1. Amantes idos; amantes vivos
Amenazó a Venancia, diciéndole que sabía lo suyo con Anselmo Matallana. En una palabrería hirsuta.
Con esa voz de mandatario venido a menos. Y, ese, solo era la primera parte de su cuadro de acción.
Que incursionaba en todas las casitas habidas, por la gente, a partir de inmensos esfuerzos. Con ese
trabajito en minas de carbón. Y que, en su inmensa mayoría, estaban en manos de voraces sujetos.
Que, desde comienzo de siglo, tenían apaleadas las ilusiones de quienes estaban expósitos y
expósitas; ante el salvaje negocio.
Niños y niñas, metidos (as) ahí en esos socavones inundados de agua y en estreches malparida. Un
uno a uno, ahí. Casi que fundiendo las inspiraciones en una sola. Una vocería, allá adentro, que
denotaba cansancio. Con su potecito de arroz con huevo. Frío. Comoquiera que las mujercitas, niñas
y adultas, lo habían puesto en los recipientes, desde temprana hora.
Una jornada de trabajo que empezaba a las tres de la madrugada. Los horarios infames. A las seis
de la mañana, obscura allá adentro, palpaban el taleguito. Y florecía la panela partida. En esa alacena
común. Otro hueco asfixiante. Solo diferente por las tablas puestas, de tal manera que cada quien
aprendiera a distinguir, en esa noche perenne, su compartimento. Allí mismo estaban los guantes
hechos de ese cuero ordinario. Y, por el cual debían pagar por adelantado. Con ese supervisor huraño,
déspota. Que hacía de cada grito una unidad de pesos; que hacía crecer. Mientras más vozarrón
fuera su hablantina; mayor sus porcentajes. Allí, en la báscula a boca de túnel. Y los recipientes que
abarcaban hasta la unidad de medida mentirosa. Recipientes que, también ellos, debía pagar por
adelantado; a los sujetos en cadena de humillaciones.
Cierto es que, los días, eran como tósigo de trinchera en guerra. Sumatoria de horas, como unidad
de tiempo miserable. Por lo que estas tenían y tienen de vejámenes. No eran las mismas horas que
pudieran disfrutar allá afuera. Aprendieron a mirar y sentir el aire como recompensa. Como premio.
Como enjundia encontrada. Que, simplemente, hacían de cada hálito de aire una figura parecida a
ensanchar las posibilidades de no sucumbir. Ante ese avasallante proceder de los dueños de esos
socavones bajo tierra. Como horadándola de continuo. En veces con las macetas y los picos
engarzados en palos rústicos.
Venancia, en esa brega, untada desde siempre, no atinaba a entender esa dualidad impuesta. La
acción de cocinera y el otorgamiento de lo suyo. Casi dos veces al día. Dependiendo de las
necesidades de la lascivia del hijueputa explotador. Incluso, la poseía en tiempos de la sangría
periódica. Cuando conoció al negro Anselmo, intuyó que lo amaba y que lo amaría por siempre. Negro
de ojos vivos. De músculos tallados a partir de su nacimiento. Con un torrente de voz cálida, amatoria.
Y se encontraba con él en el rastrojito adyacente al hueco en que ese Hombrote dejaba cada respiro.
Recuerda que lo hicieron en ese día que llaman “viernes santo”. Día como cualquier otro para ellos y
para ellas. Solo recibían un beneficio casi miserable. Sus patronos, exhibían una dádiva de
cuatrocientos pesos más, a partir de lo arañado a la veta. Simplemente se entendieron por las señales
que emitían las manos y los ojos. Llegó a las seis en punto. Tenía puesta la batica que había heredado
de su madre. Con escote que mostraban esas pepas inflamadas, desde antes de llegar. Un beso
expansivo, duradero. Otorgado como la razón de la sinrazón de amantes. El negro la despojó de todo
lo que llevaba puesto. Y se desvistió ante ella. Mostrando un falo inmenso, potente, erecto.
Al llegar a la casita, ahí estaba el maldito sujeto. Con su espada de matarife. Y empezó a destrozarla.
Un ir y venir, como ráfaga, ese instrumento la fue demoliendo. En ese dolor absoluto. Y, Venancia,
se fue yendo. Hasta que se extinguió. Llevándose la imagen de su negro.
Y, lo que siguió fue la prolongación de los dolores juntos. Anselmo no encontró la salida del socavón.
Simplemente porque la cuerda que hacía de guía y de soporte no estaba. Había sido rapada por
2. orden del perdulario patrón. A partir de la muerte de ella y de él; todos los amaneceres eran
iluminados por el fuego de la esperanza y por la sombra viva de los amantes.