1. Por Ángela Sánchez
Fotografías de Leopoldo Ramírez
«El cerebro es una entidad muy diferente
de las del resto del universo.
Es una forma diferente de expresar todo.
La actividad cerebral es una metáfora para todo lo demás.
Somos básicamente máquinas de soñar
que construyen modelos virtuales del mundo real».
2. No son palabras de un filósofo ni de un poeta, aunque su obra establece un puente entre éstos y la
ciencia. Es la provocadora conclusión a la que ha llegado, tras cuarenta años de estudiar el
sistema nervioso, uno de los cerebros más brillantes de nuestra
época: el neurocientífico Rodolfo Llinás Riascos.
Partió del estudio microscópico del funcionamiento unicelular de
las neuronas hasta convertirse en fundador y pionero de la
neurociencia. Ésta integra diversas ciencias para entender el
funcionamiento del cerebro: biología, filosofía, fisiología,
sistemas, bioelectricidad, cognición, psicología, medicina,
psiquiatría, informática, zoología, evolución, antropología y
geometría, por mencionar sólo algunas.
En todas esas aguas navega con propiedad Llinás, hasta
revolucionar el concepto que antes se tenía sobre el sistema
nervioso, es decir, «la esencia de la naturaleza humana». Sus
colegas dicen que la obra de Llinás rompe por completo las
antiguas creencias y marca un nuevo paradigma sobre la manera de entendernos a nosotros
mismos y nuestra interacción con lo que llamamos «realidad».
Luego de publicar más de quinientas investigaciones y catorce libros científicos, Llinás decidió
compartir sus hallazgos con el público no especializado a través de un libro pedagógico que
sintetiza su hipótesis sobre la electrofisiología de la subjetividad: El cerebro y el mito del yo, de
Editorial Norma.
En la obra, salpicada de metáforas tan didácticas, cómicas y lúcidas como su autor, se resume el
trabajo de este colombiano de 68 años, nacionalizado hace cuarenta en Estados Unidos, director
del Departamento de Fisiología y Neurociencia de la Universidad de Nueva York, asesor de la
Nasa, miembro de las academias de Ciencia de Estados Unidos, Francia, España y Colombia, y
varias veces postulado al premio Nobel, entre muchas otras distinciones.
Con su melena cana y una inexplicable belleza infantil en el esplendor de su sexto piso, dialogó así
con Número:
¿Por qué nos parece tan misteriosa la mente?
Supongo que la conciencia, el pensamiento y los sueños nos resultan tan extraños porque parecen
ser impalpablemente internos. Ello podría deberse a que, desde un punto de vista evolutivo,
nosotros los vertebrados podemos considerarnos crustáceos volteados hacia fuera.
Me explico: los crustáceos son exoesqueléticos, es decir, tienen un esqueleto externo. En cambio,
nosotros somos endoesqueléticos, o sea, tenemos un esqueleto interno. Esto implica que, desde
cuando nacemos, somos altamente conscientes de nuestros músculos, pues los vemos moverse y
palpamos sus contracciones. Comprendemos de una manera muy íntima la relación entre la
contracción muscular y el movimiento de las diversas partes del cuerpo. Desgraciadamente,
nuestro conocimiento acerca del funcionamiento del cerebro no es directo. ¿Por qué? Porque en lo
que a masa cerebral se refiere, ¡somos crustáceos! Nuestro cerebro y nuestra médula espinal
están cubiertos por un exoesqueleto implacable: el cráneo y la columna vertebral.
A diferencia del resto del cuerpo, no vemos ni oímos nuestro cerebro, no lo sentimos palpitar, no se
mueve y no duele si lo golpeamos, ya que está protegido por la portentosa estructura del cráneo. Si
tuviéramos la masa cerebral por fuera del cráneo y pudiéramos ver o sentir el funcionamiento del
cerebro, nos resultaría obvia la relación entre la función cerebral y la manera como vemos,
sentimos o pensamos. De la misma manera que ahora nos resulta obvio lo que sabemos sobre el
funcionamiento de músculos y tendones, cuyo movimiento disfrutamos tanto que organizamos
competencias mundiales para comparar y medir masas musculares.
Pero no disponemos de una parafernalia análoga para medir directamente el funcionamiento del
cerebro. Supongo que por eso algunas personas piensan que la mente, la conciencia o el «yo»
3. están separados del cerebro. Y por eso en la neurociencia se dan conceptos muy diversos sobre la
organización funcional del cerebro.
En cuanto a nuestros amigos los crustáceos, que no se dan el lujo de conocer en forma directa la
relación entre la contracción muscular y el movimiento, el problema de cómo se mueven, en caso
de que pudieran considerarlo, podría resultarles tan inexplicable como lo es para nosotros el
pensamiento o la mente.
Por eso decían que el cerebro es una «caja negra» misteriosa, hasta cierto
punto pasiva, con la que llegamos «en blanco» al nacer y que recibe estímulos
del mundo externo, los interpreta y devuelve a través de los sentidos. ¿Qué
opina usted?
Digo que el cerebro enfrenta al mundo externo, no como una máquina adormilada
que se despierta sólo mediante estímulos sensoriales, sino por el contrario como un sistema
cerrado, autorreferencial (parecido al corazón), en continua actividad, dispuesto a interiorizar e
incorporar en su más profunda actividad imágenes del mundo externo, aunque siempre en el
contexto de su propia existencia y de su propia actividad eléctrica intrínseca.
Para funcionar, el sistema no depende tanto de los sentidos como creíamos, como lo prueba el
hecho de que podemos ver, oír, sentir o pensar cuando soñamos dormidos o cuando fantaseamos
despiertos, en ausencia de estímulos sensoriales.
Tampoco creo que el sistema nervioso sea una tabla rasa en el momento del nacimiento. Años de
evolución hacen que cada bebé nazca con un cerebro hasta cierto punto organizado, con un «a
priori neurológico» que le permite ver, sentir u oír sin necesidad de aprender a hacerlo. Nacemos,
por ejemplo, con la capacidad de aprender cualquier idioma. Serán la cultura y la educación las
que determinen cuál. Pero la estructura básica nace con nosotros.
La historia evolutiva demostró que únicamente los animales capaces de moverse necesitan
cerebro (por eso las plantas, quietas y arraigadas, aunque tan vivas como nosotros, no lo
necesitan). Y que, en principio, la función principal de éste es la capacidad de predecir los
resultados de sus movimientos con base en los sentidos. El movimiento inteligente se requiere
para sobrevivir, procurarse alimento, refugio y evitar convertirse en el alimento de otros, pero como
sería imposible sobrevivir si predijéramos con la cabeza y con la cola al mismo tiempo, se necesita
centralizar la predicción en el cerebro. A esa centralización de la predicción la conocemos como el
«sí mismo» de cada uno de nosotros.
¿Por qué dice que el color, el dolor o el sonido no existen afuera sino adentro?
Lo que hay afuera no es necesaria y únicamente lo que los seres humanos vemos. En realidad,
afuera hay todo un caos lleno de cosas que nuestro cerebro no percibe porque no tiene necesidad
de hacerlo para sobrevivir: ondas sonoras, electromagnéticas, átomos, partículas de aire, etc. Cada
cerebro animal, incluido el humano, aprendió evolutivamente a discriminar de ese caos externo
sólo aquello que requiere para sobrevivir. Por eso, los perros «ven» con el olfato, los murciélagos
ciegos con el oído, los pajaritos ven muchos más colores que nosotros y no tenemos seguridad de
que sean los mismos nuestros, etcétera.
Ejemplo: si un perro y una persona quieren buscar a alguien en un aeropuerto, le damos a la
persona una foto del extraviado y al perro una media. Pero si lo hacemos al revés, la foto para el
perro y la media para la persona, ¡seguramente nunca encontraremos al perdido! (risas).
Así, se establece un diálogo entre nuestro mundo interno y el mundo externo, por medio de los
sentidos, que nos permite elaborar representaciones virtuales de los fragmentos del mundo real
que necesitamos para sobrevivir. Pero no tenemos la visión íntegra de todo lo que hay allá afuera.
Lo que pasa es que a través de unos quinientos o setecientos años de evolución, los humanos nos
4. hemos puesto de acuerdo en una especie de «alucinación colectiva estándar» y vemos más o
menos lo mismo. Eso es lo que nos permite ser una sociedad con referentes universales.
¿Por qué dice que el «yo» es un mito?
Los seres humanos no tenemos cerebro. Somos nuestro cerebro. Cuando le cortan la cabeza a
alguien, no lo decapitan sino que lo decorporan. Porque es en este prodigioso órgano donde
somos, donde se genera nuestra autoconciencia, el «yo» de cada uno. Por tanto, lo que llamamos
«yo» no es separable del cerebro. Si dijéramos «el cerebro me engaña», la implicación sería que
mi cerebro y yo somos dos cosas diferentes. Mi tesis central es que el «yo» es un estado funcional
del cerebro y nada más, ni nada menos.
El «yo» no es diferente del cerebro. Ni tampoco la mente. Son unos de tantos productos de la
actividad cerebral, a partir de la cual hemos llegado a la Luna y tenemos posibilidades ilimitadas de
hacer realidad nuestros sueños.
¿Cómo puede ser el «yo» un estado funcional del cerebro?
El núcleo de mi tesis radica en el concepto de oscilación neuronal, como la de las cuerdas de una
guitarra o de un piano cuando las pulsamos. Las neuronas tienen una actividad oscilatoria y
eléctrica intrínseca, es decir, connatural a ellas, y generan una especie de danzas o frecuencias
oscilatorias que llamaremos «estado funcional».
Por ejemplo, los pensamientos, las emociones, la conciencia de sí mismos o el «yo» son estados
funcionales del cerebro. Como cigarras que suenan al unísono, varios grupos de neuronas, incluso
distantes unas de otras, oscilan o danzan simultáneamente, creando una especie de resonancia.
La simultaneidad de la actividad neuronal (es decir, la sincronía entre esta danza de grupos de
neuronas) es la raíz neurobiológica de la cognición, o sea, de nuestra capacidad de conocer.
Lo que llamamos «yo» o autoconciencia es una de tantas danzas neuronales o estados funcionales
del cerebro. Hay otros estados funcionales que no generan conciencia: estar anestesiado, drogado,
borracho, «enlagunado», en crisis epiléptica o dormido sin soñar. Cuando se sueña o se fantasea,
ya hay un estado cognoscitivo, aunque no lo es en relación con la realidad externa, dado que no
está modulado por los sentidos.
Pero en los otros casos o estados cerebrales, la conciencia desaparece y todas las memorias y
sentimientos se funden en la nada, en el olvido total, en la disolución del «yo». Y, sin embargo,
utilizan el mismo espacio de la masa cerebral y ésta sigue funcionando con los mismos requisitos
de oxígeno y nutrientes.
Aunque el estado funcional que denominamos «mente» es modulado por los sentidos, también es
generado, de manera especial, por esas oscilaciones neuronales. Por tal razón podríamos decir
que la realidad no sólo está «allá afuera», sino que vivimos en una especie de realidad virtual.
Es decir, que no es tan distinto estar despierto que estar dormido...
El cerebro utiliza los sentidos para apropiarse de la riqueza del mundo, pero no se limita a ellos. Es
básicamente un sistema cerrado, en continua actividad, como el corazón. Tiene la ventaja de no
depender tanto de los cinco sentidos como creíamos. Por eso, cuando soñamos dormidos o
fantaseamos, podemos ver, oír o sentir, sin usar los sentidos, y por eso el estado de vigilia, ese sí
guiado por los sentidos, es otra forma de «soñar despiertos».
El cerebro es una entidad muy diferente de las del resto del universo. Es una forma distinta de
expresar «todo». La actividad cerebral es una metáfora para todo lo demás. Tranquilizante o no, el
hecho es que somos básicamente máquinas de soñar que construyen modelos virtuales del mundo
real.
5. ¿Cómo mantener activa nuestra «máquina de soñar»?
Estamos hablando de que todos estos prodigios de la mente se generan en tan sólo un kilo y
medio de masa cerebral, con un tenue poder de consumo de catorce vatios. De manera que para
mantenerla en forma se requieren buena nutrición, buena oxigenación y protegerse de golpes.
Sin embargo, lo más importante es usar el cerebro, cosa que muchas personas no parecen tener
tan claro. El problema es que la inteligencia es limitada pero la estupidez es infinita. Por eso es tan
urgente promover una buena educación, que enseñe a pensar claramente a través de conceptos y
no de mera memorización de datos. Hay que entender la diferencia entre saber (conocer las
partes) y entender (ponerlas en contexto). Por ejemplo, una lora sabe hablar pero no entiende
nada.
¿Por eso en su investigación se busca la síntesis y no la
especialización, propia de la ciencia positiva
estadounidense?
El análisis del detalle es más fácil que la síntesis, pero no es
suficiente. Como en la película La tienda de empeño, donde
Chaplin atiende a un cliente que le pide arreglar un reloj. Saca
abrelatas, alicates, empieza a sacar las partes hasta desbaratarlo
por completo. Luego pone todos los pedazos en el sombrero y se
los entrega al desolado cliente. ¡El señor desbarató el reloj y no lo
pudo volver a construir! Así es la ciencia analítica o especializada:
sin la síntesis, sólo tiene grandes cantidades de pedazos de cosas.
No obstante, es incorrecto decir que mi trabajo es síntesis de fisiología con biología, con zoología,
entre otras ciencias. Mi interés es explicar cómo son las cosas. El problema es que esos cajones
del saber («esto es física, esto es química, etc.») son artificiales, por lo cual yo no los respeto. El
mundo es uno. Y la gente le da nombres porque es estúpida y se fracciona en función de palabras,
en vez de tomar las cosas por lo que son.
Lo que estoy tratando de hacer es muy peligroso, porque yo me puedo mover de lo molecular a lo
cósmico, sin problemas. Y eso resulta sospechoso para los científicos tradicionales, que sólo
respetan el conocimiento muy especializado. En términos generales, los científicos se catalogan
entre «topos» y «zorros». Los topos taladran, buscan la profundidad y cada vez saben más y más
de una sola cosa. Los zorros lo ven todo, pero por lo mismo saben poco de mucho.
Alguien dijo sobre mi trabajo: «Ese señor Llinás es ambas cosas: un topo y un zorro. O mejor, un
¡“zorrotopo”!» (risas). Mi propuesta es que la ciencia sea análisis y síntesis, que la neurociencia se
aventure a cuatro órdenes de magnitud y no sólo se quede en lo microscópico, y que así podamos
no sólo saber sobre el cerebro, sino entenderlo, porque mientras más comprendamos la portentosa
naturaleza de la mente, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verán notablemente
enriquecidos.