Este documento habla sobre cómo el autor se siente viejo desde hace mucho tiempo a pesar de no tener arrugas en la frente. Explica que ha tenido que enfrentar dificultades desde muy joven, forzándolo a madurar rápidamente. Odia su cumpleaños porque le recuerda momentos difíciles de su vida. Aunque sus amigos bromean sobre su nueva condición de viejo, él dice que llegan tarde porque se ha sentido viejo durante mucho tiempo.
1. Sin arrugas en la frente
Recientemente me ha dado por cumplir años. Que se le va a hacer, es un ritual
que todo hijo de vecino ha de realizar, al menos, una vez al año ya que, en caso
contrario, es un mal síntoma. Me ha tocado cambiar de decena, de ese dos que tanto me
gustaba, a un tres. Porca miseria. Como consecuencia de esta nueva tercena decena, los
chistes y chascarrillos a propósito de mi recién estrena condición de viejo – o en su
variante castellano manchega, viejuno – proliferaron como legión. Que si bienvenido a
la tercera edad, que me congratulo por tu nueva condición de hombre maduro, que si
acabas de dar tu primer paso hacia el camino de la decrepitud y decadencia, y demás
retahíla tradicional y, por tanto, poco original y manoseada de tanto usarla; la rutina de
costumbre.
Lo más gracioso – tanto que me parto la caja por dentro – de toda está
parafernalia de adjetivaciones y referencias a esta ficticio y, en teoría, nuevo estado en
de mi trayectoria vital, es que, queridos personajes varios que formáis parte de mi vida,
llegáis tarde. O sea, entre nosotros, así en confidencia al oído, mi condición de viejo no
es estrenada con mi último cumplimiento de nacimiento. Lo siento, os fastidias, llegáis
con muchos años de retraso. Perdéis un quesito. El amarillo por ejemplo.
Hay una gran canción que comienza con la siguiente estrofa: a veces llega un
momento en que te haces viejo de repente sin arrugas en la frente pero con ganas de
morir. Quitando la última parte – tampoco hay que ser melodramáticos – está estrofa
describe perfectamente lo que le sucede a una gran cantidad de gente en algún momento
de su vida. Y a mí, por supuesto, me ha ocurrido. Varias veces por cierto. Tampoco es
plan que con estas líneas os haga un resumen, más o menos extenso, de mi trayectoria
vital hasta estos días. Eso no va conmigo; soy de eso tipos que lavan sus trapos sucios
en casa y con Ariel, si la economía doméstica lo permite. Total, que no me da la gana.
Pero esto no es óbice para que os justifique, más o menos en detalle, el porqué llegáis
tarde, para poder aplicaros, sin temor a equivocarme, ese refrán tan nuestro de a buenas
horas mangas verdes. Desde demasiado joven – siendo sincero, demasiado niño – supe
de qué iba este negocio que la gente suele llamar vivir. O vida. Demasiado niño supe lo
perra e hideputa que puede convertirse el hecho de caminar, paso a paso, intentando no
dar tumbos, por eso camino supuestamente de baldosas amarillas. Demasiado niño supe
que ni cuento feliz ni leches en vinagre, que de viaje placentero y copas de yate las
justas, solo de vez en cuando, y que lo que sobra era vino don Simón y cardos en salsa
de ricino sin procesar, para purgar los intestinos. Tuve que crecer demasiado pronto y
demasiado joven para poder jugar las cartas que me habían tocado en esta mano de
póker, o mus, o tute – que para el caso tanto da la metáfora del juego de naipes –. Tuve
que aprender, a toda leche, las reglas de este juego para poder apañar algún que otro
amarraco cuando se pudiera – o pudiese –. Demasiado pronto tuve que lidiar con
morlacos de 600 kilos en canal, de esos que te buscan los adentros constantemente,
cuando ni siquiera era novillero. Así que fui cargando poco a poco, piedra a piedra, esa
mochila que todos llevamos a cuestas y que vamos llenando con nuestras propias
experiencias y decisiones, con esos fracasos y naufragios que nos hacen, más que
nuestras alegrías y victorias, ser lo qué somos. Y ser cómo somos. Todo eso fue
demasiado pronto.
Así que, para dejarlo bien claro, o sea, muy clarito que hasta un estudiante de la
Logse lo entendería: odio mi cumpleaños, aborrezco esa jodida fecha. Me deprime. Me
dan ganas de echar la pota por todas las esquinas. Me hace revivir el día que la cruda
2. honestidad de la vida – esa que no sale en las películas de Disney y demás chorradas
catódicas – me dijo que nones, que verdes las han segado y que eso que somos
invulnerables a los elementos nasti de plasti, que las deudas se pagan, con un interés
según el euribor de turno más un añadido por inconsciente y por estrellado. Que los
gigantes que uno cree que lo son tienen los pies de barro – como todo hijo de vecino –
y, que en esa mano, no tienes ni pares, ni juego, ni siquiera un solitario rey para luchar
por la mayor, y como bien dice esa máxima absoluta: jugador de pequeña, perdedor
seguro – o algo parecido –. Y entonces, en cada uno de esos días en los que me da por
añadir una unidad a mi edad, aquellos fantasmas que tienes guardados bajo siete
candados, dentro de tu particular Fort Knox, consiguen abrir las siete cerraduras de la
última de las tecnologías más ultra modernas, saltar el foso de los cocodrilos y las
pirañas, y salir de parranda a buscar jarana y, si se tercia, ir al burdel más cercano a
darle un poco de acción al durmiente, que ya ha despertado. Habrá lectores que sepan de
lo que estoy hablando, que hayan vivido y sufrido esos momentos en los que te toca
luchar a la sombra, esos instantes en que lo único que te queda es ir a tu rincón y
aguantar las somanta de golpes que el campeón de los pesados te está soltando así, de
aquella manera, porque tú lo vales, como el anuncio. De tener que transformarte en ese
Pagliacci que tiene que vesti la giubba – grandísima aria que al que no haga
estremecerse es mejor que se tire por un puente, porque ya está muerto – y tener que
sonreír y salir a hacer el papel que te ha tocado en esta comedia – casi siempre tragedia
– que es la vida. Aprendes a vivir con ello. Nunca se supera. Nunca.
Por tanto, llegáis muy tarde mis queridos amigos. Hace ya mucho que soy un
viejo, o viejuno o como diablos queráis decirlo. Hace tiempo que me hice viejo y, lo
peor de todo, es que no tengo arrugas en la frente. Que ironía.