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PASAR LAS LÍNEAS
(1977)
Francisca Perujo
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
-Francisca Perujo (Enrique López Aguilar)…………………………..5
-Crónica de un amor perdido (Javier Alfaya)………………………....9
PASAR LAS LÍNEAS
-Dedicatoria…………………………………………………...……..11
-Pasar las líneas. Cartas a un comandante………………………...…13
APÉNDICE
-El horizonte es claro………………………………………….……107
-Los lugares del tiempo………………………………………..…...111
4
5
INTRODUCCIÓN
Nació en Santander en 1934 y llegó exiliada a México, junto con su
familia, en julio de 1939. Estudió en el Instituto Luis Vives, donde fue
compañera de César Rodríguez Chicharro y Enrique de Rivas, unos
cuatro años mayores que ella; y de Juan Almela, quien aún no se
llamaba Gerardo Deniz y era de la misma edad que Paquita, como fue
conocida por todo mundo. César y Paquita fueron nombrados varias
veces en Paños menores (2002), de Gerardo Deniz, libro donde la
historia personal se entremezcla con la melomanía, el gusto por las
ciencias bioquímicas y las lenguas extranjeras, las aficiones literarias,
la evocación de remotas escenas familiares, la presencia de diversas
figuras femeninas, el trazo de personajes relacionados con el exilio
republicano y el recuerdo de antiguos condiscípulos del bachillerato,
entre otros temas.
6
La cronología del grupo poético hispanomexicano se extendió entre
1925 y 1937; parece claro que, conforme las fechas se alejan del
núcleo 1925-1930, hay una suerte de atenuación del sentimiento del
exilio, lo cual resulta visible en Francisca Perujo, muy notorio en
Gerardo Deniz y algo ambiguo en Federico Patán. En 1948, los
colaboradores de Clavileño, Presencia, Segrel, Hoja y Revista
Mexicana de Literatura, las cinco revistas hispanomexicanas,
contaban con una edad fluctuante entre los veinticuatro años (Ramon
Xirau) y los dieciocho (José Pascual Buxó). Por razones naturales, que
van desde la edad hasta las peculiares circunstancias biográficas, el
tercer subgrupo hispanomexicano, el de los cuatro nacidos entre
1934-1937, no participó en ninguna de ellas: Francisca Perujo,
Angelina Muñiz-Huberman, Gerardo Deniz y Federico Patán.
Francisca Perujo se zambulló en la Historia antes de doctorarse en
Letras en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM. En esta
institución, trabajó en la Dirección General de Publicaciones. Desde
1964, alternó su residencia entre Milán y México; y desde 1972
agregó España a esa itineración. Aunque vivió en Italia, fue la primera
integrante del grupo poético que se propuso ofrecer un panorama de
los poetas hispanomexicanos mediante la primera Antología publicada
por la editorial Peña Labra, en España; el resultado de su trabajo se
conoce como la Antología de Peña Labra, elaborada junto con
Francisco Giner de los Ríos, exiliado español con un gran peso
cultural y editorial en México y España.
Arturo Souto comentó: “La antología que Francisca Perujo hizo
para Peña Labra es importante y fue la primera de todas las que se han
realizado, pero tiene el defecto de que la llama Segunda generación de
poetas españoles del exilio mexicano, lo cual es inexacto, pues los
exiliados fueron nuestros padres: nosotros vinimos con ellos porque
decidieron exiliarse y traernos junto con ellos a México, no por
nuestra propia voluntad.”
7
En los poemas de Paquita hay semejanzas con los de Rodríguez
Chicharro, de quien fue muy cercana amiga (aunque ella consideraba
que, no obstante la cercanía entre ambos, la poesía respectiva es
diferente): el tono entrecortado, el uso de guiones y ciertos ritmos
enumerativos, aunque Perujo tiende a un paisajismo más bien inusual
en Chicharro. Desde los paisajes naturales y urbanos, Perujo establece
originales relaciones especulares entre el mundo visto y verbalizado
con la locutora poética. Poco dada al texto confesional y a los
desgarramientos, sus poemas tienden a sostenerse en un tono elegíaco,
sin disonancias.
En Francisca Perujo no se aprecian enunciados apocalípticos
(entendidos, no en su sentido recto de revelación, sino de anuncios
calamitosos), ni vestiduras desgarradas, ni llantos, ni quejas. Perujo
ubica en su poema “Primera memoria”, con cierta sorpresa para el
lector, el tema del exilio dentro de lo que parecía una mirada de
hortelana hacia la manera como enferman las raíces de los olmos
ligures, pero en el poema no hay mexicanizaciones, ni
hispanizaciones, ni italianizaciones, sino el rescate del exilio mediante
la persona del otro.
Paquita fue conocida por su obra narrativa, por sus ensayos y
traducciones. La edición mexicana de El uso de la vida agrupa los
poemas recogidos en Manuscrito en Milán (1985) y El uso de la vida
(1992). Se sabe que tenía guardaditos poéticos. Después de septiembre
de 2009 (cuando nos encontramos en su departamento de la calle de
Londres, en la Zona Rosa) comencé a buscarla para organizar junto
con ella la edición de su obra poética recogida, mas en vano. La
enfermedad que la llevaría a la muerte estaba en marcha, de manera
que el recuento y el reencuentro fueron imposibles.
Murió en Milán el 27 de junio de 2014.
Enrique López Aguilar – La Jornada Semanal – 03-08-2014
8
9
Crónica de un amor perdido
FRANCISCA Perujo pertenece a esa generación de españolas y
españoles que salieron de España siendo todavía chiquillos hacia el
exilio. Exactamente ella tenía cinco años cuando, con su familia, cruzó
la barrera de los Pirineos bajo el hostigamiento de los vencedores
franquistas. Se educó en México, en la proximidad de los grandes
emigrados: León Felipe, Prados, Francisco Pina, Gaos, Miguel Prieto,
etc. Formada en la Universidad de México, se ha dedicado
fundamentalmente a las traducciones y a los trabajos de erudición. Ha
realizado modélicas versiones de Italo Svevo, Umberto Eco, Vittorini,
Norman O. Brown, Michel Foucault y otros al castellano, y de Rulfo
al italiano. Como investigadora, se le deben sendas ediciones del
“Viaje a la Nueva España”, de Gemelli Careri, y de “Razonamientos
de mi viaje alrededor del mundo 1594-1606”, de Francesco Carletti,
ambas realizadas bajo los auspicios de la Universidad Nacional
Autónoma de México.
Aparece ahora su primera novela, “Pasar las líneas. Cartas a un
comandante” (Joaquín Mortitz. México, 1977). “Pasar las líneas” es
una novela de amor. A través de sus ciento y pico de páginas,
asistimos a la historia de un enamoramiento y su destrucción a través
de las reflexiones que una mujer va anotando, de modo discontinuo,
en una especie de diario, que a la vez es como una serie de cartas
perdidas. La primera entrada se fecha en diciembre de 1971; la última,
en octubre de 1974. La historia se desenvuelve en Italia, pero una
parte también la vive la protagonista desde lejos, concretamente en
México.
A través de una prosa refinada, sutil, de extraordinario vigor
expresivo, Francisca Perujo nos da, más que la descripción,
pormenorizada, naturalista, de ese amor entre una mujer apasionada y
un antiguo comandante italiano de partisanos, sus síntomas. Nada
sabemos de cómo es la mujer físicamente ni de cómo es su amante.
10
Conocemos, sin embargo, sus lugares de encuentro, los paisajes que
enmarcan las etapas de una historia condenada desde el principio a un
fracaso. Porque, al final, la mujer se queda sola. El ex comandante, el
antiguo guerrillero, no se atreve a franquear la última puerta y dar el
salto hacia su destino. Prefiere rehuir y rehuirse. La soledad de la
mujer aparece descrita, con excelente economía de medios, en la
anotación final: “¿Cómo podremos, al pasar el tiempo, los años,
referirnos el uno al otro...? ¿Cómo está? ¿Qué hace...?”.
Un suave y envolvente erotismo recorre toda esta novela, pero
nunca explícitamente. A veces nos dice más sobre la sensualidad de la
protagonista una observación sobre un cuadro o sobre una casa que
una declaración más franca y directa. Novela elusiva, esencialmente
poética, “Pasar las líneas” pertenece a un tipo de literatura amorosa
muy poco frecuente en las letras de expresión castellana. Acaso el
modelo final de este libro se encuentre en un clásico que admiró
profundamente Rainer María Rilke: “Las cartas de amor de la monja
portuguesa”, de Mariana Alcoforado. También allí el amor es
expresado como algo que todo lo impregna, que rodea toda la
existencia. Mariana Alcoforado, como la protagonista de “Pasar las
líneas”, se inventó en buena parte de su amor para recrearlo a su gusto.
Algo de lo que sabía mucho, para no ir más lejos, nuestro Antonio
Machado.
Afortunadamente, “Pasar las líneas” no es una novela psicológica.
Precisamente su fuerza radica en no concentrarse en la anatomía de la
relación entre la protagonista y su amante. Lo que se nos cuenta es el
suceso interior, lo que queda en el recuerdo después de haber vivido
una experiencia. Los hechos asoman, como en filigrana, por detrás de
unas palabras donde a veces sólo se reflejan imágenes furtivas,
impresiones imprecisas, casi soñolientas.
“Pasar las líneas” es un libro maduro, bien hecho. Una primera
novela por una escritora que ha leído mucho, que ha reflexionado
mucho también y que se puede permitir el lujo de no hacer
concesiones a ninguna moda. Es una novela que tiene la verdad
profunda de los textos autobiográficos cuando la literatura no importa
y sí el revelar, por encima de todo, la esencia oculta de las cosas.
Javier Alfaya – La calle n.º 8 – 16-22 de mayo de 1978
11
12
13
El vacío de ti
no tiene forma...
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15
Milán, 20 de diciembre, 1971
Todo el día haciendo macramé a la punta de un rebozo. No logro
apartar de ti mi atención y fijarla un poco en las cosas. Separar los
hilos me obliga a contarlos y a usar las manos que ahora sólo podrían
acariciarte. En cada nudo te veo.
16
Milán, 3 de enero, 1972
Hoy tu voz... Desde el 8 de diciembre no nos vemos a solas. El 31
llamaste a media noche a aquella casa llena de gente. Aprovechabas el
año nuevo. La segunda vez fui también yo al teléfono: ―Si llamas
tanto, ¿por qué no vienes...? Y tú: ―Te abrazo… Alguien dijo luego:
―Bruno quisiera estar aquí. Sabe que estamos todos. Y el día primero
fuiste y, para todos, discutíamos. Sólo una vez sentí tu mirada entera.
17
Milán, 5 de enero, 1972
Menstruaciones terribles. ¿Tendrán que ver algo con Bruno?
18
Milán, 6 de enero, 1972
Horribles dolores. Todo el día en la cama como si dentro estuviera
todo revuelto. Quién sabe qué pago con esto.
19
Milán, 7 de enero, 1972
Tu voz.
20
Milán, 9 de enero, 1972
Comienzo a pensar si los dolores y toda esta laceración interior no es
la misma que tengo en el ánimo.
21
Milán, 11 de enero, 1972
Espacio, tiempo e imaginación son los tres elementos. El resultado
puede ser una vida o una ficción y acaso ni eso. Las posibles
combinaciones son infinitas, pero ―cada vez― únicas; y ese solo es
el juego.
22
Roma, 19 de enero, 1972
La habían cambiado de lugar, pero Venus seguía saliendo de las aguas
con igual frescura. La misma transparencia en el lienzo que cubre,
mostrándolo, el seno suave y duro. Con la nueva luz sobre la
superficie de la piedra, como corroída y más cálida por ello, se
acentuaba la línea del rostro perfecto de serenidad, el dibujo de los
cabellos y los delicados pliegues de las túnicas de las dos figuras que,
para ayudar a la diosa, se inclinan hacia ella. Tú empañas todos los
contornos, velas todas las formas. Oía tu voz: ―¿Te arrepientes ahora
de haber venido? ―Me estremece el recuerdo de tus manos sobre mi
piel, de tu largo abrazo. Febril de ti, me vibra aún el cuerpo, lleno de
imágenes de estas dos noches.
En el jardín, el aire frío y luminoso de mediados de enero obligaba
al momento. Todavía una hora antes del primer tren. Como si para
estar allí hubieran sido creados desde el comienzo, habían reunido
fragmentos de lápidas, de inscripciones, hojas de acanto consumidas
en capiteles rotos, columnas helenísticas, sarcófagos modestos y otros
más importantes donde el mármol y la erosión ofrecían diversos tonos
de blanco. Una pareja de esposos, ¿qué vida habrá habido detrás?
¿Cómo llegar así a la piedra del monumento funerario? Pero ¿no es
acaso más fácil? Un gato enorme paseaba entre los senderos estrechos
que dejan los restos. Debe de vivir en las termas. Estará contestando
aquellas dos cartas, sí, ya habrá leído los periódicos. Lo que menos
puede pensar es que he perdido el tren y que estoy aquí. Trece carpas
nadan juntas en un estanque. Se recortan contra el fondo verdinegro
del agua y la piedra vieja, bajo una enorme copa barroca cubierta de
enredaderas. Los cipreses conservan su verde oscuro y los pinos su
verde y su copa redonda. ―Te parece poco estar así... ―decías. ―No
vamos a pensarlo ahora.
23
Había bajado del tren buscándote con los ojos entre el movimiento
opaco del andén mal iluminado. Venías hacia mí desde el inicio de la
marquesina. Un mes y medio antes me esperaste en el mismo lugar;
entonces era la primera vez. La noche o la niebla, veía sólo sombras a
mi alrededor. Era como si aún no estuviera contigo. ―¿Cómo estás?
―Bien. ¿Y tú? ―Bien. Nada nuestro. Mirarnos apenas para
reconocernos. Luego en el taxi diste una dirección y me tenías
apretada una mano, pero ¿eras ya tú? Hablabas del tiempo que habías
empleado para llegar a la estación, y señalabas detrás de Via
Nazionale por donde el chófer trataba de abrirse paso. Yo oía cada vez
más cerca. Sí, eras tú quien hablaba y me apretaba la mano:
―¿Has hecho buen viaje? ―¿Cómo me dices eso? ¿Qué importa? Y
luego me dijiste que no podríamos estar juntos esos dos días, que lo
acababas de saber...
―¿Te arrepientes, te arrepientes ahora de haber venido?
―preguntabas cuando yo sólo podía, como mujer, agradecerte la
existencia.
Era la segunda vez. Un mes y medio, con la desesperación de quien
sueña milagros y sabe que los hay, esperando verte. Luego allí, juntos,
como dos que se acaban de conocer, sin poder decir qué ocurriría el
día siguiente. ―Ven. Ven... Dominabas todo como sólo un hombre
puede hacer con una mujer. Yo no cedía. No era ceder. Cada vez me
encontraba más: Lo sabía. Quizá no lo sabía bien.
―Yo no me voy por la mañana. A alguna hora tendrás que volver a
dormir.
Bajo la lluvia los escaparates de Via Borgognona y Via della Vite
ostentaban su atracción fugaz. Demasiado efímera su compostura
teatral pegada al cálido leonado de las fachadas, ni nuevas, ni
relucientes. El paraguas que por la mañana me había prestado la
señora de la tienda de cosas indias era tan frágil y de tantos colores,
que parecía una sombrilla. Llamaste. Estarías libre. En Via Frattina
una mujer se afanaba tratando de barrer el agua que había entrado en
el portal de un hotelito, y un florista quitaba el lienzo de plástico verde
que cubría su puesto. Escampaba, pero era igual. Se trataba de llegar a
las ocho sin sentir tanto cada minuto.
24
La señora de la tienda de cosas indias me había contado aquella
mañana, entre sollozos, la garganta apretada, historias de una vida
donde no entraba la alegría. En mis últimos viajes a Roma se había
vuelto casi un paso cierto. No habría dicho que detrás de su reposada y
sonriente modestia, vestida de negro, segura en su digna belleza,
hubiera tanta dificultad. Más que tormento, resignación, pero no por
ello menos dolor. Contaba de enfermedades, de muertes, de
cotidianidad dominada por horarios estrechísimos que no permitían
ningún horizonte. Contaba entre el dorado y verde de los saris, el
anaranjado chillón de la lana casi cruda, los morados, rojos y amarillos
de las sedas. A la una nos despedimos y me prestó el paraguas. Por la
tarde estaba más tranquila.
―Disculpe, a veces uno necesita desahogarse.
Mientras la escuchaba, esa mañana, me preguntó a qué había ido
yo a Roma. Pensé un instante decirle por qué estaba allí. Pensé
también que a esa hora no sabía aún si volvería a verte esa noche, o
cuándo. ¿Dudaba acaso de que comprendiera? Me despedía de ella
otra vez. Dejé el paraguas, inquieta, colmada la paciencia de una
espera que no había sido sólo de esas horas. ―¿Cuándo cree que
volverá? ―Dentro de dos o tres meses, dije. Pero no era verdad. Yo
esperaba que mucho antes. No, lo que de veras esperaba era que tú
fueras a verme a Milán.
De nuevo lloviznaba. Algunas tiendas cerraban mostrando como
prisioneros sus deliciosos objetos tras las rejas. Entraste casi detrás de
mí en aquella habitación del final del pasillo en el segundo piso.
25
Milán, 27 de enero, 1972
Tu voz, como cada mañana.
26
Milán, 29 de enero, 1972
Tu voz. Me dices por qué no llamaste ayer. Yo te digo que no me
expliques nada, y tú insistes en que quieres hacerlo. ¿Qué falta nos
hace?
27
Milán, 3 de febrero, 1972
Bruno llena todo. ¿Por qué? ¿Podrías de veras llenarlo todo?
28
Milán, 18 de febrero, 1972
Me llamas. Dices que harás todo lo posible porque nos encontremos
en Pisa, a la ida o a la vuelta. Pero ¿qué es encontrarse así?
29
Castel di Muro, 10 de marzo, 1972
De los chopos altos que bordean la calle a los dos lados, cuelga un
estandarte azul añil, y grandes letras blancas sobre él dicen tu nombre.
Cuántas mitologías sostiene tu presencia. En los carteles de las
paredes leo que hoy estarás en una reunión, que el martes en un
comicio. Leo tu nombre y hace dos meses que no te veo. Sólo cada
mañana tu voz. A veces pienso que, así, es peor oírte. Cada palabra,
deformada por el teléfono o por la cercanía de otros, me resuena luego
dentro todo el día. Es peor, pero es tan poco, que acaso por ello no
puedo decidir de una vez que prefiero no tener nada.
Con los que veo a mi alrededor, aquí, donde tú has hecho tu vida,
siento como si me acercara a ellos saber que también leen tu nombre,
que hablan de ti, que te atribuyen cosas; es como una secreta
complicidad que ellos ignoran, sólo mía. Pero eso mismo me aleja,
que crean que te conocen, que digan y construyan, y no sepan que
detrás de todo posible mito, desde lo que tú eres sin remedio, más allá
de lo que imaginan los que te ven, por encima del personaje que
representas, sí, que no sepan que me amas a mí, que me amas desde lo
que no saben y no aparece impreso en letras en las esquinas.
Qué poco imaginan de ti los que creen conocer tu historia, esa
exterior que se fija en fechas y en actos públicos. No sé si te amarían
más. Sé que como yo no pueden amarte.
Me detengo ante un cartel pegado junto al municipio, en la plaza, y
releo lo que podría decir de memoria siguiendo los contornos de las
letras negras, primero pequeñas, luego grandes, de nuevo pequeñas,
como si pudieran decirme algo de ti, darme señales tuyas. Y un poco
más adelante fijo los ojos en otro cartel, con la esperanza de que no
sea igual que el anterior, de que diga otras cosas.
30
―Te había visto en la plaza, me dijiste al llamarme el lunes por la
mañana y era en esa misma plaza, aquel domingo húmedo de
principios de diciembre. A lo lejos se oía aún la música y el rojo
de las últimas banderas se iba esfumando en el algodón de la tarde,
entre los troncos resecos. Tú fuiste luego a casa de Tonio. Al volver
hacia la ciudad, en el puente sobre el arroyo, junto a los árboles
desnudos, se acercó una anciana desdentada con una cajita de
escarapelas. A uno con el pelo color de zanahoria que las rechazaba se
volvió a decirle: ―Un guerrillero cuesta mucho.
Te vi entrar. Trataba de reconocer en ti al de la otra noche. No
podía mirarte. ―Ven si puedes, decías desde Roma el día siguiente.
Supe que era el único modo de estar contigo.
31
Milán, 13 de abril, 1972
La realidad de cada uno tiene la medida de su imaginación. Cada
imaginación es la propia realidad. Más allá de la imaginación propia
no se va. Los momentos en que es más alta la vida es cuando se
encarna la imaginación, sin que se perciba, de modo natural, como
sintetizando todo lo que alguien es, aquello de que se dispone.
Me resistía, no a él, a la circunstancia, a la violencia del momento
que hasta por el escenario no me dejaba abandonarme. Siento aún en
el oído las palabras de Bruno, una de las primeras veces que
pronunciaba mi nombre. En medio del amor, él, que lo quería todo,
diciéndome: ―Ana, ¿te cansas? No se lo hubiera dicho nunca. Cómo
entendí profundamente que se merecía mucho más. Que él no se
cansaba nunca lo supe más tarde.
32
Milán, 30 de abril, 1972
Todavía abrazados, me contabas de lo que habías hecho ese día como
si cada noche me lo hubieras contado. De los que te acogieron
guerrillero; de aquella viejecilla que contigo se quejaba de sus
achaques; me decías cómo eran entonces, cuando también tú eras un
muchacho. En cada casa, ahora recuerdos, antes vida, la verdad
compartida del origen, del posible sobrevivir a una muerte que
acechaba violenta y se sabía cotidiana, de la ración, que de haberla,
nunca bastaba. En cada casa, como entonces, con los que estabas
cuando nos encontramos esa noche, ritual hoy lo que había sido único
sustento.
Contabas, y yo: ―¿Cómo has podido conservarte así? Me
contestaste: ―¿Y tú, cómo has podido? Yo: ―En mí no quiere decir
nada... Y seguíamos diciéndonos todo lo que podíamos, lo que
habíamos comenzado a decir desde que en casa de Tonio me alargaste
la mano y dijiste tu nombre y yo dije el mío, y con la mirada que
acompañaba el gesto nos reconocimos. Sobre tu cuerpo como si así
hubiera estado siempre. Los vidrios empañados se iluminaban a veces
por los faros de algún coche que pasaba del otro lado de la carretera.
Tu brazo rodeaba mis hombros, tu mano oprimía la mía, y contabas.
Te pregunté: ―¿Cómo vives en casa? ―Bien, dijiste. Y yo entendí
lo que yo creo que es bien, porque hasta ese momento cada palabra
tuya había ido a encajarse en su lugar preciso, justo, que en mí estaba
esperándola, como un engaste vacío. Después de ese bien, te dije de
nuevo: ―Tu mujer debe amarte mucho.
¿Cómo se podía estar de otro modo a tu lado? Contestaste: ―No
sé, quizá…
33
Eres demasiado veraz para llamar amor a la dependencia. Luego he
sabido que no te conoce. Un marido equivale a otro marido. Un
hombre es otra cosa. Hay las que se casan y las que no. Luego a cada
una le toca lo suyo y las que se casan tienen su marido. ¿Cómo es
posible que no haya entendido que tú no podrías ser el marido de
nadie, que tú puedes ser sólo el hombre de una mujer que no es ella?
Pero esto lo he sabido mucho más tarde. Los acuerdos son otra cosa.
Se hacen, aun tácitos, sobre lo que es pasado, sobre una experiencia,
nunca sobre el amor.
Yo sentía entonces sólo tu hechura humana que confirmaba la vida,
el calor de tu cuerpo contra el mío, las manos que sabían acariciar, tu
voz llena, el horizonte claro de tus ojos.
34
Milán, 20 de mayo, 1972
Piazza Navona era siempre aquel asombro de equilibrio y fantasía, era
el prodigio de la sensualidad barroca, con la gracia soberbia de
Bernini y la sencillez suntuosa de las fachadas leonado intenso, casi
modestas. Era un pasar cierto cada vez que iba a Roma, como a un
lugar que no traiciona. Y era mucho más, hasta ese día de la
Concepción.
En Vía della Stelletta miré apenas el pequeño taller de cajas de
cartón de todos los tamaños y todos los colores. Una vez compré
aquella sombrerera con la cinta amarilla y el papel pintado de flores de
mimosa. Ya no el encanto por el oficio humilde y experto. Era el
camino más corto para llegar, a la hora nuestra, junto a la fuente del
centro, frente a la iglesia.
Cerraban, a su tiempo, los últimos artesanos, y las calles se hacían
más oscuras. Todavía trabajaba el tapicero, entre sillones sin vestir,
como pescados de improviso en su tela blanca. ―A las ocho y media,
entonces, junto a la fuente grande. Estaba iluminado el escaparate del
anticuario de la esquina de Via della Scrofa, y más adelante los del
encuadernador y el librero.
Fumabas entre la gente que iba y venía en medio de los puestos
atestados de juguetes y figuritas para la Navidad. Salimos hacia
Campo dei Fiori, como algo natural, repetido, pero era la primera
vez que caminábamos juntos, por la calle, entre otros.
35
Milán, 26 de mayo, 1972
Los que me ven no saben de qué estoy orgullosa, y a mí no me cabe en
el cuerpo la alegría de amarte y que me ames. Y a la vez, tan natural,
tan parte del orden obligado de las cosas lo siento, que me sorprende
lo llena que me dejas.
El otro día, caminando entre los puestos del mercado, tu mano en el
escote de mi camisa señalaba la existencia, fijaba el mundo.
36
Milán, 28 de mayo, 1972
Contigo no hay duda, ninguna duda. Tampoco ese espacio de sombra
que cada uno tiene poco claro incluso para sí mismo. Es como si en
los dos todo se hiciera más nítido, más iluminado. Desde la primera
mirada, como reconociéndonos.
En casa de Tonio, entre los que celebraban, alargaste la mano y
dijiste tu nombre, fijando tus ojos claros. Luego te sentaste a mi lado y
preguntabas. Preguntabas queriendo saber, desde dentro: ―¿Has
conocido compañeros en Milán?, ¿los tratas?
―No he conocido a ninguno como tú.
Tonio vino a decirme que me acompañaría a la estación. Y tú:
―No te vayas...
―Tengo que hacerlo.
―La acompaño yo ―dijiste saludando.
37
Castel di Muro, 20 de junio, 1972
Estos montes te conocen. Entre estos olivos, el aire lleno de
acechanzas, veintitrés años, ningún resquicio, ponías por escrito a uno
que ya sabía de qué se trataba: “Has impuesto al propietario de un
molino que no entregue aceite a nuestros guerrilleros, reservándote
para ti solo tal derecho. Te has adueñado de la harina que pertenecía al
Grupo Lima. Has desarmado a un guerrillero nuestro. Pensamos que el
modo en que te comportas ha alcanzado el límite de cualquier
tolerancia. Si hasta hoy no te hemos todavía impugnado nada, no
debes creer que se trata de temor; no confundirás nuestra
consideración del momento con migajas de miedo. Ahora basta...”, y
días después, mandabas otro billete que concluía: “… o cambias, o te
mato”.
Yo sé que ya me amabas.
38
Castel di Muro, 22 de junio, 1972
¿Qué saben de ti los que cada día te ven salir, bajar las escaleras,
llegar por la mañana? ¿Cómo no ven que cada gesto es nada y aun es
transparente, que de ti esconde tanto, que callas muchas cosas para
estar con ellos, que todo lo que eres allí no halla respuesta? Nunca
podrán saber lo que yo les envidio.
Y te llaman por tu nombre, como iguales, como si les tocara algo
de lo que a tu alrededor dejas. ¿Puedes decirme luego que eso tuyo no
es soledad, y soledad de siempre?
Conmigo eres. Los dos lo sabemos. Pero ¿qué puedo yo contra la
red meticulosa y fuerte que con perfecta tenacidad te has tejido?
A veces me cuentan de ti. Me dicen que te han visto. No saben con
quién hablan. Pronuncian tu nombre y yo escucho como si prestara el
interés de siempre a las cosas de uno cualquiera. Y tú estás detrás y
sólo yo sé hasta dónde me llega cada palabra. Si no me dicen
pregunto. Sé que no pueden añadir nada, pero acaso, una luz en los
ojos, una palabra. Es otro modo de buscarte, de saber de ti, de sentir tu
presencia, de seguir signos tuyos.
39
Castel di Muro, 30 de junio, 1972
Livorno era antes una flecha en la carretera, el lugar al que se podía ir
algún día a comer una buena sopa de pescado, la ambición marítima
del gran duque Fernando, una de las bases que los americanos habían
dejado en Italia para salvaguardar la paz de Europa, la playa a donde
decían que iban aquellas señoras en los tiempos en que la costa y ellas
podían permitírselo.
Ahora era la estación, la última, Livorno, 6.46, en que podía tomar
el tren para alcanzarte en Roma.
El combustible quemado hacía denso el aire tenue, opacando la
tarde de verano que olía a mar antes de entrar en la ciudad. A los lados
de la avenida grandes carteles publicitarios, letreros que de noche se
iluminarían, más allá chimeneas de ladrillo altas y ennegrecidas como
torres humeantes, construcciones que parecían fábricas, depósitos y
alguna indicación: GROSSETO, PISA, CENTRO CIUDAD. ―Debe
de ser por allí.
Era el primer andén. Sí, pero no había nadie. El reloj bajo la
marquesina marcaba las 6.52. El jefe de estación hablaba con el
hombre del kiosko de los periódicos: ―El rápido ¿ha salido a su hora?
Pero ¿qué importaba? ¿Qué certeza podía venirme de saberlo? Sólo
que no habría de verte. ¿Cómo era posible? Ya en Pisa, al pasar junto
al muro del camposanto con los cipreses casi negros contra la luz azul
pálido, por encima del ocre claro de la piedra, había mirado por última
vez los números diminutos del horario ferroviario y los esmaltados en
mi muñeca, sin la esperanza de llegar a tiempo pero con una
laceración que no me dejaba aceptarlo.
Seis días antes me habías dicho por teléfono:
―Creo que podré estar solo en Roma. Tengo que ir el martes.
Arregla las cosas si puedes y te espero esa noche sobre las nueve.
40
Y aún el día anterior, soñando, yo te confirmaba:
―Uno llega hacia las nueve y el otro a las nueve y cuarto. No sé en
cuál voy. Y tú: ―Te esperaré desde las nueve.
Desde el otoño pasado, cuando nos encontramos, era la primera vez
que pasaríamos tres días juntos.
A medianoche la estación estaba desierta. Cerrados los puestos de
periódicos, el café, las ventanillas de los despachadores, desolada con
ese desamparo que ocupa los lugares para muchos, para ir y venir,
cuando están vacíos. Vagones detenidos como desde siempre en vías
muertas, dos jefes de estación que acaso esperaban alguna última
llegada; a la derecha se destacaba iluminado en verde el letrero
DEPÓSITO EQUIPAJES, y un barrendero con su pala alta y su escoba
iba recogiendo desperdicios en aquel espacio absurdo.
La tibieza de junio cubría la noche, la plaza, la estación sola y los
bares abandonados. Roma era acaso más mediterránea, como
desceñida. En esa suavidad que a mi pesar me penetraba, sentía como
un agudo, envenenado pinchazo, tu ausencia, el sinsentido de no
habernos encontrado. Todo era para estar entre tus brazos.
¿Hasta cuándo me habías esperado? Qué importaba. ¿Dónde podría
hallarte?
41
Castel di Muro, 27 de julio, 1972
No abrí ninguna contraventana. En la casa cerrada y sola encendí la
luz para desnudarme. ¿Estarías ya en tu despacho?... La ropa me ataba
el cuerpo adormecido por el cansancio. En la cama, la cara contra la
pared, buscando el reposo y el sueño, me envolvió denso y persistente
el olor de la noche pasada. Desde el patio nos llegaban voces con el
aire cálido del verano romano, y, más sordos, los últimos ruidos de la
calle. Entre las sábanas en que tú duermes. ¿Era buscar el sueño o
hacer perdurar las horas contigo? Al bajar del tren te había visto entrar
en el pasaje subterráneo como si fueras uno más en las escaleras.
¿Cuándo volvería a verte? Todavía no me angustiaba la espera. El
dolor era por la maravilla que no podía aceptar que acabara, que no
fuera de cada día.
42
Castel di Muro, 27 de julio, 1972
De vuelta de Roma, de Bruno. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo así?
Ante ti no puedo preguntármelo, no dudo siquiera. Siento sólo que
algo me duele y que quizá son muchas cosas. Pero ¿qué puedo
reconocer si todo está tocado y en juego, todo alterado? Extraña
afinidad e identificación, casi engaste de dos iguales. De naturaleza
estoy segura. Lo diferente en ambos es lo adquirido, o en cada uno
lo no adquirido. Todo lo domina tu imagen.
La vida de los hombres está hecha de círculos que se cierran. Cada
vez se cierran más porque nadie puede caminar todos los lugares, y
cada uno escoge los suyos, los que cree suyos, y el espacio mide el
tiempo que va siendo cada vez menor. Al comenzar, todo el tiempo y
todos los espacios parecen disponibles. Se aprende en seguida que hay
noche y día en todas partes, que la medida es estrechísima. Juntos
¿qué lugares hemos escogido?
Tú no sabes, no creo que puedas imaginar cómo estoy ahora, por
qué escribo y qué escribo. Y esto es soledad. ¿Cómo ayer la
desesperación del amor, la ansiedad, la búsqueda, la identificación?
Ayer salí de aquí para tomar el tren a las cuatro, y desde entonces
hasta hace unas horas, cuando te vi desaparecer en el subterráneo de la
estación, uno más entre muchos, tú y yo, hemos sido los dos pura
presencia.
43
Castel di Muro, 7 de agosto, 1972
Poco antes de que llegaras pensé un día que cada uno tiene su realidad
a la medida de su imaginación. Sí, la propia realidad es la propia
imaginación. Tengo el cuerpo lleno de ti. Y luego aconsejan límites,
contar con esto o aquello. ¿Qué falta hace, junto a ti, contar con nada
más?
¿Cómo se puede atender a ninguna medida que te niegue? Y ¿cuál
puede haber por encima de ti? Ésta es la única verdad posible.
En ti no hay evasión, jamás. Jamás huida. Todo es presencia,
siempre.
44
Milán, 24 de septiembre, 1972
Ayer comentaba con Piero ¿cómo poner la propia obra al nivel de la
propia vida?, al nivel de tensión, de dolor, de plenitud y complejidad.
Diría más, ¿cómo aceptar como definitivo en la página algo que leído
en palabras que uno ha escrito parece pobre, esquemático, reducido,
que ha tomado ya una medida, mientras en la vida es constante el
movimiento, el fluir del tiempo y la conciencia y los sentimientos que
continuamente muelen y empastan cada instante, y las sensaciones, las
percepciones son existencia y parte de cada uno? ¿Cómo poner todo
ello en líneas sin sentir que se deforma, que se achata? Porque, ¿no
siendo ya eso que era, para qué...?
45
Milán, 26 de septiembre, 1972
La irracionalidad, lo irracional, se fragmenta, se desvía, se recorta, se
deforma cuando pasa a ser racional. Así, cuando un hombre trata de
dar alguna imagen de sí mismo en cualquier cosa y descarta tanto para
dar algo más concreto ¿no puede ser mucho mejor lo que descarta?
46
Milán, 9 de octubre, 1972
Bruno aprendió muy pronto que la vida era sólo unas pocas cosas, y
luego, que éstas podían multiplicarse en muchas, en todas, siendo
siempre unas pocas.
47
Milán, 11 de octubre, 1972
Tú has amado a dos mujeres.
Tu madre no contaba las horas esperándote detrás de los postigos
de la ventana apagada, hasta que tu sombra desaparecía dentro del
umbral. Y el nuevo día, otra vez en la puerta, sólo te preguntaba si ibas
armado. Eras el hijo crecido con orgullo, lo que tuvo del hombre que
había sido suyo. Sabía que si vencías el riesgo volverías. Y esperaba.
Yo te pregunto también si llevas armas cuando te veo, y no cuento
las horas esperándote. Pero sé que no te traerá a mí vencer ningún
riesgo.
Nadie te ha aceptado tanto, y de eso abusas.
48
Milán, 24 de octubre, 1972
El tiempo, los tiempos, los espacios y los sentimientos se me agolpan
dentro. Me es difícil discernir entre ellos. Pero qué importa discernir.
Es como el agobio, o mejor, el apremio de sentimientos
contemporáneos, vivos, y vivos de modo diferente, y por ello de
espacios interiores y exteriores, de tiempos. Siento a veces que me
paraliza esta vida, que me paraliza dándome tanto qué sentir, qué
pensar, qué seguir.
Bruno dice que vendrá el viernes, y entretanto ¿cuántas veces he
pensado decirle que no llame, o que no venga? ¿Que no cuente con
que habrá de verme?
Nunca he aceptado nada tan recortado.
49
Milán, 6 de noviembre, 1972
Venecia. Carpaccio y Tintoretto. En la Scuola di San Rocco la figura
del Cristo, blanca y erguida ante Pilatos, señala su grandeza con el
despojo de todo lo superfluo. La crucifixión se mueve. Es como un
campo grande donde algunos están trabajando, otros viviendo, y cada
uno hace lo que le toca hacer y, mientras tanto, los que no están
haciendo nada y sólo sufren, sufren. Cómo es el dolor, destaca en
medio del afanarse de los que se ajetrean en diferentes cosas. Cristo
crucificado entre el movimiento de la vida de quienes quedan y siguen
su vida; lo que están haciendo.
Al llegar al muelle emergía del cielo negro el palacio ducal, en
mármol recortado, blanco, casi de plata. Apariciones las columnas y
los arcos, y las cúpulas y el costado de San Marco del otro lado.
Cálidos al fondo la torre del reloj y los dos moros y el León que
brillaba dorado. Luego la plaza, de equilibrio y arcos infinita, sola
como apenas construida. Solas también las callejuelas que salen a la
plaza prometiendo inesperadas visiones. En las columnas se veía
repetida la marca que dejara el agua en la última inundación.
Mañana tengo que mandar la bibliografía y el texto revisados. El
hombre no puede soportar demasiada realidad. Pero ¿dónde está la
medida?
50
México, 1 de enero, 1973
Nadie puede aceptar ninguna realidad.
51
México, 8 de enero, 1973
Hoy hace un mes que llegué de nuevo a México. Hace muchos días
que quería escribir que cada uno escoge su pedazo de realidad para
sobrevivir. ¿Cómo, si no, sería posible para un hombre estar en el
mundo? Lo que importa es saber cuál es el pedazo de realidad que se
escoge.
52
México, 14 de febrero, 1973
Desde aquí, no verte, no oírte, no estar contigo, me parece por primera
vez natural. Por la ventana veo las copas de los árboles de un parque.
Eran iguales cuando yo era muchacha. En este barrio he crecido. Veía
los mismos árboles cada mañana al ir a la escuela. Te acuerdas que
una vez dijiste: ―Si te hubiera conocido cuando estaba en la montaña,
¿te imaginas...? Y yo te contesté: ―Tenía diez años... Y tú: ―No
importa, ya te habría cuidado...
Era entonces. No sabes cuántas cosas se me mueven dentro cuando
vuelvo. Creo que no podrías imaginarlo de veras. La diaria,
instantánea lucha entre la vida y la muerte quizá en ningún lugar, en
ninguno que yo conozca, se muestra en expresiones tan intensas,
resignadas y coloridas. Entre la vida y la muerte o algo que se parece
mucho a ellas.
Siento que te escribo desde un mundo que no es el tuyo.
¿Conocerás alguna vez esta realidad que se diría a ti tan ajena, si es
que una verdad humana cualquiera pudiera serte extraña?
53
México, 15 de febrero, 1973
Ayer te escribía que parece como si aquí vida y muerte se sintieran
más por dentro. Pero ¿no es la presencia de la muerte lo que hace más
agudo el sentimiento de vivir?, y no es eso.
Quizá es la costumbre a una laceración irremediable, que es como
un aire que envuelve todo en una atmósfera que no es fugaz por lo
violenta, pero que cuando se mira es ya pasado. Como si lo que ahora
ocurre ya hubiera sido, y lo que habrá de ocurrir mañana, puede
acontecer o no, pero ese aire, y aun su belleza detenida, seguirán
siendo iguales. Y no es algo marchito, porque no hace falta que pase el
tiempo para que se agoste.
Ayer te contaba que el gobierno ha tomado la decisión de dar
trabajo a los campesinos. Exactamente así ha aparecido la noticia, a
ocho columnas, en los periódicos. Hoy todos refieren del trágico fin de
un líder sindical con sus colaboradores, empleados del Estado, en un
extraño accidente. Con la riqueza de medios que nuestra civilización
ofrece, se buscan con desesperación los restos.
No quiero hacer más crónica. Te veré pronto.
Cada poder tiene su liturgia. Acaso lo más notable en esta
gigantesca representación, es que los papeles son intercambiables, los
campos nunca definidos, y ello permite, en lo estático, una gran
movilidad.
54
México, 25 de febrero, 1973
Vivir con tu imagen pegada a los pechos, a la piel que me cubre el
cuerpo, a la luz de mis movimientos al hacerlos. ¿Por qué sublimar en
frases? Sí, más o menos inteligentes, cargadas de que tú no estás, y de
lo que yo soy pero de lo que me falta para sentirme del todo yo
misma. Salgo del agua y alargo el brazo para alcanzar la toalla.
Enfrente tengo el espejo. Tú estás muy lejos.
55
México, 20 de marzo, 1973
Dos hombres, dos soledades que a veces logran embriagarse. Casi
siempre de alcohol. Cuando no, uno de ellos, como bebiendo locura a
tragos grandes, como tan de raíz tocado que casi parece una bendición,
un don que lo defiende. ¿De qué habrá estado hecha la voluntad de
estos dos hombres?
Por un momento, uno, el que bebe sólo alcohol, dice que lo han
destruido y habla de su país mítico: allí la verdadera revolución,
porque no era de unos pocos; llegaba a todos lados. Luego llegaron los
americanos. Y la ebriedad que antes se podía sentir en él no era tal.
Era traducir a fórmulas, a rebuscados juegos de palabras, a frases a
veces afortunadas, todo el dolor, la herida que no se cubre con
miserias cotidianas, con barroquismos de lenguaje ni borracheras. Es
su hacerse aceptar, aun sabiendo que, de lograrlo, eso no es nada, que
la verdadera llaga es más profunda, que no está en la carne. Pero ¿no
está en la carne?
El otro, el que bebe locura, tiene las heridas muy recubiertas por
imágenes de sí mismo, por leyenda, por ilusión de ser; no puedo decir
de amar porque en su grotesca gimnasia es uno de los espejismos que
él prefiere. Detrás está la verdadera necesidad, el amor que de veras
falta y la entrega que no sé si sería capaz de sostener, pero que acaso,
desde algún terreno, desea. ¿Hay algo que pudiera rescatarlo? ¿Y
rescatarlo para qué? ¿De qué?
Si el soldado se siente general, lo es un poco, y quizá si llegara a
serlo de veras no lo sentiría más.
Era el desahogo de una tarde de sábado, entre escritores. Hablaban
un idioma que tú no conoces.
56
Milán, 3 de abril, 1973
Oigo tu voz, después de tanto tiempo, de nuevo mía, como mía, como
si sólo hubiéramos estado un poco más lejos.
57
Roma, 10 de abril, 1973
Via delle Carrozze. Desde la terraza azotea se veían muy cercanos, se
tocaban casi los tejados y las paredes de otras casas romanas iguales
que aquélla. Tejas rojo quemado y ámbar sucio en las paredes.
Después del ascensor, dos escaleras y, ya al aire libre, se bajaban unos
peldaños para llegar al número 46 que debió de haber sido un antiguo
desván. Con su ventana de postigos de madera vieja y su techo
oblicuo, estaba como apoyado sobre la terraza. En la parte posterior
habían adaptado un cuarto de baño y puesto en las paredes papel tapiz
con guirnaldas verticales de un verde apagado.
Dentro, luego, tu piel, tus brazos, esa fuerza que, penetrándome,
me impedía casi reconocer tu imagen; que era y llenaba todo antes de
que yo pudiera sentir que al cabo de tanto tiempo estábamos juntos de
nuevo. Anudada a tu cuerpo, el abandono y el deseo, vividos, crecidos
en cada uno, madurados solos, lejanos, se iban desatando.
―Como tú no hay nada.
Y no aceptábamos el sueño, la noche, el tiempo.
Y de tanto que decir, todo estaba dicho. Pero ¿era así en verdad?
En ti sí. Sobre lo que sientes no vuelves a pensar, vives. En mí es
otra cosa. Yo maduro cada día matices. Piensa qué puede haber sido en
tres meses bajo un cielo que tú no conoces.
58
Roma, 11 de abril, 1973
Este cuarto de Via delle Carrozze ha acabado por ser un espacio
nuestro. Sólo en unas horas, y eso porque no tenemos un lugar propio.
En muchos yo encuentro imágenes tuyas, pero ninguno es mío
contigo.
Y el espacio propio es el tiempo propio. La existencia se fija en
puntos que tienen un tiempo y un espacio. A veces son instantes que se
repiten en la memoria, en el deseo, en la nostalgia. Esto yo lo sabía
antes de conocerte. Pero no imaginaba que habría debido hacer de lo
transitorio lo definitivo, y que entre lo impersonal tendría que vivir lo
esencial y más verdadero. No sé si podré aprenderlo.
59
Milán, 3 de mayo, 1973
La memoria es la materia del tiempo. Del tiempo que ha pasado y es
entonces materia de la vida. Hoy he terminado mi prefacio para la
traducción de Svevo. Sólo puedo decir que lo he hecho con ganas.
Veremos dentro de un mes. Buscando una bibliografía en un libro
sobre Cervantes, he hallado una carta comenzada que debió haber sido
para Juan. Dice sólo: Milán, 1 de noviembre, 1970. Querido Juan,
¿cómo estás? Yo te escribo ya desde el frío. Son las cinco y media y es
casi de noche…
60
Milán, 14 de junio, 1973
La vida lo es sólo a nivel de los sentimientos. Es decir, una vida es tal
cuando se la mantiene a nivel de los afectos…
61
Castel di Muro, 27 de junio, 1973
Frente al balcón de la cocina el viñedo ya lleno recibe el sol del
verano y es casi verde amarillento. Junto a un emparrado olivos
antiguos y castaños altísimos de copa poderosa. Entre la vid, una
siembra de maíz en un cuadrado. A lo lejos las armazones de unos
invernaderos y un tinaco sobre columnas de ladrillo. Yo con todo lo
que me trae y me hace estar aquí, y con todo lo que me reclama en
otros sitios. Qué necesidad, en medio de la vida, de aislarme, de
sedimentar sensaciones, emociones, tamizar pensamientos.
62
Castel di Muro, 28 de junio, 1973
Él es uno que escogió su nombre…
63
Castel di Muro, 29 de junio, 1973
Como habíamos quedado, Bruno habría venido esta noche, pero acaba
de decirme que no puede, que tiene una junta y no sabe cuándo
terminará. El límite tengo que hallarlo yo, porque él no lo hará nunca.
El viñedo delante de mi balcón va madurando bajo el sol de mediodía.
64
Castel di Muro, 1 de julio, 1973
Ayer leí en una página mía de hace casi diez años de mi miedo de
vivir en lo cotidiano, es decir, de mi miedo de que no haya otra vida
más que esa. Para Bruno estoy segura de que es igual, aunque no se lo
diga así, por la necesidad de absoluto que en él siento, por su convertir
en acción continua su modo de existencia diaria, su ser y al mismo
tiempo de evadir de otro ser... ¿más profundo? Así no se detiene
nunca.
Quién sabe por qué se siguen ciertos caminos en la vida, como si
para dar una medida de la propia existencia hubiera que pagar precios
infinitos en aquello que más se ama, o más se necesita. Entonces ¿qué
se busca y qué se construye? ¿Cuál es la medida que se da?
65
Milán, 4 de julio, 1973
Qué me hizo volver a Milán este martes no lo sé. Las cosas para las
cuales vine no las he hecho. He hecho otras. Ayer por la noche iba a ir
a verme Bruno a Castel di Muro, y yo le llamé por la mañana. Se
sorprendió de que estuviera aquí. Hoy de nuevo su voz. Está siempre
presente, pero ¿cómo? Antes era de cualquier modo, en cada instante.
Este cómo es algo que ha salido de la imposibilidad de compartir casi
todo. ¿Por qué si no es un amor fugaz...?
Fuera de la ventanilla la última luz de la tarde sobre las colinas que
tan bien conoces. Venía leyendo la autobiografía de Mann: “¡Oh,
mundo! ¡Oh, íntimo gozo! ¡Oh, sueño amoroso del poder, sueño dulce,
conmovedor...! No se debiera poseer. El deseo es una fuerza
gigantesca; la posesión, en cambio, mata la virilidad.” El vagón
desbordaba de señoras de piel tostada y abrillantada por ungüentos,
con vestidos chillones que denunciaban largas horas vacías, que no
pueden conocer el ocio.
Sabía que volviendo me arriesgaba a no verte quién sabe por
cuánto tiempo. Pero tú me has acostumbrado, obligado, a saber que así
son las cosas, y trato de sobrevivir a ellas. ¿Pero no es también
sobrevivir al amor por ti? Es por lo menos vivirlo en soledad, y éste es
ya un modo de renunciar. ¿Recuerdas cómo me oponía, cuántas veces
te lo dije, apenas conocerte, cuando la necesidad de ti me impedía usar
en nada más cada día, cada hora?
66
Milán, 5 de julio, 1973
Bajar de esa pasión es reducirse. Reducir la pasión a la realidad. Hacer
que viva mal o bien el orden del mundo, que a duras penas sobreviva.
Ambos en una medida mínima de lo que juntos éramos.
Porque tú has querido nos hemos tropezado con las instituciones.
Imagínate. Yo nunca he sabido vivir dentro de ellas. A ti te permiten
un personaje: el que necesitan y que sólo recoge, desdibujándolas,
algunas capacidades tuyas, y aplasta en cambio al hombre que hay en
ti. Ciertamente debes de satisfacer así recónditos anhelos, remotas
dependencias. Pero tanto delimitar, circunscribir, te deja en libertad
sólo en resquicios, en momentos. Yo digo la libertad que es abandono
de ti, como cuando estás conmigo. A mí no me deja nada. No tengo
personaje al cual ceñirme. Esa reducción solo me anula.
Por ello acaso he regresado a Milán el mismo día que había de
verte, y puedo esperar sabiendo que no te veré, y no soy contigo quien
era, habiendo aceptado esta medida que no es mía.
Quizá nunca sepas cuánto me cuesta este tratar de darme razones
en medio del dolor. Cada vez que aflora algo que se parece a una
intuición enunciada, luego demostrable con hechos, que sirve para
decirme que mi sufrimiento es porque no pones en duda la
construcción en que te mueves, que es una prisión de la que no quieres
salir, se me sobreponen imágenes del amor contigo, me estremecen
recuerdos. Pues ¿qué pueden valer juicios que expliquen posibles
verdades junto a un abrazo tuyo?
Ésta es una batalla que tú no conoces.
67
Castel di Muro, 7 de julio, 1973
Yo llegué a las nueve. Bruno a las nueve y media. Sentí el coche y
bajé a darle la llave del garaje. Era como es siempre. Él y yo siendo,
como desde que nos conocemos. La cola del coche quedaba fuera del
garaje. Los dos pensamos que nadie pasaría.
Pasada la medianoche fui a la cocina a buscar dos vasos. Él se
sentó en el sillón de mimbre y yo en la silla de playa azul, con una
toalla atada a la cintura. Hablábamos, con el gusto de la vida
cumplida, como en .un tiempo infinito. Cuando nos despedíamos, en
la terraza, nos llegaban olores pastosos con el aire tibio. En la noche
cargada de estrellas, la luna clavaba reflejos de metal en las hojas de
los olivos. Lo miré irse hasta que el coche se perdió entre los campos.
A lo lejos una hilera de luces demarcaba el mar en el azul oscuro.
Antes de cerrar volví a mirar a mi alrededor las sombras austeras de
los cipreses y los melocotones. Si su vida fuera otra, creo que
podríamos compartir tanto. Pero ¿más que esto?
68
Castel di Muro, 9 de julio, 1973
Me he levantado con el rumor de una lluvia ligera de verano. El cielo
gris y los árboles alrededor de la casa más frescos, con nuevos matices
de verde. El olor a tierra mojada es el de la Huaxteca cuando grandes
goterones rompen el aire dulce y caliente y comienza a sentirse
penetrante, hasta que el aguacero invade todo el aire y empapa los
campos, y se siente ya sólo la humedad. Luego, otra vez, cuando la
lluvia pasa, mientras brilla la lozana frescura de lo recién lavado,
vuelve intenso el olor húmedo de aromas germinados. Yo tenía siete
años. De antes no lo recuerdo. Comenzaba la memoria de dentro, la
reflexión sobre la vida que se vivía, o acaso era el primer lugar en que
teníamos, después de años, algo que parecía estable. Tú no estabas,
pero todas las noches venían muchos y hablaban y discutían de las
mismas cosas que tú hablabas, esperaban lo mismo, amaban lo que tú
amas.
Habrías conocido la languidez tibia de cada atardecer, cuando el sol
pasaba los montes y los tordos se volvían manchas oscuras en los dos
nogales del prado donde jugábamos, frente a nuestra casa. Y yo quizá
sabia sólo eso, que jugaba. A veces el aire se hacía más denso y más
dulce, como de caña asada, cuando, al empezar la noche quemaban los
montes, y desde la hondura del valle veíamos pequeños incendios que
alumbraban el cielo ya oscuro con llamas rojas sobre el monte negro.
Grandes hogueras aisladas como antiguos correos que transmitieran
quién sabe cuáles secretos mensajes.
69
Habrías podido seguir en los mapas grandes desplegados sobre la
mesa del comedor, clavando los alfileres de cabeza gorda, un ejército
un color, el camino de la guerra en cada país, y también en el tuyo;
seguirlo como quienes ya no podían hacer otra cosa. Cada día, cada
noticia, cada esperanza. Tú estabas lejos. Sobre la mesa yo me
inclinaba buscando formas, un cangrejo, un rey con corona, una
berenjena, una bota, en las manchas de colores diversos que formaban
cada país, y atraída por las bolitas relucientes de los alfileres alargaba
la punta del dedo para tocarlas. Tú estabas lejos y esperabas. No
podías imaginar que en una tierra que tú no conoces, en un lugar que
no sabes que existe, más allá del mar que tú ves y del océano, otros,
que no podían resignarse a lo que habían perdido, esperaban lo mismo.
Tú no habías perdido; sólo esperabas.
Luego vino el otoño del 43. Tú escogiste tu nombre y no esperaste
más. Yo oí entonces que una parte de Italia se había rebelado, y que
era una esperanza.
No puedo decir que creciera para amarte. Era para muchas cosas,
pero sí que tú habrías de estar en medio de la vida.
70
Castel di Muro, 10 de julio, 1973
Lo difícil de escribir no son sólo las palabras gastadas, usadas en la
prosa. Lo peor, y, volviendo ahora a mis notas de hace años lo siento
con enorme fuerza, es no encontrar el tono esencial, las palabras
mínimas y llenas para algo esencial. No cabe lo explicativo. Ya la idea
se circunscribe mal a la palabra, peor aún la intuición y el sentimiento
casi no cabe en ella. En la búsqueda, lo que se sintió definitivo parece
titubeante. No cabe lo fluido. Tiene que ser mucho más: cada palabra
con medida y peso propios, para que no haya desperdicio. Si en el
acontecer de algo no se siente que hubo alguna cosa superflua, no se
puede decir de ese algo en modo superfluo. Es la remota relación de
forma y contenido, o de significante y significado. No son dos cosas
sino una sola. Para que algo sea “así”, sólo de “ese” modo puede
manifestarse. Luego las posibles interpretaciones pueden ser infinitas.
71
Castel di Muro, 12 de julio, 1973
Estoy más que nunca en carne viva. Cada mañana, cuando el sol no
está todavía alto, subo la calle curva hasta el café. Lenta cotidianidad
del verano y del lugar. Las mismas frases gastadas: ―¿Está a gusto en
esa casa?, dice escrutadora la gorda detrás del mostrador. ―Sí, es muy
agradable... ―La veo al pasar todos los días... Es pequeña... Pero debe
de ser fresca...
Yo compraba los periódicos. Era también el teléfono más cercano.
Los campos comenzaban a dorarse. Los viñedos ostentaban
racimos morados. Sólo cipreses y olivos soportaban iguales la
canícula mediterránea. Las paredes blancas de la casa terminan en el
verde. Lugar por muchas horas sólo mío donde se me presentan, como
poblándolo, quienes tengo más lejos, como si faltara a citas difíciles, a
encuentros improbables, mágicas llaves de viejos sueños, de deseos
antiguos y quién sabe si agotados. Y los que tengo cerca viven
conmigo, sobresaltándome, presencias henchidas de futuros
igualmente difíciles.
72
Castel di Muro, 14 de julio, 1973
Ayer por la noche vino Bruno. Eran las doce pasadas. Había salido de
su casa esa mañana a las siete. Es su vida, Pero ¿es la mía?… Intenté
decírselo una vez más... Si espacio no tenemos, ¿cuál es el tiempo
nuestro?
Llega, y, como si no existiera nada más, se abandona; pero no es
abandono porque impone, me arrastra, a una intensidad de ausencia
obligada, de deseo contenido.
―Espera... Espera...
Yo, agotada Por horas mordiendo el vacío, la esperanza de él, llena
de sueños que no lo son.
Él: ―Hace tres horas que debía estar aquí...
Luego todo se vuelve fácil, natural como si sólo así pudiera ser,
hasta que el aire sabe sólo a él y a mí; su piel y la mía la misma fiebre,
igual humedad.
Por las hendiduras de las contraventanas entra aire fresco trayendo
olor a ramas quemadas. Los dos sabemos que tiene que irse. En el
sillón de mimbre, yo sobre sus piernas, me cuenta de esos días.
Yo: ―Mientras te esperaba, en el balcón bajo el emparrado, no
sabes cuántas estrellas...
Y prefiero decir yo que es tarde. ¿Tarde?, ¿cuándo para mí es
contigo tarde o temprano?, y digo también que no soy como antes, que
a veces no me hallo con él. Y él apoyado en el marco de la puerta
abierta: ―Eres como siempre... si lo sabré yo…
―No, es que no puedes aceptarlo...
―Pero ¿cómo serías entonces...?
73
Castel di Muro, 16 de julio, 1973
Todo el día he intentado escribir. Búsqueda dificilísima, y más aún en
este volver sobre antiguas cosas para reconstruirlas. He llamado a
Bruno sin encontrarlo, pero a una hora en que sabía que así podía ser.
No hallo cómo sublimar esto que invade todo lo que pienso, lo que
siento, lo que hago. El sol color naranja se pone detrás de un olivo.
Las cigarras me imponen su presencia invisible. De la casa contigua
vuelve el olor a ramas quemadas.
74
Castel di Muro, 17 de julio, 1973
También hoy rato de escribir y me cuesta mucho. Cualquier cosa
Parece pobre en la página blanca abierta a todo, sin márgenes, limpia
y vacía. ¿Es acaso el volver sobre lo que siento demasiado importante,
cargado de presencias de vida cristalizadas en formas diversas, de
historias no concluidas?
Ayer me dijo Bruno que quizá hoy vendría; que hoy ocuparían la
fábrica de papel, y luego vendría.
He comenzado a pintar en una de las telas grandes. Siempre me
hace bien. La atención se obliga al color que se disuelve en matices
infinitos, unos tonos se recomponen en otros y comienzan a vivir por
su cuenta, exigiendo nuevas luces, sombras intensas. Con los colores,
se van diluyendo los nudos de los ovillos que ante la página no
lograban salir de la pluma. Es la materia misma, el óleo, que es un
medio más inmediato y manual que la palabra, también materia, pero
más sujeta a procesos que son censuras.
75
Milán, 3 de agosto, 1973
La lluvia ha lavado un poco la tarde. Hace muchos años, cuando
atravesaba el Parque México para ir a la escuela, el aire apenas limpio,
la tierra aún mojada, las hojas frescas, soñaba tardes iguales en
mundos diferentes.
De la calle sube el murmullo del movimiento de la ciudad, menor
que el de un día cualquiera, amortiguado por el pleno verano, y
envuelto en un calor de humedad tibia que evoca abandonos.
La violencia sufrida, o las violencias, no hay que olvidarlas; son la
propia fuerza.
76
Milán, 28 de septiembre, 1973
De vuelta de Roma. Una vez más de Bruno. Roma de septiembre,
oriental y concupiscente. La estación que hormigueaba de centro y sur
de Italia, con el peso de la miseria que se arrastra y se cubre mal
porque es demasiado vieja, y aplasta y no llega a ser rabia. Caras
afiladas por la búsqueda, el ansia, la invención de vivir cada día.
Bruno es demasiado ahora para que pueda anotarlo. Sólo la alegría,
la seguridad de ser sin resquicios, el absoluto en sus ojos claros, de esa
claridad suya que es de dentro. Ayer fue a buscarme a la Angélica. Él
sentado en una silla de la biblioteca, leyendo un manuscrito junto a los
enormes libreros antiguos que cubren los muros, estanterías de cálida
madera envejecida, rellenas de libros que ostentan años y sapiencia. Él
que es naturaleza sin artificio, entre gente a la que no da gusto mirar,
que parece estar allí para arrancar de los libros un poco de vida.
Afuera, todos los ocres del otoño eran nuestros.
77
Milán, 29 de septiembre, 1973
Me siento los pechos llenos, duros, como desbordantes, con una
pujanza de vida que es eso. No sólo porque lo siento.
Llamó Bruno poco después de las ocho y media. Estaba muy
contento. Me dijo que ayer tuvo una reunión que duró seis horas,
cuando volvió de Roma, de mí. Insistía con voz llena. Necesita llevar
al extremo la tensión de vivir, la intensidad de la existencia en cada
instante.
78
Milán, 6 de noviembre, 1973
Entre Siena y Sansepolcro todavía era otoño. Ocres y dorados, tierra
de Siena, verdes con una pizca de tostado y de bermejo, los árboles de
las orillas. Cipreses negros, castaños de Indias y arbolillos de copa
redonda y tallo esbelto para acentuar la curva en las colinas. En lo más
alto, un castillo con su bosque y su camino de plátanos. Y algunas
casas siempre en alturas, entre suaves declives y redondeces de
muchacha, entre gavillas de trigo agostado.
Antes de Arezzo es áspero; el ocre es menos ocre y la paja más
clara. Un hombre acompaña, con una vara larga, una yunta cargada de
trigo no recién segado. Muy pesado el cabestro, los bueyes arrastran el
carro como cumpliendo un rito. Igual los habían visto Lorenzetti
cuando el Buen-gobierno y Giovanni di Paolo al representar los
trabajos del campo en la rubicunda plenitud de la cosecha. Hoy,
del otro lado, pasa la vía del tren.
Después de Arezzo es más áspero, con olivos de hojas aceradas, y
la tierra bermeja es ahora blanca. Desde la carretera se ve la capilla del
cementerio de Monterchi, donde Piero della Francesca dejó para los
vecinos la Virgen del Parto. Dos ángeles, vestidos iguales, el color de
la veste de uno repetido en los escarpines y medias del otro, con gesto
igual, retiran hacia los lados la falda de un dosel bajo el cual está la
virgen de pie. El corpiño de un vestido muy sencillo le ciñe el talle y
en los pliegues de la cintura se señala la gravidez. Ella apoya una
mano sobre el vientre y por una abertura del traje toca la enagua que
se ve blanca. De un solo tono está vestida y de un solo tono es el palio.
La intensa majestad del rostro es la de una mujer que sabe lo que lleva
adentro.
Desde la capilla baja una senda bordeada de cipreses hasta el
camino que lleva al pueblo subiendo por una colina aún dorada, entre
plátanos y castaños de Indias. Abajo, los chopos, de tronco altísimo
y copa muy ligera, marcan la propiedad de cada sembrado.
79
Milán, 17 de noviembre, 1973
Con la primera conciencia supimos que se podía perder todo, y que
eso era lo único que teníamos. Pero acaso era tanto, que supimos
también que ése era el único juego posible.
80
Milán, 26 de noviembre, 1973
… Como una mujer prepara su casa para recibir su amante. Y ¿si
luego su amante no llega...?
81
Milán, 14 de diciembre, 1973
A las nueve menos veinte Bruno en el teléfono: ―He pensado mucho
en tu consejo de ayer, pero no... estoy muy bien cuando te llamo...
―Sí, pero yo no sé que hacer, luego todo el día oigo tus palabras...
―Tienes mil razones, pero déjame hacerlo.
Si él, que ha sido principio y fin, pudiera llegar a ser un episodio.
82
Milán, 18 de diciembre, 1973
¿Cuántas veces, en los muchos quehaceres del día se toca el fondo de
las cosas? ¿Se puede escribir la historia de un amor, o no la historia,
pero de un amor, para sublimarlo, para tolerarlo? ¿O es una manera de
vivir aún en él, de vivirlo de otro modo?
83
Milán, 13 de enero, 1974
Los árboles de la plaza frente a mi ventana son sombras pálidas entre
el blanco algodonoso. Detrás de la niebla espesa podría haber
cualquier cosa. Mañana iré a Roma. Después de dos meses, Bruno.
¿Cómo pueden mantenerse este sentimiento y esta tensión más allá de
la frecuencia y de lo cotidiano? Tal vez la única cosa que puede hacer
a una persona, por cuanto fraccionada, íntegra, construida, es
conservar viva esta intimidad.
84
Milán, 5 de febrero, 1974
El brazo de Bruno sobre mis hombros. Marte y Venus en mi dedo
detrás de su cuello, y en todo el cuerpo el calor de su piel. Roma,
mediado enero. Antes sólo su voz, desde octubre. Hoy, como cada
día: ―¿Nos veremos, entonces? ―Así lo espero.
Acaso todo es saber que en el mundo hay otro igual, o a quien así
se siente. ¿Cómo pago yo este saber que él existe, que es, y que no
puede ser siempre conmigo? Sin él ¿no estaría buscando mi identidad
en otro lugar? ¿Por qué en Italia?
Cuántas cosas de mí no sabe Bruno. Quizá las imagina o piensa
que existen. Pero no quiere saber más porque no puede contenerlo. Así
comienza cada día llamándome, oyendo mi voz sólo un momento y
teniéndose el resto dentro. ¿Cuánto le costará saber que yo estoy, que
soy y no me ve? Su voz llena, saber que tiene alrededor tantas cosas,
me hace pensar muchas veces que no necesita nada. Otras, como hoy,
el tono más apagado, si no se tratara de él diría como con cierta
tristeza, me hace sentirlo más en una medida humana.
Luego, su casi agotarse dándome placer, y la vida que fluye de
nuevo en él con la misma fuerza.
85
Milán, 10 de febrero, 1974
¿Qué vale que le diga a Bruno lo que pienso de la tensión en que nos
movemos? Él dice que tengo razón, que así es, que su vida es esa, pero
que es una telaraña de la que no puede salir. ―Si la situación no fuera
la que es... Yo comencé a vivir así el 48... cuando perdimos, te aseguro
que dejaría todo, que plantaría, no la política... este modo de vivirla...
―decía, y yo: ―No lo harías, no podrías, es eso, no podrías hacerlo...
Y él: ―Quizá...
Hablábamos sentados en los asientos delanteros de su coche
detenido en un sendero que moría en el campo, apenas afuera de
Castel di Muro. Ante nosotros, el horizonte altísimo sobre las
montañas que mostraban en grandes heridas sus vetas de mármol. El
sol frío de la mañana de invierno hacía brillar la piedra dura, y detrás,
los picos helados de los últimos Alpes. No podíamos abrazarnos.
Cuando me dejó, reseca y encogida como si nada me circulara dentro,
la angustia del vacío ocupaba todo. Él había dicho poco antes:
―Pareces un melocotón...
¿Qué contraponer a algo que soy yo misma? La separación de los
amantes no es posible en verdad. Lo que existe continuamente es la
muerte, midiendo la vida, delimitándola. No puedo dejar de amarte y
no quiero. ¿Por qué habría de mutilar así mi existencia? Desde que te
conozco toda la lucha ha sido por penar un poco menos amándote
igual. Yo soy tu mujer natural. De eso estoy segura. Ayer: ―Date
vuelta que quiero mirarte... Y luego en tus brazos, en tu boca, el
reconocimiento del mundo. Otra vez la humanidad en todas las cosas.
86
Milán, 11 de febrero, 1974
… lo que ese día le molestaba a Marco era que yo distinguiera
claramente entre mi preferencia por quien vive la vida y quien piensa
en ella. ..
¿No es mayor la soledad de quien necesita más absoluto?
87
Milán, 25 de febrero, 1974
Qué importa ya cómo es Bruno, o qué significa su comportamiento
voluntario o no, su modo de vivir este amor. Nada. Lo que cuenta es
que es así y que a mí me causa un dolor profundo, una continua
angustia de vida y de renuncia por todo lo que me obliga a dejar o
aceptar a medias.
Salta la medida del tiempo y ningún espacio se siente propio. Se
pierde la identificación con el mundo. ¿Cómo hacer para recomponer
la propia existencia? ¿El cuadro propio, la identidad, cómo
recobrarlos?
El camino casi siempre es la disociación. Igual que antes de hacer
un pastel se mantienen separados los ingredientes para que no se
contaminen, se aísla lo que se ha escogido disociándolo del resto de la
propia vida. Y ¿qué es el resto entonces? No importa. Así se escriben
libros, se hacen películas, se dedican todas las energías a la política, se
ejercen profesiones respetables. Buena parte de lo que se llama la
cultura del hombre está construido precisamente sobre ese hacer
gracias a la disociación, que a su vez permite sobrevivir, y que es casi
todo el mundo que camina: los trenes que se mueven, los teléfonos,
los tribunales. Detrás está ese luchar por hacer sin disociaciones en el
fondo del hombre, que sólo cobra expresión definitiva en el amor y en
el arte: en el arte cuando alcanza la calidad de una búsqueda que llega
a plasmar coagulando, sintetizando lo que es claro.
¿Alguna vez el quehacer del hombre, su quehacer para vivir, para
gozar, para sobrevivirse a sí mismo, no estará condicionado por la
disociación de su personalidad? ¿Alguna vez ese quehacer no lo
obligará a disociar? Acaso cuando sea expresión sintética del hombre
que lo realiza, es decir, provenga de la libertad para-hacer, no de la
disociación para-hacer. Cuando amar, que es síntesis, no disgregue
su vida en el mundo.
88
¿Quién de buena fe prefiere la gloria a la vida?
El secreto de esos profesores de literatura que se entusiasman con
las hazañas de Tirante El Blanco en la página escrita, por razones
opuestas a las que llevarían a Don Quijote a medir el valor de su lanza
con la del caballero, sabedores de que no arriesgarían ―¿qué podrían?―
por la mínima de las proezas de aquél una sola hora, conscientes de
que aceptar el ínfimo reto haría que se derrumbara toda la artificiosa
construcción que los defiende.
89
Milán, 13 de marzo, 1974
Saber que esa tarde habría de verte fue volver las cosas a su orden.
Cada una tomar su lugar, aquietarse el ánimo conociendo la alegría
segura. Estar un poco a tu lado, mirarte. Que cada cosa vuelva a su
sitio, recuperando el mundo la armonía. Esa armonía que puede tener
y que tú puedes darle.
Luego, contigo, no ya el orden en las cosas, en el ánimo: cada gesto
tuyo respondiendo a uno mío.
Caminando una vez por la calle Madero, yo apenas pasaba los
veinte y me decía un anciano escritor: ―Haz un diario de tu vida, de
todo lo que te ocurre, lo que sientes, lo que ves. Te encontrarás luego
muchas cosas que olvidas, que no puedes fijar de otro modo. ―Con
ardor, insistía: ―Sí, escríbelo… porque ¿quién podrá seguir tu pasión,
quién tendrá tu ritmo, tu tensión, quién te podrá seguir?
Yo podría contestarle ahora, desde aquí: Bruno.
Muchas veces me lo he preguntado, y de nuevo ¿para qué se
escribe de un amor? ¿Es una manera menor de vivirlo, de hacer
perdurar lo que se agota sin la presencia?
Porque el amor es presencia. Y ¿cuando ésta no se puede gozar?
¿A dónde me llevará todo esto?
Recuerdo a Svevo, cuando a propósito del oficio de escribir, en el
párrafo que de toda su obra dice mejor lo que para él era la literatura,
concluye: “… fuera de la pluma no hay salvación”.
Las palabras deforman los sentimientos, las emociones. Se ha
dicho muchas veces y es cierto, pero ¿qué hacer?
90
Milán, 15 de marzo, 1974
El viernes vino Bruno. Llegó antes de las nueve. Venía de Roma en
tren. Con todo lo que en estos dos meses yo he vivido en soledad, es
decir, en soledad de él, era igual. ¿Qué raíces tiene este vínculo? Estar
contigo no corresponde a ninguna condición del mundo. Pero ¿cómo
se puede mantener así un amor?, o, ¿es el único modo de mantenerlo?
91
Milán, 22 de marzo, 1974
Lo grave de amarte a ti es que no es amar a uno cualquiera. Se ha
dicho mucho que lo que se ama es la singularidad del amado. Todos lo
saben. Piensa qué cosa es cuando además se trata de una singularidad
como la tuya.
92
Milán, 27 de marzo, 1974
Esta mañana, como si apenas se atrevieran a salir, he visto las
primeras hojas verdes en uno de los árboles de la plaza.
―Los amores difíciles no son los que traicionan, sino los que no
traicionan nunca. ―Bromeaba―. Los que traicionan ―sonreía―, te
los quitas de encima, los pones en su sitio. Son los otros los que no
puedes despegártelos.
Los demás añadían frases a la conversación trivial. Nadie sabe de
ti.
El amor de Bruno es de las dos maneras, por eso no debí conocerlo,
o no amarlo, que ha sido lo mismo.
93
Milán, 8 de abril, 1974
Esta mañana de nuevo tu voz. Espacio no me dejas. ¿Recuerdas
cuando te dije, me parece la segunda vez, caminábamos por Via del
Corso, que un amante para una burguesa era un lujo, una cosa más en
un mundo hecho de cosas, pero que para una mujer, un amante, un
amor, es comprometer la vida, todo lo que se es o se puede ser?
¿Cuántas cosas ocultas, cubres, con ese decir que yo, en mi libertad
individual, como si hubiera otra, arriesgo más que tú?
En una tienducha destartalada del centro de Atenas, detrás de la
antigua metrópoli, hallé hace años una sardónica con dos figuras
grabadas: Marte y Venus. Él, de frente, lleva sólo el yelmo, y
empuñando una lanza con el brazo derecho mira hacia ella. Ella
envuelve el cuello del guerrero con el brazo izquierdo, y un ligerísimo
velo cubre apenas sus piernas. El anillo que resultó me gustaba tanto,
que una vez le dije a mi hermana que cuando lo llevaba al dedo no
podía dejar de mirarlo, y ella se rió. Aún no te conocía, pero ya sabía
cómo habrías de ser.
Te he dicho que no me dejas espacio, y hace tiempo anoté que no
teníamos espacios propios.
El otro día, cuando el hombre del hotel te preguntó qué cuarto
preferías intentando complicidad: ―¿Cuál prefiere? ¿Hay alguno que
le guste más?
Él no sabía que para nosotros cualquiera que nos hubiera dado
estaba bien, porque era nuestro único espacio posible. ―¿Por cuánto
tiempo lo necesita? ―decía. ―Hasta las ocho ―contestaste. Y
después, cuando nos íbamos, al devolvernos los documentos el
untuoso pretendido cómplice insistía: ―¿Estaba bien?
94
¿Qué podía saber en su densa vulgaridad lo que para nosotros era
aquel número 33? Éstas son medidas que has impuesto tú. Tú que
estás siempre entre la gente, en las plazas, entre los demás ¿cómo si te
perdieras en medio de ellos o afirmando tu diversidad al identificarte
en lo que te es posible?
95
Milán, 10 de abril, 1974
¿Qué cosas serán las que toca en una mujer un hombre, en una mujer
con mi vida, llena de presencias, para que se arraigue de este modo un
sentimiento?
La transparencia de que él está hecho.
Todo lo que ha sido encuentro y que ahora es dolor.
96
Milán, 12 de abril, 1974
Las hojas verde tierno cubren ya las copas de los árboles de la plaza.
Se destacan todavía contra los troncos marrón oscuro. Por encima, una
luz clara se asoma entre el gris compacto del cielo. Bruno me ha
llamado desde Roma a las ocho y media. Tenía la voz como opacada.
97
Milán, 26 de abril, 1974
Bruno no llama. ¿Por qué? ¿Acaso porque yo le dije hace unos días
que no podía más, que no lo hiciera sino cuando supiera con certeza
que habríamos de vernos?, puede ser. Pero luego le llamé y le dije que
de todos modos me llamara. No sé qué es peor.
98
Milán, 10 de mayo, 1974
¿De qué escapas? ¿Por qué no puedes concederte una vida de hombre?
99
Milán, 12 de mayo, 1974
Bruno, me obligas a escribirte. Hemos idealizado tanto, que acabamos
por no tocarnos. Nosotros. ¿Qué te parece?
Yo no logré, tú lo sabes, aceptar lo que se podría llamar
acontecimientos, y aun intento, no sé qué, el único, estrechísimo
camino que me concedes.
Luego, cuando quiero comenzar a decirte algunas cosas, no sé por
dónde.
Que te quiero, que te amo mucho, claro; pero esto es lo más fácil.
Es por lo que tú eres, y así será siempre en mí, con alegría infinita. No
depende de ninguna circunstancia. Pero ¿cómo vivir este amor? Cómo
ha sido, por más de dos años, mientras la vida me lo permitía, y hasta
dónde, tú lo sabes.
La lucha ha sido por no bajar nunca de aquel primer saludo.
Recuerdas, ya muy tarde, en tu ciudad: ―Adiós, no, no hace falta,
aquí todos te conocen. ―Y tú: ―¿A qué hora llegarás a casa mañana?
―A las diez. ―Adiós. Te llamo.
Y detrás estaba todo lo que los dos somos. ¿Cómo aceptar luego
cualquier reducción?
El precio ha sido una gran soledad. Imagínate, yo que sólo puedo
vivir entre quienes me aman.
Lo mejor de nosotros dos es cuánto amamos la libertad. Y
¿entonces? Tú sabes muy bien que el único modo de no perder es
arriesgar todo. Así ¿qué esperabas?
Ahora el mundo ha vencido nuestra ambición. Tu mundo. Los
nudos que no has desatado.
100
Tú, que tan bien conoces lo que es una mujer, ¿no te das cuenta de
que habiendo hallado en mí la medida para seguir siendo quien eres te
hago falta? En mí te maravilla el gemelo reflejo, la hondura en el
entendimiento, el tacto. ¿Por qué aceptar límites
entonces?¿Reducirnos a qué?
Porque el juego ha sido tan grande, por lo que amo en ti, porque
me amas a mí, no puedes desearme diferente. Y en ello está todo. A
esta medida no te has decidido, o no has podido. Si yo soy quien ha
estado contigo como sabes, es natural lo que te escribo.
Me obligas a actuar contra mí misma, a defenderme de lo que eres
en mí, a privarme de verte. Es negarme, renunciar a mí. Pero, ¿qué
puedo hacer? ¿Acaso siguiendo un juego que no sé cuál es,
convertirme en alguien diferente, a quien tú amarías?
Adiós. Mujeres tendrás, si quieres. Nunca tendrán de ti lo que yo he
tenido; pero aun lo poco que puedan tener me da rabia, porque es mío.
Como yo no tendrás ninguna, y lo sabes.
101
Milán, 17 de mayo, 1974
Esta vez siento casi movidos los huesos por dentro, en un
dislocamiento que no puedo yo afrontar. Digo afrontar, porque
dominar nunca he podido.
Vivimos como atados a un punto fijo que es el amor de los dos, no
compartido en lo cotidiano. Como si fuera alguien muy importante
para ambos que vive en una región muy lejana, y a quien se ama
mucho, pero que por remoto no se puede ver, oír o tocar.
Presos, cada uno en su mundo circunstancial, no vernos juntos
aquella tarde que cambia de color lentamente, los árboles que el viento
mueve, la calle con la gente que pasa. Yo conozco algunos de los
lugares que caminas, puedo imaginarte. Tú ni eso, porque no creo que
la fugacidad te permita verme en ningún sitio. Y piensas sólo que soy
la misma en cualquier lugar, siempre, como tú lo has dicho, sin
debilidades. Como si fuera posible. Y cada mañana marcas un número
de teléfono de una ciudad, que podría ser otra cualquiera, para oír una
voz que podría estar en el infinito. Lo esencial es que esté.
Entretanto, como aquella tarde no volverá a tener el mismo tono
nunca, y las hojas de aquellos árboles no repetirán sus matices, se deja
morir la vida. Lo que no se comparte aleja porque entretanto pasa la
existencia.
102
Milán, 30 de mayo, 1974
Tú escogiste tu nombre, ese por el que te conocen y te aman, el otoño
del 43, cuando aún no sabían que eras el mejor de todos, pero tú
estabas ya dispuesto a serlo.
Y luego, un día de principios de diciembre del 44, cuando ya se
sabía de ti, decidiste no pasar el frente, y los que esperaban pudieron
ver cómo demostraste que eras el mejor de los que habían quedado.
“Querido compañero Bruno, la decisión que has tornado de agrupar a
tu alrededor a todas las fuerzas de la brigada que han sentido que su
deber está aquí, que su puesto de combate no está del otro lado de las
líneas, sino en la zona que otras veces las han visto luchar y vencer, en
los lugares aterrados por los bandoleros negros, es altamente
meritoria, tanto más meritoria porque ha sido tomada en el momento
en que aun los mejores han titubeado...”, te escribió quien lo había
visto, en aquella carta que sólo a mí me has dejado.
¿Todo eso para qué lo vivías, para qué si no habrías de ser fiel
siempre a esa imagen de ti, absoluta, tuya sola, la única que te era
posible?
Escogiste tu nombre el otoño del 43.
Entonces había en ti una sola medida.
Cuando una noche de otro día igual de diciembre, con una
humedad de lluvia continua, los cristales del coche tan empañados que
no se veía fuera, tú me decías: ―De este lado está el mar ―y entre lo
negro, me señalabas un negro más brillante: ―Eso es un barco, sí es el
mar, los muelles ―esa noche ya no podías escoger como en el 43 ni
como aquel diciembre del 44. Pero no lo sabías. Otra medida tuya
corno aquélla no habías vuelto a hallarla. Yo sé hoy que nunca más la
tendrás.
103
Ahora eres como aquellos que pasaron las líneas, a quienes te
permites justificar sabiéndote entonces diferente. Entonces. Ahora no.
Las líneas, hay muchos modos de pasarlas. En verdad cada día se
pueden pasar o no pasar. Lo que me hace sufrir es que no sé si tú sabes
que esta vez las has pasado, aunque tus motivos no sean como en tus
compañeros de aquel tiempo, la madre del otro lado de la Línea
Gótica, la mujer que espera con el hijo recién nacido, la falta de
confianza en el propio coraje, el preferir la vida que mal o bien se va
viviendo y que parece más segura, o el miedo de acabar despedazado
como se veía acabar a tantos otros.
Las razones de los hombres son infinitas, más que los mismos
hombres. Lo que importa es, de todas ellas, el acto que las sintetiza, y,
dentro de su posible ambigüedad, hacer prevalecer una sobre las
demás. Y entre tus razones de ahora, las que fueren, han pesado más
las que te han hecho pasar el frente, ir a la zona liberada, protegida por
lo menos de algunas incertidumbres, a pesar de que detrás de las
líneas no estén hoy los americanos. Las protecciones son otras, lo que
cuenta es que lo sean y, por ello, son todas iguales. Tú sabes que lo
son porque no hay más absoluto que arriesgar. Son terreno conocido.
Se conocen los compromisos, se conoce el abismo del tedio, cierto y
duradero, antiguo y ya soportable, al que de tanto en tanto se echan
remiendos.
Seguramente muchos de los que pasaron las líneas cuando tú
demostraste que eras el mejor, tenían más esperanzas que las que tú
puedes tener ahora. Entonces ya sobrevivir era una esperanza.
También un compromiso, es verdad. Sí, porque pretender sobrevivir
mientras y cuando otros mueren es, por lo menos, un compromiso. Tú
lo sentiste muy bien, con la capacidad que tienes para sentir. Pero con
todo, ellos tenían la esperanza de ver al nuevo niño que iba creciendo,
a los padres que temían no encontrar. Tú, ahora, aun con el
compromiso, ¿qué esperanza tienes? Ellos pasaban el frente deseando
alcanzar la casa conocida, volver a ver a la muchacha con quien se
reunían a hurtadillas junto al pozo, en el olivar. Tú no puedes esperar
la casa conocida porque en ella has estado siempre, no hay niño nuevo
para ver de qué color tiene los ojos, no hay muchacha más soñada que
vista. Esto te lo dejas detrás de las líneas.
104
Ellos creían que dejaban detrás la muerte, sin ver tal vez lo que
mataban en sí mismos. Tú dejas el amor mío. ¿Cómo volverás a
probar tu calidad de hombre?
¿Podrás seguir manteniendo el orgullo de tus acciones? De tus
acciones, sí. El hacer y el quehacer del hombre, su medida posible. Lo
demás no son medidas, son imágenes de sueño, posibilidad de ser, que
es otra cosa, y muchas veces la mejor, para quien no llega a sintetizar
en acción su vivir. Pero tú no eres eso.
Es verdad que tu honda comprensión de los que contigo estuvieron,
tu adhesión entera a la vida, nunca te han permitido llamar cobardes a
los que pasaron el frente. Tampoco lo dirás de ti ahora. Pero lo que te
separaba de ellos lo sabías con tal fuerza que me lo has hecho sentir a
mí, al contármelo. Y ¿qué te dirás pues? ¿Cuáles justificaciones
hallarás para ti mismo, tú que no las quieres, esta vez que no puedes
demostrar que eres el mejor de los que quedan? Esto no lo sé. Que te
quitará fuerza, a la larga, estoy segura. No ahora. Todavía no, porque
conoces bien lo que te queda; lo que tienes y te es soportable, perfecta
y tediosamente, Porque es lo molido y remolido y te puedes permitir
cualquier jugueteo, todo compromiso y diplomacia. Ningún riesgo.
Sea como fuere se te acepta lo mismo, roto o descosido, sucio o
lavado, precisamente porque nunca, pero nunca, se te ha aceptado de
veras. Y tú te puedes conceder esa no medida de ti, ese no espejo, ese
no reflejo, porque el campo que te deja libre es infinito, porque nada
de ti mismo te opone, y tú puedes correr, correr inventándote
imponderables, como quien no tiene freno porque busca un absoluto
que acaso en verdad no quiere hallar, corno quien ha pasado las líneas
y no puede volver atrás, y aunque volviera atrás, ha pasado el frente, y
eso es para siempre, y se sabe.
Otra cosa es cuando me dices: ―Estoy orgulloso de llevarte el
paso, no es fácil... sabes... ―Y a mí me sacude todo el cuerpo tu
intensidad.
Pero lo que es en mí no importa. Tú sabes que yo no he
traicionado, que no puedo hacerlo. Quizá porque me amo tanto como
te amabas tú cuando decidiste quedarte, con un puñado de otros que
también eran hombres, a intentar la última posibilidad de una
existencia verdadera, aquellos días de principios de diciembre.
105
¿Te dirás alguna vez que la vida te ha dado la posibilidad de
mostrar tu cobardía, así como te había dado la de mostrar ese coraje
que tanto te ha hecho admirar por todos? ¿Te lo podrás decir? Eso no
lo creo. Hallarás, como para tus compañeros del 44, justificaciones
llenas de contenido, de compleja verdad humana, inapelables, y
¿sentirás aún la diferencia entre tú y ellos?
Porque sé cómo te he amado, sé que no volverás a tenerme entre
los brazos, palpitante de ti, húmeda de ti, y sé también que después de
mí no poseerás mujer que no te haga sentir que a mí no me tienes, que
no soy yo. Es la medida, de nuevo. Éste es acaso el único riesgo
verdadero que has corrido. Todo lo demás podrás acomodarlo.
Pensarás que me amas y que para ti seré siempre alguien muy
importante. Y podrá ser cierto, pero será memoria. Y vivir, y tú lo
sabes muy bien, no es memoria.
106
Milán, octubre, 1974
¿Cómo podremos, al pasar el tiempo, los años, referirnos el uno al
otro...?
―¿Cómo está?
―¿Qué hace...?
107
APÉNDICE
El horizonte es claro
―A ver, si nos paran ¿qué tienes que decir, Eulalio?
El chico, sobre los diez años, contesta rápido:
―Que vamos a casa de la tía Encarna, que vive en Mora, y que es
la perpetua del cura de Santa Inés...
―Tú, Sole, ¿a dónde vamos?
La niña: ―A Mora, a ver a la tía Encarnación, que vive en Santa
Inés...
El día ha salido muy claro. Por la mitad del sendero Tomás lleva al
burro de la rienda. Con los ojos fijos mira lejos, como si se quisiera
adueñar del camino. El sendero se curva con la redondez de las lomas
peladas, va bajando y luego sube hasta la ermita, rodea sinuoso el
altozano y se mete donde no llega la vista, entre los cerros grisáceos.
En la luz fría de la primera mañana la tierra roja parece aquí más
quemada, allá más ocre. Unas pocas matas verdes salpican la aridez
pedregosa. A la orilla del camino, bordeándolo, los algarrobos lucen
hojas brillantes, ramas tortuosas y troncos atormentados en el aire
trasparente. A lo lejos ya se vuelven manchas distantes.
Tomás y su familia se habían echado a andar cuando apenas
despuntaba el sol. La tarde anterior Tomás volvió del campo ceñudo y
de mal humor. Por la noche le dijo a su mujer:
―No podemos seguir aquí. Mañana mismo nos vamos a Mora, donde
Encarnación. Aquello es más grande y don Eusebio sabe qué gente
somos. Ya ves cómo está esto. Recoged lo que podáis tú y esos dos.
Yo prepararé el burro. Voy a decírselo a Ilario, por si los chicos
vuelven antes que nosotros, para que se lo diga.
―¿Los chicos? Pero si tenían que estar de vuelta de un día para
otro… Y dejar todo así, de repente...
―Mira Petra, ya lo sabíamos, están aquí detrás. No podemos
esperar más... Verás cuántos acabarán yéndose..., cada cual a donde
pueda… Nosotros tenemos la suerte de ir a donde Encarnación.
108
El burro llevaba un trote lento. Las alforjas cargadas con todo lo
que Tomás había podido meter en ellas, y los bultos y hatillos que le
echaron encima. La mujer de Tomás, que no había vuelto a decir
palabra desde la noche anterior, iba sentada en medio. Envuelta en su
toquilla de lana oscura, toda ella parda, si no se le miraba a la cara,
enmarcada por el pañuelo atado bajo la barbilla, del que le salían unos
mechones grises junto a los ojos cansados, parecía parte de la albarda.
Su hija y su nuera caminaban detrás, cada una con su carga. Los
chicos, hartos de camino, habían dejado de hablarse entre ellos,
mientras empujaban con la punta reforzada de las alpargatas, las
pedrezuelas que les salían al paso
―Abuelo, ¿falta mucho...? ―dice la pequeña.
―No, en cuanto lleguemos a la ermita nos paramos un rato.
―Uy, pero si la ermita está muy lejos...
―Qué dices, tonta ¿no la ves allí?
De color garbanzo, con las esquinas de aristas bien recortadas, la
ermita parecía de lejos un cajón uniforme sobre el altozano, pero, al
irse acercando se iba viendo el dibujo que formaban sus piedras
desiguales, la cornisa que remataba su austeridad, entre los algarrobos
que, como protegiéndola, casi la rodeaban.
Tomás miraba. Miraba el camino, y detenía los ojos en puntos fijos.
Primero los algarrobos, luego la ermita, después todo se confundía.
Detrás de él, el pequeño grupo seguía el sendero que iba dando la
vuelta a una lomita. De golpe, Tomás se para:
―No miréis, no miréis ―grita. Suelta la rienda y corre hacia la
curva que hace el camino más allá, donde empieza a bajar.
Entre el marrón y el verde de un algarrobo se destaca la palidez
ensangrentada de unos cuerpos desnudos. Y sobre el ocre oscuro de la
tierra empapada, en un cartel con letras de sangre deformadas, se lee
apenas: P... RROJOS
109
En el aguafuerte no se ve la sangre, pero las líneas y las sombras
son precisas. Los cuerpos atados al tronco y a las ramas del árbol
muestran aún lo que eran. Seguramente jóvenes. La carne recubre
todavía muy bien el esqueleto. De una rama, atado por las rodillas,
pende el tronco de un hombre destazado. Cercenados el cuello y los
brazos, las manos unidas por los pulsos, con los antebrazos, cuelgan
de una rama, y en un vástago de otra está hincada la cabeza. Por la
maestría del dibujo, se siente aún la pujanza de la vida en el vigor de
los músculos. De la figura central no sabemos cómo ha hallado la
muerte. Se sostiene contra el árbol, atadas las manos a la espalda y los
pies a una rama baja, con la cabeza ya sin nervio, caída hacia delante.
Detrás está la tercera figura, descansando la cabeza y la espalda en el
suelo. Se adivina que cuelga de otra rama, pero no se ve el resto.
Sin duda Goya pensó que no era necesario. ¿Para qué recargar las
imágenes? Bajo los miembros del destazado hay una sombra negra,
que de cierto es la sangre que han vertido el cuello desgajado y los
muñones de los brazos. El buril ha marcado con decisión los trazos de
los miembros, la corteza del árbol trunco y atormentado, las hojas que
le quedan, la loma que es el fondo. En la aguada finísima el horizonte
es claro. No son las lomas de Tomás. El aguafuerte el mismo.
¿Maestría del arte o del odio?
(Inédito)
110
111
Los lugares del tiempo
Crecíamos para otro mundo. Hoy no sé para cuál, porque ninguna
realidad visible o que, partiendo de esto que tenemos pueda
imaginarse, se asemeja a aquel ideal, a aquella esperanza que se iba
alimentando con la vida de cada día. El acto que pudiera parecer
menos importante, o la manera de realizarlo, tenían el mismo referente
absoluto, como en un acuerdo tácito natural, el mismo códice
supremo, que no pesaba si no se infringía. ¡Ay de quien lo hiciera!,
porque entonces se levantaban voces con explicaciones exhaustivas
que iban dando a cada cosa su valor, su jerarquía, para mostrar la
responsabilidad de la falta mediante esa lógica.
Aprendimos muy pronto que lo que podía presentarse como
insignificante no lo era, que representaba algo mayor, que era
correlativo de todo el universo. Aprendimos que el camino habría de
estar plagado de acechanzas, de apariencias engañosas, que podría ser
espinoso y áspero, pero que ése era el nuestro.
A pesar de la presencia de la guerra, materia cotidiana, tajo abierto
la nuestra y la que veíamos caminar por los mapas de los mayores,
quizá sólo la profunda convicción de la bondad originaria fundamental
del hombre, de su ser criatura, podía sostener aquella educación que se
apoyaba únicamente en el ámbito familiar con tal irrenunciable
adhesión vital. Porque crecíamos compartiendo con igual adhesión
aquel nuevo mundo que nos rodeaba, exuberante como las pencas que
les salían a los bananeros, con la perra, el venadito, el tejón y el jabalí,
viviendo de modo natural, ineludible, el tiempo dilatado de aquel
lugar sin utopías, eterno en su quietud, donde nada se alteraba ni se
explicaba nada, aunque alguien llegara diciendo una mañana: “Dicen
que ayer noche hubo una balacera por allá por las bodegas…” Aquel
nuevo mundo donde se respetaba el remoto código del cacique como
un mandato de Dios, de reglas tan antiguas, altas y seguras como el
vuelo de los zopilotes.
112
Entre estas dos maneras de aceptar el mundo fuimos entrando en la
vida. Ambas presidían inevitablemente, en medidas y modos diversos,
nuestros días.
Después de un tiempo largamente transitorio, como suspendido,
comenzó nuestra vida diaria de ritmos naturales en la exuberancia de
la tierra caliente de la Huasteca potosina, en Tamazunchale.
No sé quién le alquiló la casa a don Constante, que había sido
presidente municipal, pero seguramente ya sabían que era un cacique.
La casa era grande y nosotros muchos, con los abuelos, mis padres,
mis hermanos y mis tíos que iban y venían. Tenía además bodegas y
un cuarto que hacía de oficina. Toda construida alrededor de una
galería abierta que daba a un prado, con una tejavana sobre postes,
formaba una ele de dos brazos iguales. Al final de la tejavana, hacia
adentro, estaba el lavadero con dos bateas. El tejado de palma, con
tapanco en algunas habitaciones, y así era el comedor. Otras tenían un
cielorraso de tela encalada. Tenía esas ventanas balcones de muchas
casas viejas y antiguas mexicanas, que empiezan muy bajos, con un
antepecho por dentro en que, sentados, se mira cómodamente a la
calle, altos, de dos hojas, y protegidos por unas rejas sencillas, de
varillas lisas de hierro, con uno o dos nudos que las agracian. Desde
allí veíamos pasar a los que iban arriba y abajo por la calle, la
principal, que atravesaba el pueblo a lo largo, y a los que venían a la
iglesia, porque la puerta del atrio daba justo enfrente. Allí jugábamos a
adivinar quién pasaba. Con los ojos cerrados había que acertar, según
el rumor que hacían los pies descalzos, los huaraches y los zapatos, y
el ruido de los cascos de los caballos y las ruedas de los carros, cuánta
gente era. El jueves, por el mercado grande, era el mejor día. Contigua
a la iglesia había una casa de piedra cruda sin revocar, con unos
ventanucos pequeños y muy altos en la pared, también con sus rejas.
Si no se podía mirar a la calle ¿para qué servían aquellas ventanas?
Hasta que un día mi padre nos dijo que eran así porque en aquella casa
vivía el obispo y que el obispo andaba por casa a caballo. Todo se
volvió natural y, desde entonces la casa de piedra se llamó para
siempre “la casa del obispo”.
113
Desde la hondonada del valle la última llama de azafrán iba
menguando detrás de los cerros apretados. Pasaban muy altas las
bandadas de cotorras gritonas y en su vuelo afanoso parecía que
tocaran las copas de los nogales. La tierra había exhalado ya los
vapores más cálidos y dejado en el aire la humedad tibia de cada
atardecer.
Salíamos a jugar al prado de zacate, grande y verde frente al
corredor abierto, y en la memoria inmenso. Era nuestra mejor hora.
Medio desnudos, hasta la cena no había límite. Yo con el traje de baño
que me regalaron las francesas cuando salimos de Onzain para
embarcarnos. ¿Para qué entonces un traje de baño? Porque casi
cualquier cosa, menos lo indispensable, estaba de más. Pero algunos
objetos siguen caminos inesperados. Me gustaba mucho aquel traje,
con su espalda roja y su delantero a rayas de colores. Había hecho
nuestro mismo viaje y, para siempre, aquella plenitud.
El abuelo salía también al caer la tarde a sentarse en su sillón de
mimbre delante de la galería. Fumaba su puro al fresco de la primera
oscuridad, mirando cómo los cerros se iban perdiendo y en los nogales
ya opacos se escondían los tordos. Fumaba y recordaba. Su tiempo era
eso. Fumaba y apoyaba las manos, una sobre otra, en la vara nudosa
de higuerilla que era su bastón. Y a veces iba a verle aquel Palmiro,
que para todos así se llamó, aunque ese no era su nombre. Se sabía
muy poco de él, sólo que vivía cerca de allí, en Palmira.
Llevaba muy calado el tejano y solía ir ya entre dos luces, casi
anochecido, desde aquel día que llegó preguntando por don
Constantino, nuestro casero, y se encontró con don Guillermo.
―¡Ah!, ¿es Usted de los españoles que llegaron apenas…?
Don Guillermo se puso de pie: ―Hace ya tres meses…
Y Palmiro: ―¿Y le gusta por acá, señor…?
Don Guillermo: ―Sí, me gusta, vivimos tranquilos…
Palmiro: ―A mí me encantaría de veras, señor, ir a su tierra, para
ver a todos esos reyes con esos trajes tan bonitos como se ven en las
barajas, como de toreros… Yo vivo lejos, señor, pero vengo seguido
acá por diferentes mandados… ¿Que me daría Usted licencia para
pasar a platicar un ratito?
114
A don Guillermo la guerra y Saint-Cyprien le habían traído muchos
años y aquellas fiebres. Con los lúcidos ojos entristecidos:
―Venga cuando quiera. Yo suelo sentarme aquí todas las tardes…
A tomar el fresco. Hace demasiado calor en este pueblo…, pero esos
reyes que dice Usted no se ven más que en los naipes. Toreros sí, de
sobra…
Y miraba a los ojos bajo el tejano asombrado por su interés, porque
sólo oía en aquel rostro a una amable máscara inescrutable.
(Inédito)

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Cartas a un comandante

  • 1. PASAR LAS LÍNEAS (1977) Francisca Perujo Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE INTRODUCCIÓN -Francisca Perujo (Enrique López Aguilar)…………………………..5 -Crónica de un amor perdido (Javier Alfaya)………………………....9 PASAR LAS LÍNEAS -Dedicatoria…………………………………………………...……..11 -Pasar las líneas. Cartas a un comandante………………………...…13 APÉNDICE -El horizonte es claro………………………………………….……107 -Los lugares del tiempo………………………………………..…...111
  • 4. 4
  • 5. 5 INTRODUCCIÓN Nació en Santander en 1934 y llegó exiliada a México, junto con su familia, en julio de 1939. Estudió en el Instituto Luis Vives, donde fue compañera de César Rodríguez Chicharro y Enrique de Rivas, unos cuatro años mayores que ella; y de Juan Almela, quien aún no se llamaba Gerardo Deniz y era de la misma edad que Paquita, como fue conocida por todo mundo. César y Paquita fueron nombrados varias veces en Paños menores (2002), de Gerardo Deniz, libro donde la historia personal se entremezcla con la melomanía, el gusto por las ciencias bioquímicas y las lenguas extranjeras, las aficiones literarias, la evocación de remotas escenas familiares, la presencia de diversas figuras femeninas, el trazo de personajes relacionados con el exilio republicano y el recuerdo de antiguos condiscípulos del bachillerato, entre otros temas.
  • 6. 6 La cronología del grupo poético hispanomexicano se extendió entre 1925 y 1937; parece claro que, conforme las fechas se alejan del núcleo 1925-1930, hay una suerte de atenuación del sentimiento del exilio, lo cual resulta visible en Francisca Perujo, muy notorio en Gerardo Deniz y algo ambiguo en Federico Patán. En 1948, los colaboradores de Clavileño, Presencia, Segrel, Hoja y Revista Mexicana de Literatura, las cinco revistas hispanomexicanas, contaban con una edad fluctuante entre los veinticuatro años (Ramon Xirau) y los dieciocho (José Pascual Buxó). Por razones naturales, que van desde la edad hasta las peculiares circunstancias biográficas, el tercer subgrupo hispanomexicano, el de los cuatro nacidos entre 1934-1937, no participó en ninguna de ellas: Francisca Perujo, Angelina Muñiz-Huberman, Gerardo Deniz y Federico Patán. Francisca Perujo se zambulló en la Historia antes de doctorarse en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM. En esta institución, trabajó en la Dirección General de Publicaciones. Desde 1964, alternó su residencia entre Milán y México; y desde 1972 agregó España a esa itineración. Aunque vivió en Italia, fue la primera integrante del grupo poético que se propuso ofrecer un panorama de los poetas hispanomexicanos mediante la primera Antología publicada por la editorial Peña Labra, en España; el resultado de su trabajo se conoce como la Antología de Peña Labra, elaborada junto con Francisco Giner de los Ríos, exiliado español con un gran peso cultural y editorial en México y España. Arturo Souto comentó: “La antología que Francisca Perujo hizo para Peña Labra es importante y fue la primera de todas las que se han realizado, pero tiene el defecto de que la llama Segunda generación de poetas españoles del exilio mexicano, lo cual es inexacto, pues los exiliados fueron nuestros padres: nosotros vinimos con ellos porque decidieron exiliarse y traernos junto con ellos a México, no por nuestra propia voluntad.”
  • 7. 7 En los poemas de Paquita hay semejanzas con los de Rodríguez Chicharro, de quien fue muy cercana amiga (aunque ella consideraba que, no obstante la cercanía entre ambos, la poesía respectiva es diferente): el tono entrecortado, el uso de guiones y ciertos ritmos enumerativos, aunque Perujo tiende a un paisajismo más bien inusual en Chicharro. Desde los paisajes naturales y urbanos, Perujo establece originales relaciones especulares entre el mundo visto y verbalizado con la locutora poética. Poco dada al texto confesional y a los desgarramientos, sus poemas tienden a sostenerse en un tono elegíaco, sin disonancias. En Francisca Perujo no se aprecian enunciados apocalípticos (entendidos, no en su sentido recto de revelación, sino de anuncios calamitosos), ni vestiduras desgarradas, ni llantos, ni quejas. Perujo ubica en su poema “Primera memoria”, con cierta sorpresa para el lector, el tema del exilio dentro de lo que parecía una mirada de hortelana hacia la manera como enferman las raíces de los olmos ligures, pero en el poema no hay mexicanizaciones, ni hispanizaciones, ni italianizaciones, sino el rescate del exilio mediante la persona del otro. Paquita fue conocida por su obra narrativa, por sus ensayos y traducciones. La edición mexicana de El uso de la vida agrupa los poemas recogidos en Manuscrito en Milán (1985) y El uso de la vida (1992). Se sabe que tenía guardaditos poéticos. Después de septiembre de 2009 (cuando nos encontramos en su departamento de la calle de Londres, en la Zona Rosa) comencé a buscarla para organizar junto con ella la edición de su obra poética recogida, mas en vano. La enfermedad que la llevaría a la muerte estaba en marcha, de manera que el recuento y el reencuentro fueron imposibles. Murió en Milán el 27 de junio de 2014. Enrique López Aguilar – La Jornada Semanal – 03-08-2014
  • 8. 8
  • 9. 9 Crónica de un amor perdido FRANCISCA Perujo pertenece a esa generación de españolas y españoles que salieron de España siendo todavía chiquillos hacia el exilio. Exactamente ella tenía cinco años cuando, con su familia, cruzó la barrera de los Pirineos bajo el hostigamiento de los vencedores franquistas. Se educó en México, en la proximidad de los grandes emigrados: León Felipe, Prados, Francisco Pina, Gaos, Miguel Prieto, etc. Formada en la Universidad de México, se ha dedicado fundamentalmente a las traducciones y a los trabajos de erudición. Ha realizado modélicas versiones de Italo Svevo, Umberto Eco, Vittorini, Norman O. Brown, Michel Foucault y otros al castellano, y de Rulfo al italiano. Como investigadora, se le deben sendas ediciones del “Viaje a la Nueva España”, de Gemelli Careri, y de “Razonamientos de mi viaje alrededor del mundo 1594-1606”, de Francesco Carletti, ambas realizadas bajo los auspicios de la Universidad Nacional Autónoma de México. Aparece ahora su primera novela, “Pasar las líneas. Cartas a un comandante” (Joaquín Mortitz. México, 1977). “Pasar las líneas” es una novela de amor. A través de sus ciento y pico de páginas, asistimos a la historia de un enamoramiento y su destrucción a través de las reflexiones que una mujer va anotando, de modo discontinuo, en una especie de diario, que a la vez es como una serie de cartas perdidas. La primera entrada se fecha en diciembre de 1971; la última, en octubre de 1974. La historia se desenvuelve en Italia, pero una parte también la vive la protagonista desde lejos, concretamente en México. A través de una prosa refinada, sutil, de extraordinario vigor expresivo, Francisca Perujo nos da, más que la descripción, pormenorizada, naturalista, de ese amor entre una mujer apasionada y un antiguo comandante italiano de partisanos, sus síntomas. Nada sabemos de cómo es la mujer físicamente ni de cómo es su amante.
  • 10. 10 Conocemos, sin embargo, sus lugares de encuentro, los paisajes que enmarcan las etapas de una historia condenada desde el principio a un fracaso. Porque, al final, la mujer se queda sola. El ex comandante, el antiguo guerrillero, no se atreve a franquear la última puerta y dar el salto hacia su destino. Prefiere rehuir y rehuirse. La soledad de la mujer aparece descrita, con excelente economía de medios, en la anotación final: “¿Cómo podremos, al pasar el tiempo, los años, referirnos el uno al otro...? ¿Cómo está? ¿Qué hace...?”. Un suave y envolvente erotismo recorre toda esta novela, pero nunca explícitamente. A veces nos dice más sobre la sensualidad de la protagonista una observación sobre un cuadro o sobre una casa que una declaración más franca y directa. Novela elusiva, esencialmente poética, “Pasar las líneas” pertenece a un tipo de literatura amorosa muy poco frecuente en las letras de expresión castellana. Acaso el modelo final de este libro se encuentre en un clásico que admiró profundamente Rainer María Rilke: “Las cartas de amor de la monja portuguesa”, de Mariana Alcoforado. También allí el amor es expresado como algo que todo lo impregna, que rodea toda la existencia. Mariana Alcoforado, como la protagonista de “Pasar las líneas”, se inventó en buena parte de su amor para recrearlo a su gusto. Algo de lo que sabía mucho, para no ir más lejos, nuestro Antonio Machado. Afortunadamente, “Pasar las líneas” no es una novela psicológica. Precisamente su fuerza radica en no concentrarse en la anatomía de la relación entre la protagonista y su amante. Lo que se nos cuenta es el suceso interior, lo que queda en el recuerdo después de haber vivido una experiencia. Los hechos asoman, como en filigrana, por detrás de unas palabras donde a veces sólo se reflejan imágenes furtivas, impresiones imprecisas, casi soñolientas. “Pasar las líneas” es un libro maduro, bien hecho. Una primera novela por una escritora que ha leído mucho, que ha reflexionado mucho también y que se puede permitir el lujo de no hacer concesiones a ninguna moda. Es una novela que tiene la verdad profunda de los textos autobiográficos cuando la literatura no importa y sí el revelar, por encima de todo, la esencia oculta de las cosas. Javier Alfaya – La calle n.º 8 – 16-22 de mayo de 1978
  • 11. 11
  • 12. 12
  • 13. 13 El vacío de ti no tiene forma...
  • 14. 14
  • 15. 15 Milán, 20 de diciembre, 1971 Todo el día haciendo macramé a la punta de un rebozo. No logro apartar de ti mi atención y fijarla un poco en las cosas. Separar los hilos me obliga a contarlos y a usar las manos que ahora sólo podrían acariciarte. En cada nudo te veo.
  • 16. 16 Milán, 3 de enero, 1972 Hoy tu voz... Desde el 8 de diciembre no nos vemos a solas. El 31 llamaste a media noche a aquella casa llena de gente. Aprovechabas el año nuevo. La segunda vez fui también yo al teléfono: ―Si llamas tanto, ¿por qué no vienes...? Y tú: ―Te abrazo… Alguien dijo luego: ―Bruno quisiera estar aquí. Sabe que estamos todos. Y el día primero fuiste y, para todos, discutíamos. Sólo una vez sentí tu mirada entera.
  • 17. 17 Milán, 5 de enero, 1972 Menstruaciones terribles. ¿Tendrán que ver algo con Bruno?
  • 18. 18 Milán, 6 de enero, 1972 Horribles dolores. Todo el día en la cama como si dentro estuviera todo revuelto. Quién sabe qué pago con esto.
  • 19. 19 Milán, 7 de enero, 1972 Tu voz.
  • 20. 20 Milán, 9 de enero, 1972 Comienzo a pensar si los dolores y toda esta laceración interior no es la misma que tengo en el ánimo.
  • 21. 21 Milán, 11 de enero, 1972 Espacio, tiempo e imaginación son los tres elementos. El resultado puede ser una vida o una ficción y acaso ni eso. Las posibles combinaciones son infinitas, pero ―cada vez― únicas; y ese solo es el juego.
  • 22. 22 Roma, 19 de enero, 1972 La habían cambiado de lugar, pero Venus seguía saliendo de las aguas con igual frescura. La misma transparencia en el lienzo que cubre, mostrándolo, el seno suave y duro. Con la nueva luz sobre la superficie de la piedra, como corroída y más cálida por ello, se acentuaba la línea del rostro perfecto de serenidad, el dibujo de los cabellos y los delicados pliegues de las túnicas de las dos figuras que, para ayudar a la diosa, se inclinan hacia ella. Tú empañas todos los contornos, velas todas las formas. Oía tu voz: ―¿Te arrepientes ahora de haber venido? ―Me estremece el recuerdo de tus manos sobre mi piel, de tu largo abrazo. Febril de ti, me vibra aún el cuerpo, lleno de imágenes de estas dos noches. En el jardín, el aire frío y luminoso de mediados de enero obligaba al momento. Todavía una hora antes del primer tren. Como si para estar allí hubieran sido creados desde el comienzo, habían reunido fragmentos de lápidas, de inscripciones, hojas de acanto consumidas en capiteles rotos, columnas helenísticas, sarcófagos modestos y otros más importantes donde el mármol y la erosión ofrecían diversos tonos de blanco. Una pareja de esposos, ¿qué vida habrá habido detrás? ¿Cómo llegar así a la piedra del monumento funerario? Pero ¿no es acaso más fácil? Un gato enorme paseaba entre los senderos estrechos que dejan los restos. Debe de vivir en las termas. Estará contestando aquellas dos cartas, sí, ya habrá leído los periódicos. Lo que menos puede pensar es que he perdido el tren y que estoy aquí. Trece carpas nadan juntas en un estanque. Se recortan contra el fondo verdinegro del agua y la piedra vieja, bajo una enorme copa barroca cubierta de enredaderas. Los cipreses conservan su verde oscuro y los pinos su verde y su copa redonda. ―Te parece poco estar así... ―decías. ―No vamos a pensarlo ahora.
  • 23. 23 Había bajado del tren buscándote con los ojos entre el movimiento opaco del andén mal iluminado. Venías hacia mí desde el inicio de la marquesina. Un mes y medio antes me esperaste en el mismo lugar; entonces era la primera vez. La noche o la niebla, veía sólo sombras a mi alrededor. Era como si aún no estuviera contigo. ―¿Cómo estás? ―Bien. ¿Y tú? ―Bien. Nada nuestro. Mirarnos apenas para reconocernos. Luego en el taxi diste una dirección y me tenías apretada una mano, pero ¿eras ya tú? Hablabas del tiempo que habías empleado para llegar a la estación, y señalabas detrás de Via Nazionale por donde el chófer trataba de abrirse paso. Yo oía cada vez más cerca. Sí, eras tú quien hablaba y me apretaba la mano: ―¿Has hecho buen viaje? ―¿Cómo me dices eso? ¿Qué importa? Y luego me dijiste que no podríamos estar juntos esos dos días, que lo acababas de saber... ―¿Te arrepientes, te arrepientes ahora de haber venido? ―preguntabas cuando yo sólo podía, como mujer, agradecerte la existencia. Era la segunda vez. Un mes y medio, con la desesperación de quien sueña milagros y sabe que los hay, esperando verte. Luego allí, juntos, como dos que se acaban de conocer, sin poder decir qué ocurriría el día siguiente. ―Ven. Ven... Dominabas todo como sólo un hombre puede hacer con una mujer. Yo no cedía. No era ceder. Cada vez me encontraba más: Lo sabía. Quizá no lo sabía bien. ―Yo no me voy por la mañana. A alguna hora tendrás que volver a dormir. Bajo la lluvia los escaparates de Via Borgognona y Via della Vite ostentaban su atracción fugaz. Demasiado efímera su compostura teatral pegada al cálido leonado de las fachadas, ni nuevas, ni relucientes. El paraguas que por la mañana me había prestado la señora de la tienda de cosas indias era tan frágil y de tantos colores, que parecía una sombrilla. Llamaste. Estarías libre. En Via Frattina una mujer se afanaba tratando de barrer el agua que había entrado en el portal de un hotelito, y un florista quitaba el lienzo de plástico verde que cubría su puesto. Escampaba, pero era igual. Se trataba de llegar a las ocho sin sentir tanto cada minuto.
  • 24. 24 La señora de la tienda de cosas indias me había contado aquella mañana, entre sollozos, la garganta apretada, historias de una vida donde no entraba la alegría. En mis últimos viajes a Roma se había vuelto casi un paso cierto. No habría dicho que detrás de su reposada y sonriente modestia, vestida de negro, segura en su digna belleza, hubiera tanta dificultad. Más que tormento, resignación, pero no por ello menos dolor. Contaba de enfermedades, de muertes, de cotidianidad dominada por horarios estrechísimos que no permitían ningún horizonte. Contaba entre el dorado y verde de los saris, el anaranjado chillón de la lana casi cruda, los morados, rojos y amarillos de las sedas. A la una nos despedimos y me prestó el paraguas. Por la tarde estaba más tranquila. ―Disculpe, a veces uno necesita desahogarse. Mientras la escuchaba, esa mañana, me preguntó a qué había ido yo a Roma. Pensé un instante decirle por qué estaba allí. Pensé también que a esa hora no sabía aún si volvería a verte esa noche, o cuándo. ¿Dudaba acaso de que comprendiera? Me despedía de ella otra vez. Dejé el paraguas, inquieta, colmada la paciencia de una espera que no había sido sólo de esas horas. ―¿Cuándo cree que volverá? ―Dentro de dos o tres meses, dije. Pero no era verdad. Yo esperaba que mucho antes. No, lo que de veras esperaba era que tú fueras a verme a Milán. De nuevo lloviznaba. Algunas tiendas cerraban mostrando como prisioneros sus deliciosos objetos tras las rejas. Entraste casi detrás de mí en aquella habitación del final del pasillo en el segundo piso.
  • 25. 25 Milán, 27 de enero, 1972 Tu voz, como cada mañana.
  • 26. 26 Milán, 29 de enero, 1972 Tu voz. Me dices por qué no llamaste ayer. Yo te digo que no me expliques nada, y tú insistes en que quieres hacerlo. ¿Qué falta nos hace?
  • 27. 27 Milán, 3 de febrero, 1972 Bruno llena todo. ¿Por qué? ¿Podrías de veras llenarlo todo?
  • 28. 28 Milán, 18 de febrero, 1972 Me llamas. Dices que harás todo lo posible porque nos encontremos en Pisa, a la ida o a la vuelta. Pero ¿qué es encontrarse así?
  • 29. 29 Castel di Muro, 10 de marzo, 1972 De los chopos altos que bordean la calle a los dos lados, cuelga un estandarte azul añil, y grandes letras blancas sobre él dicen tu nombre. Cuántas mitologías sostiene tu presencia. En los carteles de las paredes leo que hoy estarás en una reunión, que el martes en un comicio. Leo tu nombre y hace dos meses que no te veo. Sólo cada mañana tu voz. A veces pienso que, así, es peor oírte. Cada palabra, deformada por el teléfono o por la cercanía de otros, me resuena luego dentro todo el día. Es peor, pero es tan poco, que acaso por ello no puedo decidir de una vez que prefiero no tener nada. Con los que veo a mi alrededor, aquí, donde tú has hecho tu vida, siento como si me acercara a ellos saber que también leen tu nombre, que hablan de ti, que te atribuyen cosas; es como una secreta complicidad que ellos ignoran, sólo mía. Pero eso mismo me aleja, que crean que te conocen, que digan y construyan, y no sepan que detrás de todo posible mito, desde lo que tú eres sin remedio, más allá de lo que imaginan los que te ven, por encima del personaje que representas, sí, que no sepan que me amas a mí, que me amas desde lo que no saben y no aparece impreso en letras en las esquinas. Qué poco imaginan de ti los que creen conocer tu historia, esa exterior que se fija en fechas y en actos públicos. No sé si te amarían más. Sé que como yo no pueden amarte. Me detengo ante un cartel pegado junto al municipio, en la plaza, y releo lo que podría decir de memoria siguiendo los contornos de las letras negras, primero pequeñas, luego grandes, de nuevo pequeñas, como si pudieran decirme algo de ti, darme señales tuyas. Y un poco más adelante fijo los ojos en otro cartel, con la esperanza de que no sea igual que el anterior, de que diga otras cosas.
  • 30. 30 ―Te había visto en la plaza, me dijiste al llamarme el lunes por la mañana y era en esa misma plaza, aquel domingo húmedo de principios de diciembre. A lo lejos se oía aún la música y el rojo de las últimas banderas se iba esfumando en el algodón de la tarde, entre los troncos resecos. Tú fuiste luego a casa de Tonio. Al volver hacia la ciudad, en el puente sobre el arroyo, junto a los árboles desnudos, se acercó una anciana desdentada con una cajita de escarapelas. A uno con el pelo color de zanahoria que las rechazaba se volvió a decirle: ―Un guerrillero cuesta mucho. Te vi entrar. Trataba de reconocer en ti al de la otra noche. No podía mirarte. ―Ven si puedes, decías desde Roma el día siguiente. Supe que era el único modo de estar contigo.
  • 31. 31 Milán, 13 de abril, 1972 La realidad de cada uno tiene la medida de su imaginación. Cada imaginación es la propia realidad. Más allá de la imaginación propia no se va. Los momentos en que es más alta la vida es cuando se encarna la imaginación, sin que se perciba, de modo natural, como sintetizando todo lo que alguien es, aquello de que se dispone. Me resistía, no a él, a la circunstancia, a la violencia del momento que hasta por el escenario no me dejaba abandonarme. Siento aún en el oído las palabras de Bruno, una de las primeras veces que pronunciaba mi nombre. En medio del amor, él, que lo quería todo, diciéndome: ―Ana, ¿te cansas? No se lo hubiera dicho nunca. Cómo entendí profundamente que se merecía mucho más. Que él no se cansaba nunca lo supe más tarde.
  • 32. 32 Milán, 30 de abril, 1972 Todavía abrazados, me contabas de lo que habías hecho ese día como si cada noche me lo hubieras contado. De los que te acogieron guerrillero; de aquella viejecilla que contigo se quejaba de sus achaques; me decías cómo eran entonces, cuando también tú eras un muchacho. En cada casa, ahora recuerdos, antes vida, la verdad compartida del origen, del posible sobrevivir a una muerte que acechaba violenta y se sabía cotidiana, de la ración, que de haberla, nunca bastaba. En cada casa, como entonces, con los que estabas cuando nos encontramos esa noche, ritual hoy lo que había sido único sustento. Contabas, y yo: ―¿Cómo has podido conservarte así? Me contestaste: ―¿Y tú, cómo has podido? Yo: ―En mí no quiere decir nada... Y seguíamos diciéndonos todo lo que podíamos, lo que habíamos comenzado a decir desde que en casa de Tonio me alargaste la mano y dijiste tu nombre y yo dije el mío, y con la mirada que acompañaba el gesto nos reconocimos. Sobre tu cuerpo como si así hubiera estado siempre. Los vidrios empañados se iluminaban a veces por los faros de algún coche que pasaba del otro lado de la carretera. Tu brazo rodeaba mis hombros, tu mano oprimía la mía, y contabas. Te pregunté: ―¿Cómo vives en casa? ―Bien, dijiste. Y yo entendí lo que yo creo que es bien, porque hasta ese momento cada palabra tuya había ido a encajarse en su lugar preciso, justo, que en mí estaba esperándola, como un engaste vacío. Después de ese bien, te dije de nuevo: ―Tu mujer debe amarte mucho. ¿Cómo se podía estar de otro modo a tu lado? Contestaste: ―No sé, quizá…
  • 33. 33 Eres demasiado veraz para llamar amor a la dependencia. Luego he sabido que no te conoce. Un marido equivale a otro marido. Un hombre es otra cosa. Hay las que se casan y las que no. Luego a cada una le toca lo suyo y las que se casan tienen su marido. ¿Cómo es posible que no haya entendido que tú no podrías ser el marido de nadie, que tú puedes ser sólo el hombre de una mujer que no es ella? Pero esto lo he sabido mucho más tarde. Los acuerdos son otra cosa. Se hacen, aun tácitos, sobre lo que es pasado, sobre una experiencia, nunca sobre el amor. Yo sentía entonces sólo tu hechura humana que confirmaba la vida, el calor de tu cuerpo contra el mío, las manos que sabían acariciar, tu voz llena, el horizonte claro de tus ojos.
  • 34. 34 Milán, 20 de mayo, 1972 Piazza Navona era siempre aquel asombro de equilibrio y fantasía, era el prodigio de la sensualidad barroca, con la gracia soberbia de Bernini y la sencillez suntuosa de las fachadas leonado intenso, casi modestas. Era un pasar cierto cada vez que iba a Roma, como a un lugar que no traiciona. Y era mucho más, hasta ese día de la Concepción. En Vía della Stelletta miré apenas el pequeño taller de cajas de cartón de todos los tamaños y todos los colores. Una vez compré aquella sombrerera con la cinta amarilla y el papel pintado de flores de mimosa. Ya no el encanto por el oficio humilde y experto. Era el camino más corto para llegar, a la hora nuestra, junto a la fuente del centro, frente a la iglesia. Cerraban, a su tiempo, los últimos artesanos, y las calles se hacían más oscuras. Todavía trabajaba el tapicero, entre sillones sin vestir, como pescados de improviso en su tela blanca. ―A las ocho y media, entonces, junto a la fuente grande. Estaba iluminado el escaparate del anticuario de la esquina de Via della Scrofa, y más adelante los del encuadernador y el librero. Fumabas entre la gente que iba y venía en medio de los puestos atestados de juguetes y figuritas para la Navidad. Salimos hacia Campo dei Fiori, como algo natural, repetido, pero era la primera vez que caminábamos juntos, por la calle, entre otros.
  • 35. 35 Milán, 26 de mayo, 1972 Los que me ven no saben de qué estoy orgullosa, y a mí no me cabe en el cuerpo la alegría de amarte y que me ames. Y a la vez, tan natural, tan parte del orden obligado de las cosas lo siento, que me sorprende lo llena que me dejas. El otro día, caminando entre los puestos del mercado, tu mano en el escote de mi camisa señalaba la existencia, fijaba el mundo.
  • 36. 36 Milán, 28 de mayo, 1972 Contigo no hay duda, ninguna duda. Tampoco ese espacio de sombra que cada uno tiene poco claro incluso para sí mismo. Es como si en los dos todo se hiciera más nítido, más iluminado. Desde la primera mirada, como reconociéndonos. En casa de Tonio, entre los que celebraban, alargaste la mano y dijiste tu nombre, fijando tus ojos claros. Luego te sentaste a mi lado y preguntabas. Preguntabas queriendo saber, desde dentro: ―¿Has conocido compañeros en Milán?, ¿los tratas? ―No he conocido a ninguno como tú. Tonio vino a decirme que me acompañaría a la estación. Y tú: ―No te vayas... ―Tengo que hacerlo. ―La acompaño yo ―dijiste saludando.
  • 37. 37 Castel di Muro, 20 de junio, 1972 Estos montes te conocen. Entre estos olivos, el aire lleno de acechanzas, veintitrés años, ningún resquicio, ponías por escrito a uno que ya sabía de qué se trataba: “Has impuesto al propietario de un molino que no entregue aceite a nuestros guerrilleros, reservándote para ti solo tal derecho. Te has adueñado de la harina que pertenecía al Grupo Lima. Has desarmado a un guerrillero nuestro. Pensamos que el modo en que te comportas ha alcanzado el límite de cualquier tolerancia. Si hasta hoy no te hemos todavía impugnado nada, no debes creer que se trata de temor; no confundirás nuestra consideración del momento con migajas de miedo. Ahora basta...”, y días después, mandabas otro billete que concluía: “… o cambias, o te mato”. Yo sé que ya me amabas.
  • 38. 38 Castel di Muro, 22 de junio, 1972 ¿Qué saben de ti los que cada día te ven salir, bajar las escaleras, llegar por la mañana? ¿Cómo no ven que cada gesto es nada y aun es transparente, que de ti esconde tanto, que callas muchas cosas para estar con ellos, que todo lo que eres allí no halla respuesta? Nunca podrán saber lo que yo les envidio. Y te llaman por tu nombre, como iguales, como si les tocara algo de lo que a tu alrededor dejas. ¿Puedes decirme luego que eso tuyo no es soledad, y soledad de siempre? Conmigo eres. Los dos lo sabemos. Pero ¿qué puedo yo contra la red meticulosa y fuerte que con perfecta tenacidad te has tejido? A veces me cuentan de ti. Me dicen que te han visto. No saben con quién hablan. Pronuncian tu nombre y yo escucho como si prestara el interés de siempre a las cosas de uno cualquiera. Y tú estás detrás y sólo yo sé hasta dónde me llega cada palabra. Si no me dicen pregunto. Sé que no pueden añadir nada, pero acaso, una luz en los ojos, una palabra. Es otro modo de buscarte, de saber de ti, de sentir tu presencia, de seguir signos tuyos.
  • 39. 39 Castel di Muro, 30 de junio, 1972 Livorno era antes una flecha en la carretera, el lugar al que se podía ir algún día a comer una buena sopa de pescado, la ambición marítima del gran duque Fernando, una de las bases que los americanos habían dejado en Italia para salvaguardar la paz de Europa, la playa a donde decían que iban aquellas señoras en los tiempos en que la costa y ellas podían permitírselo. Ahora era la estación, la última, Livorno, 6.46, en que podía tomar el tren para alcanzarte en Roma. El combustible quemado hacía denso el aire tenue, opacando la tarde de verano que olía a mar antes de entrar en la ciudad. A los lados de la avenida grandes carteles publicitarios, letreros que de noche se iluminarían, más allá chimeneas de ladrillo altas y ennegrecidas como torres humeantes, construcciones que parecían fábricas, depósitos y alguna indicación: GROSSETO, PISA, CENTRO CIUDAD. ―Debe de ser por allí. Era el primer andén. Sí, pero no había nadie. El reloj bajo la marquesina marcaba las 6.52. El jefe de estación hablaba con el hombre del kiosko de los periódicos: ―El rápido ¿ha salido a su hora? Pero ¿qué importaba? ¿Qué certeza podía venirme de saberlo? Sólo que no habría de verte. ¿Cómo era posible? Ya en Pisa, al pasar junto al muro del camposanto con los cipreses casi negros contra la luz azul pálido, por encima del ocre claro de la piedra, había mirado por última vez los números diminutos del horario ferroviario y los esmaltados en mi muñeca, sin la esperanza de llegar a tiempo pero con una laceración que no me dejaba aceptarlo. Seis días antes me habías dicho por teléfono: ―Creo que podré estar solo en Roma. Tengo que ir el martes. Arregla las cosas si puedes y te espero esa noche sobre las nueve.
  • 40. 40 Y aún el día anterior, soñando, yo te confirmaba: ―Uno llega hacia las nueve y el otro a las nueve y cuarto. No sé en cuál voy. Y tú: ―Te esperaré desde las nueve. Desde el otoño pasado, cuando nos encontramos, era la primera vez que pasaríamos tres días juntos. A medianoche la estación estaba desierta. Cerrados los puestos de periódicos, el café, las ventanillas de los despachadores, desolada con ese desamparo que ocupa los lugares para muchos, para ir y venir, cuando están vacíos. Vagones detenidos como desde siempre en vías muertas, dos jefes de estación que acaso esperaban alguna última llegada; a la derecha se destacaba iluminado en verde el letrero DEPÓSITO EQUIPAJES, y un barrendero con su pala alta y su escoba iba recogiendo desperdicios en aquel espacio absurdo. La tibieza de junio cubría la noche, la plaza, la estación sola y los bares abandonados. Roma era acaso más mediterránea, como desceñida. En esa suavidad que a mi pesar me penetraba, sentía como un agudo, envenenado pinchazo, tu ausencia, el sinsentido de no habernos encontrado. Todo era para estar entre tus brazos. ¿Hasta cuándo me habías esperado? Qué importaba. ¿Dónde podría hallarte?
  • 41. 41 Castel di Muro, 27 de julio, 1972 No abrí ninguna contraventana. En la casa cerrada y sola encendí la luz para desnudarme. ¿Estarías ya en tu despacho?... La ropa me ataba el cuerpo adormecido por el cansancio. En la cama, la cara contra la pared, buscando el reposo y el sueño, me envolvió denso y persistente el olor de la noche pasada. Desde el patio nos llegaban voces con el aire cálido del verano romano, y, más sordos, los últimos ruidos de la calle. Entre las sábanas en que tú duermes. ¿Era buscar el sueño o hacer perdurar las horas contigo? Al bajar del tren te había visto entrar en el pasaje subterráneo como si fueras uno más en las escaleras. ¿Cuándo volvería a verte? Todavía no me angustiaba la espera. El dolor era por la maravilla que no podía aceptar que acabara, que no fuera de cada día.
  • 42. 42 Castel di Muro, 27 de julio, 1972 De vuelta de Roma, de Bruno. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo así? Ante ti no puedo preguntármelo, no dudo siquiera. Siento sólo que algo me duele y que quizá son muchas cosas. Pero ¿qué puedo reconocer si todo está tocado y en juego, todo alterado? Extraña afinidad e identificación, casi engaste de dos iguales. De naturaleza estoy segura. Lo diferente en ambos es lo adquirido, o en cada uno lo no adquirido. Todo lo domina tu imagen. La vida de los hombres está hecha de círculos que se cierran. Cada vez se cierran más porque nadie puede caminar todos los lugares, y cada uno escoge los suyos, los que cree suyos, y el espacio mide el tiempo que va siendo cada vez menor. Al comenzar, todo el tiempo y todos los espacios parecen disponibles. Se aprende en seguida que hay noche y día en todas partes, que la medida es estrechísima. Juntos ¿qué lugares hemos escogido? Tú no sabes, no creo que puedas imaginar cómo estoy ahora, por qué escribo y qué escribo. Y esto es soledad. ¿Cómo ayer la desesperación del amor, la ansiedad, la búsqueda, la identificación? Ayer salí de aquí para tomar el tren a las cuatro, y desde entonces hasta hace unas horas, cuando te vi desaparecer en el subterráneo de la estación, uno más entre muchos, tú y yo, hemos sido los dos pura presencia.
  • 43. 43 Castel di Muro, 7 de agosto, 1972 Poco antes de que llegaras pensé un día que cada uno tiene su realidad a la medida de su imaginación. Sí, la propia realidad es la propia imaginación. Tengo el cuerpo lleno de ti. Y luego aconsejan límites, contar con esto o aquello. ¿Qué falta hace, junto a ti, contar con nada más? ¿Cómo se puede atender a ninguna medida que te niegue? Y ¿cuál puede haber por encima de ti? Ésta es la única verdad posible. En ti no hay evasión, jamás. Jamás huida. Todo es presencia, siempre.
  • 44. 44 Milán, 24 de septiembre, 1972 Ayer comentaba con Piero ¿cómo poner la propia obra al nivel de la propia vida?, al nivel de tensión, de dolor, de plenitud y complejidad. Diría más, ¿cómo aceptar como definitivo en la página algo que leído en palabras que uno ha escrito parece pobre, esquemático, reducido, que ha tomado ya una medida, mientras en la vida es constante el movimiento, el fluir del tiempo y la conciencia y los sentimientos que continuamente muelen y empastan cada instante, y las sensaciones, las percepciones son existencia y parte de cada uno? ¿Cómo poner todo ello en líneas sin sentir que se deforma, que se achata? Porque, ¿no siendo ya eso que era, para qué...?
  • 45. 45 Milán, 26 de septiembre, 1972 La irracionalidad, lo irracional, se fragmenta, se desvía, se recorta, se deforma cuando pasa a ser racional. Así, cuando un hombre trata de dar alguna imagen de sí mismo en cualquier cosa y descarta tanto para dar algo más concreto ¿no puede ser mucho mejor lo que descarta?
  • 46. 46 Milán, 9 de octubre, 1972 Bruno aprendió muy pronto que la vida era sólo unas pocas cosas, y luego, que éstas podían multiplicarse en muchas, en todas, siendo siempre unas pocas.
  • 47. 47 Milán, 11 de octubre, 1972 Tú has amado a dos mujeres. Tu madre no contaba las horas esperándote detrás de los postigos de la ventana apagada, hasta que tu sombra desaparecía dentro del umbral. Y el nuevo día, otra vez en la puerta, sólo te preguntaba si ibas armado. Eras el hijo crecido con orgullo, lo que tuvo del hombre que había sido suyo. Sabía que si vencías el riesgo volverías. Y esperaba. Yo te pregunto también si llevas armas cuando te veo, y no cuento las horas esperándote. Pero sé que no te traerá a mí vencer ningún riesgo. Nadie te ha aceptado tanto, y de eso abusas.
  • 48. 48 Milán, 24 de octubre, 1972 El tiempo, los tiempos, los espacios y los sentimientos se me agolpan dentro. Me es difícil discernir entre ellos. Pero qué importa discernir. Es como el agobio, o mejor, el apremio de sentimientos contemporáneos, vivos, y vivos de modo diferente, y por ello de espacios interiores y exteriores, de tiempos. Siento a veces que me paraliza esta vida, que me paraliza dándome tanto qué sentir, qué pensar, qué seguir. Bruno dice que vendrá el viernes, y entretanto ¿cuántas veces he pensado decirle que no llame, o que no venga? ¿Que no cuente con que habrá de verme? Nunca he aceptado nada tan recortado.
  • 49. 49 Milán, 6 de noviembre, 1972 Venecia. Carpaccio y Tintoretto. En la Scuola di San Rocco la figura del Cristo, blanca y erguida ante Pilatos, señala su grandeza con el despojo de todo lo superfluo. La crucifixión se mueve. Es como un campo grande donde algunos están trabajando, otros viviendo, y cada uno hace lo que le toca hacer y, mientras tanto, los que no están haciendo nada y sólo sufren, sufren. Cómo es el dolor, destaca en medio del afanarse de los que se ajetrean en diferentes cosas. Cristo crucificado entre el movimiento de la vida de quienes quedan y siguen su vida; lo que están haciendo. Al llegar al muelle emergía del cielo negro el palacio ducal, en mármol recortado, blanco, casi de plata. Apariciones las columnas y los arcos, y las cúpulas y el costado de San Marco del otro lado. Cálidos al fondo la torre del reloj y los dos moros y el León que brillaba dorado. Luego la plaza, de equilibrio y arcos infinita, sola como apenas construida. Solas también las callejuelas que salen a la plaza prometiendo inesperadas visiones. En las columnas se veía repetida la marca que dejara el agua en la última inundación. Mañana tengo que mandar la bibliografía y el texto revisados. El hombre no puede soportar demasiada realidad. Pero ¿dónde está la medida?
  • 50. 50 México, 1 de enero, 1973 Nadie puede aceptar ninguna realidad.
  • 51. 51 México, 8 de enero, 1973 Hoy hace un mes que llegué de nuevo a México. Hace muchos días que quería escribir que cada uno escoge su pedazo de realidad para sobrevivir. ¿Cómo, si no, sería posible para un hombre estar en el mundo? Lo que importa es saber cuál es el pedazo de realidad que se escoge.
  • 52. 52 México, 14 de febrero, 1973 Desde aquí, no verte, no oírte, no estar contigo, me parece por primera vez natural. Por la ventana veo las copas de los árboles de un parque. Eran iguales cuando yo era muchacha. En este barrio he crecido. Veía los mismos árboles cada mañana al ir a la escuela. Te acuerdas que una vez dijiste: ―Si te hubiera conocido cuando estaba en la montaña, ¿te imaginas...? Y yo te contesté: ―Tenía diez años... Y tú: ―No importa, ya te habría cuidado... Era entonces. No sabes cuántas cosas se me mueven dentro cuando vuelvo. Creo que no podrías imaginarlo de veras. La diaria, instantánea lucha entre la vida y la muerte quizá en ningún lugar, en ninguno que yo conozca, se muestra en expresiones tan intensas, resignadas y coloridas. Entre la vida y la muerte o algo que se parece mucho a ellas. Siento que te escribo desde un mundo que no es el tuyo. ¿Conocerás alguna vez esta realidad que se diría a ti tan ajena, si es que una verdad humana cualquiera pudiera serte extraña?
  • 53. 53 México, 15 de febrero, 1973 Ayer te escribía que parece como si aquí vida y muerte se sintieran más por dentro. Pero ¿no es la presencia de la muerte lo que hace más agudo el sentimiento de vivir?, y no es eso. Quizá es la costumbre a una laceración irremediable, que es como un aire que envuelve todo en una atmósfera que no es fugaz por lo violenta, pero que cuando se mira es ya pasado. Como si lo que ahora ocurre ya hubiera sido, y lo que habrá de ocurrir mañana, puede acontecer o no, pero ese aire, y aun su belleza detenida, seguirán siendo iguales. Y no es algo marchito, porque no hace falta que pase el tiempo para que se agoste. Ayer te contaba que el gobierno ha tomado la decisión de dar trabajo a los campesinos. Exactamente así ha aparecido la noticia, a ocho columnas, en los periódicos. Hoy todos refieren del trágico fin de un líder sindical con sus colaboradores, empleados del Estado, en un extraño accidente. Con la riqueza de medios que nuestra civilización ofrece, se buscan con desesperación los restos. No quiero hacer más crónica. Te veré pronto. Cada poder tiene su liturgia. Acaso lo más notable en esta gigantesca representación, es que los papeles son intercambiables, los campos nunca definidos, y ello permite, en lo estático, una gran movilidad.
  • 54. 54 México, 25 de febrero, 1973 Vivir con tu imagen pegada a los pechos, a la piel que me cubre el cuerpo, a la luz de mis movimientos al hacerlos. ¿Por qué sublimar en frases? Sí, más o menos inteligentes, cargadas de que tú no estás, y de lo que yo soy pero de lo que me falta para sentirme del todo yo misma. Salgo del agua y alargo el brazo para alcanzar la toalla. Enfrente tengo el espejo. Tú estás muy lejos.
  • 55. 55 México, 20 de marzo, 1973 Dos hombres, dos soledades que a veces logran embriagarse. Casi siempre de alcohol. Cuando no, uno de ellos, como bebiendo locura a tragos grandes, como tan de raíz tocado que casi parece una bendición, un don que lo defiende. ¿De qué habrá estado hecha la voluntad de estos dos hombres? Por un momento, uno, el que bebe sólo alcohol, dice que lo han destruido y habla de su país mítico: allí la verdadera revolución, porque no era de unos pocos; llegaba a todos lados. Luego llegaron los americanos. Y la ebriedad que antes se podía sentir en él no era tal. Era traducir a fórmulas, a rebuscados juegos de palabras, a frases a veces afortunadas, todo el dolor, la herida que no se cubre con miserias cotidianas, con barroquismos de lenguaje ni borracheras. Es su hacerse aceptar, aun sabiendo que, de lograrlo, eso no es nada, que la verdadera llaga es más profunda, que no está en la carne. Pero ¿no está en la carne? El otro, el que bebe locura, tiene las heridas muy recubiertas por imágenes de sí mismo, por leyenda, por ilusión de ser; no puedo decir de amar porque en su grotesca gimnasia es uno de los espejismos que él prefiere. Detrás está la verdadera necesidad, el amor que de veras falta y la entrega que no sé si sería capaz de sostener, pero que acaso, desde algún terreno, desea. ¿Hay algo que pudiera rescatarlo? ¿Y rescatarlo para qué? ¿De qué? Si el soldado se siente general, lo es un poco, y quizá si llegara a serlo de veras no lo sentiría más. Era el desahogo de una tarde de sábado, entre escritores. Hablaban un idioma que tú no conoces.
  • 56. 56 Milán, 3 de abril, 1973 Oigo tu voz, después de tanto tiempo, de nuevo mía, como mía, como si sólo hubiéramos estado un poco más lejos.
  • 57. 57 Roma, 10 de abril, 1973 Via delle Carrozze. Desde la terraza azotea se veían muy cercanos, se tocaban casi los tejados y las paredes de otras casas romanas iguales que aquélla. Tejas rojo quemado y ámbar sucio en las paredes. Después del ascensor, dos escaleras y, ya al aire libre, se bajaban unos peldaños para llegar al número 46 que debió de haber sido un antiguo desván. Con su ventana de postigos de madera vieja y su techo oblicuo, estaba como apoyado sobre la terraza. En la parte posterior habían adaptado un cuarto de baño y puesto en las paredes papel tapiz con guirnaldas verticales de un verde apagado. Dentro, luego, tu piel, tus brazos, esa fuerza que, penetrándome, me impedía casi reconocer tu imagen; que era y llenaba todo antes de que yo pudiera sentir que al cabo de tanto tiempo estábamos juntos de nuevo. Anudada a tu cuerpo, el abandono y el deseo, vividos, crecidos en cada uno, madurados solos, lejanos, se iban desatando. ―Como tú no hay nada. Y no aceptábamos el sueño, la noche, el tiempo. Y de tanto que decir, todo estaba dicho. Pero ¿era así en verdad? En ti sí. Sobre lo que sientes no vuelves a pensar, vives. En mí es otra cosa. Yo maduro cada día matices. Piensa qué puede haber sido en tres meses bajo un cielo que tú no conoces.
  • 58. 58 Roma, 11 de abril, 1973 Este cuarto de Via delle Carrozze ha acabado por ser un espacio nuestro. Sólo en unas horas, y eso porque no tenemos un lugar propio. En muchos yo encuentro imágenes tuyas, pero ninguno es mío contigo. Y el espacio propio es el tiempo propio. La existencia se fija en puntos que tienen un tiempo y un espacio. A veces son instantes que se repiten en la memoria, en el deseo, en la nostalgia. Esto yo lo sabía antes de conocerte. Pero no imaginaba que habría debido hacer de lo transitorio lo definitivo, y que entre lo impersonal tendría que vivir lo esencial y más verdadero. No sé si podré aprenderlo.
  • 59. 59 Milán, 3 de mayo, 1973 La memoria es la materia del tiempo. Del tiempo que ha pasado y es entonces materia de la vida. Hoy he terminado mi prefacio para la traducción de Svevo. Sólo puedo decir que lo he hecho con ganas. Veremos dentro de un mes. Buscando una bibliografía en un libro sobre Cervantes, he hallado una carta comenzada que debió haber sido para Juan. Dice sólo: Milán, 1 de noviembre, 1970. Querido Juan, ¿cómo estás? Yo te escribo ya desde el frío. Son las cinco y media y es casi de noche…
  • 60. 60 Milán, 14 de junio, 1973 La vida lo es sólo a nivel de los sentimientos. Es decir, una vida es tal cuando se la mantiene a nivel de los afectos…
  • 61. 61 Castel di Muro, 27 de junio, 1973 Frente al balcón de la cocina el viñedo ya lleno recibe el sol del verano y es casi verde amarillento. Junto a un emparrado olivos antiguos y castaños altísimos de copa poderosa. Entre la vid, una siembra de maíz en un cuadrado. A lo lejos las armazones de unos invernaderos y un tinaco sobre columnas de ladrillo. Yo con todo lo que me trae y me hace estar aquí, y con todo lo que me reclama en otros sitios. Qué necesidad, en medio de la vida, de aislarme, de sedimentar sensaciones, emociones, tamizar pensamientos.
  • 62. 62 Castel di Muro, 28 de junio, 1973 Él es uno que escogió su nombre…
  • 63. 63 Castel di Muro, 29 de junio, 1973 Como habíamos quedado, Bruno habría venido esta noche, pero acaba de decirme que no puede, que tiene una junta y no sabe cuándo terminará. El límite tengo que hallarlo yo, porque él no lo hará nunca. El viñedo delante de mi balcón va madurando bajo el sol de mediodía.
  • 64. 64 Castel di Muro, 1 de julio, 1973 Ayer leí en una página mía de hace casi diez años de mi miedo de vivir en lo cotidiano, es decir, de mi miedo de que no haya otra vida más que esa. Para Bruno estoy segura de que es igual, aunque no se lo diga así, por la necesidad de absoluto que en él siento, por su convertir en acción continua su modo de existencia diaria, su ser y al mismo tiempo de evadir de otro ser... ¿más profundo? Así no se detiene nunca. Quién sabe por qué se siguen ciertos caminos en la vida, como si para dar una medida de la propia existencia hubiera que pagar precios infinitos en aquello que más se ama, o más se necesita. Entonces ¿qué se busca y qué se construye? ¿Cuál es la medida que se da?
  • 65. 65 Milán, 4 de julio, 1973 Qué me hizo volver a Milán este martes no lo sé. Las cosas para las cuales vine no las he hecho. He hecho otras. Ayer por la noche iba a ir a verme Bruno a Castel di Muro, y yo le llamé por la mañana. Se sorprendió de que estuviera aquí. Hoy de nuevo su voz. Está siempre presente, pero ¿cómo? Antes era de cualquier modo, en cada instante. Este cómo es algo que ha salido de la imposibilidad de compartir casi todo. ¿Por qué si no es un amor fugaz...? Fuera de la ventanilla la última luz de la tarde sobre las colinas que tan bien conoces. Venía leyendo la autobiografía de Mann: “¡Oh, mundo! ¡Oh, íntimo gozo! ¡Oh, sueño amoroso del poder, sueño dulce, conmovedor...! No se debiera poseer. El deseo es una fuerza gigantesca; la posesión, en cambio, mata la virilidad.” El vagón desbordaba de señoras de piel tostada y abrillantada por ungüentos, con vestidos chillones que denunciaban largas horas vacías, que no pueden conocer el ocio. Sabía que volviendo me arriesgaba a no verte quién sabe por cuánto tiempo. Pero tú me has acostumbrado, obligado, a saber que así son las cosas, y trato de sobrevivir a ellas. ¿Pero no es también sobrevivir al amor por ti? Es por lo menos vivirlo en soledad, y éste es ya un modo de renunciar. ¿Recuerdas cómo me oponía, cuántas veces te lo dije, apenas conocerte, cuando la necesidad de ti me impedía usar en nada más cada día, cada hora?
  • 66. 66 Milán, 5 de julio, 1973 Bajar de esa pasión es reducirse. Reducir la pasión a la realidad. Hacer que viva mal o bien el orden del mundo, que a duras penas sobreviva. Ambos en una medida mínima de lo que juntos éramos. Porque tú has querido nos hemos tropezado con las instituciones. Imagínate. Yo nunca he sabido vivir dentro de ellas. A ti te permiten un personaje: el que necesitan y que sólo recoge, desdibujándolas, algunas capacidades tuyas, y aplasta en cambio al hombre que hay en ti. Ciertamente debes de satisfacer así recónditos anhelos, remotas dependencias. Pero tanto delimitar, circunscribir, te deja en libertad sólo en resquicios, en momentos. Yo digo la libertad que es abandono de ti, como cuando estás conmigo. A mí no me deja nada. No tengo personaje al cual ceñirme. Esa reducción solo me anula. Por ello acaso he regresado a Milán el mismo día que había de verte, y puedo esperar sabiendo que no te veré, y no soy contigo quien era, habiendo aceptado esta medida que no es mía. Quizá nunca sepas cuánto me cuesta este tratar de darme razones en medio del dolor. Cada vez que aflora algo que se parece a una intuición enunciada, luego demostrable con hechos, que sirve para decirme que mi sufrimiento es porque no pones en duda la construcción en que te mueves, que es una prisión de la que no quieres salir, se me sobreponen imágenes del amor contigo, me estremecen recuerdos. Pues ¿qué pueden valer juicios que expliquen posibles verdades junto a un abrazo tuyo? Ésta es una batalla que tú no conoces.
  • 67. 67 Castel di Muro, 7 de julio, 1973 Yo llegué a las nueve. Bruno a las nueve y media. Sentí el coche y bajé a darle la llave del garaje. Era como es siempre. Él y yo siendo, como desde que nos conocemos. La cola del coche quedaba fuera del garaje. Los dos pensamos que nadie pasaría. Pasada la medianoche fui a la cocina a buscar dos vasos. Él se sentó en el sillón de mimbre y yo en la silla de playa azul, con una toalla atada a la cintura. Hablábamos, con el gusto de la vida cumplida, como en .un tiempo infinito. Cuando nos despedíamos, en la terraza, nos llegaban olores pastosos con el aire tibio. En la noche cargada de estrellas, la luna clavaba reflejos de metal en las hojas de los olivos. Lo miré irse hasta que el coche se perdió entre los campos. A lo lejos una hilera de luces demarcaba el mar en el azul oscuro. Antes de cerrar volví a mirar a mi alrededor las sombras austeras de los cipreses y los melocotones. Si su vida fuera otra, creo que podríamos compartir tanto. Pero ¿más que esto?
  • 68. 68 Castel di Muro, 9 de julio, 1973 Me he levantado con el rumor de una lluvia ligera de verano. El cielo gris y los árboles alrededor de la casa más frescos, con nuevos matices de verde. El olor a tierra mojada es el de la Huaxteca cuando grandes goterones rompen el aire dulce y caliente y comienza a sentirse penetrante, hasta que el aguacero invade todo el aire y empapa los campos, y se siente ya sólo la humedad. Luego, otra vez, cuando la lluvia pasa, mientras brilla la lozana frescura de lo recién lavado, vuelve intenso el olor húmedo de aromas germinados. Yo tenía siete años. De antes no lo recuerdo. Comenzaba la memoria de dentro, la reflexión sobre la vida que se vivía, o acaso era el primer lugar en que teníamos, después de años, algo que parecía estable. Tú no estabas, pero todas las noches venían muchos y hablaban y discutían de las mismas cosas que tú hablabas, esperaban lo mismo, amaban lo que tú amas. Habrías conocido la languidez tibia de cada atardecer, cuando el sol pasaba los montes y los tordos se volvían manchas oscuras en los dos nogales del prado donde jugábamos, frente a nuestra casa. Y yo quizá sabia sólo eso, que jugaba. A veces el aire se hacía más denso y más dulce, como de caña asada, cuando, al empezar la noche quemaban los montes, y desde la hondura del valle veíamos pequeños incendios que alumbraban el cielo ya oscuro con llamas rojas sobre el monte negro. Grandes hogueras aisladas como antiguos correos que transmitieran quién sabe cuáles secretos mensajes.
  • 69. 69 Habrías podido seguir en los mapas grandes desplegados sobre la mesa del comedor, clavando los alfileres de cabeza gorda, un ejército un color, el camino de la guerra en cada país, y también en el tuyo; seguirlo como quienes ya no podían hacer otra cosa. Cada día, cada noticia, cada esperanza. Tú estabas lejos. Sobre la mesa yo me inclinaba buscando formas, un cangrejo, un rey con corona, una berenjena, una bota, en las manchas de colores diversos que formaban cada país, y atraída por las bolitas relucientes de los alfileres alargaba la punta del dedo para tocarlas. Tú estabas lejos y esperabas. No podías imaginar que en una tierra que tú no conoces, en un lugar que no sabes que existe, más allá del mar que tú ves y del océano, otros, que no podían resignarse a lo que habían perdido, esperaban lo mismo. Tú no habías perdido; sólo esperabas. Luego vino el otoño del 43. Tú escogiste tu nombre y no esperaste más. Yo oí entonces que una parte de Italia se había rebelado, y que era una esperanza. No puedo decir que creciera para amarte. Era para muchas cosas, pero sí que tú habrías de estar en medio de la vida.
  • 70. 70 Castel di Muro, 10 de julio, 1973 Lo difícil de escribir no son sólo las palabras gastadas, usadas en la prosa. Lo peor, y, volviendo ahora a mis notas de hace años lo siento con enorme fuerza, es no encontrar el tono esencial, las palabras mínimas y llenas para algo esencial. No cabe lo explicativo. Ya la idea se circunscribe mal a la palabra, peor aún la intuición y el sentimiento casi no cabe en ella. En la búsqueda, lo que se sintió definitivo parece titubeante. No cabe lo fluido. Tiene que ser mucho más: cada palabra con medida y peso propios, para que no haya desperdicio. Si en el acontecer de algo no se siente que hubo alguna cosa superflua, no se puede decir de ese algo en modo superfluo. Es la remota relación de forma y contenido, o de significante y significado. No son dos cosas sino una sola. Para que algo sea “así”, sólo de “ese” modo puede manifestarse. Luego las posibles interpretaciones pueden ser infinitas.
  • 71. 71 Castel di Muro, 12 de julio, 1973 Estoy más que nunca en carne viva. Cada mañana, cuando el sol no está todavía alto, subo la calle curva hasta el café. Lenta cotidianidad del verano y del lugar. Las mismas frases gastadas: ―¿Está a gusto en esa casa?, dice escrutadora la gorda detrás del mostrador. ―Sí, es muy agradable... ―La veo al pasar todos los días... Es pequeña... Pero debe de ser fresca... Yo compraba los periódicos. Era también el teléfono más cercano. Los campos comenzaban a dorarse. Los viñedos ostentaban racimos morados. Sólo cipreses y olivos soportaban iguales la canícula mediterránea. Las paredes blancas de la casa terminan en el verde. Lugar por muchas horas sólo mío donde se me presentan, como poblándolo, quienes tengo más lejos, como si faltara a citas difíciles, a encuentros improbables, mágicas llaves de viejos sueños, de deseos antiguos y quién sabe si agotados. Y los que tengo cerca viven conmigo, sobresaltándome, presencias henchidas de futuros igualmente difíciles.
  • 72. 72 Castel di Muro, 14 de julio, 1973 Ayer por la noche vino Bruno. Eran las doce pasadas. Había salido de su casa esa mañana a las siete. Es su vida, Pero ¿es la mía?… Intenté decírselo una vez más... Si espacio no tenemos, ¿cuál es el tiempo nuestro? Llega, y, como si no existiera nada más, se abandona; pero no es abandono porque impone, me arrastra, a una intensidad de ausencia obligada, de deseo contenido. ―Espera... Espera... Yo, agotada Por horas mordiendo el vacío, la esperanza de él, llena de sueños que no lo son. Él: ―Hace tres horas que debía estar aquí... Luego todo se vuelve fácil, natural como si sólo así pudiera ser, hasta que el aire sabe sólo a él y a mí; su piel y la mía la misma fiebre, igual humedad. Por las hendiduras de las contraventanas entra aire fresco trayendo olor a ramas quemadas. Los dos sabemos que tiene que irse. En el sillón de mimbre, yo sobre sus piernas, me cuenta de esos días. Yo: ―Mientras te esperaba, en el balcón bajo el emparrado, no sabes cuántas estrellas... Y prefiero decir yo que es tarde. ¿Tarde?, ¿cuándo para mí es contigo tarde o temprano?, y digo también que no soy como antes, que a veces no me hallo con él. Y él apoyado en el marco de la puerta abierta: ―Eres como siempre... si lo sabré yo… ―No, es que no puedes aceptarlo... ―Pero ¿cómo serías entonces...?
  • 73. 73 Castel di Muro, 16 de julio, 1973 Todo el día he intentado escribir. Búsqueda dificilísima, y más aún en este volver sobre antiguas cosas para reconstruirlas. He llamado a Bruno sin encontrarlo, pero a una hora en que sabía que así podía ser. No hallo cómo sublimar esto que invade todo lo que pienso, lo que siento, lo que hago. El sol color naranja se pone detrás de un olivo. Las cigarras me imponen su presencia invisible. De la casa contigua vuelve el olor a ramas quemadas.
  • 74. 74 Castel di Muro, 17 de julio, 1973 También hoy rato de escribir y me cuesta mucho. Cualquier cosa Parece pobre en la página blanca abierta a todo, sin márgenes, limpia y vacía. ¿Es acaso el volver sobre lo que siento demasiado importante, cargado de presencias de vida cristalizadas en formas diversas, de historias no concluidas? Ayer me dijo Bruno que quizá hoy vendría; que hoy ocuparían la fábrica de papel, y luego vendría. He comenzado a pintar en una de las telas grandes. Siempre me hace bien. La atención se obliga al color que se disuelve en matices infinitos, unos tonos se recomponen en otros y comienzan a vivir por su cuenta, exigiendo nuevas luces, sombras intensas. Con los colores, se van diluyendo los nudos de los ovillos que ante la página no lograban salir de la pluma. Es la materia misma, el óleo, que es un medio más inmediato y manual que la palabra, también materia, pero más sujeta a procesos que son censuras.
  • 75. 75 Milán, 3 de agosto, 1973 La lluvia ha lavado un poco la tarde. Hace muchos años, cuando atravesaba el Parque México para ir a la escuela, el aire apenas limpio, la tierra aún mojada, las hojas frescas, soñaba tardes iguales en mundos diferentes. De la calle sube el murmullo del movimiento de la ciudad, menor que el de un día cualquiera, amortiguado por el pleno verano, y envuelto en un calor de humedad tibia que evoca abandonos. La violencia sufrida, o las violencias, no hay que olvidarlas; son la propia fuerza.
  • 76. 76 Milán, 28 de septiembre, 1973 De vuelta de Roma. Una vez más de Bruno. Roma de septiembre, oriental y concupiscente. La estación que hormigueaba de centro y sur de Italia, con el peso de la miseria que se arrastra y se cubre mal porque es demasiado vieja, y aplasta y no llega a ser rabia. Caras afiladas por la búsqueda, el ansia, la invención de vivir cada día. Bruno es demasiado ahora para que pueda anotarlo. Sólo la alegría, la seguridad de ser sin resquicios, el absoluto en sus ojos claros, de esa claridad suya que es de dentro. Ayer fue a buscarme a la Angélica. Él sentado en una silla de la biblioteca, leyendo un manuscrito junto a los enormes libreros antiguos que cubren los muros, estanterías de cálida madera envejecida, rellenas de libros que ostentan años y sapiencia. Él que es naturaleza sin artificio, entre gente a la que no da gusto mirar, que parece estar allí para arrancar de los libros un poco de vida. Afuera, todos los ocres del otoño eran nuestros.
  • 77. 77 Milán, 29 de septiembre, 1973 Me siento los pechos llenos, duros, como desbordantes, con una pujanza de vida que es eso. No sólo porque lo siento. Llamó Bruno poco después de las ocho y media. Estaba muy contento. Me dijo que ayer tuvo una reunión que duró seis horas, cuando volvió de Roma, de mí. Insistía con voz llena. Necesita llevar al extremo la tensión de vivir, la intensidad de la existencia en cada instante.
  • 78. 78 Milán, 6 de noviembre, 1973 Entre Siena y Sansepolcro todavía era otoño. Ocres y dorados, tierra de Siena, verdes con una pizca de tostado y de bermejo, los árboles de las orillas. Cipreses negros, castaños de Indias y arbolillos de copa redonda y tallo esbelto para acentuar la curva en las colinas. En lo más alto, un castillo con su bosque y su camino de plátanos. Y algunas casas siempre en alturas, entre suaves declives y redondeces de muchacha, entre gavillas de trigo agostado. Antes de Arezzo es áspero; el ocre es menos ocre y la paja más clara. Un hombre acompaña, con una vara larga, una yunta cargada de trigo no recién segado. Muy pesado el cabestro, los bueyes arrastran el carro como cumpliendo un rito. Igual los habían visto Lorenzetti cuando el Buen-gobierno y Giovanni di Paolo al representar los trabajos del campo en la rubicunda plenitud de la cosecha. Hoy, del otro lado, pasa la vía del tren. Después de Arezzo es más áspero, con olivos de hojas aceradas, y la tierra bermeja es ahora blanca. Desde la carretera se ve la capilla del cementerio de Monterchi, donde Piero della Francesca dejó para los vecinos la Virgen del Parto. Dos ángeles, vestidos iguales, el color de la veste de uno repetido en los escarpines y medias del otro, con gesto igual, retiran hacia los lados la falda de un dosel bajo el cual está la virgen de pie. El corpiño de un vestido muy sencillo le ciñe el talle y en los pliegues de la cintura se señala la gravidez. Ella apoya una mano sobre el vientre y por una abertura del traje toca la enagua que se ve blanca. De un solo tono está vestida y de un solo tono es el palio. La intensa majestad del rostro es la de una mujer que sabe lo que lleva adentro. Desde la capilla baja una senda bordeada de cipreses hasta el camino que lleva al pueblo subiendo por una colina aún dorada, entre plátanos y castaños de Indias. Abajo, los chopos, de tronco altísimo y copa muy ligera, marcan la propiedad de cada sembrado.
  • 79. 79 Milán, 17 de noviembre, 1973 Con la primera conciencia supimos que se podía perder todo, y que eso era lo único que teníamos. Pero acaso era tanto, que supimos también que ése era el único juego posible.
  • 80. 80 Milán, 26 de noviembre, 1973 … Como una mujer prepara su casa para recibir su amante. Y ¿si luego su amante no llega...?
  • 81. 81 Milán, 14 de diciembre, 1973 A las nueve menos veinte Bruno en el teléfono: ―He pensado mucho en tu consejo de ayer, pero no... estoy muy bien cuando te llamo... ―Sí, pero yo no sé que hacer, luego todo el día oigo tus palabras... ―Tienes mil razones, pero déjame hacerlo. Si él, que ha sido principio y fin, pudiera llegar a ser un episodio.
  • 82. 82 Milán, 18 de diciembre, 1973 ¿Cuántas veces, en los muchos quehaceres del día se toca el fondo de las cosas? ¿Se puede escribir la historia de un amor, o no la historia, pero de un amor, para sublimarlo, para tolerarlo? ¿O es una manera de vivir aún en él, de vivirlo de otro modo?
  • 83. 83 Milán, 13 de enero, 1974 Los árboles de la plaza frente a mi ventana son sombras pálidas entre el blanco algodonoso. Detrás de la niebla espesa podría haber cualquier cosa. Mañana iré a Roma. Después de dos meses, Bruno. ¿Cómo pueden mantenerse este sentimiento y esta tensión más allá de la frecuencia y de lo cotidiano? Tal vez la única cosa que puede hacer a una persona, por cuanto fraccionada, íntegra, construida, es conservar viva esta intimidad.
  • 84. 84 Milán, 5 de febrero, 1974 El brazo de Bruno sobre mis hombros. Marte y Venus en mi dedo detrás de su cuello, y en todo el cuerpo el calor de su piel. Roma, mediado enero. Antes sólo su voz, desde octubre. Hoy, como cada día: ―¿Nos veremos, entonces? ―Así lo espero. Acaso todo es saber que en el mundo hay otro igual, o a quien así se siente. ¿Cómo pago yo este saber que él existe, que es, y que no puede ser siempre conmigo? Sin él ¿no estaría buscando mi identidad en otro lugar? ¿Por qué en Italia? Cuántas cosas de mí no sabe Bruno. Quizá las imagina o piensa que existen. Pero no quiere saber más porque no puede contenerlo. Así comienza cada día llamándome, oyendo mi voz sólo un momento y teniéndose el resto dentro. ¿Cuánto le costará saber que yo estoy, que soy y no me ve? Su voz llena, saber que tiene alrededor tantas cosas, me hace pensar muchas veces que no necesita nada. Otras, como hoy, el tono más apagado, si no se tratara de él diría como con cierta tristeza, me hace sentirlo más en una medida humana. Luego, su casi agotarse dándome placer, y la vida que fluye de nuevo en él con la misma fuerza.
  • 85. 85 Milán, 10 de febrero, 1974 ¿Qué vale que le diga a Bruno lo que pienso de la tensión en que nos movemos? Él dice que tengo razón, que así es, que su vida es esa, pero que es una telaraña de la que no puede salir. ―Si la situación no fuera la que es... Yo comencé a vivir así el 48... cuando perdimos, te aseguro que dejaría todo, que plantaría, no la política... este modo de vivirla... ―decía, y yo: ―No lo harías, no podrías, es eso, no podrías hacerlo... Y él: ―Quizá... Hablábamos sentados en los asientos delanteros de su coche detenido en un sendero que moría en el campo, apenas afuera de Castel di Muro. Ante nosotros, el horizonte altísimo sobre las montañas que mostraban en grandes heridas sus vetas de mármol. El sol frío de la mañana de invierno hacía brillar la piedra dura, y detrás, los picos helados de los últimos Alpes. No podíamos abrazarnos. Cuando me dejó, reseca y encogida como si nada me circulara dentro, la angustia del vacío ocupaba todo. Él había dicho poco antes: ―Pareces un melocotón... ¿Qué contraponer a algo que soy yo misma? La separación de los amantes no es posible en verdad. Lo que existe continuamente es la muerte, midiendo la vida, delimitándola. No puedo dejar de amarte y no quiero. ¿Por qué habría de mutilar así mi existencia? Desde que te conozco toda la lucha ha sido por penar un poco menos amándote igual. Yo soy tu mujer natural. De eso estoy segura. Ayer: ―Date vuelta que quiero mirarte... Y luego en tus brazos, en tu boca, el reconocimiento del mundo. Otra vez la humanidad en todas las cosas.
  • 86. 86 Milán, 11 de febrero, 1974 … lo que ese día le molestaba a Marco era que yo distinguiera claramente entre mi preferencia por quien vive la vida y quien piensa en ella. .. ¿No es mayor la soledad de quien necesita más absoluto?
  • 87. 87 Milán, 25 de febrero, 1974 Qué importa ya cómo es Bruno, o qué significa su comportamiento voluntario o no, su modo de vivir este amor. Nada. Lo que cuenta es que es así y que a mí me causa un dolor profundo, una continua angustia de vida y de renuncia por todo lo que me obliga a dejar o aceptar a medias. Salta la medida del tiempo y ningún espacio se siente propio. Se pierde la identificación con el mundo. ¿Cómo hacer para recomponer la propia existencia? ¿El cuadro propio, la identidad, cómo recobrarlos? El camino casi siempre es la disociación. Igual que antes de hacer un pastel se mantienen separados los ingredientes para que no se contaminen, se aísla lo que se ha escogido disociándolo del resto de la propia vida. Y ¿qué es el resto entonces? No importa. Así se escriben libros, se hacen películas, se dedican todas las energías a la política, se ejercen profesiones respetables. Buena parte de lo que se llama la cultura del hombre está construido precisamente sobre ese hacer gracias a la disociación, que a su vez permite sobrevivir, y que es casi todo el mundo que camina: los trenes que se mueven, los teléfonos, los tribunales. Detrás está ese luchar por hacer sin disociaciones en el fondo del hombre, que sólo cobra expresión definitiva en el amor y en el arte: en el arte cuando alcanza la calidad de una búsqueda que llega a plasmar coagulando, sintetizando lo que es claro. ¿Alguna vez el quehacer del hombre, su quehacer para vivir, para gozar, para sobrevivirse a sí mismo, no estará condicionado por la disociación de su personalidad? ¿Alguna vez ese quehacer no lo obligará a disociar? Acaso cuando sea expresión sintética del hombre que lo realiza, es decir, provenga de la libertad para-hacer, no de la disociación para-hacer. Cuando amar, que es síntesis, no disgregue su vida en el mundo.
  • 88. 88 ¿Quién de buena fe prefiere la gloria a la vida? El secreto de esos profesores de literatura que se entusiasman con las hazañas de Tirante El Blanco en la página escrita, por razones opuestas a las que llevarían a Don Quijote a medir el valor de su lanza con la del caballero, sabedores de que no arriesgarían ―¿qué podrían?― por la mínima de las proezas de aquél una sola hora, conscientes de que aceptar el ínfimo reto haría que se derrumbara toda la artificiosa construcción que los defiende.
  • 89. 89 Milán, 13 de marzo, 1974 Saber que esa tarde habría de verte fue volver las cosas a su orden. Cada una tomar su lugar, aquietarse el ánimo conociendo la alegría segura. Estar un poco a tu lado, mirarte. Que cada cosa vuelva a su sitio, recuperando el mundo la armonía. Esa armonía que puede tener y que tú puedes darle. Luego, contigo, no ya el orden en las cosas, en el ánimo: cada gesto tuyo respondiendo a uno mío. Caminando una vez por la calle Madero, yo apenas pasaba los veinte y me decía un anciano escritor: ―Haz un diario de tu vida, de todo lo que te ocurre, lo que sientes, lo que ves. Te encontrarás luego muchas cosas que olvidas, que no puedes fijar de otro modo. ―Con ardor, insistía: ―Sí, escríbelo… porque ¿quién podrá seguir tu pasión, quién tendrá tu ritmo, tu tensión, quién te podrá seguir? Yo podría contestarle ahora, desde aquí: Bruno. Muchas veces me lo he preguntado, y de nuevo ¿para qué se escribe de un amor? ¿Es una manera menor de vivirlo, de hacer perdurar lo que se agota sin la presencia? Porque el amor es presencia. Y ¿cuando ésta no se puede gozar? ¿A dónde me llevará todo esto? Recuerdo a Svevo, cuando a propósito del oficio de escribir, en el párrafo que de toda su obra dice mejor lo que para él era la literatura, concluye: “… fuera de la pluma no hay salvación”. Las palabras deforman los sentimientos, las emociones. Se ha dicho muchas veces y es cierto, pero ¿qué hacer?
  • 90. 90 Milán, 15 de marzo, 1974 El viernes vino Bruno. Llegó antes de las nueve. Venía de Roma en tren. Con todo lo que en estos dos meses yo he vivido en soledad, es decir, en soledad de él, era igual. ¿Qué raíces tiene este vínculo? Estar contigo no corresponde a ninguna condición del mundo. Pero ¿cómo se puede mantener así un amor?, o, ¿es el único modo de mantenerlo?
  • 91. 91 Milán, 22 de marzo, 1974 Lo grave de amarte a ti es que no es amar a uno cualquiera. Se ha dicho mucho que lo que se ama es la singularidad del amado. Todos lo saben. Piensa qué cosa es cuando además se trata de una singularidad como la tuya.
  • 92. 92 Milán, 27 de marzo, 1974 Esta mañana, como si apenas se atrevieran a salir, he visto las primeras hojas verdes en uno de los árboles de la plaza. ―Los amores difíciles no son los que traicionan, sino los que no traicionan nunca. ―Bromeaba―. Los que traicionan ―sonreía―, te los quitas de encima, los pones en su sitio. Son los otros los que no puedes despegártelos. Los demás añadían frases a la conversación trivial. Nadie sabe de ti. El amor de Bruno es de las dos maneras, por eso no debí conocerlo, o no amarlo, que ha sido lo mismo.
  • 93. 93 Milán, 8 de abril, 1974 Esta mañana de nuevo tu voz. Espacio no me dejas. ¿Recuerdas cuando te dije, me parece la segunda vez, caminábamos por Via del Corso, que un amante para una burguesa era un lujo, una cosa más en un mundo hecho de cosas, pero que para una mujer, un amante, un amor, es comprometer la vida, todo lo que se es o se puede ser? ¿Cuántas cosas ocultas, cubres, con ese decir que yo, en mi libertad individual, como si hubiera otra, arriesgo más que tú? En una tienducha destartalada del centro de Atenas, detrás de la antigua metrópoli, hallé hace años una sardónica con dos figuras grabadas: Marte y Venus. Él, de frente, lleva sólo el yelmo, y empuñando una lanza con el brazo derecho mira hacia ella. Ella envuelve el cuello del guerrero con el brazo izquierdo, y un ligerísimo velo cubre apenas sus piernas. El anillo que resultó me gustaba tanto, que una vez le dije a mi hermana que cuando lo llevaba al dedo no podía dejar de mirarlo, y ella se rió. Aún no te conocía, pero ya sabía cómo habrías de ser. Te he dicho que no me dejas espacio, y hace tiempo anoté que no teníamos espacios propios. El otro día, cuando el hombre del hotel te preguntó qué cuarto preferías intentando complicidad: ―¿Cuál prefiere? ¿Hay alguno que le guste más? Él no sabía que para nosotros cualquiera que nos hubiera dado estaba bien, porque era nuestro único espacio posible. ―¿Por cuánto tiempo lo necesita? ―decía. ―Hasta las ocho ―contestaste. Y después, cuando nos íbamos, al devolvernos los documentos el untuoso pretendido cómplice insistía: ―¿Estaba bien?
  • 94. 94 ¿Qué podía saber en su densa vulgaridad lo que para nosotros era aquel número 33? Éstas son medidas que has impuesto tú. Tú que estás siempre entre la gente, en las plazas, entre los demás ¿cómo si te perdieras en medio de ellos o afirmando tu diversidad al identificarte en lo que te es posible?
  • 95. 95 Milán, 10 de abril, 1974 ¿Qué cosas serán las que toca en una mujer un hombre, en una mujer con mi vida, llena de presencias, para que se arraigue de este modo un sentimiento? La transparencia de que él está hecho. Todo lo que ha sido encuentro y que ahora es dolor.
  • 96. 96 Milán, 12 de abril, 1974 Las hojas verde tierno cubren ya las copas de los árboles de la plaza. Se destacan todavía contra los troncos marrón oscuro. Por encima, una luz clara se asoma entre el gris compacto del cielo. Bruno me ha llamado desde Roma a las ocho y media. Tenía la voz como opacada.
  • 97. 97 Milán, 26 de abril, 1974 Bruno no llama. ¿Por qué? ¿Acaso porque yo le dije hace unos días que no podía más, que no lo hiciera sino cuando supiera con certeza que habríamos de vernos?, puede ser. Pero luego le llamé y le dije que de todos modos me llamara. No sé qué es peor.
  • 98. 98 Milán, 10 de mayo, 1974 ¿De qué escapas? ¿Por qué no puedes concederte una vida de hombre?
  • 99. 99 Milán, 12 de mayo, 1974 Bruno, me obligas a escribirte. Hemos idealizado tanto, que acabamos por no tocarnos. Nosotros. ¿Qué te parece? Yo no logré, tú lo sabes, aceptar lo que se podría llamar acontecimientos, y aun intento, no sé qué, el único, estrechísimo camino que me concedes. Luego, cuando quiero comenzar a decirte algunas cosas, no sé por dónde. Que te quiero, que te amo mucho, claro; pero esto es lo más fácil. Es por lo que tú eres, y así será siempre en mí, con alegría infinita. No depende de ninguna circunstancia. Pero ¿cómo vivir este amor? Cómo ha sido, por más de dos años, mientras la vida me lo permitía, y hasta dónde, tú lo sabes. La lucha ha sido por no bajar nunca de aquel primer saludo. Recuerdas, ya muy tarde, en tu ciudad: ―Adiós, no, no hace falta, aquí todos te conocen. ―Y tú: ―¿A qué hora llegarás a casa mañana? ―A las diez. ―Adiós. Te llamo. Y detrás estaba todo lo que los dos somos. ¿Cómo aceptar luego cualquier reducción? El precio ha sido una gran soledad. Imagínate, yo que sólo puedo vivir entre quienes me aman. Lo mejor de nosotros dos es cuánto amamos la libertad. Y ¿entonces? Tú sabes muy bien que el único modo de no perder es arriesgar todo. Así ¿qué esperabas? Ahora el mundo ha vencido nuestra ambición. Tu mundo. Los nudos que no has desatado.
  • 100. 100 Tú, que tan bien conoces lo que es una mujer, ¿no te das cuenta de que habiendo hallado en mí la medida para seguir siendo quien eres te hago falta? En mí te maravilla el gemelo reflejo, la hondura en el entendimiento, el tacto. ¿Por qué aceptar límites entonces?¿Reducirnos a qué? Porque el juego ha sido tan grande, por lo que amo en ti, porque me amas a mí, no puedes desearme diferente. Y en ello está todo. A esta medida no te has decidido, o no has podido. Si yo soy quien ha estado contigo como sabes, es natural lo que te escribo. Me obligas a actuar contra mí misma, a defenderme de lo que eres en mí, a privarme de verte. Es negarme, renunciar a mí. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Acaso siguiendo un juego que no sé cuál es, convertirme en alguien diferente, a quien tú amarías? Adiós. Mujeres tendrás, si quieres. Nunca tendrán de ti lo que yo he tenido; pero aun lo poco que puedan tener me da rabia, porque es mío. Como yo no tendrás ninguna, y lo sabes.
  • 101. 101 Milán, 17 de mayo, 1974 Esta vez siento casi movidos los huesos por dentro, en un dislocamiento que no puedo yo afrontar. Digo afrontar, porque dominar nunca he podido. Vivimos como atados a un punto fijo que es el amor de los dos, no compartido en lo cotidiano. Como si fuera alguien muy importante para ambos que vive en una región muy lejana, y a quien se ama mucho, pero que por remoto no se puede ver, oír o tocar. Presos, cada uno en su mundo circunstancial, no vernos juntos aquella tarde que cambia de color lentamente, los árboles que el viento mueve, la calle con la gente que pasa. Yo conozco algunos de los lugares que caminas, puedo imaginarte. Tú ni eso, porque no creo que la fugacidad te permita verme en ningún sitio. Y piensas sólo que soy la misma en cualquier lugar, siempre, como tú lo has dicho, sin debilidades. Como si fuera posible. Y cada mañana marcas un número de teléfono de una ciudad, que podría ser otra cualquiera, para oír una voz que podría estar en el infinito. Lo esencial es que esté. Entretanto, como aquella tarde no volverá a tener el mismo tono nunca, y las hojas de aquellos árboles no repetirán sus matices, se deja morir la vida. Lo que no se comparte aleja porque entretanto pasa la existencia.
  • 102. 102 Milán, 30 de mayo, 1974 Tú escogiste tu nombre, ese por el que te conocen y te aman, el otoño del 43, cuando aún no sabían que eras el mejor de todos, pero tú estabas ya dispuesto a serlo. Y luego, un día de principios de diciembre del 44, cuando ya se sabía de ti, decidiste no pasar el frente, y los que esperaban pudieron ver cómo demostraste que eras el mejor de los que habían quedado. “Querido compañero Bruno, la decisión que has tornado de agrupar a tu alrededor a todas las fuerzas de la brigada que han sentido que su deber está aquí, que su puesto de combate no está del otro lado de las líneas, sino en la zona que otras veces las han visto luchar y vencer, en los lugares aterrados por los bandoleros negros, es altamente meritoria, tanto más meritoria porque ha sido tomada en el momento en que aun los mejores han titubeado...”, te escribió quien lo había visto, en aquella carta que sólo a mí me has dejado. ¿Todo eso para qué lo vivías, para qué si no habrías de ser fiel siempre a esa imagen de ti, absoluta, tuya sola, la única que te era posible? Escogiste tu nombre el otoño del 43. Entonces había en ti una sola medida. Cuando una noche de otro día igual de diciembre, con una humedad de lluvia continua, los cristales del coche tan empañados que no se veía fuera, tú me decías: ―De este lado está el mar ―y entre lo negro, me señalabas un negro más brillante: ―Eso es un barco, sí es el mar, los muelles ―esa noche ya no podías escoger como en el 43 ni como aquel diciembre del 44. Pero no lo sabías. Otra medida tuya corno aquélla no habías vuelto a hallarla. Yo sé hoy que nunca más la tendrás.
  • 103. 103 Ahora eres como aquellos que pasaron las líneas, a quienes te permites justificar sabiéndote entonces diferente. Entonces. Ahora no. Las líneas, hay muchos modos de pasarlas. En verdad cada día se pueden pasar o no pasar. Lo que me hace sufrir es que no sé si tú sabes que esta vez las has pasado, aunque tus motivos no sean como en tus compañeros de aquel tiempo, la madre del otro lado de la Línea Gótica, la mujer que espera con el hijo recién nacido, la falta de confianza en el propio coraje, el preferir la vida que mal o bien se va viviendo y que parece más segura, o el miedo de acabar despedazado como se veía acabar a tantos otros. Las razones de los hombres son infinitas, más que los mismos hombres. Lo que importa es, de todas ellas, el acto que las sintetiza, y, dentro de su posible ambigüedad, hacer prevalecer una sobre las demás. Y entre tus razones de ahora, las que fueren, han pesado más las que te han hecho pasar el frente, ir a la zona liberada, protegida por lo menos de algunas incertidumbres, a pesar de que detrás de las líneas no estén hoy los americanos. Las protecciones son otras, lo que cuenta es que lo sean y, por ello, son todas iguales. Tú sabes que lo son porque no hay más absoluto que arriesgar. Son terreno conocido. Se conocen los compromisos, se conoce el abismo del tedio, cierto y duradero, antiguo y ya soportable, al que de tanto en tanto se echan remiendos. Seguramente muchos de los que pasaron las líneas cuando tú demostraste que eras el mejor, tenían más esperanzas que las que tú puedes tener ahora. Entonces ya sobrevivir era una esperanza. También un compromiso, es verdad. Sí, porque pretender sobrevivir mientras y cuando otros mueren es, por lo menos, un compromiso. Tú lo sentiste muy bien, con la capacidad que tienes para sentir. Pero con todo, ellos tenían la esperanza de ver al nuevo niño que iba creciendo, a los padres que temían no encontrar. Tú, ahora, aun con el compromiso, ¿qué esperanza tienes? Ellos pasaban el frente deseando alcanzar la casa conocida, volver a ver a la muchacha con quien se reunían a hurtadillas junto al pozo, en el olivar. Tú no puedes esperar la casa conocida porque en ella has estado siempre, no hay niño nuevo para ver de qué color tiene los ojos, no hay muchacha más soñada que vista. Esto te lo dejas detrás de las líneas.
  • 104. 104 Ellos creían que dejaban detrás la muerte, sin ver tal vez lo que mataban en sí mismos. Tú dejas el amor mío. ¿Cómo volverás a probar tu calidad de hombre? ¿Podrás seguir manteniendo el orgullo de tus acciones? De tus acciones, sí. El hacer y el quehacer del hombre, su medida posible. Lo demás no son medidas, son imágenes de sueño, posibilidad de ser, que es otra cosa, y muchas veces la mejor, para quien no llega a sintetizar en acción su vivir. Pero tú no eres eso. Es verdad que tu honda comprensión de los que contigo estuvieron, tu adhesión entera a la vida, nunca te han permitido llamar cobardes a los que pasaron el frente. Tampoco lo dirás de ti ahora. Pero lo que te separaba de ellos lo sabías con tal fuerza que me lo has hecho sentir a mí, al contármelo. Y ¿qué te dirás pues? ¿Cuáles justificaciones hallarás para ti mismo, tú que no las quieres, esta vez que no puedes demostrar que eres el mejor de los que quedan? Esto no lo sé. Que te quitará fuerza, a la larga, estoy segura. No ahora. Todavía no, porque conoces bien lo que te queda; lo que tienes y te es soportable, perfecta y tediosamente, Porque es lo molido y remolido y te puedes permitir cualquier jugueteo, todo compromiso y diplomacia. Ningún riesgo. Sea como fuere se te acepta lo mismo, roto o descosido, sucio o lavado, precisamente porque nunca, pero nunca, se te ha aceptado de veras. Y tú te puedes conceder esa no medida de ti, ese no espejo, ese no reflejo, porque el campo que te deja libre es infinito, porque nada de ti mismo te opone, y tú puedes correr, correr inventándote imponderables, como quien no tiene freno porque busca un absoluto que acaso en verdad no quiere hallar, corno quien ha pasado las líneas y no puede volver atrás, y aunque volviera atrás, ha pasado el frente, y eso es para siempre, y se sabe. Otra cosa es cuando me dices: ―Estoy orgulloso de llevarte el paso, no es fácil... sabes... ―Y a mí me sacude todo el cuerpo tu intensidad. Pero lo que es en mí no importa. Tú sabes que yo no he traicionado, que no puedo hacerlo. Quizá porque me amo tanto como te amabas tú cuando decidiste quedarte, con un puñado de otros que también eran hombres, a intentar la última posibilidad de una existencia verdadera, aquellos días de principios de diciembre.
  • 105. 105 ¿Te dirás alguna vez que la vida te ha dado la posibilidad de mostrar tu cobardía, así como te había dado la de mostrar ese coraje que tanto te ha hecho admirar por todos? ¿Te lo podrás decir? Eso no lo creo. Hallarás, como para tus compañeros del 44, justificaciones llenas de contenido, de compleja verdad humana, inapelables, y ¿sentirás aún la diferencia entre tú y ellos? Porque sé cómo te he amado, sé que no volverás a tenerme entre los brazos, palpitante de ti, húmeda de ti, y sé también que después de mí no poseerás mujer que no te haga sentir que a mí no me tienes, que no soy yo. Es la medida, de nuevo. Éste es acaso el único riesgo verdadero que has corrido. Todo lo demás podrás acomodarlo. Pensarás que me amas y que para ti seré siempre alguien muy importante. Y podrá ser cierto, pero será memoria. Y vivir, y tú lo sabes muy bien, no es memoria.
  • 106. 106 Milán, octubre, 1974 ¿Cómo podremos, al pasar el tiempo, los años, referirnos el uno al otro...? ―¿Cómo está? ―¿Qué hace...?
  • 107. 107 APÉNDICE El horizonte es claro ―A ver, si nos paran ¿qué tienes que decir, Eulalio? El chico, sobre los diez años, contesta rápido: ―Que vamos a casa de la tía Encarna, que vive en Mora, y que es la perpetua del cura de Santa Inés... ―Tú, Sole, ¿a dónde vamos? La niña: ―A Mora, a ver a la tía Encarnación, que vive en Santa Inés... El día ha salido muy claro. Por la mitad del sendero Tomás lleva al burro de la rienda. Con los ojos fijos mira lejos, como si se quisiera adueñar del camino. El sendero se curva con la redondez de las lomas peladas, va bajando y luego sube hasta la ermita, rodea sinuoso el altozano y se mete donde no llega la vista, entre los cerros grisáceos. En la luz fría de la primera mañana la tierra roja parece aquí más quemada, allá más ocre. Unas pocas matas verdes salpican la aridez pedregosa. A la orilla del camino, bordeándolo, los algarrobos lucen hojas brillantes, ramas tortuosas y troncos atormentados en el aire trasparente. A lo lejos ya se vuelven manchas distantes. Tomás y su familia se habían echado a andar cuando apenas despuntaba el sol. La tarde anterior Tomás volvió del campo ceñudo y de mal humor. Por la noche le dijo a su mujer: ―No podemos seguir aquí. Mañana mismo nos vamos a Mora, donde Encarnación. Aquello es más grande y don Eusebio sabe qué gente somos. Ya ves cómo está esto. Recoged lo que podáis tú y esos dos. Yo prepararé el burro. Voy a decírselo a Ilario, por si los chicos vuelven antes que nosotros, para que se lo diga. ―¿Los chicos? Pero si tenían que estar de vuelta de un día para otro… Y dejar todo así, de repente... ―Mira Petra, ya lo sabíamos, están aquí detrás. No podemos esperar más... Verás cuántos acabarán yéndose..., cada cual a donde pueda… Nosotros tenemos la suerte de ir a donde Encarnación.
  • 108. 108 El burro llevaba un trote lento. Las alforjas cargadas con todo lo que Tomás había podido meter en ellas, y los bultos y hatillos que le echaron encima. La mujer de Tomás, que no había vuelto a decir palabra desde la noche anterior, iba sentada en medio. Envuelta en su toquilla de lana oscura, toda ella parda, si no se le miraba a la cara, enmarcada por el pañuelo atado bajo la barbilla, del que le salían unos mechones grises junto a los ojos cansados, parecía parte de la albarda. Su hija y su nuera caminaban detrás, cada una con su carga. Los chicos, hartos de camino, habían dejado de hablarse entre ellos, mientras empujaban con la punta reforzada de las alpargatas, las pedrezuelas que les salían al paso ―Abuelo, ¿falta mucho...? ―dice la pequeña. ―No, en cuanto lleguemos a la ermita nos paramos un rato. ―Uy, pero si la ermita está muy lejos... ―Qué dices, tonta ¿no la ves allí? De color garbanzo, con las esquinas de aristas bien recortadas, la ermita parecía de lejos un cajón uniforme sobre el altozano, pero, al irse acercando se iba viendo el dibujo que formaban sus piedras desiguales, la cornisa que remataba su austeridad, entre los algarrobos que, como protegiéndola, casi la rodeaban. Tomás miraba. Miraba el camino, y detenía los ojos en puntos fijos. Primero los algarrobos, luego la ermita, después todo se confundía. Detrás de él, el pequeño grupo seguía el sendero que iba dando la vuelta a una lomita. De golpe, Tomás se para: ―No miréis, no miréis ―grita. Suelta la rienda y corre hacia la curva que hace el camino más allá, donde empieza a bajar. Entre el marrón y el verde de un algarrobo se destaca la palidez ensangrentada de unos cuerpos desnudos. Y sobre el ocre oscuro de la tierra empapada, en un cartel con letras de sangre deformadas, se lee apenas: P... RROJOS
  • 109. 109 En el aguafuerte no se ve la sangre, pero las líneas y las sombras son precisas. Los cuerpos atados al tronco y a las ramas del árbol muestran aún lo que eran. Seguramente jóvenes. La carne recubre todavía muy bien el esqueleto. De una rama, atado por las rodillas, pende el tronco de un hombre destazado. Cercenados el cuello y los brazos, las manos unidas por los pulsos, con los antebrazos, cuelgan de una rama, y en un vástago de otra está hincada la cabeza. Por la maestría del dibujo, se siente aún la pujanza de la vida en el vigor de los músculos. De la figura central no sabemos cómo ha hallado la muerte. Se sostiene contra el árbol, atadas las manos a la espalda y los pies a una rama baja, con la cabeza ya sin nervio, caída hacia delante. Detrás está la tercera figura, descansando la cabeza y la espalda en el suelo. Se adivina que cuelga de otra rama, pero no se ve el resto. Sin duda Goya pensó que no era necesario. ¿Para qué recargar las imágenes? Bajo los miembros del destazado hay una sombra negra, que de cierto es la sangre que han vertido el cuello desgajado y los muñones de los brazos. El buril ha marcado con decisión los trazos de los miembros, la corteza del árbol trunco y atormentado, las hojas que le quedan, la loma que es el fondo. En la aguada finísima el horizonte es claro. No son las lomas de Tomás. El aguafuerte el mismo. ¿Maestría del arte o del odio? (Inédito)
  • 110. 110
  • 111. 111 Los lugares del tiempo Crecíamos para otro mundo. Hoy no sé para cuál, porque ninguna realidad visible o que, partiendo de esto que tenemos pueda imaginarse, se asemeja a aquel ideal, a aquella esperanza que se iba alimentando con la vida de cada día. El acto que pudiera parecer menos importante, o la manera de realizarlo, tenían el mismo referente absoluto, como en un acuerdo tácito natural, el mismo códice supremo, que no pesaba si no se infringía. ¡Ay de quien lo hiciera!, porque entonces se levantaban voces con explicaciones exhaustivas que iban dando a cada cosa su valor, su jerarquía, para mostrar la responsabilidad de la falta mediante esa lógica. Aprendimos muy pronto que lo que podía presentarse como insignificante no lo era, que representaba algo mayor, que era correlativo de todo el universo. Aprendimos que el camino habría de estar plagado de acechanzas, de apariencias engañosas, que podría ser espinoso y áspero, pero que ése era el nuestro. A pesar de la presencia de la guerra, materia cotidiana, tajo abierto la nuestra y la que veíamos caminar por los mapas de los mayores, quizá sólo la profunda convicción de la bondad originaria fundamental del hombre, de su ser criatura, podía sostener aquella educación que se apoyaba únicamente en el ámbito familiar con tal irrenunciable adhesión vital. Porque crecíamos compartiendo con igual adhesión aquel nuevo mundo que nos rodeaba, exuberante como las pencas que les salían a los bananeros, con la perra, el venadito, el tejón y el jabalí, viviendo de modo natural, ineludible, el tiempo dilatado de aquel lugar sin utopías, eterno en su quietud, donde nada se alteraba ni se explicaba nada, aunque alguien llegara diciendo una mañana: “Dicen que ayer noche hubo una balacera por allá por las bodegas…” Aquel nuevo mundo donde se respetaba el remoto código del cacique como un mandato de Dios, de reglas tan antiguas, altas y seguras como el vuelo de los zopilotes.
  • 112. 112 Entre estas dos maneras de aceptar el mundo fuimos entrando en la vida. Ambas presidían inevitablemente, en medidas y modos diversos, nuestros días. Después de un tiempo largamente transitorio, como suspendido, comenzó nuestra vida diaria de ritmos naturales en la exuberancia de la tierra caliente de la Huasteca potosina, en Tamazunchale. No sé quién le alquiló la casa a don Constante, que había sido presidente municipal, pero seguramente ya sabían que era un cacique. La casa era grande y nosotros muchos, con los abuelos, mis padres, mis hermanos y mis tíos que iban y venían. Tenía además bodegas y un cuarto que hacía de oficina. Toda construida alrededor de una galería abierta que daba a un prado, con una tejavana sobre postes, formaba una ele de dos brazos iguales. Al final de la tejavana, hacia adentro, estaba el lavadero con dos bateas. El tejado de palma, con tapanco en algunas habitaciones, y así era el comedor. Otras tenían un cielorraso de tela encalada. Tenía esas ventanas balcones de muchas casas viejas y antiguas mexicanas, que empiezan muy bajos, con un antepecho por dentro en que, sentados, se mira cómodamente a la calle, altos, de dos hojas, y protegidos por unas rejas sencillas, de varillas lisas de hierro, con uno o dos nudos que las agracian. Desde allí veíamos pasar a los que iban arriba y abajo por la calle, la principal, que atravesaba el pueblo a lo largo, y a los que venían a la iglesia, porque la puerta del atrio daba justo enfrente. Allí jugábamos a adivinar quién pasaba. Con los ojos cerrados había que acertar, según el rumor que hacían los pies descalzos, los huaraches y los zapatos, y el ruido de los cascos de los caballos y las ruedas de los carros, cuánta gente era. El jueves, por el mercado grande, era el mejor día. Contigua a la iglesia había una casa de piedra cruda sin revocar, con unos ventanucos pequeños y muy altos en la pared, también con sus rejas. Si no se podía mirar a la calle ¿para qué servían aquellas ventanas? Hasta que un día mi padre nos dijo que eran así porque en aquella casa vivía el obispo y que el obispo andaba por casa a caballo. Todo se volvió natural y, desde entonces la casa de piedra se llamó para siempre “la casa del obispo”.
  • 113. 113 Desde la hondonada del valle la última llama de azafrán iba menguando detrás de los cerros apretados. Pasaban muy altas las bandadas de cotorras gritonas y en su vuelo afanoso parecía que tocaran las copas de los nogales. La tierra había exhalado ya los vapores más cálidos y dejado en el aire la humedad tibia de cada atardecer. Salíamos a jugar al prado de zacate, grande y verde frente al corredor abierto, y en la memoria inmenso. Era nuestra mejor hora. Medio desnudos, hasta la cena no había límite. Yo con el traje de baño que me regalaron las francesas cuando salimos de Onzain para embarcarnos. ¿Para qué entonces un traje de baño? Porque casi cualquier cosa, menos lo indispensable, estaba de más. Pero algunos objetos siguen caminos inesperados. Me gustaba mucho aquel traje, con su espalda roja y su delantero a rayas de colores. Había hecho nuestro mismo viaje y, para siempre, aquella plenitud. El abuelo salía también al caer la tarde a sentarse en su sillón de mimbre delante de la galería. Fumaba su puro al fresco de la primera oscuridad, mirando cómo los cerros se iban perdiendo y en los nogales ya opacos se escondían los tordos. Fumaba y recordaba. Su tiempo era eso. Fumaba y apoyaba las manos, una sobre otra, en la vara nudosa de higuerilla que era su bastón. Y a veces iba a verle aquel Palmiro, que para todos así se llamó, aunque ese no era su nombre. Se sabía muy poco de él, sólo que vivía cerca de allí, en Palmira. Llevaba muy calado el tejano y solía ir ya entre dos luces, casi anochecido, desde aquel día que llegó preguntando por don Constantino, nuestro casero, y se encontró con don Guillermo. ―¡Ah!, ¿es Usted de los españoles que llegaron apenas…? Don Guillermo se puso de pie: ―Hace ya tres meses… Y Palmiro: ―¿Y le gusta por acá, señor…? Don Guillermo: ―Sí, me gusta, vivimos tranquilos… Palmiro: ―A mí me encantaría de veras, señor, ir a su tierra, para ver a todos esos reyes con esos trajes tan bonitos como se ven en las barajas, como de toreros… Yo vivo lejos, señor, pero vengo seguido acá por diferentes mandados… ¿Que me daría Usted licencia para pasar a platicar un ratito?
  • 114. 114 A don Guillermo la guerra y Saint-Cyprien le habían traído muchos años y aquellas fiebres. Con los lúcidos ojos entristecidos: ―Venga cuando quiera. Yo suelo sentarme aquí todas las tardes… A tomar el fresco. Hace demasiado calor en este pueblo…, pero esos reyes que dice Usted no se ven más que en los naipes. Toreros sí, de sobra… Y miraba a los ojos bajo el tejano asombrado por su interés, porque sólo oía en aquel rostro a una amable máscara inescrutable. (Inédito)