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AL LORO
(1987-1988)
José Luis Coll
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
SEÑORA…
SEÑORA, es usted una dama bella y elegante, huele a Loewe, viste y calza
Loewe, pero habla como lo hacía la Francis, piensa como la madre de Doris Day
y tiene la exacta voz de una viola recién desafinada. Señora, deje a un lado el
“Reader Digest” y escúcheme. Yo soy, aunque no lo aparente, una persona
normal, sencillita y modesta, más bien tímida -mi persona-, y todavía susceptible
a la perplejidad, el asombro y el fleco de baba en boca cuando lo insólito llama a
mi puerta. Y le ruego, señora, que cuando me vea por la calle o coincidamos en
el vestíbulo de algún teatro o cine, no me abrace gritando, cual si fuera mi mamá
política rediviva, diciendo que me admira, que se ríe conmigo muchísimo -
aunque su marido, no- y me dé aire en la cara con su excelso pecho -Gizeh y
Sakkara horizontales- en un afán de halago insoportable.
Señora, es usted una dama elegante y bella, o, al menos, queda huella de lo
dicho, pero no siga balanceándose en el trapecio grotesco del espejo de
Blancanieves. Y, sobre todo, no allane mi personalidad. No se cuele en mi
persona, no me inunde de usted misma, por el hecho de que yo sea un “hombre
público” y usted no sea una “mujer pública” que, en mi caso es un piropo injusto
y en el suyo un lamentable insulto, más injusto todavía.
Señora, usted conserva un saludable andamio, una bella carrocería que más de
una presumida jovencita querría para sí. Y usted, señora, es dueña de unos
ademanes que, bien dirigidos podrían dar que pensar al propio Rodín. Pero,
señora, la verdad, y no se ofenda, el aspecto de su orquesta es majestuoso, pero
estridente su sonido y huérfano ritmo.
Señora, cuando me vea, muéstreme sus nacarados dientes en una sonrisa como
de fiesta en la Casa Blanca y salúdeme “sotto vocce” alargándome su pulcra
mano, que estoy dispuesto a besar con una ligera inclinación de cerviz. Pero no
abra la boca. Que Pandora no se entere. Musíteme algo que ni yo mismo
entienda para que, a mi vez, le devuelva su sonrisa.
Y así nos habremos comportado ambos como dos seres de alma refinada:
amables, pero ignorándose mutuamente.
4
GALANTERÍA
ELLAS tienen la culpa. Ya no hay hombres galantes. O apenas quedan. Y todo
por querer equipararse en todo al tradicional dictador varón, que ha pasado
directamente de arrastrar a su pareja por los pelos, fuera o dentro de la gruta, a
inclinarse reverente y melifluo, para volver a hacerse el distraído. Y es que ellas
quieren los mismos puestos de trabajo, los mismos derechos, las mismas pagas y
todas las mismas prebendas de que viene gozando el macho a través de los siglos
por los siglos amén. En cuyo caso, y de llevarse esto a efecto, no hay razón
lógica para deleitar su ánima con el más mínimo gesto de cesión galante.
De cualquier manera, los que aún coleccionamos el poso de las buenas y
gentiles maneras vemos con cierta aversión el que María de las Candelas, tras
engullir un largo trago de güisqui, pida la nota y abone lo de ella y lo de su
virtual pareja, apague el cigarrillo con ademán de camionero y salga a la calle
escupiendo por el colmillo.
La mujer es mujer, y bastante suerte -desgracia- tiene para desprenderse de la
ventaja que es su debilidad física, que no mental, que en esto sí que conozco
casos de machos romos de cerebro que para sumar dos y una suman los dedos.
Esto no quiere decir, ni mucho menos, que tengamos que convertirnos en una
especie de lamesuelos ante la dona para con ello despertar su secreta admiración,
que, al fin y a la postre, podría conducirnos al lecho del placer, que es lo que se
suele buscar a la postres y al fin.
Creo que es bueno eso de seguir siendo la mano protectora de la hembra,
aquella que, a pesar de ser arrastrada por el cabello, luego se quedaba solita en la
cueva mientras su sufrido esposo, porra en mano, iba a la búsqueda del mamut o
el endriago comestible. Como también es muy posible que a la vuelta de la
peligrosa aventura culinaria, de no haber tenido éxito, zarandease a su hembra,
torta va torta viene, que es como suele tranquilizar sus nervios el macho enojado,
ya desde entonces hasta hace veinte minutos.
Claro que también se da el caso inverso. El hombrecillo como mirado con los
gemelos al revés, la voz de flauta, el esternón en relieve, las canillas a punto de
troncharse y un hueso de aceituna como bola muscular. Y esa cosa al lado de una
“varona” con cuatro jamones, pechos orográficos, dedos morcilla, pies
palmípedos y una papada que cubra las rodillas… Entonces es cuando hay que
intervenir en favor de esa insignificancia masculina, llevarlo en brazos a la cama
y amonestar a la “señora” si osase poner la mano encima de aquella miseria
marital.
Pero, en fin, no suele ser eso lo más frecuente, sino todo lo contrario. Y en
tanto las cosas sigan siendo así, como vienen siendo siempre, yo ruego a los de
mi sexo que admitan la igualdad femenina en teoría, pero jamás en la práctica.
Y eso que me encuentro estos últimos treinta años bastante pachucho.
5
ADORABLE ESPOSA
CONFIESO que mi esposa me tenía hasta el gorro. Es decir, harto. O lo que es lo
mismo, que me era abundantemente insoportable. O dicho de otro modo, que la odiaba
con toda mi alma. Creo que se va entendiendo lo que quiero decir. Sin embargo, ella,
por su parte, cada vez que mostraba mayor cariño más encendida pasión y mayor
número de propuestas respecto a lides amorosas. Jamás discutía mi más mínima idea ni
era capaz de llevarme la contraria, aun cuando mi razonamiento fuera el de un burro
inculto -que es como suelen ser casi todos ellos-, y antes era capaz de arrojarse a un
pozo que oponerse a cualquier proyecto mío, por descabellado que éste fuera. De tal
modo depositaba sobre mí toda la inmensa carga de su amor, que se me hacía como una
losa de difícil sujeción.
La verdad es que no sabía qué hacer para librarme de aquel anegamiento de melifluas
circunstancias. Por otra parte, yo no quería ser víctima de una “piedad peligrosa”; que
de todos es sabido las terribles e irreversibles consecuencias que suelen traer tales
sacrificios. Pensé en tratarla mal, castigarla de verbo y obra para que disminuyese, y
hasta desaparecieses, aquel sindeticón humano que me abrumaba como endriago
incombatible.
Pero no me dio resultado la frialdad, ni el insulto, ni el fortuito golpe en mejilla con
mano cerrada en forma de apretado puño. Podría asegurar que hasta fue un aliciente, un
incentivo para aumentar más sus muestras de perra fiel, de esclava sumisa, de cosa
informe que se me arrastraba hasta el delirio de la autohumillación, inmolándose en el
altar del más acendrado amor.
Y de repente, algo iluminó mi calvario. ¡Claro, como no habría caído antes! Le
pagaría con la misma moneda. Haría un perfecto plagio de su odioso sistema. E ipso
facto puse en marcha mi maquiavélico plan. Y ahora era yo quien le suplicaba amor, le
besaba las manos, le recitaba horribles poemas por mí concebidos en largas noches de
insomnio, la acorralaba a todas horas con mis pretensiones de acciones lúbrica
incontinentes y vertía sobre sus desnudos pies ardorosas lágrimas que ni el más
desventurado Werther hubiera podido verter. Las veinticuatro horas del día la seguía, la
asediaba, la acorralaba, aullaba y gritaba en demanda de millares o millones de besos
apasionados.
Y el fruto no se hizo esperar. Pronto empezó a mirarme de manera adusta, displicente
y evidentemente fría. A contestar con monosílabos o a darme con la puerta en las
narices. Hasta llegó a lanzarme parte de la vajilla -la menos valiosa- a la cabeza.
Una noche de invierno me arrojó a la calle. Por más que le lloré y supliqué, se mostró
cual piedra de granito.
Hoy va contando por ahí que me volví un ser detestable y odioso. Y que no se
considera culpable de mi desdicha.
Ni de mi felicidad.
6
¿COMPRENDE?
HAY veces que uno tendría que decir las cosas, pero… No sé, es como cuando
tú, por ejemplo, pues… Cómo le diría yo… La cuestión es que no siempre se
puede hablar con absoluta claridad, porque entonces… Lo cierto, después de
todo, es que siempre alguien se queda con la duda de si esto es así o esto es asá,
o te refieras a Tal o a Cual. Porque hay que reconocer que la sociedad se rige por
unos convencionalismos que no siempre permiten que uno pueda ahondar en el
quid. Y yo me pregunto: ¿Es mejor quedarse en la incertidumbre por miedo al yo
qué sé? ¿O sería preferible, con todo su riesgo, ahondar en el tema, aun cuando
esto nos cueste… qué se yo?
No es fácil el tema ni se puede llegar a una conclusión de ribetes satisfactorios,
que lo empírico así lo viene demostrando desde tiempo inmemorial. Porque,
quiérase o no se quiera, no es fácil saltarse unas normas o reglas de juego que
vienen estando así establecidas desde el principio de los tiempos. Aunque -y ello
es innegable-, no cabe mejor conducta del intelecto y la ética que decir aquello
que concierne a la propia moral del ente. Pero, eso sí, siempre de una manera
clara y diáfana, sin recovecos o revueltas de inútil dialéctica, sino yendo
directamente al grano de la cuestión, en aras de un rápido y diáfano
entendimiento del asunto de que se trata. Ya que la banal dialéctica de ampuloso
e intrínseco planteamiento, se torna oscura en sí misma, impidiendo, por
conclusión, su propio esclarecimiento. Decía Arnold Goldswith que “lo que es
en sí, sólo es así en tanto que es”, mientras que François Sevret afirmaba que “no
es en sí nada, hasta que nada es”. Ambos conceptos son mentalmente admisibles,
aun cuando se contraponen en un subyacente orden de oposición conceptual. O
lo que es lo mismo: no es justo abogar en pro de un aserto de fines abstractos, en
tanto en cuanto no haya una prueba concluyente de que lo que allí va implícito
no corresponde a un orden de válidas conclusiones.
Es muy posible, y hasta probable, e incluso fácil, que muchos de mis lectores -
si los tengo-, estén en absoluto acuerdo con lo que aquí demuestro, y discrepen
de manera evidente con cualquiera de mis asertos. Pero es éste un riesgo que
hemos de correr quienes somos partidarios de lo conciso y lo transparente. Y no
es misión nuestra, pues, caer en una controversia inacabable de no fácil
resolución.
Al pan, pan; y al vino, vino. ¡Qué leche! ¿Comprenden?
7
EL BINGO
NO existe persona de mayor talento ni mejor conocedor del talante humano
que el inventor del bingo. Se necesita una gran capacidad de observación, gozar
de un empirismo vital de tal magnitud que anonada al más exigente. Se trata de
poner en manos de la gente, de la mayor parte de la gente, un juego que consista
en arriesgar muy poco dinero para ganar mucho. Ustedes me dirán, claro, la
lotería. Por poco dinero se pueden obtener pingües y gratuitos beneficios. Pero
no es “esa” lotería, para la que hay que esperar meses o quincenas o semanas
enteras. No, el bingo ofrece esa misma oportunidad, con lapsos de cinco a diez
minutos de espera como máximo. Y más facilidades todavía. No hace distinción
de raza, color o sexo. Tampoco se exige vastos conocimientos culturales ni título
o carrera. Basta con no ser sordo y conocer los números del 1 al 90. Incluso
siendo sordo, porque para ello se dispone de unas pantallas de circuito interior
televisivo, donde van apareciendo sucesivamente los susodichos numeritos.
¡Ah!, y nada de tener que pensar o hacer cálculos mentales que puedan poner en
peligro la buena salud de las meninges. Simplemente tener en la mano un
bolígrafo o similar -que también lo proporciona la casa- e ir tachando números
del cartón a medida que vayan coincidiendo con los del jugador.
No me negarán ustedes que es de un mérito inconmensurable lograr tamaño
invento, en el que personas de toda condición diariamente se ponen -nos
ponemos- ante unas cartulinas que pueden sorprendernos con la varita mágica
del hada Fortuna, sin el menor esfuerzo físico o químico por nuestra parte ni por
la de nadie.
Confieso que a veces he perdido gran parte de mi tiempo en imaginar un juego
que fuera la posible competencia del bingo y confieso mi fracaso. Por más
vueltas que le he dado no logré, ni por aproximación, dar forma real a pueril
artilugio, treta o estratagema que desbancara o ni siquiera igualara a tan
angelicalmente infernal jueguecito. Y dudo que en mucho tiempo de ahora en
adelante alguien sea capaz de hacerlo con la más mínima ventaja.
Esta es la razón por la que dije al principio que quien dio a luz el bingo fuera
digno de más altos y ambiciosos proyectos. Un ser así podría, sin la menor duda,
ostentar cargos de alta responsabilidad en el Ministerio de Hacienda o en
cualquier otro de gestión financiera. Nuestro país necesita cerebros de tal índole
que nos haga brotar de este mar de incertidumbres fiduciarias. Sé que es mucho
pedir, pero los españoles, en cuestión de milagros, estamos harto acostumbrados.
Podría decirse que hasta por ellos vivimos.
Esperemos.
8
SORDOS
SOLO hay dos clases de sordos: los que no pueden oír y los que no quieren oír.
Los primeros no oyen porque no pueden. Los otros si no oyen es porque no
quieren. O lo que es lo mismo, los que no pueden oír es que no pueden. Mientras
que los otros es que no quieren. Resumiendo, que unos no oyen porque no
pueden y los otros es porque no quieren. Total, que en estos dos únicos grupos
unos no pueden oír y otros es que no quieren.
Una vez aclarada esta premisa pasemos a examinar ambos grupos. Primero el
de los que no pueden oír. A éstos por más que se les grite nunca oirán porque no
pueden. Tienen una imposibilidad física, orgánica. No hay nada volitivo en ellos
respecto a su posibilidad de oír. Desde otro ángulo es como el ciego. Que
tampoco oye. Digo, que tampoco ve. Porque también existen dos grupos de los
que no pueden ver y el de los que no quieren ver. Pero de esto ya nos
ocuparemos otro día. Estábamos hablando de los sordos que no pueden oír. De
los que tienen imposibilitadas las facultades de la audición. Que viene a ser lo
mismo, en lógica comparación, con los mudos que no pueden hablar o los que
no quieren hablar. Que en realidad son como los ciegos que quieren ver, digo
que no pueden ver, o los sordos que no pueden oír. Y así son los mudos que no
pueden hablar. O como los ciegos que no quieren hablar. O los mudos que no
quieren ver. En cada uno de los casos hay una notable diferencia: la de los que
no pueden hacer una cosa y la de los que no quieren. Bien sea la del mudo que
no puede ver o la del ciego que no quiere hablar. E incluso la del sordo que no
puede hablar ni ver. Porque si un sordo no quiere hablar es como si estuviera
ciego, ya que no ve su interlocutor la imposibilidad que tiene para no oír. El caso
es diferente cuando el ciego que no quiere oír le habla al que no quiere escuchar,
puesto que si éste no escucha es porque no puede o porque no quiere. Y en
ambas circunstancias el esfuerzo es inútil, ya que el otro ni ve ni oye: calla.
Pero también podemos tropezarnos con el caso del sordomudo que no quiere
ver. Naturalmente, éste ve, pero no dice lo que ve porque no puede hablar.
Aunque existe la posibilidad de que se haga el sordo. Mas aunque así fuera
tampoco podría decir nada, ya que no puede hablar. Y no nos olvidemos del
ciego-mudo cuando se hace el sordo. Sabemos que no ve y que no oye, digo que
no habla, pero no quiere oír. Es un falso sordo que oye, digo que no habla, pero
no quiere oír. Es un falso sordo que oye, pero como no ve pues no puede decir lo
que oye, puesto que no es sordo, pero disimula.
Lo cierto y verdad es que yo he conocido a muchas personas que oyen, ven y
hablan. Quiero decir que pueden oír, ver y hablar. Pero aunque les hables, les
muestres o les grites, callan porque ni ven ni escuchan ni se enteran de nada.
¿Está claro?
9
DISYUNTIVA
YO tenía que elegir entre una de las dos mujeres. Una era verdaderamente
hermosa, elegante, culta y de maneras suaves, amén de exhalar un profundo
aroma sensual que embriagaba los sentidos. Asimismo era dueña de una gran
fortuna, herencia de herencias, con sabor a caoba y sangre azul. Su verbo era
fluido, certero, sin culteranismos, avalado por un recio acerbo de cultura y vastos
conocimientos de todos y cada uno de los asuntos de los que trataba.
La otra mujer era un perfecto remedo del feísmo. Aquellas manos con dedos
como zanahorias, aquella boca sin dientes y aquellos ojos turbios de mirada
convergente bajo unas cejas superpobladas de pelos enmarañados hacían de su
mirada un manantial de pavor y desasosiego. Su endeble cuerpo, de caprichoso
esqueleto en perfecta inarmonía, se cobijaba bajo unas telas de color indefinido,
sucias y malolientes. Aunque bien es sabido que la indigencia puede ser
compatible con el aseo, no creo que aquella mujer hubiera tenido trato con
pastilla de jabón desde su más tierna y lejana infancia.
Era necesario -por razones que no vienen al caso- que yo eligiera una de las
dos como esposa hasta que la muerte nos separase. Mi decisión debía de ser
serena, calmada y lúcida. No debía precipitarme sobre algo que luego pudiera
ser arrepentimiento para el resto de mis días. Las observé una y otra vez. Quería
estar muy seguro de mí mismo. Mis ojos iban, alternativamente, a Elena María,
que me sonreía desde sus blanquísimos y nacarados dientes, pasando luego a la
horripilante Plutarca, que sostenía una mueca de significado incierto sobre aquel
rostro, tal vez plagio de algún endriago o espíritu diabólico escapado de los
infiernos.
Apenas me quedaba un minuto para tomar la decisión última. Y apuré los
segundos para que mi cerebro no me jugara una mala pasada en el momento
decisivo. Levanté mi mano diestra y su dedo índice se dirigió implacable sobre
Elena María. Sí, elegí a Elena María. Lo otro hubiera sido una terrible
equivocación.
10
HAY QUE DESCONFIAR
CUANDO yo pertenecí a los servicios secretos de aquel país, mi jefe me dio
un consejo que jamás olvidé: “No con-fíes nunca en nadie. Las apariencias son
las que más engañan.” Y lo he tenido tan presente, que me sacó de varios y
abstrusos problemas. Recuerdo que andábamos tratando de aclarar un caso de
malversación de fondos, complicado con drogas y prostitución. Se me advirtió
que la cabeza oculta de aquel tinglado era un hombre experto en trucos y
disfraces. Y hallándome una tarde sentado en una terraza del Parque del Oeste,
vi que olisqueaba uno de mis zapatos un perro de raza indefinida. Al principio no
le di mayor importancia, pero al observar la insistencia del chucho, una terrible
duda se instaló en mi cerebro. ¿No sería ese aparente perro el individuo en
cuestión que, alertado por imprevisibles confidentes, hubiera descubierto mi
verdadera identidad y tratara así de desenmascararme? Lo acaricié con cierto
recelo. El animal se acurrucó bajo mis pies y se dispuso a dormir una siesta. Yo
no apartaba mis ojos de los suyos, que se abrían y cerraban tal vez con cínica
naturalidad. El nombre del sujeto a descubrir era Giuliano. Y de repente, como
queriendo cogerle desprevenido, le dije al oído: “Hola, Giuliano.” El perro me
miró y bostezó de forma ostensible. Lo dejé estar.
Pagué la consumición, pedí un taxi e hice que me acompañara aquel “perro”,
que lo hizo sumiso y obediente. Llegamos a mi apartamento. Me puse cómodo,
saqué dos vasos y una vieja botella de güisqui que aún contenía algo. Y ya le
espeté sin más disimulo:
-Vamos, Giuliano, bebe. Es un buen güisqui.
El perro hizo la rosca sobre la alfombra, y se dispuso a dormir nuevamente.
-Es inútil que sigas disimulando -le dije con mirada un tanto agresiva-. Sé que
eres Giuliano Escicia, de los Escicias de Cisilia, digo de Sicilia.
Pero nada. Él seguía tumbado y con la mirada turbia. Y lo cierto es que era
exactamente igual que un perro: pelo, patas, hocico, cabeza, orejas, rabo…
Incluso llegar a ladrar, cuando apreté con fuerza una de sus patas. Pero no dijo
más.
De cualquier manera, yo lo sigo vigilando. Lleva en mi apartamento más de
siete meses. Le echo de comer y lo saco para que suba la pata ante los árboles,
todas las tardes a la misma hora. He recurrido a infinidad de trucos, pero nunca
cayó en alguno de ellos. Pero sigo dispuesto a tenerlo a mi lado toda la vida,
hasta que al fin se rinda y confiese toda la verdad.
Un buen agente debe de ser paciente. Y yo lo seré.
11
EL RELATO DE HOY
YO tenía que escribir este relato, pero no se me ocurría nada. Y de repente se
presentó Gila en mi casa, y me dijo: “¿Qué vas a hacer?”. Al principio desconfié
de esta pregunta, pero la analicé durante dos horas y llegué a la conclusión de
que lo que él quería saber era lo que yo iba a hacer. Por eso me preguntó: “¿Qué
vas a hacer?”. Con toda serenidad le dije con voz pausada: “Me dispongo a
escribir mi relato de hoy.” “Eso está bien”, me dijo. A lo que repuse: “No sé si
está bien porque aún no lo he escrito.” A lo que él añadió: “Digo que lo que está
bien es que te dispongas a escribir mi relato de hoy.” Pero aquello me mosqueó.
Por qué dijo MI relato, cuando el relato era mío? Entonces, ni corto ni perezoso
sólo, le espeté: “Miguel, el relato es MÍO.” “Es una manera de hablar.” “Ya”.
Se sentó a mi lado y estuvimos callados todo el miércoles y parte del jueves.
Al fin dijo: “Me voy a mi casa.” “Ah, ¿sí?”, le grité malhumorado. “¿Y por qué
te vas a tu casa? ¿Te he ofendido en algo?”. No me contestó. Perdón, dijo: No,
me contestó. “Me voy a mi casa porque aquí no se me ha perdido nada.” Esto ya
me irritó sobremanera. “O sea -le dije-, que aquí sólo vienes cuando se te pierde
algo”. “No, hombre. Es una manera de hablar.” “Eso ya me lo has dicho antes.”
“Claro, es que eso de “es una manera de hablar”, pues es una manera de hablar.”
Bueno, no discutamos, le dije, al tiempo que le lanzaba una patada al vientre.
Será lo mejor, me dijo, al tiempo que me daba en el ojo con una lezna.
Permanecimos en silencio ya todo el fin de semana. Y siendo ya cerca de las dos
de la madrugada, dijo Gila con un susurro de voz: “¿Nos vamos a acostar?”. Y
como yo soy muy desconfiado, medité aquella pregunta hasta bien entrada la
madrugada. Al fin, echándole valor, le dije: “Sí, pero cada uno en su cama.”
Discutimos, pero no le pude convencer para que se quedara a vivir conmigo.
Y allí sigue, en mi cama. Mirándome como un buitre.
12
EL BILLAR
TENIENDO en cuenta que el billar es uno de los deportes-juego más difíciles
que existen, me permitiré dar algunos consejos e indicaciones a todos aquellos
que no estén muy duchos en esta materia.
El billar consiste en hacer carambola con tres bolas que ruedan por una mesa
rectangular. La bola del jugador habrá de chocar con las otras dos para que la
carambola se realice. Y habrán observado ustedes que la mesa tiene unos bordes,
o bandas, con el fin de que las bolas no se caigan al suelo (“floor”, en inglés). Y
esto es lógico y producto del empirismo. Si en la mesa no hubiera tales bandas o
bordes, al no encontrar resistencia las bolas se desplomarían sobre el suelo
(“sol”, en francés). Y ello es natural, repito. Porque imagínense que la mesa
fuera lisa, como un espejo, y sin bandas o bordes. Claro, al empujar cualquiera
de la tres bolas, una de ellas, dos o las tres vendrían a precipitarse sobre el suelo
(“suolo”, en italiano). La cosa no tiene más complicación y es bien sencilla de
imaginar. Vamos, es que ni hace falta comprobarlo para ver con los ojos de la
fantasía que una mesa sin bandas haría que las mencionadas bolas cayeran
bruscamente sobre el suelo (“boden”, en alemán). Por ejemplo, yo mismo,
cuando era lego en esta materia, imaginaba que si se juega muy despacito y con
sumo cuidado, las bolas pueden permanecer indefinidamente sobre la mesa, pero
a poco que te descuides, o que me descuidé, vi que dos de las bolas descendían
hasta el suelo (suelo es español).
La carambola se realiza empujando una bola con el palo, llamado taco. Nunca
con la punta del dedo. Porque para eso está el taco. Aparte de que el dedo es
demasiado corto y demasiado débil para suplir las funciones del palo o taco.
Como asimismo es imprescindible untar la punta del palo, o taco, con una tiza
resinosa, con el fin de que al incidir el palo o taco, sobre la bola, éste no se
escurra, con el peligro de romper el paño o que la bola caiga al suelo (“ziegf”, en
calipeo). Les seguiré informando.
13
COSAS QUE SÉ
HAY muchas cosas que sé y nunca se lo he dicho a nadie. Cosas quizá
triviales, sin mayor importancia, pero que jamás se me ha ocurrido comentar ni
con el más amigo. Tal vez digan ustedes que tampoco merece demasiado la
pena, pero es para mí un consuelo poder abrir mi pecho, es decir, mi alma,
porque hablo en sentido metafórico, y contarles algunas de esas cosas que sé y
nunca dije a nadie. Tampoco les voy a decir todas, porque no acabaría nunca,
pero sí aquellas que podrían ser más del dominio popular. Por ejemplo, yo sé -y
nunca lo dije- que el Ebro pasa por Zaragoza, que la lana se saca de las ovejas y
la miel de las abejas. Que América la descubrió este…, ay, cómo se llama: vaya,
ahora no me acuerdo…; el genovés. Ah, ya, sí, Colón, Cristóbal Colón. También
sé que en primavera florecen los campos que hay en las afueras de las ciudades,
que la sangre corre por las venas de los seres vivos, que la nieve es blanca y el
carbón, en cambio, negro. Sé, asimismo, que son las aves las que ponen los
huevos, aunque también hay otros animales ovíparos, como el lagarto. Bueno, al
decir lagarto no me refiero a uno solo, sino a todos, se sobreentiende. Es como
cuando se dice: “El hombre es un animal racional.” Va en ello implícita la
racionalidad de todos los hombres, y aunque se diga en singular, su verdadero
sentido es en plural. Pero sigamos. También sé que Edison descubrió la bombilla
encendida, que Cervantes fue el autor en persona de “El Quijote”. Y que fue
escrita a mano, porque también sé que en sus tiempos no había máquinas de
escribir, o si las había, no se conocían. ¿Qué más cosas les podría decir de todas
las que sé? Pues…, déjenme pensar… Sí, claro, pues que el mundo se compone,
de vegetales y minerales. Y que entre las minerales están las aguas, como
Fontenova. Y entre los vegetales están los jubilados. Bueno, no es que sean
vegetales, es que he tratado de hacer una gracia metafórica.
Bueno, y así les podría contar infinidad de cosas que sé y que jamás comenté
con nadie. Ni con mi mejor amigo. Eso ya lo dije al principio. Y eso es todo lo
que sé.
14
LOS HOMOGÉNEOS
ESTÁ bien inventado eso de los homogéneos, que no quiere decir “hombres
genios”, sino que se trata de cosas semejantes, parecidas, casi iguales y, a veces,
idénticas, lo cual sirve para que podamos sumarlas sin hacernos un lío de padre y
muy señor mío. Es decir, que si se trata de animales vacunos, o de cuatro patas -
ya que se pueden tener cuatro patas y no ser vacuno-, la homogeneidad nos
facilita la comprensión. A ver si me explico de una vez. Supongamos que yo
poseo una granja con patos, gallinas, vacas, conejos y caballos. Si alguien me
pregunta que cuántos animales tengo de cuatro patas puedo sumar
indistintamente conejos con caballos y con vacas, pero nunca con pollos o
gallinas, que sólo tienen dos, en cuanto uno se fije un poco. Lo que quiere decir
que las vacas, los caballos y los conejos, en cuanto a patas se refiere, son
homogéneos, pues es indiferente la forma de las patas, ya que lo que importa es
el número. Pero tampoco el número que calza cada pata de cada animal, pues los
animales nacen calzados, en su mayor parte. Así pues, yo puedo decir, o que
podría decir, que poseo mil quinientos animales de cuatro patas, si en verdad
tengo ochocientos caballos, seiscientas vacas y cien conejos. La comprobación
es fácil, puesto que 800 + 600 + 100 = 1.500.
Pero esto, repito, sólo se puede hacer con números homogéneos, con animales
homogéneos, puesto que si pretendemos saber cuanto suman mil conejos, mil
quinientos tomates y ciento cincuenta cucharillas de plata, el resultado nos
sumaría en un mar de confusiones de inútil resultado. También hay que tener en
cuenta que la homogeneidad la da lo externo, puesto que lo mismo da sumar
patas de vacas holandesas con patas de conejos australianos, o patas de patos
belgas con patas de patas italianas, que tampoco el género en este caso importa.
Todo esto viene a cuento al ver cómo está el panorama político mundial.
Prueba de ellos es la facilidad con que se habla de liberales, radicales,
tradicionalistas, etcétera, como si fueran homogéneos. Y es que el hombre a
veces se hace pasar por homogéneo cuando, gran parte de las veces, solo es un
simple conejo de dos patas, parecido al caballo o al tomate.
15
NO ME GUSTAN LOS TOROS
ES verdad. No me gustan los toros. Y reconozco que es un animal bello, de
fina estampa, elegante y majestuosas maneras. Es altivo, orgulloso, indómito, a
la par que fiero y terrible. Pero no me gustan los toros. Y eso que si se le
compara con la mayoría de los irracionales, incluidos los ultras, saldrá bien
parado y con evidente ventaja a su favor. Por que hay que reconocer, y así lo
reconozco yo mismo, que en la fiesta nacional es el protagonista. Es decir, que
las corridas de toros, sin toros, serían prácticamente imposibles, pues aunque en
ella estuviera el torero con su elegante traje de luces, y las mulillas, y los
picadores, y los tendidos con sus bellas damas amantonadas, y los hombres de
los puros, y los vendedores de gaseosas, y el riegaplazas. Y hasta el presidente
con sus consejeros, todo esto, repito, no sería nada sin el toro. Por eso se llaman
corridas de toros, porque se torea, se lidian toros. Ya que si el protagonista fuera
el torero se diría “corridas de toreros”.
Mis antepasados, que han sido fervientes y asiduos a las corridas de toros, han
coleccionado maravillosas fotografías de hermosos ejemplares de casi todas las
ganaderías españolas. Y los he visto berrendos, cárdenos, zainos, corniveletos e
incluso astifinos. Con ojos grandes y profundos, recias patas cual cimientos,
duro pelo, pero brillante. Y hasta las partes pudendas, abundantes y oprobiosas,
de innecesaria suficiencia y culto al poderío.
Bien, pues ni aun así me gustan los toros. Donde esté una bella mujer…
Claro que es otra cosa. Aunque no muy diferente. Pero sí, bastante. Ya lo creo.
Es otro estilo. Jamás me casaría con un toro, aunque esto fuera menos peligroso.
16
MUNDO DE COINCIDENCIAS
SON tantas y tales las coincidencias que se dan en la vida que yo diría que son
muchas. Es más, me atrevería a decir que son múltiples, incontables, abundantes
y hasta varias. Por ejemplo:
1.ª Y es coincidencia que mientras que mi nombre es José Luis, el del
presidente de la Generalitat sea Jordi, al tiempo que el del Gobierno central sea
Felipe. Han tenido que pasar cientos y miles de años de historia para que se dé
esta circunstancia.
2.ª Gran coincidencia hay en que el río Júcar desemboque en Valencia, a la
vez que el Tajo desemboca en el Atlántico y ninguno desemboque en Gijón. Y
esto ya son cosas de la madre Naturaleza.
3.ª Hablando de política, no me digan que no es coincidencia que el
presidente de AP se llame Antonio y sea bajito, a la vez que el del CDS sea
normal y guapetón, como asimismo lo es el del PC, y además se llame Iglesias.
Y digo yo, ¿cuántos años tendrán que pasar de nuevo para que todas estas
circunstancias se repitan de nuevo?
En fin, sería inútil seguir poniendo más y más ejemplos, porque de intentarlo
no acabaríamos en mil años. Entre otras razones, porque mil años son muy pocas
las gentes que los han vivido, o así lo han confesado.
Y la verdad es que a poco que nos fijemos en las cosas, vivimos en una
constante y continua coincidencia. Salga usted a la calle cualquier día y a
cualquier hora. Y tome una instantánea de lo que vea. Y dígame ahora cuánto
tiempo lógicamente tiene que pasar para que otro día cualquiera salga usted a la
calle y vea lo mismo que ha visto ese día.
Claro que si es en época de elecciones, da lo mismo el día y la hora a la que
salga. Verá y oirá siempre las mismas cosas. Lo que no deja de ser otra
coincidencia.
17
MEJOR SON DIEZ MILLONES
DE PESETAS QUE UNA PALIZA
EL título de este breve comentario es perfectamente demostrable y lleno de
lógica. Si a mí me dan a elegir entre que me propinen una paliza o que me
regalen diez millones de pesetas, sin duda siempre elegiré el dinero, por distintas
y varias razones. Una de ellas es que con el dinero ese se pueden hacer infinidad
de cosas provechosas: viajar, comprar buenos libros, buenos trajes, tener amigos,
comer a capricho, disfrutar de un cómodo apartamento y mil cosas más que sería
prolijo enumerar. En cambio, la paliza produce dolor, angustia, sufrimiento.
Incluso si la paliza es excesiva puede producir la muerte, que no es ningún plato
de gusto, por mucho que uno lea la Prensa todos los días. Por otra parte, el
dinero abre puertas y caminos. Genera amistades y amores sinceros, puesto que
la gente jamás se enamora del pobre. Un pobre -triste reconocerlo- es una
pústula de la sociedad, un bacilo vacilante, un grano purulento que espanta y
acongoja y estruja las paredes del alma. En tanto que el ser adinerado es bien
recibido en todas partes por los más diversos personajes.
¿Y qué me dicen de la paliza? El dolor puede llegar a ser inaguantable,
insoportable, insufrible. ¿Qué pasa entonces? Que el cuerpo se desmorona, el
corazón falla y el cerebro presenta su dimisión. Y el ente humano deja de serlo
por propia impotencia. Y aun en el caso de que se pudiera soportar la paliza,
¿qué pasaría después? ¿Qué poso mental de negros aspectos se decantaría en el
fondo de nuestro ser? ¿Cómo se nos presentaría el porvenir, el futuro, con todas
las secuelas a rastras del maltrato físico? Y en contraposición, los diez millones
de pesetas podrían ser una bella ventana de optimismo para el día de mañana.
De verdad, ni lo duden. Si tienen que elegir entre una paliza y diez millones de
pesetas, háganme caso: los diez millones. Y, si no, pregunten por ahí y verán
cuantas personas coincidirán conmigo.
18
EL PAVO SUICIDA
CUANDO yo era más niño que ahora, en mi casa tuvimos un pavo que se
suicidó. Pensarán ustedes que desvarío, o que son rarezas del que esto escribe,
pero nada más cierto que lo que les voy a contar y, al mismo tiempo, más lógico.
El pavo estaba, efectivamente, en nuestra casa de campo, allá en Cuenca, bajo el
cerro del Socorro, sobre la Hoz del Júcar. Se acercaban los días de Navidad. Ya
todos los niños estábamos confeccionando nuestros belenes o nacimientos, ríos
de cristal o papel de plata, estrellas que se encendían y apagaban, rocas de
carbonilla cogidas en la estación del ferrocarril. Pequeños borreguitos de barro,
patos y gallinas de plástico, pastores con cabras de todos los tamaños… Algunas
más grandes que el pastor, con las patitas de alambre. Y el molino, el camino de
los Magos, el portal con el Misterio. Era un verdadero gozo ver a mi hermano y
a mis gentes, todos sumidos en la ardua tarea de confeccionar el belén.
Y entre los pocos animales domésticos que adornaban nuestra humilde
“cuadra” había un pavo. Un pavo de plumas negras y largo moco tendido, cual
enorme nariz sin hueso, pendulante y escarlata.
Y llegó el día de Nochebuena. Había que matar al pavo para guisarlo,
naturalmente. Pero nadie sabía o se atrevía a matar el pavo. La chacha no sabía,
mi abuelo no se acordaba, mi abuela no se atrevía…
Y esto llegó a oídos del pavo, quien sintió una angustia insuperable pues,
según él pensaba, había nacido pavo para ser comido en Nochebuena, con lo
cual veía frustrada su vida.
Yo lo vi arrojarse al río. No hice nada por salvarlo. Era su voluntad.
19
NO ME VAN A CREER
RARA vez suelo discutir con mi mujer. Solamente cuando creo que ella tiene
razón. Me gusta exasperarla, excitarla, sacarla de quicio. Ver como se sale todo
ese oso dormido que lleva dentro. Disfruto contemplando sus ojos iracundos, sus
manos crispadas y su cabello erizado de furia y desesperación. Pero lo de la otra
tarde tuvo un final a todas luces intolerable. Nunca habíamos llegado hasta la
brutal violencia, ni se había pasado de lo puramente verbal. Sin embargo, en un
momento de descuido, se abalanzó sobre mí, me tomó en sus brazos y me arrojó
por el balcón de nuestro undécimo piso, viniendo a estamparme sobre el duro
asfalto.
Subí de nuevo a casa y le dije visiblemente enfadado que aquello no tenía la
menor gracia. Y, al ver que se reía en mis propias barbas con la más fría
desfachatez, le dije cuatro cosas bien dichas. Estas la debieron de molestar
sobremanera, puesto que se dirigió al bureau del gabinete donde guardaba mi
revólver cargado. No lo pensó un segundo. Apoyó el cañón sobre mi corazón y
disparó las seis balas.
Aquello no lo podía tolerar, y estuve casi una semana sin dirigirle la palabra.
Ella, tal vez consecuente con su mal comportamiento, intentó en varias
ocasiones que hiciéramos las paces. Al fin accedí, pero la verdad es que yo
quería seguir zahiriéndola. Y aludí a su exagerada gordura, que la convertía ante
mis ojos en un ser grotesco y poco afortunado. Esto fue la gota que colma el
vaso. Se vino hacia mi enarbolando sus afiladas uñas, que clavó en mis ojos
hasta que las cuencas quedaron vacías. Quise llamar a la Policía, pero, al carecer
de ojos, no pude marcar las cifras deseadas. Le rogué y supliqué que marcara
ella por mí, pero estaba demasiado ofendida.
Desde entonces no le gasto la menor broma. Alguna vez, muy de cuando en
cuando, le digo que la quiero.
20
YO, DESCUBRIDOR
DESCUBRIR un nuevo continente no es nada fácil, puesto que las gentes
profesionales que a esto se dedicaban ya han descubierto casi todo. Pero, por si
acaso, el mes pasado me dediqué a recorrer el mundo por si daba con algún
continente todavía no descubierto. Las gentes fueron muy simpáticas conmigo,
afables y hospitalarias. Pero apenas les insinuaba si “esa tierra” pertenecía a un
continente desconocido, en seguida me daban pruebas de que hacía mucho
tiempo que esto ya se hizo. Es más, desde Venezuela hasta la Tierra de Fuego,
país por país preguntando a todo tipo de gentes, desde las más cultas hasta las
más débiles. Y la verdad es que ni por casualidad di con un continente todavía
desconocido. Lo cierto es que la Tierra es muy grande y en gran proporción está
bastante despoblada. Mas, a pesar de todo, ya antes hubo alguien que tomó
posesión del territorio.
Yo esto lo hago, como es lógico, porque si tuviera la suerte de toparme con un
nuevo continente sería la exacta solución para resolver mis problemas con
Hacienda. Como es lógico, yo podría ser el rey, o presidente, o mandatario de tal
continente. Y si además me hubiera cabido la suerte de haber dado con un rico
continente, rico en oro, petróleo, metales preciosos, etcétera, la cosa sería mejor
en este instante.
He consultado con amigos y personas de sólidos conocimientos y,
lamentablemente, todos me han aconsejado que desista de tal empeño porque es
una pérdida de tiempo. Pero yo soy tozudo a la par que tenaz. Nunca se sabe
dónde está la suerte. Tal vez el día menos pensado (el 29 de febrero) la varita del
Hada Mágica se pose sobre mi hombro.
Y entonces, amigos míos, dispondré de una enorme fortuna. Con ella pagaré a
Hacienda. Y, si sobra algo, les invitaré a ustedes a unas cañas con gambas a la
plancha.
21
NANCY Y YO
ENTRE la esposa del presidente de los EEUU y yo, no ha habido nada. Esto
no quiere decir que sea imposible un idilio o “affaire”, entre tan importante
dama y el que esto escribe, en un futuro más o menos cercano. Pero lo cierto es
que, hasta ahora, no hay absolutamente nada. Ni por su parte ni por la mía. Ni
ella se ha dirigido a mí de manera que se pudiera suponer o sospechar una leve
insinuación amorosa, ni por mi parte ha habido el menor gesto hacia ella que
pudiera confundir a los malpensantes. Es más, ni ella me ha hecho jamás una
visita particular, ni tampoco yo he estado jamás hablando a solas con ella.
Comprendo, por otra parte, que dado mi don de gentes, mi simpatía personal,
el gran peso de mi acervo cultural y, sobre todo, el hecho de ser de Cuenca
podría ser baza favorable para un supuesto romance entre la primera dama del
mundo y este humilde genio de las Artes y las Letras. Pero no me gusta presumir
de algo que, si a todas luces es viable, no tenga la menor concomitancia con la
realidad. Y conste que no es falsa humildad por mi parte. Apostaría cualquier
cosa que si le preguntan a ella acerca de José Luis Coll, frunza el ceño y se
dibuje en su rostro un gesto de supina ignorancia.
Y esta es la razón por la que estoy demorando mi viaje de recreo a los EEUU.
Parece que lo estoy viendo. A mi llegada a la aduana, el funcionario de turno me
haría una serie de preguntas triviales acerca de mi viaje, en tanto que en su
mente andarían bailoteando mil y una preguntas de carácter íntimo, cuyos
protagonistas no serían otros que Nancy y yo. Y esto mismo me ocurrirá al entrar
a cualquier establecimiento de la 5.ª Avenida (5th Avenue), en Central Park,
Brooklyn o al pie de la Torre de Pisa.
Por eso no voy. Habré de esperar un tiempo, hasta que estas vanas
suposiciones se esfumen. Hay que evitar la maledicencia.
22
EL TAMAÑO
TODAS las cosas tienen el exacto tamaño que tienen que tener. Entre la
Naturaleza y el hombre han sabido proporcionar proporcionalmente las medidas
específicas de los objetos y seres que habitan el planeta… este… ay, que no me
acuerdo… ¡el nuestro!… ¡ah, ya ! ¡¡Tierra!!
Pongamos como verbigracia un ejemplo paradigmático que nos sirva de patrón
modelo o prueba argumental: la aceituna. Una aceituna tiene el tamaño exacto de
una aceituna. Si fuera un poco más pequeña podría confundirse con un guisante.
De igual manera que si fuera un poco más grande podría pasar por un melón. Y
he aquí por donde el melón, oportunamente mencionado, si fuera más pequeño
se podría confundir con una aceituna, y si fuera más grande podría pasar por una
sandía.
O, sin ir más lejos, un conejo. De ciudad o de monte. Da lo mismo. Si fuera
más pequeño de lo que suele ser, hasta podría parecer una sardina sin patas, y
más grande, un carnero. Y qué no decir de la mosca. Una mosca más pequeña se
nos antojaría una insignificante pulga, en tanto que una mosca más grande que
una mosca se asemejaría a un insoportable monstruo de pesadilla.
De esta manera podríamos hacer repaso a millares de ejemplos que acabarían
por darnos la razón. Todo tiene el tamaño que debe de tener. Incluso el agua.
Hasta me atrevería a decir que el agua es quien más tiene el tamaño que debe de
tener, en cualquiera de sus aspectos. Tan lógico es un dedal de agua como todo
un océano. Una simple gota de agua tiene el tamaño justo de una gota de agua.
Y, al mismo tiempo, las cataratas del Niágara guardan su exacta proporción en el
tamaño.
Sin embargo, el rostro de algunas personas que yo conozco tienen una
excesiva petrificación. Y no quiero señalar.
23
INJUSTICIA
EL sueldo era importante. Un puesto para el que se exigía una gran
preparación física y cultural. Confieso que en ambas cosas, yo andaba bastante
deficitario. Pero la voluntad puede más que las propias facultades. Y mi voluntad
era firme y férrea.
Me dijeron que si sabía idiomas. Confesé que sólo hablaba el castellano y el
conquense, que, si bien se observa, tienen bastante concomitancia. Pero me
exigían saber a la perfección alemán, inglés, francés, turco y guaraní. Como
solamente faltaban dos días para presentar la documentación en regla, sólo
disponía de cuarenta y ocho horas para aprender tales idiomas. Y en efecto, así
lo hice, aunque con gran esfuerzo. Pero una vez superado este requisito, se me
exigían ciertas facultades físicas, más propias de un campeón olímpico que de
una persona solamente aficionada al ajedrez y al billar, como deportes violentos.
Se me pedía, entre otras cosas, saltar más de dos metros de altura, llevando en la
palma de la mano derecha una bandeja con once copas de agua llenas hasta el
borde, sin que derramara una sola gota. La verdad es que tuve suerte, pero lo
hice. Luego se me pidió que arrastrara con los dientes un camión cargado con
doce toneladas de cemento a lo largo de una pendiente cuesta arriba de cerca de
dos kilómetros. Sudé copiosamente pero coroné la cuesta con éxito.
Por último se me dio una pistola con ocho balas, con la que debía abatir ocho
golondrinas en pleno vuelo, en ocho segundos. Yo jamás había tenido una pistola
entre mis manos, pero como mi voluntad era férrea, me entrené durante los diez
minutos que me quedaban de plazo. Soltaron las golondrinas. Y derribé siete, en
tanto que la octava quedó malherida.
Me echaron a la calle. Y aunque sea yo el perjudicado, debo de reconocer que
hubiera sido una injusticia darme la plaza. Las condiciones hay que cumplirlas al
pie de la letra.
24
EXTRAÑO INDIVIDUO
UN tipo de aspecto raro, mirada torva, ademanes chulescos y vocabulario
bastante vulgar se me acercó y me dijo con voz ronca, sin duda por los efectos
del alcohol, que si podía darle cincuenta mil pesetas. Le pregunté que para qué
las quería, a lo que me respondió con destemplanza, que eso era asunto suyo. Yo
le dije que, al fin y al cabo era la primera vez que lo veía en mi vida y que,
lógicamente, al menos me debería decir quién era, su nombre, profesión,
domicilio y algún que otro detalle con el que pudiera identificarle. Pero el
individuo, volviéndome la espalda y escupiendo por un colmillo, rectificó su
petición y me dijo que lo que en realidad necesitaba que le diera eran doscientas
mil pesetas. Usted puede suponer, le dije, que doscientas mil pesetas no es
ninguna nadería. Y menos tratándose de alguien a quien yo no conocía de nada.
Ah, eso es asunto suyo, me dijo con una mirada ya impregnada en odio.
Total, que le di las doscientas cincuenta mil pesetas, para no discutir. Se las
metió en el bolsillo y se marchó sin darme la menor muestra de agradecimiento.
Pero apenas había dado la media vuelta, tal individuo se me apareció de nuevo y
ahora me dijo que sólo solucionaba su caso dándole otras quinientas mil pesetas.
Aquello ya me pareció absurdo y hasta abusivo, por lo que le requerí para que
me dijera cuándo y dónde me las podía devolver. Soltó una enorme carcajada, al
tiempo que barbotaba entre risa y risa: “¿Devolver? ¡Sabe Dios cuándo
volveremos a vernos!”. Y lleno de recelos lógicos, le di las quinientas mil
pesetas. Me las arrebató de un manotazo y desapareció definitivamente.
Han pasado más de cinco años desde que me ocurrió aquello. Nunca volví a
ver a tal individuo y mucho menos el dinero que le di. Por eso, desde entonces,
cuando alguien me pide dinero, o me deja un dato con el que le pueda identificar
o no hay nada que hacer.
A mí no me la da nadie.
25
ME COGISTE POR SORPRESA
RECUERDO que yo era un muchacho inocente. Pero tú me quitaste la
inocencia. Aunque, a decir verdad, ya no era tan muchacho. Puede que ya
hubiera cumplido los treinta y siete. O tal vez pasara de los cuarenta. Sí recuerdo
que apenas me quedaba un pelo en la cabeza y que los pocos que me quedaban
eran totalmente blancos. Pero tú me quitaste la inocencia, porque me cogiste por
sorpresa. No lo olvidaré nunca. Yo estaba en cama. El médico dijo que aquel
leve catarro, a mi edad, podría tener fatales consecuencias. Sí, porque para ser
sincero, aquel mismo día acababa de cumplir los sesenta y cinco, aunque todo el
mundo creía que yo era un coqueto y me quitaba años. Pero tú acabaste con todo
lo de puro e inocente que había en mí. He de confesar que era la primera vez que
una mujer entraba al mismo tiempo en mi alcoba y en mi vida. Tú ya eras una
mujer hecha y deshecha. Hecha por tu aplomo y experiencia. Y deshecha por
todos tus anteriores matrimonios. Dijiste, al verme, que yo era el hombre de tu
vida, pero que se me notaba mi total desconocimiento en materia de amor. Y es
cierto que yo por entonces, a pesar de mis ochenta y cuatro cumplidos, nunca
estuve más cerca de una mujer que de un caimán. Y no porque yo no quisiera,
sino porque todas ponían inconvenientes a mi falta de pelo, mi falta de dientes,
mi falta de una pierna, de un brazo, de un ojo y, sobre todo, mi halitosis
irreparable. Y todo esto, unido a mi absoluta pobreza, pues en la cárcel me dejé
lo poco que tenía, influyó en gran parte en que las mujeres me pusieran algunos
inconvenientes o pretextos.
Pero llegaste tú, aquella tarde de otoño. Fueron unas interminables horas entre
tus brazos y a tu entero capricho. Yo me dejaba llevar por ti. Qué podía hacer,
enfermo y achacoso. Hasta que encendiste la luz y saliste horrorizada de mi lado.
Por eso me cogiste. Porque me cogiste por sorpresa. Pero no volverá a suceder,
hasta que tú no quieras.
26
COSAS QUE NO ENTIENDO
A mí lo de la radio no me entra en la cabeza. Y todavía no me lo creo. No es
posible que yo esté en casa de mi mujer, tranquilamente (es un decir) leyendo el
periódico, y la mismo tiempo pueda escuchar lo que está diciendo otro señor
desde Alicante, o desde aún más lejos, o escuchar, asimismo, una orquesta
sinfónica que lanza sus trinos desde Ohio, o aún más lejos, si ello es posible.
Como tampoco me creo lo del teléfono. De manera que yo puedo coger un
aparatito negro que apenas pesa doscientos gramos, meto el índice en una rueda
de números (del cero al nueve), marco determinada cifra y va y me contesta un
señor desde Calcuta, o aún más lejos, si ello es posible.
De igual manera que ya lo de la televisión sobrepasa todo cálculo de
absurdidad. O sea, que yo estoy en casa de mi mujer -aún sigo allí-, leyendo…
No. Esta vez no leo nada porque estoy pensando. Pero le doy media vuelta a un
botón o simplemente lo aprieto y puedo ver en una pantalla a un señor que está
cantando en Birmingham, o aún más lejos, si ello es posible. Y, además, quieren
hacerme creer que lo estoy viendo al mismo tiempo, exactamente a la misma
hora que está cantando. Ni que uno fuera más tonto de lo que es. Son cosas que
chocan con la mente menos lúcida, que van contra la razón y la lógica. ¿Cómo
voy a ver nadie que esté en Nueva Delhi, o aún más lejos, si ello es posible, si yo
me encuentro en Cuenca, que es mi tierra? ¡¡¡Y al mismo tiempo!!!
Lo que pasa es lo que pasa. Y así va todo. Abusan de la inocencia de las gentes
y se aprovechan. Pero ya va siendo hora de poner las cosas en su sitio. Porque a
mí no me la dan. Por eso, cuando veo en casa que alguien coge el teléfono,
escucha la radio o enciende el televisor, tengo que hacer verdaderos esfuerzos
para contener la risa.
27
PERSECUCIÓN
YO iba por la carretera con mi modesto “seiscientos” cuando de pronto, así, de
improviso, inusitadamente, me adelanta un coche deportivo. Su conductor me
lanzó una mirada insolente, de superioridad, algo que humillaba mi orgullo y mi
dignidad. Pisé el acelerador de mi pequeño coche y me puse a unos metros de su
rueda. El individuo en cuestión apretó su acelerador. Marchaba a unos ciento
cincuenta kilómetros por hora. Pero yo, picado en mi amor propio, apreté el mío
y no le dejé que se separara demasiado. Y así anduvimos por espacio de veinte
kilómetros. Pero aquel mamarracho, muy seguro de sí mismo, volvió a acelerar
hasta que el cuentakilómetros marcaba los doscientos veinte por hora. Estaba
claro que sólo quería humillarme. Y puse mi coche pegando al suyo. Pero la
historia no iba a acabar así. El repugnante sujeto aceleró hasta los trescientos por
hora. Pero no me dejé amilanar y conseguí pegarme a él, de quien me separaba
apenas unos centímetros. Cruzábamos los pueblos y las ciudades a una velocidad
de vértigo. La Policía nos seguía inútilmente. Apenas empezaban nuestra
persecución tenían que abandonar si no querían estrellarse contra cualquier árbol
del camino. Y de nuevo él y yo, solos, continuamos nuestra peripecia suicida. En
el colmo de la desesperación, mi nefasto contrincante puso al límite su coche. Ya
marcaba los trescientos cincuenta kilómetros por hora. Pero no aguantó más de
cincuenta segundos en esa situación. Se echó a un lado para que yo pasara
triunfante con mi humilde “seiscientos”. Y al hacerlo le dirigí un gesto
despectivo e insultante.
Luego me volví a casa, no sin antes pasar por el taller, ya que, cuando me
quise dar cuenta, comprobé que había hecho todo el recorrido con las cuatro
ruedas pinchadas.
28
NO MÁS SECRETOS
LOS secretos se guardan, con el fin de que nadie se entere de ellos. Por eso se
llaman secretos. De lo contrario serían públicos. Y la gente, en lugar de decir
“tengo un secreto que contarte”, diría “tengo un público que decirte”.
Pero los secretos, como todo, tienen una duración. Y llega el momento en que
tienen que dejar de ser secretos para que todo el mundo los conozca. Ya que un
secreto, después de todo, no es más que una cosa que se tarda un poco más en
ser sabida.
Y por mi parte confieso que este secreto que tanto tiempo ha venido conmigo,
ya no tiene objeto de ser por más tiempo oculto. Y de antemano, pido perdón por
no haberlo esclarecido antes. En fin, allá va: yo soy un gato.
Sí señores, como lo leen. Yo soy un gato. Tal vez mi aspecto no corresponda
exactamente por el que se tiene acerca de estos hogareños felinos, pero yo soy
un gato. Me gusta cazar ratones, cuando nadie me ve. Me gusta dormirme ante la
TV o en un mullido butacón. Me gusta no hacer nada en todo el día, y me gusta
buscar a las gatas por la noche, con el fin de decirles y hacerles cuatro cosas bien
dichas y hechas. Maullar no maúllo muy bien. Pero eso es como los claxon de
los coches. No se lleva.
Tampoco mis uñas parecen las de un gato, no hago la rueda como ellos, ni de
mi cuerpo sale un ronroneo como el motor de un coche. Pero yo sé que soy un
gato. Sin embargo, lo más probable sea que el perro no sepa que es perro; el
elefante, elefante; la cabra, cabra, o el concejal, persona. Y, pese a todo, cada uno
es lo que es.
Y sobre todo, si yo no fuera gato, para qué tendría que decir que soy gato.
¿Para evitar los impuestos de Hacienda? Bueno, pues… tal vez para eso sí.
Porque los gatos no pagan impuestos. Por eso digo que soy gato.
La verdad es que no puedo probar que soy gato. Pero Hacienda tampoco puede
probar muchas cosas, y ahí está. Como un lobo.
29
LA GENTE ES MALA
UN hombre pedía auxilio desde la orilla del mar. La playa estaba abarrotada de
gentes de toda condición y color. Eran las doce del mediodía. Bueno, no les
quiero engañar. Eran las doce y diez. Aquel hombre gritaba cada vez con mayor
desesperación. El nivel del agua descendía paulatinamente, por efecto de los
enormes tragos que daba aquella criatura desvalida. Yo acababa de estrenar una
reluciente fueraborda que me costó cinco millones de pesetas. Bueno, no les
quiero engañar. Casi cuatro. Por un momento tuve el impulso de acercarme a
aquel hombre y salvarlo de situación tan desesperada. Pero temí que vomitara y
me pusiera la embarcación perdida. Después de todo me había costado cerca de
tres millones de pesetas. Nadie parecía oír los gritos de aquella criatura al borde
de la muerte. Y digo al borde de la muerte porque estaba a punto de ahogarse.
No es que la muerte tenga ningún borde, sino que al decir “al borde”,
empleamos una especie de metáfora. Me fui acercando poco a poco, con
disimulo. Lo tenía muy cerca. Si hubiera extendido una de mis dos manos, lo
hubiera podido coger por los cabellos. Pero temí hacerle daño o despeinarlo. Por
otra parte, yo no lo conocía de nada ni nadie nos había presentado. Y al intentar
salvarlo no sé si tendría que hablarle de tú o de usted, y se hubiera producido una
situación bastante embarazosa. Aquí tampoco tiene nada que ver el embarazo,
sino que se trata de otra metáfora, para indicar en qué grado de gravedad estaba
la circunstancia.
Pasaron casi dos horas. Bueno, no quiero engañarles. Casi diez minutos. El
hombre desapareció bajo el agua. Con una especie de gancho, toqué su cuerpo
bajo las olas. Aún se movía con mínimos movimientos de impotencia. Sin duda
aún estaba vivo. Pero no lo saqué. Temí que al hacerlo la gente se abalanzara
sobre mi fueraborda de dos millones de pesetas y me lo perjudicaran.
Y me fui de allí, temiendo cualquier cosa de aquella gente tan mala.
30
SACRIFICIO
YO tenía que sacrificarme si quería salvar la vida de aquellas dos mil personas.
Pedían mi vida. Pero yo sólo tenía una y me aferraba a ella como a un clavo
templado (ardiendo no lo hubiera resistido). Las dos mil personas me miraban
con mirada de súplica, como diciendo que si no ofrecía mi vida, serían segadas
las de los dos mil, sin excepción. La situación era verdaderamente comprometida
porque, para decir la verdad, de aquellas dos mil personas, mil quinientas eran
hijos míos y las otras quinientas, eran mis esposas. Y, para no mentir, lo cierto es
que habría sacrificado mi vida por mis mil quinientos hijos pero por las
quinientas esposas no habría dado un ápice de hierba, ya que más de
cuatrocientas me habían engañado con otro.
El gran sacerdote, con un puñal en alto, los ojos echando fuego, al borde del
precipicio, me dijo por última vez:
-¿Darás tu vida por estas dos mil personas o no? Si te niegas, morirán todos. Y
si aceptas, también. Así que decide.
Entonces yo reflexioné y me dije, “si me niego morirán todos, pero si no me
niego, también morirán, con lo cual yo perdería el tiempo y la vida, si me
sacrificaba por los dos mil”. Y le dije al santón:
-No, no daré mi vida por ellos.
Y los mataron a todos.
Claro que me quedé tranquilo al pensar que, de cualquier manera, también los
hubieran matado. Así, por lo menos, salvé una vida. La mía.
31
LA MAMÁ DE MI ESPOSA
LA mamá de mi esposa era, además, mi suegra. Un día me dijo que tuviera
cuidado con su hija -mi futura esposa-, porque se trataba de una persona que
mentía siempre, por costumbre. Que jamás decía la verdad, ni por casualidad. La
cosa, sin embargo, era bastante cómoda para mí, puesto que siempre que me
contestase algo, yo sabría, de antemano, que la verdad era lo contrario de lo que
dijese.
-¿Me quieres? -le pregunté un día, años después de habernos casado.
-Claro que te quiero.
-¿Me eres fiel? -insistí.
-Totalmente. Nunca he pensado en otro hombre que no fueras tú.
Le di una enorme bofetada. Recordando las palabras de la mamá de mi esposa,
ni me quería ni me había sido fiel.
Cayó al suelo cual larga era y comenzó a llorar desesperadamente.
-¡Sí, ríe, ríe! -le grité, puesto que, como mentía, yo debía interpretar aquel
llanto como risa.
-Me has hecho mucho daño -se lamentó desde el suelo, sujetándose la mejilla.
-Ah -le grité-, no solamente te ríes, sino que me dices que la bofetada ni te ha
inmutado.
-¡Estás loco! -rugió.
-Sí, en efecto. Soy un hombre cuerdo. Y me alegra que lo reconozcas.
-No entiendo nada de lo que dices -murmuró.
-Pues eso es bueno. Que lo entiendas.
-¡Eres un idiota!
-No me vengas con adulaciones.
Y durante casi una hora, siguió desde el suelo dirigiéndome los más furiosos
improperios. Pero no caí en la trampa del halago.
Cuando volví a casa me la encontré en la cama con otro.
Aquello me tranquilizó para siempre. Era una auténtica prueba de su fidelidad.
32
INCREÍBLE
HICE un viaje al África Central, en busca del rubí de los bechuanos. Atravesé
el desierto como pude, ya que no llevaba ni agua ni ningún otro licor. Tan solo
unas tajadas de bacalao crudo, almendras y unas yemas de huevo cocido. El sol
era tan fuerte, que no se ocultaba ni durante la noche. O sea, no había noche. La
arena calcinante atormentaba mis pies desnudos, así como también las picaduras
de víbora en el cuello y en los párpados. A tan solo unos centímetros de
distancia, me seguían las hienas aulladoras e hilarantes, en espera de devorar mi
cadáver. Tuve que matarlas con mis propias manos. Y ya, cuando no me
quedaban manos, insultándolas. También me acosaban los leones de melena
negra. Estos eran más difíciles de vencer, porque eran más fuertes. Bueno, ya
habrán oído ustedes hablar de los leones. A veces me atacaban de seis en seis, lo
que me hacía sudar. Una vez atravesado el desierto, llegué a la cascada de
Stanley, de aguas heladas e incluso muy frías, plagadas de cocodrilos helados y
muy fríos. Pero yo no me arredraba, porque entonces sólo tenía ochenta y siete
años, muy bien conservados, a pesar de mi ceguera. Porque yo era ciego, que no
se lo he dicho, y me movía guiado por el olfato y mi propio instinto. Aunque
debo de reconocer que carecer de visión en un caso así, es un handicap
considerable.
Al fin llegué a la región de los bechuanos. Todos habían muerto por efecto de
la peste. En unos minutos aprendí su idioma, que me enseño un moribundo
indígena. Y encontré el rubí de los bechuanos.
Me volví a España. Mi vuelta fue trágica. Otro día les contaré las mil y una
aventuras que tuve que pasar hasta llegar a la estación de Atocha. Y allí di con
un guardia intransigente que me llevó a la comisaría. Fue lo peor de toda la
aventura.
33
LAAPUESTA
LA cosa consistía en ver quién corría más, si un potro pura sangre, de dos
años, o yo, con unas simples alpargatas de cáñamo. La carrera sería de cinco
kilómetros, partiendo de la iglesia del pueblo, bajando hasta el valle, subiendo
luego hasta el cerro del Cuervo, y bajando de nuevo hasta la plaza donde está la
iglesia. Todo el mundo apostaba. Unos a mi favor y otros en contra, como es
lógico. El animal era un caballito de fina estampa, largo cuello y finas patas,
abundantes crines y un resoplido brusco, humeante y caliente. Yo, por otra parte,
ya tenía casi los cuarenta y no había llevado una vida lo suficientemente sana y
deportiva como para poder optar a un triunfo en aquellas circunstancias. Pero
siempre fui optimista y confiaba en mis posibilidades que, aunque remotas, no
por ello inaccesibles.
La carrera empezaría el lunes a las nueve de la mañana, cuando la campana de
la iglesia diera su primera llamada.
Y allí estaban el alcalde, concejales, cura, sargento, maestro, alguaciles,
pregonero y demás suerte de gentes de toda condición. Hasta los más niños de
los niños habían apostado cromos, peonzas o nidos de pájaro. Ni una sola
persona del pueblo había dejado de hacer su apuesta, por mínima que fuera, lo
cual suponía para mí una pesada carga de responsabilidades.
Llegó el momento cumbre. La campana sonó y potro y yo salimos disparados
camino del valle. Ya en los primeros quince segundos, el potro se me adelantó
más de veinte metros, pero no me desanimé por el momento. Pero cuando al
cabo de un minuto yo ya no veía delante de mí al potro, porque me había
superado en cerca de un kilómetro, me paré bruscamente y renuncié a seguir.
Nunca habría ganado, ni aunque me hubieran quitado la escayola de la pierna
izquierda.
34
NO; NO; YO, NO
YO iba por la calle buscando rupestres, o yendo yo por la calle buscando
rupestres, y me aconteció un muerto entristecido. El fiambre llevaba tiempo sin
leer el “Ya”, cosa que conforta mucho. Entonces me encontré a mi tío el albanés,
al que llamábamos así por haber nacido en Lisboa, vendedor a la sazón de
castañas usadas. Precisamente, el muerto llevaba castañas pilongas. ¿Dónde las
llevaba? En las alforjas que le colgaban de las orejas. Generoso de furúnculos y
pródigo en pústulas, me ofreció unas cuantas. Castañas, no: pústulas.
Le pedí trabajo porque esa tarde había perdido mi empleo de mujer de la
limpieza, y sólo había encontrado otro de hombre de la suciedad. Por eso me
pidió que le sacara brillo a las castañas. Así, pues, me afilé los dientes en el
bordillo de la acera con una máquina de hacer chorizos.
¡Basta de majaderías!, me gritó el redactor-jefe de ABC. ¿Usted cree que esas
tonterías se pueden publicar? A lo que yo le respondí:
-Todo se puede publicar. ¿O es que no lee usted los periódicos?
Nos bajamos los pantalones e intercambiamos los calzoncillos. El redactor y el
que esto escribe. Pero dada la circunstancia de que él gastaba dos números más
que yo de calzoncillos me propuso que intercambiáramos la dentadura postiza.
Pero como yo no tenía dentadura postiza me tuve que arrancar los dientes y
comprarme una de “moaré”.
Me froté yo a mí mismo los ojos entre ellos, ambos dos, con sendas manos,
con verdadera fruición. Con sendas manos, repito. No con manos en las sendas.
Pero volvamos a las castañas. O, si no, mejor no volvamos y sigamos adelante.
-Adelante -dijo la doncella cuando llegamos al castillo de mi tío el albanés, al
que llamábamos así por haber nacido en Londres.
Pero nos dio miedo, y nos dio una limosna, con la que apenas tuvimos para
alicatar las castañas. Y lo peor es lo que sigue.
35
NO TENGO PALABRAS
NO es que yo sea muy espléndido, pero la verdad es que no tengo palabras, es
decir, lo mucho que me gustó el entierro del conde Orgaz. Fue un entierro
sencillo, sin grandes alardes de riquezas, pero absolutamente ostentoso y digno
de mejor causa.
El conde, ya frío, mostraba un gesto bastante indiferente. Como si la cosa no
fuera con él. Ya sabía que a su entierro no acudirían personas de alto rango, ni de
mediano rango. Porque el conde Orgaz, además de un parque, no había hecho
nada para que las gentes lo tuvieran en su haber. De cualquier manera, el alcalde,
que era un hombre muy suyo, porque nunca quiso ser de otro, dijo “esta boca es
mía”. Y la Policía pudo demostrar que, en efecto, la boca era de él. En cuyo
caso, y sin más aspavientos, las Fuerzas de Seguridad estuvieron seguras de lo
que iban a hacer.
Y aquí viene lo mejor. Como se trataba de un caso de contrabando de drogas,
la Policía fue al meollo del asunto y puso las cartas sobre la mesa. Yo era testigo.
Y aquí fue donde un servidor de ustedes cayó en la cuneta.
-Soy inocente -dije.
-A ver. El carné de identidad.
Lo mostré, pero en lugar de IDENTIDAD ponía COLL GARCÍA, que, según
mis datos fidedignos, son mis apellidos auténticos. Y quise protestar, pero como
no tenía palabras me dijeron que me callara si no quería verme en un lío mayor.
Total, que me callé, haciendo de tripas corazón, cosa que me costó mucho
enseñar, porque uno es como es, o algo peor si llega el caso.
Y me dijo mi padre:
-Hijo, yo soy tu padre. Te lo digo para que lo sepas, y no te metas en política,
porque entonces no lo sabrías a ciencia cierta.
Y no dije esta boca es mía, para no darme importancia. Pero las cosas tampoco
se pueden ocultar mucho tiempo. Total, que me puse de acuerdo con un
palabrero al que le sobraban palabras de tanto ir al Congreso, y me prestó
algunas, con las que pude salir adelante.
Y aquí me tienen. Como si yo fuera el arca de NOÉ. En fin.
36
MISTERIOSÍSIMO
ME desperté, me duché, salí a la calle y me afeité. No, perdón, lo primero que
hice fue despertarme, pero luego me afeité, salí a la calle y me duché. No,
esperen. Hay algo que no está en orden. Desde luego que lo primero que hice fue
despertarme, pero, por lógica, luego tuve que afeitarme, después ducharme y,
por último, salir a la calle. Bueno, sí, eso es lo que hice. Salir a la calle,
afeitarme, me duché y, naturalmente, me desperté.
El hecho es que una vez en la calle se me acercó un individuo que no
solamente era desconocido para mí, sino que además era la primera vez que lo
veía en mi vida. Porque si hubiera sido la segunda… ya no sería tan
desconocido. No, es que era la primera. Y claro, toda persona a la que se ve por
primera vez es realmente una persona desconocida. Por esto nunca decimos que
una persona de nuestra familia es desconocida. A no ser que viva en un lugar
muy apartado y no se la haya visto nunca. No es como, por ejemplo, el caso de
un amigo. Par que sea amigo hay que haberlo frecuentado con frecuencia (esto
es un redundancia) y ya, la misma palabra “frecuencia” indica de manera
implícita las varias o muchas veces que hemos estado con esa persona a la que
llamamos amigo. Porque no podemos llamar amigo a una persona que vemos
por primera vez en nuestra vida. Y esto es otra tontería, porque no sería lógico
decir “la primera vez que la vemos en nuestra muerte”.
En fin, amigo lector -si es que has llegado hasta aquí-, que cierto individuo se
me acercó en la calle y me dijo:
-¿Es usted Fernando Albabilla?
-No -le respondí.
-Ya me extrañaba a mí haber acertado a la primera.
-Yo soy José Luis Coll.
-Bueno, no hace falta que se dé importancia. Lo que yo deseo es que me diga
una frase que no tenga sentido. Lo que usted quiera, por absurda que sea.
Me quedé pensando unos días y al fin le dije:
-Ezbona praxis 234567 oleum digiste advbersis.
-Bien -me respondió-.
Cuando encuentre a una persona que le diga esas mismas palabras habrá
cambiado su vida y usted será millonario.
Han pasado diez años de aquello. Pero nada. Es más, yo creo que ya no…
37
DON JUSTO PÍO
DON Justo Pío tenía unas ideas muy originales acerca del comportamiento
humano. Ideas, no solamente originales, sino extrañas y poco frecuentemente
oídas. Hasta su propia esposa, de haberla tenido, le hubiera dicho que estaba
equivocado. Y lo mismo le habría ocurrido con sus hijos.
Don Pío, por ejemplo, decía que no hay mejor dinero que el conseguido con el
trabajo, ignorando así la hermosa y sutil caricia que hace el dinero adquirido por
medio de la lotería o de algún negocio más o menos legal.
Don Pío, que no era don Pío, sino don Justo, ya que Pío era el apellido,
aseguraba que toda persona debe de comportarse con rectitud a lo largo de su
vida, aunque se tenga que morir de hambre, pues antes que la propia existencia
está la propia estimación y honradez individual. Lo cual, como todos sabemos,
es un soberbio disparate.
Don Justo, siguiendo en la línea de sus raros argumentos, decía que él siempre
había dormido bien, debido a la tranquilidad de su conciencia. Y que eso era una
de las cosas más importantes en la vida de todo ser viviente. Argumento por
demás estúpido, ya que con unas simples pastillas se puede adquirir un sueño
profundo y placentero.
Además de todas esa peregrinas ideas, aseguraba que la mentira era uno de los
mayores pecados del hombre. Porque supone falsedad, falacia, hipocresía y falta
de honradez.
En su pueblo lo tachaban de loco y excéntrico. Los muchachos le arrojaban
piedras, las mujeres le sacaban la lengua en son de burla, y hasta los más
ancianos, movían la cabeza a uno y otro lado, al verlo pasar, como quien mira la
desgracia de un enfermo incurable.
Y un buen día, un mal día, don Justo murió. No pudieron enterrarle porque era
pobre. Y se lo comieron los perros.
Y aquellos perros que se comieron a don Justo, murieron envenenados. Y es
que don Justo estaba constituido de una “pasta” especial. Algo raro y
desconocido: la bondad. Que puede matar a cualquiera.
38
EL COMILÓN
JIM Gloddiwoeworthy, a quien nadie llamaba así, sino simplemente
Gloddiwoeworthy, era famoso en Nevada por sus pantagruélicas comidas o sus
apuestas culinarias, en competición con otros grandes comilones de la comarca.
En una ocasión, Gloddiwoeworthy se comió él solito tres huevos fritos con
jamón. Tres huevos de gallina y jamón de cerdo. Aunque ya antes había ingerido
un consomé de ave. Pero no conforme con todo eso, se zampó de postre una
naranja y medio plátano.
Crecida su fama en el contorno por sus insaciables facultades para devorar
enormes cantidades, en otra ocasión llegó a ingerir una lechuga y media patata
cocida. Y aún pudo devorar cinco o seis aceitunas.
Las gentes de Nevada -Estado que recibía este nombre por sus constantes
lluvias- acabaron por no dar mayor importancia a las hazañas de
Gloddiwoeworthy, sumiéndole casi en el olvido. Pero nuestro personaje Jim,
quiero decir Gloddiwoeworthy, decidido a reconquistar su legendario nombre,
fue aumentado el volumen de sus estragos culinarios. Y así, pues, un domingo,
que daba la casualidad que era festivo, y ante la mirada atónita de más de cien
personas, se comió tres corderos, media vaca, un saco de patatas con funda y
todo, seis kilos de tomates y un helado con guinda en la cumbre. Aunque, para
no mentir, con la guinda ya apenas pudo, por lo que fue terriblemente
abucheado.
Picado en su amor propio, Gloddiwoeworthy convocó la presencia de más de
mil personas, llamadas así aunque eran norteamericanas, y ante la mirada
escrutadora de todas ellas, y en menos de media hora, se comió un rebaño de
vacas, más de doscientos cerdos, más quinientos corderos, más dos mil gallinas,
más tres mil conejos, más seiscientos mil tordos. Y de postre ciento cincuenta
sandías, doscientos melones, seiscientas manzanas, setenta kilos de uva blanca y
otros tantos de uva negra, ochenta kilos de ciruelas, noventa de peras…
Bueno, nada de esto es verdad. Pero de haber sido cierto… ¡Jo, qué tío el tal
Jim, digo Gloddiwoeworthy!
39
MI MALA SUERTE
SIEMPRE tuve muy mala suerte para los juegos de azar. Si me juego algo a
cara o cruz, siempre sale más lo contrario de lo que he pedido. Pero todo eso no
es nada comparado con mi infortunio respecto a la lotería. Jamás me tocó el
premio gordo. Jamás me tocó el segundo premio. Ni el tercero. Ni el cuarto.
Vamos, ni siquiera una pedrea. O, para ser más exacto, ni tan sólo un simple
reintegro. Y tengo infinidad de amigos o conocidos que me cuentan sus aciertos
o coqueteos con el hada Fortuna, unas veces exagerando la realidad y otras
disimulándola, porque el temor a ser sableado inunda las conciencias más
dadivosas.
A mi edad, cuando el medio siglo ya me saludó alborozado a cierta distancia,
hay que reconocer mi connatural inutilidad congénita en todo lo referente a ser
acariciado por el azar. Pasó junto a las administraciones de lotería, veo sus
números, pares e impares, de cuatro o cinco cifras, terminaciones en cero o
números repetidos, combinaciones cabalísticas que incitan al optimismo. Pero a
la hora de la verdad, mi penuria económica no se ve alterada por la inesperada
lluvia dorada de la fiducia gratuita.
Mi esposa, que es inteligente a pesar de ser mi esposa, me anima y palmotea
mis hombros en señal de acicate alentador. Ella cree -¡la pobre!- que un día
dejará de serlo por mor de la sorpresa. Yo la miro con ternura, como antes de ser
mi esposa, suspiro y guardo silencio.
-¿Cómo es posible que nunca, nunca jamás me haya tocado absolutamente
nada a la lotería? -le exclamaba yo, en ademán de fingida desesperación.
Hasta que ella me dijo algo que me hizo reflexionar, y en donde podría estar la
clave de mis dudas:
-José Luis, ¿has probado a comprar alguna vez un décimo de lotería?
Y la verdad es que nunca lo había hecho. Y es muy posible que ésta sea la
principal causa de mi infortunio en el azar.
Estoy seguro.
40
SITUACIÓN COMPROMETIDA
ME miraban con una mirada homicida. Yo estaba solo. Ellos serían
aproximadamente cincuenta y dos. Yo estaba desarmado. Ellos portaban pistolas,
escopetas de cañones recortados, navajas, machetes y otros utensilios
abundantemente letales. Por si aquello era poco, yo estaba postrado sobre una
silla de ruedas, a causa de un reciente accidente de automóvil. Apenas podía
moverme. Avanzaron hacia mí, las miradas clavadas en mi corazón galopante.
Yo era un minúsculo puntito en el centro de un círculo mortal e infranqueable.
Comenzaron a insultarme de manera salvaje y de escasa consideración. Las
palabras no salían de mi boca. Estaba casi totalmente paralizado. Formaron una
cuña de ataque, a la manera de las legiones romanas.
Estúpida estrategia, ya que yo era como un inútil muñeco de peluche ante las
fauces de un ogro, o de un niño yanqui. El círculo se iba estrechando. Poco a
poco. Lentamente. Salieron a relucir todo tipo de armas. Sobre mis sienes fueron
apoyados cañones de fusiles y pistolas. Sobre mi garganta notaba la picadura de
cuchillos y navajas, como si un collar maldito me hubiera sido impuesto. Uno de
aquellos hombres, el de aspecto más fiero e inmisericorde, apoyó un enorme
trabuco sobre mi frente, al tiempo que otro individuo, de semejante catadura, lo
hacía con otro sobre mi nunca.
Y el que parecía el jefe de aquella siniestra caterva dijo con voz tonante:
-Contaré hasta tres. Si no nos dices todo lo que sabes acabaremos contigo en
menos de dos segundos. ¡Una!… ¡Dos!… y…
-¡Un momento! -grité-. Os diré todo lo que sé. Colón descubrió América y
Cervantes escribió “El Quijote”.
Era todo lo que sabía.
Y así fue cómo pude salir de situación tan comprometida.
41
EL SORDO
JOSÉ María González Castrillo, vasco de nacimiento y también en ejercicio,
era el sordo más original que jamás haya parido mujer de esposo. Yo lo conocí
en casa de un tal Lenocinio, allá por los años cincuenta, cuando todavía no se
podía llamar a las cosas por su nombre. Estaba casado con una mujer y era el
padre de su propio hijo. A veces su esposa le recriminaba por las muchas palizas
que le propinaba sin el menor motivo justificable. Pero él seguía asestándole
golpes bajos, haciendo caso omiso de gritos y lamentos. Sus amigos le
gritábamos en las mismas cuencas de los oídos, criticando negativamente su
comportamiento de sádico esposo. Pero José María jamás oyó ninguno de
nuestros ruegos.
En una ocasión en que yo me hallaba en un lamentable estado financiero,
recurrí a él en demanda de ayuda, pero ni una sola de las palabras que salieron
de mi boca, entraron por su pabellón auditivo. Entonces se me ocurrió la feliz
idea de pedírselo por escrito. Pero me contestó con una finta cínica sin par. “No
sé leer”, me dijo con el mayor descaro. Y añadió: “Léemelo en voz alta.” Y eso
es lo que hice, en tanto que ponía cara de nada y como si nada fuera con él.
Aprovechando su condición de vasco, recurrí al Orfeón Donostiarra para que,
con mi ayuda y sus voces, le llegara mi petición de auxilio monetario. Y así lo
hicimos los ciento treinta y cuatro a la vez. Pero nos contestó, más cínico que
nunca, que se lo leyéramos en más alta voz, porque era incapaz de oír la menor
sílaba.
Y yo, francamente desesperado, le llamé en voz baja toda la colección de
insultos y vejaciones verbales de que era capaz. Y entonces se volvió y
recriminó mi conducta de mal amigo. “Luego oyes, ¿no?, le dije. “Cuando me
conviene”, contestó.
Así supe cómo había amasado su enorme fortuna.
42
EL BLANCO QUE TENÍA ELALMA NEGRA
EL problema de aquel pobre hombre blanco es que tenía el alma negra. Pero él
no lo sabía. Se creía un hombre normal y corriente. Es más, hasta se consideraba
más justo y honorable que el resto de sus conciudadanos. Por otra parte, como el
alma suele ser invisible, él estaba convencido de que su alma también era blanca.
Pero una mañana, al despertar, mirándose al espejo en el momento de afeitarse,
vio que algo oscuro manaba de su boca, al tiempo que salían por ella sonidos
chirriantes, macabros y terribles, producto, sin duda, de la negrura de su alma.
Y nuestro buen hombre -que en el fondo era bueno-, le dijo a su esposa:
-Matilde, no te puedo engañar. He descubierto que tengo el alma negra. Y tú, a
pesar de ser mujer, tienes el alma blanca y no debes participar de mi desgracia.
A lo que ella contestó:
-Siempre he sido tu esposa fiel. Al menos, si no siempre, sí desde que nos
casamos. O, si no siempre, desde que nos casamos si bastante tiempo después.
Pero no puedo seguir viviendo junto a un hombre que tiene negra el alma. La
sociedad no nos admitiría y bien sabes tú que hay que vivir con la sociedad que
es quien, si no nos da de comer, al menos nos deja vivir. Yo te he querido desde
que dejaste de ser pobre y nunca te he traicionado. O, si te he traicionado, nadie
lo ha sabido. O, si lo ha sabido alguien, no se ha dicho. O si lo ha dicho alguien,
nadie lo ha oído. Y así deberás comprender, entender y perdonar que no pueda
seguir al lado de un hombre con el alma negra.
-Creo que tienes razón. Aurelia. Por eso te ruego que tú también me entiendas
a mí cuando, ahora, apenas pasen dos minutos, yo te asesine debido a que mi
alma es negra.
Y ella dijo:
-Lo comprendo.
Y entonces él la asesinó.
Pero no fue condenado, ya que se pudo demostrar que era un blanco que tenía
el alma negra.
43
YO, MATÓN
ME llaman el “matón” del barrio, simplemente por el hecho de que me gusta
matar. No puedo pasar un día sin haber matado algo o a alguien. Y confieso que
me produce un placer casi inexplicable. El acto de matar tiene unas
connotaciones intrínsecamente inefables. Notas que algo acaba bajo la presión
de tus dedos, o bajo el imperio de tu bota, o por la contundente colaboración del
martillo. O, asimismo, por el simple palmetazo de mi mano plana.
Y así y por todo ello, me gusta matar moscas de un palmetazo. Porque la
mosca es tonta, terca y se lo merece. Una mosca, que no me conoce de nada ni
me ha sido presentada, así, de pronto, por las buenas, trata de meterse en mi
plato de sopa, o se me posa en la nariz, en los ojos, en la frente. Y en el momento
más inoportuno. ¿Se imaginan lo que es la visita de una mosca cuando estás
tratando de complacer sexualmente a tu complemento? ¿O que se pegue el gran
baño sobre tus fideos, después de haber andado por ahí de casa en casa? Y es
entonces cuando surge el irremediable deseo de matar, de matarla. Confieso sin
rubor que he matado muchas moscas en mi vida. Y no me arrepiento.
También hay algo que me gusta matar con frecuencia: el tiempo. Matar el
tiempo es uno de mis mayores placeres. El tiempo, que eso que no se para nunca
y nos va haciendo cada vez más viejecitos, es una de mis víctimas preferidas. Y
lo mato de muchas y de muy variadas formas: leyendo un libro, escuchando a
Mozart, volviendo a leer el libro porque con lo de Mozart no me entero bien,
etcétera. Y realmente se siente un hondo y extraño placer en el asesinato del
tiempo. Porque el tiempo no hay que perderlo, sino matarlo. El propio Proust,
que fue “a la busca del tiempo perdido”, no nos dijo si lo hizo para gozarlo o
para matarlo.
Sin embargo, lo único que no he matado nunca ha sido personas, que son las
únicas que lo merecen. Porque, después de todo, ¿qué es una mosca al lado de
un brigadier?
44
PROBLEMAS, PROBLEMAS…
EL mundo está lleno de problemas. La gente está llena de problemas. Los
libros de matemáticas están llenos de problemas. Todo son problemas y todo se
vuelve discusiones, conjeturas, diatribas e interminables disquisiciones que no
llegan a ninguna parte. Y se me ocurre que todo ello constituye una estúpida
pérdida de tiempo, cuando lo más lógico sería arreglar todos estos problemas,
simplemente dándoles una solución. Porque, naturalmente, si no se soluciona un
problema, el problema en sí persiste, continúa y la cosa no tiene fin. Por
ejemplo, se habla constantemente del problema del paro. En efecto, es un arduo
problema que traería de cabeza a la sociedad más avanzada. Pues, Señor,
búsquese una solución al problema del paro y dicho problema habrá
desaparecido en el acto. Lo mismo ocurre con la inseguridad ciudadana. Todo se
nos vuelve lenguas inconformes, ataques a las altas magistraturas, quejas en
radio y Prensa. Pues, Señor, désele una eficaz solución a tal problema, y las
gentes podrán caminar por las calles, cual si fueran por los mismos jardines del
Edén. Pero no. A los españoles, a los americanos, incluso a los extranjeros, nos
gusta quejarnos de todo, pero sin aportar soluciones. Y ahí reside nuestro error.
No debemos señalar con el dedo a tal o cual ministro, haciéndolo responsable de
tanto problema como nos acucia. Lo lógico es, cuando se presente el problema,
solucionarlo inmediatamente. Pero sin perder un solo segundo. De esa forma
veremos que los problemas, apenas hagan su aparición, comenzará su
exterminio.
Claro que no todos podemos solucionar todos los problemas, pero para eso
están los ministros, cuyo deber es consultarnos, si ellos no son capaces de
encontrar la solución.
Lo malo es que si solucionamos los problemas, ¿qué hacemos con los
ministros? ¡Vaya problema!
45
EL ESCRITOR TARTAMUDO
EL tartamudo es esa persona que al hablar vacila, se para, tropieza, renquea,
vuelve a tropezar, sigue un poco, recae, etcétera, y convierte su conversación en
un manantial de palabras sorprendentes, cacofónicas, arbitrarias e inimaginables.
Pero esto es más comprensible si se compara este tipo de tartamudez con la
tartamudez del escritor, que no tiene objeto de ser, puesto que para eso está la
rectificación. Sin embargo, el hombre objeto de esta disertación era un
tartamudo tan absoluto que hasta escribiendo mostraba su irrefrenable defecto. Y
así, recuerdo, comenzó a escribir un cuento de tintes terroríficos. Creo recordar
su comienzo, que era así, poco más o menos:
“En aquella caca…, caca casa abandonada, donada, viví vivía un viejo jo jo,
con un ojo jo jo, solo. Vivía so solo el viejo jo jo soso lo. Y en un ano ano
anoche che de tormen menta, se des per pertó sobre sal sobresaltado por un rui
rui rui rui ruido extra ño. Era una eno rme rata de al cantar, que alcantar, salía de
la alcantarilla. Y la repu la repu la repugggnante fiera le ata ata atacó por ser por
sor presa, mordándole diéndole el cue llo. El vie jo jo jo pedía, peía auxilio, mi
entras mí entrasedesan gragraba por efectos del amor de dura de lara ta...”
La verdad es que no sé cómo llegó a terminar este cuento, ni si hubo quien se
lo publicara. Porque no es concebible un escritor tartamudo, pero escribiendo en
tartamudo. Pero este mundo es tan insólito e imprevisible, que hasta lo más
utópico se puede con ver tiren real y dad.
46
LA SONRISA DE GIOCONDA
LEONARDO murió sin conocer el verdadero resultado de su inmortal obra
“Monna Lisa”. La modelo, que nunca se tuvo pruebas de quién fuera en realidad,
pero yo sí lo sé y callo por razones obvias, era un ser mágico, un ser llegado de
otros mundos ignotos a consolar la inmensa tristeza que embarga a Leonardo
ante un mundo lleno de crueldades y miseria. El genial pintor intentó plasmar en
el rostro de aquella mujer el dolor de la Humanidad, el rictus de crueldad que se
cincela en los rostros que sufren. Y Leonardo, con su mágico pincel, plasmó para
los siglos venideros lo que él creía ser el símbolo de la tristeza, la amargura del
hombre. Pero “Monna Lisa”, la Gioconda, con ese poder lúdico de los seres
superiores, cambió el gesto de amargura por otro de optimismo, como un boceto
de sonrisa. Y cuando Da Vinci miraba su obra, en efecto, aquel gesto patético y
triste asomaba a los labios de Gioconda, pero apenas se daba la vuelta y se
colocaba de espaldas al cuadro, “Monalisa” sonreía para que el mundo y sus
gentes no se contagiaran de aquella expresión de soledad sufrida. Y desde
entonces, aquel cuadro y cuantas miles de copias se han reproducido, sólo han
mostrado la sonrisa que la hizo mundialmente famosa. Jamás vio nadie la
tristeza de Gioconda. Excepto Leonardo, el único que nunca la vio sonreír.
47
EL IGNORANTE
HAY gentes que saben cosas. También hay gente que saben pocas cosas. Y
también hay gentes que saben muy pocas cosas. Pero la persona objeto de esta
divagación era la más ignorante de todas porque no sabía absolutamente nada.
Creerán ustedes que exagero, pero es la pura verdad. No sé cómo decirles para
que me entiendan. Por ejemplo, un individuo, por muy ignorante que sea, sabe
que el Ebro es un río y que el Mont Blanc es una montaña o una pluma
estilográfica. Pero el tipo a que me refiero era todo un alarde de ignorancia. A
cualquier pregunta que se le hiciera, siempre respondía lo mismo: “No sé.”
Porque ni sabía que el Ebro es un río ni lo de la montaña o pluma estilográfica.
Es más, yo he visto cómo alguien le decía: “Eugenio” -porque se llamaba
Eugenio-, ¿cuántas son dos y dos?”. Y él respondía: “No lo sé, porque no me
dice usted dos y dos de qué cosa.” O también, “Eugenio, ¿cómo se llama tu
padre?”. “No lo sé, porque como soy hijo de madre soltera...” “Entonces, ¿cómo
se llama tu madre?” “Nada. Ella nunca se llama. La llaman los demás.” O
“¿cuántos años tienes?”. “No lo sé, porque como el tiempo no se para nunca,
pues nunca es la misma edad.” O “¿estás casado?”. “No lo sé. Depende de mi
mujer. Porque si me es fiel, sí estoy casado. Pero si me es infiel, es como si no lo
estuviera. Y uno nunca puede saber si su mujer le es fiel.” O “¿tienes hijos?”.
“No lo sé, porque los tiene la madre, y luego se tienen solos.” “Entonces,
maldita sea, Eugenio, ¿qué es lo que sabes?”. “Nada. No sé nada. Porque como
todo es según el cristal...” “Pero habrá algo que sepas, aunque sólo sea la
fórmula de la Teoría de la Relatividad.” “Bueno, eso sí. Lo único. Pero es lo que
sabe todo el mundo.”
De cualquier manera a mí nunca me convenció Eugenio. Tengo para mí que
algo debía de saber.
48
MISTERÍSIMO
TODOS los misterios, la misma palabra lo dice, suelen ser misteriosos,
intrigantes, oscuros. Pero al que yo me refiero era tan misterioso, que me
atrevería a calificarlo de misterísimo. Veamos: yo entré a mi habitación, una
noche de verano, junto al mar, cuando apenas contaba dieciséis años. Como no
podía conciliar el sueño, salí a dar un paseo por la playa solitaria. De repente
noté, bajo mis pies desnudos, unos charcos, de hielo. Sí, era hielo, auténtico
hielo. Continué mi caminar y, de repente, di un respingo. Mis pies desnudos
habían pisado un charco de agua hirviendo. En efecto, era agua en plena
ebullición. Seguí mi camino y, cada dos o tres metros, los charcos de hielo y
agua hirviente se alternaban de forma incomprensible. Aquello era demasiado.
Volví corriendo a mi habitación y el misterio fue en aumento porque ahora podía
comprobar que dentro de la misma, en el lado izquierdo, había una temperatura
de unos 10 grados bajo cero, en tanto que en el derecho el termómetro podría
registrar una temperatura superior a los 50 grados centígrados. Y yo saltaba de
un lado a otro, para evitar una muerte súbita, ora por causa del frío, ora por causa
del calor. Y todo dentro de la misma habitación. Llamé a gritos a mis padres. En
seguida llegaron, pero de una manera alucinante, pues en vez de dos personas
eran una sola, mitad padre y mitad madre. Me hablaban a la vez, a dúo, cada uno
con su propia voz, y los entendía perfectamente, a pesar de que me decían cosas
diferentes.
Nunca lo pude entender. Y para mí sigue siendo, más que un misterio, un
misterísimo. La verdad, no le encuentro explicación. Es más, le he preguntado a
gentes de derechas, y ninguno me ha dado una lógica solución. O es que no se
atreven...
49
ELAUTO-LADRÓN
NORMALMENTE el hombre -o mujer- que nace con el hábito del robo,
naturalmente lo que hace es robarle a los demás, bien sean extraños, amigos o
seres de confianza. Pero Emiliano Gardel decía que robar a los demás era un
pecado por demasía repugnante. Y como a él le gustaba robar, pensaba que lo
más sensato era robarse a sí mismo, con lo cual satisfacía su irrefrenable instinto
de hurto, y al tiempo no perjudicaba a nadie.
Y, en efecto, Emiliano, todas las noches, cuando se acostaba, dejaba su
chaqueta en el armario, apagaba la luz, se metía en la cama y a los pocos
minutos, cuando comprendía que ya debía de estar dormido, se levantaba de
puntillas, se dirigía al armario, sacaba la cartera de su propia chaqueta y, con
mano nerviosa, extraía de ella varios billetes que luego corría a esconder en
alguna parte. Y volvía a meterse en la cama, como si no hubiera hecho nada.
Pero una de estas aciagas noches -la más aciaga-, cuando corría a esconder su
botín, pasó por delante de un espejo y se sorprendió a sí mismo “in fraganti”. Y
contempló su imagen en un gesto a todas luces culpable. Bajó la mirada al suelo,
al tiempo que también lo hacía el Emiliano del espejo. Ninguno supo qué decir.
Hubo un silencio denso, prolongado, interminable. Al fin, Emiliano Gardel, con
paso lento y vacilante, se fue a la cama. Pero no pudo conciliar el sueño.
Cuando llegó la mañana, con los ojos abultados y enrojecidos, se dirigió al
espejo, que le devolvió una imagen idéntica. Y en un repentino ataque de rabia,
destrozó el espejo en mil pedazos. Y se dijo:
-Desde ahora podré robarme cuando quiera y cuanto quiera. Pero sin testigos.
Y Emiliano continuó robándose todos los días de su vida y nadie lo supo
jamás.
50
FALCON CREST
LES diré por qué maté a mi esposa, y no estoy arrepentido. Ella era una mujer
afable, cariñosa, fiel, honesta y recatada. Una esposa amante de su marido, muy
señora en la calle, y bastante revoltosilla en la cama. Singularmente bella,
llamaba la atención por donde aparecía. Era deseada por los hombres y
absolutamente envidiada por las mujeres. Era, en fin, lo que podía llamarse
como una pieza única, una joya en su especie, algo que difícilmente repetirá la
raza humana ni la raza femenina.
Pero mi esposa, mi querida Cloti, un buen día, un mal día, descubrió unas
cosas que les pasaban a unas gentes en televisión, sobre una familia, a quien
llamaban Falcon Crest. No sé si a la familia, a la finca donde vivían, o a la serie.
El hecho es que desde aquel mismo día, mi querida Cloti se pasaba los días, las
semanas y los meses ante el televisor, sin moverse para nada. Cuando salía
Falcon Crest, porque salía Falcon Crest. Y cuando no salía Falcon Crest, porque
seguía esperando a que saliera Falcon Crest. La verdad es que desde aquel
aciago momento, jamás me miró, ni a mí ni a ninguno de nuestros hijos. Perdió
todas sus amistades. Ya nunca tuvo un libro entre las manos ni había música que
la apartara de su Falcon Crest. Cierto día la vi llorando por no sé qué problemas
tenían una tal Ángela Chanin. Intenté hacerle volver en sí, que se diera cuenta de
que era mi esposa y madre de varios hijos. Pero nada.
Acabé por consultar con un médico, que me dijo que eso se escapaba a su
profesión. Hablé más tarde con un psicoanalista, quien me advirtió que eso sería
cosa de paciencia y tiempo.
Pero no pude más. Entendí que se trata de un inevitable caso de eutanasia. Y
una tarde, cuando más embebida estaba ante su Falcon Crest, le di una pócima
nociva en el café, que se tomó sin apartar la mirada de la pantalla.
Y la verdad es que la quería con toda mi alma.
51
JUSTA VENGANZA
ACABO de vengarme de mi Gobierno, y no me arrepiento de ello. En varias
ocasiones solicité su ayuda, dada mi avanzada edad y mi precario estado de
salud. Toda la vida fui un pastor que procuró cumplir con su rudo deber. He
dormido bajo las estrellas en noches en las que el hielo clavaba sobre mi pecho
fríos puñales, y he cruzado mesetas y cordilleras durante el estío, a esa hora en la
que el asno y el jilguero caen bajo el sol, abrasados por un Febo inclemente y
homicida. Pero nunca abandoné mi ganado. Incluso, infinidad de veces ayudé a
bien parir a mis ovejas -hembras-, con la sola ayuda de mis manos y una gran
dosis de buena voluntad.
Me he dirigido a las altas instancias ministeriales, rogando, suplicando,
implorando misericordia, una mínima ayuda, pues ya ni mis manos ni mis
piernas responden al esfuerzo que requieren tan duro oficio como el mío. Pero
nada. Ni una mala carta de consuelo. Ni un siquiera “ya veremos”, o
“estudiaremos su caso”, o “acaso más adelante...”. Nada. Nada de nada.
Pero Dios ha querido que pueda vengarme de tan vergonzante comportamiento
por parte de las autoridades. Les contaré. No hace muchos días, estando yo en el
campo con mis últimas ovejas, de repente descubrí el río más grande que hay en
España. Remonté su curso, paso a paso, hasta llegar a su nacimiento, que se
producía en unas montañas de Lugo. Y luego fui descendiendo, siempre a su
orilla, hasta su desembocadura, que se realiza en Almería. No exagero si digo
que tal río, en su curso medio, alcanzaba más de trescientos metros de anchura
por veinte de profundidad. Y ya cerca de su desembocadura se acercaba a los mil
metros de anchura y a los casi setenta hasta llegar a su fondo. Es posible incluso
que sea de los ríos más caudalosos de Europa.
Pero no pienso declararlo oficialmente. Y hasta es posible que muera
llevándome este secreto a la tumba. Ojo por ojo…
52
NADIE ME CREE
A un hombre le pueden acosar muchos tipos de desgracia, pero no creo que
haya uno que supere al de la incredulidad ajena. Es verdaderamente insoportable
que uno se dirija a sus amistades o conocidos, les cuente con la mayor
naturalidad lo que le sucede, y los demás te vuelvan la espalda, esbozando una
sonrisa de cachondeo contenido.
Por ejemplo, no hace muchos días estando solo en casa, llamaron a mi puerta.
Abrí y me encontré en el umbral a Sabrina, Cicciolina, Elisaberth Taylor, Bibi
Andersen y “Miss Universo”. Las cinco venían con sendas botellas de champaña
y un brillo especial en la mirada. Me dijeron que tenían muchas ganas de
conocerme, desde hacia bastante tiempo, y que por caridad las dejase entrar. No
les puse el menor inconveniente. Y una vez dentro de mi piso, las cinco, al
unísono, se quedaron completamente desnudas. Luego, con lágrimas en los ojos
y arrastrándose por el suelo, me suplicaron que las poseyera una por una o las
cinco a la vez. Para complacer ambas peticiones, hice las dos cosas. Las poseí
una por una, y después, las cinco al mismo tiempo. Quedaron tan hartamente
satisfechas que besaban mis manos y mis pies, les temblaba la voz y sus ojos
desprendían un fulgor difícilmente olvidable.
Y bien, cuando les conté esto a mis numerosos amigos, muchos de ellos me
miraron con desdén, a la vez que se barrenaban la sien con el dedo índice de la
mano derecha. Pensaban que les estaba mintiendo, que era un farol intragable.
Sin embargo, esto que les he contado es lo menos importante que me suele
suceder cualquier día de la semana, de cualquier mes, de cualquier año.
Pero nadie me cree. Ni siquiera mi psiquiatra, que es la persona con quien más
confianza tengo y al que no le mentiría por nada del mundo.
AL LORO (1987-1988) José Luis Coll
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AL LORO (1987-1988) José Luis Coll

  • 1. AL LORO (1987-1988) José Luis Coll Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 SEÑORA… SEÑORA, es usted una dama bella y elegante, huele a Loewe, viste y calza Loewe, pero habla como lo hacía la Francis, piensa como la madre de Doris Day y tiene la exacta voz de una viola recién desafinada. Señora, deje a un lado el “Reader Digest” y escúcheme. Yo soy, aunque no lo aparente, una persona normal, sencillita y modesta, más bien tímida -mi persona-, y todavía susceptible a la perplejidad, el asombro y el fleco de baba en boca cuando lo insólito llama a mi puerta. Y le ruego, señora, que cuando me vea por la calle o coincidamos en el vestíbulo de algún teatro o cine, no me abrace gritando, cual si fuera mi mamá política rediviva, diciendo que me admira, que se ríe conmigo muchísimo - aunque su marido, no- y me dé aire en la cara con su excelso pecho -Gizeh y Sakkara horizontales- en un afán de halago insoportable. Señora, es usted una dama elegante y bella, o, al menos, queda huella de lo dicho, pero no siga balanceándose en el trapecio grotesco del espejo de Blancanieves. Y, sobre todo, no allane mi personalidad. No se cuele en mi persona, no me inunde de usted misma, por el hecho de que yo sea un “hombre público” y usted no sea una “mujer pública” que, en mi caso es un piropo injusto y en el suyo un lamentable insulto, más injusto todavía. Señora, usted conserva un saludable andamio, una bella carrocería que más de una presumida jovencita querría para sí. Y usted, señora, es dueña de unos ademanes que, bien dirigidos podrían dar que pensar al propio Rodín. Pero, señora, la verdad, y no se ofenda, el aspecto de su orquesta es majestuoso, pero estridente su sonido y huérfano ritmo. Señora, cuando me vea, muéstreme sus nacarados dientes en una sonrisa como de fiesta en la Casa Blanca y salúdeme “sotto vocce” alargándome su pulcra mano, que estoy dispuesto a besar con una ligera inclinación de cerviz. Pero no abra la boca. Que Pandora no se entere. Musíteme algo que ni yo mismo entienda para que, a mi vez, le devuelva su sonrisa. Y así nos habremos comportado ambos como dos seres de alma refinada: amables, pero ignorándose mutuamente.
  • 4. 4 GALANTERÍA ELLAS tienen la culpa. Ya no hay hombres galantes. O apenas quedan. Y todo por querer equipararse en todo al tradicional dictador varón, que ha pasado directamente de arrastrar a su pareja por los pelos, fuera o dentro de la gruta, a inclinarse reverente y melifluo, para volver a hacerse el distraído. Y es que ellas quieren los mismos puestos de trabajo, los mismos derechos, las mismas pagas y todas las mismas prebendas de que viene gozando el macho a través de los siglos por los siglos amén. En cuyo caso, y de llevarse esto a efecto, no hay razón lógica para deleitar su ánima con el más mínimo gesto de cesión galante. De cualquier manera, los que aún coleccionamos el poso de las buenas y gentiles maneras vemos con cierta aversión el que María de las Candelas, tras engullir un largo trago de güisqui, pida la nota y abone lo de ella y lo de su virtual pareja, apague el cigarrillo con ademán de camionero y salga a la calle escupiendo por el colmillo. La mujer es mujer, y bastante suerte -desgracia- tiene para desprenderse de la ventaja que es su debilidad física, que no mental, que en esto sí que conozco casos de machos romos de cerebro que para sumar dos y una suman los dedos. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que tengamos que convertirnos en una especie de lamesuelos ante la dona para con ello despertar su secreta admiración, que, al fin y a la postre, podría conducirnos al lecho del placer, que es lo que se suele buscar a la postres y al fin. Creo que es bueno eso de seguir siendo la mano protectora de la hembra, aquella que, a pesar de ser arrastrada por el cabello, luego se quedaba solita en la cueva mientras su sufrido esposo, porra en mano, iba a la búsqueda del mamut o el endriago comestible. Como también es muy posible que a la vuelta de la peligrosa aventura culinaria, de no haber tenido éxito, zarandease a su hembra, torta va torta viene, que es como suele tranquilizar sus nervios el macho enojado, ya desde entonces hasta hace veinte minutos. Claro que también se da el caso inverso. El hombrecillo como mirado con los gemelos al revés, la voz de flauta, el esternón en relieve, las canillas a punto de troncharse y un hueso de aceituna como bola muscular. Y esa cosa al lado de una “varona” con cuatro jamones, pechos orográficos, dedos morcilla, pies palmípedos y una papada que cubra las rodillas… Entonces es cuando hay que intervenir en favor de esa insignificancia masculina, llevarlo en brazos a la cama y amonestar a la “señora” si osase poner la mano encima de aquella miseria marital. Pero, en fin, no suele ser eso lo más frecuente, sino todo lo contrario. Y en tanto las cosas sigan siendo así, como vienen siendo siempre, yo ruego a los de mi sexo que admitan la igualdad femenina en teoría, pero jamás en la práctica. Y eso que me encuentro estos últimos treinta años bastante pachucho.
  • 5. 5 ADORABLE ESPOSA CONFIESO que mi esposa me tenía hasta el gorro. Es decir, harto. O lo que es lo mismo, que me era abundantemente insoportable. O dicho de otro modo, que la odiaba con toda mi alma. Creo que se va entendiendo lo que quiero decir. Sin embargo, ella, por su parte, cada vez que mostraba mayor cariño más encendida pasión y mayor número de propuestas respecto a lides amorosas. Jamás discutía mi más mínima idea ni era capaz de llevarme la contraria, aun cuando mi razonamiento fuera el de un burro inculto -que es como suelen ser casi todos ellos-, y antes era capaz de arrojarse a un pozo que oponerse a cualquier proyecto mío, por descabellado que éste fuera. De tal modo depositaba sobre mí toda la inmensa carga de su amor, que se me hacía como una losa de difícil sujeción. La verdad es que no sabía qué hacer para librarme de aquel anegamiento de melifluas circunstancias. Por otra parte, yo no quería ser víctima de una “piedad peligrosa”; que de todos es sabido las terribles e irreversibles consecuencias que suelen traer tales sacrificios. Pensé en tratarla mal, castigarla de verbo y obra para que disminuyese, y hasta desaparecieses, aquel sindeticón humano que me abrumaba como endriago incombatible. Pero no me dio resultado la frialdad, ni el insulto, ni el fortuito golpe en mejilla con mano cerrada en forma de apretado puño. Podría asegurar que hasta fue un aliciente, un incentivo para aumentar más sus muestras de perra fiel, de esclava sumisa, de cosa informe que se me arrastraba hasta el delirio de la autohumillación, inmolándose en el altar del más acendrado amor. Y de repente, algo iluminó mi calvario. ¡Claro, como no habría caído antes! Le pagaría con la misma moneda. Haría un perfecto plagio de su odioso sistema. E ipso facto puse en marcha mi maquiavélico plan. Y ahora era yo quien le suplicaba amor, le besaba las manos, le recitaba horribles poemas por mí concebidos en largas noches de insomnio, la acorralaba a todas horas con mis pretensiones de acciones lúbrica incontinentes y vertía sobre sus desnudos pies ardorosas lágrimas que ni el más desventurado Werther hubiera podido verter. Las veinticuatro horas del día la seguía, la asediaba, la acorralaba, aullaba y gritaba en demanda de millares o millones de besos apasionados. Y el fruto no se hizo esperar. Pronto empezó a mirarme de manera adusta, displicente y evidentemente fría. A contestar con monosílabos o a darme con la puerta en las narices. Hasta llegó a lanzarme parte de la vajilla -la menos valiosa- a la cabeza. Una noche de invierno me arrojó a la calle. Por más que le lloré y supliqué, se mostró cual piedra de granito. Hoy va contando por ahí que me volví un ser detestable y odioso. Y que no se considera culpable de mi desdicha. Ni de mi felicidad.
  • 6. 6 ¿COMPRENDE? HAY veces que uno tendría que decir las cosas, pero… No sé, es como cuando tú, por ejemplo, pues… Cómo le diría yo… La cuestión es que no siempre se puede hablar con absoluta claridad, porque entonces… Lo cierto, después de todo, es que siempre alguien se queda con la duda de si esto es así o esto es asá, o te refieras a Tal o a Cual. Porque hay que reconocer que la sociedad se rige por unos convencionalismos que no siempre permiten que uno pueda ahondar en el quid. Y yo me pregunto: ¿Es mejor quedarse en la incertidumbre por miedo al yo qué sé? ¿O sería preferible, con todo su riesgo, ahondar en el tema, aun cuando esto nos cueste… qué se yo? No es fácil el tema ni se puede llegar a una conclusión de ribetes satisfactorios, que lo empírico así lo viene demostrando desde tiempo inmemorial. Porque, quiérase o no se quiera, no es fácil saltarse unas normas o reglas de juego que vienen estando así establecidas desde el principio de los tiempos. Aunque -y ello es innegable-, no cabe mejor conducta del intelecto y la ética que decir aquello que concierne a la propia moral del ente. Pero, eso sí, siempre de una manera clara y diáfana, sin recovecos o revueltas de inútil dialéctica, sino yendo directamente al grano de la cuestión, en aras de un rápido y diáfano entendimiento del asunto de que se trata. Ya que la banal dialéctica de ampuloso e intrínseco planteamiento, se torna oscura en sí misma, impidiendo, por conclusión, su propio esclarecimiento. Decía Arnold Goldswith que “lo que es en sí, sólo es así en tanto que es”, mientras que François Sevret afirmaba que “no es en sí nada, hasta que nada es”. Ambos conceptos son mentalmente admisibles, aun cuando se contraponen en un subyacente orden de oposición conceptual. O lo que es lo mismo: no es justo abogar en pro de un aserto de fines abstractos, en tanto en cuanto no haya una prueba concluyente de que lo que allí va implícito no corresponde a un orden de válidas conclusiones. Es muy posible, y hasta probable, e incluso fácil, que muchos de mis lectores - si los tengo-, estén en absoluto acuerdo con lo que aquí demuestro, y discrepen de manera evidente con cualquiera de mis asertos. Pero es éste un riesgo que hemos de correr quienes somos partidarios de lo conciso y lo transparente. Y no es misión nuestra, pues, caer en una controversia inacabable de no fácil resolución. Al pan, pan; y al vino, vino. ¡Qué leche! ¿Comprenden?
  • 7. 7 EL BINGO NO existe persona de mayor talento ni mejor conocedor del talante humano que el inventor del bingo. Se necesita una gran capacidad de observación, gozar de un empirismo vital de tal magnitud que anonada al más exigente. Se trata de poner en manos de la gente, de la mayor parte de la gente, un juego que consista en arriesgar muy poco dinero para ganar mucho. Ustedes me dirán, claro, la lotería. Por poco dinero se pueden obtener pingües y gratuitos beneficios. Pero no es “esa” lotería, para la que hay que esperar meses o quincenas o semanas enteras. No, el bingo ofrece esa misma oportunidad, con lapsos de cinco a diez minutos de espera como máximo. Y más facilidades todavía. No hace distinción de raza, color o sexo. Tampoco se exige vastos conocimientos culturales ni título o carrera. Basta con no ser sordo y conocer los números del 1 al 90. Incluso siendo sordo, porque para ello se dispone de unas pantallas de circuito interior televisivo, donde van apareciendo sucesivamente los susodichos numeritos. ¡Ah!, y nada de tener que pensar o hacer cálculos mentales que puedan poner en peligro la buena salud de las meninges. Simplemente tener en la mano un bolígrafo o similar -que también lo proporciona la casa- e ir tachando números del cartón a medida que vayan coincidiendo con los del jugador. No me negarán ustedes que es de un mérito inconmensurable lograr tamaño invento, en el que personas de toda condición diariamente se ponen -nos ponemos- ante unas cartulinas que pueden sorprendernos con la varita mágica del hada Fortuna, sin el menor esfuerzo físico o químico por nuestra parte ni por la de nadie. Confieso que a veces he perdido gran parte de mi tiempo en imaginar un juego que fuera la posible competencia del bingo y confieso mi fracaso. Por más vueltas que le he dado no logré, ni por aproximación, dar forma real a pueril artilugio, treta o estratagema que desbancara o ni siquiera igualara a tan angelicalmente infernal jueguecito. Y dudo que en mucho tiempo de ahora en adelante alguien sea capaz de hacerlo con la más mínima ventaja. Esta es la razón por la que dije al principio que quien dio a luz el bingo fuera digno de más altos y ambiciosos proyectos. Un ser así podría, sin la menor duda, ostentar cargos de alta responsabilidad en el Ministerio de Hacienda o en cualquier otro de gestión financiera. Nuestro país necesita cerebros de tal índole que nos haga brotar de este mar de incertidumbres fiduciarias. Sé que es mucho pedir, pero los españoles, en cuestión de milagros, estamos harto acostumbrados. Podría decirse que hasta por ellos vivimos. Esperemos.
  • 8. 8 SORDOS SOLO hay dos clases de sordos: los que no pueden oír y los que no quieren oír. Los primeros no oyen porque no pueden. Los otros si no oyen es porque no quieren. O lo que es lo mismo, los que no pueden oír es que no pueden. Mientras que los otros es que no quieren. Resumiendo, que unos no oyen porque no pueden y los otros es porque no quieren. Total, que en estos dos únicos grupos unos no pueden oír y otros es que no quieren. Una vez aclarada esta premisa pasemos a examinar ambos grupos. Primero el de los que no pueden oír. A éstos por más que se les grite nunca oirán porque no pueden. Tienen una imposibilidad física, orgánica. No hay nada volitivo en ellos respecto a su posibilidad de oír. Desde otro ángulo es como el ciego. Que tampoco oye. Digo, que tampoco ve. Porque también existen dos grupos de los que no pueden ver y el de los que no quieren ver. Pero de esto ya nos ocuparemos otro día. Estábamos hablando de los sordos que no pueden oír. De los que tienen imposibilitadas las facultades de la audición. Que viene a ser lo mismo, en lógica comparación, con los mudos que no pueden hablar o los que no quieren hablar. Que en realidad son como los ciegos que quieren ver, digo que no pueden ver, o los sordos que no pueden oír. Y así son los mudos que no pueden hablar. O como los ciegos que no quieren hablar. O los mudos que no quieren ver. En cada uno de los casos hay una notable diferencia: la de los que no pueden hacer una cosa y la de los que no quieren. Bien sea la del mudo que no puede ver o la del ciego que no quiere hablar. E incluso la del sordo que no puede hablar ni ver. Porque si un sordo no quiere hablar es como si estuviera ciego, ya que no ve su interlocutor la imposibilidad que tiene para no oír. El caso es diferente cuando el ciego que no quiere oír le habla al que no quiere escuchar, puesto que si éste no escucha es porque no puede o porque no quiere. Y en ambas circunstancias el esfuerzo es inútil, ya que el otro ni ve ni oye: calla. Pero también podemos tropezarnos con el caso del sordomudo que no quiere ver. Naturalmente, éste ve, pero no dice lo que ve porque no puede hablar. Aunque existe la posibilidad de que se haga el sordo. Mas aunque así fuera tampoco podría decir nada, ya que no puede hablar. Y no nos olvidemos del ciego-mudo cuando se hace el sordo. Sabemos que no ve y que no oye, digo que no habla, pero no quiere oír. Es un falso sordo que oye, digo que no habla, pero no quiere oír. Es un falso sordo que oye, pero como no ve pues no puede decir lo que oye, puesto que no es sordo, pero disimula. Lo cierto y verdad es que yo he conocido a muchas personas que oyen, ven y hablan. Quiero decir que pueden oír, ver y hablar. Pero aunque les hables, les muestres o les grites, callan porque ni ven ni escuchan ni se enteran de nada. ¿Está claro?
  • 9. 9 DISYUNTIVA YO tenía que elegir entre una de las dos mujeres. Una era verdaderamente hermosa, elegante, culta y de maneras suaves, amén de exhalar un profundo aroma sensual que embriagaba los sentidos. Asimismo era dueña de una gran fortuna, herencia de herencias, con sabor a caoba y sangre azul. Su verbo era fluido, certero, sin culteranismos, avalado por un recio acerbo de cultura y vastos conocimientos de todos y cada uno de los asuntos de los que trataba. La otra mujer era un perfecto remedo del feísmo. Aquellas manos con dedos como zanahorias, aquella boca sin dientes y aquellos ojos turbios de mirada convergente bajo unas cejas superpobladas de pelos enmarañados hacían de su mirada un manantial de pavor y desasosiego. Su endeble cuerpo, de caprichoso esqueleto en perfecta inarmonía, se cobijaba bajo unas telas de color indefinido, sucias y malolientes. Aunque bien es sabido que la indigencia puede ser compatible con el aseo, no creo que aquella mujer hubiera tenido trato con pastilla de jabón desde su más tierna y lejana infancia. Era necesario -por razones que no vienen al caso- que yo eligiera una de las dos como esposa hasta que la muerte nos separase. Mi decisión debía de ser serena, calmada y lúcida. No debía precipitarme sobre algo que luego pudiera ser arrepentimiento para el resto de mis días. Las observé una y otra vez. Quería estar muy seguro de mí mismo. Mis ojos iban, alternativamente, a Elena María, que me sonreía desde sus blanquísimos y nacarados dientes, pasando luego a la horripilante Plutarca, que sostenía una mueca de significado incierto sobre aquel rostro, tal vez plagio de algún endriago o espíritu diabólico escapado de los infiernos. Apenas me quedaba un minuto para tomar la decisión última. Y apuré los segundos para que mi cerebro no me jugara una mala pasada en el momento decisivo. Levanté mi mano diestra y su dedo índice se dirigió implacable sobre Elena María. Sí, elegí a Elena María. Lo otro hubiera sido una terrible equivocación.
  • 10. 10 HAY QUE DESCONFIAR CUANDO yo pertenecí a los servicios secretos de aquel país, mi jefe me dio un consejo que jamás olvidé: “No con-fíes nunca en nadie. Las apariencias son las que más engañan.” Y lo he tenido tan presente, que me sacó de varios y abstrusos problemas. Recuerdo que andábamos tratando de aclarar un caso de malversación de fondos, complicado con drogas y prostitución. Se me advirtió que la cabeza oculta de aquel tinglado era un hombre experto en trucos y disfraces. Y hallándome una tarde sentado en una terraza del Parque del Oeste, vi que olisqueaba uno de mis zapatos un perro de raza indefinida. Al principio no le di mayor importancia, pero al observar la insistencia del chucho, una terrible duda se instaló en mi cerebro. ¿No sería ese aparente perro el individuo en cuestión que, alertado por imprevisibles confidentes, hubiera descubierto mi verdadera identidad y tratara así de desenmascararme? Lo acaricié con cierto recelo. El animal se acurrucó bajo mis pies y se dispuso a dormir una siesta. Yo no apartaba mis ojos de los suyos, que se abrían y cerraban tal vez con cínica naturalidad. El nombre del sujeto a descubrir era Giuliano. Y de repente, como queriendo cogerle desprevenido, le dije al oído: “Hola, Giuliano.” El perro me miró y bostezó de forma ostensible. Lo dejé estar. Pagué la consumición, pedí un taxi e hice que me acompañara aquel “perro”, que lo hizo sumiso y obediente. Llegamos a mi apartamento. Me puse cómodo, saqué dos vasos y una vieja botella de güisqui que aún contenía algo. Y ya le espeté sin más disimulo: -Vamos, Giuliano, bebe. Es un buen güisqui. El perro hizo la rosca sobre la alfombra, y se dispuso a dormir nuevamente. -Es inútil que sigas disimulando -le dije con mirada un tanto agresiva-. Sé que eres Giuliano Escicia, de los Escicias de Cisilia, digo de Sicilia. Pero nada. Él seguía tumbado y con la mirada turbia. Y lo cierto es que era exactamente igual que un perro: pelo, patas, hocico, cabeza, orejas, rabo… Incluso llegar a ladrar, cuando apreté con fuerza una de sus patas. Pero no dijo más. De cualquier manera, yo lo sigo vigilando. Lleva en mi apartamento más de siete meses. Le echo de comer y lo saco para que suba la pata ante los árboles, todas las tardes a la misma hora. He recurrido a infinidad de trucos, pero nunca cayó en alguno de ellos. Pero sigo dispuesto a tenerlo a mi lado toda la vida, hasta que al fin se rinda y confiese toda la verdad. Un buen agente debe de ser paciente. Y yo lo seré.
  • 11. 11 EL RELATO DE HOY YO tenía que escribir este relato, pero no se me ocurría nada. Y de repente se presentó Gila en mi casa, y me dijo: “¿Qué vas a hacer?”. Al principio desconfié de esta pregunta, pero la analicé durante dos horas y llegué a la conclusión de que lo que él quería saber era lo que yo iba a hacer. Por eso me preguntó: “¿Qué vas a hacer?”. Con toda serenidad le dije con voz pausada: “Me dispongo a escribir mi relato de hoy.” “Eso está bien”, me dijo. A lo que repuse: “No sé si está bien porque aún no lo he escrito.” A lo que él añadió: “Digo que lo que está bien es que te dispongas a escribir mi relato de hoy.” Pero aquello me mosqueó. Por qué dijo MI relato, cuando el relato era mío? Entonces, ni corto ni perezoso sólo, le espeté: “Miguel, el relato es MÍO.” “Es una manera de hablar.” “Ya”. Se sentó a mi lado y estuvimos callados todo el miércoles y parte del jueves. Al fin dijo: “Me voy a mi casa.” “Ah, ¿sí?”, le grité malhumorado. “¿Y por qué te vas a tu casa? ¿Te he ofendido en algo?”. No me contestó. Perdón, dijo: No, me contestó. “Me voy a mi casa porque aquí no se me ha perdido nada.” Esto ya me irritó sobremanera. “O sea -le dije-, que aquí sólo vienes cuando se te pierde algo”. “No, hombre. Es una manera de hablar.” “Eso ya me lo has dicho antes.” “Claro, es que eso de “es una manera de hablar”, pues es una manera de hablar.” Bueno, no discutamos, le dije, al tiempo que le lanzaba una patada al vientre. Será lo mejor, me dijo, al tiempo que me daba en el ojo con una lezna. Permanecimos en silencio ya todo el fin de semana. Y siendo ya cerca de las dos de la madrugada, dijo Gila con un susurro de voz: “¿Nos vamos a acostar?”. Y como yo soy muy desconfiado, medité aquella pregunta hasta bien entrada la madrugada. Al fin, echándole valor, le dije: “Sí, pero cada uno en su cama.” Discutimos, pero no le pude convencer para que se quedara a vivir conmigo. Y allí sigue, en mi cama. Mirándome como un buitre.
  • 12. 12 EL BILLAR TENIENDO en cuenta que el billar es uno de los deportes-juego más difíciles que existen, me permitiré dar algunos consejos e indicaciones a todos aquellos que no estén muy duchos en esta materia. El billar consiste en hacer carambola con tres bolas que ruedan por una mesa rectangular. La bola del jugador habrá de chocar con las otras dos para que la carambola se realice. Y habrán observado ustedes que la mesa tiene unos bordes, o bandas, con el fin de que las bolas no se caigan al suelo (“floor”, en inglés). Y esto es lógico y producto del empirismo. Si en la mesa no hubiera tales bandas o bordes, al no encontrar resistencia las bolas se desplomarían sobre el suelo (“sol”, en francés). Y ello es natural, repito. Porque imagínense que la mesa fuera lisa, como un espejo, y sin bandas o bordes. Claro, al empujar cualquiera de la tres bolas, una de ellas, dos o las tres vendrían a precipitarse sobre el suelo (“suolo”, en italiano). La cosa no tiene más complicación y es bien sencilla de imaginar. Vamos, es que ni hace falta comprobarlo para ver con los ojos de la fantasía que una mesa sin bandas haría que las mencionadas bolas cayeran bruscamente sobre el suelo (“boden”, en alemán). Por ejemplo, yo mismo, cuando era lego en esta materia, imaginaba que si se juega muy despacito y con sumo cuidado, las bolas pueden permanecer indefinidamente sobre la mesa, pero a poco que te descuides, o que me descuidé, vi que dos de las bolas descendían hasta el suelo (suelo es español). La carambola se realiza empujando una bola con el palo, llamado taco. Nunca con la punta del dedo. Porque para eso está el taco. Aparte de que el dedo es demasiado corto y demasiado débil para suplir las funciones del palo o taco. Como asimismo es imprescindible untar la punta del palo, o taco, con una tiza resinosa, con el fin de que al incidir el palo o taco, sobre la bola, éste no se escurra, con el peligro de romper el paño o que la bola caiga al suelo (“ziegf”, en calipeo). Les seguiré informando.
  • 13. 13 COSAS QUE SÉ HAY muchas cosas que sé y nunca se lo he dicho a nadie. Cosas quizá triviales, sin mayor importancia, pero que jamás se me ha ocurrido comentar ni con el más amigo. Tal vez digan ustedes que tampoco merece demasiado la pena, pero es para mí un consuelo poder abrir mi pecho, es decir, mi alma, porque hablo en sentido metafórico, y contarles algunas de esas cosas que sé y nunca dije a nadie. Tampoco les voy a decir todas, porque no acabaría nunca, pero sí aquellas que podrían ser más del dominio popular. Por ejemplo, yo sé -y nunca lo dije- que el Ebro pasa por Zaragoza, que la lana se saca de las ovejas y la miel de las abejas. Que América la descubrió este…, ay, cómo se llama: vaya, ahora no me acuerdo…; el genovés. Ah, ya, sí, Colón, Cristóbal Colón. También sé que en primavera florecen los campos que hay en las afueras de las ciudades, que la sangre corre por las venas de los seres vivos, que la nieve es blanca y el carbón, en cambio, negro. Sé, asimismo, que son las aves las que ponen los huevos, aunque también hay otros animales ovíparos, como el lagarto. Bueno, al decir lagarto no me refiero a uno solo, sino a todos, se sobreentiende. Es como cuando se dice: “El hombre es un animal racional.” Va en ello implícita la racionalidad de todos los hombres, y aunque se diga en singular, su verdadero sentido es en plural. Pero sigamos. También sé que Edison descubrió la bombilla encendida, que Cervantes fue el autor en persona de “El Quijote”. Y que fue escrita a mano, porque también sé que en sus tiempos no había máquinas de escribir, o si las había, no se conocían. ¿Qué más cosas les podría decir de todas las que sé? Pues…, déjenme pensar… Sí, claro, pues que el mundo se compone, de vegetales y minerales. Y que entre las minerales están las aguas, como Fontenova. Y entre los vegetales están los jubilados. Bueno, no es que sean vegetales, es que he tratado de hacer una gracia metafórica. Bueno, y así les podría contar infinidad de cosas que sé y que jamás comenté con nadie. Ni con mi mejor amigo. Eso ya lo dije al principio. Y eso es todo lo que sé.
  • 14. 14 LOS HOMOGÉNEOS ESTÁ bien inventado eso de los homogéneos, que no quiere decir “hombres genios”, sino que se trata de cosas semejantes, parecidas, casi iguales y, a veces, idénticas, lo cual sirve para que podamos sumarlas sin hacernos un lío de padre y muy señor mío. Es decir, que si se trata de animales vacunos, o de cuatro patas - ya que se pueden tener cuatro patas y no ser vacuno-, la homogeneidad nos facilita la comprensión. A ver si me explico de una vez. Supongamos que yo poseo una granja con patos, gallinas, vacas, conejos y caballos. Si alguien me pregunta que cuántos animales tengo de cuatro patas puedo sumar indistintamente conejos con caballos y con vacas, pero nunca con pollos o gallinas, que sólo tienen dos, en cuanto uno se fije un poco. Lo que quiere decir que las vacas, los caballos y los conejos, en cuanto a patas se refiere, son homogéneos, pues es indiferente la forma de las patas, ya que lo que importa es el número. Pero tampoco el número que calza cada pata de cada animal, pues los animales nacen calzados, en su mayor parte. Así pues, yo puedo decir, o que podría decir, que poseo mil quinientos animales de cuatro patas, si en verdad tengo ochocientos caballos, seiscientas vacas y cien conejos. La comprobación es fácil, puesto que 800 + 600 + 100 = 1.500. Pero esto, repito, sólo se puede hacer con números homogéneos, con animales homogéneos, puesto que si pretendemos saber cuanto suman mil conejos, mil quinientos tomates y ciento cincuenta cucharillas de plata, el resultado nos sumaría en un mar de confusiones de inútil resultado. También hay que tener en cuenta que la homogeneidad la da lo externo, puesto que lo mismo da sumar patas de vacas holandesas con patas de conejos australianos, o patas de patos belgas con patas de patas italianas, que tampoco el género en este caso importa. Todo esto viene a cuento al ver cómo está el panorama político mundial. Prueba de ellos es la facilidad con que se habla de liberales, radicales, tradicionalistas, etcétera, como si fueran homogéneos. Y es que el hombre a veces se hace pasar por homogéneo cuando, gran parte de las veces, solo es un simple conejo de dos patas, parecido al caballo o al tomate.
  • 15. 15 NO ME GUSTAN LOS TOROS ES verdad. No me gustan los toros. Y reconozco que es un animal bello, de fina estampa, elegante y majestuosas maneras. Es altivo, orgulloso, indómito, a la par que fiero y terrible. Pero no me gustan los toros. Y eso que si se le compara con la mayoría de los irracionales, incluidos los ultras, saldrá bien parado y con evidente ventaja a su favor. Por que hay que reconocer, y así lo reconozco yo mismo, que en la fiesta nacional es el protagonista. Es decir, que las corridas de toros, sin toros, serían prácticamente imposibles, pues aunque en ella estuviera el torero con su elegante traje de luces, y las mulillas, y los picadores, y los tendidos con sus bellas damas amantonadas, y los hombres de los puros, y los vendedores de gaseosas, y el riegaplazas. Y hasta el presidente con sus consejeros, todo esto, repito, no sería nada sin el toro. Por eso se llaman corridas de toros, porque se torea, se lidian toros. Ya que si el protagonista fuera el torero se diría “corridas de toreros”. Mis antepasados, que han sido fervientes y asiduos a las corridas de toros, han coleccionado maravillosas fotografías de hermosos ejemplares de casi todas las ganaderías españolas. Y los he visto berrendos, cárdenos, zainos, corniveletos e incluso astifinos. Con ojos grandes y profundos, recias patas cual cimientos, duro pelo, pero brillante. Y hasta las partes pudendas, abundantes y oprobiosas, de innecesaria suficiencia y culto al poderío. Bien, pues ni aun así me gustan los toros. Donde esté una bella mujer… Claro que es otra cosa. Aunque no muy diferente. Pero sí, bastante. Ya lo creo. Es otro estilo. Jamás me casaría con un toro, aunque esto fuera menos peligroso.
  • 16. 16 MUNDO DE COINCIDENCIAS SON tantas y tales las coincidencias que se dan en la vida que yo diría que son muchas. Es más, me atrevería a decir que son múltiples, incontables, abundantes y hasta varias. Por ejemplo: 1.ª Y es coincidencia que mientras que mi nombre es José Luis, el del presidente de la Generalitat sea Jordi, al tiempo que el del Gobierno central sea Felipe. Han tenido que pasar cientos y miles de años de historia para que se dé esta circunstancia. 2.ª Gran coincidencia hay en que el río Júcar desemboque en Valencia, a la vez que el Tajo desemboca en el Atlántico y ninguno desemboque en Gijón. Y esto ya son cosas de la madre Naturaleza. 3.ª Hablando de política, no me digan que no es coincidencia que el presidente de AP se llame Antonio y sea bajito, a la vez que el del CDS sea normal y guapetón, como asimismo lo es el del PC, y además se llame Iglesias. Y digo yo, ¿cuántos años tendrán que pasar de nuevo para que todas estas circunstancias se repitan de nuevo? En fin, sería inútil seguir poniendo más y más ejemplos, porque de intentarlo no acabaríamos en mil años. Entre otras razones, porque mil años son muy pocas las gentes que los han vivido, o así lo han confesado. Y la verdad es que a poco que nos fijemos en las cosas, vivimos en una constante y continua coincidencia. Salga usted a la calle cualquier día y a cualquier hora. Y tome una instantánea de lo que vea. Y dígame ahora cuánto tiempo lógicamente tiene que pasar para que otro día cualquiera salga usted a la calle y vea lo mismo que ha visto ese día. Claro que si es en época de elecciones, da lo mismo el día y la hora a la que salga. Verá y oirá siempre las mismas cosas. Lo que no deja de ser otra coincidencia.
  • 17. 17 MEJOR SON DIEZ MILLONES DE PESETAS QUE UNA PALIZA EL título de este breve comentario es perfectamente demostrable y lleno de lógica. Si a mí me dan a elegir entre que me propinen una paliza o que me regalen diez millones de pesetas, sin duda siempre elegiré el dinero, por distintas y varias razones. Una de ellas es que con el dinero ese se pueden hacer infinidad de cosas provechosas: viajar, comprar buenos libros, buenos trajes, tener amigos, comer a capricho, disfrutar de un cómodo apartamento y mil cosas más que sería prolijo enumerar. En cambio, la paliza produce dolor, angustia, sufrimiento. Incluso si la paliza es excesiva puede producir la muerte, que no es ningún plato de gusto, por mucho que uno lea la Prensa todos los días. Por otra parte, el dinero abre puertas y caminos. Genera amistades y amores sinceros, puesto que la gente jamás se enamora del pobre. Un pobre -triste reconocerlo- es una pústula de la sociedad, un bacilo vacilante, un grano purulento que espanta y acongoja y estruja las paredes del alma. En tanto que el ser adinerado es bien recibido en todas partes por los más diversos personajes. ¿Y qué me dicen de la paliza? El dolor puede llegar a ser inaguantable, insoportable, insufrible. ¿Qué pasa entonces? Que el cuerpo se desmorona, el corazón falla y el cerebro presenta su dimisión. Y el ente humano deja de serlo por propia impotencia. Y aun en el caso de que se pudiera soportar la paliza, ¿qué pasaría después? ¿Qué poso mental de negros aspectos se decantaría en el fondo de nuestro ser? ¿Cómo se nos presentaría el porvenir, el futuro, con todas las secuelas a rastras del maltrato físico? Y en contraposición, los diez millones de pesetas podrían ser una bella ventana de optimismo para el día de mañana. De verdad, ni lo duden. Si tienen que elegir entre una paliza y diez millones de pesetas, háganme caso: los diez millones. Y, si no, pregunten por ahí y verán cuantas personas coincidirán conmigo.
  • 18. 18 EL PAVO SUICIDA CUANDO yo era más niño que ahora, en mi casa tuvimos un pavo que se suicidó. Pensarán ustedes que desvarío, o que son rarezas del que esto escribe, pero nada más cierto que lo que les voy a contar y, al mismo tiempo, más lógico. El pavo estaba, efectivamente, en nuestra casa de campo, allá en Cuenca, bajo el cerro del Socorro, sobre la Hoz del Júcar. Se acercaban los días de Navidad. Ya todos los niños estábamos confeccionando nuestros belenes o nacimientos, ríos de cristal o papel de plata, estrellas que se encendían y apagaban, rocas de carbonilla cogidas en la estación del ferrocarril. Pequeños borreguitos de barro, patos y gallinas de plástico, pastores con cabras de todos los tamaños… Algunas más grandes que el pastor, con las patitas de alambre. Y el molino, el camino de los Magos, el portal con el Misterio. Era un verdadero gozo ver a mi hermano y a mis gentes, todos sumidos en la ardua tarea de confeccionar el belén. Y entre los pocos animales domésticos que adornaban nuestra humilde “cuadra” había un pavo. Un pavo de plumas negras y largo moco tendido, cual enorme nariz sin hueso, pendulante y escarlata. Y llegó el día de Nochebuena. Había que matar al pavo para guisarlo, naturalmente. Pero nadie sabía o se atrevía a matar el pavo. La chacha no sabía, mi abuelo no se acordaba, mi abuela no se atrevía… Y esto llegó a oídos del pavo, quien sintió una angustia insuperable pues, según él pensaba, había nacido pavo para ser comido en Nochebuena, con lo cual veía frustrada su vida. Yo lo vi arrojarse al río. No hice nada por salvarlo. Era su voluntad.
  • 19. 19 NO ME VAN A CREER RARA vez suelo discutir con mi mujer. Solamente cuando creo que ella tiene razón. Me gusta exasperarla, excitarla, sacarla de quicio. Ver como se sale todo ese oso dormido que lleva dentro. Disfruto contemplando sus ojos iracundos, sus manos crispadas y su cabello erizado de furia y desesperación. Pero lo de la otra tarde tuvo un final a todas luces intolerable. Nunca habíamos llegado hasta la brutal violencia, ni se había pasado de lo puramente verbal. Sin embargo, en un momento de descuido, se abalanzó sobre mí, me tomó en sus brazos y me arrojó por el balcón de nuestro undécimo piso, viniendo a estamparme sobre el duro asfalto. Subí de nuevo a casa y le dije visiblemente enfadado que aquello no tenía la menor gracia. Y, al ver que se reía en mis propias barbas con la más fría desfachatez, le dije cuatro cosas bien dichas. Estas la debieron de molestar sobremanera, puesto que se dirigió al bureau del gabinete donde guardaba mi revólver cargado. No lo pensó un segundo. Apoyó el cañón sobre mi corazón y disparó las seis balas. Aquello no lo podía tolerar, y estuve casi una semana sin dirigirle la palabra. Ella, tal vez consecuente con su mal comportamiento, intentó en varias ocasiones que hiciéramos las paces. Al fin accedí, pero la verdad es que yo quería seguir zahiriéndola. Y aludí a su exagerada gordura, que la convertía ante mis ojos en un ser grotesco y poco afortunado. Esto fue la gota que colma el vaso. Se vino hacia mi enarbolando sus afiladas uñas, que clavó en mis ojos hasta que las cuencas quedaron vacías. Quise llamar a la Policía, pero, al carecer de ojos, no pude marcar las cifras deseadas. Le rogué y supliqué que marcara ella por mí, pero estaba demasiado ofendida. Desde entonces no le gasto la menor broma. Alguna vez, muy de cuando en cuando, le digo que la quiero.
  • 20. 20 YO, DESCUBRIDOR DESCUBRIR un nuevo continente no es nada fácil, puesto que las gentes profesionales que a esto se dedicaban ya han descubierto casi todo. Pero, por si acaso, el mes pasado me dediqué a recorrer el mundo por si daba con algún continente todavía no descubierto. Las gentes fueron muy simpáticas conmigo, afables y hospitalarias. Pero apenas les insinuaba si “esa tierra” pertenecía a un continente desconocido, en seguida me daban pruebas de que hacía mucho tiempo que esto ya se hizo. Es más, desde Venezuela hasta la Tierra de Fuego, país por país preguntando a todo tipo de gentes, desde las más cultas hasta las más débiles. Y la verdad es que ni por casualidad di con un continente todavía desconocido. Lo cierto es que la Tierra es muy grande y en gran proporción está bastante despoblada. Mas, a pesar de todo, ya antes hubo alguien que tomó posesión del territorio. Yo esto lo hago, como es lógico, porque si tuviera la suerte de toparme con un nuevo continente sería la exacta solución para resolver mis problemas con Hacienda. Como es lógico, yo podría ser el rey, o presidente, o mandatario de tal continente. Y si además me hubiera cabido la suerte de haber dado con un rico continente, rico en oro, petróleo, metales preciosos, etcétera, la cosa sería mejor en este instante. He consultado con amigos y personas de sólidos conocimientos y, lamentablemente, todos me han aconsejado que desista de tal empeño porque es una pérdida de tiempo. Pero yo soy tozudo a la par que tenaz. Nunca se sabe dónde está la suerte. Tal vez el día menos pensado (el 29 de febrero) la varita del Hada Mágica se pose sobre mi hombro. Y entonces, amigos míos, dispondré de una enorme fortuna. Con ella pagaré a Hacienda. Y, si sobra algo, les invitaré a ustedes a unas cañas con gambas a la plancha.
  • 21. 21 NANCY Y YO ENTRE la esposa del presidente de los EEUU y yo, no ha habido nada. Esto no quiere decir que sea imposible un idilio o “affaire”, entre tan importante dama y el que esto escribe, en un futuro más o menos cercano. Pero lo cierto es que, hasta ahora, no hay absolutamente nada. Ni por su parte ni por la mía. Ni ella se ha dirigido a mí de manera que se pudiera suponer o sospechar una leve insinuación amorosa, ni por mi parte ha habido el menor gesto hacia ella que pudiera confundir a los malpensantes. Es más, ni ella me ha hecho jamás una visita particular, ni tampoco yo he estado jamás hablando a solas con ella. Comprendo, por otra parte, que dado mi don de gentes, mi simpatía personal, el gran peso de mi acervo cultural y, sobre todo, el hecho de ser de Cuenca podría ser baza favorable para un supuesto romance entre la primera dama del mundo y este humilde genio de las Artes y las Letras. Pero no me gusta presumir de algo que, si a todas luces es viable, no tenga la menor concomitancia con la realidad. Y conste que no es falsa humildad por mi parte. Apostaría cualquier cosa que si le preguntan a ella acerca de José Luis Coll, frunza el ceño y se dibuje en su rostro un gesto de supina ignorancia. Y esta es la razón por la que estoy demorando mi viaje de recreo a los EEUU. Parece que lo estoy viendo. A mi llegada a la aduana, el funcionario de turno me haría una serie de preguntas triviales acerca de mi viaje, en tanto que en su mente andarían bailoteando mil y una preguntas de carácter íntimo, cuyos protagonistas no serían otros que Nancy y yo. Y esto mismo me ocurrirá al entrar a cualquier establecimiento de la 5.ª Avenida (5th Avenue), en Central Park, Brooklyn o al pie de la Torre de Pisa. Por eso no voy. Habré de esperar un tiempo, hasta que estas vanas suposiciones se esfumen. Hay que evitar la maledicencia.
  • 22. 22 EL TAMAÑO TODAS las cosas tienen el exacto tamaño que tienen que tener. Entre la Naturaleza y el hombre han sabido proporcionar proporcionalmente las medidas específicas de los objetos y seres que habitan el planeta… este… ay, que no me acuerdo… ¡el nuestro!… ¡ah, ya ! ¡¡Tierra!! Pongamos como verbigracia un ejemplo paradigmático que nos sirva de patrón modelo o prueba argumental: la aceituna. Una aceituna tiene el tamaño exacto de una aceituna. Si fuera un poco más pequeña podría confundirse con un guisante. De igual manera que si fuera un poco más grande podría pasar por un melón. Y he aquí por donde el melón, oportunamente mencionado, si fuera más pequeño se podría confundir con una aceituna, y si fuera más grande podría pasar por una sandía. O, sin ir más lejos, un conejo. De ciudad o de monte. Da lo mismo. Si fuera más pequeño de lo que suele ser, hasta podría parecer una sardina sin patas, y más grande, un carnero. Y qué no decir de la mosca. Una mosca más pequeña se nos antojaría una insignificante pulga, en tanto que una mosca más grande que una mosca se asemejaría a un insoportable monstruo de pesadilla. De esta manera podríamos hacer repaso a millares de ejemplos que acabarían por darnos la razón. Todo tiene el tamaño que debe de tener. Incluso el agua. Hasta me atrevería a decir que el agua es quien más tiene el tamaño que debe de tener, en cualquiera de sus aspectos. Tan lógico es un dedal de agua como todo un océano. Una simple gota de agua tiene el tamaño justo de una gota de agua. Y, al mismo tiempo, las cataratas del Niágara guardan su exacta proporción en el tamaño. Sin embargo, el rostro de algunas personas que yo conozco tienen una excesiva petrificación. Y no quiero señalar.
  • 23. 23 INJUSTICIA EL sueldo era importante. Un puesto para el que se exigía una gran preparación física y cultural. Confieso que en ambas cosas, yo andaba bastante deficitario. Pero la voluntad puede más que las propias facultades. Y mi voluntad era firme y férrea. Me dijeron que si sabía idiomas. Confesé que sólo hablaba el castellano y el conquense, que, si bien se observa, tienen bastante concomitancia. Pero me exigían saber a la perfección alemán, inglés, francés, turco y guaraní. Como solamente faltaban dos días para presentar la documentación en regla, sólo disponía de cuarenta y ocho horas para aprender tales idiomas. Y en efecto, así lo hice, aunque con gran esfuerzo. Pero una vez superado este requisito, se me exigían ciertas facultades físicas, más propias de un campeón olímpico que de una persona solamente aficionada al ajedrez y al billar, como deportes violentos. Se me pedía, entre otras cosas, saltar más de dos metros de altura, llevando en la palma de la mano derecha una bandeja con once copas de agua llenas hasta el borde, sin que derramara una sola gota. La verdad es que tuve suerte, pero lo hice. Luego se me pidió que arrastrara con los dientes un camión cargado con doce toneladas de cemento a lo largo de una pendiente cuesta arriba de cerca de dos kilómetros. Sudé copiosamente pero coroné la cuesta con éxito. Por último se me dio una pistola con ocho balas, con la que debía abatir ocho golondrinas en pleno vuelo, en ocho segundos. Yo jamás había tenido una pistola entre mis manos, pero como mi voluntad era férrea, me entrené durante los diez minutos que me quedaban de plazo. Soltaron las golondrinas. Y derribé siete, en tanto que la octava quedó malherida. Me echaron a la calle. Y aunque sea yo el perjudicado, debo de reconocer que hubiera sido una injusticia darme la plaza. Las condiciones hay que cumplirlas al pie de la letra.
  • 24. 24 EXTRAÑO INDIVIDUO UN tipo de aspecto raro, mirada torva, ademanes chulescos y vocabulario bastante vulgar se me acercó y me dijo con voz ronca, sin duda por los efectos del alcohol, que si podía darle cincuenta mil pesetas. Le pregunté que para qué las quería, a lo que me respondió con destemplanza, que eso era asunto suyo. Yo le dije que, al fin y al cabo era la primera vez que lo veía en mi vida y que, lógicamente, al menos me debería decir quién era, su nombre, profesión, domicilio y algún que otro detalle con el que pudiera identificarle. Pero el individuo, volviéndome la espalda y escupiendo por un colmillo, rectificó su petición y me dijo que lo que en realidad necesitaba que le diera eran doscientas mil pesetas. Usted puede suponer, le dije, que doscientas mil pesetas no es ninguna nadería. Y menos tratándose de alguien a quien yo no conocía de nada. Ah, eso es asunto suyo, me dijo con una mirada ya impregnada en odio. Total, que le di las doscientas cincuenta mil pesetas, para no discutir. Se las metió en el bolsillo y se marchó sin darme la menor muestra de agradecimiento. Pero apenas había dado la media vuelta, tal individuo se me apareció de nuevo y ahora me dijo que sólo solucionaba su caso dándole otras quinientas mil pesetas. Aquello ya me pareció absurdo y hasta abusivo, por lo que le requerí para que me dijera cuándo y dónde me las podía devolver. Soltó una enorme carcajada, al tiempo que barbotaba entre risa y risa: “¿Devolver? ¡Sabe Dios cuándo volveremos a vernos!”. Y lleno de recelos lógicos, le di las quinientas mil pesetas. Me las arrebató de un manotazo y desapareció definitivamente. Han pasado más de cinco años desde que me ocurrió aquello. Nunca volví a ver a tal individuo y mucho menos el dinero que le di. Por eso, desde entonces, cuando alguien me pide dinero, o me deja un dato con el que le pueda identificar o no hay nada que hacer. A mí no me la da nadie.
  • 25. 25 ME COGISTE POR SORPRESA RECUERDO que yo era un muchacho inocente. Pero tú me quitaste la inocencia. Aunque, a decir verdad, ya no era tan muchacho. Puede que ya hubiera cumplido los treinta y siete. O tal vez pasara de los cuarenta. Sí recuerdo que apenas me quedaba un pelo en la cabeza y que los pocos que me quedaban eran totalmente blancos. Pero tú me quitaste la inocencia, porque me cogiste por sorpresa. No lo olvidaré nunca. Yo estaba en cama. El médico dijo que aquel leve catarro, a mi edad, podría tener fatales consecuencias. Sí, porque para ser sincero, aquel mismo día acababa de cumplir los sesenta y cinco, aunque todo el mundo creía que yo era un coqueto y me quitaba años. Pero tú acabaste con todo lo de puro e inocente que había en mí. He de confesar que era la primera vez que una mujer entraba al mismo tiempo en mi alcoba y en mi vida. Tú ya eras una mujer hecha y deshecha. Hecha por tu aplomo y experiencia. Y deshecha por todos tus anteriores matrimonios. Dijiste, al verme, que yo era el hombre de tu vida, pero que se me notaba mi total desconocimiento en materia de amor. Y es cierto que yo por entonces, a pesar de mis ochenta y cuatro cumplidos, nunca estuve más cerca de una mujer que de un caimán. Y no porque yo no quisiera, sino porque todas ponían inconvenientes a mi falta de pelo, mi falta de dientes, mi falta de una pierna, de un brazo, de un ojo y, sobre todo, mi halitosis irreparable. Y todo esto, unido a mi absoluta pobreza, pues en la cárcel me dejé lo poco que tenía, influyó en gran parte en que las mujeres me pusieran algunos inconvenientes o pretextos. Pero llegaste tú, aquella tarde de otoño. Fueron unas interminables horas entre tus brazos y a tu entero capricho. Yo me dejaba llevar por ti. Qué podía hacer, enfermo y achacoso. Hasta que encendiste la luz y saliste horrorizada de mi lado. Por eso me cogiste. Porque me cogiste por sorpresa. Pero no volverá a suceder, hasta que tú no quieras.
  • 26. 26 COSAS QUE NO ENTIENDO A mí lo de la radio no me entra en la cabeza. Y todavía no me lo creo. No es posible que yo esté en casa de mi mujer, tranquilamente (es un decir) leyendo el periódico, y la mismo tiempo pueda escuchar lo que está diciendo otro señor desde Alicante, o desde aún más lejos, o escuchar, asimismo, una orquesta sinfónica que lanza sus trinos desde Ohio, o aún más lejos, si ello es posible. Como tampoco me creo lo del teléfono. De manera que yo puedo coger un aparatito negro que apenas pesa doscientos gramos, meto el índice en una rueda de números (del cero al nueve), marco determinada cifra y va y me contesta un señor desde Calcuta, o aún más lejos, si ello es posible. De igual manera que ya lo de la televisión sobrepasa todo cálculo de absurdidad. O sea, que yo estoy en casa de mi mujer -aún sigo allí-, leyendo… No. Esta vez no leo nada porque estoy pensando. Pero le doy media vuelta a un botón o simplemente lo aprieto y puedo ver en una pantalla a un señor que está cantando en Birmingham, o aún más lejos, si ello es posible. Y, además, quieren hacerme creer que lo estoy viendo al mismo tiempo, exactamente a la misma hora que está cantando. Ni que uno fuera más tonto de lo que es. Son cosas que chocan con la mente menos lúcida, que van contra la razón y la lógica. ¿Cómo voy a ver nadie que esté en Nueva Delhi, o aún más lejos, si ello es posible, si yo me encuentro en Cuenca, que es mi tierra? ¡¡¡Y al mismo tiempo!!! Lo que pasa es lo que pasa. Y así va todo. Abusan de la inocencia de las gentes y se aprovechan. Pero ya va siendo hora de poner las cosas en su sitio. Porque a mí no me la dan. Por eso, cuando veo en casa que alguien coge el teléfono, escucha la radio o enciende el televisor, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para contener la risa.
  • 27. 27 PERSECUCIÓN YO iba por la carretera con mi modesto “seiscientos” cuando de pronto, así, de improviso, inusitadamente, me adelanta un coche deportivo. Su conductor me lanzó una mirada insolente, de superioridad, algo que humillaba mi orgullo y mi dignidad. Pisé el acelerador de mi pequeño coche y me puse a unos metros de su rueda. El individuo en cuestión apretó su acelerador. Marchaba a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Pero yo, picado en mi amor propio, apreté el mío y no le dejé que se separara demasiado. Y así anduvimos por espacio de veinte kilómetros. Pero aquel mamarracho, muy seguro de sí mismo, volvió a acelerar hasta que el cuentakilómetros marcaba los doscientos veinte por hora. Estaba claro que sólo quería humillarme. Y puse mi coche pegando al suyo. Pero la historia no iba a acabar así. El repugnante sujeto aceleró hasta los trescientos por hora. Pero no me dejé amilanar y conseguí pegarme a él, de quien me separaba apenas unos centímetros. Cruzábamos los pueblos y las ciudades a una velocidad de vértigo. La Policía nos seguía inútilmente. Apenas empezaban nuestra persecución tenían que abandonar si no querían estrellarse contra cualquier árbol del camino. Y de nuevo él y yo, solos, continuamos nuestra peripecia suicida. En el colmo de la desesperación, mi nefasto contrincante puso al límite su coche. Ya marcaba los trescientos cincuenta kilómetros por hora. Pero no aguantó más de cincuenta segundos en esa situación. Se echó a un lado para que yo pasara triunfante con mi humilde “seiscientos”. Y al hacerlo le dirigí un gesto despectivo e insultante. Luego me volví a casa, no sin antes pasar por el taller, ya que, cuando me quise dar cuenta, comprobé que había hecho todo el recorrido con las cuatro ruedas pinchadas.
  • 28. 28 NO MÁS SECRETOS LOS secretos se guardan, con el fin de que nadie se entere de ellos. Por eso se llaman secretos. De lo contrario serían públicos. Y la gente, en lugar de decir “tengo un secreto que contarte”, diría “tengo un público que decirte”. Pero los secretos, como todo, tienen una duración. Y llega el momento en que tienen que dejar de ser secretos para que todo el mundo los conozca. Ya que un secreto, después de todo, no es más que una cosa que se tarda un poco más en ser sabida. Y por mi parte confieso que este secreto que tanto tiempo ha venido conmigo, ya no tiene objeto de ser por más tiempo oculto. Y de antemano, pido perdón por no haberlo esclarecido antes. En fin, allá va: yo soy un gato. Sí señores, como lo leen. Yo soy un gato. Tal vez mi aspecto no corresponda exactamente por el que se tiene acerca de estos hogareños felinos, pero yo soy un gato. Me gusta cazar ratones, cuando nadie me ve. Me gusta dormirme ante la TV o en un mullido butacón. Me gusta no hacer nada en todo el día, y me gusta buscar a las gatas por la noche, con el fin de decirles y hacerles cuatro cosas bien dichas y hechas. Maullar no maúllo muy bien. Pero eso es como los claxon de los coches. No se lleva. Tampoco mis uñas parecen las de un gato, no hago la rueda como ellos, ni de mi cuerpo sale un ronroneo como el motor de un coche. Pero yo sé que soy un gato. Sin embargo, lo más probable sea que el perro no sepa que es perro; el elefante, elefante; la cabra, cabra, o el concejal, persona. Y, pese a todo, cada uno es lo que es. Y sobre todo, si yo no fuera gato, para qué tendría que decir que soy gato. ¿Para evitar los impuestos de Hacienda? Bueno, pues… tal vez para eso sí. Porque los gatos no pagan impuestos. Por eso digo que soy gato. La verdad es que no puedo probar que soy gato. Pero Hacienda tampoco puede probar muchas cosas, y ahí está. Como un lobo.
  • 29. 29 LA GENTE ES MALA UN hombre pedía auxilio desde la orilla del mar. La playa estaba abarrotada de gentes de toda condición y color. Eran las doce del mediodía. Bueno, no les quiero engañar. Eran las doce y diez. Aquel hombre gritaba cada vez con mayor desesperación. El nivel del agua descendía paulatinamente, por efecto de los enormes tragos que daba aquella criatura desvalida. Yo acababa de estrenar una reluciente fueraborda que me costó cinco millones de pesetas. Bueno, no les quiero engañar. Casi cuatro. Por un momento tuve el impulso de acercarme a aquel hombre y salvarlo de situación tan desesperada. Pero temí que vomitara y me pusiera la embarcación perdida. Después de todo me había costado cerca de tres millones de pesetas. Nadie parecía oír los gritos de aquella criatura al borde de la muerte. Y digo al borde de la muerte porque estaba a punto de ahogarse. No es que la muerte tenga ningún borde, sino que al decir “al borde”, empleamos una especie de metáfora. Me fui acercando poco a poco, con disimulo. Lo tenía muy cerca. Si hubiera extendido una de mis dos manos, lo hubiera podido coger por los cabellos. Pero temí hacerle daño o despeinarlo. Por otra parte, yo no lo conocía de nada ni nadie nos había presentado. Y al intentar salvarlo no sé si tendría que hablarle de tú o de usted, y se hubiera producido una situación bastante embarazosa. Aquí tampoco tiene nada que ver el embarazo, sino que se trata de otra metáfora, para indicar en qué grado de gravedad estaba la circunstancia. Pasaron casi dos horas. Bueno, no quiero engañarles. Casi diez minutos. El hombre desapareció bajo el agua. Con una especie de gancho, toqué su cuerpo bajo las olas. Aún se movía con mínimos movimientos de impotencia. Sin duda aún estaba vivo. Pero no lo saqué. Temí que al hacerlo la gente se abalanzara sobre mi fueraborda de dos millones de pesetas y me lo perjudicaran. Y me fui de allí, temiendo cualquier cosa de aquella gente tan mala.
  • 30. 30 SACRIFICIO YO tenía que sacrificarme si quería salvar la vida de aquellas dos mil personas. Pedían mi vida. Pero yo sólo tenía una y me aferraba a ella como a un clavo templado (ardiendo no lo hubiera resistido). Las dos mil personas me miraban con mirada de súplica, como diciendo que si no ofrecía mi vida, serían segadas las de los dos mil, sin excepción. La situación era verdaderamente comprometida porque, para decir la verdad, de aquellas dos mil personas, mil quinientas eran hijos míos y las otras quinientas, eran mis esposas. Y, para no mentir, lo cierto es que habría sacrificado mi vida por mis mil quinientos hijos pero por las quinientas esposas no habría dado un ápice de hierba, ya que más de cuatrocientas me habían engañado con otro. El gran sacerdote, con un puñal en alto, los ojos echando fuego, al borde del precipicio, me dijo por última vez: -¿Darás tu vida por estas dos mil personas o no? Si te niegas, morirán todos. Y si aceptas, también. Así que decide. Entonces yo reflexioné y me dije, “si me niego morirán todos, pero si no me niego, también morirán, con lo cual yo perdería el tiempo y la vida, si me sacrificaba por los dos mil”. Y le dije al santón: -No, no daré mi vida por ellos. Y los mataron a todos. Claro que me quedé tranquilo al pensar que, de cualquier manera, también los hubieran matado. Así, por lo menos, salvé una vida. La mía.
  • 31. 31 LA MAMÁ DE MI ESPOSA LA mamá de mi esposa era, además, mi suegra. Un día me dijo que tuviera cuidado con su hija -mi futura esposa-, porque se trataba de una persona que mentía siempre, por costumbre. Que jamás decía la verdad, ni por casualidad. La cosa, sin embargo, era bastante cómoda para mí, puesto que siempre que me contestase algo, yo sabría, de antemano, que la verdad era lo contrario de lo que dijese. -¿Me quieres? -le pregunté un día, años después de habernos casado. -Claro que te quiero. -¿Me eres fiel? -insistí. -Totalmente. Nunca he pensado en otro hombre que no fueras tú. Le di una enorme bofetada. Recordando las palabras de la mamá de mi esposa, ni me quería ni me había sido fiel. Cayó al suelo cual larga era y comenzó a llorar desesperadamente. -¡Sí, ríe, ríe! -le grité, puesto que, como mentía, yo debía interpretar aquel llanto como risa. -Me has hecho mucho daño -se lamentó desde el suelo, sujetándose la mejilla. -Ah -le grité-, no solamente te ríes, sino que me dices que la bofetada ni te ha inmutado. -¡Estás loco! -rugió. -Sí, en efecto. Soy un hombre cuerdo. Y me alegra que lo reconozcas. -No entiendo nada de lo que dices -murmuró. -Pues eso es bueno. Que lo entiendas. -¡Eres un idiota! -No me vengas con adulaciones. Y durante casi una hora, siguió desde el suelo dirigiéndome los más furiosos improperios. Pero no caí en la trampa del halago. Cuando volví a casa me la encontré en la cama con otro. Aquello me tranquilizó para siempre. Era una auténtica prueba de su fidelidad.
  • 32. 32 INCREÍBLE HICE un viaje al África Central, en busca del rubí de los bechuanos. Atravesé el desierto como pude, ya que no llevaba ni agua ni ningún otro licor. Tan solo unas tajadas de bacalao crudo, almendras y unas yemas de huevo cocido. El sol era tan fuerte, que no se ocultaba ni durante la noche. O sea, no había noche. La arena calcinante atormentaba mis pies desnudos, así como también las picaduras de víbora en el cuello y en los párpados. A tan solo unos centímetros de distancia, me seguían las hienas aulladoras e hilarantes, en espera de devorar mi cadáver. Tuve que matarlas con mis propias manos. Y ya, cuando no me quedaban manos, insultándolas. También me acosaban los leones de melena negra. Estos eran más difíciles de vencer, porque eran más fuertes. Bueno, ya habrán oído ustedes hablar de los leones. A veces me atacaban de seis en seis, lo que me hacía sudar. Una vez atravesado el desierto, llegué a la cascada de Stanley, de aguas heladas e incluso muy frías, plagadas de cocodrilos helados y muy fríos. Pero yo no me arredraba, porque entonces sólo tenía ochenta y siete años, muy bien conservados, a pesar de mi ceguera. Porque yo era ciego, que no se lo he dicho, y me movía guiado por el olfato y mi propio instinto. Aunque debo de reconocer que carecer de visión en un caso así, es un handicap considerable. Al fin llegué a la región de los bechuanos. Todos habían muerto por efecto de la peste. En unos minutos aprendí su idioma, que me enseño un moribundo indígena. Y encontré el rubí de los bechuanos. Me volví a España. Mi vuelta fue trágica. Otro día les contaré las mil y una aventuras que tuve que pasar hasta llegar a la estación de Atocha. Y allí di con un guardia intransigente que me llevó a la comisaría. Fue lo peor de toda la aventura.
  • 33. 33 LAAPUESTA LA cosa consistía en ver quién corría más, si un potro pura sangre, de dos años, o yo, con unas simples alpargatas de cáñamo. La carrera sería de cinco kilómetros, partiendo de la iglesia del pueblo, bajando hasta el valle, subiendo luego hasta el cerro del Cuervo, y bajando de nuevo hasta la plaza donde está la iglesia. Todo el mundo apostaba. Unos a mi favor y otros en contra, como es lógico. El animal era un caballito de fina estampa, largo cuello y finas patas, abundantes crines y un resoplido brusco, humeante y caliente. Yo, por otra parte, ya tenía casi los cuarenta y no había llevado una vida lo suficientemente sana y deportiva como para poder optar a un triunfo en aquellas circunstancias. Pero siempre fui optimista y confiaba en mis posibilidades que, aunque remotas, no por ello inaccesibles. La carrera empezaría el lunes a las nueve de la mañana, cuando la campana de la iglesia diera su primera llamada. Y allí estaban el alcalde, concejales, cura, sargento, maestro, alguaciles, pregonero y demás suerte de gentes de toda condición. Hasta los más niños de los niños habían apostado cromos, peonzas o nidos de pájaro. Ni una sola persona del pueblo había dejado de hacer su apuesta, por mínima que fuera, lo cual suponía para mí una pesada carga de responsabilidades. Llegó el momento cumbre. La campana sonó y potro y yo salimos disparados camino del valle. Ya en los primeros quince segundos, el potro se me adelantó más de veinte metros, pero no me desanimé por el momento. Pero cuando al cabo de un minuto yo ya no veía delante de mí al potro, porque me había superado en cerca de un kilómetro, me paré bruscamente y renuncié a seguir. Nunca habría ganado, ni aunque me hubieran quitado la escayola de la pierna izquierda.
  • 34. 34 NO; NO; YO, NO YO iba por la calle buscando rupestres, o yendo yo por la calle buscando rupestres, y me aconteció un muerto entristecido. El fiambre llevaba tiempo sin leer el “Ya”, cosa que conforta mucho. Entonces me encontré a mi tío el albanés, al que llamábamos así por haber nacido en Lisboa, vendedor a la sazón de castañas usadas. Precisamente, el muerto llevaba castañas pilongas. ¿Dónde las llevaba? En las alforjas que le colgaban de las orejas. Generoso de furúnculos y pródigo en pústulas, me ofreció unas cuantas. Castañas, no: pústulas. Le pedí trabajo porque esa tarde había perdido mi empleo de mujer de la limpieza, y sólo había encontrado otro de hombre de la suciedad. Por eso me pidió que le sacara brillo a las castañas. Así, pues, me afilé los dientes en el bordillo de la acera con una máquina de hacer chorizos. ¡Basta de majaderías!, me gritó el redactor-jefe de ABC. ¿Usted cree que esas tonterías se pueden publicar? A lo que yo le respondí: -Todo se puede publicar. ¿O es que no lee usted los periódicos? Nos bajamos los pantalones e intercambiamos los calzoncillos. El redactor y el que esto escribe. Pero dada la circunstancia de que él gastaba dos números más que yo de calzoncillos me propuso que intercambiáramos la dentadura postiza. Pero como yo no tenía dentadura postiza me tuve que arrancar los dientes y comprarme una de “moaré”. Me froté yo a mí mismo los ojos entre ellos, ambos dos, con sendas manos, con verdadera fruición. Con sendas manos, repito. No con manos en las sendas. Pero volvamos a las castañas. O, si no, mejor no volvamos y sigamos adelante. -Adelante -dijo la doncella cuando llegamos al castillo de mi tío el albanés, al que llamábamos así por haber nacido en Londres. Pero nos dio miedo, y nos dio una limosna, con la que apenas tuvimos para alicatar las castañas. Y lo peor es lo que sigue.
  • 35. 35 NO TENGO PALABRAS NO es que yo sea muy espléndido, pero la verdad es que no tengo palabras, es decir, lo mucho que me gustó el entierro del conde Orgaz. Fue un entierro sencillo, sin grandes alardes de riquezas, pero absolutamente ostentoso y digno de mejor causa. El conde, ya frío, mostraba un gesto bastante indiferente. Como si la cosa no fuera con él. Ya sabía que a su entierro no acudirían personas de alto rango, ni de mediano rango. Porque el conde Orgaz, además de un parque, no había hecho nada para que las gentes lo tuvieran en su haber. De cualquier manera, el alcalde, que era un hombre muy suyo, porque nunca quiso ser de otro, dijo “esta boca es mía”. Y la Policía pudo demostrar que, en efecto, la boca era de él. En cuyo caso, y sin más aspavientos, las Fuerzas de Seguridad estuvieron seguras de lo que iban a hacer. Y aquí viene lo mejor. Como se trataba de un caso de contrabando de drogas, la Policía fue al meollo del asunto y puso las cartas sobre la mesa. Yo era testigo. Y aquí fue donde un servidor de ustedes cayó en la cuneta. -Soy inocente -dije. -A ver. El carné de identidad. Lo mostré, pero en lugar de IDENTIDAD ponía COLL GARCÍA, que, según mis datos fidedignos, son mis apellidos auténticos. Y quise protestar, pero como no tenía palabras me dijeron que me callara si no quería verme en un lío mayor. Total, que me callé, haciendo de tripas corazón, cosa que me costó mucho enseñar, porque uno es como es, o algo peor si llega el caso. Y me dijo mi padre: -Hijo, yo soy tu padre. Te lo digo para que lo sepas, y no te metas en política, porque entonces no lo sabrías a ciencia cierta. Y no dije esta boca es mía, para no darme importancia. Pero las cosas tampoco se pueden ocultar mucho tiempo. Total, que me puse de acuerdo con un palabrero al que le sobraban palabras de tanto ir al Congreso, y me prestó algunas, con las que pude salir adelante. Y aquí me tienen. Como si yo fuera el arca de NOÉ. En fin.
  • 36. 36 MISTERIOSÍSIMO ME desperté, me duché, salí a la calle y me afeité. No, perdón, lo primero que hice fue despertarme, pero luego me afeité, salí a la calle y me duché. No, esperen. Hay algo que no está en orden. Desde luego que lo primero que hice fue despertarme, pero, por lógica, luego tuve que afeitarme, después ducharme y, por último, salir a la calle. Bueno, sí, eso es lo que hice. Salir a la calle, afeitarme, me duché y, naturalmente, me desperté. El hecho es que una vez en la calle se me acercó un individuo que no solamente era desconocido para mí, sino que además era la primera vez que lo veía en mi vida. Porque si hubiera sido la segunda… ya no sería tan desconocido. No, es que era la primera. Y claro, toda persona a la que se ve por primera vez es realmente una persona desconocida. Por esto nunca decimos que una persona de nuestra familia es desconocida. A no ser que viva en un lugar muy apartado y no se la haya visto nunca. No es como, por ejemplo, el caso de un amigo. Par que sea amigo hay que haberlo frecuentado con frecuencia (esto es un redundancia) y ya, la misma palabra “frecuencia” indica de manera implícita las varias o muchas veces que hemos estado con esa persona a la que llamamos amigo. Porque no podemos llamar amigo a una persona que vemos por primera vez en nuestra vida. Y esto es otra tontería, porque no sería lógico decir “la primera vez que la vemos en nuestra muerte”. En fin, amigo lector -si es que has llegado hasta aquí-, que cierto individuo se me acercó en la calle y me dijo: -¿Es usted Fernando Albabilla? -No -le respondí. -Ya me extrañaba a mí haber acertado a la primera. -Yo soy José Luis Coll. -Bueno, no hace falta que se dé importancia. Lo que yo deseo es que me diga una frase que no tenga sentido. Lo que usted quiera, por absurda que sea. Me quedé pensando unos días y al fin le dije: -Ezbona praxis 234567 oleum digiste advbersis. -Bien -me respondió-. Cuando encuentre a una persona que le diga esas mismas palabras habrá cambiado su vida y usted será millonario. Han pasado diez años de aquello. Pero nada. Es más, yo creo que ya no…
  • 37. 37 DON JUSTO PÍO DON Justo Pío tenía unas ideas muy originales acerca del comportamiento humano. Ideas, no solamente originales, sino extrañas y poco frecuentemente oídas. Hasta su propia esposa, de haberla tenido, le hubiera dicho que estaba equivocado. Y lo mismo le habría ocurrido con sus hijos. Don Pío, por ejemplo, decía que no hay mejor dinero que el conseguido con el trabajo, ignorando así la hermosa y sutil caricia que hace el dinero adquirido por medio de la lotería o de algún negocio más o menos legal. Don Pío, que no era don Pío, sino don Justo, ya que Pío era el apellido, aseguraba que toda persona debe de comportarse con rectitud a lo largo de su vida, aunque se tenga que morir de hambre, pues antes que la propia existencia está la propia estimación y honradez individual. Lo cual, como todos sabemos, es un soberbio disparate. Don Justo, siguiendo en la línea de sus raros argumentos, decía que él siempre había dormido bien, debido a la tranquilidad de su conciencia. Y que eso era una de las cosas más importantes en la vida de todo ser viviente. Argumento por demás estúpido, ya que con unas simples pastillas se puede adquirir un sueño profundo y placentero. Además de todas esa peregrinas ideas, aseguraba que la mentira era uno de los mayores pecados del hombre. Porque supone falsedad, falacia, hipocresía y falta de honradez. En su pueblo lo tachaban de loco y excéntrico. Los muchachos le arrojaban piedras, las mujeres le sacaban la lengua en son de burla, y hasta los más ancianos, movían la cabeza a uno y otro lado, al verlo pasar, como quien mira la desgracia de un enfermo incurable. Y un buen día, un mal día, don Justo murió. No pudieron enterrarle porque era pobre. Y se lo comieron los perros. Y aquellos perros que se comieron a don Justo, murieron envenenados. Y es que don Justo estaba constituido de una “pasta” especial. Algo raro y desconocido: la bondad. Que puede matar a cualquiera.
  • 38. 38 EL COMILÓN JIM Gloddiwoeworthy, a quien nadie llamaba así, sino simplemente Gloddiwoeworthy, era famoso en Nevada por sus pantagruélicas comidas o sus apuestas culinarias, en competición con otros grandes comilones de la comarca. En una ocasión, Gloddiwoeworthy se comió él solito tres huevos fritos con jamón. Tres huevos de gallina y jamón de cerdo. Aunque ya antes había ingerido un consomé de ave. Pero no conforme con todo eso, se zampó de postre una naranja y medio plátano. Crecida su fama en el contorno por sus insaciables facultades para devorar enormes cantidades, en otra ocasión llegó a ingerir una lechuga y media patata cocida. Y aún pudo devorar cinco o seis aceitunas. Las gentes de Nevada -Estado que recibía este nombre por sus constantes lluvias- acabaron por no dar mayor importancia a las hazañas de Gloddiwoeworthy, sumiéndole casi en el olvido. Pero nuestro personaje Jim, quiero decir Gloddiwoeworthy, decidido a reconquistar su legendario nombre, fue aumentado el volumen de sus estragos culinarios. Y así, pues, un domingo, que daba la casualidad que era festivo, y ante la mirada atónita de más de cien personas, se comió tres corderos, media vaca, un saco de patatas con funda y todo, seis kilos de tomates y un helado con guinda en la cumbre. Aunque, para no mentir, con la guinda ya apenas pudo, por lo que fue terriblemente abucheado. Picado en su amor propio, Gloddiwoeworthy convocó la presencia de más de mil personas, llamadas así aunque eran norteamericanas, y ante la mirada escrutadora de todas ellas, y en menos de media hora, se comió un rebaño de vacas, más de doscientos cerdos, más quinientos corderos, más dos mil gallinas, más tres mil conejos, más seiscientos mil tordos. Y de postre ciento cincuenta sandías, doscientos melones, seiscientas manzanas, setenta kilos de uva blanca y otros tantos de uva negra, ochenta kilos de ciruelas, noventa de peras… Bueno, nada de esto es verdad. Pero de haber sido cierto… ¡Jo, qué tío el tal Jim, digo Gloddiwoeworthy!
  • 39. 39 MI MALA SUERTE SIEMPRE tuve muy mala suerte para los juegos de azar. Si me juego algo a cara o cruz, siempre sale más lo contrario de lo que he pedido. Pero todo eso no es nada comparado con mi infortunio respecto a la lotería. Jamás me tocó el premio gordo. Jamás me tocó el segundo premio. Ni el tercero. Ni el cuarto. Vamos, ni siquiera una pedrea. O, para ser más exacto, ni tan sólo un simple reintegro. Y tengo infinidad de amigos o conocidos que me cuentan sus aciertos o coqueteos con el hada Fortuna, unas veces exagerando la realidad y otras disimulándola, porque el temor a ser sableado inunda las conciencias más dadivosas. A mi edad, cuando el medio siglo ya me saludó alborozado a cierta distancia, hay que reconocer mi connatural inutilidad congénita en todo lo referente a ser acariciado por el azar. Pasó junto a las administraciones de lotería, veo sus números, pares e impares, de cuatro o cinco cifras, terminaciones en cero o números repetidos, combinaciones cabalísticas que incitan al optimismo. Pero a la hora de la verdad, mi penuria económica no se ve alterada por la inesperada lluvia dorada de la fiducia gratuita. Mi esposa, que es inteligente a pesar de ser mi esposa, me anima y palmotea mis hombros en señal de acicate alentador. Ella cree -¡la pobre!- que un día dejará de serlo por mor de la sorpresa. Yo la miro con ternura, como antes de ser mi esposa, suspiro y guardo silencio. -¿Cómo es posible que nunca, nunca jamás me haya tocado absolutamente nada a la lotería? -le exclamaba yo, en ademán de fingida desesperación. Hasta que ella me dijo algo que me hizo reflexionar, y en donde podría estar la clave de mis dudas: -José Luis, ¿has probado a comprar alguna vez un décimo de lotería? Y la verdad es que nunca lo había hecho. Y es muy posible que ésta sea la principal causa de mi infortunio en el azar. Estoy seguro.
  • 40. 40 SITUACIÓN COMPROMETIDA ME miraban con una mirada homicida. Yo estaba solo. Ellos serían aproximadamente cincuenta y dos. Yo estaba desarmado. Ellos portaban pistolas, escopetas de cañones recortados, navajas, machetes y otros utensilios abundantemente letales. Por si aquello era poco, yo estaba postrado sobre una silla de ruedas, a causa de un reciente accidente de automóvil. Apenas podía moverme. Avanzaron hacia mí, las miradas clavadas en mi corazón galopante. Yo era un minúsculo puntito en el centro de un círculo mortal e infranqueable. Comenzaron a insultarme de manera salvaje y de escasa consideración. Las palabras no salían de mi boca. Estaba casi totalmente paralizado. Formaron una cuña de ataque, a la manera de las legiones romanas. Estúpida estrategia, ya que yo era como un inútil muñeco de peluche ante las fauces de un ogro, o de un niño yanqui. El círculo se iba estrechando. Poco a poco. Lentamente. Salieron a relucir todo tipo de armas. Sobre mis sienes fueron apoyados cañones de fusiles y pistolas. Sobre mi garganta notaba la picadura de cuchillos y navajas, como si un collar maldito me hubiera sido impuesto. Uno de aquellos hombres, el de aspecto más fiero e inmisericorde, apoyó un enorme trabuco sobre mi frente, al tiempo que otro individuo, de semejante catadura, lo hacía con otro sobre mi nunca. Y el que parecía el jefe de aquella siniestra caterva dijo con voz tonante: -Contaré hasta tres. Si no nos dices todo lo que sabes acabaremos contigo en menos de dos segundos. ¡Una!… ¡Dos!… y… -¡Un momento! -grité-. Os diré todo lo que sé. Colón descubrió América y Cervantes escribió “El Quijote”. Era todo lo que sabía. Y así fue cómo pude salir de situación tan comprometida.
  • 41. 41 EL SORDO JOSÉ María González Castrillo, vasco de nacimiento y también en ejercicio, era el sordo más original que jamás haya parido mujer de esposo. Yo lo conocí en casa de un tal Lenocinio, allá por los años cincuenta, cuando todavía no se podía llamar a las cosas por su nombre. Estaba casado con una mujer y era el padre de su propio hijo. A veces su esposa le recriminaba por las muchas palizas que le propinaba sin el menor motivo justificable. Pero él seguía asestándole golpes bajos, haciendo caso omiso de gritos y lamentos. Sus amigos le gritábamos en las mismas cuencas de los oídos, criticando negativamente su comportamiento de sádico esposo. Pero José María jamás oyó ninguno de nuestros ruegos. En una ocasión en que yo me hallaba en un lamentable estado financiero, recurrí a él en demanda de ayuda, pero ni una sola de las palabras que salieron de mi boca, entraron por su pabellón auditivo. Entonces se me ocurrió la feliz idea de pedírselo por escrito. Pero me contestó con una finta cínica sin par. “No sé leer”, me dijo con el mayor descaro. Y añadió: “Léemelo en voz alta.” Y eso es lo que hice, en tanto que ponía cara de nada y como si nada fuera con él. Aprovechando su condición de vasco, recurrí al Orfeón Donostiarra para que, con mi ayuda y sus voces, le llegara mi petición de auxilio monetario. Y así lo hicimos los ciento treinta y cuatro a la vez. Pero nos contestó, más cínico que nunca, que se lo leyéramos en más alta voz, porque era incapaz de oír la menor sílaba. Y yo, francamente desesperado, le llamé en voz baja toda la colección de insultos y vejaciones verbales de que era capaz. Y entonces se volvió y recriminó mi conducta de mal amigo. “Luego oyes, ¿no?, le dije. “Cuando me conviene”, contestó. Así supe cómo había amasado su enorme fortuna.
  • 42. 42 EL BLANCO QUE TENÍA ELALMA NEGRA EL problema de aquel pobre hombre blanco es que tenía el alma negra. Pero él no lo sabía. Se creía un hombre normal y corriente. Es más, hasta se consideraba más justo y honorable que el resto de sus conciudadanos. Por otra parte, como el alma suele ser invisible, él estaba convencido de que su alma también era blanca. Pero una mañana, al despertar, mirándose al espejo en el momento de afeitarse, vio que algo oscuro manaba de su boca, al tiempo que salían por ella sonidos chirriantes, macabros y terribles, producto, sin duda, de la negrura de su alma. Y nuestro buen hombre -que en el fondo era bueno-, le dijo a su esposa: -Matilde, no te puedo engañar. He descubierto que tengo el alma negra. Y tú, a pesar de ser mujer, tienes el alma blanca y no debes participar de mi desgracia. A lo que ella contestó: -Siempre he sido tu esposa fiel. Al menos, si no siempre, sí desde que nos casamos. O, si no siempre, desde que nos casamos si bastante tiempo después. Pero no puedo seguir viviendo junto a un hombre que tiene negra el alma. La sociedad no nos admitiría y bien sabes tú que hay que vivir con la sociedad que es quien, si no nos da de comer, al menos nos deja vivir. Yo te he querido desde que dejaste de ser pobre y nunca te he traicionado. O, si te he traicionado, nadie lo ha sabido. O, si lo ha sabido alguien, no se ha dicho. O si lo ha dicho alguien, nadie lo ha oído. Y así deberás comprender, entender y perdonar que no pueda seguir al lado de un hombre con el alma negra. -Creo que tienes razón. Aurelia. Por eso te ruego que tú también me entiendas a mí cuando, ahora, apenas pasen dos minutos, yo te asesine debido a que mi alma es negra. Y ella dijo: -Lo comprendo. Y entonces él la asesinó. Pero no fue condenado, ya que se pudo demostrar que era un blanco que tenía el alma negra.
  • 43. 43 YO, MATÓN ME llaman el “matón” del barrio, simplemente por el hecho de que me gusta matar. No puedo pasar un día sin haber matado algo o a alguien. Y confieso que me produce un placer casi inexplicable. El acto de matar tiene unas connotaciones intrínsecamente inefables. Notas que algo acaba bajo la presión de tus dedos, o bajo el imperio de tu bota, o por la contundente colaboración del martillo. O, asimismo, por el simple palmetazo de mi mano plana. Y así y por todo ello, me gusta matar moscas de un palmetazo. Porque la mosca es tonta, terca y se lo merece. Una mosca, que no me conoce de nada ni me ha sido presentada, así, de pronto, por las buenas, trata de meterse en mi plato de sopa, o se me posa en la nariz, en los ojos, en la frente. Y en el momento más inoportuno. ¿Se imaginan lo que es la visita de una mosca cuando estás tratando de complacer sexualmente a tu complemento? ¿O que se pegue el gran baño sobre tus fideos, después de haber andado por ahí de casa en casa? Y es entonces cuando surge el irremediable deseo de matar, de matarla. Confieso sin rubor que he matado muchas moscas en mi vida. Y no me arrepiento. También hay algo que me gusta matar con frecuencia: el tiempo. Matar el tiempo es uno de mis mayores placeres. El tiempo, que eso que no se para nunca y nos va haciendo cada vez más viejecitos, es una de mis víctimas preferidas. Y lo mato de muchas y de muy variadas formas: leyendo un libro, escuchando a Mozart, volviendo a leer el libro porque con lo de Mozart no me entero bien, etcétera. Y realmente se siente un hondo y extraño placer en el asesinato del tiempo. Porque el tiempo no hay que perderlo, sino matarlo. El propio Proust, que fue “a la busca del tiempo perdido”, no nos dijo si lo hizo para gozarlo o para matarlo. Sin embargo, lo único que no he matado nunca ha sido personas, que son las únicas que lo merecen. Porque, después de todo, ¿qué es una mosca al lado de un brigadier?
  • 44. 44 PROBLEMAS, PROBLEMAS… EL mundo está lleno de problemas. La gente está llena de problemas. Los libros de matemáticas están llenos de problemas. Todo son problemas y todo se vuelve discusiones, conjeturas, diatribas e interminables disquisiciones que no llegan a ninguna parte. Y se me ocurre que todo ello constituye una estúpida pérdida de tiempo, cuando lo más lógico sería arreglar todos estos problemas, simplemente dándoles una solución. Porque, naturalmente, si no se soluciona un problema, el problema en sí persiste, continúa y la cosa no tiene fin. Por ejemplo, se habla constantemente del problema del paro. En efecto, es un arduo problema que traería de cabeza a la sociedad más avanzada. Pues, Señor, búsquese una solución al problema del paro y dicho problema habrá desaparecido en el acto. Lo mismo ocurre con la inseguridad ciudadana. Todo se nos vuelve lenguas inconformes, ataques a las altas magistraturas, quejas en radio y Prensa. Pues, Señor, désele una eficaz solución a tal problema, y las gentes podrán caminar por las calles, cual si fueran por los mismos jardines del Edén. Pero no. A los españoles, a los americanos, incluso a los extranjeros, nos gusta quejarnos de todo, pero sin aportar soluciones. Y ahí reside nuestro error. No debemos señalar con el dedo a tal o cual ministro, haciéndolo responsable de tanto problema como nos acucia. Lo lógico es, cuando se presente el problema, solucionarlo inmediatamente. Pero sin perder un solo segundo. De esa forma veremos que los problemas, apenas hagan su aparición, comenzará su exterminio. Claro que no todos podemos solucionar todos los problemas, pero para eso están los ministros, cuyo deber es consultarnos, si ellos no son capaces de encontrar la solución. Lo malo es que si solucionamos los problemas, ¿qué hacemos con los ministros? ¡Vaya problema!
  • 45. 45 EL ESCRITOR TARTAMUDO EL tartamudo es esa persona que al hablar vacila, se para, tropieza, renquea, vuelve a tropezar, sigue un poco, recae, etcétera, y convierte su conversación en un manantial de palabras sorprendentes, cacofónicas, arbitrarias e inimaginables. Pero esto es más comprensible si se compara este tipo de tartamudez con la tartamudez del escritor, que no tiene objeto de ser, puesto que para eso está la rectificación. Sin embargo, el hombre objeto de esta disertación era un tartamudo tan absoluto que hasta escribiendo mostraba su irrefrenable defecto. Y así, recuerdo, comenzó a escribir un cuento de tintes terroríficos. Creo recordar su comienzo, que era así, poco más o menos: “En aquella caca…, caca casa abandonada, donada, viví vivía un viejo jo jo, con un ojo jo jo, solo. Vivía so solo el viejo jo jo soso lo. Y en un ano ano anoche che de tormen menta, se des per pertó sobre sal sobresaltado por un rui rui rui rui ruido extra ño. Era una eno rme rata de al cantar, que alcantar, salía de la alcantarilla. Y la repu la repu la repugggnante fiera le ata ata atacó por ser por sor presa, mordándole diéndole el cue llo. El vie jo jo jo pedía, peía auxilio, mi entras mí entrasedesan gragraba por efectos del amor de dura de lara ta...” La verdad es que no sé cómo llegó a terminar este cuento, ni si hubo quien se lo publicara. Porque no es concebible un escritor tartamudo, pero escribiendo en tartamudo. Pero este mundo es tan insólito e imprevisible, que hasta lo más utópico se puede con ver tiren real y dad.
  • 46. 46 LA SONRISA DE GIOCONDA LEONARDO murió sin conocer el verdadero resultado de su inmortal obra “Monna Lisa”. La modelo, que nunca se tuvo pruebas de quién fuera en realidad, pero yo sí lo sé y callo por razones obvias, era un ser mágico, un ser llegado de otros mundos ignotos a consolar la inmensa tristeza que embarga a Leonardo ante un mundo lleno de crueldades y miseria. El genial pintor intentó plasmar en el rostro de aquella mujer el dolor de la Humanidad, el rictus de crueldad que se cincela en los rostros que sufren. Y Leonardo, con su mágico pincel, plasmó para los siglos venideros lo que él creía ser el símbolo de la tristeza, la amargura del hombre. Pero “Monna Lisa”, la Gioconda, con ese poder lúdico de los seres superiores, cambió el gesto de amargura por otro de optimismo, como un boceto de sonrisa. Y cuando Da Vinci miraba su obra, en efecto, aquel gesto patético y triste asomaba a los labios de Gioconda, pero apenas se daba la vuelta y se colocaba de espaldas al cuadro, “Monalisa” sonreía para que el mundo y sus gentes no se contagiaran de aquella expresión de soledad sufrida. Y desde entonces, aquel cuadro y cuantas miles de copias se han reproducido, sólo han mostrado la sonrisa que la hizo mundialmente famosa. Jamás vio nadie la tristeza de Gioconda. Excepto Leonardo, el único que nunca la vio sonreír.
  • 47. 47 EL IGNORANTE HAY gentes que saben cosas. También hay gente que saben pocas cosas. Y también hay gentes que saben muy pocas cosas. Pero la persona objeto de esta divagación era la más ignorante de todas porque no sabía absolutamente nada. Creerán ustedes que exagero, pero es la pura verdad. No sé cómo decirles para que me entiendan. Por ejemplo, un individuo, por muy ignorante que sea, sabe que el Ebro es un río y que el Mont Blanc es una montaña o una pluma estilográfica. Pero el tipo a que me refiero era todo un alarde de ignorancia. A cualquier pregunta que se le hiciera, siempre respondía lo mismo: “No sé.” Porque ni sabía que el Ebro es un río ni lo de la montaña o pluma estilográfica. Es más, yo he visto cómo alguien le decía: “Eugenio” -porque se llamaba Eugenio-, ¿cuántas son dos y dos?”. Y él respondía: “No lo sé, porque no me dice usted dos y dos de qué cosa.” O también, “Eugenio, ¿cómo se llama tu padre?”. “No lo sé, porque como soy hijo de madre soltera...” “Entonces, ¿cómo se llama tu madre?” “Nada. Ella nunca se llama. La llaman los demás.” O “¿cuántos años tienes?”. “No lo sé, porque como el tiempo no se para nunca, pues nunca es la misma edad.” O “¿estás casado?”. “No lo sé. Depende de mi mujer. Porque si me es fiel, sí estoy casado. Pero si me es infiel, es como si no lo estuviera. Y uno nunca puede saber si su mujer le es fiel.” O “¿tienes hijos?”. “No lo sé, porque los tiene la madre, y luego se tienen solos.” “Entonces, maldita sea, Eugenio, ¿qué es lo que sabes?”. “Nada. No sé nada. Porque como todo es según el cristal...” “Pero habrá algo que sepas, aunque sólo sea la fórmula de la Teoría de la Relatividad.” “Bueno, eso sí. Lo único. Pero es lo que sabe todo el mundo.” De cualquier manera a mí nunca me convenció Eugenio. Tengo para mí que algo debía de saber.
  • 48. 48 MISTERÍSIMO TODOS los misterios, la misma palabra lo dice, suelen ser misteriosos, intrigantes, oscuros. Pero al que yo me refiero era tan misterioso, que me atrevería a calificarlo de misterísimo. Veamos: yo entré a mi habitación, una noche de verano, junto al mar, cuando apenas contaba dieciséis años. Como no podía conciliar el sueño, salí a dar un paseo por la playa solitaria. De repente noté, bajo mis pies desnudos, unos charcos, de hielo. Sí, era hielo, auténtico hielo. Continué mi caminar y, de repente, di un respingo. Mis pies desnudos habían pisado un charco de agua hirviendo. En efecto, era agua en plena ebullición. Seguí mi camino y, cada dos o tres metros, los charcos de hielo y agua hirviente se alternaban de forma incomprensible. Aquello era demasiado. Volví corriendo a mi habitación y el misterio fue en aumento porque ahora podía comprobar que dentro de la misma, en el lado izquierdo, había una temperatura de unos 10 grados bajo cero, en tanto que en el derecho el termómetro podría registrar una temperatura superior a los 50 grados centígrados. Y yo saltaba de un lado a otro, para evitar una muerte súbita, ora por causa del frío, ora por causa del calor. Y todo dentro de la misma habitación. Llamé a gritos a mis padres. En seguida llegaron, pero de una manera alucinante, pues en vez de dos personas eran una sola, mitad padre y mitad madre. Me hablaban a la vez, a dúo, cada uno con su propia voz, y los entendía perfectamente, a pesar de que me decían cosas diferentes. Nunca lo pude entender. Y para mí sigue siendo, más que un misterio, un misterísimo. La verdad, no le encuentro explicación. Es más, le he preguntado a gentes de derechas, y ninguno me ha dado una lógica solución. O es que no se atreven...
  • 49. 49 ELAUTO-LADRÓN NORMALMENTE el hombre -o mujer- que nace con el hábito del robo, naturalmente lo que hace es robarle a los demás, bien sean extraños, amigos o seres de confianza. Pero Emiliano Gardel decía que robar a los demás era un pecado por demasía repugnante. Y como a él le gustaba robar, pensaba que lo más sensato era robarse a sí mismo, con lo cual satisfacía su irrefrenable instinto de hurto, y al tiempo no perjudicaba a nadie. Y, en efecto, Emiliano, todas las noches, cuando se acostaba, dejaba su chaqueta en el armario, apagaba la luz, se metía en la cama y a los pocos minutos, cuando comprendía que ya debía de estar dormido, se levantaba de puntillas, se dirigía al armario, sacaba la cartera de su propia chaqueta y, con mano nerviosa, extraía de ella varios billetes que luego corría a esconder en alguna parte. Y volvía a meterse en la cama, como si no hubiera hecho nada. Pero una de estas aciagas noches -la más aciaga-, cuando corría a esconder su botín, pasó por delante de un espejo y se sorprendió a sí mismo “in fraganti”. Y contempló su imagen en un gesto a todas luces culpable. Bajó la mirada al suelo, al tiempo que también lo hacía el Emiliano del espejo. Ninguno supo qué decir. Hubo un silencio denso, prolongado, interminable. Al fin, Emiliano Gardel, con paso lento y vacilante, se fue a la cama. Pero no pudo conciliar el sueño. Cuando llegó la mañana, con los ojos abultados y enrojecidos, se dirigió al espejo, que le devolvió una imagen idéntica. Y en un repentino ataque de rabia, destrozó el espejo en mil pedazos. Y se dijo: -Desde ahora podré robarme cuando quiera y cuanto quiera. Pero sin testigos. Y Emiliano continuó robándose todos los días de su vida y nadie lo supo jamás.
  • 50. 50 FALCON CREST LES diré por qué maté a mi esposa, y no estoy arrepentido. Ella era una mujer afable, cariñosa, fiel, honesta y recatada. Una esposa amante de su marido, muy señora en la calle, y bastante revoltosilla en la cama. Singularmente bella, llamaba la atención por donde aparecía. Era deseada por los hombres y absolutamente envidiada por las mujeres. Era, en fin, lo que podía llamarse como una pieza única, una joya en su especie, algo que difícilmente repetirá la raza humana ni la raza femenina. Pero mi esposa, mi querida Cloti, un buen día, un mal día, descubrió unas cosas que les pasaban a unas gentes en televisión, sobre una familia, a quien llamaban Falcon Crest. No sé si a la familia, a la finca donde vivían, o a la serie. El hecho es que desde aquel mismo día, mi querida Cloti se pasaba los días, las semanas y los meses ante el televisor, sin moverse para nada. Cuando salía Falcon Crest, porque salía Falcon Crest. Y cuando no salía Falcon Crest, porque seguía esperando a que saliera Falcon Crest. La verdad es que desde aquel aciago momento, jamás me miró, ni a mí ni a ninguno de nuestros hijos. Perdió todas sus amistades. Ya nunca tuvo un libro entre las manos ni había música que la apartara de su Falcon Crest. Cierto día la vi llorando por no sé qué problemas tenían una tal Ángela Chanin. Intenté hacerle volver en sí, que se diera cuenta de que era mi esposa y madre de varios hijos. Pero nada. Acabé por consultar con un médico, que me dijo que eso se escapaba a su profesión. Hablé más tarde con un psicoanalista, quien me advirtió que eso sería cosa de paciencia y tiempo. Pero no pude más. Entendí que se trata de un inevitable caso de eutanasia. Y una tarde, cuando más embebida estaba ante su Falcon Crest, le di una pócima nociva en el café, que se tomó sin apartar la mirada de la pantalla. Y la verdad es que la quería con toda mi alma.
  • 51. 51 JUSTA VENGANZA ACABO de vengarme de mi Gobierno, y no me arrepiento de ello. En varias ocasiones solicité su ayuda, dada mi avanzada edad y mi precario estado de salud. Toda la vida fui un pastor que procuró cumplir con su rudo deber. He dormido bajo las estrellas en noches en las que el hielo clavaba sobre mi pecho fríos puñales, y he cruzado mesetas y cordilleras durante el estío, a esa hora en la que el asno y el jilguero caen bajo el sol, abrasados por un Febo inclemente y homicida. Pero nunca abandoné mi ganado. Incluso, infinidad de veces ayudé a bien parir a mis ovejas -hembras-, con la sola ayuda de mis manos y una gran dosis de buena voluntad. Me he dirigido a las altas instancias ministeriales, rogando, suplicando, implorando misericordia, una mínima ayuda, pues ya ni mis manos ni mis piernas responden al esfuerzo que requieren tan duro oficio como el mío. Pero nada. Ni una mala carta de consuelo. Ni un siquiera “ya veremos”, o “estudiaremos su caso”, o “acaso más adelante...”. Nada. Nada de nada. Pero Dios ha querido que pueda vengarme de tan vergonzante comportamiento por parte de las autoridades. Les contaré. No hace muchos días, estando yo en el campo con mis últimas ovejas, de repente descubrí el río más grande que hay en España. Remonté su curso, paso a paso, hasta llegar a su nacimiento, que se producía en unas montañas de Lugo. Y luego fui descendiendo, siempre a su orilla, hasta su desembocadura, que se realiza en Almería. No exagero si digo que tal río, en su curso medio, alcanzaba más de trescientos metros de anchura por veinte de profundidad. Y ya cerca de su desembocadura se acercaba a los mil metros de anchura y a los casi setenta hasta llegar a su fondo. Es posible incluso que sea de los ríos más caudalosos de Europa. Pero no pienso declararlo oficialmente. Y hasta es posible que muera llevándome este secreto a la tumba. Ojo por ojo…
  • 52. 52 NADIE ME CREE A un hombre le pueden acosar muchos tipos de desgracia, pero no creo que haya uno que supere al de la incredulidad ajena. Es verdaderamente insoportable que uno se dirija a sus amistades o conocidos, les cuente con la mayor naturalidad lo que le sucede, y los demás te vuelvan la espalda, esbozando una sonrisa de cachondeo contenido. Por ejemplo, no hace muchos días estando solo en casa, llamaron a mi puerta. Abrí y me encontré en el umbral a Sabrina, Cicciolina, Elisaberth Taylor, Bibi Andersen y “Miss Universo”. Las cinco venían con sendas botellas de champaña y un brillo especial en la mirada. Me dijeron que tenían muchas ganas de conocerme, desde hacia bastante tiempo, y que por caridad las dejase entrar. No les puse el menor inconveniente. Y una vez dentro de mi piso, las cinco, al unísono, se quedaron completamente desnudas. Luego, con lágrimas en los ojos y arrastrándose por el suelo, me suplicaron que las poseyera una por una o las cinco a la vez. Para complacer ambas peticiones, hice las dos cosas. Las poseí una por una, y después, las cinco al mismo tiempo. Quedaron tan hartamente satisfechas que besaban mis manos y mis pies, les temblaba la voz y sus ojos desprendían un fulgor difícilmente olvidable. Y bien, cuando les conté esto a mis numerosos amigos, muchos de ellos me miraron con desdén, a la vez que se barrenaban la sien con el dedo índice de la mano derecha. Pensaban que les estaba mintiendo, que era un farol intragable. Sin embargo, esto que les he contado es lo menos importante que me suele suceder cualquier día de la semana, de cualquier mes, de cualquier año. Pero nadie me cree. Ni siquiera mi psiquiatra, que es la persona con quien más confianza tengo y al que no le mentiría por nada del mundo.