sala de estar. Era una mole monstruosa. En la base había dos grandes arcos de piedra sobre los que descansaban filas y filas de ladrillos, entre las que aparecían algunas hileras de piedras labradas; y en el centro de todo ello reposaban una serie de azulejos que, según me dijeron, representaban la escena de “La Muerte y el Caballero”. Encima había más ladrillos de diversos colores hasta llegar a un extenso entrepaño azul, cerca ya del techo, en el que habían sido pegados trece ángeles de escayola (tal vez fuesen musas; era difícil distinguirlos a esa altura). El efecto final se parecía tanto a la gruta de Lourdes, que uno automáticamente buscaba las muletas colgadas por las paredes. Durante unos momentos Walter se apoyó contra un bargueño de roble para contemplar el artesonado del techo, todo él formado de paneles dorados y azules representando el escudo de armas de los Vanderbilt. Le hice observar la selección de pilares semi-bizantinos, algunos de los cuales sostenían la balaustrada, cuando descubrí que mi esposo había desaparecido. Un resorte oculto del bargueño ocasionó la desaparición de Walter en algún departamento secreto. Sin darnos cuenta nos encontramos admirando una escalera de caracol al pie de la cual brillaba una caja de cristal que contenía un maravilloso reloj. “¡Oh!, me olvidé de hablarles sobre este reloj —observó la Sra. McDermott. A las doce, toca el dúo de Carmen”... “Por supuesto —respondí con ironía—, y seguramente a las seis tocará la Quinta de Beethoven”. Pero la Sra. McDermott tenía razón; el reloj estaba conectado a un carillón de treinta y dos campanas que, aunque estaba en el patio, por una u otra razón yo no había visto. Después, pasamos por un número de habitaciones convencionales. Es decir, a no ser por el artesonado veneciano, las puertas de hierro y las vidrieras de colores, eran habitaciones que se podrían encontrar en cualquier casa corriente.
  • 51. 51 El comedor, sin embargo, merece un comentario. Aún en esta casa, era algo especial. Estaba totalmente ocupado por espejos; no sólo las paredes y el techo, sino hasta la parte superior de la misma mesa. Estoy segura que si miras hacia abajo mientras comes podrías ver tu sucio paladar por toda la habitación. Walter estaba asombrado. No dejaba de calcular el número de posibles reflejos. Evidentemente, pensaba en una infinidad de imágenes, como el niño de la etiqueta de una botella, que lleva una botella en la mano, con un niño en la etiqueta de la botella, que lleva una botella, etc., etc. “Imaginemos —decía—, que estamos aquí tomando el desayuno en pijama y con nuestros cabellos todos revueltos, ¿cuántas veces?”. Producía vértigos, desde luego. Y vértigos padecíamos todos mientras salíamos del comedor. La Sra. McDermott se volvió hacia nosotros y preguntó con una sonrisa: “Bien, ¿qué les parece?” Walter y yo respondimos con la unisonancia perfecta de un coro griego: “Es la casa más disparatada del mundo, pero la compraremos”. Y ella, olvidando las más elementales normas de buena vendedora, gritó: “No hablarán en serio. ¡Han perdido la cabeza!”. “Hemos perdido la cabeza —afirmó Walter—, pero hablamos en serio”. Al dirigirnos a casa completamente ensimismados, Walter rompió el silencio preguntando: “¿Cuál habrá sido lo que nos ha gustado?”. Yo iba pensando en lo mismo. Entre las campanas y las gárgolas me había dado cuenta de que era la casa adecuada para nosotros. En primer lugar, nuestro dormitorio estaba totalmente aislado en un ala del edificio. Detrás del garaje, había una habitación que podría convertirse en un maravilloso salón de juegos para los niños. Casi todas las piezas de la casa tenían una encantadora vista del Sund; y el comedor tenía un piso de roble que, evidentemente, nunca necesitaría una alfombra. Uno de los problemas de mi vida es mantener limpia la alfombra del comedor. Una amiga mía, resolvió el mismo problema en la sala de estar, comprando una alfombra del color de la Coca-Cola. Pero no es fácil encontrar alfombras del color del puré de patatas y de helado de chocolate (aunque es una idea que bien pudiera estudiar algún emprendedor fabricante de alfombras).
  • 52. 52 En casa, siempre cenamos con los niños. Dios sabrá por qué. Acabaremos padeciendo úlceras. Y aun en mis momentos más optimistas, sinceramente no puedo creer que su niñez esté gozando del dulce recuerdo de esas comidas familiares, sazonadas por una ininterrumpida serie de consejos: “No, no puedes hacerte un bocadillo con las patatas fritas”. “Sí, tienes que tomarte la sopa con la cuchara”. “No metas el dedo gordo en el plato”. “No, no es cierto que siempre comemos zanahorias”, etc., etc. En el trato con nuestros hijos, no seguimos los más avanzados métodos de psicología infantil. Siempre trato de recordar las palabras inmortales de aquel filósofo y padre, Moss Hart, que en cierta ocasión afirmó que en las relaciones con sus hijos siempre tuvo una cosa en cuenta: “Somos más fuertes que ellos, y es nuestra casa”. Verdad es que en los libros de texto se lee que una azotina de vez en cuando hace sentirse inseguro al niño. Tal vez tengan razón. Por otra parte, si un niño realmente merece un azote y no lo recibe, yo soy la que me siento insegura. Normalmente, nuestros hijos aceptan la disciplina con resignación. Una noche, sin embargo, cuando los mellizos fueron enviados a su habitación por cierta travesura (si mal no recuerdo, habían descorchado toda una caja de cervezas), Johnny susurró: “No volveré a dar un beso a mamá. Collin, dile que tampoco tú la volverás a besar”. Y entonces Collin respondió con su vocecita de renacuajo: “No, porque se moriría de pena”. A los mellizos no les pedimos su parecer acerca de la casa en perspectiva, pero en una de nuestras visitas de inspección llevamos a Cristóbal con nosotros. Se paseó por todas las habitaciones en absoluto silencio, y ni siquiera durante el regreso le pudimos sonsacar su opinión. Algunas horas después se le escapó una sola frase:
  • 53. 53 “Comparadas con esa casa, las hojas de higuera son más modernas.” Pero no olvidemos que la ilusión de Cristóbal es ser cómico. No comprendo lo que ha sucedido a la juventud de América. Todavía recuerdo cuando los niños querían ser policías, o bomberos, o alguna otra cosa decente. Últimamente, Cristóbal responde a todo tratando de imitar las cadencias de su ídolo, Bob Hope. Si yo le digo: “Cristóbal, no se te ocurra tumbarte en ese sofá”, él contesta todo serio: “Yo siempre diré la verdad en este sofá”. “Cristóbal, ¡eres un sucio!”, a lo que responde: “Lo siento. No lo niego; pero lo siento”. Cualquier duda que hubiésemos tenido sobre comprar la casa, desapareció cuando nos enteramos de que realmente nadie deseaba venderla. Pertenecía a Charles B. King, un anciano caballero que había sido inventor y uno de los primeros socios de Henry Ford, que se había hecho con la propiedad por el año veintitantos. King era un coleccionista y un viajero universal. Nunca pasaba por una chatarrería o una catedral sin llevarse algo para su casa-museo. Sus asuntos estaban ahora en manos de una comisión, y, a través de negociaciones que duraron tanto como la Conferencia de San Francisco, descubrimos que los lunes y miércoles la comisión estaba dispuesta a vender la casa, pero no se ponían de acuerdo sobre el precio. El resto de la semana estaban de acuerdo sobre el precio, pero no querían venderla. Parecía como si nos encontrásemos en un punto muerto, cuando una mañana nos llamó cierto amigo nuestro para decirnos que la casa que intentábamos comprar, se había quemado aquella misma noche. Realmente la noticia nos impresionó —en primer lugar, porque acabábamos de vender nuestra propia casa—, e inmediatamente fuimos a ver el desastre. A primera vista, parecía que Nuremberg había sido bombardeado de nuevo, pero en realidad sólo un lado del cuadrilátero, además de algunas partes de los otros lados, habían sido destruidos. Ante el problema de la reconstrucción, la comisión nos ofreció la casa, incluidas las achicharradas vigas y todo lo demás.
  • 54. 54 Decididos a aceptar la propuesta, comenzamos a pedir la opinión de nuestros amigos y parientes. Mi padre, que es contratista, inspeccionó lentamente la casa murmurando entre dientes acerca de dificultades e inconvenientes. “Pero, papá —le interrumpí—, fíjate que vista tan linda se contempla desde aquí”. Él se contentó con observar que durante los vendavales sería prudente que contempláramos la vista desde el sótano. La mayoría de nuestros amigos afirmaron que, como Nueva York, era un lugar magnífico para visitarlo, pero no para vivir. “Podrías cobrar un dólar de entrada, y mostrarlo al público como un museo”, dijo uno. Otro tuvo una idea francamente sombría. Se paseó varias veces de un extremo a otro de la sala de estar, y observó: “Evidentemente, sólo a los actores podréis invitar aquí. A los demás les resultaría imposible hacerse oír”. Tengo un amigo decorador; estaba segura que le encantaría el lugar. Le enseñé todo y esperé confiada su opinión: “¿Qué te parece?”, le pregunté vivamente. Me miró con el aspecto de un hombre que lucha entre las exigencias de la amistad y de la sinceridad. “Debo confesar —respondió por fin—, que hay muchas y muy interesantes horizontales”. Después de esto dejé de pedir pareceres, pero no pude impedir que me los siguieran dando. Comenzamos a traer contratistas para que nos dieran presupuestos de la reconstrucción. Todos sin excepción rompían en estrepitosas carcajadas tan pronto pisaban el umbral. “Queremos eliminar esta puerta —decía yo, tratando de interrumpir su hilaridad—, y poner linóleo”. Y ellos, sin hacerme el mínimo caso, gritaban: “¡Santo Dios, mirad qué techo!”. “Le hablaba del linóleo. ¿No les parece que...?”. Y ellos continuaban: “Mi cuñado es chatarrero. Buen negocio haría con todo esto”. Algunos días resultaba imposible hacerles hablar del linóleo.
  • 55. 55 Teníamos planeado trasladarnos a la nueva residencia el primero de mayo, pero no pudimos empaquetar las cosas de antemano porque estábamos trabajando tenazmente en el primer acto de nuestra proyectada comedia musical Goldilocks. (No te la pierdas cuando se estrene, allá por el año 1965). Trabajar en una comedia musical significa que, en primer lugar, localizamos a los cuatro niños para amenazarles con horribles castigos, e incluso la muerte repentina, si se acercan a nosotros. Después nos surtimos de café y cigarrillos, y nos escondemos en la madriguera. Walter, triste y silencioso, se sienta ante la máquina de escribir. Yo me acomodo sobre un sofá y me pongo a hojear algún viejo catálogo de propaganda —también triste y en silencio—. Por fin, uno de los dos piensa en una frase, y el otro gime. De esta feliz camaradería surgen líneas y líneas, muchas de las cuales escribimos treinta y ocho veces. Yo había planeado tomarme una semana de descanso antes del traslado para preparar y recoger todas las cosas y descubrir, tal vez, lo que contenían aquellas cajas del ático en cuyas tapas había unos letreros ininteligibles. El lunes, sin embargo, me levanté con un catarro de nariz que rápidamente se convirtió en bronquitis. Supliqué al doctor que me administrase una dosis de pleurocilina o de alguna de esas cosas que valen a dólar cada tableta, pero que te curan en una noche. El médico se limitó a encogerse de hombros y murmuró con una mirada de compasión: “Si sólo se tratara de una pulmonía...” Desgraciadamente, no era pulmonía; por lo tanto, estuve enferma toda la semana, y los mismos transportistas se vieron obligados a empaquetar todo. ¡Y qué hombres tan meticulosos resultaron ser! Cuando llegamos a la nueva casa, encontré que, por cinco dólares el bulto, habían empaquetado cuidadosamente un buen montón de cristales rotos, tres ruedas de un viejo tractor, tablillas sueltas de persianas venecianas, y un número considerable de botes vacíos de toda clase de sopas.
  • 56. 56 Mi madre vino a ayudarnos. Fue una bendición. Lo malo es que su metabolismo no va bien. Es capaz de trabajar más de diez y nueve horas sin parar. Durante este período únicamente se alimenta a base de varios galones de té caliente, que consume en lo alto de una escala o en lo más profundo del sótano. A las doce de la noche, cuando yo me encontraba tan agotada que sentía ganas de llorar, mi madre tenía ocurrencias como ésta: “Bien, ¿qué tal si limpiásemos el garaje?”. No obstante, sufrió un ligero contratiempo cuando descubrió que la faltaban fuerzas para cargar con el aparato de televisión. La oí quejarse: “Jean, veo que los años no pasan en balde”. No sé si será cierto, pero espero que sí. En conjunto, el día del traslado parecía una escena de una comedia de Mack Sennett: cuatro hombres metiendo nuestras cosas; tres hombres sacando las suyas; los contratistas subiendo y bajando; el plomero instalando la lavadora; un niño de la casa vecina, que vino a enseñarnos dónde había algunos nidos; y, por último, unos dependientes que traían unas camas que no habíamos encargado. Todo esto, sin mencionar a los obreros que vinieron a instalar la cocina y que se pasaron hora y media buscándola. Después de observar que un hombre subió más de cuatro veces al ático, descubrí que estaba instalando allí el aparato de televisión. Walter tenía que asistir al estreno de una obra aquella noche; a las seis en punto, pues, abandonamos todo y salimos hacia Nueva York, encargando a Mabel —nuestra doncella, ama de casa, niñera, cocinera y amiga, todo en una pieza— que buscase a los niños, que trajese comida, y que localizase las camas. También debería arreglar los plomos de la luz, porque sólo había una funcionando, la que estaba en la parte quemada del garaje. Cuando regresamos a la una de la madrugada, toda la casa resplandecía alegremente. Estábamos en nuestro nuevo hogar.
  • 57. 57 Todo esto tuvo lugar hace algún tiempo. Desde entonces hemos ido enterándonos de ciertos detalles. Hablemos de nuestro dormitorio, por ejemplo. Para llegar allí, es preciso trepar por un corto tramo de escaleras, después, otro bastante mayor, dar un rodeo por la balaustrada y, por fin, reunir todas las fuerzas para saltar por el vacío. Para bajar, viceversa. Hoy día, cuando bajamos por la mañana y vemos que se nos ha olvidado algo, o nos arreglamos sin ello o salimos a comprarlo. También nos hemos enterado de lo que sucede a los muchachos. Todo el mundo nos había advertido, que era de esperar un buen número de huesos rotos tan pronto como los niños comenzasen a subirse sobre la balaustrada y las gárgolas. Antes de una semana, Johnny ya se había roto el brazo. Sin embargo, no fue aquí sino en la escuela. Una rubita de cuatro años y medio, llamada Cleo, se había encaprichado por Johnny. El lunes le dio cinco céntimos. El martes le dio un cromo. El miércoles le dio un empujón y le rompió el brazo por dos partes. Evidentemente, esta niña persigue algo, y creo que Johnny haría bien en guardar distancias. Hace poco le pregunté qué pasó con Cleo, y me respondió solemnemente: “No sé, pero he oído que va a estarse sentada en un rincón toda su vida”. No estaría mal. Otras muchas cosas han sucedido. Dos enredaderas y un rosal que ni siquiera habíamos visto, han florecido y se han marchitado. Las ardillas de la torre han tenido más ardillas. A veces, creo que los carpinteros han tenido más carpinteros. Eran tres o cuatro cuando empezaron y hoy son seis. Pero el tejado está, por fin, colocado, el garaje ha sido restaurado, y la mayoría de las vigas quemadas han desaparecido —con gran pesar de los niños, que solían jugar a los soldados entre ellas, apareciendo a los diez minutos como mineros galeses—. Ciertamente, las cosas progresan. Incluso Gilbert lo nota. Esta mañana señalaba con su dedito hacia los pavos reales recién pintados en su habitación, y decía: “Bonitos perritos, bonitos perritos”.
  • 58. 58 Desde luego, la sala para que jueguen los niños aún no está terminada, y falta casi todo el decorado y la pintura. Según mis cálculos privados (multiplico el número de carpinteros por los días de la semana, y divido el resultado por el precio de un bote de pintura), temo que los obreros continuarán aquí siete años más. Por una parte, ciertamente, llego a cansarme de ver viejos lienzos encerados por todos los lados, montoncitos de arena en la despensa y vigas de madera debajo del piano. Por otra parte, cuando considero lo gentiles y atentos que son estos carpinteros, y qué buenos compañeros serán para los niños cuando vayan creciendo, comienzo a ver un plan y una finalidad en todo ello.
  • 59. 59 7. EL CUIDADO Y LA EDUCACIÓN DE LOS PRODUCTORES En los últimos cinco días, no creo que se haya publicado un solo libro sobre la forma de escribir una comedia, o sobre la forma de no escribirla. En mi opinión, esto es sintomático. Las noticias vuelan y pronto tendremos que encararnos con el hecho: todo el mundo sabe cómo se escribe una comedia. Por lo menos, todas las personas que yo conozco están escribiendo una comedia, incluso gente con la obligación de alimentar a sus familias. Nuestro lechero, por ejemplo, está escribiendo una comedia sobre las peripecias que con su esposa y su suegra, sufrió durante todo un invierno que pasaron en una choza bloqueados por la nieve. ¡Qué año aquél! El mismo autor lo describe perfectamente cuando dice: “Nos reímos hasta reventar”. Ante esta realidad, ¿por qué hay tan pocos escritores de comedias a quienes les sonría el éxito? Cierto que existen docenas de libros que explican a los principiantes el valor de la descripción, la importancia del clima, la necesidad de escribir a doble espacio, etc., etc.; pero ¿cómo aprenderá el joven escritor las cosas realmente fundamentales, como la manera de comer con un empresario? A primera vista, tal vez parezca que comer con un empresario es algo sencillísimo. En realidad, es un complicado ritual, tan delicado, en cierto aspecto, como una pavana. Para comenzar, el novel escritor siempre debe pedir unas copas. El empresario la desea y le irrita beber solo. Una vez pedidas las copas, sin embargo, no se te ocurra probar la tuya. De lo contrario, el empresario supondrá que eres un alcohólico; y aunque él, personalmente, nada tiene contra los alcohólicos —algunos de sus mejores amigos son alcohólicos—, no obstante, tiene malos recuerdos de aquel autor que desapareció en un bar a las once y diez la noche de un estreno en New Haven, y del que nunca más se supo.
  • 60. 60 Entre el aperitivo y el primer plato, el empresario intentará mostrarse simpático hablándote de la temporada teatral, con referencias especiales a los grandes éxitos. Es aquí donde debes ponerte en guardia. Si él quiere revelar su rara magnanimidad de espíritu diciendo unas pocas palabras amables sobre “My Fair Lady”, déjale —pero de ningún modo le des la razón. Recuerda que, a pesar de lo que diga (y lo que dice es: “Los éxitos dan vida al teatro”), todo éxito que no sea suyo, lo considera como un insulto a su personalidad, un ataque contra todo lo que él representa, una plaga, un castigo, muy posiblemente, inspirado en el comunismo. No es que él olvide que, lógicamente, otros empresarios pueden también conseguir un triunfo de vez en cuando; en su opinión, éste es un hecho tan inevitable y tan poco apetecible como la muerte y los impuestos. La regla, por consiguiente, es: si no puedes decir algo contra un éxito del momento, no digas nada. Este provechoso consejo también tiene aplicación en otros temas, como críticos dramáticos, tramoyistas, niños actores, “matinés”, y la costumbre de publicar los ingresos en taquilla. Si deseas conquistar un puesto en su estimación, puedes decir: “La gente está entusiasmada acerca de “My Fair Lady”, pero, personalmente, prefiero “Alcestis” representado con máscaras en el original griego”. Todo el mundo que te oiga hablar así creerá que no estás en tus cabales, pero el empresario reconocerá inmediatamente que gozas de un espíritu independiente que merece la pena cultivarse. Entonces, como señal de su creciente confianza en ti, tal vez pase a explicarte por qué su último espectáculo fue duramente criticado por la prensa. Si, por algún motivo, no se arrancara a hablar de este tópico tan querido para su corazón, dale un empujoncito. Pregúntale sencillamente: “Sr. Spellbound, he visto su espectáculo “Peanut, Butter and Crackers”. Al público le encantó. ¿Por qué cree usted que la prensa lo comentó tan desfavorablemente?” Esto te proporcionará una hora, por lo menos, de agradable conversación.
  • 61. 61 Para el profano, es evidente que una obra recibe el ataque de la prensa por una de estas tres razones: 1) el diálogo es malo; 2) la representación es mala; 3) los críticos son idiotas. El empresario defiende una teoría completamente distinta. Supone, nadie sabe por qué, que no existe un crítico viviente con la cabeza en su sitio; sin embargo, no es a ellos a quienes acusa. La culpa de todas sus dificultades, pasadas y presentes, la tiene “aquel público de la noche del estreno”. Cree que su espectáculo, que daba la impresión de un éxito sin precedente en Filadelfia, resultó un fracaso en Nueva York porque “la mitad de aquella gente había visto la obra tres veces, por lo menos, y conocía ya todos los chistes; y el resto de aquellos zafios no se habían reído públicamente desde 1938. ¿Cómo puede un actor representar bien su papel en esas condiciones?”. Si, por casualidad, no te hubieras dado cuenta de una insignificante objeción contra esta teoría (que, precisamente, esos mismos zafios fueron quienes aplaudieron entusiásticamente el estreno de “Auntie Mame”), no se te ocurra hablar de ello. Por fin, un minuto o dos antes de que tus nervios se desaten, la conversación se orientará hacia tu comedia. Entonces, el empresario adoptará un tono de intimidad: “Querido muchacho —dirá—, ¿sabes por qué me gusta esta obra?” (Muchos empresarios se dirigen a todos los autores de comedias llamándoles “querido muchacho”, una costumbre desconcertante únicamente cuando eres una muchacha). Probablemente serás incapaz de resistir la tentación de responder: “No, ¿por qué?”. Pero te advierto que su réplica tal vez te desconcierte. Si has escrito una comedia que a ti te parece del género ligero, con seguridad que te dirá: “Querido muchacho, porque realmente tiene fondo, una intensidad dramática, lo noté aquí” (señalando una zona al sur del páncreas). Por otra parte, si se trata de un melodrama, te dejará atontado al decir: “Muy bueno, porque si a mí me hizo reír, hará reír a todo el mundo”.
  • 62. 62 Con esto, y antes de que añadas una sola palabra, pasará a la cuestión, siempre delicada, de las revisiones. Ten en cuenta —y seamos justos con el empresario— que no se le puede tildar de quisquilloso si desea repasar el texto. Hay muy pocas comedias que no puedan mejorarse con algunos cortes y cambios. Por consiguiente, si él dice: “Escúchame bien, el primer acto es inadmisible, el segundo es deficiente, pero la escena al final del tercer acto es magnífica”, se ha mostrado razonable. Al menos hay algo en lo que estáis de acuerdo. Pero supongamos que el diálogo se desenvuelve así: ÉL: Es un gran argumento, pero me disgustan esos vestuarios de la Guerra Civil. ¿Por qué tiene que ser en 1860? TÚ: Porque trata de Mary Todd Lincoln. ÉL: Muy bien, si no quieres una opinión sincera... Óyeme, es un gran argumento, pero los personajes son ridículos y te digo francamente que esos vestuarios de la Guerra Civil son un fracaso en taquilla. TÚ: Pero no se puede separar el argumento de la persona de Mary Lincoln. Esto está basado en el hecho real, y... ÉL: Querido muchacho, deja que te diga una cosa. Si un argumento tiene universalidad, puede adaptarse a cualquier período. ¿Qué tal en 1901? TÚ: ¿Qué sucedió entonces? ÉL: MacKinley fue asesinado. Y su esposa era un personaje realmente interesante. En estas circunstancias, probablemente lo más prudente es suponer que no estáis hechos el uno para el otro.
  • 63. 63 Puesto que no todos los empresarios poseen la cantidad necesaria de astucia y métodos técnicos para deshacerse de autores noveles, ¿cómo saber si has ido a dar con el que te conviene? Hay empresarios capaces de mantener durante dos años en cartel una obra escrita en principio para la televisión. Hay empresarios que pueden estrenar una comedia musical en junio sin propaganda, sin estrellas y sin cenas de gala en la noche del estreno, y dos días después, se paga a los revendedores 50 dólares por un par de butacas para el próximo enero. También existe el empresario, desde luego, que tiene que suspender un espectáculo en el que cooperan los talentos de Ethel Merman, Mary Martin y Manasha Skulnik. ¿Cómo reconocer al tipo de empresario más rico, más asequible y de mayores éxitos? En primer lugar, un empresario no debe ser ni demasiado joven ni demasiado viejo. Si, al discutir la obra, el presunto empresario comenta reverentemente: “Este papel sería el único para Maude”, es demasiado viejo. Si, por desgracia, ya estás comprometido con esta “voz del pasado”, ten cuidado y no pronuncies afirmaciones rotundas, como: “No se referirá a Maude Adams. ¡Ha muerto!”. El mejor procedimiento es hacerle llegar hasta 1958 a través de un proceso de prudentes preguntas como: “¿Se refiere usted, señor, a la Maude Adams de “The Little Minister” o a la Maude Adams de “Peter Pan”?”. Desde luego, el caso más desesperado no se remontará hasta noviembre del año 1925, cuando Grace George apareció tan deliciosa en “She Had to Know”. Un autor que yo conozco cometió el error de sugerir a su hombre que podían contratar a Shelley Winters para su nuevo melodrama, y no supo qué responder cuando el productor le preguntó cortésmente: “¿Quién es ese señor?” Puede también darse el otro extremo: un empresario demasiado joven. Conocí a uno, con el pelo rubio y rizado, tan joven que contrajo el sarampión y no pudo asistir al estreno de su espectáculo.
  • 64. 64 Cualquier empresario que aún no haya cumplido los treinta y cinco años es, probablemente, un genio y debe ser evitado como una citación judicial. A ese “genio” le asustó hace tiempo Moss Hart, y desde entonces desconfía en absoluto del teatro comercial (teatro comercial llamamos a todo aquello que triunfa y da dinero). Tiene su cerebro lleno de esquemas para tomar lo mejor de André Gide y convertirlo en una comedia musical. También defiende ardientemente que Shakespeare sería vendido al cansado hombre de negocios si apareciese un empresario adecuado. Pensándolo bien, si le gusta tu comedia, es que algo no va bien. En cuanto a mí, me pongo en guardia contra los empresarios que figuran en parejas (y en cualquier número superior a dos es absolutamente inconcebible; en tal caso, los empresarios se sienten tan altivos como leones, con el mismo riesgo, poco más o menos). Es sumamente difícil guardar los modales cuando estás tratando con dos hombres. Supongamos que te han informado que uno es simpático y el otro antipático, pero astuto. Las dificultades empiezan cuando intentas adivinar quién es quién. Justamente cuando te parece que les vas conociendo, el simpático te informa de que Abe Burrows ha repasado tu diálogo y que deberá aparecer en la propaganda como coautor, mientras el antipático te dice que la mejor tarde que ha pasado en el teatro, fue viendo “Shangri-La”. ¿Y qué diremos si consigues hacerte con el perfecto empresario, un caballero de arte consumado y gusto inmaculado, y que, además, es leal, cortés, valiente, limpio y respetuoso? Comprará tu obra. Persuadirá a Charles Boyer y a Rosalind Russell para que acepten los papeles principales. Contratará a Jo Mielziner como decorador y a Elia Kazan como director. A pesar de todo, el estreno constituye un fracaso estrepitoso. Y tú, solitario y triste, te verás obligado a encararte con la cruda realidad: tu querida comedia fue un gran fiasco.