Este documento explica por qué es importante practicar la fe católica y frecuentar los sacramentos. Primero, porque Jesucristo instituyó los sacramentos como medios para salvarnos y espera que los recibamos libremente. Segundo, porque al recibir los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la confesión, fortalecemos nuestra relación de amor con Cristo y le damos alegría. Tercero, porque los sacramentos curan nuestras almas a través de la gracia, y cuanto más perfect
DE COMO JUAN 23 EN 1968 HIZO LOS MISMOS CAMBIOS QUE KRANMER EN LAS ORDENACIONES EPISCOPALES, SACERDOTALES Y DIACONALES QUE REDUNDARON EN LA DECLARACION DE PERDIDA DE LA SUCESION APOSTOLICA POR PARTE D ELOS ANGLICANOS.
9no. tema celebracion familiar del dia de todos los santosodecobispadoica
Desde el s. II se encuentran claros indicios del culto a los mártires de la fe cristiana. Pronto, y especialmente a partir de la paz de la Iglesia, se sintió en todas partes la necesidad de conmemorar a todos los que habían derramado la sangre por Cristo en las persecuciones: conocidos y desconocidos (…). La fiesta de todos los mártires, según S. Juan Crisóstomo, se celebraba el primer domingo después de Pentecostés; un calendario sirio del a. 412 la señala en la semana pascual; en Edesa, en cambio, según consta por un himno de S. Efrén, se celebraba el 13 de mayo, día conservado en la Iglesia bizantina. El primer domingo de Pentecostés lleva en el Leccionario romano de Würzburg (s. VI): Dominica in natale sanctorum; sin embargo, en Occidente prevaleció la fecha del 13 de mayo que los calendarios ítalo-griegos denominan Festum omnium sanctorum. ¿Fue esto lo que impulsó a Bonifacio IV a consagrar el 13 de mayo del año 610 el Pantheon de Roma en honor de la Virgen y de todos los mártires? En todo caso la conmemoración anual de esta consagración está en el origen de la fiesta de Todos los Santos.
8vo. tema sacramento de la reconciliación y conversión personalodecobispadoica
El término reconciliación ya era usado en nuestra lengua castellana para significar el proceso sacramental de la Penitencia cristiana. Cuando el pecador -arrepentido de la ofensa que ha inferido a Dios- se acerca al sacerdote ministro de Dios y de la Iglesia, que le imparte el perdón volviéndolo a la plena amistad con su Creador, se dice que se ha reconciliado. Es la reconciliación por antonomasia ya que, si puede incluir otras significaciones antropológicas, reconciliar en su sentido más hondo evoca el de recuperar en el sacramento del perdón la amistad con Dios perdida por el pecado. Vengo de reconciliarme se entiende, pues, como vengo de confesarme.
DE COMO JUAN 23 EN 1968 HIZO LOS MISMOS CAMBIOS QUE KRANMER EN LAS ORDENACIONES EPISCOPALES, SACERDOTALES Y DIACONALES QUE REDUNDARON EN LA DECLARACION DE PERDIDA DE LA SUCESION APOSTOLICA POR PARTE D ELOS ANGLICANOS.
9no. tema celebracion familiar del dia de todos los santosodecobispadoica
Desde el s. II se encuentran claros indicios del culto a los mártires de la fe cristiana. Pronto, y especialmente a partir de la paz de la Iglesia, se sintió en todas partes la necesidad de conmemorar a todos los que habían derramado la sangre por Cristo en las persecuciones: conocidos y desconocidos (…). La fiesta de todos los mártires, según S. Juan Crisóstomo, se celebraba el primer domingo después de Pentecostés; un calendario sirio del a. 412 la señala en la semana pascual; en Edesa, en cambio, según consta por un himno de S. Efrén, se celebraba el 13 de mayo, día conservado en la Iglesia bizantina. El primer domingo de Pentecostés lleva en el Leccionario romano de Würzburg (s. VI): Dominica in natale sanctorum; sin embargo, en Occidente prevaleció la fecha del 13 de mayo que los calendarios ítalo-griegos denominan Festum omnium sanctorum. ¿Fue esto lo que impulsó a Bonifacio IV a consagrar el 13 de mayo del año 610 el Pantheon de Roma en honor de la Virgen y de todos los mártires? En todo caso la conmemoración anual de esta consagración está en el origen de la fiesta de Todos los Santos.
8vo. tema sacramento de la reconciliación y conversión personalodecobispadoica
El término reconciliación ya era usado en nuestra lengua castellana para significar el proceso sacramental de la Penitencia cristiana. Cuando el pecador -arrepentido de la ofensa que ha inferido a Dios- se acerca al sacerdote ministro de Dios y de la Iglesia, que le imparte el perdón volviéndolo a la plena amistad con su Creador, se dice que se ha reconciliado. Es la reconciliación por antonomasia ya que, si puede incluir otras significaciones antropológicas, reconciliar en su sentido más hondo evoca el de recuperar en el sacramento del perdón la amistad con Dios perdida por el pecado. Vengo de reconciliarme se entiende, pues, como vengo de confesarme.
Presentacion clase 5 sacramentos de curacion y sanacionJuan Carlos Moreno
Presentaciones para las clases de formacion para el ministerio Cristiano de la Archidiocesis de Galveston-Houston. Para mas materiales de la clase (audio y notas) visite mi sitio www.jcmoreno.net.
Temas sobre bioética. Para conocer más sobre el aborto, el material lo utiicé hace años para unas jornadas de bioética en la pastoral familiar, pero pienso que puede ser de ayuda.
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Esta guía es una ayuda para hacer por tu cuenta el retiro mensual, allí dónde te encuentres, especialmente en caso de dificultad de asistir en el oratorio o iglesia donde habitualmente nos reunimos para orar.
Talleres de apologetica para pastoral penitenciaria. texto completomanu2002
Estos talleres obedecen a la necesidad sentida de un grupo de reclusos que quisieron profundizar más en el conocimiento de la fe católica ante el ataque de las sectas.
1. Tema 4: ¿Por qué practicar?
Curso en línea "Catequesis básica para padres"
Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org
El anexo lo pueden consultar en el siguiente enlace:
http://www.es.catholic.net/familiayvida/959/3243/articulo.php?id=53
506
Tema 4: ¿Por qué practicar?
(Redención y sacramentos)
"La gracia sana y eleva la naturaleza humana"
(Adagio teológico)
Introducción
En la sesión anterior hemos considerado el origen y el sentido del
sufrimiento. Vimos que si el hombre emplea mal su libertad se aleja
de Dios y se deshace poco a poco. Impresiona constatar cuánto dolor
trae consigo el pecado. El estado en el que ha quedado la humanidad
como consecuencia del pecado es realmente penoso. No nos damos
cuenta porque estamos acostumbrados a ello. Pero si pudiésemos
visitar un planeta en el que también hubieran sido puestos los
hombres y en el que no hubiera habido pecado, el gran contraste que
apreciaríamos nos abriría los ojos. Allí, todos se parecerían a la
Virgen María. Y, al volver a esta tierra, suplicaríamos
vehementemente a Dios que nos enviase un Redentor.
Vimos también que gracias a la Redención, Jesús nos reconcilia con
Dios "haciendo así posible la salvación eterna", nos enseña a
transformar el dolor en sacrificio corredentor inspirado por el amor y
nos proporciona una gracia salvífica capaz de curar las heridas que el
pecado ha infligido en nuestra naturaleza. Esa gracia se nos
administra ordinariamente a través de los sacramentos. En este
capítulo haremos hincapié en el aspecto curativo de la gracia. En el
último capítulo nos detendremos en la esperanza de Vida Eterna de
los redimidos por Cristo.
¿Por qué practicar nuestra fe? ¿Por qué vale la pena frecuentar los
sacramentos que Cristo ha instituido para nuestra salvación? La
primera razón es que Cristo no se impone. Espera, por tanto, que le
permitamos libremente salvarnos. Si deseamos que Cristo nos salve,
tenemos que mostrarle con hechos nuestra buena voluntad. Si,
después de ser evangelizados, creemos en Jesucristo, lo lógico es que
le demostremos nuestra confianza acudiendo a las fuentes de la
gracia. Si no estamos bautizados y sabemos que ese sacramento
2. abre la puerta a todas las promesas de Cristo, lo lógico es que nos
preparemos para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana: el
Bautismo y la Confirmación. Si ya estamos bautizados y nos
enteramos de que lo mínimo que el Señor pide para salvarnos
consiste en asistir a la Santa Misa cada domingo y fiesta de guardar,
así como confesar, con contrición y propósito de enmienda, todos
nuestros pecados mortales, pues lo hacemos con más o menos
ganas, pero gustosamente.
De todos modos no basta con cumplir. Se nos pide amar. El
cristianismo no puede ser reducido a una simple ideología o a una
ética: a un modo de ver la vida o a un código de reglas de conducta.
La vida cristiana no consiste sólo en profesar unas verdades de fe y
en cumplir unos preceptos morales. El ideal cristiano consiste, ante
todo, en una vida vivida por amor a Quien, dentro de los límites que
le impone su delicado respeto de nuestra libertad, hace todo lo
posible por revelarnos su Amor. Como afirma André Frossard, «el
cristianismo no es una concepción del mundo, y ni tan siquiera una
regla de vida; es la historia de un amor que recomienza con cada
alma»1.
El amor exige que busquemos ante todo el bien de la persona amada.
No voy a Misa y confieso mis pecados sólo porque me conviene. Si se
ha establecido una relación de amor con Cristo, asisto a Misa porque
sé que es algo que Él ha inventado como medio de entregarse a mí y
de darme la fuerza para ser buen discípulo suyo. Si no asisto a Misa,
me pena sobre todo porque sé que Él me ha estado esperando. No
confieso mis pecados sólo para quedarme yo tranquilo. Confieso mis
pecados sobre todo porque el Padre de la parábola está triste
mientras el hijo pródigo está lejos de casa. Intuyo que le procuro una
alegría proporcional al amor que me tiene.
Cristo desea que le amenos desinteresadamente. Nos invita a la
santidad "perfección de amor", pero entiende nuestra miseria. Por
eso, perdona por ejemplo nuestros pecados aunque acudamos al
sacramento de la reconciliación con una contrición imperfecta. En
consecuencia, mientras vamos cimentando nuestros propósitos de
amarle de modo más perfecto, es lógico que queramos profundizar en
las razones por las que nos conviene beber en las fuentes de la
gracia. Y una de esas razones de conveniencia es que nuestra
felicidad depende de la calidad de nuestros amores. El santo es el
más feliz. Intentaré mostrar, por tanto, que la santidad es imposible
sin la curación que lleva a cabo la gracia en nuestras almas. Pero
antes nos detenemos brevemente en los sacramentos como fue antes
de gracia.
3. ¿Qué son y cómo actúan los sacramentos?
Vale la pena recordar la doctrina católica acerca de los sacramentos.
En resumen, dice así: «Los sacramentos son signos eficaces de la
gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales
nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los
sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias
de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las
disposiciones requeridas»2.
Los siete sacramentos instituidos por Cristo son signos sensibles que
confieren la gracia que significan. No es casual, por ejemplo, que
Cristo haya elegido el agua como materia del sacramento del
Bautismo, o el pan para la Eucaristía. El agua sirve para lavar y el
Bautismo limpia el alma; el pan sirve para alimentarse y la Eucaristía
nos proporciona alimento espiritual.
Conviene recordar que los sacramentos tienen una eficacia infalible.
Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, los sacramentos
«son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo»3. Eso significa que
los sacramentos obran "según las palabras de un Concilio" «ex opere
operato», es decir, «por el hecho mismo de que la acción es
realizada»4. No obran porque el sacerdote sea ejemplar o tenga tres
Doctorados en teología, sino «en virtud de la obra salvífica de Cristo,
realizada de una vez por todas»5. De ahí se sigue, con palabras de
Santo Tomás de Aquino, que «el sacramento no actúa en virtud de la
justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de
Dios»6. Por tanto, «siempre que un sacramento es celebrado
conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su
Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad
personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos
dependen también de las disposiciones del que los recibe»7. En ese
sentido, un mismo sacramento puede tener mayor o menor eficacia
en función de las disposiciones interiores de quienes lo reciben («ex
opere operantis»). Los sacramentos tienen una eficacia
extraordinaria, pero nuestra miseria suele limitar esa eficacia. Una
sola Comunión eucarística bastaría para hacernos santos si la
recibiésemos con disposiciones ideales. Por su parte, el ministro sólo
puede ayudar de modo indirecto a la eficacia del sacramento. Así, un
sacerdote que celebra la Santa Misa con gran unión y amor a Cristo
puede ayudar a los asistentes a disponerse mejor.
He querido recordar este aspecto de la doctrina católica porque se
olvida con gran frecuencia. Lo más impresionante de los sacramentos
es la realidad metaempírica. Dado que nosotros conocemos a través
de los sentidos, nos cuesta adentrarnos en esas realidades
maravillosas que sólo conocemos a través de la fe. Por eso se
entiende que haya quienes prefieran una Misa porque el celebrante
4. resulta más entretenido en sus homilías. Evidentemente, todo eso
ayuda. Pero quien conecte con lo esencial -quien sepa que la
Eucaristía «es una invención en la que se manifiesta la genialidad de
una sabiduría que es simultáneamente locura de amor» 8, podría vivir
una profunda emoción asistiendo a una Misa celebrada en chino por
un viejo sacerdote a quien apenas se le oye, a las siete de la mañana
en una iglesia gélida y fea.
La Eucaristía es lo más grande que se pueda celebrar en la tierra. Se
celebra en la tierra, pero participa todo el Cielo. En la Santa Misa
asistimos a todos los dolores y gozos redentores de Cristo. Con las
últimas palabras de la Consagración -«Haced esto en conmemoración
mía»-, el Señor instituyó dos sacramentos: la Eucaristía y el Orden
sacerdotal. Nuestra lengua no es capaz de reproducir el significado
exacto de la palabra "conmemoración". Es, escribe Juan Pablo II,
«"memorial" que se actualiza; no vuelta simbólica al pasado, sino
presencia viva del Señor en medio de los suyos»9. La Eucaristía no
es, pues, la representación simbólica de un hecho pasado. Es un
sacrificio que se sigue perpetuando de modo misterioso pero real. En
la Santa Misa, presenciamos con los ojos del alma los
acontecimientos más importantes de la Redención y de la
Glorificación de Cristo. Asistir a la renovación eucarística del misterio
pascual no es comparable a ver una obra de teatro o una película; no
es ni siquiera semejante a un acontecimiento retransmitido en
diferido: celebrar o asistir a la Santa Misa equivale a ¡presenciar en
directo todos los dolores y gozos redentores de Cristo!
Por falta de formación, hay quienes abandonan la práctica religiosa,
sencillamente porque se aburren. Es como tener que asistir una vez a
la semana a la misma obra de teatro, con muy pocas variaciones.
Confunden sacramentos con simples ritos. Exagerando un poco, se
podría resumir así la esencia de los sacramentos para quienes se
quedan en lo meramente visible: cada vez que un miembro de
nuestra comunidad de creyentes nace, conviene celebrarlo llevando al
niño al local en el que nos reunimos; cuando se hace mayor,
celebramos su entrada en sociedad; tenemos que guardar contacto,
así es que nos reuniremos todos los domingos en nuestro local;
alguien tiene que ser el animador, así es que escogemos a uno para
dirigir "el cotarro"; si alguien se porta mal, tiene que pedir perdón a
la comunidad representada por el animador; es importante que la
comunidad esté presente en los momentos importantes de la vida de
cada miembro, luego cuando alguien se case, que vaya al local y
haremos una fiesta; y cuando esté en peligro de muerte, enviaremos
al animador para que le dé ánimos en nombre de todos...
¡Qué gran diferencia entre asistir a Misa para coincidir con mis
amigos y, de paso, ver qué tal es el abrigo que se ha comprado mi
vecina, y participar en la Eucaristía conscientes de presenciar los
5. acontecimientos más sublimes de la historia de la Salvación! Si
convertimos nuestra vida en un sublime acto de amor corredentor, la
Santa Misa se hace, cada día más, como decía San Josemaría, «el
centro y la raíz» de nuestra vida espiritual 10: el centro hacia el que
convergen todos nuestros afanes, y la raíz que alimenta toda nuestra
vida cristiana. Por una parte, en perfecta unidad de vida, el día
entero se convierte en una misa. Por otra parte, la comunión
eucarística y el afán por corredimir con Cristo -aliviando sus
padecimientos redentores- nos dan la fuerza necesaria para
sobrellevar cualquier sacrificio. Con esta alma sacerdotal, nuestra
pobre vida adquiere una trascendencia extraordinaria. Uniéndolo todo
al Sacrificio de la Misa, cada una de nuestras acciones, incluso las
más insignificantes, adquieren un valor incalculable. De este modo,
en medio de nuestros afanes y ocupaciones cotidianas, poniendo
amor en el deber de cada instante, aligeramos la Cruz de Cristo y
contribuimos a la Redención del universo, a «recapitular todas las
cosas en Cristo»11.
La felicidad del amor
Nos detenemos ahora en el curativo de la gracia redentora de Cristo.
La felicidad humana pasa necesariamente a través de la apertura al
amor. Por naturaleza somos seres abiertos a los demás, pero si, por
timidez o egoísmo, nos encerramos en nosotros mismos, cancelamos
la posibilidad de ser felices, tanto en esta vida como en la Otra. Como
personas, nos realizamos en la medida en que, por amor, nos
entregamos. Nuestro yo sólo alcanza su plenitud entregándose a un
tú.
Tanto la antropología del pasado siglo XX como la doctrina de la
Iglesia están de acuerdo al afirmar que el hombre se realiza a sí
mismo amando mucho y bien. Una de las frases del Concilio Vaticano
II más citadas en el Magisterio de Juan Pablo II es que «el hombre,
única criatura que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar
su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los
demás»12.
Puesto que nuestra felicidad depende de la calidad de nuestro amor,
ningún progreso en la vida es tan importante como el progreso en el
amor. De poco serviría adquirir amplios conocimientos técnicos y
obtener todo tipo de diplomas, si fuésemos ignorantes acerca del
amor.
Sin duda, el bienestar material contribuye algo a nuestra felicidad,
pero el grado más alto de felicidad proviene de dar y de recibir amor.
Y cuanto más perfecto es el amor, mayor felicidad procura. También
el egoísta goza de cierta felicidad, pero no sabe lo que se pierde; con
6. razón, en francés, "infeliz" se dice "malfeliz"(malheureux). Nada
duele tanto como la soledad, entendida como ausencia de amor.
En el amor, cabe un progreso interminable. Entre un amor
compulsivamente egoísta y un amor libremente abnegado, existe
toda una escala de calidad de amor. Siempre se puede amar más
(con mayor intensidad y a más personas) y mejor (entrega más
sacrificada, con mejores intenciones, con mayor libertad interior y
con mayor respeto de la libertad ajena).
Para progresar en el amor, no basta con tener buena voluntad. A
veces, queremos pero no podemos. Quisiéramos, por ejemplo, no
sentir resentimiento hacia alguien que nos ha ofendido, pero lo
sentimos igualmente; quisiéramos olvidar algún agravio ya
perdonado, pero no lo conseguimos, porque nuestra naturaleza se ha
deteriorado a causa del lastre que deja el pecado.
Estoy, pues, convencido de que la vida cristiana supone una ayuda
decisiva para progresar en el ideal del amor, más aún: que sin la
ayuda de la gracia divina es imposible alcanzar las altas cumbres del
amor. Y es que el corazón, el pensamiento y la voluntad de todo ser
humano están contaminados por cierto egoísmo espiritual. Por tanto,
mientras no se purifiquen nuestros afectos e intenciones, no será
posible alcanzar una alta calidad de amor. Y es aquí precisamente
donde entra en acción la gracia redentora de Cristo, una gracia que
nos cura de nuestra incapacidad de amar de modo libre y
desinteresado.
Querer, saber y poder
Dios nos ha creado para amar como Él ama. Pero, por el pecado,
somos como una lavadora que se ha averiado por haber sido mal
utilizada. Dios se ha encarnado con el fin de mostrarnos cómo
tenemos que ser y de darnos los medios para arreglar los
desperfectos.
La experiencia muestra que el egoísmo anida en el corazón del
hombre. Se ve en los niños, incluso antes de alcanzar al uso de
razón. Me contaba un experto pediatra que incluso un niño de varios
meses puede comportarse de modo histérico y egoísta. Me refería el
caso de un niño de seis meses que tuvo un episodio de apnea. No
respiraba y su madre se alarmó muchísimo. Desde entonces el niño,
para que su madre le prestara atención, simulaba episodios de
apnea. «Yo se lo curo -le dijo el pediatra a la madre-: tráigamelo una
semana a la clínica». En efecto, una semana más tarde el niño estaba
curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había
empleado, éste le dijo que todo había sido muy sencillo: que había
bastado con no hacer caso al niño cada vez que parecía que no podía
7. respirar.
En la raíz de todo mal moral, hay siempre tres posibles causas
entremezcladas: mala voluntad (no querer), ignorancia (no saber), e
incapacidad (no poder). Al revés, para amar de verdad no basta con
buena voluntad (querer) y formación (saber). Necesitamos también
aprender a curar nuestra incapacidad. Para poder vencer en esas
peleas que nos superan, conviene indagar las causas más profundas,
remover cimientos, operar sobre nuestros sentimientos de fondo.
Por tanto, para progresar en el amor, hacen falta querer, saber y
poder. No basta con proponérselo. Hace falta también un aprendizaje
y una capacitación. Ante todo necesitamos aprender a amar. Hay
gente que piensa que todo el mundo sabe instintivamente en qué
consiste el amor perfecto. Se casan, por ejemplo, y no aceptan
consejos para mejorar su vida matrimonial. Les parece que del
mismo modo que saben andar, saben cómo sacar adelante un
matrimonio. Incluso cuando surgen dificultades, es posible que
atribuyan la causa de sus problemas a haberse equivocado en la
elección del cónyuge, en vez de deberse a que no saben amar.
Recuerdo una persona que se había divorciado cinco veces y sólo
entonces se percató de que el problema era que él no sabía amar.
«Sólo ahora -decía apenado- me doy cuenta de que habría podido ser
feliz con cada una de esas cinco mujeres...».
Aparte de querer y de saber. Necesitamos una capacitación que pasa
por un largo camino de purificación interior. En función de la
perfección moral de la persona, el corazón se animaliza o se
espiritualiza. Según cómo evolucionemos, nos hacemos o nos
deshacemos. La virtud congrega, el vicio disgrega. El hombre se
perfecciona en la medida en que integra todos sus recursos con el fin
de amar cada vez más y mejor. Si lo logra, vive en armonía con Dios,
consigo mismo y con los demás. El desamor, en cambio, surte el
efecto contrario; según Juan Pablo II, el pecado «aleja al hombre de
Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás»13.
Para purificarnos, debemos desandar el camino equivocado, poniendo
orden en el desbarajuste interior causado por el pecado. Vale la pena
pues de ello depende nuestra felicidad. Además, si queremos ir al
Cielo, tarde o temprano, aquí o en el Purgatorio, nos tendremos que
purificar. Para ello, necesitamos una profunda conversión interior al
calor de la gracia divina y de nuestra buena voluntad.
Cuanto más conscientes somos de nuestras incapacidades y de
nuestras heridas, mejor entendemos que la perfección del amor no es
posible sin una especial ayuda divina. Cuanto más conscientes
seamos de las profundas raíces de nuestras heridas interiores, mejor
entendemos la necesidad de esa gracia divina que sana, y por qué la
8. Iglesia recomienda la confesión frecuente, aunque no haya pecados
mortales, como medio de curar nuestras incapacidades.
Una gracia que dignifica y sana
Cristo no se limita a enseñarnos a amar. Nos ofrece también una
gracia que nos capacita para amar como Él ama. En la Última Cena,
al darnos su «mandamiento nuevo», nos pidió que nos amásemos
unos a otros como Él nos ha amado14. Esto implica una velada
promesa de asistencia para lograrlo. Su mandamiento es nuevo,
entre otras cosas porque la calidad del amor que nos pide excede
nuestras posibilidades naturales. Sin la ayuda de la gracia, el ejemplo
de Cristo sería inimitable.
Gran parte del egoísmo del yo que enturbia el corazón escapa al
control de la voluntad. Por eso necesitamos esa gracia que Cristo nos
comunica a través de los sacramentos, sobre todo a través de la
Confesión y de la Eucaristía; necesitamos, como escribe Juan Pablo
II, esa «fuerza que transforma interiormente al hombre» 15, ese don
del Espíritu Santo que «transforma el mundo humano desde dentro,
desde el interior de los corazones y de las conciencias»16.
Dios, que es Amor17, se revela y comunica a través de Cristo. El
hombre ha sido creado para amar como Cristo ama, pero el pecado
se lo impide y necesita que la gracia cure su incapacidad. La gracia
santificante es el don del Espíritu Santo obtenido por Cristo en la
Cruz. Se trata de un don sobrenatural que, al transformarnos
interiormente, nos capacita para amar como Cristo ama. Para llevar a
cabo esa misteriosa transformación, el Espíritu Santo opera en
nosotros de modo progresivo tres efectos conjuntos: ilumina nuestro
entendimiento para comprender el Amor de Dios, inflama nuestra
voluntad para encendernos en deseos de corresponderle, y purifica
nuestro corazón para conformar nuestros afectos con los de Cristo.
La santidad, como perfección de amor, no es posible sin la ayuda
divina. Salvación viene de salud: para salvar hay que sanar. Sólo
Dios es Santo: sólo Él ama de modo plenamente perfecto. Y es Cristo
quien, por medio de la gracia santificante, nos eleva a la dignidad de
hijos de Dios y cura el poso de egoísmo que el pecado ha depositado
en nuestra naturaleza. «La gracia sana y eleva», se afirma en
teología: la gracia cura nuestra incapacidad de amar bien -de modo
libre, desprendido y desinteresado-, y nos eleva a la dignidad de hijos
de Dios. Si lo que hay que curar es ante todo ese amor propio que
pervierte nuestro amor, no es de extrañar que uno de los caminos
que sigue la gracia para llevar a cabo esa curación consista en
ayudarnos a tomar conciencia de la elevación a la dignidad de hijos
de Dios.
9. Cristo es, pues, a la vez modelo y fuente de amor perfecto. Nos
enseña a amar y, mediante esa gracia que nos cura y dignifica, nos
capacita para amar como Él ama. Por tanto, en la medida en que nos
dejamos penetrar por la gracia, podemos alcanzar esa verdadera
felicidad que consiste en dar y en recibir un amor de gran calidad.
Sólo un Amor incondicional me puede curar
¿Por qué el Amor de Dios cura nuestra incapacidad de amar de modo
ideal? Es algo que no se puede ventilar en unos minutos 18. Pero, en
resumen, diré que el egoísmo que más impide el amor verdadero es
la soberbia. Lo que más nos molesta a la hora de amar libre y
desinteresadamente son los problemas del yo, esa necesidad que
tenemos de gustar a otros para poder gustarnos a nosotros mismos.
Y es que existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a sí
mismo y amar a los demás. Por una parte, ver que alguien me ama,
favorece mi autoestima. Por otra parte, existe una relación entre la
actitud hacia mí mismo y la calidad de mi amor a los demás. Para
vivir en paz con los demás, es preciso que viva primero en paz
conmigo mismo. Nada me separa tanto de los demás como mi propia
insatisfacción. Veo que los mayores criticones son con frecuencia
aquellos que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos.
Nada me ayuda tanto a valorarme como experimentar un amor
incondicional. Si no, ¿cómo podría yo amarme a mí mismo sabiendo
que tengo tantos defectos? Quizá por eso anhelo ser amado de modo
incondicional. Y es que los complejos, tanto de inferioridad como de
superioridad, deterioran mi paz interior y mis relaciones con los
demás, y sólo desaparecen en la medida en que amo a alguien que
me ama tal como soy. Pero ¿podría yo recibir de una criatura un
amor estable e incondicional? ¿No es acaso Dios el único capaz de
amarme de ese modo? Sin duda, el amor humano es más tangible,
pero de una calidad muy inferior a la del amor divino. El amor de mis
padres o de buenos amigos me ayuda a asegurar mis primeros pasos
en la vida, pero la experiencia me muestra que ese amor, a la larga,
resulta insuficiente. Sólo el Amor de Dios logra colmar mi vacío
interior, otras soluciones de recambio (éxito y amor de otros) no me
satisfacen del todo. En épocas exitosas de la vida, advierto menos
esa profunda necesidad del amor divino, pero tarde o temprano
resurge esa imperiosa necesidad.
En definitiva, puesto que nadie en la tierra es capaz de amarme de
modo plenamente estable e incondicional, debo concluir que el
desarrollo de mi capacidad afectiva depende, en última instancia y de
modo decisivo, del descubrimiento del amor de Dios. Para poder
amar a los demás sin egoísmos, esto es, por ellos mismos, debo
aprender a amarme a mí mismo tal como soy, sin ningún tipo de
10. engaño fraudulento. Y para poder amarme así a mí mismo, necesito
descubrir el Amor misericordioso de mi Padre Dios.
«Dios me ama -escribe Leo Trese-. Esa es la última y suprema razón
de mi existencia. Sobre esta convicción, sobre esta realidad fecunda,
debo construir toda mi vida espiritual»19. La única solución estable de
los problemas provenientes del egoísmo que anida en mi corazón
pasa a través de la toma de conciencia de mi dignidad, gracias al
Amor de Quien más y mejor me ama. Dios me ama tal como soy y su
Amor me confiere una dignidad inestimable. Y Dios no me ama sólo
de modo general: puedo afirmar que lo soy todo para Él. Se trata,
pues, de contraponer a la soberbia «el gozo humilde de saberse
amado por Dios, no porque yo lo merezca sino porque Dios es
bueno»20.
Saberse objeto de la complacencia divina es algo que nos purifica el
alma. El arte de la humildad -y de la santidad-consiste en vaciarse de
uno mismo para poder llenarse de Dios, y también en llenarse de
Dios para poder vaciarse de uno mismo. Por tanto, para avanzar por
el camino de vida cristiana, precisamos una honda conversión
interior: tenemos que estar firmemente decididos a abandonar falsas
seguridades y a abandonarnos confiadamente en el Amor del Señor.
Muchos hacen depender su felicidad de condiciones de futuro. Pero es
imposible satisfacer establemente las expectativas del propio yo. En
cambio, estar a bien con Nuestro Padre Dios es muy fácil. O somos
felices hoy y ahora, tal como somos y con lo que tenemos, o no lo
seremos nunca.
----------------
1. A. Frossard, Los grandes pastores, Rialp, Madrid 1993, p. 115.
2. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1131.
3. Ibidem, n. 1127.
4. Concilio de Trento, Denzinger, n. 1608.
5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1128.
6. S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, qu.68, a. 8.
7. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1128.
8. Comité para el Jubileo del año 2000, La Eucaristía, Sacramento de
vida nueva, BAC, Madrid 1999, p. 17.
9. Juan Pablo II , Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo
de 2000, n. 12.
10. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 87.
11. Ef. 1, 10.
12. Gaudium et spes, n. 24.
13. Juan Pablo II, Dies Domini, n. 63.
14. Cfr. Jn. 13, 34.
15. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 18.
16. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n 59.
11. 17. Cfr. 1 Jn. 4, 8.
18. Por eso le dediqué todo un libro a este tema (cfr. Amor y
autoestima, Rialp, Madrid 2009.
19. L. Trese, Dios necesita de ti, Palabra, 6ª edición, Madrid 1990, p.
25.
20. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona
1987, p. 130.
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