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María

Todas las mañanas pasaba por un sendero improvisado en el costado del baldío y salía a
una de las pocas calles adoquinadas del pueblo.
Era bella naturalmente, con un andar algo ligero, vestía ropa entallada para notar su
voluptuosidad. El cabello corto, ondulado y renegrido y a veces rojizo. Resaltaba sus ojos
grandes y vivaces con delineador. Los labios rojos. María aún era joven.
Cuando se encontraba de buen humor buscaba los rostros de cualquier vecino para dar el
buen día y comentar sobre el tiempo, no podía disimular su alegría secreta. Pero cuando no
estaba en esos días, se escondía, miraba hacia abajo, como ausente.
Solía hablar con fuerza, su voz grave al igual que su carcajada resonaba por el vecindario.
Era generosa, solidaria, siempre dispuesta a ayudar a quién lo necesitase y a dar lo que
hiciere falta.
Cumplía puntualmente con la misa de los domingos y comulgaba con frecuencia según los
preceptos que le habían inculcado desde niña. Era una buena mujer, madre y esposa.
Estaba casada con Damián que aparentaba ser mucho mayor que ella, con su caminar lento,
un poco encorvado, demasiado huellas del tiempo en el rostro y el cabello blanco.
Meditabundo, quizás un poco bohemio, era imposible calcularle la edad, por su delgadez y
su cabello ondulado debajo de la nuca, quizás rondaba los cincuenta y...
Callado, ausente todo el día dejaba un vacío que no se podía llenar con las tareas diarias, las
visitas a la casa de su madre y a la de sus hermanas, y sus dos hijos adolescentes.
Vivían en una casa sencilla y cómoda, con un gran jardín adelante y en el fondo, lleno de
plantas y flores las cuatro estaciones del año, como todas las casas del pueblo.
Damián había elegido un lugar tranquilo para vivir. A dos cuadras de la plaza, la escuela y
la capilla. Un poco mas lejos la estación de trenes y a veinte minutos la capital. No todas las
calles estaban asfaltadas, pero las principales permitían un rápido acceso a la ruta.
A María le gustaban las plantas y los animales pero...tantos años habían pasado, la juventud
se marchaba, la rutina la envolvía y esas cartas de amor... le daban vida y esperanza.

Una madrugada como tantas otras, Damián se levantó junto con María, desayunaron juntos
como de costumbre, tomó sus cosas y se despidió de su esposa con un beso. Aún no
amanecía, sin embargo, María, apagó la luz, no esperó que él se alejara como lo había
hecho todas las mañanas.
El hombre cruzó el amplio fondo de su casa, con paso lento y rutinario, para alcanzar el
sendero improvisado en el costado del baldío que salía a una de las pocas calles
adoquinadas, para seguir caminando ocho cuadras hasta llegar a la estación de trenes.
Se quebró el silencio de la oscuridad con el resonar de un disparo. Dejó un vacío en el
viento y luego un lamento que atravesó el espacio. El espanto invadió la noche y la tragedia
despertó el día. El hombre no entendió que había sucedido.

Damián trabajaba en el Ferrocarril Mitre que fue uno de los que más tardó en modernizarse,
aún conservaba las antiguas máquinas negras a vapor de trocha angosta. Esa mañana el
maquinista no se hizo presente a pesar del resoplar insistente de la sirena. El cuerpo macizo
de hierro partió con lasitud y fastidio de esperar a quien no viene aunque con el
convencimiento y el esfuerzo de cumplir su tarea para no ser reemplazada.
Con el vientre abierto y las vísceras a la vista, gemía del dolor y el desencanto de aquella
vida que le tocó vivir. Quién con tanta alevosía había premeditado aquella cacería de la cual
no tuvo oportunidad de escapar. Miles de imágenes le devolvió su mente, la niñez, la
escuela, su juventud, cuando conoció a María, el primer beso, el nacimiento de sus hijos, el
último beso y la oscuridad del patio...
Damián yacía en el suelo, respirando los últimos minutos de vida.
El hijo clamó por el padre:
Qué te hicieron boncha! Le gritaba, mientras trataba de hacer presión para detener la sangre
que borboteaba y se diseminaba en la tierra. No se escucharon las últimas palabras, solo la
presión que apretaba el brazo del muchacho para aferrarse un segundo más a la vida.

Ricardo había construido una pieza en el terreno de su tío, don Teófilo, para instalar un
telar y fabricar trapos de pisos. Sin revocar, techo de chapa y contrapiso, solo había lugar
para la máquina y una cama. Era suficiente para comenzar el emprendimiento.
Un muchacho joven, rubio, de facciones suaves, un cuerpo bien fornido de tanto trabajar la
tierra con el pico y la pala. Bronceado por el sol de la calle, sus ojos parecían guardar un
pedazo de cielo. No había finalizado sus estudios. No estaba casado y había dado por
finalizado la formalidad de un noviazgo de varios años. No necesitaba por ahora, un
compromiso. Debía trabajar en aquella nueva empresa, existía un buen mercado para
vender.
Pero el destino desvió su proyecto. Cuando encontró a María supo que nada sería igual y
ella sintió que su corazón estallaba cuando el joven la observó. A pesar de la diferencia de
edad la sensación de lo inevitable estaba presente.

Los encuentros y desencuentros desosegaban a María. La urgencia de estar juntos los iba
envolviendo como una tela de araña, de la cual era imposible escapar.
Unos pocos minutos les bastaban para desencadenar la pasión que los envolvía. Aquel
cuartucho guardaba celosamente las palabras y los mimos de los amantes.
Cada mañana y cada tarde se hacía eterna cuando no estaban juntos.
Para Ricardo se hacía más insoportable la idea de compartir con otro la mujer que amaba.
Las cartas fueron las que confesaron los sentimientos más profundos de este amor
prohibido, pero ellas fueron también las que delataron los detalles del macabro plan, los
planteamientos de la posibilidad de hacerlo y los horrores de su consecuencia.
Nada detuvo al enceguecido amante. Ya tenía la escopeta, y esa madrugada de setiembre
cuando todavía no aclaraba, María solo debía apagar la luz, para proteger a su amado que
estaría al acecho detrás de un árbol del fondo de la casa vecina. Era muy sencillo a un
metro de distancia no podía fallar. Luego correría hasta saltar el cerco y se escondería en el
cuartucho. Esperaría hasta las ocho y partiría en el tren hasta la casa de los padres, donde
devolvería el arma. Y así lo hizo, recortó el caño para asegurase que el tiro desperdigaría
las municiones en el cuerpo, y no quedase la posibilidad de salvación de su víctima.

No estimaron el peritaje de la policía, ni tampoco reflexionaron sobre si este amor era tan
secreto como ellos creían, la realidad es que las cartas existían...Existía un mensajero y sus
hijos... también sabían de ellas.

Para un muchacho joven y apasionado esperar diez años para reencontrarse con la mujer
que ama, no es mucho tiempo, María lo esperaría, ella era su verdadero amor.
Y María que no fue condenada por la ley quiso esperarlo, pero no presumió que todo un
pueblo la condenaría.
Y así vestida de negro caminando sola por las calles pasaba inadvertida por la indiferencia
de los lugareños. Visitaba con menos frecuencia a sus hermanas y a su madre, ya no iba a
misa, casi no hacía las compras. Más delgada y con el cabello sin teñir un día dejó de salir
definitivamente, la tristeza había invadido su alma. Postrada en una cama recibía algunas
viejas amigas desde lejos. Con el jardín descuidado, sin perros ni gatos, una mañana la
encontraron dormida.
 Solo recibió el perdón de su esposo que esa madrugada como aquella de la desgracia, vino
a buscarla.

Silvia M. Zeballos
Homenaje a María y a su familia.
Todo un pueblo juzgó a María por amar al hombre equivocado. Todos voltearon los rostros a la pecadora, de una época
en dónde la moral era patrimonio de algunos. La pasión no se controla con la razón, tampoco con la violencia. Pero si la
ley no la encontró culpable, por qué nosotros dimos el veredicto y la condenamos a muerte?

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  • 2. no tuvo oportunidad de escapar. Miles de imágenes le devolvió su mente, la niñez, la escuela, su juventud, cuando conoció a María, el primer beso, el nacimiento de sus hijos, el último beso y la oscuridad del patio... Damián yacía en el suelo, respirando los últimos minutos de vida. El hijo clamó por el padre: Qué te hicieron boncha! Le gritaba, mientras trataba de hacer presión para detener la sangre que borboteaba y se diseminaba en la tierra. No se escucharon las últimas palabras, solo la presión que apretaba el brazo del muchacho para aferrarse un segundo más a la vida. Ricardo había construido una pieza en el terreno de su tío, don Teófilo, para instalar un telar y fabricar trapos de pisos. Sin revocar, techo de chapa y contrapiso, solo había lugar para la máquina y una cama. Era suficiente para comenzar el emprendimiento. Un muchacho joven, rubio, de facciones suaves, un cuerpo bien fornido de tanto trabajar la tierra con el pico y la pala. Bronceado por el sol de la calle, sus ojos parecían guardar un pedazo de cielo. No había finalizado sus estudios. No estaba casado y había dado por finalizado la formalidad de un noviazgo de varios años. No necesitaba por ahora, un compromiso. Debía trabajar en aquella nueva empresa, existía un buen mercado para vender. Pero el destino desvió su proyecto. Cuando encontró a María supo que nada sería igual y ella sintió que su corazón estallaba cuando el joven la observó. A pesar de la diferencia de edad la sensación de lo inevitable estaba presente. Los encuentros y desencuentros desosegaban a María. La urgencia de estar juntos los iba envolviendo como una tela de araña, de la cual era imposible escapar. Unos pocos minutos les bastaban para desencadenar la pasión que los envolvía. Aquel cuartucho guardaba celosamente las palabras y los mimos de los amantes. Cada mañana y cada tarde se hacía eterna cuando no estaban juntos. Para Ricardo se hacía más insoportable la idea de compartir con otro la mujer que amaba. Las cartas fueron las que confesaron los sentimientos más profundos de este amor prohibido, pero ellas fueron también las que delataron los detalles del macabro plan, los planteamientos de la posibilidad de hacerlo y los horrores de su consecuencia. Nada detuvo al enceguecido amante. Ya tenía la escopeta, y esa madrugada de setiembre cuando todavía no aclaraba, María solo debía apagar la luz, para proteger a su amado que estaría al acecho detrás de un árbol del fondo de la casa vecina. Era muy sencillo a un metro de distancia no podía fallar. Luego correría hasta saltar el cerco y se escondería en el cuartucho. Esperaría hasta las ocho y partiría en el tren hasta la casa de los padres, donde devolvería el arma. Y así lo hizo, recortó el caño para asegurase que el tiro desperdigaría las municiones en el cuerpo, y no quedase la posibilidad de salvación de su víctima. No estimaron el peritaje de la policía, ni tampoco reflexionaron sobre si este amor era tan secreto como ellos creían, la realidad es que las cartas existían...Existía un mensajero y sus hijos... también sabían de ellas. Para un muchacho joven y apasionado esperar diez años para reencontrarse con la mujer que ama, no es mucho tiempo, María lo esperaría, ella era su verdadero amor. Y María que no fue condenada por la ley quiso esperarlo, pero no presumió que todo un pueblo la condenaría.
  • 3. Y así vestida de negro caminando sola por las calles pasaba inadvertida por la indiferencia de los lugareños. Visitaba con menos frecuencia a sus hermanas y a su madre, ya no iba a misa, casi no hacía las compras. Más delgada y con el cabello sin teñir un día dejó de salir definitivamente, la tristeza había invadido su alma. Postrada en una cama recibía algunas viejas amigas desde lejos. Con el jardín descuidado, sin perros ni gatos, una mañana la encontraron dormida. Solo recibió el perdón de su esposo que esa madrugada como aquella de la desgracia, vino a buscarla. Silvia M. Zeballos Homenaje a María y a su familia. Todo un pueblo juzgó a María por amar al hombre equivocado. Todos voltearon los rostros a la pecadora, de una época en dónde la moral era patrimonio de algunos. La pasión no se controla con la razón, tampoco con la violencia. Pero si la ley no la encontró culpable, por qué nosotros dimos el veredicto y la condenamos a muerte?