La obediencia y sacrificio de Cristo al ofrecer su propio cuerpo como sacrificio una sola vez logró lo que los sacrificios repetidos de la ley no podían: la purificación eterna de los pecados. A diferencia de los sacerdotes de la ley que ofrecían continuamente sacrificios sin poder quitar los pecados, Cristo se sentó a la derecha de Dios después de ofrecer su único sacrificio, haciendo perfectos para siempre a los santificados.