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Ernesto no puede
Ángel Ortiz Sanz
Había un pequeño saltamontes
llamado Ernesto que caminaba
por el jardín... Sí, sí, caminaba;
todavía no saltaba porque no lo
había intentado nunca.
Ernesto no intentaba hacer nunca nada.
Cuando alguien le decía que hiciera esto o aquello,
siempre respondía lo mismo:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Cuando su mamá saltamontes le pedía ayuda
para buscar algo, Ernesto le decía:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no
puedo!
Ernesto sólo se alimentaba de
alguna hierba amarga que había
en el suelo. Cuando papá
saltamontes le decía que le acompañara para comer
unas suculentas hojas tiernas, Ernesto volvía a
decir lo mismo:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no
puedo!
Cuando sus amigos jugaban
en el jardín y le preguntaban:
—Ernesto, ¿juegas con nosotros?
Ernesto contestaba como siempre y como tantas
y tantas veces:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Y así siempre... Un día llovió
y el jardín quedó mojado. Las
mariquitas, las hormigas, los
gusanos, las mariposas y los
demás animalitos también se
mojaron. Para secarse, todos se subieron a las hojas
más altas de las plantas, más cerca del sol. Bueno,
todos no. Ernesto se había quedado abajo,
empapado por el agua de la lluvia. Sus amigos le
animaban para que subiera.
—¡Ernesto, sube a esta hoja
para secarte!
Pero Ernesto respondía como
siempre:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Sus amigos insistían:
—¡Pero sube, no te das cuenta que te vas a
constipar!
Ernesto repetía pesaroso:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no
puedo!
Sus amigos no dejaban de animarle:
—Nosotros hemos trepado con mucho esfuerzo,
pero tú sólo tienes que saltar.
Ernesto, como siempre, ni siquiera lo intentó. Se
marchó llorando mientras los demás seguían
tumbados al sol.
—¡Buaaa!... ¡Buaaa! —lloraba
Ernesto.
Florindo, el duende del jardín,
escuchó su llanto y se acercó.
—¡Hola! ¿Por qué lloras? ¿Cómo te llamas? —
le preguntó.
—Me llamo Ernesto y lloro porque no estoy
arriba con los demás secándome al sol —contestó
Ernesto.
—¿Y por qué no estás arriba? ¿Te has caído?
—volvió a preguntar Florindo.
—No, no he subido... —le dijo
Ernesto.
—¿Y por qué no subes y
dejas de llorar?
Entonces Ernesto pronunció esa frase que todos
estaban acostumbrados a oírle:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Florindo, cuando la escuchó, se quedó tan
extrañado que se le rizaron los bigotes. Sonriendo,
le volvió a preguntar:
—¿Por qué no puedes? ¿Acaso
lo has intentado?
Ernesto, con un poco de
vergüenza, le dijo en voz bajita:
—No... no lo he intentado, yo nunca intento
nada.
—¿Es que nadie te ha enseñado que todo
requiere su tiempo, que las cosas se van aprendiendo
poco a poco, y que lo único que tenemos que hacer
es intentarlo todas las veces que haga falta? —le
dijo Floriendo—. ¡Venga, inténtalo! ¡Vamos!
—No sé... Quizás tengas razón, pero... Bueno,
está bien,... ¡voy a intentarlo!
Ernesto lo intentó, ante la atenta mirada de
Florindo. Encogió las patas traseras y... ¡uuuuuupa!
Dio un salto. Por primera vez dio un salto, pero
no consiguió llegar ni siquiera a las hojas que
estaban más abajo. Entonces Ernesto dijo otra vez:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no
puedo!
Rápidamente, Florindo le
replicó:
—¿Qué te dije? ¿Acaso no lo
recuerdas? Nadie nace sabiéndolo todo. ¡Venga,
inténtalo de nuevo!
Ernesto volvió a encoger sus patitas traseras,
rápidamente las estiró y... ¡uuuuuupaaaa! ... Había
sido un salto más largo que el primero, pero
tampoco llegó donde quería. Antes de que abriera la
boca para quejarse, Florindo le dijo:
—¿A que adivino lo que me ibas a decir?... ¡Es
que no sé!... ¡Es que no puedo! ¿No has visto que el
salto ha sido más grande que el primero? Pues
cuanto más saltos realices, más alto llegarás.
Además, si al saltar despliegas tus alas (porque sí...
¡los saltamontes también tienen alas!) tus saltos
serán mayores.
Ernesto hizo caso al duende y
estuvo saltando y saltando... una y
otra vez..., hasta que por fin en uno
de esos intentos...
—¡Yuuuujuuuu! ¡Florindo, mira,
lo he conseguido!
Ernesto había llegado a las hojas más altas.
Todos los demás animalitos le aplaudieron, unos
con sus patitas y otros con sus antenas.
Cuando Ernesto iba a ponerse al sol para
secarse, se dio cuenta de que con tantos saltos se
había secado. Bajó dando otro
salto y siguió saltando y
saltando,... Y dicen que sigue y
sigue saltando sin parar, de planta
en planta, de hoja en hoja, de flor
en flor y de jardín en jardín.

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ERNESTO NO PUEDE

  • 1. Ernesto no puede Ángel Ortiz Sanz Había un pequeño saltamontes llamado Ernesto que caminaba por el jardín... Sí, sí, caminaba; todavía no saltaba porque no lo había intentado nunca. Ernesto no intentaba hacer nunca nada. Cuando alguien le decía que hiciera esto o aquello, siempre respondía lo mismo: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Cuando su mamá saltamontes le pedía ayuda para buscar algo, Ernesto le decía: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Ernesto sólo se alimentaba de alguna hierba amarga que había en el suelo. Cuando papá saltamontes le decía que le acompañara para comer unas suculentas hojas tiernas, Ernesto volvía a decir lo mismo: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Cuando sus amigos jugaban en el jardín y le preguntaban:
  • 2. —Ernesto, ¿juegas con nosotros? Ernesto contestaba como siempre y como tantas y tantas veces: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Y así siempre... Un día llovió y el jardín quedó mojado. Las mariquitas, las hormigas, los gusanos, las mariposas y los demás animalitos también se mojaron. Para secarse, todos se subieron a las hojas más altas de las plantas, más cerca del sol. Bueno, todos no. Ernesto se había quedado abajo, empapado por el agua de la lluvia. Sus amigos le animaban para que subiera. —¡Ernesto, sube a esta hoja para secarte! Pero Ernesto respondía como siempre: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Sus amigos insistían: —¡Pero sube, no te das cuenta que te vas a constipar! Ernesto repetía pesaroso: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Sus amigos no dejaban de animarle:
  • 3. —Nosotros hemos trepado con mucho esfuerzo, pero tú sólo tienes que saltar. Ernesto, como siempre, ni siquiera lo intentó. Se marchó llorando mientras los demás seguían tumbados al sol. —¡Buaaa!... ¡Buaaa! —lloraba Ernesto. Florindo, el duende del jardín, escuchó su llanto y se acercó. —¡Hola! ¿Por qué lloras? ¿Cómo te llamas? — le preguntó. —Me llamo Ernesto y lloro porque no estoy arriba con los demás secándome al sol —contestó Ernesto. —¿Y por qué no estás arriba? ¿Te has caído? —volvió a preguntar Florindo. —No, no he subido... —le dijo Ernesto. —¿Y por qué no subes y dejas de llorar? Entonces Ernesto pronunció esa frase que todos estaban acostumbrados a oírle: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Florindo, cuando la escuchó, se quedó tan extrañado que se le rizaron los bigotes. Sonriendo, le volvió a preguntar:
  • 4. —¿Por qué no puedes? ¿Acaso lo has intentado? Ernesto, con un poco de vergüenza, le dijo en voz bajita: —No... no lo he intentado, yo nunca intento nada. —¿Es que nadie te ha enseñado que todo requiere su tiempo, que las cosas se van aprendiendo poco a poco, y que lo único que tenemos que hacer es intentarlo todas las veces que haga falta? —le dijo Floriendo—. ¡Venga, inténtalo! ¡Vamos! —No sé... Quizás tengas razón, pero... Bueno, está bien,... ¡voy a intentarlo! Ernesto lo intentó, ante la atenta mirada de Florindo. Encogió las patas traseras y... ¡uuuuuupa! Dio un salto. Por primera vez dio un salto, pero no consiguió llegar ni siquiera a las hojas que estaban más abajo. Entonces Ernesto dijo otra vez: —¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! Rápidamente, Florindo le replicó: —¿Qué te dije? ¿Acaso no lo recuerdas? Nadie nace sabiéndolo todo. ¡Venga, inténtalo de nuevo! Ernesto volvió a encoger sus patitas traseras, rápidamente las estiró y... ¡uuuuuupaaaa! ... Había sido un salto más largo que el primero, pero
  • 5. tampoco llegó donde quería. Antes de que abriera la boca para quejarse, Florindo le dijo: —¿A que adivino lo que me ibas a decir?... ¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! ¿No has visto que el salto ha sido más grande que el primero? Pues cuanto más saltos realices, más alto llegarás. Además, si al saltar despliegas tus alas (porque sí... ¡los saltamontes también tienen alas!) tus saltos serán mayores. Ernesto hizo caso al duende y estuvo saltando y saltando... una y otra vez..., hasta que por fin en uno de esos intentos... —¡Yuuuujuuuu! ¡Florindo, mira, lo he conseguido! Ernesto había llegado a las hojas más altas. Todos los demás animalitos le aplaudieron, unos con sus patitas y otros con sus antenas. Cuando Ernesto iba a ponerse al sol para secarse, se dio cuenta de que con tantos saltos se había secado. Bajó dando otro salto y siguió saltando y saltando,... Y dicen que sigue y sigue saltando sin parar, de planta en planta, de hoja en hoja, de flor en flor y de jardín en jardín.