1. El término “competencia” siempre se refiere a “saber hacer”
algo. Cuando hablamos de “competencia emocional” del
médico, nos referimos a “saber reconocer y gestionar” las emo-
ciones que surgen en su trabajo cotidiano con otras personas (pa-
cientes o compañeros de trabajo).
Saber reconocer las emociones es la condición sine qua non
de la competencia emocional. La escuela psicoanalítica acuñó el
término insight para referirse a los pacientes capaces de percibir
y explicar sus sentimientos, y más tarde se añadió el término
“alexitimia” para adjetivar el polo opuesto. Si estas características
valen para los pacientes, ¿por qué no van a valer para el propio
profesional de la salud? Algunos médicos seríamos duchos en la
tarea de detectar “lo que nos ocurre por dentro” mientras visita-
mos (el “observarnos mientras observamos” de Tizón), y otros,
por el contrario, seríamos especialmente torpes. Añadamos a es-
ta terminología, hasta aquí demasiado maniquea, otro concepto
que ayuda a ver la gama de grises. Muchas veces sólo nos damos
cuenta de nuestros verdaderos sentimientos cuando dialogamos
con una persona significativa, en el acto mismo de la confidencia.
“¿Cómo es posible que piense eso de tal persona o situación?”,
puede que nos digamos. Todos tenemos cierta “sordera emocio-
nal” y hasta que no nos decimos determinadas cosas “en voz al-
ta”, no nos damos por enterados. Para colmo de males también
hay personas que ni hablando se enteran de lo que dicen ni de lo
que sienten, pero vamos a dejarlo aquí. Resulta más interesante
destacar que todos los seres humanos cuando “pensamos” sole-
mos hacerlo mediante diálogos, como “si nos explicáramos” a
otra persona. Estos diálogos “pensados”, virtuales, si se prefiere,
los realizamos con los espectros de amigos, profesores, padres o,
más en general, personas que no nos dejan indiferentes. Los psi-
coanalistas suelen referirse a estas personas como “personas sig-
nificativas”, y no les falta razón. Imaginemos por un instante la
calidad de un diálogo con el espectro de un padre “ogro” o un
padre “amigo”, un sacerdote que atemoriza, o un sacerdote que
ayuda a analizar nuestros sentimientos, un médico de familia que
culpabiliza, o un médico de familia que se muestra comprensivo.
Una de las claves para desarrollar insight es ser muy honesto
con lo que sentimos. Tener un padre amigo, un amigo tolerante,
un médico de cabecera analítico, ayuda a crear diálogos virtuales
honestos y enriquecedores. Por el contrario, nuestra capacidad
para adornar lo que sentimos y adecuarlo a la imagen que tene-
mos de nosotros mismos, o a la imagen que deseamos dar a los
demás, “es enorme”. A veces un paciente nos aburre, nos aturde,
nos mueve a la hostilidad o a la culpa, y todos estos sentimientos
son “políticamente incorrectos”. Puede que se nos aparezca el
espectro de un maestro muy importante en nuestro período de
residencia, y ante él deseemos quedar bien. He aquí el poder de
estos diálogos virtuales. Esta censura a los propios sentimientos
es la principal rémora para su efectiva superación y, por consi-
guiente, el primer paso para cultivar un buen insight es “no juz-
garnos por lo que sentimos”. ¿Tan difícil es este primer paso?
Pues sí, porque muchas personas no hacen distingos entre sentir
y hacer, y creen que admitir una determinada emoción o senti-
mientos “establece de manera inexorable” una futura conducta.
Podemos ser más honestos con nosotros mismos cuando traza-
mos esta frontera entre el sentir y el hacer, cuando tenemos sufi-
ciente confianza en que no haremos algo que consideramos in-
correcto, o que sencillamente no deseamos hacer, cuando acalla-
mos los “ogros” con los que dialogamos en el silencio de nuestro
pensamiento, y los sustituimos por otras personas significativas
más empáticas, flexibles e imperfectas. Se trata de practicar una
honestidad que se asiente sobre la tolerancia hacia nuestros pro-
pios sentimientos y también, muy importante, sobre la confianza
en nuestros principios éticos.
Apliquemos estos conceptos a la siguiente situación: nos en-
contramos con un paciente de clínica abigarrada, en el que final-
mente unas lesiones de la piel nos indican que tiene una vasculi-
tis. No podemos esconder una cierta satisfacción intelectual por
nuestra brillante deducción, y le explicamos al paciente su diag-
nóstico sin evitar cierta tonalidad eufórica. El paciente nos ve ca-
si “dichosos de darle una mala noticia”, lo que por cierto es casi
ofensivo. Hemos acuñado el término de “notificación paradójica”
precisamente para poner de relieve el mal efecto que produce
un médico que da una mala noticia al paciente en un tono ale-
gre. He aquí la necesidad de “darnos cuenta” de esta euforia (in-
sight), y escoger otro sentimiento más acorde con la situación clí-
nica, (es decir, “movernos” a otro sentimiento más apropiado).
Profundicemos algo más en esta capacidad de sintonizarnos en
otra emoción, introduciendo en primer lugar el concepto de qui-
nésica emocional y quinésica sentimental.
Humanidades médicas
Psicología de la salud
F.Borrell i Carrió*
La competencia
emocional del médico
Cuando hablamos de “competencia emocional” del médico, nos referimos
a “saber reconocer y gestionar” las emociones que surgen en su trabajo
cotidiano con otras personas.
*Médico de Familia. Profesor Asociado. Facultad Medicina. Universidad
de Barcelona. Barcelona. España.
2. Imagínese el lector conversando con un paciente. Observe su
expresividad facial, la entonación del paralenguaje (tono, timbre,
rapidez en la articulación…), y los movimientos corporales. Posi-
blemente caiga en la cuenta de que hay un flujo emocional muy
sutil, un ir de la sorpresa a la sonrisa, de la sonrisa a la preocupa-
ción, etc. Es un movimiento que no queda grabado en la memo-
ria de los conversantes a menos que ocurra un hecho remarcable
que exagere alguna de estas emociones en juego. Es un fluir
emocional, un movimiento de emociones al que llamaremos
“quinésica emocional”, que no fijamos con palabras (como ya no-
tara William James), pero cuya percepción de normalidad tiene
gran relevancia clínica. Es difícil encontrar un paciente depresi-
vo que pueda simular ante un observador experto este fluir nor-
mal de emociones, máxime si conocemos al paciente en su esta-
do “normal”. He aquí un excelente auxilio para el diagnóstico de
depresión. Pero volviendo al argumento principal: hay poco mar-
gen para ejercer nuestra libertad en este flujo de emociones a
flor de piel.
Ahora bien, además de esta quinésica emocional podemos dis-
tinguir una “quinésica sentimental”, y aquí el margen de maniobra
es más amplio. ¿Cuál es la diferencia entre emoción y sentimien-
to? La emoción es un juicio muy rápido. El sentimiento es una
emoción que ha pasado por el cedazo de la reflexión. El rencor,
pongamos por caso, es siempre un sentimiento. Posiblemente ha
partido de un orgullo mancillado, del dolor de una separación,
etc., pero a esta emoción primera le ha sucedido una laboriosa ta-
rea de razonamiento, y una fijación —mediante el ejercicio de la
voluntad— de un estado emocional al que llamamos “rencor”. Pa-
sar de un sentimiento a otro es parte de la competencia emocio-
nal, y —¡cuidado!— no significa “hacer teatro”. Significa que nos
creemos lo que decimos, nos creemos el sentimiento que hemos
escogido para estar con la gente con la que estamos y para la situa-
ción en la que estamos. Un buen ejemplo es asistir al funeral de
un conocido. No todo el mundo “se sabe” sintonizar en el dolor
empático, e incluso hay personas que se notan muy tensas porque
les parece que están siendo hipócritas. Experimentan el deseo de
ser empáticas pero a la vez les parece una falta de respeto “simu-
lar” un dolor que no notan en lo más profundo de su ser. Estas
ambivalencias son habituales en la vida cotidiana, y precisamente
limpiar de ambigüedades nuestra manera de estar frente a los de-
más es lo que hace a un comunicador “transparente”. Piense el
lector en la típica persona que habla “escuchándose”; ¿verdad que
muchas veces pensamos que “ni él mismo se cree lo que dice”? El
profesional competente en el ámbito que nos ocupa, sabe volcarse
en lo que habla, y elige el sentimiento más adecuado al paciente y
a su situación clínica. ¿Hace teatro? No, porque elige un senti-
miento “real”, no un sentimiento simulado. No hay doblez en su
voluntad: escoge ese sentimiento con todas las consecuencias, se lo
cree. “Lo apropiado deviene lo cierto”.
Todo lo que venimos diciendo resulta que nos hace más autó-
nomos y, posiblemente, más libres. Si descubrimos las emocio-
nes más profundas con las que reaccionamos a la vida, y si nos
damos las oportunidad de reflexionarlas, vamos atesorando senti-
mientos más sutiles y, sobre todo, aprendemos a desenvolvernos
con estos sentimientos, a rechazarlos o a aceptarlos. Rechazarlos,
por ejemplo, cuando escogemos no llorar con un paciente se po-
ne a llorar. Uno de los retos más frecuentes para el médico es
distinguir entre las emociones que le proyecta el paciente y sus
propias emociones. Cuando sabe estar tranquilo y a la vez empá-
tico con un paciente que llora desconsoladamente, está haciendo
uso de esta libertad que se ha sabido trabajar. Pero esta libertad
tiene aspectos más profundos y sorpresivos.
Invito en este punto al lector a que haga un pequeño experi-
mento: observar con qué estado de ánimo acude a trabajar un
día cualquiera. Suele ocurrir que las profecías de buenos o malos
augurios se autocumplen. Si pensamos que “esto de trabajar es
una maldición bíblica”, y que “vamos a pasarlo mal”, sin duda
que lo pasaremos mal. Puede que en nuestro equipo de trabajo
exista un ambiente catastrofista (“todo va de mal en peor”), o
puede que varios días agotadores nos hayan hecho exclamar pú-
blicamente: “¡los pacientes están insoportables!”. Este tipo de
juicios quedan ahí, enquistados, y pueden aparecer cada mañana
en este momento mágico en que nos miramos en el espejo y nos
decimos “¿y hoy… qué pasará?”. Para mayor claridad les llama-
remos “juicios o emociones enquistadas”. Ahora bien, ¿por qué
no escoger otro sentimiento, “nuestro” sentimiento, para dar co-
lorido a este momento del día? E incluso más: ¿para qué ser pe-
simistas si resulta más divertido ser optimistas? Descubrir que
“cuesta lo mismo” ser optimista que pesimista, dar espacio a un
sentimiento positivo que a uno negativo, es otro de los aprendi-
zajes de la competencia emocional. Trabajar las expectativas con
que afrontamos los retos cotidianos no significa mentirnos sobre
nuestras condiciones de trabajo, o nuestras relaciones persona-
les. Significa no dar por bueno el juicio que se deriva de estas
emociones-juicios “enquistados” y, como mínimo, ser capaces de
reprocesarlos. Entonces podemos descubrir con sorpresa que te-
ner la expectativa de que lo vamos a “pasar bien” haciendo nues-
tro trabajo es algo que depende en parte de nuestra voluntad, de
esa capacidad ya mencionada de “escoger el sentimiento más
apropiado”.
Los profesionales que vivimos en permanente contacto con
otras personas, y que además tenemos la responsabilidad de en-
trar a fondo en sus vidas, en sus esperanzas y ansiedades, somos
como guijarros que vamos bajando por un río, limando los ángu-
los más rudos de nuestra personalidad. Puede que nos obceque-
mos en que “tenemos razón”, pero los años nos enseñan el valor
de ceder prestamente ante batallas perdidas de antemano. Un
signo de inteligencia es tratar de limar estas asperezas de nuestra
personalidad antes de que el río de la vida se encargue de hacer-
lo por la vía traumática. El peor enemigo que tenemos en esta
empresa es nuestro orgullo. Siempre tenemos razones para justi-
ficar nuestras decisiones, y no digamos nuestra manera de ser.
Adoptar la postura opuesta es justamente lo inesperado, donde
nos ponemos a riesgo del caos, pero también donde ganamos en
libertad. Porque la libertad “se hace siempre con riesgo”.
Es difícil encontrar un paciente depresivo que pueda simular ante un ob-
servador experto este fluir normal de emociones, máxime si conocemos al
paciente en su estado “normal”.