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CUANDO LA LLUVIA NO MOJA
(Novela)
La más cruel de las agresiones o
violaciones
no son señal de fuerza
sino de debilidad y desequilibrio mental.
s. m. m.
Santiago Martín Moreno
Cuando la lluvia no moja
PRÓLOGO
Hace algún tiempo, el autor de esta Novela CUANDO LA LLUVIA
NO MOJA, me propuso por amistad que la prologase, cosa que en un
principio no lo tenía muy claro, por no creerme apto para ello; pero
conforme la iba leyendo, me enganché de tal modo que me propuse
contar las aventuras y desventuras de esta apasionante novela, que su
autor, ha sabido construir dotándola de todos los juegos de su rica
imaginación.
Podemos comentar que toda esta novela representativa, es un
muestrario de los personajes de la sociedad así como aquellos lugares
en que se produjo; desde el “señorito” lascivo, Hipólito de la Torre,
avasallador y despiadado hasta el extremo de llegar a violar cruelmente
a la jovencísima y bella Matildita; o en sus posteriores y engañosos
escarceos amorosos con la Actriz Marina, amantes durante más de
veinte años, pasando por aquellos personajes en un tiempo cercanos a
ella, o con los problemas con Felipe Menéndez, empleado de la fábrica
e hijo de aquel Miliciano que durante la Guerra Civil fuera traicionado en
una emboscada junto con sus compañeros, los cuales fueron fusilados a
la salida del pueblo, y cuyo delator sería don Daniel, el padre de Hipólito.
Secuestro, violaciones, homicidios y asesinatos, juegan junto a sus
actores: abogados, policías, médicos y demás personajes de los que se
cuentan por docenas, hacen que la narración y sus bien cuidados
diálogos, el encaje para que todo ello y de forma exhaustiva cree una
obra plena de enigmas donde todo confluye en un justo y bien elaborado
final de lo más inesperado e interesante.
Tales son a grandes rasgos los argumentos que aporta esta
novela, que debemos recomendarla al lector.
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Santiago Martín Moreno
UNO
Está anocheciendo y hace un poco de frío. No es mucho pero es
muy húmedo. Y esta casa de corte regional y antigua, con esas paredes
de piedra, obligan a que en este tiempo otoñal comiencen a funcionar
los hogares, que aquí son conocidos como chimeneas.
Hoy, definitivamente, he tomado la decisión de abandonarla
después de haber sido amante de su propietario durante ya no me
acuerdo cuántos años. Muchos, sin duda. Mañana vendrá Tomás -el
taxista- a recogerme para llevarme a la estación y dejar este pueblo de
una vez para siempre.
Ya ha encendido Rosa la chimenea. Ella es la hija de María
Engracia, la mujer que ha estado conmigo desde el principio de llegar a
la casa. Es viuda. Su marido murió durante la guerra civil. Fue fusilado
por las huestes nacionales, cuando enteradas -algún chivatazo, sin
duda- que en el pueblo existía una facción de la milicia republicana, no
pararon hasta conseguir emboscar a la más de una docena de hombres
que la componían, y que a su vez advertidos esperaban la oscuridad de
la noche para escapar a los montes de la sierra de Mariola, por cuyos
escarpados lugares tenían montados pequeños campamentos, en los
que aguardaban el resto de los camaradas, ya que su bajada al pueblo
aquella desgraciada mañana sólo pretendía dar un abrazo a las
familias, ver a los hijos , recoger los víveres que pudieran y alguna que
otra carta para el resto de los que se quedaron arriba. No llegaron a
conseguirlo, por lo que justo a la salida del pueblo fueron sorprendidos y
pasados por las armas de forma inmisericorde allí mismo. Entre ellos se
encontraba también su cuñado Diego, el cual, afortunadamente, fue
dado por muerto, y más tarde gravemente herido y sin fuerzas, pudo
arrastrarse hasta la casa de su cuñada a la cual le daría la noticia
mientras le curaba las heridas tras haberlo escondido en una buhardilla
de la que no saldría hasta que terminó la guerra. Las mujeres de los
caídos, a recomendación de Diego, aún tuvieron que esperar unas horas
antes de salir a encontrarse con aquél montón de cadáveres, ya que la
3
Cuando la lluvia no moja
Guardia Civil destinada en el pueblo, aún a pesar de conocer a las
familias, a éstas las dejaron retirar los cuerpos en el más temeroso y
amargo de los silencios. Hoy, aunque cojeando, es el que nos
suministra el carbón y la leña de encina para la chimenea.
Diego Menéndez, a ratos, contaba que había estado trabajando en
una de las industrias textiles que, con motivo de la reindustrialización de
la zona, se construyeron en la comarca al terminar la guerra. Conocía al
señorito Hipólito; el señorito, como le llamaban todos. Un elemento de
mucho cuidado, taimado, y mandón hasta el extremo de pisotear todo
aquello que no estuviera de acuerdo con sus deseos donde los hubiese,
y que le daba sopa con ondas a todos los jóvenes del pueblo sin que ni
siquiera su padre pensara en preocuparse por conducir aquel
comportamiento. El joven, contaba Diego, traía de cabeza a más de
algún que otro padre ante las quejas de sus hijas a las que el descarado
Hipólito no sólo atosigaba sino que, en ocasiones, les hablaba de forma
obscena, llegando hasta el extremo de propasarse con ellas.
Y eso fue lo que ocurrió cierta tarde en la que encontrándose don
Daniel haciendo la siesta, como era su costumbre, Hipólito se adueñó
de las llaves de su automóvil, un Chrysler plateado que era la
admiración de la gente del pueblo, y en especial de Matildita, una joven
de tan sólo dieciséis años e hija de Álvaro, el propietario del Estanco, al
tiempo que el encargado de la pequeña Estafeta de correos la cual
también administraba en una dependencia de su misma casa. La joven
era una chiquilla preciosa; bien formada, de hermosa melena del color
del Bronce y ojos verdes-azulados, en definitiva, un conjunto que era la
delicia de todos cuando ayudando a su padre se dedicaba por las
mañanas al reparto del correo. Por donde quiera que pasara, con su
característica forma de andar en la que daba muestras de una incipiente
y desarrollada feminidad, ya fuera la plaza donde se encontraba el
Casino o el mercado y sus aledaños, los hombres no podían evitar el
seguirla en una disimulada observación pero, en la que a todas luces, se
podía apreciar un inevitable deseo.
Uno de aquellos tantos, aunque más echado hacia delante que el
resto, era Hipólito. Para aquél muchacho de poco más de veinte años,
para el señorito, Matildita era algo así como una asignatura pendiente en
lo que se refería a la constante persecución de las jóvenes, ya que a ella
y de forma enmascarada le daba un trato diferente. Si Matildita iba a
misa, él se hacía el encontradizo porque para ello disfrutaba de los
favores de Juana, la sirvienta que atendía la vivienda de Álvaro, dado
que tanto él como su mujer estaban todo el día entre el Estanco y la
4
Santiago Martín Moreno
Estafeta; por lo que de esta forma se encontraba al corriente de todo,
hasta el extremo de que teniendo conocimiento de la intención de
estudiar idioma ante la noticia de que había llegado al pueblo un
profesor nuevo, y que se había brindado a dar clases particulares, se dio
la circunstancia de que ambos se encontraran, sin saberlo de antemano,
aquella tarde en la puerta de la casa particular del Maestro. Para
Matildita estos encuentros “casuales” nunca los ponía en tela de juicio
ya que para ella no eran más que eso, encuentros propios de la
casualidad.
Cuando Hipólito se metió en el coche y lo puso en marcha, ya
tenía preconcebida una idea: acercarse tantas veces como fuera posible
por su calle hasta que la viera, ya que sobre esa hora el padre abría el
Estanco todas las tardes. ¡Qué suerte! -pensó-. Cuando apenas había
dado la vuelta a la esquina se encontró con la muchacha que salía del
establecimiento para realizar una gestión para su padre: acercarse a la
casa del Cosario, el cual tenía la misión de traerle los encargos llegados
en el tren de la mañana.
Hipólito se detuvo al lado del bordillo al contemplar cómo los ojos
de la muchacha brillaban ante la imagen de aquel precioso y
extraordinario coche tan plateado como impoluto. Ante la sorpresa
observada en ella, extendió el brazo y le abrió la portezuela, indicándole
a continuación, dando unas palmaditas sobre el asiento en evidente
señal de que la invitaba a subir, y asegurándole que sólo era un paseo.
Tras unos momento en los que las dudas la tuvieron un tanto
confusa al final, la muchacha terminó de abrir la puerta y subió. Ya
cómodamente sentada, y entretenida pasando la mano por la tapicería
al tiempo que se extasiaba con su suavidad, no pudo apreciar la maldad
que cual sonrisa de satisfacción diabólica se dibujaba en el rostro de
Hipólito, y en el que se veía a todas luces el cambio repentino de
cordero en lobo; un lobo que, aunque joven, ya se le hacía la boca agua
sólo de pensar que la presa al fin había caído en sus redes, y que muy
pronto estaría entre sus fauces sedientas de aquel cuerpo que tanto
ansiaba. Cuando el coche arrancó suavemente con si de un muy diestro
conductor se tratara, y tomando la dirección de la salida del pueblo hacia
el Oeste donde comenzaba una cadena montañosa, Matildita preguntó
un tanto cohibida:
- ¿A dónde vamos, Hipólito? Me dijiste que sólo sería un paseo.
- Y un paseo será Mati -a veces la llamaban así en el pueblo-. Voy
a enseñarte mi rincón preferido, y al que vengo muchas tardes. Vas a
ver la panorámica tan maravillosa que hay del pantano desde lo alto; allí
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Cuando la lluvia no moja
en el Eucaliptal.
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Santiago Martín Moreno
DOS
Había llegado a la cima, y una vez acabado el camino de tierra
Hipólito dejó el coche entre unos aromáticos eucaliptos, apresurándose
a dar la vuelta y abrirle la puerta a la muchacha; la ayudó a bajar y le
indicó el estrecho sendero que a través de unos riscos llevaba hasta el
borde desde donde se apreciaba la magnífica vista que le había
prometido Matildita trastabilló con unas piedras sueltas y ocultas por las
hojas por lo que estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando se volvió
hacia Hipólito y se encontró rodeada por unos jóvenes aunque ya
musculosos brazos, se dio cuenta, sólo con ver la lasciva mirada que
parecía atravesarla, que había caído estúpidamente en su trampa, por lo
que en una fracción de segundo pensó: “Pero, ¿cómo he podido ser tan
imbécil. Acaso no lo conocía de sobra?” Sabía perfectamente del
comportamiento de él en el pueblo, ya que todas sus amigas habían
sufrido alguna que otra vez sus acosos malintencionados en mayor o
menor medida, y esto lo habían comentado entre ellas infinidad de
veces, pero, aun así...
En estos trágicos pensamientos se encontraba cuando de pronto
sintió cómo era desplazada bruscamente hacía un lado del camino
donde la hierba alta amortiguó la caída. No le dio tiempo a incorporarse
porque un segundo después ya Hipólito se encontraba encima de ella.
Boca arriba por la forma de la caída, notó sus muslos fuertemente
presionados por los de él, mientras que a su vez la tenía aprisionada por
las muñecas al tiempo que su boca buscaba con desesperado y violento
afán los labios de ella sin poderlo conseguir. Matildita con un movimiento
de auténtico y controlado esfuerzo, movía su cabeza de un lado a otro
haciendo imposible el alcance deseado, pero sin poder evitar el que
aquel esfuerzo y el deseo incontenible le fuera llenando de babas y
sudores su rostro y el cuello.
Cansado de tanto batallar sin poderlo conseguir y ya atravesada la
frontera de la paciencia viendo que se le agotaban las fuerzas y aunque
ello extrañamente, al parecer, le excitaba más aún, se desembarazó de
7
Cuando la lluvia no moja
unos de los agarres a que tenía sometido uno de los brazos, y soltando
un fortísimo puñetazo sobre el mentón de la muchacha, ésta dejó caer la
cabeza hacia atrás quedando en la más absoluta inconsciencia.
Sin el más mínimo de los escrúpulos, la procacidad más evidente y
la obscenidad haciendo manar de su boca el flujo de sus bajos instintos,
se dedicó a desvestirla con toda la parsimonia de que fue posible,
mientras en su cerebro, y a la vista según se sucedían los pasos de
cada detalle, iba desarrollándose cada vez más el sádico disfrute de su,
hasta hora, inalcanzable logro. Tan solo un minuto estuvo contemplando
aquel juvenil y delicioso cuerpo desnudo e inerte, por lo que sin poder
contenerse ya, se abalanzó sobre él cubriéndolo de ansiosos y
repulsivos manoseos. En absoluto le importaba si aquel cuerpo tenía
animación o no; en absoluto le importaba si aquellos pechos a los que
se aferraba con embrutecida codicia, mostraban la turgencia propia de
un sentimiento amoroso que los estuvieran haciendo vibrar y sentirse
amados; en absoluto le importaba que aquellos labios no le devolvieran
todos y cada uno de cuantos besos, con el más descontrolado frenesí,
él, y de forma frenética, su sedienta y pegajosa boca dejaba arrastrar
sobre ellos; en absoluto le importaba si aquél cuerpo tenía vida o no
cuando tras penetrarla una y otra vez, ni tan siquiera reparaba en que el
ir y venir de su locura no hallaba la más mínima respuesta.
Al final y tras el abandono de tan aberrante asedio, comenzó a
recomponer su maltrecha vestimenta sin dejar de mirar aquél cuerpo
aun inconsciente, y sin que una sonrisa de maléfica satisfacción se
borrara de sus labios ahora resecos.
Ya al parecer, debidamente compuesto, se dirigió hacia el coche y
se instaló cómodamente en su interior. Miró por el retrovisor y
contempló el perfil desnudo sobre aquel trozo del sendero semioculto
por la maleza. Bajó del coche, se dirigió a él y lo cubrió con el vestido y
la camisa echándole las prendas por encima. De nuevo en el interior del
coche abrió la guantera y extrajo una libretita que el padre siempre
guardaba ahí y que le servía para tomar algún que otro apunte sobre la
marcha. Tomó el bolígrafo y escribió una nota: “Si le cuentas a alguien
que he sido yo, te rajaré la cara”. Arrancó el papel, se dirigió de nuevo a
donde estaba la muchacha, y abriéndole la mano le puso la hojilla entre
los dedos.
Volvió al coche, lo puso en marcha y tras una maniobra se alejó
sendero abajo camino del pueblo; llegado a él y entrando por la parte
trasera de su casa, dejó el coche justo en el lugar donde su padre
acostumbraba a estacionarlo durante el día, ya que por la noche lo
8
Santiago Martín Moreno
encerraba en la cochera de la casa a escasos metros del lugar. Entró en
la vivienda y dejó las llaves colgadas en el cuadrito de llaves del
recibidor. Seguidamente, y sin haberse cruzado con ningún miembro de
la familia o la servidumbre, subió la escalera que conducía a la primera
planta donde tenía su dormitorio, y una vez en él se echó sobre la cama.
Aún sus labios mantenían aquella sonrisa sádica cuando mirando hacia
el techo veía reflejado en él el cuerpo tan desnudo como maltratado de
la joven Matildita.
Su bestial lascivia aún perduraba en la urdimbre monstruosa de su
mente, creando imágenes cual predadores malditos alrededor de almas
predeterminadas a sufrir los horrores de los leviatanes aquellos que, al
parecer, tan sólo fueron engendrados para crear ese horror
desconcertante de quienes pudiendo cercenar las cabezas de hidras
capaces de regenerarse de una en cien, fueron incapaces de
enfrentarse a las represalias. Sin lugar a dudas, una mente joven aún,
pero que con el tiempo iba ya desarrollando en lo más profundo de su
venenoso interior lo que habría de llegar a ser en el futuro.
Aunque de forma inconsciente y ajeno a que su vestimenta no
estaba en el estado en el que se encontraba cuando salió de su casa,
siguió con los ojos muy abiertos. No quería su calentura que los
momentos vividos se fueran con el sueño de una siesta y se borraran de
sus retinas, por lo que pasado un tiempo decidió darse un baño ya que
no podía obviar el olor que despedía su cuerpo sudoroso.
Tuvo la fortuna de al salir de su dormitorio no encontrarse con
nadie, por lo que raudo se metió en el Cuarto de baño y se desnudó, mal
limpió como pudo el pantalón y la camisa depositando ambas prendas
en el cesto de la ropa sucia. Ya argumentaría algún juego con el que
justificar aquella, ahora, más leve suciedad.
Fue en el momento de introducirse en la bañera cuando se vio en
el gran espejo. Inmediatamente le volvió la visión del cuerpo de la
muchacha y comenzó a sufrir tal erección que sin quitar la vista de su
propia imagen reflejada en el cristal, y sin poderse reprimir comenzó a
masturbarse frenéticamente hasta que alcanzado el orgasmo, se dejó
caer en el agua sin tan siquiera darse cuenta de que no había
controlado la temperatura, pero no importaba, tan sólo alcanzó a notar
una debilidad que le devolvió de nuevo.
9
Cuando la lluvia no moja
TRES
La noche se ha cerrado como boca de lobo. Desde la ventana no
se puede ver apenas nada. Una espesa niebla se está levantando como
tantas noches.
Me he sentado al lado de la chimenea decidida a escribir a Poli. No
tengo que pensar mucho en cuanto he de decirle y el porqué de mi
marcha sin verle. De haber estado en el pueblo seguro se habría
enterado de ella pues aquí las noticias vuelan, y eso que el pueblo no es
pequeño sin embargo; lo cierto es que él ya sabría de ello, pues hace
tres días vinieron a recoger de la agencia de transporte maletas y algún
que otro pequeño mueble para llevarlo a mi nueva y provisional
dirección. Con un ruego al encargado: que no dé a conocer la dirección
del envío. Una casita de una sola planta en una urbanización a las
afueras de Sevilla, en la cornisa del Aljarafe, y desde cuya terraza,
aunque no puedo ver el mar porque no hay, sí puedo ver una hermosa
parte del discurrir del río Guadalquivir.
Allí, en un lugar tan bello y acogedor, como tranquilo a la vez que
cercano a una ciudad donde la aglomeración está haciendo estragos
entre sus moradores, ya que las noticias que he estado recabando me
indican que Sevilla se está convirtiendo en una gran Metrópoli, que está
creciendo de tal manera que hasta aquellas casitas bajas de las que
presumiera el barrio de Triana a este lado del río está desapareciendo, y
dando paso a una multitud de grandes bloques de viviendas de los que
en Alicante están siendo conocidos como colmenas.
Es seguro que aquella zona de San Juan de Aznalfarache pronto
irá creciendo a medida que la clase media tome la decisión de
aprovechar estos, parajes ahora medio salvajes, para instalar sus
residencias alejadas de los agobios de la ciudad.
Este que estoy segura será rápido crecimiento, no cabe la menor
duda que también creará necesidades, y es por ello que según tengo
entendido por los periódicos, se van a proyectar, de hecho ya están con
proyección de futuro, puestos manos a la obra pensando en colegios,
10
Santiago Martín Moreno
dispensarios y quizás más adelante debido a que muchos de sus
nuevos habitantes habrán de desplazarse a la ciudad para trabajar, se
construyan nuevas carreteras y tal vez algún medio de locomoción mas
moderno que el autobús de línea, como pudiera ser un metro al igual
que el que funciona en Madrid.
A veces me da miedo el pensar que cuando sea mayor aquello se
haya convertido en otra metrópoli, pero, lo tengo bien decidido. En
principio allí acabaré mis días, aunque como decía mi madre siempre:
“No digas nunca de esta agua no beberé”.
Este detalle estoy segura le va a doler, sin duda. Pensará de
inmediato de donde habré sacado el dinero para hacerme de la vivienda
a la que me habré trasladado sin consultarle, y mucho menos pedirle
nada. Lo cierto es que todo cuanto gané con el cine lo dejé invertido en
Madrid, por lo que al cabo de tantos años sin haberlo tocado, la renta ha
sido más que fructífera gracias a los buenos consejos de un amigo. Un
amigo con el que no he dejado de estar en contacto a lo largo de este
tiempo, y que no solo me ha tenido al corriente de cuanto sucedía en mi
ex entorno cinematográfico, sino de mi acierto financiero al confiar en él.
¡Si Hipólito se enterara de todo esto, que mal le sentaría aún a
sabiendas de que ello no encerraba nada que a él le pudiera perjudicar!
Pero la semana pasada viví un episodio del que siempre pensé:
“¡Nunca sucederá nada, cuando después de tantos años en el pueblo,
nada ha sucedido!”. Sobre todo por ser tan conocida mi relación con
Hipólito, pues no escatimaba el más mínimo de los decoros o
miramientos a la hora de visitarme. Todo el mundo sabía que yo era
su amante, como sin lugar a dudas lo conocía doña Clara. Pero claro,
tan distinguida y refinada, no podía dar a entender abiertamente que era
conocedora de ello por razones obvias. Siempre estuvo más en los
labios de la gente como una pobre víctima, aun a pesar de su condición,
que como una mujer de la que se hicieran los típicos chascarrillos, ya
que su comportamiento en el ámbito familiar, social o religioso era
impoluto.
Sin embargo, el rato más amargo que he pasado a lo largo de
estos años, fue el que se produjo aquí, en la casa, aquella mañana en la
que sin previo aviso, se presentó acompañada de su hermana Angélica,
y tras increparme e insultarme tan severa como rudamente, me soltó
una bofetada que me hizo perder el equilibrio y rodar por los suelos. Aún
me duele como me duele su comportamiento, y por eso me voy. Esta es
la gota que colmó el vaso de mi paciencia.
Tras estos elucubrados pensamientos, arrimé a la chimenea mi
11
Cuando la lluvia no moja
pequeño escritorio y comencé mi carta de despedida en la seguridad de
que los prolegómenos de la misma, a él no le cogerían de sorpresa, ya
que tanto por la calle como en su casa era seguro serían por él
conocidos. Posiblemente ya estuviera enterado, aunque ni por esas vino
a verme en aquellos días, a excepción de aquella extraña vuelta de
Alicante.
Alicante, Valencia, Madrid, cuánto me acordaba de mi madre
cuando me decía: “No me fío ni un pelo de este hombre, me da la
impresión de ser de los que no pueden parar de estar picando”.
Últimamente, cuando llegaba de algún viaje, del que cuando me
hablaba iba a realizar ya sabía yo más o menos que debía traerse entre
manos por su forma de exponerlo, y no sólo por el tiempo que
llevábamos juntos, sino por sus gestos y expresiones difíciles de ocultar
ante su más que manifiesto nerviosismo, como unos de los últimos que
hiciera a Valencia, y sobre por el que le pregunté el motivo. De entrada
me dijo que tenía en proyecto montar en Orihuela unos almacenes con
talleres para fabricar alfombras al igual que hacía su antiguo compañero
de armas como era aquél que yo conocía, un tal Anselmo pero, éste no
tenía su negocio en Valencia, como me dijo, sino en Crevillente. Por
supuesto que no le iba a discutir nada, eso de discutirle a Hipólito la
cosa más nimia, hacía que se volviera como una fiera que está
defendiendo sus dominios a toda ultranza. Aquellos prontos que yo ya
conocí desde el principio y que nunca abandonó tal vez porque desde
entonces fue consciente de que yo se los fui aceptando sin más.
Pues de regreso de aquel viaje, y después de haber pasado por su
casa, en la que no sé si cenaría, vino a verme y cenamos juntos. Más
tarde, en la cama hicimos el amor. Al finalizar se sentó y encendió un
cigarrillo como era su costumbre, y fue el momento en que por primera
vez comenzó a relatarme el viaje el cual aunque ciertamente que me
hablaba de Valencia, no tenía nada que ver con lo que me comentara
antes de marcharse. No me habló de Anselmo, ni del negocio que tenía
proyectado acerca de las alfombras que se fabricarían en unos grandes
telares. Nada le cuadraba, pero yo le seguía la corriente: A estas
alturas, -me decía a mi misma-, qué le puedo exigir ya.
12
Santiago Martín Moreno
CUATRO
Querido Poli:
Como es seguro que ya conoces, hace unos días vino a verme tu
mujer acompañada por su hermana, y lo que más me sorprende y a la
vez me extraña es que doña Clara haya tardado tanto en reaccionar,
porque no me cabe la menor duda de que mi existencia la conoce desde
hace años. Esa mujer viene sufriendo, entre comillas, tragando contigo
carros y carretas, y si al final se ha decidido a actuar contra mí ha tenido
que ser por alguna razón poderosa, y en la que, bien lo sabe Dios, no
tengo ya ningún interés en conocer.
El orgullo debió doblegarlo hace ya mucho tiempo. De lo contrario,
se hubiera separado de ti a poco de casarse, y eso no se le pasó nunca
siquiera por la cabeza. Ella sabe que el matrimonio conlleva ciertas
renuncias y servidumbres, máxime cuando una se casa con el
acaudalado y propietario de varias empresas, pero también implica un
estatus, además de unas obligaciones religiosas. Y, por otra parte,
separarse de ti habría supuesto la peor de sus derrotas.
En cuanto a su sentido de la dignidad, me parece que ella lo
mantiene dentro del marco de otros aspectos de la vida, haciendo en
apariencia oídos sordos y cerrando los ojos ante lo que todo el mundo
sabe. Estoy segura de que conoce muchas de tus traiciones y
desmanes, y tampoco ignora tus escapadas periódicas a Barcelona,
Valencia en busca de placeres nuevos. Pero sospecho que entiende
este tipo de acciones como una prerrogativa más de los hombres -o por
lo menos de los que tenéis un alto nivel social y económico-,
consecuencia lógica del matrimonio y desahogo necesario para alguien
que, de no hacerlo así, reventaría por no poder dar rienda suelta a sus
excesos de energía, a su poder de macho.
Es probable que durante años haya ido acumulando rencor por
tanta ignominia y que hoy haya vomitado conmigo todo su dolor y su
vergüenza. Pero me atrevo a apostar que no ha tenido nada que ver la
pasión de su entorno. Doña Clara ha estado siempre por encima de
13
Cuando la lluvia no moja
dimes y diretes y, a pesar de saberse manchada por tus continuas
vilezas, infiel desde casi el mismo día en que os casásteis, su estricta
educación le ha proporcionado en todo momento los recursos
necesarios para justificar la situación y aceptarla con despreocupación y
aparente ligereza, incluso a sabiendas de no ser comprendida por
amigas, parientes o servidumbres.
Hagas lo que hagas, tú eres su marido y el padre de sus hijos, y
ella tu mujer y la dueña de tu casa, aunque sólo sea en el
mantenimiento del orden doméstico. Los prejuicios morales se quedan
para ella misma, su Director Espiritual y Dios. Por ello, nadie podrá decir
que haya escuchado de sus labios queja alguna, un reproche, y mucho
menos censurar o afear tu conducta. En público jamás ha permitido que
se toquen ciertos temas, y a la larga ha preferido siempre sacrificar su
propio sentido de la decencia antes que sembrar o dejar crecer alguna
duda sobre su propia estabilidad conyugal.
Ella es una mujer de las que se llaman de otra época: Estricta,
educada y rigurosa. Capaz de vivir en un mundo de apariencias sin
rendirse a lo evidente si supone algún tipo de menoscabo por su sistema
de valores, sus principios morales y religiosos o su posición social, aún a
pesar de que por dentro se sienta desgarrada, lastimada y acumule
frustración, odio y melancolía, que no permite dar a conocer ni a sus
más íntimos: siempre la máscara enfundada y la sonrisa en sus labios
presta para hacerla florecer.
Han sido demasiados años aguantando, tragando bilis, para que a
estas alturas de su vida, ya prácticamente metida en la vejez, pierda los
nervios y se presente en mi casa, que nunca dejó de ser la tuya, para a
agredirme como lo ha hecho y arriesgándose a un escándalo de
semejante magnitud.
Tal vez me haya llegado a dar a entender como una amenaza
excesiva por estable y duradera. “La polichinela”, creo que me llama,
refiriéndose a mí con toda la arrogancia que le confiere su posición
social, y ser ella la esposa de don Hipólito de la Torre. Principio en el que
radica todo su altivo comportamiento y su fuerza, aún cuando de esposa
tuya no tenga más que el nombre desde el día en que te casaste con
ella.
Que durante todo este tiempo ha sabido perfectamente de mi
existencia lo prueba el que, según me consta, en más de una ocasión y
espoleada por la curiosidad y los celos, ha pedido indirectamente
informes a algunas de mis vecinas, quienes, prudentes, han callado más
de lo que han dado a informar. Con todo y con ello, ella sabe leer muy
14
Santiago Martín Moreno
bien entre líneas y conoce mejor las razones de por qué pasas tantas
horas a mi lado.
A aquellos que me conocieron cuando actuaba como segunda
actriz en las películas del gran director de cine Javier Mendizabal, tal vez
les sorprendería hoy mi depreciada belleza, pero, es que más de veinte
años de estar poco menos que encerrada acaban con cualquiera, por
muy bien atendida que se esté, y como dice la letra de cierta canción:
“Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. No es mi caso, pues
nunca me sentí prisionera o secuestrada. Ya sabes que estuve contigo
por mi voluntad absoluta. Soy una mujer alegre y comunicativa, que
aprendió desde casi niña a desenvolverse en el duro y difícil mundo del
cine, con todo lo que aquello supone de riesgo y madurez añadidos, y
todo este tiempo limitada a esperar tu venida, con el sólo
entretenimiento de mis clases de declamación y memoria, en calidad de
prácticas, mis libros, y la única compañía de mi asistenta Rosa con la
que acudo a misa, que, como bien sabes, son ocasiones contadas y las
únicas en que, por decirlo de alguna manera, doy un paseo por la calle
por lo que todo ello unido en esta forma de vida ha sido el motivo que
me ha llevado a ir perdiendo poco a poco aquella hermosura que
siempre destacara en mí... ¿la recuerdas?
Marina la Sol, ese era mi nombre para el mundo del cine. Y puedo
decir con toda modestia, pero también con todo el orgullo que
proporciona el estar segura de lo que se afirma que, de no haber
abandonado mi carrera cuando estaba a punto de alcanzar la gran
fama, hoy habría dejado de representar papeles secundarios para
disfrutar del más importante: el de protagonista.
Y no era una invención mía cuando te dije uno de aquellos días
que fuimos a ver aquella comedia, y sobre la que tú mismo me
comentaste que el papel de aquella protagonista bien podía hacerlo yo.
Y era cierto, no andabas muy descaminado ya que tú ignorabas el que
días antes de conocerte había tenido más de una charla con dos
agentes, ante el interés que mostraron ambos de forma independiente
por hacerse con mi representación. Y lo más curioso era que los dos me
ofrecían la posibilidad de contratos en exclusiva durante varios años en
diferentes países. En aquella ocasión, en lo que se refería a ti, me
alegré de no haber aceptado, hoy en cambio me arrepiento. El tranvía
dicen los latino americanos hay que aprovechar su paso y tomarlos en
marcha, por eso ahora sé que en aquella ocasión se me fue la
posibilidad de alcanzar la máxima meta de una actriz, el estrellato, la
fama y sobre todo la seguridad de que a lo largo de tu vida y hasta la
15
Cuando la lluvia no moja
definitiva retirada estaría haciendo lo que realmente me gustaba pero,
llegaste tú y todo lo tiré por la borda.
16
Santiago Martín Moreno
CINCO
Tú sabes que no vengo de una gran familia, aunque la vida y mis
esfuerzos por aprender de todo y de todos, por llegar, gracias a Rafa, a
aprender dos idiomas, por crecer a tu lado para que nunca sintieras
vergüenza hayan hecho de mí una mujer más sabia, con la madurez
suficiente y la serenidad que da la soledad impuesta cuando consigues
no ahogarte en ella. Sólo aspiraba a que tú te enorgullecieras de algo
más que mi belleza, y, que modestia aparte, creo haberlo conseguido.
Es más: me consta que si no hubiera sido así, no me habrías tenido a tu
lado tantos años.
No obstante, y aún a pesar de salir de una clase media, se
entroncaron en mí los más fundamentales principios, los cuales aún hoy
me sostienen y de los que hago destacar la fidelidad y la lealtad, aunque
a veces me reprocho el haberle fallado a mi profesión. Sin ellos, sin
repetírmelos cada día, cada noche, a lo largo de estos más de veinte
años, no hubiera podido estar a tu lado, o al menos, no sin destruirme.
Puede parecer una paradoja que hable de virtudes semejantes
alguien que lleva viviendo en el pecado la mitad de su vida. No te
equivoques. También aprendí de ellos que cuando el amor es verdadero,
lo demás pierde toda su importancia. Sólo cabe entregarse al otro en
cuerpo y alma, sin dejar lugar a la reservas. Y yo te he querido, Hipólito,
tú bien lo sabes. Y aún creo que te quiero, aunque esta circunstancia no
vaya a variar mi decisión de abandonarte, que es definitiva. Estoy
demasiado cansada. Me siento sóla. Soy consciente de tu situación, y
está comenzando en mi interior a sonar una campanilla que no sólo me
hace recordar aquel colegio de las monjas, sino que me llama al deseo
de volver a mi tierra y con mis gentes, las cuales no sé como me
recibirán después de tantos años.
Corrían años en los que a decir verdad, las cosas no estaban
como para andar con fiestas. Gracias a mi padre no lo pasábamos tan
mal ya que él como actor de una compañía de teatro que
afortunadamente salía de gira varios meses al año, no dejaba un sólo
17
Cuando la lluvia no moja
mes de enviar dinero a casa. Aún a pesar de no ser una primera figura,
dominaba cualquier tipo de personaje, por lo que era muy apreciado
dentro del mundillo teatral. Era capaz de asombrar con su arte a propios
y extraños. Y, lo que es más importante, sin vanagloriarse por ello.
Incluso en sus últimas actuaciones, cuando en una de ellas se fracturó
la rodilla, llegó a terminar la función, que sería la de su involuntaria
despedida, ya que en aquella época y tras la operación sufrida, se vio
relegado al uso de una muleta obligándose a dejar los escenarios.
Su suerte cambió cuando alguien del gremio le propuso formar en
sociedad un negocio para tratar de atraer artistas noveles que desearan
comenzar a trabajar desde abajo. Ahí empezaron a cuajar toda una serie
de proyectos en los que un día en el que parecía radiar la felicidad, vino
al pelo, y le dije tanto a mi padre como a su socio que estaba cansada
de estar llevándole el papeleo de aquella pequeña oficina, y que a mí
también me gustaría participar en algunas de aquellas selecciones con
el fin de obtener algún que otro papel, aunque fuera de extra, en alguna
película.
Con el tiempo volví a insistir y en esta ocasión al igual que en la
anterior, mi padre también se negó, aunque al final terminó
convenciéndose y aceptó gracias a los consejos y los argumentos tan
convincentes que su socio le estuvo durante más de hora poniéndole
sobre la mesa.
Nunca olvidaré aquellos días de extra en mi primera película; se
rodó integramente en Málaga, menos mal porque de lo contrario mi
padre no me habría dejado participar. Esa fue la primera condición que
me puso: que no saldría fuera. Afortunadamente aquel rodaje se hizo
todo en la costa. Se llamaba “Unas horas de tren”. Recuerdo mi papel;
se redujo a ser una de las trabajadoras de la estación cuando este
descarriló antes de entrar en ella y debido, según se comentaba en los
habituales mentideros propios de la época, a un supuesto atentado de
los naturales inconformistas.
Aún recuerdo las veces que tuve que cambiarme de vestuario
junto con otras compañeras para pasar, en nuestros diferentes papeles
ya que al parecer el elenco de los extras estaba cortito debido al
apretado presupuesto del personal de la RENFE a enfermeras de la
Cruz Roja en las diferentes escenas. Lo pasamos muy bien con aquel
barullo de juventud entre los vestidos, las pelucas y sobre todo las
carreras a las que nos veíamos sometidas por aquello de aprovechar la
luz del día. Más tarde, aquello ya no me cogía de sorpresa; los
presupuestos y las dotaciones, así como el personal, disfrutaban de más
18
Santiago Martín Moreno
cantidad y por supuesto de más calidad. Era una época en que se
comenzaba a valorar al Actor o la Actriz secundaria.
A raíz de aquellas pobres, aunque interesantes y no menos llenas
de experiencias e importantes, intervenciones, me llegaría la
oportunidad de subir un peldaño en la difícil escalera de la fama
cinematográfica gracias a un ayudante de Dirección que, comentando mi
desenvoltura ante una cámara por la que hasta entonces había pasado
poco menos que de puntillas, hizo hincapié ante él, y teniendo más tarde
una pequeña entrevista, me insinuó la posibilidad de sustituir a una
Actriz secundaria que se había puesto indispuesta. No es que fuera
grave, pero aquellas escenas no podían esperar ya que habrían de
trasladarse a otro lugar de la costa con el fin de acabar unos exteriores
el caso es que yo acepté de inmediato.
Una nueva ventana se abría ante mí dado que aquellas escenas
me reportarían un buen caudal de conocimiento acerca del medio, ya
que durante un par de días me estuve moviendo entre lo mejor, y lo
más granado de lo poco que conocía hasta entonces.
Sin embargo, no todo el monte sería, como se suele decir,
orégano. Dos días más tarde comencé a notar cómo el ayudante de
Dirección no me quitaba ojo de encima. A todas horas estaba pendiente
de todos mis movimientos, incluidas mis idas y venidas a los vestuarios
o a maquillaje, hasta que un un día al atardecer se me ofreció a
acompañarme a la playa. Había oído en el vestuario que esa tarde tras
la larga y dura jornada me iba a dar un baño y así relajarme. Aquellos
dos días en mi nuevo cometido habían hecho mella en mí debido a la
inexperiencia y me había creado un estado de ansiedad, debido siempre
a la duda de si sabría realizar bien el papel encomendado aún a pesar
de haber pasado casi toda la noche memorizando los, aunque no muy
largos, sí complicados diálogos.
No le sentó muy bien, por entenderla vaga, aquella excusa para
que no me acompañara. Con todo y con eso no cejaba en su empeño de
estar pendiente de mí, y llegada la hora se acercó cuando estaba
preparándome para ir a la playa, diciéndome que no podía dejar que me
fuera sola, que temía porque me pudiera pasar algo.
Con la llegada de uno de los técnicos de iluminación que estaba
oliéndose lo que sucedía pues para él no era desconocido el
comportamiento del ayudante, ni de las intenciones que había a lo largo
de varios rodajes juntos en la forma de ser del hombre que, tomando
cartas en el asunto, me dijo que sería mejor que lo dejara para otro día
que estaba el mar un poco picado y que no sería buena idea bañarse de
19
Cuando la lluvia no moja
noche.
De momento, vi mis deseos truncados de mala gana, no obstante,
aduje que era una buena nadadora y que no tendría problemas ya que
yo conocía aquello como la palma de la mano por lo que decididamente
tomé la toalla, momento éste en el que él provechó para cogerme del
brazo y de forma enérgica y brutal, como si se tratara de algo de su
propiedad, me dijo que no iría a ninguna parte sin él.
Como quiera que no me soltaba, y que se notaba a todas luces
que no estaba por la labor de dejarme en paz, le dije abierta y
directamente que si lo que pretendía de mí era algún roce, estaba
equivocado, por lo que soltando unos improperios me apretó el brazo
aun más fuerte, y justo en el momento que pasaba el Director yo le
propinaba una buena bofetada que lo dejó de momento un tanto
aturdido, por lo que seriamente avergonzado se retiró al haberse dado
cuenta de que su jefe lo había presenciado.
Aquel altercado pasó de no deseable a interesante. El Director,
Diego Aguirre, se acercó a mi y me preguntó qué tal estaba. Le comenté
que bien ahora que había llegado él y se había marchado el pesado de
Arturo, cosa que le agradecí. Y fue entonces tras citar el incidente y
comentar que con aquella bofetada había demostrado tener madera de
rebelde, que me habló de un guión que le habían ofrecido para su
estudio, y en el que pensó que con mi actitud no sólo había despertado
en él una simpatía sino que había visto con una claridad meridiana que
no estaría demás hacerme unas pruebas con el fin de que fuera la Actriz
secundaria de aquel futuro largometraje, y en el que un papel de
segunda era casi tan importante como el de la protagonista, ya que era
la vida de una mujer hacendada e inmensamente rica a la vez que
déspota y amargada pero que casi todo el peso del melodrama lo
llevaba su hermana, una mujer de armas tomar, rebelde e inconformista.
Ciertamente que aquel incidente me había traído una nueva marea
que me hizo subir varios peldaños al mismo tiempo, ya que una vez
finalizado el rodaje y terminado el contrato, mientras me liquidaban se
acercó el señor Aguirre, y tras invitarme a tomar una copa a modo de
despedida temporal, me dijo que estaríamos en contacto, que pronto me
llamaría al objeto de hablar de condiciones, una vez expuestos todos los
pros y los contras en lo que adonde se produciría la película, las
condiciones y, sobre todo, la cantidad que se haría figurar en el contrato,
además de algo muy importante como fue el comentar que muy
posiblemente éste fuera un contrato en exclusiva ya que, al parecer,
según le comentó la Productora se trataría de un superlargometraje que
20
Santiago Martín Moreno
se dividiría en varias partes aún sin decidir en cuantas.
Pero de todo esto ya tenías tú conocimiento por habértelo relatado
en más de una ocasión, sobre todo aquellas noches en que tumbados y
acurrucados sobre unos cojines hablábamos de mi pasado mientras
crepitaba el fuego en la chimenea.
21
Cuando la lluvia no moja
SEIS
Aún recuerdo aquella tarde en la que tras haber regresado de
Buenos Aires en donde estuve rodando junto a Julio de Dios la película
“En la Frontera”, comenzamos a realizar, ya en Madrid, los primeros
planos de prueba para aquella superproducción Hispano Italiana y que
protagonizaría Iliria Mendigar. Fue entonces cuando te vi por primera
vez.
Te encontrabas sentado cómodamente en un sillón semejante al
utilizado por el director -por cierto gran amigo tuyo de juergas y
correrías-, y de lo que tuve conocimiento días más tarde te encontrabas
en apariencia solo. Elegantemente vestido: -como si al final de la sesión
hubierais quedado para hacer alguna ronda nocturna. No pude evitar el
fijarme en cómo me mirabas con aquellos ojos clavados en mi cuerpo,
un cuerpo que debido al vestuario que tocaba en aquella escena me
haría más subyugante, pienso, y que tú sin tan siquiera un pestañeo,
daba la impresión de que intentabas devorar con tu mirar escrutador. He
de reconocer que fuiste mi atracción principal aquella tarde de finales de
Septiembre. Tu aire de ese refinado indiscutible del típico señorito rico
de pueblo y que anda rondando los cuarenta; acostumbrado a saber
apreciar y paladear con soltura los placeres de la vida que le dejaron en
bandeja sus mayores, y ese toque, un tanto entre travieso y canalla del
perfilado bigotito que de forma graciosa adornaba tu labio superior,
encendieron en mi interior todas las alarmas.
Desde que rodara aquella última película en Argentina, ya traía un
buen bagaje de pretendientes de todo tipo, recordando de ellos cómo
tuve grandes ofertas, proposiciones de toda índole tanto decentes como
indecentes. No obstante las enseñanzas familiares y mi alto sentido del
pudor y la decencia, hasta entonces me había mantenido íntegra pues
siempre soñaba con aquél príncipe azul y del que estábamos
enamoradas en aquella época, imagino, todas las adolescentes y menos
adolescentes, aunque como decía mi abuela, ya en edad de merecer.
Todo ello fue lo que me mantuvo en guardia cuando aquél Jules
22
Santiago Martín Moreno
Lamart, un francés ya maduro en los negocios del cine, y que había
tomado la nacionalidad argentina huyendo de la quema que se había
estado produciendo en Francia cuando a ella llegaron los alemanes
nazis, me pidió que me fuera con él. Que estaba locamente enamorado
de mi y que quería casarse en su tierra una vez de vuelta a ella. Que
poseía unas grandes bodegas y tierras de vides en la región de Alsacia,
que le habían estado cuidando sus hermanos llegando a conseguir unos
vinos muy especiales aún a pesar de las influencias germánicas de que
disfrutaban aquellos caldos en toda la zona.
El caso es que en una de las ocasiones que hubo debido a un
parón de diez días en el rodaje por la necesidad de cambiar unos
exteriores, que ignoro el porqué no era del gusto ni del guionista ni del
productor, cuando aquel lugar, a mi juicio, era ideal para el fin que nos
había llevado allí, me rogó que lo acompañara, que tenía previsto en
esos días visitar su casa en Francia y que quería que fuera con él,
asegurándome que una vez visto aquello, cambiaría de opinión. Insistía
una y otra vez, hasta que llegada la noche y durante la cena, al terminar
salimos a la calle, nos sentamos sobre el muro que dividía la terraza ya
que esta se encontraba en uno de los lugares más altos del pueblo, y
desde donde se podía contemplar toda la campiña. Incansable él, y yo
cansada, no sé con qué ánimo lo dije, pero el caso es que accedí. Le
prometí que lo acompañaría, pero que no se hiciera ilusiones. Tan sólo
me dijo que ya vería cómo al menos se lo pensaría una vez que
estuviera entre aquellas viñas y su gente.
Al día siguiente volamos a Francia, y bien sabe Dios lo bien que
me sentó aquel vuelo. En mi vida había conseguido dormir tantas horas
seguidas y eso que Jules me despertaba de vez en cuando diciéndome
si no pensaba comer nada, pero, yo lo que quería era dormir, y además
es que me quedaba dormida tranquilamente en cuanto cerraba los ojos.
Me desperté por mí misma y le pregunté cuánto llevaba durmiendo; me
comentó que muchas horas y que se veía que lo necesitaba, ya que una
de las azafatas me trajo una almohada pequeña que Jules me colocó, y
sobre lo que ni me enteré siquiera.
Cuando aterrizamos y salimos de la terminal con el poco equipaje
que llevábamos, nos dirigimos a la Cafetería en la que tomando un café
esperé a que Jules se hiciera con un coche de alquiler. Quería haber
llamado a uno de sus hermanos y que nos viniera a recoger, pero estaba
deseando de mostrarme aquellas tierras ahora bañadas por el sol y
llenas de un verde colorido donde las grandes lanzadas de vides no
parecían tener fin; ello me recordaba a los extensos olivares de
23
Cuando la lluvia no moja
Andalucía.
Una hora después entrábamos por un gran arco de piedra hacia un
camino muy bien cuidado, destacándose al final una serie de casas que
daban cobijo a una casa grande en cuyo porche estaban sentadas
varias personas. Éstas se levantaron apenas el vehículo se acerco a la
escalinata y se dieron cuenta de quien era el visitante.
Las presentaciones de rigor fueron tan de corte familiar que uno de
los hermanos, el más pequeño llamado Gerard, me tomó de la mano
diciéndole a los demás que me llevaba a ver las cuadras. Esto no le
sentó muy bien a Jules, pero no dijo nada y se quedó charlando con sus
padres y su otro hermano.
Al día siguiente, al igual que el resto de los días que pasamos
juntos, monótonos en todos los sentidos desde ver una y otra vez las
grandes extensiones de viñedos, paseando sobre hermosos caballos,
las charlas de sobre mesa y las de después de la cena, unas veces en
el porche y otras dentro jugando a las cartas, eso sí, bebiendo siempre
sus deliciosos vinos, sin olvidar los agobiantes momentos, la infinidad de
asfixiantes instantes en los que no dejaba de insistir buscando la
ocasión de un abrazo, de un juego amoroso cada vez que nos
encontrábamos sentados sobre el almohadillado verdor de aquellos
altozanos contemplando las plantaciones, sin poder conseguir ni lo uno
ni lo otro. Claro que para ello yo había estado preparándome
concienzudamente. Con aquel comportamiento, Jules había puesto
todas sus cartas boca arriba, y en ellas sólo se veía el intento de no
desaprovechar la más mínima oportunidad, pero se equivocó, no se
esperaba tan férrea negativa, por lo que ambos ya estábamos deseando
volver.
De nuevo en el rodaje, el comportamiento de Jules cambió por
completo y no es que me ignorara, no obstante, aquellos pesados,
pegajosos y atosigantes acercamientos desaparecieron. La película
llegó a su final y con ello la vuelta a Madrid. La despedida con Jules no
fue, precisamente, muy cariñosa, sin embargo, no puedo negar que al
menos fue cortés pues aquella noche me invitó a cenar. Durante la cena
me anunció que se retiraba del mundo del cine, que se iba a dedicar por
entero a su negocio y que me felicitaba por haber sido elegida para la
siguiente película que se iba a rodar en un muy corto espacio de tiempo,
ya que tenía conocimiento de que me habían citado para el día siguiente
hacer unas pruebas
24
Santiago Martín Moreno
SIETE
Con la última toma de las diferentes pruebas, la voz del Director
diciendo aquello de: “Corten, a positivar y basta por hoy”, dejé de mirarte
y me dirigí a mi camerino. Allí recibí la nota de que querías verme. No
puedo negarlo, los nervios invadieron hasta el último rincón de mi
persona. Aunque la nota no estaba firmada, quiero pensar que no te
pasó por la imaginación el que yo dudara de quién sería. Y ciertamente,
lo supe desde el primer momento.
Un nerviosismo absolutamente desconocido se apoderó de todos
mis sentidos, y mi madre que desde que llegué a España quiso estar
siempre a mi lado, fue la primera en darse cuenta de que lo que me
estaba ocurriendo, y aquellos paseos, aún en bata, no eran normales en
su muchacha, como ella me llamaba. La miré y adivinó lo que intentaba
decirle sin palabras. Fue a la salida cuando decidí dejarme ver por la
cafetería, donde sin duda tú y tu experiencia de conquistador te había
dicho muy bajito que pasaría por allí.
Mi madre no se negó, aunque me dejó claro que tuviera mucho
cuidado pues me insistía en que tan de repente no debería mostrar tanto
interés por el desconocido; que el mundillo del cine estaba repleto de
“caza-jóvenes”, a lo que yo le repetía que sabía cuidarme, y que más
tarde o más temprano habría de llegar el momento en que conocería a
alguien del que me enamoraría perdidamente y, creo que aquel fue el
momento que, en cierta medida, estaba deseando que llegara. Mamá -le
dije un tanto melosa-, voy a cumplir veintidós años y aún no sé siquiera
lo que es tener novio. Es muy guapo, ya lo verás, y cuando estaba en el
plató me miraba de una manera y con unos ojazos que casi me hacen
tropezar con uno de los ventiladores de pie que ayudaban a que mi
melena suelta flotara al viento. Por favor, déjame al menos conocerlo, y
ten por seguro que si noto algo fuera de lo normal lo dejaré estar y me
olvidaré de su existencia.
Como es de suponer, ni yo misma me creía lo que estaba saliendo
25
Cuando la lluvia no moja
de mi boca. Mi madre dio su consentimiento, pues conociéndome como
me conocía, ya sabía que cuando algo se me metía entre ceja y ceja no
iba a claudicar tan fácilmente. Y ante la promesa de que sería sólo un
momento, me dejó sola. La realidad es que no hizo falta más.
Todo fue el encontrarnos frente a frente en aquella cafetería y los
dos supimos lo que habría de venir: estábamos hechos el uno para el
otro aún sabiendo que no nos conocíamos de nada, pero ya daba igual,
al menos para mí.
Te encontrabas apoyado sobre la barra. Discretamente, al final de
la misma; con una copa en la mano izquierda y un cigarrillo en la
derecha. Estabas sólo. Expectante, y todo fue verme aparecer, dejando
copa, y aplastando el cigarrillo en el cenicero, te lanzaste hacia mí como
las olas de un mar bravío se lanzan contra los rompientes de una tierra
virgen que tras besarla, hacen el camino de vuelta con el estigma de un
momento de privilegio.
Con la más seductora de tus sonrisas, y siendo fiel a cada paso a
la estrategia que, sin duda, habrías estado diseñando mentalmente ante
la seguridad del encuentro, te plantaste ante mí y mirándome a los ojos
me dijiste: “Disculpe el atrevimiento pero, es que jamás había visto en
un plató ni en parte alguna tanta hermosura”. Y tomando mi mano, a
modo de saludo, la rozaste con tus labios dejando en ella un calor que
aun hoy, a pesar de los años, no he conseguido olvidar. Y sabes muy
bien que no podría olvidarlo porque en ello nunca puse empeño alguno.
Aún lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer mismo. ¿Tú lo
recuerdas? Creo que los años te han cambiado algo; a mi, no. Aún
guardo en los archivos de mi memoria el momento, y de cómo te
acercaste justo cuando creía que se me salía el corazón del pecho o
que allí mismo me iba dar una taquicardia; las piernas me temblaban y
me daba la impresión de que de un momento a otro me caería en
redondo produciendo tal escándalo que mi madre, al acecho, vendría
inmediatamente en mi socorro y sabe Dios la que podría haber formado.
- Mi nombre es Hipólito de la Torre, Poli para los amigos, de
Alicante, aunque mi familia reside en Madrid. En Alcoy es donde tengo
mi vida laboral, y mis empresas, ya que me dedico a la Industria Textil.
¿Me haría el honor de tomar una copa conmigo? Me gustaría celebrar
este maravilloso encuentro. Si no me considera Vd. muy osado, lo
celebraría más aún si aceptase cenar conmigo esta noche.
Tras unos largos minutos de conversación sobre el cine como
tema central, acepté, anticipándote que mi madre estaba conmigo y que
ella me acompañaba a todas partes. Tú no pusiste ningún
26
Santiago Martín Moreno
inconveniente. Muy al contrario, me preguntaste si estaba allí y que la
llamara ya que le gustaría conocerla y saludarla. Así lo hice y, tras besar
su mano, te deshiciste en halagos hacia ella, manifestando que sería un
gran honor para ti el que mi madre nos acompañara a cenar. Sin
embargo, mi madre no dejaba de lanzarme raras miradas que yo no
conseguía interpretar, aunque más tarde, y ya a solas me dejaría caer lo
que quería decirme: ¡Que no lo tenía muy claro!.
Mi madre me pidió que nos retiráramos pronto al tiempo que te
decía que agradecía la invitación y que posiblemente esta sería en otra
ocasión. Yo siempre obediente a los consejos y recomendaciones de
ella me dejé llevar y te pedí disculpas por haberme adelantado a los
acontecimientos. Tú cediste amablemente, y tuviste que escuchar el que
mi madre te hablara tan dura y directamente cuando te dijo: - No se le
ocurra jugar con mi hija. A ella la tengo bien protegida de algunos que no
buscan más que el “lío” Vd. ya me entiende. Marina está en un momento
de su carrera tan complicado como prometedor y no voy a consentir que
nadie se la eche a perder. Por cierto, ¿está Vd. casado? Tu serenidad, al
no conocerte, ni me sorprendió ni dejó de sorprenderme cuando le
contestaste: - No, no estoy casado. Fue aquella tu primera y más
trascendental de las mentiras que te conocí a lo largo de los años. A
partir de ese momento las cartas ya estaban repartidas, la suerte
echada y la partida comenzada.
- Está Vd. siendo muy dura conmigo -dijiste muy serio-. Poco dura
fue realmente para lo que hubieras merecido si mi madre se llega a
imaginar por un momento el curso que tomarían enseguida los
acontecimientos.
- No pretendo nada ilícito con respecto a su hija. Sólo estoy
deslumbrado por su hermosura y esos ojos que me tienen turbado y de
los que me parece que me he enamorado como un chiquillo; ¡para qué
voy a engañarla! Pero le pido por favor, es más se lo ruego, no me haga
culpable de ello. Sea generosa y comprensiva. Piense que es difícil
permanecer impasible ante tanta belleza. Por eso nada más verla en el
plató sentí deseos extremos de conocerla, y si Vd. lo autorizara
aprovecharía los días que vayan a estar en Madrid para tratándolas un
poco más conocerlas y, quizás porqué no, hacerles de guía turístico.
Puedo mostrarles muchos de los encantos que posee la capital de
España.
27
Cuando la lluvia no moja
OCHO
Sería en Madrid y su provincia, porque a partir de aquellos
momentos te convertiste en nuestra sombra. Aún me cuesta entenderlo:
llevando como llevaba varios años sin pasar una semana completa en
Madrid, con mi madre y a veces mi hermana, de pronto me descubrí
buscándole excusas a su presencia para dedicarme solo y
exclusivamente a ti, en calidad de ofrecimiento desinteresado. No sé
que explicaciones le habrías dado a tu mujer o que tipo de excusas
barajaste para estar tanto tiempo fuera de tu casa y tu familia, sobre
todo porque en aquel tiempo no se celebraba ninguna feria dedicada a
la Industria Textil o similar, pero, recuerdo cómo a lo largo de las seis
semanas siguientes estuviste asistiendo a todos aquellos rodajes en los
que yo participaba, tanto dentro como cuando la película requería de
escenas en el campo o la playa, sobre todo en la playa y sobre cuya
arena y al atardecer dábamos largos paseos. En todo este tiempo
parecías desenvolverte como pez entre aquellas nacaradas espumas.
Moviéndote con toda soltura y comodidad, y siempre gracias a las
facilidades de tu amigo, que no ponía ni el más mínimo impedimento
para que estuvieras presente donde quiera que fuésemos a rodar.
Es curioso cómo a estas alturas te habías ganado el respeto de mi
madre ante el trato observado, y la confianza de ella y la mía también,
mediante una hábil estrategia sabiamente estudiada al milímetro y que
acabó de forma fructífera aquella noche inolvidable de mediados de
Octubre. El equipo hubo de desplazarse hasta la costa malagueña
donde habría de rodar, si el tiempo no lo impedía, durante un periodo de
aproximadamente tres o cuatro días. Mi madre quiso aprovechar estos
días para dar una escapada a casa. No le hizo mucha gracia el dejarme
sóla aquel día, pero viendo tu comportamiento a lo largo de estas
semanas donde nos veíamos casi a diario pensó que podía confiar en ti;
y ayudada, lógícamente, por mi insistencia en que fuera tranquila,
aquella seguridad demostrada por mí misma, dio su fruto.
-¡Al fin, tú y yo solos!
28
Santiago Martín Moreno
En cierta medida me abrazó el pánico, pero también a la vez una
más que extraordinaria expectación sensual se apoderó de mi,
manteniéndome toda la tarde y la noche de tal forma excitada que más
parecía miedo que deseo. Aquella fue mi primera cita a solas con un
hombre, un hombre que, probablemente, no dejaría pasar la oportunidad
tan esperada de forma tan entregada aduladora y sobre todo paciente.
Verdaderamente había tenido mucha gente a mi alrededor, de la que
destacaba normalmente algún que otro moscardón con el sólo deseo de
picar donde yo no podía permitir que eso sucediera. Es verdad que me
llenaban de obsequios caros y regalos convertidos en hermosísimos
centros de flores, pero aquello era distinto de lo que me estaba
ocurriendo aquella tarde. Y yo no sabía exactamente si lo que quería
realmente era ser víctima o cómplice, aunque a decir verdad, sí quería
con locura, es más, lo deseaba con toda mi alma, y que no estaba
dispuesta a obstaculizar aquellos deseos que leía en tus ojos.
Aquella tarde te mostraste exactamente como siempre fuiste, y con
la habilidad del maestro que llevabas dentro tomaste las cartas que te
ofrecí y las jugaste a la perfección. Primero me llevaste a un
Restaurante a cenar. Restaurante por cierto, al que según tú, no habías
ido nunca. Era todo de un lujo soberbio y en cuya piso superior existían
unos saloncitos reservados para gente de empresa. Imagino que este
detalle ya que no conocías el lugar se debió a tu vasta experiencia
demostrada a lo largo de los años. Lo cierto es que la cena fue
magnífica y yo me encontraba en la gloria. Y por si a la cena le faltaba
algo además de los postres, cuando llegaron estos, el que habías
pedido para mi venía adornado con una rosa azul y cuyo conjunto,
según tú, hacía juego con la miel de mi cabello y el color de mis ojos. En
realidad no sabía si tomar aquel postre o guardarlo como recuerdo. Me
levanté y me dirigí al baño. Cuando estuve de regreso y volví a
sentarme, me cogiste la mano y con la otra levantando mi servilleta me
mostraste un estuche preciosamente decorado y de un rojo intenso que
me dejó un tanto perpleja...
- Pero, ¿qué es esto, Poli? -Ya te llamaba Poli.
Dadas las circunstancias, la ingenuidad de la pregunta me
sorprendió. No me imaginaba, o sí, su contenido. El caso fue que me
costó algún esfuerzo el no correr para abrirlo sin esperar cualquier tipo
de explicación, a la vez que deseosa de dar la vuelta a la mesa y
echarme como una colegiala en tus brazos.
- Nada que tú no te merezcas.
Antes de conseguir abrir la cajita se me escurrió de entre unos
29
Cuando la lluvia no moja
dedos, que a decir verdad habían perdido casi por completo todo tipo de
sensibilidad, hasta que por fin y accionando el broche quedó al
descubierto una bellísima gargantilla que entendí sería de platino u oro
blanco y la cual tenía engarzada una delicada hilera de pequeños
brillantitos cuyo fulgor no había visto en mi vida.
- ¡Es una preciosidad, Poli! -Te dije con un calor en el rostro y del
que me daba la impresión se me habría puesto de un rojo tan
encendido como la imaginaria sangre que brota de la herida producida
por la flecha de Cupido. Pero, ¿tú has visto que maravilla?
- Justo como ese brillo que ahora tienen tus ojos.
A veces pensaba que eras un maestro de la cursilería, pero qué
quieres que te diga: a mi me gustaba, y aquella forma de decirlo me
sonaba a música celestial.
- ¿Quieres ponérmelo? -te pedí con una voz que apenas era un
susurro.
- ¿Aquí mismo?
Posiblemente pensaras que el lugar idóneo sería otro más,
digamos, adecuado, más íntimo; un lugar y momento en el que yo ya un
tanto debilitada cayera de la forma más inocente.
- ¡Por supuesto! Me muero de las ganas de bajar porque cuando lo
haga todos me verán lucirla. No tenemos nada que ocultar. -Al menos
eso era lo que yo pensaba; la realidad era bien distinta.
Con una sonrisa pícara, te levantaste -creo que jamás me has
parecido más alto, ni más apuesto-. Tomaste con delicadeza la joya y
colocándote a mi espalda me la pusiste tiernamente en el cuello. Creo
que el roce de tus labios en el mismo aparte de intencionado, me
pareció de lo más exquisito, al tiempo que manteniendo tus manos
sobre mis hombros, acariciadoras y ardientes, te inclinaste ligeramente
susurrándome algo al oído.
- ¿Sabes que te quiero con locura?
Era la primera vez que me lo decías, y el escalofrío que me
produjo tu aliento en la nuca se extendió como un reguero de pólvora,
como un relámpago por todo mi cuerpo, poniéndome la carne de gallina.
Me volví, tomé tus manos y con el consiguiente nerviosismo te dí a
entender que yo también estaba loca por ti aunque, creo que eso ya te
lo habían dicho mis ojos. Comprendiste el mensaje sin que mediara
palabra alguna.
No sé como nos dimos tanta prisa en terminar la cena, y poco
antes de las doce te pedí me regresaras al hotel como si temiera que, al
igual que el cuento, perdiese mi zapato de cristal y mi carroza se
30
Santiago Martín Moreno
convirtiera en calabaza .
31
Cuando la lluvia no moja
NUEVE
Como hicieras tantas veces me acompañaste a la habitación, y
entonces tuve claro que aquella noche no ibas a quedarte en la puerta
para después: una despedida más y marcharte. Esa noche, no. Y no
hizo falta que tú lo pidieras, aunque esa noche, más que nunca, lo
estabas deseando; te veía como a punto de estallar ante lo que hubiera
sido otra negativa por mi parte. En el arrebato de una más que
cuestionable decencia, fui yo la que te invitó a pasar, y a quedarte. Por
el camino había estado madurando la idea de que aquella noche yo
saldría de mi letargo, de aquella especie tonta de clausura que me había
impuesto en atención no sólo a mis creencias, sino a las tantas y tantas
recomendaciones morales y éticas por parte de mi madre.
Había decidido que esa noche me entregaría a ti sin tan siquiera
intuir que aquella entrega me estaba convirtiendo no sólo en tu esclava
favorita, sino que también sufriría, al igual que tu mujer, de tus largas
ausencias con el paso del tiempo, aunque el resto hasta el día de hoy es
ya de un agua más que pasada. Pero aquella noche se intercambiaron
los papeles: el cordero se convirtió en lobo, y aquella mansa cordera,
debido a la fiebre que le hacía estremecer tan sólo de pensar en que
por primera vez en su vida iba a dar rienda suelta a toda aquella amante
y calenturienta fogosidad dormida, se abrió a ti como se abre la flor
apenas recibe las primeras gotas de un rocío de madrugadas eternas.
Es cierto que si en un principio sentí algún temor, este se esfumó
enseguida al notar tu cuerpo fundido con el mio sin el más rudo roce.
Todo eran arrumacos. Caricias que yo disfrutaba al sentir tus manos
recorrer todo mi cuerpo. Me besabas el cuello una y otra vez, hasta que
tu boca sedienta la uniste a la mía, sintiendo como me abrasaban tus
labios a la vez que mordías los míos con fruición.
A partir de ese día, pero con mi ayuda, te ganaste bien a mi madre
para que nos dejara salir solos más a menudo, aunque ya no me
esperabas en los platós sino que quedábamos en la cafetería más
cercana al lugar en el que estuviera rodando. Entendía que al estar
32
Santiago Martín Moreno
durante tantos días sin visitar tus empresas, deberías estar en contacto
mediante llamadas telefónicas. El Telégrafo también era tu menú diario.
Iniciaríamos entonces una relación que se iría estrechando poco a poco
y con una relatividad convencional en sus primeros pasos.
Entre cine, salas de fiesta y restaurantes pasamos una buena
temporada. Era un relación aparentemente seria, que lo fue de
dependencia total por mi parte casi desde el primer momento: física y
afectiva, maravillosa. Ello no impidió cualquier capacidad de reacción
cuando, ¡por fin! me hiciste saber, aunque con cierto teatrismo, que
estabas casado. ¡Casado! -farfullé-. Casi me da un síncope. El dolor
desgarró mi interior como un cuchillada; agravado, si cabe, por la
humillación de sentirme engañada, traicionada vilmente, de haberme
entregado, dócil y confiadamente a un hombre que resultó estar muy
alejado del príncipe azul que yo imaginé un día. Pero si algo tuve claro
también desde el primer momento -incluso con los latidos del pecho
desbocados, sumida en lo peor de la crisis-, fue que no te dejaría.
¿Cómo pude llegar a pensar que en el fondo se trataba de una
simple cuestión de orgullo? Mi dignidad había quedado pisoteada,
perdida para siempre, diría mejor y, puesto que esto había sucedido así,
no estaba dispuesta a perderte por un sentido demasiado estricto de la
moral o de las buenas costumbres. Soy de las que piensan que el amor
de verdad sólo llama una vez a nuestra puerta. ¿Cuántos mueren, de
hecho, sin conocerlo jamás? Y yo había tenido la fortuna de haberlo
encontrado apenas empezando a vivir. Sería tu esclava si tú lo
deseabas, y llegando hasta el extremo de abandonar mi carrera, si tú
me lo pedías.
Y me lo pediste. Mi respuesta fue tajante, afirmativa, por mucho
que me cueste entenderla con la perspectiva que dan los años y toda
una vida a tu lado, me supongo el distanciamiento de mi familia -que
sólo recuperaría en parte después de años de suplicar su perdón- pero,
sobre todo, lo que más me duele aún fue el definitivo alejamiento de mi
madre, cuando ella se había opuesto con todas sus fuerzas a que lo
abandonara todo y me marchara con un hombre casado, tirando por
tierra tanto esfuerzo, y una carrera como Actriz que tanto prometía a
decir de los entendidos.
– ¡Tú estás loca, chiquilla! ¿Cómo no eres capaz de darte cuenta
de que
el indeseable ése te quiere sólo como segundo plato, como carne
fresca con la que aliviar la dieta demasiado estricta que le sirven en su
33
Cuando la lluvia no moja
casa? ¿Cómo vas a ser capaz de vivir en un pueblo después de haber
conocido el lujo y el éxito en los lugares más hermosos? ¿Cómo piensas
que puede ser tu día a día, pendiente siempre de los caprichos de un
hombre que en ningún momento va a abandonar su vida de señorito
vividor por ti ni por nadie, y mucho menos a su mujer? Nunca lo hubiera
esperado de ti, Marina. A mí se me parte el corazón, pero tu te estás
condenando a la peor de las desdichas. Todo esto y mucho más no
dejaba de decirme mi madre con los ojos anegados de lágrimas.
Hoy sé que mi madre llevaba razón en todas y cada una de sus
advertencias y recomendaciones. Qué ciega debía de estar entonces
para no comprenderlo. Los ímpetus de la juventud, la falta de
experiencia, y aquel encelamiento puramente animal, se me impusieron
a sus generosos consejos y me vine contigo. Ni siquiera me despedí de
aquellos compañeros del cine con los que tantas horas viví feliz y
contenta de hacer lo que me gustaba.
En fin, como decía mi abuela: Nunca es tarde... Pero yo sigo
preguntándome aún: ¿Cómo he podido tardar tanto tiempo en tomar
esta decisión? Sin embargo la tomé. Me he ido de tu lado y de la que
siempre fue tu otra casa, aquella en la que tantos años pasamos juntos,
y que últimamente no ha servido más que, por tus años, para escuchar
tus quejas, tus malos humores y sobre todo, el que ya no eres el hombre
aquél que me llenaba de tiernas caricias y mimos asegurándome de que
jamás te separarías de mi.
Has de saber que cuando he recibido últimamente la visita de don
Serafín, el médico del pueblo, para tratarme algún que otro catarro, no
se resistió a comentarme que tenías algún problema, del que no quiso
hacerme partícipe, asegurándome, con cierto titubeo, que no era nada
importante.
Por último sólo te ruego que no hagas por buscarme. La decisión
de romper definitivamente con esta relación la he meditado en
profundidad y, he pensado que tanto para ti como para mi, es lo mejor.
Espero que mi madre me haya perdonado -como a ti tu mujer tras el
conocimiento de mi marcha-, que mi familia me acepte, y pueda
comenzar una nueva vida en la que, no te quepa la menor duda, los
recuerdos estarán siempre presente pues nunca dejaré de pensar en ti
como el hombre que me despertó no sólo a la vida, que me hizo mujer,
con el que descubrí el amor y todo aquello que en un tiempo me hizo
tan feliz.
Adiós Poli.
Marina.
34
Santiago Martín Moreno
DIEZ
Antes de plegar aquellos folios que entre sollozo y sollozo fui
rellenando hasta bien entrada la madrugada, aún se me ocurrió que
podía aclararle algo, aunque en ello no puso nunca el más mínimo
interés, no obstante quise dejárselo dicho en una postdata:
Poli, el nombre que figura en el certificado de mi nacimiento es el
de Irene Parra lo de Marina la Sol fue un acuerdo entre mi primer
representante, mi primer director y mi madre. Te explico: lo de Marina
vino por haber nacido en la costa malagueña. Este dato sí que ya lo
conocías, aunque ignoraras el motivo exacto. Lo de Sol me vino dado
porque una noche que acudí al espectáculo en el que trabajaba mi
padre, un señor me preguntó que si me interesaba trabajar como extra
en una película que iba a rodar en Málaga. Mi padre dio su
consentimiento. Haría un pequeñísimo papel como relleno en un grupo
de gitanos. A su director de fotografía, al parecer, no le pasó por alto mi
belleza sureña, el cual pidió hacerme unas pruebas. Y de ahí lo de Sol.
Decía que no había nada más deslumbrante que el sol de Málaga, ni los
rasgos que había visto en mi.
¡Las dos de la madrugada, qué tarde!
Rosa se había quedado dormida al amor de la lumbre cuyos leños
comenzaban a declinar. El día anterior le había pedido que se quedara
esa noche conmigo con el fin de ayudarme a la mañana siguiente. Lo
hizo de buen grado .
Procedí a cerrar el sobre tras haber escrito la dirección de Hipólito.
En el remite escribí: Parra y Claramunt Textiles del Mediterráneo. Ello
me daba casi la plena seguridad de que la familia no abriría la
correspondencia de Hipólito hasta que él no regresara. Aunque ya nada
me importaba.
- ¡Señorita, señorita, son casi las ocho!
Me llevé un buen susto, pues yo también me había quedado
dormida toda la noche en el sillón orejero que un día Poli me regalara
con motivo de una torcedura que sufrí lastimándome un tobillo por lo que
35
Cuando la lluvia no moja
hube de guardar reposo durante bastantes días.
Me di cuenta de que aún estaba con el camisón puesto.
Inconscientemente y debido a haber sentido frío, me habría echado por
encima una manta de viaje, y no se porqué en ese momento me vino a
la mente cómo en aquel duermevelas había estado reviviendo la última
noche que pasamos juntos.
Poli acababa de llegar de Orihuela. Serían sobre las diez. Le
pregunté si quería comer algo y me contestó dulcemente que a mí. Me
pidió que dejara lo que estaba haciendo y que lo acompañara al
dormitorio.
Ya en él me sentó sobre el borde de la cama y comenzó a
desvestirme, sin prisas, como disfrutando del momento; disfrute que yo
compartía pues notaba cómo mi cuerpo iba variando por momentos. Él
también se ayudaba ha hacer lo mismo. Cuando me echó hacia atrás
sobre la cama, colocó mis muslos sobre sus anchos hombros y
comenzó a besármelos. Su boca de forma tan cariñosa como lasciva y
pausada, buscaba entre el bosque púbico, hozando sin respirar casi,
hallando su entrada y saboreando el preciado manjar que, según él, era
algo así como el culmen de la ambrosía.
Al mismo tiempo sus manos se alargaban hasta el infinito o al
menos eso me parecía a mí, ya que alcanzando la firmeza de mis
pechos los masajeaba con la delicia que produce la caricia de unas
manos poco suaves, pero que me ponían los pezones como si quisieran
salirse de sus propias agujas y eso, hacía que mi cuerpo se
estremeciera de tal manera que agarrándole la cabeza con ambas
manos lo atraje hacia mí, al tiempo que colocando los pies sobre el
borde de la cama, y él ya perfectamente acoplado, formando ambos un
solo cuerpo en frenético desenfreno, alcanzamos un éxtasis que no
olvidaré jamás.
Aquella noche sería el resultado de una de las caras de una misma
moneda. La cara enamorada y concupiscente. Ya vestidos de nuevo me
pidió que ahora sí se le había despertado el apetito, por lo que mientras
se tomaba una copa de vino le preparé algo de comer. Cenamos juntos,
y al finalizar deslizó una mano sobre el mantel que yo pensé que
buscaba la mía, y al alargarla noté como depositaba en ella una cajita de
terciopelo azul claro. Nerviosa la abrí y pude contemplar un juego de
pendientes tan brillantes cómo hermosos los cuales me recordaron al
momento que hacía juego con un colgante que ya anteriormente me
había traído en uno de su viajes a Alicante.
Al día siguiente abrí el estuche con idea de ponerme los
36
Santiago Martín Moreno
pendientes y que me los viera cuando llegara al mediodía, cosa que no
era costumbre en él, pero lo había dicho y yo lo creí. No apareció, por lo
que decidí quitármelos, y fue entonces cuando al devolverlos al estuche
observé un piquito de papel blanco asomando por una de las esquinas
del asiento donde se encajaban las dos piezas. Levanté el revestimiento
el cual estaba suelto y extraje el papelito doblado. Al desplegarlo pude
leer: “Este no será el único, Alicia. La mujer más hermosa del mundo se
merece esto y mucho más. Te amo más que a nadie.” Esa otra cara de
la moneda fue la que me hizo pensar en tomar la decisión...
- ¡Hay que darse prisa, Rosa o perderé el tren!
- Esté tranquila, Señorita Marina, tiene tiempo y la estación no
queda muy lejos. Acuérdese de lo que dijo Tomás: “Con que esté a
recogerla a las nueve es suficiente”.
- Sí, pero a mi me gusta hacer las cosas tranquilamente.
Ya estaba arreglada y la maleta cerrada cuando, pensando de
nuevo en el sueño, en el recuerdo, de nuevo oí la voz de Rosa.
- Señorita, ahí está Tomás.
- Bien. Coge la maleta y el maletín ese y llévalo al coche. Yo voy
enseguida.
Ya en el taxi, un Seat Versalles 1400, tan reluciente como su
propietario, nos dirigimos a una estación recién reformada y la cual
distaba unos cuatro kilómetros del barrio de las Flores.
- Rosa, aquí tienes una pequeña indemnización con mi
agradecimiento. Te ruego que cuando vuelvas a la casa cubras todos los
muebles con sábanas. Cuando acabes cierra la casa y haz por ver a don
Hipólito y le entregas la llave.
- Tomás, tenga la bondad de pararse un momento cuando
pasemos ante la estafeta de correos.
- Muy bien señorita, pero no tarde.
- No se preocupe, será sólo un momento.
Ya ante el mostrador, saqué el abultado sobre del bolso, y este
quedó ridículamente adornado en su esquina superior con un sello de
dos pesetas ilustrado con la regordeta efigie de un Franco
semisonriente.
Tras la tierna despedida de Rosa en el andén, la cual me ayudó a
acomodarme en el departamento y apearse después de un par de
besos, la máquína tosió varias veces, largó una buena rociada de
carbonilla y comenzó a deslizarse tan suave como lentamente sobre
aquellas dos varillas metálicas.
Me asomé a la ventanilla, viendo cómo la estación se quedaba
37
Cuando la lluvia no moja
cada vez más pequeña, ignorante de que dos pares de ojos en cuyas
retinas estaban reflejadas unas buenas dosis de malicia acumulada
durante años, y que no dejaron de contemplar con cierta satisfacción el
punto oscuro que se apreciaba ya del vagón de cola hasta que este se
perdió completamente en la lejanía.
Ya acomodada en el departamento saqué un librito que llevaba
con idea de entretenerme durante el viaje, cuando reparé por casualidad
en una frase que me resultó no sólo bastante elocuente, sino que me
hizo caer en una especie de reflexión en la que me puse a meditar
enseguida: “No sería mala idea escribir algunas de mis memorias y los
recuerdos que guardo sobre estos años pasados”. Todo fue pensar en
ello y, dejando de lado el libro, abrí el bolso y saqué mi cuadernillo; me lo
coloqué sobre las rodillas y comencé a darle vueltas al tema, pues no
tenía muy claro de por donde habría de comenzar. Así que,
acordándome principalmente de la carta y cuanto había derramado en
ella, comencé a escribir... pero, no había rellenado una cuartilla cuando
sin darme cuenta estaba jugando con el lápiz entre los labios y mirando
al techo del vagón mientras mi mente me decía: “Tendrás que buscarte a
alguien que te ponga en orden todo esto que llevas dentro”. Sin
quererlo, y debido a lo poco que había dormido la noche anterior, me
quedé tras un duermevelas al que siguió un sueño profundo y del que
me desperté sobresaltada una hora después, motivado por los pitidos
que emitió la locomotora cuando al acercarse a un paso a nivel sin
barreras, alguien, de forma irresponsable, cruzaba las vías en aquel
momento. Me dirijí al cuartito de aseo y me refresqué con idea de
espabilarme...
38
Santiago Martín Moreno
ONCE
Mostrando la agresividad que le caracterizaba cuando algo no era
de su agrado, y un amargor interior, producto de la enfermedad que le
corroía, aquella mañana, pasadas las once, don Hipólito se presentó de
improvisto en la humilde casa de la señora María Engracia: vivienda
esta que era compartida con su hija Rosa y el resto de su familia.
- ¿Está aquí Rosa? -preguntó sin tan siquiera saludar-.
- No señor, no está. ¿Se le ofrece algo?
- Lo que yo necesito no me lo puede facilitar Vd. Solo dígame
dónde está Rosa.
- Rosa está en la compra, y Vd. no tiene ningún derecho sobre ella
y mucho menos venir a esta casa con esta falta de respeto. ¿Qué se ha
creído? Rosa ya no trabaja ni para Vd. ni para nadie. Lo que tenga que
decirle a mi hija también es de mi incumbencia, por lo que le pido que se
marche, y cuando ella regrese ya le mandaré aviso, si es que ella
accediera.
- ¡Accederá, no le quepa la menor duda! Y a Vd. también por la
cuenta que le trae, y no podrán decir ninguno en esta casa que no me
conoce, ni sabe cómo se las ha gastado siempre un de la Torre. -dijo
don Hipólito soltando un bufido, al tiempo que, dando un portazo salía
de la casa-.
Gracias al grosor de los muros con que se construyeron aquellas
casas centenarias, don Hipólito no pudo oír como María Engracia decía
tras la salida de éste: -Sí, sí que lo sabemos hijo de puta, de sobra lo
sabemos. Pero algún día alguien dará cuenta de ti, Fascista Cabrón.
Unas horas después don Hipólito se presentó en su casa con
cara de pocos amigos. Su mujer, Clara, con una sonrisa que él no supo
descifrar lo recibió ayudándolo a quitarse el abrigo y colgarlo en el
perchero que se encontraba a la entrada. En este detalle tampoco cayó,
ya que jamás ella lo había hecho. Sin mediar palabra alguna y poco
39
Cuando la lluvia no moja
menos que ignorando su presencia, con un paso que se adivinaba
quejumbroso, se dirigió a su despacho. Ya en él, se sentó en el sillón
tras su escritorio y se puso a revisar unas escrituras de forma mecánica,
aunque era más que evidente que sus pensamientos, a todas luces, se
encontraban en otra parte.
Doña Clara, exultante de una felicidad a medias manifestada, le
siguió los pasos con el vivo y oculto interés de disfrutar del momento,
pues estaba segura de que ya estaba al corriente de la huida de su
amante, la Polichinela, como ella le llamaba cuando hablaba con su
hermana Angélica o con sus más allegadas amigas, aunque este detalle
era harto conocido por todo el pueblo. Sin poderse contener y con cierto
regodeo hábilmente disimulado, le preguntó sentándose en el sillón que,
normalmente, estaba dispuesto para las visitas:
- Te noto un poco alterado, Hipólito, ¿ha ocurrido algo en la
fábrica? ¿algún problema con el personal tras la huelga de hace unos
días? El periódico no dice gran cosa, y tú ya sabes que las noticias
vuelan que es una barbaridad. Parece que la cosa se está
tranquilizando.
- No, ningún problema; todo marcha de nuevo como siempre, -dijo
sin apartar la vista de unos sobres a los que seguro ni siquiera le estaba
prestando atención-.
- ¿Quieres que te prepare una copa?
- No, gracias; ya me la pondré yo. Ahora, si no te importa, lo que
necesito es estar sólo un rato; ya me avisarás para la cena, pues he de
resolver unos asuntos pendientes y hacer algunas llamadas.
“Sí, sí, solventa esos asuntos pendientes” -pensaba
socarronamente doña Clara levantándose y dirigiéndose hacia la puerta,
la cual cerró a su espalda al tiempo que una sonrisa de satisfacción
afloraba en un rostro ya de por sí diabólico-.
“Anda que te quedan unos pocos de días en los que vas a saber lo
que es sufrir por alguien que te hace sentir no sólo abandonado, sino
poco menos que despreciado. Espero que al final te des cuenta del daño
que me has hecho a mí a lo largo de tantos años, además de haber
consentido el tenerme en boca de todos”.
A pesar de todo, doña Clara amaba a su marido, por lo que debido
a los nervios del momento, o a un posible, aunque leve estado de
ansiedad, subió a su dormitorio, y echada sobre la cama comenzó a
llorar.
Don Hipólito dejó sin abrir los sobres sobre la mesa, y descolgando
el teléfono marcó un número. Tras oír un par de tonos de llamada, una
40
Santiago Martín Moreno
voz de mujer se oyó al otro lado de la línea.
- ¡Dígame!
- ¿Es la casa de Tomás, el taxista? -preguntó en la forma en que
en él era habitual-.
- Sí, ¿Quién le llama? -respondió la voz subiendo el tono con la
clara idea de dar a entender que no había muestras de cortesía alguna-.
- Soy don Hipólito de la Torre. ¿Está Tomás? Necesito hablar con
él.
La dureza de las palabras y la sequedad de la comunicación, hizo
dudar a la señora, por ende, la mujer de Tomás, de si decir que sí o
poner una excusa cualquiera con el fin de que volviera a llamar, si es
que tenía tanto interés en hacerlo con su marido. No obstante dijo:
-Espere un momento.
Al cabo de unos minutos, tiempo empleado a petición de su mujer,
la cual aprovechó para decirle de quién se trataba, Tomás, haciéndose
de nuevas, tomó el teléfono.
-¡Sí, dígame!
- Tomás, soy don Hipólito.
- Sé quien es Vd. ¿Que se le ofrece? -correspondiendo en el
mismo tono-.
- Verá Vd., Tomás. Esta mañana llevó a la señorita Marina a la
estación. ¿Puede Vd. decirme a dónde iba? ¿En qué tren se marchó?
-ahora se le notaba la voz un tanto nerviosa a la vez que angustiada
ante la posibilidad de encontrarse con una negativa.
- ¿Qué quiere que le diga? El tren era el de las nueve treinta que
viene de Barcelona y va para Madrid. -le dijo con cierto enfado.
- Pero, ¡por Dios! Eso ya lo sé. Lo que necesito saber es a dónde
iba, para dónde había sacado el billete -insistió ya exasperado y más
nervioso.
- ¡Vamos a ver, don Hipólito! ¿Yo cómo voy a saber eso? Ella cogió
el tren y ya está. El tren que va para Madrid no sólo hace muchas
paradas, sino que además enlaza con los que van para Extremadura y
Andalucía -dijo en un tono que daba a entender el deseo de cortar
aquella conversación.
- Y el equipaje, ¿llevaba alguna etiqueta? ¿alguna dirección?
-insistió.
- Don Hipólito, creo que se está Vd. pasando conmigo. ¿Por quién
me toma? Le he dicho cuanto ha oído, no hay más; bueno sí, le diré que
ella no llevaba más que una maleta y un maletín. Y ahora si me disculpa
tengo que atender a un cliente. Buenas noches.
41
Cuando la lluvia no moja
En la penumbra ya del despacho, don Hipólito se llevó un buen
rato con el teléfono en la mano sin colgarlo; parecía no saber que hacer
con él, mientras por su cabeza rondaban una y mil preguntas acerca de
cómo poder seguir con sus averiguaciones. Más de pronto se le ocurrió:
“Si ha enviado el resto del equipaje por transporte, lo habrá hecho desde
la agencia de Marcial...”
Con un brillo maléfico en sus ojos, encendió la lámpara de
sobremesa, descolgó el teléfono y marcó de nuevo...
- Buenas tardes, ¿Transportes Marcial? -dijo ahora de forma más
amable y pausada-.
- Sí, dígame, buenas tardes.
- ¿Eres tú, Marcial? Soy don Hipólito de la Torre, -siguió guardando
una cierta compostura ante el recuerdo de lo que había ocurrido con el
taxista y su mujer-.
- Sí, soy Marcial. ¿Qué desea don Hipólito? -ya Marcial barruntaba
el motivo de la llamada.
- ¿Podrías facilitarme la dirección a donde has enviado los bultos
de la señorita Marina? Es que se ha olvidado en la casa un mueblecito
al que le tenía mucho cariño y quisiera enviárselo -dijo utilizando un
acento que en absoluto iba con él, y que para el transportista no pasó
desapercibido.
- No hay ningún problema. Envíemelo que se lo embalaré y se lo
haré llegar a la señorita Marina -dijo Marcial, aunque ello sabía que no
iba a dar resultado. Como así fue.
- No se moleste Marcial. Dígame tan sólo la dirección y yo se lo
enviaré perfectamente embalado y etiquetado -dijo ahora ya un poco
molesto.
- Lo siento, don Hipólito, pero es que me dejó muy claro que no le
refiriera su nueva dirección absolutamente a nadie. Ya sabe Vd. de mi
discreción.
- Le irían bien cien duros, amigo Marcial, ya sabe lo que quiero
decir.
- Sé muy bien lo que quiere decir, y quiero olvidar lo que acabo de
oír. Si no se le ofrece otra cosa, disculpe, tengo mucho trabajo.
-Seguidamente colgó.
Cuando oyó el último clic, señal de que se había cortado la
comunicación, se puso tan furioso que golpeó de tal forma la base del
teléfono que estuvo a punto de romperla.
42
Santiago Martín Moreno
DOCE
Había transcurrido un año desde que Irene había abandonado a
Hipólito, y se hallaba inmersa en la recuperación de su antigua profesión
de Actriz. A requerimiento de su buen amigo y director Javier
Mendizábal, el cual le había propuesto para desempeñar un papel
secundario en una nueva película, se vio en la necesidad de
desplazarse a Madrid de forma continuada; viajes estos que
aprovechaba para encontrarse con su amigo Carlos el cual le ponía al
corriente de cómo iban sus inversiones, al tiempo que le asesoraba
acerca de la aceptación de las condiciones de su contrato como hiciera
con anterioridad.
El primer día en que se encontraron en la estación de Atocha,
Carlos no pudo por menos que reprimir un silbido. Hacía años que no se
veían y se sorprendió del estado en que a Irene se mantenía.
Aún a pesar de la edad, Irene conservaba una belleza
extraordinaria, pues sus rasgos habían adquirido una más que singular
particularidad. Todo en ella parecía tener la medida justa de una
hermosa mujer que aún no había cumplido los cincuenta años. Su pelo,
ahora de un tono color miel de sol, caía en corta melena enmarcando
una cara de facciones primorosamente cuidadas y definidas; su nariz; su
boca; sus piernas, y aquellos pies que eran perfectos. La gracia de su
figura sureña bien hubiera hecho despertar la envidia de la mismísima
Rita, a la que desde siempre veneró como diosa del cine. La simetría de
sus formas puras parecían sacadas de los bocetos más brillantes que
tan celosamente guardaban los estudios más modernos de la
arquitectura vanguardista.
Tan sólo algo destacaba en desproporción entre tan armónico
equilibrio, pues las imperfecciones, a veces, son dadas por Dios como
sello indeleble de la persona. Incluso en ocasiones, éstas podrían llegar
a ser tan insultantes, que más bien pudieran ser tomadas como
naturalidad que como defecto. Así eran los ojos de Irene, irreales,
verdes a la vez que extrañamente hermosos, desproporcionados,
43
Cuando la lluvia no moja
porque no era posible ver ojos tan grandes y bellos; y dentro de ellos un
color de olivares cuando el sol de una amanecida en la que se puede
observar el fulgor de un día presentidamente diamantino. Y así era su
mirada, una mirada llena de una luz que pudiera haber sido la de
aquellas abandonadas estrellas, y que parecían habitar en los más
profundo del mar, porque sus ojos eran los ojos de Andalucía.
Aquella mañana, cuando Irene se apeaba del tren, buscó con la
mirada a lo largo del andén, pues el día anterior había avisado a Carlos
de su llegada, y él le dijo que iría esperarla.
Tras un, como siempre, caluroso abrazo, Carlos le preguntó del
por qué de este nuevo viaje.
- Venga desembucha, a qué viene tanto misterio que ni siquiera
quisiste decirme por teléfono la razón de esta venida a Madrid, cuando
tan sólo hace tres semanas que terminaste la película de Mendizabal
para la TV. Chilena -dijo mostrando unos ojos sonrientes por encima de
unas gafas de redondos cristales que más que de abogado y financiero
le daban un aire de maestro de escuela.
- Bueno, pues es que quería estar contigo. Te recuerdo que
cuando terminé la película, tú no estabas en Madrid; te habías ido a
Galicia para preparar, según me dijiste, un congreso sobre no sé qué de
economía. -dijo ella de una forma tan sensual que Carlos al advertirlo
noto arder sus mejillas-.
- Y es cierto. No sabes cómo me sentó de mal cuando me dijeron
la fecha. La verdad es que todo fue tan precipitado que sólo me dio
tiempo a decírtelo por teléfono, pero, en fin ya pasó. Y ahora: cuéntame
cómo terminó el rodaje, y que tal la despedida, porque, conociendo
como conozco a Javier, supongo que habría una gran fiesta.
- Y no te equivocas. Hubo una celebración por todo lo alto en la
que a ser sincera, te eché mucho de menos. Pero, dime, tú, ¿cómo
estas?
- Estoy muy bien. Trabajando mucho para este nuevo grupo de
empresas, -aquí hizo un largo paréntesis para decir-: y pensando todos
los días en ti.
- ¡No será para tanto! -dijo haciendo un coqueto gesto con su
nariz-.
- Es cierto, y tú lo sabes. Desde que llegaste has despertado en mi
solitaria vida las ganas de vivir momentos diferentes a los que me tiene
acostumbrado el monótono trabajo del despacho. En Galicia me hice el
firme propósito de llamarte una y otra vez, pero preferí dejarlo, y como
sabía que te encontrarías en tu casa de Sevilla, pensé en darte una
44
Santiago Martín Moreno
sorpresa. Cosa que no ha podido ser posible ya que cuando llegué a
Madrid, no acababa de dejar las cosas en casa cuando recibí tu llamada
diciendo que venías.
- ¿Te arrepientes?
-¿De qué, de no haberte podido dar la sorpresa? No, en absoluto.
Teniéndote aquí ha dejado de importarme el resto del mundo.
Irene, más ducha que él en estos temas, debido a la cantidad de
escenas falsas trabajadas, una y otra vez, en la película que acababa de
rodar, lo tomó por las solapas atrayéndolo hacia ella, y haciendo que se
fundieran en un nuevo y aún más caluroso abrazo, en el que no faltó el
que ella, aupándose un poco pues no en vano era un poquito más baja,
le pasara una de sus manos por detrás de la cabeza acariciándole la
nuca. No le pasó por alto el que aquél corpachón vibrara cuando lo tuvo
pegado a su pecho.
Carlos, que aún sediento de que momentos así le hicieran conferir
esperanzas respecto a Irene, pues hacía mucho tiempo que no tenían
relaciones cercanas de ningún tipo, a excepción de las puramente
amistosas, y en cierta medida comerciales, sintió en lo más profundo de
su ser que aquel espontaneo abrazo encerraba algo más, por lo que
lleno de una felicidad inesperada, notó como por su espalda corría un
sudorcillo nunca hasta ese momento sentido.
Deshecho el abrazo, y quedados frente a frente, Irene reparó en la
mirada de él. Una mirada nunca vista ya que, clavada en sus ojos, esta
desprendía el fulgor propio del deseo incontenible de volver al abrazo.
Nunca había reparado en la profundidad de aquellos ojos de un color
marrón que siempre se encontraban protegidos por unos lentes de corte
antiguo. No, nunca se había fijado realmente en el hombre que tenía
enfrente, aunque frente a él no era la primer vez que se encontraba; sin
embargo, ahora era distinto, y sabía por qué. Se lo dijo su corazón,
cuando hasta entonces no había sido así. Pensó que ya no había vuelta
atrás, y es por eso que, durante unos segundos, se recreó observando
el mechón de cabello castaño cual reflejo otoñal, que, en dibujado
remolino, le caía sobre un lado de una frente perfectamente modelada;
las mejillas, generosas y sonrosadas como sus labios hacían llamada a
un apasionado deseo.
- Tengo el coche en el aparcamiento, -le dijo tomando su maleta. -
¿Vamos?
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Cuando la lluvia no moja
TRECE
Habían pasado dos días desde que Marina (Irene) se fue del
pueblo, cuando aquella tarde, al llegar a su casa tras una inspección en
la fábrica, don Hipólito se dio de bruces con su mujer que salía en ese
mismo instante a, según ella, realizar unas compras; no se detuvo más
que al saludo de rigor, al observar la cara descompuesta que éste no
sólo aparentaba, sino que lo pudo comprobar cuando ya una vez en la
calle se oyó un portazo terrible, por lo que se dijo para sí “suerte que me
llamó mi amiga Adela, pues esta tarde la casa va a ser una Olla a
presión y no seré yo quien la destape”. Y así fue...
Don Hipólito, ya puesta su bata de estar en casa, se dirigió hacia el
mueble Bar del salón y se sirvió una buena dosis de coñac la cual se
bebió de un trago -algo debía ir realmente mal en la visita a Orihuela, en
la Comarca de la Vega Baja del Segura, donde tenía unos negocios. La
empresa, una manufacturera relacionada también con la Industria Textil
aunque de carácter accesorio y en la que siendo propietario de una
importante participación, hacía tiempo que no visitaba por lo que
ignoraba el que se encontraran todos los obreros de huelga desde hacía
dos días a causa, no sólo de la baja rentabilidad dada la crisis, sino que
esta, en parte, era causada por el nefasto rendimiento de un personal
mal dirigido. Una dirección con la que él no estaba muy de acuerdo, y
que le había aceptado a su socio el haber permitido un tiempo de
adaptación.
Fue aquella misma mañana en la que Marina abandonaba el
pueblo; la misma en la que él salía urgentemente para Orihuela después
de oír el informe que mediante la llamada telefónica que le fuera
realizada desde la fábrica, y que a priori, no sólo le puso los bellos como
escarpias, sino que además barruntaba que aquello se lo iba a encontrar
en un estado deplorable. Como así fue.
Durante el viaje no hacía más que pensar en cuánto llevaba
invertido en un negocio que, por cierto, a él no le gustaba y con el cual
seguía en atención a que fuera su padre el que lo iniciara hacía más de
46
Santiago Martín Moreno
cincuenta años. No acertaba a comprender cómo seguía con aquello. Y
no era la primera vez que le causaba serios problemas, por lo que
pensó: “Esto, definitivamente, se va a acabar hasta aquí hemos llegado;
me encuentre lo que me encuentre voy a dejarme de paternalísmos y
liquidar mi participación, ¡ya está bien!”.
Tras una hora, aproximadamente, de camino y antes de llegar a
Orihuela, se detuvo en Crevillente con idea de abastecer de gasolina el
soberbio automóvil que poseía para los viajes largos y aprovechar para
tomar un café: “así me relajo un poco -se dijo, y continuó-: No vaya a ser
que el problema sea más grave aún de lo que imagino y acabe
perjudicando una salud que no es muy boyante”.
De nuevo en marcha y tras otros, aproximadamente, treinta
minutos, se detenía ante el gran portalón que daba acceso al recinto.
Este se encontraba cerrado aunque se oía un gran vocerío desde la
calle, por lo que procedió a tocar el claxon en repetidas ocasiones hasta
que en una de ellas salió Fermín, el Portero...
- ¡Disculpe Vd. señorito! Pero es que el personal está reunido en el
patio, y conociendo el sonido de la bocina de su coche, no me dejaban
abrir aún a pesar de las protestas del Jefe de Personal -dijo el hombre
quitándose la gorra y excusándose al tiempo que no podía evitar el
visible nerviosismo-.
- ¡Gracias, Fermín! Voy directamente a mi despacho, y dígale a
don Casimiro que se reúna allí conmigo, ah, y que les acompañe el Jefe
de Personal y el Encargado General. Ya sé que don Marcelo se
encuentra en la Feria Textil de Barcelona -dijo arrancando de nuevo,
entrando en el recinto y dirigiéndose sin mirar a los obreros, hacia la
puerta principal de las oficinas.
Una vez saludado tanto por el Director como por el Jefe de
Personal y el Encargado General, don Hipólito les preguntó:
- ¿Se puede saber qué es lo que ocurre en realidad? Porque la
verdad sea dicha don Casimiro, es que por teléfono los nervios no lo
dejaban aclararse; suerte que me pilló en un momento en el que estaba
libre de todo compromiso -dijo de una forma tan inusual, que a ninguno
de los presentes les pasó por alto la frivolidad del comentario,
conociéndole como le conocían...
- Pues verá Vd., don Hipólito: en esta ocasión se trata de la
revisión del Convenio Laboral que, como Vd. y don Marcelo saben,
debería haberse resuelto ya hace tres meses, por lo que el personal
está poco menos que de brazos caídos a la espera de la reunión
prometida hace dos semanas. Ya se lo comenté a su socio antes de
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Cuando la lluvia no moja
Cuando la lluvia no moja
Cuando la lluvia no moja
Cuando la lluvia no moja
Cuando la lluvia no moja
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Cuando la lluvia no moja

  • 1. CUANDO LA LLUVIA NO MOJA (Novela) La más cruel de las agresiones o violaciones no son señal de fuerza sino de debilidad y desequilibrio mental. s. m. m. Santiago Martín Moreno
  • 2. Cuando la lluvia no moja PRÓLOGO Hace algún tiempo, el autor de esta Novela CUANDO LA LLUVIA NO MOJA, me propuso por amistad que la prologase, cosa que en un principio no lo tenía muy claro, por no creerme apto para ello; pero conforme la iba leyendo, me enganché de tal modo que me propuse contar las aventuras y desventuras de esta apasionante novela, que su autor, ha sabido construir dotándola de todos los juegos de su rica imaginación. Podemos comentar que toda esta novela representativa, es un muestrario de los personajes de la sociedad así como aquellos lugares en que se produjo; desde el “señorito” lascivo, Hipólito de la Torre, avasallador y despiadado hasta el extremo de llegar a violar cruelmente a la jovencísima y bella Matildita; o en sus posteriores y engañosos escarceos amorosos con la Actriz Marina, amantes durante más de veinte años, pasando por aquellos personajes en un tiempo cercanos a ella, o con los problemas con Felipe Menéndez, empleado de la fábrica e hijo de aquel Miliciano que durante la Guerra Civil fuera traicionado en una emboscada junto con sus compañeros, los cuales fueron fusilados a la salida del pueblo, y cuyo delator sería don Daniel, el padre de Hipólito. Secuestro, violaciones, homicidios y asesinatos, juegan junto a sus actores: abogados, policías, médicos y demás personajes de los que se cuentan por docenas, hacen que la narración y sus bien cuidados diálogos, el encaje para que todo ello y de forma exhaustiva cree una obra plena de enigmas donde todo confluye en un justo y bien elaborado final de lo más inesperado e interesante. Tales son a grandes rasgos los argumentos que aporta esta novela, que debemos recomendarla al lector. 2
  • 3. Santiago Martín Moreno UNO Está anocheciendo y hace un poco de frío. No es mucho pero es muy húmedo. Y esta casa de corte regional y antigua, con esas paredes de piedra, obligan a que en este tiempo otoñal comiencen a funcionar los hogares, que aquí son conocidos como chimeneas. Hoy, definitivamente, he tomado la decisión de abandonarla después de haber sido amante de su propietario durante ya no me acuerdo cuántos años. Muchos, sin duda. Mañana vendrá Tomás -el taxista- a recogerme para llevarme a la estación y dejar este pueblo de una vez para siempre. Ya ha encendido Rosa la chimenea. Ella es la hija de María Engracia, la mujer que ha estado conmigo desde el principio de llegar a la casa. Es viuda. Su marido murió durante la guerra civil. Fue fusilado por las huestes nacionales, cuando enteradas -algún chivatazo, sin duda- que en el pueblo existía una facción de la milicia republicana, no pararon hasta conseguir emboscar a la más de una docena de hombres que la componían, y que a su vez advertidos esperaban la oscuridad de la noche para escapar a los montes de la sierra de Mariola, por cuyos escarpados lugares tenían montados pequeños campamentos, en los que aguardaban el resto de los camaradas, ya que su bajada al pueblo aquella desgraciada mañana sólo pretendía dar un abrazo a las familias, ver a los hijos , recoger los víveres que pudieran y alguna que otra carta para el resto de los que se quedaron arriba. No llegaron a conseguirlo, por lo que justo a la salida del pueblo fueron sorprendidos y pasados por las armas de forma inmisericorde allí mismo. Entre ellos se encontraba también su cuñado Diego, el cual, afortunadamente, fue dado por muerto, y más tarde gravemente herido y sin fuerzas, pudo arrastrarse hasta la casa de su cuñada a la cual le daría la noticia mientras le curaba las heridas tras haberlo escondido en una buhardilla de la que no saldría hasta que terminó la guerra. Las mujeres de los caídos, a recomendación de Diego, aún tuvieron que esperar unas horas antes de salir a encontrarse con aquél montón de cadáveres, ya que la 3
  • 4. Cuando la lluvia no moja Guardia Civil destinada en el pueblo, aún a pesar de conocer a las familias, a éstas las dejaron retirar los cuerpos en el más temeroso y amargo de los silencios. Hoy, aunque cojeando, es el que nos suministra el carbón y la leña de encina para la chimenea. Diego Menéndez, a ratos, contaba que había estado trabajando en una de las industrias textiles que, con motivo de la reindustrialización de la zona, se construyeron en la comarca al terminar la guerra. Conocía al señorito Hipólito; el señorito, como le llamaban todos. Un elemento de mucho cuidado, taimado, y mandón hasta el extremo de pisotear todo aquello que no estuviera de acuerdo con sus deseos donde los hubiese, y que le daba sopa con ondas a todos los jóvenes del pueblo sin que ni siquiera su padre pensara en preocuparse por conducir aquel comportamiento. El joven, contaba Diego, traía de cabeza a más de algún que otro padre ante las quejas de sus hijas a las que el descarado Hipólito no sólo atosigaba sino que, en ocasiones, les hablaba de forma obscena, llegando hasta el extremo de propasarse con ellas. Y eso fue lo que ocurrió cierta tarde en la que encontrándose don Daniel haciendo la siesta, como era su costumbre, Hipólito se adueñó de las llaves de su automóvil, un Chrysler plateado que era la admiración de la gente del pueblo, y en especial de Matildita, una joven de tan sólo dieciséis años e hija de Álvaro, el propietario del Estanco, al tiempo que el encargado de la pequeña Estafeta de correos la cual también administraba en una dependencia de su misma casa. La joven era una chiquilla preciosa; bien formada, de hermosa melena del color del Bronce y ojos verdes-azulados, en definitiva, un conjunto que era la delicia de todos cuando ayudando a su padre se dedicaba por las mañanas al reparto del correo. Por donde quiera que pasara, con su característica forma de andar en la que daba muestras de una incipiente y desarrollada feminidad, ya fuera la plaza donde se encontraba el Casino o el mercado y sus aledaños, los hombres no podían evitar el seguirla en una disimulada observación pero, en la que a todas luces, se podía apreciar un inevitable deseo. Uno de aquellos tantos, aunque más echado hacia delante que el resto, era Hipólito. Para aquél muchacho de poco más de veinte años, para el señorito, Matildita era algo así como una asignatura pendiente en lo que se refería a la constante persecución de las jóvenes, ya que a ella y de forma enmascarada le daba un trato diferente. Si Matildita iba a misa, él se hacía el encontradizo porque para ello disfrutaba de los favores de Juana, la sirvienta que atendía la vivienda de Álvaro, dado que tanto él como su mujer estaban todo el día entre el Estanco y la 4
  • 5. Santiago Martín Moreno Estafeta; por lo que de esta forma se encontraba al corriente de todo, hasta el extremo de que teniendo conocimiento de la intención de estudiar idioma ante la noticia de que había llegado al pueblo un profesor nuevo, y que se había brindado a dar clases particulares, se dio la circunstancia de que ambos se encontraran, sin saberlo de antemano, aquella tarde en la puerta de la casa particular del Maestro. Para Matildita estos encuentros “casuales” nunca los ponía en tela de juicio ya que para ella no eran más que eso, encuentros propios de la casualidad. Cuando Hipólito se metió en el coche y lo puso en marcha, ya tenía preconcebida una idea: acercarse tantas veces como fuera posible por su calle hasta que la viera, ya que sobre esa hora el padre abría el Estanco todas las tardes. ¡Qué suerte! -pensó-. Cuando apenas había dado la vuelta a la esquina se encontró con la muchacha que salía del establecimiento para realizar una gestión para su padre: acercarse a la casa del Cosario, el cual tenía la misión de traerle los encargos llegados en el tren de la mañana. Hipólito se detuvo al lado del bordillo al contemplar cómo los ojos de la muchacha brillaban ante la imagen de aquel precioso y extraordinario coche tan plateado como impoluto. Ante la sorpresa observada en ella, extendió el brazo y le abrió la portezuela, indicándole a continuación, dando unas palmaditas sobre el asiento en evidente señal de que la invitaba a subir, y asegurándole que sólo era un paseo. Tras unos momento en los que las dudas la tuvieron un tanto confusa al final, la muchacha terminó de abrir la puerta y subió. Ya cómodamente sentada, y entretenida pasando la mano por la tapicería al tiempo que se extasiaba con su suavidad, no pudo apreciar la maldad que cual sonrisa de satisfacción diabólica se dibujaba en el rostro de Hipólito, y en el que se veía a todas luces el cambio repentino de cordero en lobo; un lobo que, aunque joven, ya se le hacía la boca agua sólo de pensar que la presa al fin había caído en sus redes, y que muy pronto estaría entre sus fauces sedientas de aquel cuerpo que tanto ansiaba. Cuando el coche arrancó suavemente con si de un muy diestro conductor se tratara, y tomando la dirección de la salida del pueblo hacia el Oeste donde comenzaba una cadena montañosa, Matildita preguntó un tanto cohibida: - ¿A dónde vamos, Hipólito? Me dijiste que sólo sería un paseo. - Y un paseo será Mati -a veces la llamaban así en el pueblo-. Voy a enseñarte mi rincón preferido, y al que vengo muchas tardes. Vas a ver la panorámica tan maravillosa que hay del pantano desde lo alto; allí 5
  • 6. Cuando la lluvia no moja en el Eucaliptal. 6
  • 7. Santiago Martín Moreno DOS Había llegado a la cima, y una vez acabado el camino de tierra Hipólito dejó el coche entre unos aromáticos eucaliptos, apresurándose a dar la vuelta y abrirle la puerta a la muchacha; la ayudó a bajar y le indicó el estrecho sendero que a través de unos riscos llevaba hasta el borde desde donde se apreciaba la magnífica vista que le había prometido Matildita trastabilló con unas piedras sueltas y ocultas por las hojas por lo que estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando se volvió hacia Hipólito y se encontró rodeada por unos jóvenes aunque ya musculosos brazos, se dio cuenta, sólo con ver la lasciva mirada que parecía atravesarla, que había caído estúpidamente en su trampa, por lo que en una fracción de segundo pensó: “Pero, ¿cómo he podido ser tan imbécil. Acaso no lo conocía de sobra?” Sabía perfectamente del comportamiento de él en el pueblo, ya que todas sus amigas habían sufrido alguna que otra vez sus acosos malintencionados en mayor o menor medida, y esto lo habían comentado entre ellas infinidad de veces, pero, aun así... En estos trágicos pensamientos se encontraba cuando de pronto sintió cómo era desplazada bruscamente hacía un lado del camino donde la hierba alta amortiguó la caída. No le dio tiempo a incorporarse porque un segundo después ya Hipólito se encontraba encima de ella. Boca arriba por la forma de la caída, notó sus muslos fuertemente presionados por los de él, mientras que a su vez la tenía aprisionada por las muñecas al tiempo que su boca buscaba con desesperado y violento afán los labios de ella sin poderlo conseguir. Matildita con un movimiento de auténtico y controlado esfuerzo, movía su cabeza de un lado a otro haciendo imposible el alcance deseado, pero sin poder evitar el que aquel esfuerzo y el deseo incontenible le fuera llenando de babas y sudores su rostro y el cuello. Cansado de tanto batallar sin poderlo conseguir y ya atravesada la frontera de la paciencia viendo que se le agotaban las fuerzas y aunque ello extrañamente, al parecer, le excitaba más aún, se desembarazó de 7
  • 8. Cuando la lluvia no moja unos de los agarres a que tenía sometido uno de los brazos, y soltando un fortísimo puñetazo sobre el mentón de la muchacha, ésta dejó caer la cabeza hacia atrás quedando en la más absoluta inconsciencia. Sin el más mínimo de los escrúpulos, la procacidad más evidente y la obscenidad haciendo manar de su boca el flujo de sus bajos instintos, se dedicó a desvestirla con toda la parsimonia de que fue posible, mientras en su cerebro, y a la vista según se sucedían los pasos de cada detalle, iba desarrollándose cada vez más el sádico disfrute de su, hasta hora, inalcanzable logro. Tan solo un minuto estuvo contemplando aquel juvenil y delicioso cuerpo desnudo e inerte, por lo que sin poder contenerse ya, se abalanzó sobre él cubriéndolo de ansiosos y repulsivos manoseos. En absoluto le importaba si aquel cuerpo tenía animación o no; en absoluto le importaba si aquellos pechos a los que se aferraba con embrutecida codicia, mostraban la turgencia propia de un sentimiento amoroso que los estuvieran haciendo vibrar y sentirse amados; en absoluto le importaba que aquellos labios no le devolvieran todos y cada uno de cuantos besos, con el más descontrolado frenesí, él, y de forma frenética, su sedienta y pegajosa boca dejaba arrastrar sobre ellos; en absoluto le importaba si aquél cuerpo tenía vida o no cuando tras penetrarla una y otra vez, ni tan siquiera reparaba en que el ir y venir de su locura no hallaba la más mínima respuesta. Al final y tras el abandono de tan aberrante asedio, comenzó a recomponer su maltrecha vestimenta sin dejar de mirar aquél cuerpo aun inconsciente, y sin que una sonrisa de maléfica satisfacción se borrara de sus labios ahora resecos. Ya al parecer, debidamente compuesto, se dirigió hacia el coche y se instaló cómodamente en su interior. Miró por el retrovisor y contempló el perfil desnudo sobre aquel trozo del sendero semioculto por la maleza. Bajó del coche, se dirigió a él y lo cubrió con el vestido y la camisa echándole las prendas por encima. De nuevo en el interior del coche abrió la guantera y extrajo una libretita que el padre siempre guardaba ahí y que le servía para tomar algún que otro apunte sobre la marcha. Tomó el bolígrafo y escribió una nota: “Si le cuentas a alguien que he sido yo, te rajaré la cara”. Arrancó el papel, se dirigió de nuevo a donde estaba la muchacha, y abriéndole la mano le puso la hojilla entre los dedos. Volvió al coche, lo puso en marcha y tras una maniobra se alejó sendero abajo camino del pueblo; llegado a él y entrando por la parte trasera de su casa, dejó el coche justo en el lugar donde su padre acostumbraba a estacionarlo durante el día, ya que por la noche lo 8
  • 9. Santiago Martín Moreno encerraba en la cochera de la casa a escasos metros del lugar. Entró en la vivienda y dejó las llaves colgadas en el cuadrito de llaves del recibidor. Seguidamente, y sin haberse cruzado con ningún miembro de la familia o la servidumbre, subió la escalera que conducía a la primera planta donde tenía su dormitorio, y una vez en él se echó sobre la cama. Aún sus labios mantenían aquella sonrisa sádica cuando mirando hacia el techo veía reflejado en él el cuerpo tan desnudo como maltratado de la joven Matildita. Su bestial lascivia aún perduraba en la urdimbre monstruosa de su mente, creando imágenes cual predadores malditos alrededor de almas predeterminadas a sufrir los horrores de los leviatanes aquellos que, al parecer, tan sólo fueron engendrados para crear ese horror desconcertante de quienes pudiendo cercenar las cabezas de hidras capaces de regenerarse de una en cien, fueron incapaces de enfrentarse a las represalias. Sin lugar a dudas, una mente joven aún, pero que con el tiempo iba ya desarrollando en lo más profundo de su venenoso interior lo que habría de llegar a ser en el futuro. Aunque de forma inconsciente y ajeno a que su vestimenta no estaba en el estado en el que se encontraba cuando salió de su casa, siguió con los ojos muy abiertos. No quería su calentura que los momentos vividos se fueran con el sueño de una siesta y se borraran de sus retinas, por lo que pasado un tiempo decidió darse un baño ya que no podía obviar el olor que despedía su cuerpo sudoroso. Tuvo la fortuna de al salir de su dormitorio no encontrarse con nadie, por lo que raudo se metió en el Cuarto de baño y se desnudó, mal limpió como pudo el pantalón y la camisa depositando ambas prendas en el cesto de la ropa sucia. Ya argumentaría algún juego con el que justificar aquella, ahora, más leve suciedad. Fue en el momento de introducirse en la bañera cuando se vio en el gran espejo. Inmediatamente le volvió la visión del cuerpo de la muchacha y comenzó a sufrir tal erección que sin quitar la vista de su propia imagen reflejada en el cristal, y sin poderse reprimir comenzó a masturbarse frenéticamente hasta que alcanzado el orgasmo, se dejó caer en el agua sin tan siquiera darse cuenta de que no había controlado la temperatura, pero no importaba, tan sólo alcanzó a notar una debilidad que le devolvió de nuevo. 9
  • 10. Cuando la lluvia no moja TRES La noche se ha cerrado como boca de lobo. Desde la ventana no se puede ver apenas nada. Una espesa niebla se está levantando como tantas noches. Me he sentado al lado de la chimenea decidida a escribir a Poli. No tengo que pensar mucho en cuanto he de decirle y el porqué de mi marcha sin verle. De haber estado en el pueblo seguro se habría enterado de ella pues aquí las noticias vuelan, y eso que el pueblo no es pequeño sin embargo; lo cierto es que él ya sabría de ello, pues hace tres días vinieron a recoger de la agencia de transporte maletas y algún que otro pequeño mueble para llevarlo a mi nueva y provisional dirección. Con un ruego al encargado: que no dé a conocer la dirección del envío. Una casita de una sola planta en una urbanización a las afueras de Sevilla, en la cornisa del Aljarafe, y desde cuya terraza, aunque no puedo ver el mar porque no hay, sí puedo ver una hermosa parte del discurrir del río Guadalquivir. Allí, en un lugar tan bello y acogedor, como tranquilo a la vez que cercano a una ciudad donde la aglomeración está haciendo estragos entre sus moradores, ya que las noticias que he estado recabando me indican que Sevilla se está convirtiendo en una gran Metrópoli, que está creciendo de tal manera que hasta aquellas casitas bajas de las que presumiera el barrio de Triana a este lado del río está desapareciendo, y dando paso a una multitud de grandes bloques de viviendas de los que en Alicante están siendo conocidos como colmenas. Es seguro que aquella zona de San Juan de Aznalfarache pronto irá creciendo a medida que la clase media tome la decisión de aprovechar estos, parajes ahora medio salvajes, para instalar sus residencias alejadas de los agobios de la ciudad. Este que estoy segura será rápido crecimiento, no cabe la menor duda que también creará necesidades, y es por ello que según tengo entendido por los periódicos, se van a proyectar, de hecho ya están con proyección de futuro, puestos manos a la obra pensando en colegios, 10
  • 11. Santiago Martín Moreno dispensarios y quizás más adelante debido a que muchos de sus nuevos habitantes habrán de desplazarse a la ciudad para trabajar, se construyan nuevas carreteras y tal vez algún medio de locomoción mas moderno que el autobús de línea, como pudiera ser un metro al igual que el que funciona en Madrid. A veces me da miedo el pensar que cuando sea mayor aquello se haya convertido en otra metrópoli, pero, lo tengo bien decidido. En principio allí acabaré mis días, aunque como decía mi madre siempre: “No digas nunca de esta agua no beberé”. Este detalle estoy segura le va a doler, sin duda. Pensará de inmediato de donde habré sacado el dinero para hacerme de la vivienda a la que me habré trasladado sin consultarle, y mucho menos pedirle nada. Lo cierto es que todo cuanto gané con el cine lo dejé invertido en Madrid, por lo que al cabo de tantos años sin haberlo tocado, la renta ha sido más que fructífera gracias a los buenos consejos de un amigo. Un amigo con el que no he dejado de estar en contacto a lo largo de este tiempo, y que no solo me ha tenido al corriente de cuanto sucedía en mi ex entorno cinematográfico, sino de mi acierto financiero al confiar en él. ¡Si Hipólito se enterara de todo esto, que mal le sentaría aún a sabiendas de que ello no encerraba nada que a él le pudiera perjudicar! Pero la semana pasada viví un episodio del que siempre pensé: “¡Nunca sucederá nada, cuando después de tantos años en el pueblo, nada ha sucedido!”. Sobre todo por ser tan conocida mi relación con Hipólito, pues no escatimaba el más mínimo de los decoros o miramientos a la hora de visitarme. Todo el mundo sabía que yo era su amante, como sin lugar a dudas lo conocía doña Clara. Pero claro, tan distinguida y refinada, no podía dar a entender abiertamente que era conocedora de ello por razones obvias. Siempre estuvo más en los labios de la gente como una pobre víctima, aun a pesar de su condición, que como una mujer de la que se hicieran los típicos chascarrillos, ya que su comportamiento en el ámbito familiar, social o religioso era impoluto. Sin embargo, el rato más amargo que he pasado a lo largo de estos años, fue el que se produjo aquí, en la casa, aquella mañana en la que sin previo aviso, se presentó acompañada de su hermana Angélica, y tras increparme e insultarme tan severa como rudamente, me soltó una bofetada que me hizo perder el equilibrio y rodar por los suelos. Aún me duele como me duele su comportamiento, y por eso me voy. Esta es la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Tras estos elucubrados pensamientos, arrimé a la chimenea mi 11
  • 12. Cuando la lluvia no moja pequeño escritorio y comencé mi carta de despedida en la seguridad de que los prolegómenos de la misma, a él no le cogerían de sorpresa, ya que tanto por la calle como en su casa era seguro serían por él conocidos. Posiblemente ya estuviera enterado, aunque ni por esas vino a verme en aquellos días, a excepción de aquella extraña vuelta de Alicante. Alicante, Valencia, Madrid, cuánto me acordaba de mi madre cuando me decía: “No me fío ni un pelo de este hombre, me da la impresión de ser de los que no pueden parar de estar picando”. Últimamente, cuando llegaba de algún viaje, del que cuando me hablaba iba a realizar ya sabía yo más o menos que debía traerse entre manos por su forma de exponerlo, y no sólo por el tiempo que llevábamos juntos, sino por sus gestos y expresiones difíciles de ocultar ante su más que manifiesto nerviosismo, como unos de los últimos que hiciera a Valencia, y sobre por el que le pregunté el motivo. De entrada me dijo que tenía en proyecto montar en Orihuela unos almacenes con talleres para fabricar alfombras al igual que hacía su antiguo compañero de armas como era aquél que yo conocía, un tal Anselmo pero, éste no tenía su negocio en Valencia, como me dijo, sino en Crevillente. Por supuesto que no le iba a discutir nada, eso de discutirle a Hipólito la cosa más nimia, hacía que se volviera como una fiera que está defendiendo sus dominios a toda ultranza. Aquellos prontos que yo ya conocí desde el principio y que nunca abandonó tal vez porque desde entonces fue consciente de que yo se los fui aceptando sin más. Pues de regreso de aquel viaje, y después de haber pasado por su casa, en la que no sé si cenaría, vino a verme y cenamos juntos. Más tarde, en la cama hicimos el amor. Al finalizar se sentó y encendió un cigarrillo como era su costumbre, y fue el momento en que por primera vez comenzó a relatarme el viaje el cual aunque ciertamente que me hablaba de Valencia, no tenía nada que ver con lo que me comentara antes de marcharse. No me habló de Anselmo, ni del negocio que tenía proyectado acerca de las alfombras que se fabricarían en unos grandes telares. Nada le cuadraba, pero yo le seguía la corriente: A estas alturas, -me decía a mi misma-, qué le puedo exigir ya. 12
  • 13. Santiago Martín Moreno CUATRO Querido Poli: Como es seguro que ya conoces, hace unos días vino a verme tu mujer acompañada por su hermana, y lo que más me sorprende y a la vez me extraña es que doña Clara haya tardado tanto en reaccionar, porque no me cabe la menor duda de que mi existencia la conoce desde hace años. Esa mujer viene sufriendo, entre comillas, tragando contigo carros y carretas, y si al final se ha decidido a actuar contra mí ha tenido que ser por alguna razón poderosa, y en la que, bien lo sabe Dios, no tengo ya ningún interés en conocer. El orgullo debió doblegarlo hace ya mucho tiempo. De lo contrario, se hubiera separado de ti a poco de casarse, y eso no se le pasó nunca siquiera por la cabeza. Ella sabe que el matrimonio conlleva ciertas renuncias y servidumbres, máxime cuando una se casa con el acaudalado y propietario de varias empresas, pero también implica un estatus, además de unas obligaciones religiosas. Y, por otra parte, separarse de ti habría supuesto la peor de sus derrotas. En cuanto a su sentido de la dignidad, me parece que ella lo mantiene dentro del marco de otros aspectos de la vida, haciendo en apariencia oídos sordos y cerrando los ojos ante lo que todo el mundo sabe. Estoy segura de que conoce muchas de tus traiciones y desmanes, y tampoco ignora tus escapadas periódicas a Barcelona, Valencia en busca de placeres nuevos. Pero sospecho que entiende este tipo de acciones como una prerrogativa más de los hombres -o por lo menos de los que tenéis un alto nivel social y económico-, consecuencia lógica del matrimonio y desahogo necesario para alguien que, de no hacerlo así, reventaría por no poder dar rienda suelta a sus excesos de energía, a su poder de macho. Es probable que durante años haya ido acumulando rencor por tanta ignominia y que hoy haya vomitado conmigo todo su dolor y su vergüenza. Pero me atrevo a apostar que no ha tenido nada que ver la pasión de su entorno. Doña Clara ha estado siempre por encima de 13
  • 14. Cuando la lluvia no moja dimes y diretes y, a pesar de saberse manchada por tus continuas vilezas, infiel desde casi el mismo día en que os casásteis, su estricta educación le ha proporcionado en todo momento los recursos necesarios para justificar la situación y aceptarla con despreocupación y aparente ligereza, incluso a sabiendas de no ser comprendida por amigas, parientes o servidumbres. Hagas lo que hagas, tú eres su marido y el padre de sus hijos, y ella tu mujer y la dueña de tu casa, aunque sólo sea en el mantenimiento del orden doméstico. Los prejuicios morales se quedan para ella misma, su Director Espiritual y Dios. Por ello, nadie podrá decir que haya escuchado de sus labios queja alguna, un reproche, y mucho menos censurar o afear tu conducta. En público jamás ha permitido que se toquen ciertos temas, y a la larga ha preferido siempre sacrificar su propio sentido de la decencia antes que sembrar o dejar crecer alguna duda sobre su propia estabilidad conyugal. Ella es una mujer de las que se llaman de otra época: Estricta, educada y rigurosa. Capaz de vivir en un mundo de apariencias sin rendirse a lo evidente si supone algún tipo de menoscabo por su sistema de valores, sus principios morales y religiosos o su posición social, aún a pesar de que por dentro se sienta desgarrada, lastimada y acumule frustración, odio y melancolía, que no permite dar a conocer ni a sus más íntimos: siempre la máscara enfundada y la sonrisa en sus labios presta para hacerla florecer. Han sido demasiados años aguantando, tragando bilis, para que a estas alturas de su vida, ya prácticamente metida en la vejez, pierda los nervios y se presente en mi casa, que nunca dejó de ser la tuya, para a agredirme como lo ha hecho y arriesgándose a un escándalo de semejante magnitud. Tal vez me haya llegado a dar a entender como una amenaza excesiva por estable y duradera. “La polichinela”, creo que me llama, refiriéndose a mí con toda la arrogancia que le confiere su posición social, y ser ella la esposa de don Hipólito de la Torre. Principio en el que radica todo su altivo comportamiento y su fuerza, aún cuando de esposa tuya no tenga más que el nombre desde el día en que te casaste con ella. Que durante todo este tiempo ha sabido perfectamente de mi existencia lo prueba el que, según me consta, en más de una ocasión y espoleada por la curiosidad y los celos, ha pedido indirectamente informes a algunas de mis vecinas, quienes, prudentes, han callado más de lo que han dado a informar. Con todo y con ello, ella sabe leer muy 14
  • 15. Santiago Martín Moreno bien entre líneas y conoce mejor las razones de por qué pasas tantas horas a mi lado. A aquellos que me conocieron cuando actuaba como segunda actriz en las películas del gran director de cine Javier Mendizabal, tal vez les sorprendería hoy mi depreciada belleza, pero, es que más de veinte años de estar poco menos que encerrada acaban con cualquiera, por muy bien atendida que se esté, y como dice la letra de cierta canción: “Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. No es mi caso, pues nunca me sentí prisionera o secuestrada. Ya sabes que estuve contigo por mi voluntad absoluta. Soy una mujer alegre y comunicativa, que aprendió desde casi niña a desenvolverse en el duro y difícil mundo del cine, con todo lo que aquello supone de riesgo y madurez añadidos, y todo este tiempo limitada a esperar tu venida, con el sólo entretenimiento de mis clases de declamación y memoria, en calidad de prácticas, mis libros, y la única compañía de mi asistenta Rosa con la que acudo a misa, que, como bien sabes, son ocasiones contadas y las únicas en que, por decirlo de alguna manera, doy un paseo por la calle por lo que todo ello unido en esta forma de vida ha sido el motivo que me ha llevado a ir perdiendo poco a poco aquella hermosura que siempre destacara en mí... ¿la recuerdas? Marina la Sol, ese era mi nombre para el mundo del cine. Y puedo decir con toda modestia, pero también con todo el orgullo que proporciona el estar segura de lo que se afirma que, de no haber abandonado mi carrera cuando estaba a punto de alcanzar la gran fama, hoy habría dejado de representar papeles secundarios para disfrutar del más importante: el de protagonista. Y no era una invención mía cuando te dije uno de aquellos días que fuimos a ver aquella comedia, y sobre la que tú mismo me comentaste que el papel de aquella protagonista bien podía hacerlo yo. Y era cierto, no andabas muy descaminado ya que tú ignorabas el que días antes de conocerte había tenido más de una charla con dos agentes, ante el interés que mostraron ambos de forma independiente por hacerse con mi representación. Y lo más curioso era que los dos me ofrecían la posibilidad de contratos en exclusiva durante varios años en diferentes países. En aquella ocasión, en lo que se refería a ti, me alegré de no haber aceptado, hoy en cambio me arrepiento. El tranvía dicen los latino americanos hay que aprovechar su paso y tomarlos en marcha, por eso ahora sé que en aquella ocasión se me fue la posibilidad de alcanzar la máxima meta de una actriz, el estrellato, la fama y sobre todo la seguridad de que a lo largo de tu vida y hasta la 15
  • 16. Cuando la lluvia no moja definitiva retirada estaría haciendo lo que realmente me gustaba pero, llegaste tú y todo lo tiré por la borda. 16
  • 17. Santiago Martín Moreno CINCO Tú sabes que no vengo de una gran familia, aunque la vida y mis esfuerzos por aprender de todo y de todos, por llegar, gracias a Rafa, a aprender dos idiomas, por crecer a tu lado para que nunca sintieras vergüenza hayan hecho de mí una mujer más sabia, con la madurez suficiente y la serenidad que da la soledad impuesta cuando consigues no ahogarte en ella. Sólo aspiraba a que tú te enorgullecieras de algo más que mi belleza, y, que modestia aparte, creo haberlo conseguido. Es más: me consta que si no hubiera sido así, no me habrías tenido a tu lado tantos años. No obstante, y aún a pesar de salir de una clase media, se entroncaron en mí los más fundamentales principios, los cuales aún hoy me sostienen y de los que hago destacar la fidelidad y la lealtad, aunque a veces me reprocho el haberle fallado a mi profesión. Sin ellos, sin repetírmelos cada día, cada noche, a lo largo de estos más de veinte años, no hubiera podido estar a tu lado, o al menos, no sin destruirme. Puede parecer una paradoja que hable de virtudes semejantes alguien que lleva viviendo en el pecado la mitad de su vida. No te equivoques. También aprendí de ellos que cuando el amor es verdadero, lo demás pierde toda su importancia. Sólo cabe entregarse al otro en cuerpo y alma, sin dejar lugar a la reservas. Y yo te he querido, Hipólito, tú bien lo sabes. Y aún creo que te quiero, aunque esta circunstancia no vaya a variar mi decisión de abandonarte, que es definitiva. Estoy demasiado cansada. Me siento sóla. Soy consciente de tu situación, y está comenzando en mi interior a sonar una campanilla que no sólo me hace recordar aquel colegio de las monjas, sino que me llama al deseo de volver a mi tierra y con mis gentes, las cuales no sé como me recibirán después de tantos años. Corrían años en los que a decir verdad, las cosas no estaban como para andar con fiestas. Gracias a mi padre no lo pasábamos tan mal ya que él como actor de una compañía de teatro que afortunadamente salía de gira varios meses al año, no dejaba un sólo 17
  • 18. Cuando la lluvia no moja mes de enviar dinero a casa. Aún a pesar de no ser una primera figura, dominaba cualquier tipo de personaje, por lo que era muy apreciado dentro del mundillo teatral. Era capaz de asombrar con su arte a propios y extraños. Y, lo que es más importante, sin vanagloriarse por ello. Incluso en sus últimas actuaciones, cuando en una de ellas se fracturó la rodilla, llegó a terminar la función, que sería la de su involuntaria despedida, ya que en aquella época y tras la operación sufrida, se vio relegado al uso de una muleta obligándose a dejar los escenarios. Su suerte cambió cuando alguien del gremio le propuso formar en sociedad un negocio para tratar de atraer artistas noveles que desearan comenzar a trabajar desde abajo. Ahí empezaron a cuajar toda una serie de proyectos en los que un día en el que parecía radiar la felicidad, vino al pelo, y le dije tanto a mi padre como a su socio que estaba cansada de estar llevándole el papeleo de aquella pequeña oficina, y que a mí también me gustaría participar en algunas de aquellas selecciones con el fin de obtener algún que otro papel, aunque fuera de extra, en alguna película. Con el tiempo volví a insistir y en esta ocasión al igual que en la anterior, mi padre también se negó, aunque al final terminó convenciéndose y aceptó gracias a los consejos y los argumentos tan convincentes que su socio le estuvo durante más de hora poniéndole sobre la mesa. Nunca olvidaré aquellos días de extra en mi primera película; se rodó integramente en Málaga, menos mal porque de lo contrario mi padre no me habría dejado participar. Esa fue la primera condición que me puso: que no saldría fuera. Afortunadamente aquel rodaje se hizo todo en la costa. Se llamaba “Unas horas de tren”. Recuerdo mi papel; se redujo a ser una de las trabajadoras de la estación cuando este descarriló antes de entrar en ella y debido, según se comentaba en los habituales mentideros propios de la época, a un supuesto atentado de los naturales inconformistas. Aún recuerdo las veces que tuve que cambiarme de vestuario junto con otras compañeras para pasar, en nuestros diferentes papeles ya que al parecer el elenco de los extras estaba cortito debido al apretado presupuesto del personal de la RENFE a enfermeras de la Cruz Roja en las diferentes escenas. Lo pasamos muy bien con aquel barullo de juventud entre los vestidos, las pelucas y sobre todo las carreras a las que nos veíamos sometidas por aquello de aprovechar la luz del día. Más tarde, aquello ya no me cogía de sorpresa; los presupuestos y las dotaciones, así como el personal, disfrutaban de más 18
  • 19. Santiago Martín Moreno cantidad y por supuesto de más calidad. Era una época en que se comenzaba a valorar al Actor o la Actriz secundaria. A raíz de aquellas pobres, aunque interesantes y no menos llenas de experiencias e importantes, intervenciones, me llegaría la oportunidad de subir un peldaño en la difícil escalera de la fama cinematográfica gracias a un ayudante de Dirección que, comentando mi desenvoltura ante una cámara por la que hasta entonces había pasado poco menos que de puntillas, hizo hincapié ante él, y teniendo más tarde una pequeña entrevista, me insinuó la posibilidad de sustituir a una Actriz secundaria que se había puesto indispuesta. No es que fuera grave, pero aquellas escenas no podían esperar ya que habrían de trasladarse a otro lugar de la costa con el fin de acabar unos exteriores el caso es que yo acepté de inmediato. Una nueva ventana se abría ante mí dado que aquellas escenas me reportarían un buen caudal de conocimiento acerca del medio, ya que durante un par de días me estuve moviendo entre lo mejor, y lo más granado de lo poco que conocía hasta entonces. Sin embargo, no todo el monte sería, como se suele decir, orégano. Dos días más tarde comencé a notar cómo el ayudante de Dirección no me quitaba ojo de encima. A todas horas estaba pendiente de todos mis movimientos, incluidas mis idas y venidas a los vestuarios o a maquillaje, hasta que un un día al atardecer se me ofreció a acompañarme a la playa. Había oído en el vestuario que esa tarde tras la larga y dura jornada me iba a dar un baño y así relajarme. Aquellos dos días en mi nuevo cometido habían hecho mella en mí debido a la inexperiencia y me había creado un estado de ansiedad, debido siempre a la duda de si sabría realizar bien el papel encomendado aún a pesar de haber pasado casi toda la noche memorizando los, aunque no muy largos, sí complicados diálogos. No le sentó muy bien, por entenderla vaga, aquella excusa para que no me acompañara. Con todo y con eso no cejaba en su empeño de estar pendiente de mí, y llegada la hora se acercó cuando estaba preparándome para ir a la playa, diciéndome que no podía dejar que me fuera sola, que temía porque me pudiera pasar algo. Con la llegada de uno de los técnicos de iluminación que estaba oliéndose lo que sucedía pues para él no era desconocido el comportamiento del ayudante, ni de las intenciones que había a lo largo de varios rodajes juntos en la forma de ser del hombre que, tomando cartas en el asunto, me dijo que sería mejor que lo dejara para otro día que estaba el mar un poco picado y que no sería buena idea bañarse de 19
  • 20. Cuando la lluvia no moja noche. De momento, vi mis deseos truncados de mala gana, no obstante, aduje que era una buena nadadora y que no tendría problemas ya que yo conocía aquello como la palma de la mano por lo que decididamente tomé la toalla, momento éste en el que él provechó para cogerme del brazo y de forma enérgica y brutal, como si se tratara de algo de su propiedad, me dijo que no iría a ninguna parte sin él. Como quiera que no me soltaba, y que se notaba a todas luces que no estaba por la labor de dejarme en paz, le dije abierta y directamente que si lo que pretendía de mí era algún roce, estaba equivocado, por lo que soltando unos improperios me apretó el brazo aun más fuerte, y justo en el momento que pasaba el Director yo le propinaba una buena bofetada que lo dejó de momento un tanto aturdido, por lo que seriamente avergonzado se retiró al haberse dado cuenta de que su jefe lo había presenciado. Aquel altercado pasó de no deseable a interesante. El Director, Diego Aguirre, se acercó a mi y me preguntó qué tal estaba. Le comenté que bien ahora que había llegado él y se había marchado el pesado de Arturo, cosa que le agradecí. Y fue entonces tras citar el incidente y comentar que con aquella bofetada había demostrado tener madera de rebelde, que me habló de un guión que le habían ofrecido para su estudio, y en el que pensó que con mi actitud no sólo había despertado en él una simpatía sino que había visto con una claridad meridiana que no estaría demás hacerme unas pruebas con el fin de que fuera la Actriz secundaria de aquel futuro largometraje, y en el que un papel de segunda era casi tan importante como el de la protagonista, ya que era la vida de una mujer hacendada e inmensamente rica a la vez que déspota y amargada pero que casi todo el peso del melodrama lo llevaba su hermana, una mujer de armas tomar, rebelde e inconformista. Ciertamente que aquel incidente me había traído una nueva marea que me hizo subir varios peldaños al mismo tiempo, ya que una vez finalizado el rodaje y terminado el contrato, mientras me liquidaban se acercó el señor Aguirre, y tras invitarme a tomar una copa a modo de despedida temporal, me dijo que estaríamos en contacto, que pronto me llamaría al objeto de hablar de condiciones, una vez expuestos todos los pros y los contras en lo que adonde se produciría la película, las condiciones y, sobre todo, la cantidad que se haría figurar en el contrato, además de algo muy importante como fue el comentar que muy posiblemente éste fuera un contrato en exclusiva ya que, al parecer, según le comentó la Productora se trataría de un superlargometraje que 20
  • 21. Santiago Martín Moreno se dividiría en varias partes aún sin decidir en cuantas. Pero de todo esto ya tenías tú conocimiento por habértelo relatado en más de una ocasión, sobre todo aquellas noches en que tumbados y acurrucados sobre unos cojines hablábamos de mi pasado mientras crepitaba el fuego en la chimenea. 21
  • 22. Cuando la lluvia no moja SEIS Aún recuerdo aquella tarde en la que tras haber regresado de Buenos Aires en donde estuve rodando junto a Julio de Dios la película “En la Frontera”, comenzamos a realizar, ya en Madrid, los primeros planos de prueba para aquella superproducción Hispano Italiana y que protagonizaría Iliria Mendigar. Fue entonces cuando te vi por primera vez. Te encontrabas sentado cómodamente en un sillón semejante al utilizado por el director -por cierto gran amigo tuyo de juergas y correrías-, y de lo que tuve conocimiento días más tarde te encontrabas en apariencia solo. Elegantemente vestido: -como si al final de la sesión hubierais quedado para hacer alguna ronda nocturna. No pude evitar el fijarme en cómo me mirabas con aquellos ojos clavados en mi cuerpo, un cuerpo que debido al vestuario que tocaba en aquella escena me haría más subyugante, pienso, y que tú sin tan siquiera un pestañeo, daba la impresión de que intentabas devorar con tu mirar escrutador. He de reconocer que fuiste mi atracción principal aquella tarde de finales de Septiembre. Tu aire de ese refinado indiscutible del típico señorito rico de pueblo y que anda rondando los cuarenta; acostumbrado a saber apreciar y paladear con soltura los placeres de la vida que le dejaron en bandeja sus mayores, y ese toque, un tanto entre travieso y canalla del perfilado bigotito que de forma graciosa adornaba tu labio superior, encendieron en mi interior todas las alarmas. Desde que rodara aquella última película en Argentina, ya traía un buen bagaje de pretendientes de todo tipo, recordando de ellos cómo tuve grandes ofertas, proposiciones de toda índole tanto decentes como indecentes. No obstante las enseñanzas familiares y mi alto sentido del pudor y la decencia, hasta entonces me había mantenido íntegra pues siempre soñaba con aquél príncipe azul y del que estábamos enamoradas en aquella época, imagino, todas las adolescentes y menos adolescentes, aunque como decía mi abuela, ya en edad de merecer. Todo ello fue lo que me mantuvo en guardia cuando aquél Jules 22
  • 23. Santiago Martín Moreno Lamart, un francés ya maduro en los negocios del cine, y que había tomado la nacionalidad argentina huyendo de la quema que se había estado produciendo en Francia cuando a ella llegaron los alemanes nazis, me pidió que me fuera con él. Que estaba locamente enamorado de mi y que quería casarse en su tierra una vez de vuelta a ella. Que poseía unas grandes bodegas y tierras de vides en la región de Alsacia, que le habían estado cuidando sus hermanos llegando a conseguir unos vinos muy especiales aún a pesar de las influencias germánicas de que disfrutaban aquellos caldos en toda la zona. El caso es que en una de las ocasiones que hubo debido a un parón de diez días en el rodaje por la necesidad de cambiar unos exteriores, que ignoro el porqué no era del gusto ni del guionista ni del productor, cuando aquel lugar, a mi juicio, era ideal para el fin que nos había llevado allí, me rogó que lo acompañara, que tenía previsto en esos días visitar su casa en Francia y que quería que fuera con él, asegurándome que una vez visto aquello, cambiaría de opinión. Insistía una y otra vez, hasta que llegada la noche y durante la cena, al terminar salimos a la calle, nos sentamos sobre el muro que dividía la terraza ya que esta se encontraba en uno de los lugares más altos del pueblo, y desde donde se podía contemplar toda la campiña. Incansable él, y yo cansada, no sé con qué ánimo lo dije, pero el caso es que accedí. Le prometí que lo acompañaría, pero que no se hiciera ilusiones. Tan sólo me dijo que ya vería cómo al menos se lo pensaría una vez que estuviera entre aquellas viñas y su gente. Al día siguiente volamos a Francia, y bien sabe Dios lo bien que me sentó aquel vuelo. En mi vida había conseguido dormir tantas horas seguidas y eso que Jules me despertaba de vez en cuando diciéndome si no pensaba comer nada, pero, yo lo que quería era dormir, y además es que me quedaba dormida tranquilamente en cuanto cerraba los ojos. Me desperté por mí misma y le pregunté cuánto llevaba durmiendo; me comentó que muchas horas y que se veía que lo necesitaba, ya que una de las azafatas me trajo una almohada pequeña que Jules me colocó, y sobre lo que ni me enteré siquiera. Cuando aterrizamos y salimos de la terminal con el poco equipaje que llevábamos, nos dirigimos a la Cafetería en la que tomando un café esperé a que Jules se hiciera con un coche de alquiler. Quería haber llamado a uno de sus hermanos y que nos viniera a recoger, pero estaba deseando de mostrarme aquellas tierras ahora bañadas por el sol y llenas de un verde colorido donde las grandes lanzadas de vides no parecían tener fin; ello me recordaba a los extensos olivares de 23
  • 24. Cuando la lluvia no moja Andalucía. Una hora después entrábamos por un gran arco de piedra hacia un camino muy bien cuidado, destacándose al final una serie de casas que daban cobijo a una casa grande en cuyo porche estaban sentadas varias personas. Éstas se levantaron apenas el vehículo se acerco a la escalinata y se dieron cuenta de quien era el visitante. Las presentaciones de rigor fueron tan de corte familiar que uno de los hermanos, el más pequeño llamado Gerard, me tomó de la mano diciéndole a los demás que me llevaba a ver las cuadras. Esto no le sentó muy bien a Jules, pero no dijo nada y se quedó charlando con sus padres y su otro hermano. Al día siguiente, al igual que el resto de los días que pasamos juntos, monótonos en todos los sentidos desde ver una y otra vez las grandes extensiones de viñedos, paseando sobre hermosos caballos, las charlas de sobre mesa y las de después de la cena, unas veces en el porche y otras dentro jugando a las cartas, eso sí, bebiendo siempre sus deliciosos vinos, sin olvidar los agobiantes momentos, la infinidad de asfixiantes instantes en los que no dejaba de insistir buscando la ocasión de un abrazo, de un juego amoroso cada vez que nos encontrábamos sentados sobre el almohadillado verdor de aquellos altozanos contemplando las plantaciones, sin poder conseguir ni lo uno ni lo otro. Claro que para ello yo había estado preparándome concienzudamente. Con aquel comportamiento, Jules había puesto todas sus cartas boca arriba, y en ellas sólo se veía el intento de no desaprovechar la más mínima oportunidad, pero se equivocó, no se esperaba tan férrea negativa, por lo que ambos ya estábamos deseando volver. De nuevo en el rodaje, el comportamiento de Jules cambió por completo y no es que me ignorara, no obstante, aquellos pesados, pegajosos y atosigantes acercamientos desaparecieron. La película llegó a su final y con ello la vuelta a Madrid. La despedida con Jules no fue, precisamente, muy cariñosa, sin embargo, no puedo negar que al menos fue cortés pues aquella noche me invitó a cenar. Durante la cena me anunció que se retiraba del mundo del cine, que se iba a dedicar por entero a su negocio y que me felicitaba por haber sido elegida para la siguiente película que se iba a rodar en un muy corto espacio de tiempo, ya que tenía conocimiento de que me habían citado para el día siguiente hacer unas pruebas 24
  • 25. Santiago Martín Moreno SIETE Con la última toma de las diferentes pruebas, la voz del Director diciendo aquello de: “Corten, a positivar y basta por hoy”, dejé de mirarte y me dirigí a mi camerino. Allí recibí la nota de que querías verme. No puedo negarlo, los nervios invadieron hasta el último rincón de mi persona. Aunque la nota no estaba firmada, quiero pensar que no te pasó por la imaginación el que yo dudara de quién sería. Y ciertamente, lo supe desde el primer momento. Un nerviosismo absolutamente desconocido se apoderó de todos mis sentidos, y mi madre que desde que llegué a España quiso estar siempre a mi lado, fue la primera en darse cuenta de que lo que me estaba ocurriendo, y aquellos paseos, aún en bata, no eran normales en su muchacha, como ella me llamaba. La miré y adivinó lo que intentaba decirle sin palabras. Fue a la salida cuando decidí dejarme ver por la cafetería, donde sin duda tú y tu experiencia de conquistador te había dicho muy bajito que pasaría por allí. Mi madre no se negó, aunque me dejó claro que tuviera mucho cuidado pues me insistía en que tan de repente no debería mostrar tanto interés por el desconocido; que el mundillo del cine estaba repleto de “caza-jóvenes”, a lo que yo le repetía que sabía cuidarme, y que más tarde o más temprano habría de llegar el momento en que conocería a alguien del que me enamoraría perdidamente y, creo que aquel fue el momento que, en cierta medida, estaba deseando que llegara. Mamá -le dije un tanto melosa-, voy a cumplir veintidós años y aún no sé siquiera lo que es tener novio. Es muy guapo, ya lo verás, y cuando estaba en el plató me miraba de una manera y con unos ojazos que casi me hacen tropezar con uno de los ventiladores de pie que ayudaban a que mi melena suelta flotara al viento. Por favor, déjame al menos conocerlo, y ten por seguro que si noto algo fuera de lo normal lo dejaré estar y me olvidaré de su existencia. Como es de suponer, ni yo misma me creía lo que estaba saliendo 25
  • 26. Cuando la lluvia no moja de mi boca. Mi madre dio su consentimiento, pues conociéndome como me conocía, ya sabía que cuando algo se me metía entre ceja y ceja no iba a claudicar tan fácilmente. Y ante la promesa de que sería sólo un momento, me dejó sola. La realidad es que no hizo falta más. Todo fue el encontrarnos frente a frente en aquella cafetería y los dos supimos lo que habría de venir: estábamos hechos el uno para el otro aún sabiendo que no nos conocíamos de nada, pero ya daba igual, al menos para mí. Te encontrabas apoyado sobre la barra. Discretamente, al final de la misma; con una copa en la mano izquierda y un cigarrillo en la derecha. Estabas sólo. Expectante, y todo fue verme aparecer, dejando copa, y aplastando el cigarrillo en el cenicero, te lanzaste hacia mí como las olas de un mar bravío se lanzan contra los rompientes de una tierra virgen que tras besarla, hacen el camino de vuelta con el estigma de un momento de privilegio. Con la más seductora de tus sonrisas, y siendo fiel a cada paso a la estrategia que, sin duda, habrías estado diseñando mentalmente ante la seguridad del encuentro, te plantaste ante mí y mirándome a los ojos me dijiste: “Disculpe el atrevimiento pero, es que jamás había visto en un plató ni en parte alguna tanta hermosura”. Y tomando mi mano, a modo de saludo, la rozaste con tus labios dejando en ella un calor que aun hoy, a pesar de los años, no he conseguido olvidar. Y sabes muy bien que no podría olvidarlo porque en ello nunca puse empeño alguno. Aún lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer mismo. ¿Tú lo recuerdas? Creo que los años te han cambiado algo; a mi, no. Aún guardo en los archivos de mi memoria el momento, y de cómo te acercaste justo cuando creía que se me salía el corazón del pecho o que allí mismo me iba dar una taquicardia; las piernas me temblaban y me daba la impresión de que de un momento a otro me caería en redondo produciendo tal escándalo que mi madre, al acecho, vendría inmediatamente en mi socorro y sabe Dios la que podría haber formado. - Mi nombre es Hipólito de la Torre, Poli para los amigos, de Alicante, aunque mi familia reside en Madrid. En Alcoy es donde tengo mi vida laboral, y mis empresas, ya que me dedico a la Industria Textil. ¿Me haría el honor de tomar una copa conmigo? Me gustaría celebrar este maravilloso encuentro. Si no me considera Vd. muy osado, lo celebraría más aún si aceptase cenar conmigo esta noche. Tras unos largos minutos de conversación sobre el cine como tema central, acepté, anticipándote que mi madre estaba conmigo y que ella me acompañaba a todas partes. Tú no pusiste ningún 26
  • 27. Santiago Martín Moreno inconveniente. Muy al contrario, me preguntaste si estaba allí y que la llamara ya que le gustaría conocerla y saludarla. Así lo hice y, tras besar su mano, te deshiciste en halagos hacia ella, manifestando que sería un gran honor para ti el que mi madre nos acompañara a cenar. Sin embargo, mi madre no dejaba de lanzarme raras miradas que yo no conseguía interpretar, aunque más tarde, y ya a solas me dejaría caer lo que quería decirme: ¡Que no lo tenía muy claro!. Mi madre me pidió que nos retiráramos pronto al tiempo que te decía que agradecía la invitación y que posiblemente esta sería en otra ocasión. Yo siempre obediente a los consejos y recomendaciones de ella me dejé llevar y te pedí disculpas por haberme adelantado a los acontecimientos. Tú cediste amablemente, y tuviste que escuchar el que mi madre te hablara tan dura y directamente cuando te dijo: - No se le ocurra jugar con mi hija. A ella la tengo bien protegida de algunos que no buscan más que el “lío” Vd. ya me entiende. Marina está en un momento de su carrera tan complicado como prometedor y no voy a consentir que nadie se la eche a perder. Por cierto, ¿está Vd. casado? Tu serenidad, al no conocerte, ni me sorprendió ni dejó de sorprenderme cuando le contestaste: - No, no estoy casado. Fue aquella tu primera y más trascendental de las mentiras que te conocí a lo largo de los años. A partir de ese momento las cartas ya estaban repartidas, la suerte echada y la partida comenzada. - Está Vd. siendo muy dura conmigo -dijiste muy serio-. Poco dura fue realmente para lo que hubieras merecido si mi madre se llega a imaginar por un momento el curso que tomarían enseguida los acontecimientos. - No pretendo nada ilícito con respecto a su hija. Sólo estoy deslumbrado por su hermosura y esos ojos que me tienen turbado y de los que me parece que me he enamorado como un chiquillo; ¡para qué voy a engañarla! Pero le pido por favor, es más se lo ruego, no me haga culpable de ello. Sea generosa y comprensiva. Piense que es difícil permanecer impasible ante tanta belleza. Por eso nada más verla en el plató sentí deseos extremos de conocerla, y si Vd. lo autorizara aprovecharía los días que vayan a estar en Madrid para tratándolas un poco más conocerlas y, quizás porqué no, hacerles de guía turístico. Puedo mostrarles muchos de los encantos que posee la capital de España. 27
  • 28. Cuando la lluvia no moja OCHO Sería en Madrid y su provincia, porque a partir de aquellos momentos te convertiste en nuestra sombra. Aún me cuesta entenderlo: llevando como llevaba varios años sin pasar una semana completa en Madrid, con mi madre y a veces mi hermana, de pronto me descubrí buscándole excusas a su presencia para dedicarme solo y exclusivamente a ti, en calidad de ofrecimiento desinteresado. No sé que explicaciones le habrías dado a tu mujer o que tipo de excusas barajaste para estar tanto tiempo fuera de tu casa y tu familia, sobre todo porque en aquel tiempo no se celebraba ninguna feria dedicada a la Industria Textil o similar, pero, recuerdo cómo a lo largo de las seis semanas siguientes estuviste asistiendo a todos aquellos rodajes en los que yo participaba, tanto dentro como cuando la película requería de escenas en el campo o la playa, sobre todo en la playa y sobre cuya arena y al atardecer dábamos largos paseos. En todo este tiempo parecías desenvolverte como pez entre aquellas nacaradas espumas. Moviéndote con toda soltura y comodidad, y siempre gracias a las facilidades de tu amigo, que no ponía ni el más mínimo impedimento para que estuvieras presente donde quiera que fuésemos a rodar. Es curioso cómo a estas alturas te habías ganado el respeto de mi madre ante el trato observado, y la confianza de ella y la mía también, mediante una hábil estrategia sabiamente estudiada al milímetro y que acabó de forma fructífera aquella noche inolvidable de mediados de Octubre. El equipo hubo de desplazarse hasta la costa malagueña donde habría de rodar, si el tiempo no lo impedía, durante un periodo de aproximadamente tres o cuatro días. Mi madre quiso aprovechar estos días para dar una escapada a casa. No le hizo mucha gracia el dejarme sóla aquel día, pero viendo tu comportamiento a lo largo de estas semanas donde nos veíamos casi a diario pensó que podía confiar en ti; y ayudada, lógícamente, por mi insistencia en que fuera tranquila, aquella seguridad demostrada por mí misma, dio su fruto. -¡Al fin, tú y yo solos! 28
  • 29. Santiago Martín Moreno En cierta medida me abrazó el pánico, pero también a la vez una más que extraordinaria expectación sensual se apoderó de mi, manteniéndome toda la tarde y la noche de tal forma excitada que más parecía miedo que deseo. Aquella fue mi primera cita a solas con un hombre, un hombre que, probablemente, no dejaría pasar la oportunidad tan esperada de forma tan entregada aduladora y sobre todo paciente. Verdaderamente había tenido mucha gente a mi alrededor, de la que destacaba normalmente algún que otro moscardón con el sólo deseo de picar donde yo no podía permitir que eso sucediera. Es verdad que me llenaban de obsequios caros y regalos convertidos en hermosísimos centros de flores, pero aquello era distinto de lo que me estaba ocurriendo aquella tarde. Y yo no sabía exactamente si lo que quería realmente era ser víctima o cómplice, aunque a decir verdad, sí quería con locura, es más, lo deseaba con toda mi alma, y que no estaba dispuesta a obstaculizar aquellos deseos que leía en tus ojos. Aquella tarde te mostraste exactamente como siempre fuiste, y con la habilidad del maestro que llevabas dentro tomaste las cartas que te ofrecí y las jugaste a la perfección. Primero me llevaste a un Restaurante a cenar. Restaurante por cierto, al que según tú, no habías ido nunca. Era todo de un lujo soberbio y en cuya piso superior existían unos saloncitos reservados para gente de empresa. Imagino que este detalle ya que no conocías el lugar se debió a tu vasta experiencia demostrada a lo largo de los años. Lo cierto es que la cena fue magnífica y yo me encontraba en la gloria. Y por si a la cena le faltaba algo además de los postres, cuando llegaron estos, el que habías pedido para mi venía adornado con una rosa azul y cuyo conjunto, según tú, hacía juego con la miel de mi cabello y el color de mis ojos. En realidad no sabía si tomar aquel postre o guardarlo como recuerdo. Me levanté y me dirigí al baño. Cuando estuve de regreso y volví a sentarme, me cogiste la mano y con la otra levantando mi servilleta me mostraste un estuche preciosamente decorado y de un rojo intenso que me dejó un tanto perpleja... - Pero, ¿qué es esto, Poli? -Ya te llamaba Poli. Dadas las circunstancias, la ingenuidad de la pregunta me sorprendió. No me imaginaba, o sí, su contenido. El caso fue que me costó algún esfuerzo el no correr para abrirlo sin esperar cualquier tipo de explicación, a la vez que deseosa de dar la vuelta a la mesa y echarme como una colegiala en tus brazos. - Nada que tú no te merezcas. Antes de conseguir abrir la cajita se me escurrió de entre unos 29
  • 30. Cuando la lluvia no moja dedos, que a decir verdad habían perdido casi por completo todo tipo de sensibilidad, hasta que por fin y accionando el broche quedó al descubierto una bellísima gargantilla que entendí sería de platino u oro blanco y la cual tenía engarzada una delicada hilera de pequeños brillantitos cuyo fulgor no había visto en mi vida. - ¡Es una preciosidad, Poli! -Te dije con un calor en el rostro y del que me daba la impresión se me habría puesto de un rojo tan encendido como la imaginaria sangre que brota de la herida producida por la flecha de Cupido. Pero, ¿tú has visto que maravilla? - Justo como ese brillo que ahora tienen tus ojos. A veces pensaba que eras un maestro de la cursilería, pero qué quieres que te diga: a mi me gustaba, y aquella forma de decirlo me sonaba a música celestial. - ¿Quieres ponérmelo? -te pedí con una voz que apenas era un susurro. - ¿Aquí mismo? Posiblemente pensaras que el lugar idóneo sería otro más, digamos, adecuado, más íntimo; un lugar y momento en el que yo ya un tanto debilitada cayera de la forma más inocente. - ¡Por supuesto! Me muero de las ganas de bajar porque cuando lo haga todos me verán lucirla. No tenemos nada que ocultar. -Al menos eso era lo que yo pensaba; la realidad era bien distinta. Con una sonrisa pícara, te levantaste -creo que jamás me has parecido más alto, ni más apuesto-. Tomaste con delicadeza la joya y colocándote a mi espalda me la pusiste tiernamente en el cuello. Creo que el roce de tus labios en el mismo aparte de intencionado, me pareció de lo más exquisito, al tiempo que manteniendo tus manos sobre mis hombros, acariciadoras y ardientes, te inclinaste ligeramente susurrándome algo al oído. - ¿Sabes que te quiero con locura? Era la primera vez que me lo decías, y el escalofrío que me produjo tu aliento en la nuca se extendió como un reguero de pólvora, como un relámpago por todo mi cuerpo, poniéndome la carne de gallina. Me volví, tomé tus manos y con el consiguiente nerviosismo te dí a entender que yo también estaba loca por ti aunque, creo que eso ya te lo habían dicho mis ojos. Comprendiste el mensaje sin que mediara palabra alguna. No sé como nos dimos tanta prisa en terminar la cena, y poco antes de las doce te pedí me regresaras al hotel como si temiera que, al igual que el cuento, perdiese mi zapato de cristal y mi carroza se 30
  • 32. Cuando la lluvia no moja NUEVE Como hicieras tantas veces me acompañaste a la habitación, y entonces tuve claro que aquella noche no ibas a quedarte en la puerta para después: una despedida más y marcharte. Esa noche, no. Y no hizo falta que tú lo pidieras, aunque esa noche, más que nunca, lo estabas deseando; te veía como a punto de estallar ante lo que hubiera sido otra negativa por mi parte. En el arrebato de una más que cuestionable decencia, fui yo la que te invitó a pasar, y a quedarte. Por el camino había estado madurando la idea de que aquella noche yo saldría de mi letargo, de aquella especie tonta de clausura que me había impuesto en atención no sólo a mis creencias, sino a las tantas y tantas recomendaciones morales y éticas por parte de mi madre. Había decidido que esa noche me entregaría a ti sin tan siquiera intuir que aquella entrega me estaba convirtiendo no sólo en tu esclava favorita, sino que también sufriría, al igual que tu mujer, de tus largas ausencias con el paso del tiempo, aunque el resto hasta el día de hoy es ya de un agua más que pasada. Pero aquella noche se intercambiaron los papeles: el cordero se convirtió en lobo, y aquella mansa cordera, debido a la fiebre que le hacía estremecer tan sólo de pensar en que por primera vez en su vida iba a dar rienda suelta a toda aquella amante y calenturienta fogosidad dormida, se abrió a ti como se abre la flor apenas recibe las primeras gotas de un rocío de madrugadas eternas. Es cierto que si en un principio sentí algún temor, este se esfumó enseguida al notar tu cuerpo fundido con el mio sin el más rudo roce. Todo eran arrumacos. Caricias que yo disfrutaba al sentir tus manos recorrer todo mi cuerpo. Me besabas el cuello una y otra vez, hasta que tu boca sedienta la uniste a la mía, sintiendo como me abrasaban tus labios a la vez que mordías los míos con fruición. A partir de ese día, pero con mi ayuda, te ganaste bien a mi madre para que nos dejara salir solos más a menudo, aunque ya no me esperabas en los platós sino que quedábamos en la cafetería más cercana al lugar en el que estuviera rodando. Entendía que al estar 32
  • 33. Santiago Martín Moreno durante tantos días sin visitar tus empresas, deberías estar en contacto mediante llamadas telefónicas. El Telégrafo también era tu menú diario. Iniciaríamos entonces una relación que se iría estrechando poco a poco y con una relatividad convencional en sus primeros pasos. Entre cine, salas de fiesta y restaurantes pasamos una buena temporada. Era un relación aparentemente seria, que lo fue de dependencia total por mi parte casi desde el primer momento: física y afectiva, maravillosa. Ello no impidió cualquier capacidad de reacción cuando, ¡por fin! me hiciste saber, aunque con cierto teatrismo, que estabas casado. ¡Casado! -farfullé-. Casi me da un síncope. El dolor desgarró mi interior como un cuchillada; agravado, si cabe, por la humillación de sentirme engañada, traicionada vilmente, de haberme entregado, dócil y confiadamente a un hombre que resultó estar muy alejado del príncipe azul que yo imaginé un día. Pero si algo tuve claro también desde el primer momento -incluso con los latidos del pecho desbocados, sumida en lo peor de la crisis-, fue que no te dejaría. ¿Cómo pude llegar a pensar que en el fondo se trataba de una simple cuestión de orgullo? Mi dignidad había quedado pisoteada, perdida para siempre, diría mejor y, puesto que esto había sucedido así, no estaba dispuesta a perderte por un sentido demasiado estricto de la moral o de las buenas costumbres. Soy de las que piensan que el amor de verdad sólo llama una vez a nuestra puerta. ¿Cuántos mueren, de hecho, sin conocerlo jamás? Y yo había tenido la fortuna de haberlo encontrado apenas empezando a vivir. Sería tu esclava si tú lo deseabas, y llegando hasta el extremo de abandonar mi carrera, si tú me lo pedías. Y me lo pediste. Mi respuesta fue tajante, afirmativa, por mucho que me cueste entenderla con la perspectiva que dan los años y toda una vida a tu lado, me supongo el distanciamiento de mi familia -que sólo recuperaría en parte después de años de suplicar su perdón- pero, sobre todo, lo que más me duele aún fue el definitivo alejamiento de mi madre, cuando ella se había opuesto con todas sus fuerzas a que lo abandonara todo y me marchara con un hombre casado, tirando por tierra tanto esfuerzo, y una carrera como Actriz que tanto prometía a decir de los entendidos. – ¡Tú estás loca, chiquilla! ¿Cómo no eres capaz de darte cuenta de que el indeseable ése te quiere sólo como segundo plato, como carne fresca con la que aliviar la dieta demasiado estricta que le sirven en su 33
  • 34. Cuando la lluvia no moja casa? ¿Cómo vas a ser capaz de vivir en un pueblo después de haber conocido el lujo y el éxito en los lugares más hermosos? ¿Cómo piensas que puede ser tu día a día, pendiente siempre de los caprichos de un hombre que en ningún momento va a abandonar su vida de señorito vividor por ti ni por nadie, y mucho menos a su mujer? Nunca lo hubiera esperado de ti, Marina. A mí se me parte el corazón, pero tu te estás condenando a la peor de las desdichas. Todo esto y mucho más no dejaba de decirme mi madre con los ojos anegados de lágrimas. Hoy sé que mi madre llevaba razón en todas y cada una de sus advertencias y recomendaciones. Qué ciega debía de estar entonces para no comprenderlo. Los ímpetus de la juventud, la falta de experiencia, y aquel encelamiento puramente animal, se me impusieron a sus generosos consejos y me vine contigo. Ni siquiera me despedí de aquellos compañeros del cine con los que tantas horas viví feliz y contenta de hacer lo que me gustaba. En fin, como decía mi abuela: Nunca es tarde... Pero yo sigo preguntándome aún: ¿Cómo he podido tardar tanto tiempo en tomar esta decisión? Sin embargo la tomé. Me he ido de tu lado y de la que siempre fue tu otra casa, aquella en la que tantos años pasamos juntos, y que últimamente no ha servido más que, por tus años, para escuchar tus quejas, tus malos humores y sobre todo, el que ya no eres el hombre aquél que me llenaba de tiernas caricias y mimos asegurándome de que jamás te separarías de mi. Has de saber que cuando he recibido últimamente la visita de don Serafín, el médico del pueblo, para tratarme algún que otro catarro, no se resistió a comentarme que tenías algún problema, del que no quiso hacerme partícipe, asegurándome, con cierto titubeo, que no era nada importante. Por último sólo te ruego que no hagas por buscarme. La decisión de romper definitivamente con esta relación la he meditado en profundidad y, he pensado que tanto para ti como para mi, es lo mejor. Espero que mi madre me haya perdonado -como a ti tu mujer tras el conocimiento de mi marcha-, que mi familia me acepte, y pueda comenzar una nueva vida en la que, no te quepa la menor duda, los recuerdos estarán siempre presente pues nunca dejaré de pensar en ti como el hombre que me despertó no sólo a la vida, que me hizo mujer, con el que descubrí el amor y todo aquello que en un tiempo me hizo tan feliz. Adiós Poli. Marina. 34
  • 35. Santiago Martín Moreno DIEZ Antes de plegar aquellos folios que entre sollozo y sollozo fui rellenando hasta bien entrada la madrugada, aún se me ocurrió que podía aclararle algo, aunque en ello no puso nunca el más mínimo interés, no obstante quise dejárselo dicho en una postdata: Poli, el nombre que figura en el certificado de mi nacimiento es el de Irene Parra lo de Marina la Sol fue un acuerdo entre mi primer representante, mi primer director y mi madre. Te explico: lo de Marina vino por haber nacido en la costa malagueña. Este dato sí que ya lo conocías, aunque ignoraras el motivo exacto. Lo de Sol me vino dado porque una noche que acudí al espectáculo en el que trabajaba mi padre, un señor me preguntó que si me interesaba trabajar como extra en una película que iba a rodar en Málaga. Mi padre dio su consentimiento. Haría un pequeñísimo papel como relleno en un grupo de gitanos. A su director de fotografía, al parecer, no le pasó por alto mi belleza sureña, el cual pidió hacerme unas pruebas. Y de ahí lo de Sol. Decía que no había nada más deslumbrante que el sol de Málaga, ni los rasgos que había visto en mi. ¡Las dos de la madrugada, qué tarde! Rosa se había quedado dormida al amor de la lumbre cuyos leños comenzaban a declinar. El día anterior le había pedido que se quedara esa noche conmigo con el fin de ayudarme a la mañana siguiente. Lo hizo de buen grado . Procedí a cerrar el sobre tras haber escrito la dirección de Hipólito. En el remite escribí: Parra y Claramunt Textiles del Mediterráneo. Ello me daba casi la plena seguridad de que la familia no abriría la correspondencia de Hipólito hasta que él no regresara. Aunque ya nada me importaba. - ¡Señorita, señorita, son casi las ocho! Me llevé un buen susto, pues yo también me había quedado dormida toda la noche en el sillón orejero que un día Poli me regalara con motivo de una torcedura que sufrí lastimándome un tobillo por lo que 35
  • 36. Cuando la lluvia no moja hube de guardar reposo durante bastantes días. Me di cuenta de que aún estaba con el camisón puesto. Inconscientemente y debido a haber sentido frío, me habría echado por encima una manta de viaje, y no se porqué en ese momento me vino a la mente cómo en aquel duermevelas había estado reviviendo la última noche que pasamos juntos. Poli acababa de llegar de Orihuela. Serían sobre las diez. Le pregunté si quería comer algo y me contestó dulcemente que a mí. Me pidió que dejara lo que estaba haciendo y que lo acompañara al dormitorio. Ya en él me sentó sobre el borde de la cama y comenzó a desvestirme, sin prisas, como disfrutando del momento; disfrute que yo compartía pues notaba cómo mi cuerpo iba variando por momentos. Él también se ayudaba ha hacer lo mismo. Cuando me echó hacia atrás sobre la cama, colocó mis muslos sobre sus anchos hombros y comenzó a besármelos. Su boca de forma tan cariñosa como lasciva y pausada, buscaba entre el bosque púbico, hozando sin respirar casi, hallando su entrada y saboreando el preciado manjar que, según él, era algo así como el culmen de la ambrosía. Al mismo tiempo sus manos se alargaban hasta el infinito o al menos eso me parecía a mí, ya que alcanzando la firmeza de mis pechos los masajeaba con la delicia que produce la caricia de unas manos poco suaves, pero que me ponían los pezones como si quisieran salirse de sus propias agujas y eso, hacía que mi cuerpo se estremeciera de tal manera que agarrándole la cabeza con ambas manos lo atraje hacia mí, al tiempo que colocando los pies sobre el borde de la cama, y él ya perfectamente acoplado, formando ambos un solo cuerpo en frenético desenfreno, alcanzamos un éxtasis que no olvidaré jamás. Aquella noche sería el resultado de una de las caras de una misma moneda. La cara enamorada y concupiscente. Ya vestidos de nuevo me pidió que ahora sí se le había despertado el apetito, por lo que mientras se tomaba una copa de vino le preparé algo de comer. Cenamos juntos, y al finalizar deslizó una mano sobre el mantel que yo pensé que buscaba la mía, y al alargarla noté como depositaba en ella una cajita de terciopelo azul claro. Nerviosa la abrí y pude contemplar un juego de pendientes tan brillantes cómo hermosos los cuales me recordaron al momento que hacía juego con un colgante que ya anteriormente me había traído en uno de su viajes a Alicante. Al día siguiente abrí el estuche con idea de ponerme los 36
  • 37. Santiago Martín Moreno pendientes y que me los viera cuando llegara al mediodía, cosa que no era costumbre en él, pero lo había dicho y yo lo creí. No apareció, por lo que decidí quitármelos, y fue entonces cuando al devolverlos al estuche observé un piquito de papel blanco asomando por una de las esquinas del asiento donde se encajaban las dos piezas. Levanté el revestimiento el cual estaba suelto y extraje el papelito doblado. Al desplegarlo pude leer: “Este no será el único, Alicia. La mujer más hermosa del mundo se merece esto y mucho más. Te amo más que a nadie.” Esa otra cara de la moneda fue la que me hizo pensar en tomar la decisión... - ¡Hay que darse prisa, Rosa o perderé el tren! - Esté tranquila, Señorita Marina, tiene tiempo y la estación no queda muy lejos. Acuérdese de lo que dijo Tomás: “Con que esté a recogerla a las nueve es suficiente”. - Sí, pero a mi me gusta hacer las cosas tranquilamente. Ya estaba arreglada y la maleta cerrada cuando, pensando de nuevo en el sueño, en el recuerdo, de nuevo oí la voz de Rosa. - Señorita, ahí está Tomás. - Bien. Coge la maleta y el maletín ese y llévalo al coche. Yo voy enseguida. Ya en el taxi, un Seat Versalles 1400, tan reluciente como su propietario, nos dirigimos a una estación recién reformada y la cual distaba unos cuatro kilómetros del barrio de las Flores. - Rosa, aquí tienes una pequeña indemnización con mi agradecimiento. Te ruego que cuando vuelvas a la casa cubras todos los muebles con sábanas. Cuando acabes cierra la casa y haz por ver a don Hipólito y le entregas la llave. - Tomás, tenga la bondad de pararse un momento cuando pasemos ante la estafeta de correos. - Muy bien señorita, pero no tarde. - No se preocupe, será sólo un momento. Ya ante el mostrador, saqué el abultado sobre del bolso, y este quedó ridículamente adornado en su esquina superior con un sello de dos pesetas ilustrado con la regordeta efigie de un Franco semisonriente. Tras la tierna despedida de Rosa en el andén, la cual me ayudó a acomodarme en el departamento y apearse después de un par de besos, la máquína tosió varias veces, largó una buena rociada de carbonilla y comenzó a deslizarse tan suave como lentamente sobre aquellas dos varillas metálicas. Me asomé a la ventanilla, viendo cómo la estación se quedaba 37
  • 38. Cuando la lluvia no moja cada vez más pequeña, ignorante de que dos pares de ojos en cuyas retinas estaban reflejadas unas buenas dosis de malicia acumulada durante años, y que no dejaron de contemplar con cierta satisfacción el punto oscuro que se apreciaba ya del vagón de cola hasta que este se perdió completamente en la lejanía. Ya acomodada en el departamento saqué un librito que llevaba con idea de entretenerme durante el viaje, cuando reparé por casualidad en una frase que me resultó no sólo bastante elocuente, sino que me hizo caer en una especie de reflexión en la que me puse a meditar enseguida: “No sería mala idea escribir algunas de mis memorias y los recuerdos que guardo sobre estos años pasados”. Todo fue pensar en ello y, dejando de lado el libro, abrí el bolso y saqué mi cuadernillo; me lo coloqué sobre las rodillas y comencé a darle vueltas al tema, pues no tenía muy claro de por donde habría de comenzar. Así que, acordándome principalmente de la carta y cuanto había derramado en ella, comencé a escribir... pero, no había rellenado una cuartilla cuando sin darme cuenta estaba jugando con el lápiz entre los labios y mirando al techo del vagón mientras mi mente me decía: “Tendrás que buscarte a alguien que te ponga en orden todo esto que llevas dentro”. Sin quererlo, y debido a lo poco que había dormido la noche anterior, me quedé tras un duermevelas al que siguió un sueño profundo y del que me desperté sobresaltada una hora después, motivado por los pitidos que emitió la locomotora cuando al acercarse a un paso a nivel sin barreras, alguien, de forma irresponsable, cruzaba las vías en aquel momento. Me dirijí al cuartito de aseo y me refresqué con idea de espabilarme... 38
  • 39. Santiago Martín Moreno ONCE Mostrando la agresividad que le caracterizaba cuando algo no era de su agrado, y un amargor interior, producto de la enfermedad que le corroía, aquella mañana, pasadas las once, don Hipólito se presentó de improvisto en la humilde casa de la señora María Engracia: vivienda esta que era compartida con su hija Rosa y el resto de su familia. - ¿Está aquí Rosa? -preguntó sin tan siquiera saludar-. - No señor, no está. ¿Se le ofrece algo? - Lo que yo necesito no me lo puede facilitar Vd. Solo dígame dónde está Rosa. - Rosa está en la compra, y Vd. no tiene ningún derecho sobre ella y mucho menos venir a esta casa con esta falta de respeto. ¿Qué se ha creído? Rosa ya no trabaja ni para Vd. ni para nadie. Lo que tenga que decirle a mi hija también es de mi incumbencia, por lo que le pido que se marche, y cuando ella regrese ya le mandaré aviso, si es que ella accediera. - ¡Accederá, no le quepa la menor duda! Y a Vd. también por la cuenta que le trae, y no podrán decir ninguno en esta casa que no me conoce, ni sabe cómo se las ha gastado siempre un de la Torre. -dijo don Hipólito soltando un bufido, al tiempo que, dando un portazo salía de la casa-. Gracias al grosor de los muros con que se construyeron aquellas casas centenarias, don Hipólito no pudo oír como María Engracia decía tras la salida de éste: -Sí, sí que lo sabemos hijo de puta, de sobra lo sabemos. Pero algún día alguien dará cuenta de ti, Fascista Cabrón. Unas horas después don Hipólito se presentó en su casa con cara de pocos amigos. Su mujer, Clara, con una sonrisa que él no supo descifrar lo recibió ayudándolo a quitarse el abrigo y colgarlo en el perchero que se encontraba a la entrada. En este detalle tampoco cayó, ya que jamás ella lo había hecho. Sin mediar palabra alguna y poco 39
  • 40. Cuando la lluvia no moja menos que ignorando su presencia, con un paso que se adivinaba quejumbroso, se dirigió a su despacho. Ya en él, se sentó en el sillón tras su escritorio y se puso a revisar unas escrituras de forma mecánica, aunque era más que evidente que sus pensamientos, a todas luces, se encontraban en otra parte. Doña Clara, exultante de una felicidad a medias manifestada, le siguió los pasos con el vivo y oculto interés de disfrutar del momento, pues estaba segura de que ya estaba al corriente de la huida de su amante, la Polichinela, como ella le llamaba cuando hablaba con su hermana Angélica o con sus más allegadas amigas, aunque este detalle era harto conocido por todo el pueblo. Sin poderse contener y con cierto regodeo hábilmente disimulado, le preguntó sentándose en el sillón que, normalmente, estaba dispuesto para las visitas: - Te noto un poco alterado, Hipólito, ¿ha ocurrido algo en la fábrica? ¿algún problema con el personal tras la huelga de hace unos días? El periódico no dice gran cosa, y tú ya sabes que las noticias vuelan que es una barbaridad. Parece que la cosa se está tranquilizando. - No, ningún problema; todo marcha de nuevo como siempre, -dijo sin apartar la vista de unos sobres a los que seguro ni siquiera le estaba prestando atención-. - ¿Quieres que te prepare una copa? - No, gracias; ya me la pondré yo. Ahora, si no te importa, lo que necesito es estar sólo un rato; ya me avisarás para la cena, pues he de resolver unos asuntos pendientes y hacer algunas llamadas. “Sí, sí, solventa esos asuntos pendientes” -pensaba socarronamente doña Clara levantándose y dirigiéndose hacia la puerta, la cual cerró a su espalda al tiempo que una sonrisa de satisfacción afloraba en un rostro ya de por sí diabólico-. “Anda que te quedan unos pocos de días en los que vas a saber lo que es sufrir por alguien que te hace sentir no sólo abandonado, sino poco menos que despreciado. Espero que al final te des cuenta del daño que me has hecho a mí a lo largo de tantos años, además de haber consentido el tenerme en boca de todos”. A pesar de todo, doña Clara amaba a su marido, por lo que debido a los nervios del momento, o a un posible, aunque leve estado de ansiedad, subió a su dormitorio, y echada sobre la cama comenzó a llorar. Don Hipólito dejó sin abrir los sobres sobre la mesa, y descolgando el teléfono marcó un número. Tras oír un par de tonos de llamada, una 40
  • 41. Santiago Martín Moreno voz de mujer se oyó al otro lado de la línea. - ¡Dígame! - ¿Es la casa de Tomás, el taxista? -preguntó en la forma en que en él era habitual-. - Sí, ¿Quién le llama? -respondió la voz subiendo el tono con la clara idea de dar a entender que no había muestras de cortesía alguna-. - Soy don Hipólito de la Torre. ¿Está Tomás? Necesito hablar con él. La dureza de las palabras y la sequedad de la comunicación, hizo dudar a la señora, por ende, la mujer de Tomás, de si decir que sí o poner una excusa cualquiera con el fin de que volviera a llamar, si es que tenía tanto interés en hacerlo con su marido. No obstante dijo: -Espere un momento. Al cabo de unos minutos, tiempo empleado a petición de su mujer, la cual aprovechó para decirle de quién se trataba, Tomás, haciéndose de nuevas, tomó el teléfono. -¡Sí, dígame! - Tomás, soy don Hipólito. - Sé quien es Vd. ¿Que se le ofrece? -correspondiendo en el mismo tono-. - Verá Vd., Tomás. Esta mañana llevó a la señorita Marina a la estación. ¿Puede Vd. decirme a dónde iba? ¿En qué tren se marchó? -ahora se le notaba la voz un tanto nerviosa a la vez que angustiada ante la posibilidad de encontrarse con una negativa. - ¿Qué quiere que le diga? El tren era el de las nueve treinta que viene de Barcelona y va para Madrid. -le dijo con cierto enfado. - Pero, ¡por Dios! Eso ya lo sé. Lo que necesito saber es a dónde iba, para dónde había sacado el billete -insistió ya exasperado y más nervioso. - ¡Vamos a ver, don Hipólito! ¿Yo cómo voy a saber eso? Ella cogió el tren y ya está. El tren que va para Madrid no sólo hace muchas paradas, sino que además enlaza con los que van para Extremadura y Andalucía -dijo en un tono que daba a entender el deseo de cortar aquella conversación. - Y el equipaje, ¿llevaba alguna etiqueta? ¿alguna dirección? -insistió. - Don Hipólito, creo que se está Vd. pasando conmigo. ¿Por quién me toma? Le he dicho cuanto ha oído, no hay más; bueno sí, le diré que ella no llevaba más que una maleta y un maletín. Y ahora si me disculpa tengo que atender a un cliente. Buenas noches. 41
  • 42. Cuando la lluvia no moja En la penumbra ya del despacho, don Hipólito se llevó un buen rato con el teléfono en la mano sin colgarlo; parecía no saber que hacer con él, mientras por su cabeza rondaban una y mil preguntas acerca de cómo poder seguir con sus averiguaciones. Más de pronto se le ocurrió: “Si ha enviado el resto del equipaje por transporte, lo habrá hecho desde la agencia de Marcial...” Con un brillo maléfico en sus ojos, encendió la lámpara de sobremesa, descolgó el teléfono y marcó de nuevo... - Buenas tardes, ¿Transportes Marcial? -dijo ahora de forma más amable y pausada-. - Sí, dígame, buenas tardes. - ¿Eres tú, Marcial? Soy don Hipólito de la Torre, -siguió guardando una cierta compostura ante el recuerdo de lo que había ocurrido con el taxista y su mujer-. - Sí, soy Marcial. ¿Qué desea don Hipólito? -ya Marcial barruntaba el motivo de la llamada. - ¿Podrías facilitarme la dirección a donde has enviado los bultos de la señorita Marina? Es que se ha olvidado en la casa un mueblecito al que le tenía mucho cariño y quisiera enviárselo -dijo utilizando un acento que en absoluto iba con él, y que para el transportista no pasó desapercibido. - No hay ningún problema. Envíemelo que se lo embalaré y se lo haré llegar a la señorita Marina -dijo Marcial, aunque ello sabía que no iba a dar resultado. Como así fue. - No se moleste Marcial. Dígame tan sólo la dirección y yo se lo enviaré perfectamente embalado y etiquetado -dijo ahora ya un poco molesto. - Lo siento, don Hipólito, pero es que me dejó muy claro que no le refiriera su nueva dirección absolutamente a nadie. Ya sabe Vd. de mi discreción. - Le irían bien cien duros, amigo Marcial, ya sabe lo que quiero decir. - Sé muy bien lo que quiere decir, y quiero olvidar lo que acabo de oír. Si no se le ofrece otra cosa, disculpe, tengo mucho trabajo. -Seguidamente colgó. Cuando oyó el último clic, señal de que se había cortado la comunicación, se puso tan furioso que golpeó de tal forma la base del teléfono que estuvo a punto de romperla. 42
  • 43. Santiago Martín Moreno DOCE Había transcurrido un año desde que Irene había abandonado a Hipólito, y se hallaba inmersa en la recuperación de su antigua profesión de Actriz. A requerimiento de su buen amigo y director Javier Mendizábal, el cual le había propuesto para desempeñar un papel secundario en una nueva película, se vio en la necesidad de desplazarse a Madrid de forma continuada; viajes estos que aprovechaba para encontrarse con su amigo Carlos el cual le ponía al corriente de cómo iban sus inversiones, al tiempo que le asesoraba acerca de la aceptación de las condiciones de su contrato como hiciera con anterioridad. El primer día en que se encontraron en la estación de Atocha, Carlos no pudo por menos que reprimir un silbido. Hacía años que no se veían y se sorprendió del estado en que a Irene se mantenía. Aún a pesar de la edad, Irene conservaba una belleza extraordinaria, pues sus rasgos habían adquirido una más que singular particularidad. Todo en ella parecía tener la medida justa de una hermosa mujer que aún no había cumplido los cincuenta años. Su pelo, ahora de un tono color miel de sol, caía en corta melena enmarcando una cara de facciones primorosamente cuidadas y definidas; su nariz; su boca; sus piernas, y aquellos pies que eran perfectos. La gracia de su figura sureña bien hubiera hecho despertar la envidia de la mismísima Rita, a la que desde siempre veneró como diosa del cine. La simetría de sus formas puras parecían sacadas de los bocetos más brillantes que tan celosamente guardaban los estudios más modernos de la arquitectura vanguardista. Tan sólo algo destacaba en desproporción entre tan armónico equilibrio, pues las imperfecciones, a veces, son dadas por Dios como sello indeleble de la persona. Incluso en ocasiones, éstas podrían llegar a ser tan insultantes, que más bien pudieran ser tomadas como naturalidad que como defecto. Así eran los ojos de Irene, irreales, verdes a la vez que extrañamente hermosos, desproporcionados, 43
  • 44. Cuando la lluvia no moja porque no era posible ver ojos tan grandes y bellos; y dentro de ellos un color de olivares cuando el sol de una amanecida en la que se puede observar el fulgor de un día presentidamente diamantino. Y así era su mirada, una mirada llena de una luz que pudiera haber sido la de aquellas abandonadas estrellas, y que parecían habitar en los más profundo del mar, porque sus ojos eran los ojos de Andalucía. Aquella mañana, cuando Irene se apeaba del tren, buscó con la mirada a lo largo del andén, pues el día anterior había avisado a Carlos de su llegada, y él le dijo que iría esperarla. Tras un, como siempre, caluroso abrazo, Carlos le preguntó del por qué de este nuevo viaje. - Venga desembucha, a qué viene tanto misterio que ni siquiera quisiste decirme por teléfono la razón de esta venida a Madrid, cuando tan sólo hace tres semanas que terminaste la película de Mendizabal para la TV. Chilena -dijo mostrando unos ojos sonrientes por encima de unas gafas de redondos cristales que más que de abogado y financiero le daban un aire de maestro de escuela. - Bueno, pues es que quería estar contigo. Te recuerdo que cuando terminé la película, tú no estabas en Madrid; te habías ido a Galicia para preparar, según me dijiste, un congreso sobre no sé qué de economía. -dijo ella de una forma tan sensual que Carlos al advertirlo noto arder sus mejillas-. - Y es cierto. No sabes cómo me sentó de mal cuando me dijeron la fecha. La verdad es que todo fue tan precipitado que sólo me dio tiempo a decírtelo por teléfono, pero, en fin ya pasó. Y ahora: cuéntame cómo terminó el rodaje, y que tal la despedida, porque, conociendo como conozco a Javier, supongo que habría una gran fiesta. - Y no te equivocas. Hubo una celebración por todo lo alto en la que a ser sincera, te eché mucho de menos. Pero, dime, tú, ¿cómo estas? - Estoy muy bien. Trabajando mucho para este nuevo grupo de empresas, -aquí hizo un largo paréntesis para decir-: y pensando todos los días en ti. - ¡No será para tanto! -dijo haciendo un coqueto gesto con su nariz-. - Es cierto, y tú lo sabes. Desde que llegaste has despertado en mi solitaria vida las ganas de vivir momentos diferentes a los que me tiene acostumbrado el monótono trabajo del despacho. En Galicia me hice el firme propósito de llamarte una y otra vez, pero preferí dejarlo, y como sabía que te encontrarías en tu casa de Sevilla, pensé en darte una 44
  • 45. Santiago Martín Moreno sorpresa. Cosa que no ha podido ser posible ya que cuando llegué a Madrid, no acababa de dejar las cosas en casa cuando recibí tu llamada diciendo que venías. - ¿Te arrepientes? -¿De qué, de no haberte podido dar la sorpresa? No, en absoluto. Teniéndote aquí ha dejado de importarme el resto del mundo. Irene, más ducha que él en estos temas, debido a la cantidad de escenas falsas trabajadas, una y otra vez, en la película que acababa de rodar, lo tomó por las solapas atrayéndolo hacia ella, y haciendo que se fundieran en un nuevo y aún más caluroso abrazo, en el que no faltó el que ella, aupándose un poco pues no en vano era un poquito más baja, le pasara una de sus manos por detrás de la cabeza acariciándole la nuca. No le pasó por alto el que aquél corpachón vibrara cuando lo tuvo pegado a su pecho. Carlos, que aún sediento de que momentos así le hicieran conferir esperanzas respecto a Irene, pues hacía mucho tiempo que no tenían relaciones cercanas de ningún tipo, a excepción de las puramente amistosas, y en cierta medida comerciales, sintió en lo más profundo de su ser que aquel espontaneo abrazo encerraba algo más, por lo que lleno de una felicidad inesperada, notó como por su espalda corría un sudorcillo nunca hasta ese momento sentido. Deshecho el abrazo, y quedados frente a frente, Irene reparó en la mirada de él. Una mirada nunca vista ya que, clavada en sus ojos, esta desprendía el fulgor propio del deseo incontenible de volver al abrazo. Nunca había reparado en la profundidad de aquellos ojos de un color marrón que siempre se encontraban protegidos por unos lentes de corte antiguo. No, nunca se había fijado realmente en el hombre que tenía enfrente, aunque frente a él no era la primer vez que se encontraba; sin embargo, ahora era distinto, y sabía por qué. Se lo dijo su corazón, cuando hasta entonces no había sido así. Pensó que ya no había vuelta atrás, y es por eso que, durante unos segundos, se recreó observando el mechón de cabello castaño cual reflejo otoñal, que, en dibujado remolino, le caía sobre un lado de una frente perfectamente modelada; las mejillas, generosas y sonrosadas como sus labios hacían llamada a un apasionado deseo. - Tengo el coche en el aparcamiento, -le dijo tomando su maleta. - ¿Vamos? 45
  • 46. Cuando la lluvia no moja TRECE Habían pasado dos días desde que Marina (Irene) se fue del pueblo, cuando aquella tarde, al llegar a su casa tras una inspección en la fábrica, don Hipólito se dio de bruces con su mujer que salía en ese mismo instante a, según ella, realizar unas compras; no se detuvo más que al saludo de rigor, al observar la cara descompuesta que éste no sólo aparentaba, sino que lo pudo comprobar cuando ya una vez en la calle se oyó un portazo terrible, por lo que se dijo para sí “suerte que me llamó mi amiga Adela, pues esta tarde la casa va a ser una Olla a presión y no seré yo quien la destape”. Y así fue... Don Hipólito, ya puesta su bata de estar en casa, se dirigió hacia el mueble Bar del salón y se sirvió una buena dosis de coñac la cual se bebió de un trago -algo debía ir realmente mal en la visita a Orihuela, en la Comarca de la Vega Baja del Segura, donde tenía unos negocios. La empresa, una manufacturera relacionada también con la Industria Textil aunque de carácter accesorio y en la que siendo propietario de una importante participación, hacía tiempo que no visitaba por lo que ignoraba el que se encontraran todos los obreros de huelga desde hacía dos días a causa, no sólo de la baja rentabilidad dada la crisis, sino que esta, en parte, era causada por el nefasto rendimiento de un personal mal dirigido. Una dirección con la que él no estaba muy de acuerdo, y que le había aceptado a su socio el haber permitido un tiempo de adaptación. Fue aquella misma mañana en la que Marina abandonaba el pueblo; la misma en la que él salía urgentemente para Orihuela después de oír el informe que mediante la llamada telefónica que le fuera realizada desde la fábrica, y que a priori, no sólo le puso los bellos como escarpias, sino que además barruntaba que aquello se lo iba a encontrar en un estado deplorable. Como así fue. Durante el viaje no hacía más que pensar en cuánto llevaba invertido en un negocio que, por cierto, a él no le gustaba y con el cual seguía en atención a que fuera su padre el que lo iniciara hacía más de 46
  • 47. Santiago Martín Moreno cincuenta años. No acertaba a comprender cómo seguía con aquello. Y no era la primera vez que le causaba serios problemas, por lo que pensó: “Esto, definitivamente, se va a acabar hasta aquí hemos llegado; me encuentre lo que me encuentre voy a dejarme de paternalísmos y liquidar mi participación, ¡ya está bien!”. Tras una hora, aproximadamente, de camino y antes de llegar a Orihuela, se detuvo en Crevillente con idea de abastecer de gasolina el soberbio automóvil que poseía para los viajes largos y aprovechar para tomar un café: “así me relajo un poco -se dijo, y continuó-: No vaya a ser que el problema sea más grave aún de lo que imagino y acabe perjudicando una salud que no es muy boyante”. De nuevo en marcha y tras otros, aproximadamente, treinta minutos, se detenía ante el gran portalón que daba acceso al recinto. Este se encontraba cerrado aunque se oía un gran vocerío desde la calle, por lo que procedió a tocar el claxon en repetidas ocasiones hasta que en una de ellas salió Fermín, el Portero... - ¡Disculpe Vd. señorito! Pero es que el personal está reunido en el patio, y conociendo el sonido de la bocina de su coche, no me dejaban abrir aún a pesar de las protestas del Jefe de Personal -dijo el hombre quitándose la gorra y excusándose al tiempo que no podía evitar el visible nerviosismo-. - ¡Gracias, Fermín! Voy directamente a mi despacho, y dígale a don Casimiro que se reúna allí conmigo, ah, y que les acompañe el Jefe de Personal y el Encargado General. Ya sé que don Marcelo se encuentra en la Feria Textil de Barcelona -dijo arrancando de nuevo, entrando en el recinto y dirigiéndose sin mirar a los obreros, hacia la puerta principal de las oficinas. Una vez saludado tanto por el Director como por el Jefe de Personal y el Encargado General, don Hipólito les preguntó: - ¿Se puede saber qué es lo que ocurre en realidad? Porque la verdad sea dicha don Casimiro, es que por teléfono los nervios no lo dejaban aclararse; suerte que me pilló en un momento en el que estaba libre de todo compromiso -dijo de una forma tan inusual, que a ninguno de los presentes les pasó por alto la frivolidad del comentario, conociéndole como le conocían... - Pues verá Vd., don Hipólito: en esta ocasión se trata de la revisión del Convenio Laboral que, como Vd. y don Marcelo saben, debería haberse resuelto ya hace tres meses, por lo que el personal está poco menos que de brazos caídos a la espera de la reunión prometida hace dos semanas. Ya se lo comenté a su socio antes de 47